IV, 1.3 - Teogonías y teodiceas literarias


Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
__________________________________________________________________________________


Índices





Teogonías y teodiceas literarias


Referencia IV, 1.3


Teogonías y teodiceas literarias

Cabe preguntarse qué es lo que ocurre, en este estadio primigenio de la genealogía de la literatura, en el paganismo heleno, que desde el Renacimiento de la Edad Moderna tratará de emerger como alternativa profana frente a la cultura religiosa. Sin duda la obra homérica, Ilíada y Odisea, puede y debe aducirse como ejemplo fundacional de la literatura y como testimonio, entre los helenos, de una literatura primitiva o dogmática, con no pocos ingredientes de literatura crítica o indicativa, según las propiedades de esta segunda secuencia genealógica, de la que se da cuenta en el capítulo siguiente (IV, 2.1). Ilíada y Odisea, por su complejidad y riqueza, rebasan la secuencia genealógica primigenia y primitiva. La obra homérica no se construye sobre saberes pre-racionales y acríticos, sino sobre conocimientos que disponen un racionalismo poético y una crítica de ideas capaz incluso de irritar a un filósofo como Platón o de incomodar a un piadoso y fideísta tragediógrafo como Sófocles. En consecuencia, el principal representante de la literatura primitiva o dogmática en el mundo heleno no es Homero, sino Hesíodo.

No por casualidad la Teogonía es una obra en la que Hesíodo, a través de una suerte de panteísmo antropológico, propio de la mitología de las religiones secundarias (Bueno, 1985), viene a proclamar que «todo está lleno de dioses» (Tales), en consonancia con el monismo axiomático de la sustancia de algunos presocráticos de la Escuela de Mileto. La vida de Hesíodo se sitúa entre la segunda mitad del siglo VIII y el primer tercio del siglo VII a.n.E., y su Teogonía se inscribe en la familia de obras literarias que tratan de describir la génesis del mundo.

Junto a la relación genealógica de dioses que ofrece Hesíodo en su Teogonía, Trabajos y días recoge una serie de referentes y materiales religiosos que, característicos de las religiones segundarias o mitológicas (Bueno, 1985), están muy presentes en las tradiciones orales y escritas de Asia Menor. En su introducción a la obra hesiódica, Pérez Jiménez y Martínez Díez (Hesíodo, 1983/1997: 30 ss) se han referido a las fuertes relaciones intertextuales que pueden establecerse entre varios testimonios de las literaturas antiguas, en concreto con el denominado Mito del reino celeste, la Canción de Ullikimmi y el poema babilonio Enuma Elish.

La primera de estas composiciones, conocida como el Mito del reino celeste, procede de unas tablillas de arcilla pertenecientes a la corte hetita de Boghazkale, en la antigua Hattusa, cuya escritura cuneiforme se sitúa entre los años 1400-1200 a.n.E., período que correspondería en Grecia al apogeo de la cultura micénica. Alberto Bernabé, en su obra Textos literarios hetitas, ofrece la siguiente versión de este fragmento, cuyo paralelismo con el pasaje de la Teogonía sobre el mito de la castración de Urano (vv. 155-210) es explícito:


Antes, en los antiguos años, fue rey en los cielos Alalu.
Alalu está sentado en el trono
y el poderoso Anu, el primero de los dioses, se hallaba ante él,
se prosternaba ante sus pies
e iba poniéndole en la mano las copas para beber.

Nueve años contados fue Alalu rey en el cielo.
Pero al noveno año, Anu entabló combate contra Alalu.
Derrotó a Alalu, éste huyó corriendo ante él
y descendió a la negra tierra,
y en el trono se sentó Anu. Anu está sentado en el trono
y el poderoso Kumarbi le daba de comer,
se prosternaba ante sus pies
e iba poniéndole en la mano las copas para beber.

Nueve años contados fue Anu rey en el cielo.
Al noveno año, Anu entabló combate contra Kumarbi;
Kumarbi, descendencia de Alalu, entabló combate contra Anu.
Ante los ojos de Kumarbi ya no resiste Anu,
se zafó de sus manos, voló Anu
y subía al cielo.

Por detrás se le acercó Kumarbi,
cogió por los pies a Anu
y tiró de él desde el cielo hacia abajo.

Le mordió los muslos,
y su virilidad se mezcló, con el bronce,
con las entrañas de Kumarbi.

Cuando Kumarbi había tragado en sus entrañas
la virilidad de Anu,
se regocijaba y reía.

Anu se volvió hacia él
y comenzó a decirle a Kumarbi:

«Te regocijaste en tus entrañas
porque tragaste mi virilidad.
¡No te regocijes en tus entrañas!
En tus entrañas he puesto una carga.
En primer lugar, te he preñado con el pesado Tesub…»[1]


En todos estos ejemplos de literatura primitiva, lo irracional y lo acrítico discurren en coalición. Cualquier lector de estos versos podrá hallar en la Teogonía el visible paralelismo entre Anu, Kumarbi y Tesub, por un lado, y Urano, Cronos y Zeus, por otro, así como el motivo de la piedra fertilizante. 

En segundo lugar, la Canción de Ullikummi, uno de los poemas mejor conservados de la literatura hetita, pone de manifiesto un nuevo paralelismo entre el Tifón de la Teogonía hesiódica y el acto de venganza que trama Kumarbi contra Tesub: engendra un hijo de piedra volcánica que amenaza la existencia de los dioses, quienes sólo podrán vencerlo usando la sierra que hizo posible la separación de los cielos y la tierra. La fenomenología radial —dos criaturas monstruosas y sobrenaturales hechas de materia volcánica— está en la base del intertexto genealógico y vengativo de esta saga de dioses. 

En tercer lugar, el poema babilonio Enuma Elish —que toma título de sus primeras palabras («Cuando en un principio…»)— vuelve a resultar influyente en una obra como la de Hesíodo (Thompson, 1967), desde el punto de vista de la recreación del mito oriental de Apsû y Tiâmat, que encuentra en la Teogonía un paralelismo con Urano y Gea: sendas parejas engendran criaturas que permanecen en el seno materno ante el aborrecimiento del padre y el temor que éste les infunde. Ea y Cronos se enfrentan a la figura paterna, la derrotan y asumen su poder.

Las historias genesíacas que buscan desenvolverse y preservarse en las formas literarias del mundo antiguo, y en las cuales se trata de objetivar o codificar el origen del Universo y de la realidad humana, amalgaman, como se observa, una relación de términos humanos (personas y héroes), mitológicos (dioses antropomorfos) y naturales (fenómenos terrestres, marinos y atmosféricos), cuya solución o disolución siempre tiene lugar en eje angular o religioso del espacio antropológico. Éste es el escenario en el que, genuinamente, nace la literatura. Un escenario determinado por el mito, la religión, la magia y la técnica de las sociedades arcaicas y preestatales. Un escenario determinado, en suma, por el predominio del irracionalismo acrítico, del que progresiva y genealógicamente la literatura se irá disociando, al contraer alianzas cada vez más profundas y sofisticadas con el racionalismo humano, frente al teológico, y con el ejercicio de las facultades críticas, frente a las voliciones de la sofística y los imperativos programáticos de ideologías, filosofías y utopías.

Al igual que ocurre con la literatura de temática cosmogónica, sea judía, babilonia o helena —Génesis, Enuma Elish, Teogonía…—, las formas didácticas y sapienciales encuentran en toda Asia Menor una importante tradición, bien nutrida de fuentes y referencias, especialmente en Egipto y Babilonia (Long, 1963). En la literatura didáctica egipcia se han señalado fuentes de los Trabajos y días de Hesíodo, en obras como Instrucción de Ptah-hotep y, sobre todo, Instrucciones de Amen-em-Opet, repertorios de consejos de un padre a un hijo sobre formas de conducta útiles y virtuosas para abrirse camino en la vida. En cuanto al didactismo literario babilonio, la obra de referencia es Consejos de sabiduría (1500-1200 a.n.E.), cuyas ocho partes —excepto la sexta— coinciden temáticamente con esta obra hesiódica. En consecuencia, una y otra tienen su antecedente en las Instrucciones de Shuruppak, texto sumerio que llega a nosotros a través de una traducción babilonia, la cual también puede considerarse de referencia en la composición de la literatura sapiencial hebrea (Libro de Job, Salmos y Proverbios).

De un modo u otro, el Antiguo Testamento, sobre todo los libros del Pentateuco, y en particular Génesis y Éxodo, están plagados de textos que ejemplifican de forma plenaria lo que es la literatura primitiva o dogmática. Dechado de ello es, sin reservas, el episodio que protagonizan Eva y la serpiente (Génesis 3), como animal numinoso y delegado diabólico, a fin de ilustrar el nacimiento del pecado humano y sus consecuencias genealógicas. Todos los episodios de este tipo sirven a un dogma: el pecado constituyente del género humano, el castigo divino irrevocable (expulsión, destierro, muerte…), la justificación del exterminio diluviano de la humanidad, etc. Unos y otros episodios tratan de explicar los hechos a los que apelan como consecuencia de una condena divina de todo aquello que, por ignorancia, se interpreta como un inconveniente a la unidad patriarcal del pueblo de Israel. Uno de los ejemplos más visibles es el de la multiplicación de las lenguas, jamás interpretado como una riqueza ideal de conocimientos —lo que supondría adoptar una actitud afín al multiculturalismo posmoderno—, sino como la inviabilidad de la unificación política israelita, superviviente al diluvio y descendiente del patriarcado de Noé.


1 Formaba entonces toda la tierra una misma lengua y unos mismos vocablos. 2 Pero al emigrar los hombres desde Oriente se encontraron una vega en el país de Sin’ar y allí se asentaron. 3 Dijéronse unos a otros: «¡Ea, fabriquemos ladrillos y cozámoslos al fuego!»; y les sirivió el ladrillo de piedra, y el asfalto, de argamasa. 4 Luego dijeron: «¡Ea, edifiquémonos una ciudad y una torre cuya cúspide llegue al cielo y así nos crearemos un nombre, no sea que nos dispersemos por la superficie de toda la tierral». 5 Yahvéh bajó para ver la ciudad y la torre que habían construido los hijos del nombre, 6 y díjose Yahvéh: «he aquí que forman un solo pueblo y poseen todos ellos una misma lengua, y éste es el comienzo de su actuación; ahora ya no les será irrealizable cuanto maquinen hacer. 7 Ea, bajemos y confundamos ahí mismo su lengua, a fin de que nadie entienda el habla de su compañero». 8 Luego los dispersó Yahvéh de allí por la superficie de toda la tierra y cesaron de construir la ciudad. 9 Por ello se la denominó Babel, porque allí confundió (balal) Yahvéh el habla de toda la tierra; y desde allí los dispersó Yahvéh por la haz de la tierra entera (Génesis 11, 1-9).


Yahvéh piensa y siente como los propios seres humanos, si bien es más poderoso que ellos, y se interpone, medrosa y preventivamente, en sus iniciativas. Los artífices bíblicos han diseñado en sus escrituras un creador que no controla ni el curso ni el uso de su obra. Pero lo han hecho de un modo tal, que el ser humano encontrará en todo momento justificable la legitimidad del orden moral trascendente, atribuido a Yahvéh, en quien reconocerá siempre la más absoluta infalibilidad, pese a sus permanentes dudas, vacilaciones y neurastenias. En el Nuevo Testamento, los testimonios que pueden aducirse de literatura primitiva o dogmática no son tan recurrentes como en el Antiguo, si exceptuamos el intimidatorio relato que, narrado en tiempo futuro, constituye el Apocalipsis, sobre una furiosa poética destinada a la celebración imaginaria y justiciera del fin del mundo. Ante tales contenidos —vetero y novotestamentarios—, no resulta extraño en absoluto que la literatura haya emanado de la Ilíada y la Odisea y no del Pentateuco o del Deuteronomio. La literatura no puede perseverar de espaldas a la razón; el mito, la magia, la religión, la profecía y el dogma, no resisten, sin embargo, el más mínimo enfrentamiento con el racionalismo y la crítica.


La moralidad de la Biblia cristiana no es ni griega ni latina, y el Dios de la cristiandad siguió siendo el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, mientras que no llegaron a serlo los dioses de Aquiles, de Odiseo o de Eneas. La imitación, o mímesis, ya sea de la naturaleza o de un precursor, es una noción griega más que un postulado hebreo. No podemos imaginar un autor antiguo de Grecia o Roma confrontando el escueto texto del Segundo Mandamiento (Bloom, 2005/2010: 59).


Mucho antes que Bloom, Erich Auerbach ya había formulado esta tesis en su Mimesis (1946): la literatura es una invención griega, no judía. Es obvio que así sea, y somos afortunados de que así haya sido. Porque de una obra como la Biblia no puede —pese a quien pese— brotar una poética de la literatura. La epopeya trágica del pueblo hebreo, tal como está relatada en los libros bíblicos, no dispone de recursos —ni lo pretende en absoluto— para engendrar un genoma literario. Yahvéh no es soluble en una poética de la literatura, ni los dioses olímpicos y homéricos podrían compartir, ni comprender, una soledad tan absoluta y asoladora como aquella en la que habita, y de la que abismalmente procede, el Dios hebreo. Si Yahvéh hubiera inspeccionado la génesis de la literatura, esta habría perecido inmediatamente. Por fortuna, la literatura nace en una geografía no intervenida por Yahvéh, y su genealogía sobrevive históricamente a los imperativos y consecuencias de esta deidad plenipotenciaria, atormentada y fabulosa, que sólo fatigando al ser humano logra universalizar sus más esenciales decisiones.

La Biblia nos enseña que las sociedades humanas pueden definirse según el tipo de dios que han elegido y diseñado. A partir de esta selección numinosa suele construirse una relación entre pueblo y divinidad que resulta de lo más reveladora. Y que exige, entre muchos otros imperativos decisivos —entre los cuales ha de hacerse constar la ausencia de un logos racionalista y crítico, al modo griego—, redactar y legitimar un pasado de espaldas a la Historia, esto es, al margen de la realidad de los hechos efectivamente acontecidos[2]. Sin embargo, los escritores de la Biblia hebrea, autores de una obra compuesta exclusivamente para su propio pueblo, no renunciaron a la Historia en favor del mito, sino que renunciaron a la Historia y al mito en favor en su propio Dios, Yahvéh, es decir, más concretamente, en favor de su intervencionismo sobrenatural, jamás interpretado como una ficción poética —lo que habría hecho de la Biblia una obra literaria genuina—, sino como la única realidad efectivamente existente del pueblo de Israel. Lo autores de los textos bíblicos no conciben, de ninguna manera, que su obra sea una ficción, es decir, que en modo alguno se plantean componer una obra literaria, sino redactar una escritura sagrada. ¿Cómo iban a aceptar estos autores que su Dios fuera una ficción literaria o poética? Una y otra vez la Biblia hebrea es, desde este punto de vista, una magna y trágica epopeya, celosa de sí misma, y superlativamente nacionalista y fabulosa. Pero lo es para nosotros —y para Baruch Spinoza, mas no para sus autores.


El pensamiento bíblico no parte de mitos como los orientales o los platónicos, sino de experiencias colectivas —Éxodo y Exilio— o individuales, como las de los profetas o la de una figura literaria, pero tan real, como la de Job. La tradición bíblica reposa posiblemente sobre un antiguo ciclo épico hebreo, prosificado más tarde, del que solo se han conservado algunos poemas sueltos (Trebolle, 2008: 235).


Son tesis afines a las que aduce Friedman (1983) en su libro El poeta y el historiador, o Cross (1983) en su artículo sobre la tradición épica israelí, hoy ampliamente compartidas. Pero hay algo más. Porque hablar de la Biblia como de una epopeya hebrea implica manejar una expresión abiertamente oximorónica o incluso paradójica, sólo explicable desde el punto de vista de la amalgama de dos formas incipientes de relato, fruto una de ellas de la combinación de fábula y crónica (Historia), y resultado la otra de una pretendida armonía entre mito y poética (literatura), a la que hay que añadir una tercera forma, explícitamente poderosa, de preceptiva moral, como es la religión de Israel, la cual comprende desde los escritos didácticos y sapienciales de la educación hasta las más altas leyes de los libros sagrados en que se objetiva la política regia del pueblo hebreo. Tres son, pues, las dimensiones que resultan de esta colosal combinatoria: una tentativa literaria y poética, expresión épica de la egolatría colectiva y populista de una sociedad humana alienada por una idea de Dios que ella misma ha construido; una presunción histórica que, carente de hechos probatorios, y tras renunciar a las mitologías en las que sí se han apoyado otras culturas contemporáneas como la babilonia y la egipcia, señala como principal fundamento de su realidad el intervencionismo sobrenatural de Yahvéh; y una preceptiva moral desde la que, dogmáticamente, se trata de imponer la organización de una sociedad política que nunca llega a convertirse en un Estado propiamente dicho, al no sobrepasar apenas los límites operatorios de una fratría, de una filarquía, o, en el mejor de los casos, de una sociedad gentilicia y etnocrática, exódica y exílica.

La cuestión del intervencionismo sobrenatural de Yahvéh es determinante y esencial en todo el Antiguo Testamento, y constituye una de las propiedades nucleares de esta genealogía literaria, de orden primitivo y dogmático. Fijémonos en el episodio épico del paso del mar Rojo. Sus antecedentes poéticos, es decir, su formalización literaria y ficcional, son hoy bien conocidos. He aquí el texto del Cántico del Mar, que entonan Moisés y su pueblo una vez superado el tránsito terrestre del lecho marino. En la versión que aduce Kloos (1986), Yahvéh es un dios guerrero que lucha contra el rey del mar y sale victorioso para ser entronizado en un promontorio sagrado. Pottecher y Trebolle traducen el cántico de este modo:


Yahvé, el guerrero
     Yahvé es su nombre
Arrojó al mar
     los carros y ejércitos del Faraón
La flor de sus jinetes
     anegada yace en el Mar de las Cañas
Las Profundidades los cubrieron
     bajaron al Abismo como piedras
Tu diestra, Yahvé, triunfante de poder
     tu diestra, Yahvé, aplasta al enemigo […]
Al resoplar de tu respiración se juntan las aguas
     se alzaron las corrientes como un dique
     se helaron las Profundidades en lo profundo del Mar […]
Tu diestra extendiste, la tierra se los tragó
     con tu lealtad guiaste al pueblo que rescataste
     los condujiste con tu poder a tu morada santa […]
Los conduces y plantas en el Monte, tu heredad
     el lugar que hiciste Trono tuyo, Yahvé
El Templo, Yahvé, que tus manos fundaron
     reina Yahvé por siempre jamás[3].


Cantera e Iglesias, en su versión bíblica, consideran que este canto de victoria es un himno muy antiguo, seguramente compuesto en Jerusalén poco antes del exilio, y que se incorpora al Pentateuco en fecha muy tardía. Con toda probabilidad se cantaba en determinadas festividades litúrgicas. Versículos de esta naturaleza dotan al texto bíblico de una fragmentaria poética de la literatura, con una finalidad ancilar o ilustrativa de episodios de orden épico extraordinariamente virulentos y, en realidad, motrices en la fábula esencial de la Biblia. Si en el Nuevo Testamento el mito se convierte en parábola, en el Antiguo Testamento el mito es la forma desde la que resulta visible y legible la epopeya histórica. La mitología es aquí, ante todo, sensorial. La liberación israelí de la dominación egipcia, devastada cósmicamente por la fuerza de un dios sólo verosímil desde el fideísmo nacionalista de un pueblo sometido, desterrado y sin Estado, representa uno de los momentos más potentes en el intervencionismo sobrenatural y antropomorfo de Yahvéh, cuya locuacidad siempre es imperativamente intimidatoria.


1 Yahvéh habló a Moisés, diciendo: 2 «Di a los hijos de Israel que se vuelvan y acampen frente a Pi-ha-hirot, entre Migdol y el mar, delante de Ba’al Sefón; acampad de cara a él junto al mar. 3 Faraón dirá de los israelitas: «Se han extraviado en el país, el desierto se ha cerrado sobre ellos». 4 Yo endureceré el corazón de Faraón y os perseguirá; pero me cubriré de gloria a costa de Faraón y de todo su ejército, y sabrán los egipcios que Yo soy Yahvéh». Y así lo hicieron.

5 Se le anunció al rey de Egipto que el pueblo había huido, y, mudándose el corazón de Faraón y sus servidores respecto al pueblo, dijeron: «¿Qué hemos hecho, que hemos dejado partir a Israel de nuestro servicio?» 6 Hizo, pues, enganchar su carro y tomó consigo a su pueblo. 7 Además, tomó seiscientos carros de guerra selectos y todos los carros de Egipto, con oficiales escogidos sobre cada uno de ellos. 8 Yahvéh endureció el corazón de Faraón, rey de Egipto, quien persiguió a los hijos de Israel, los cuales partían a mansalva. 9 Persiguiéronlos, pues, los egipcios y les dieron alcance —toda la caballería, los carros de Faraón y sus jinetes y su ejército— mientras acampaban junto al mar, cerca de Pi-ha-hirot, frente a Ba’al Sefón.

10 Estaba ya cerca Faraón, cuando los israelitas alzaron los ojos, y he aquí que los egipcios venían en su persecución. Entonces los hijos de Israel concibieron gran pavor y clamaron a Yahvéh, 11 dijeron a Moisés:

—¿Acaso por fa1tar tumbas en Egipto nos hayas traído a morir en el desierto? ¿Qué es esto que nos has hecho al sacarnos de Egipto? 12 ¿No es ésta la advertencia que te hicimos en Egipto al decir: «¡Déjanos que sirvamos a los egipcios, pues más nos vale servir a los egipcios que morir en el desierto!»?

13 Contestó Moisés al pueblo:

—¡No temáis! Manteneos firmes, y veréis la salvación que Yahvéh va a llevar hoy a cabo por vosotros; pues tal como habéis visto hoy a los egipcios, no volveréis a verlos nunca jamás. 14 Yahvéh combatirá por vosotros, y vosotros quedaos quietos.

15 Dijo entonces Yahvéh a Moisés: «¿Por qué clamas a mí? ¡Di a los hijos de Israel que se pongan en marcha! 16 Tú alza tu cayado, extiende tu mano sobre el mar y hiéndelo para que los hijos de Israel penetren por medio del mar a pie enjuto. 17 Yo, por mi parte, endureceré el corazón de los egipcios y entrarán en pos de aquéllos. Entonces me cubriré de gloria a costa de Faraón y de todo su ejército, de sus carros y sus caballeros. 18 Así sabrán los egipcios que soy Yahvéh cuando me haya cubierto de gloria a costa de Faraón, de sus carros y sus caballeros».

19 El Ángel de ‘Elohim que marchaba al frente del ejército de Israel movióse y pasó detrás de ellos. También la columna de nube se retiró de delante y colocóse a sus espaldas. 20 Metióse, pues, entre el real de Egipto y el real de Israel. Ahora bien, vino la nube ya a oscurecer, ya a iluminar la noche, de suerte que no se acercó el uno al otro [de los campos] durante la noche toda.

21 Moisés extendió su mano sobre el mar, y Yahvéh retiró el mar mediante un recio viento solano que sopló toda la noche, dejó al mar seco, y las aguas se hendieron. 22 Entonces los hijos de Israel penetraron en medio del mar a pie enjuto, y las aguas para ellos formaban como un muro a su derecha y su izquierda. 23 Los egipcios los persiguieron, y toda la caballería de Faraón, sus carros y sus caballeros penetraron tras ellos al medio del mar. 24 A la vigilia de la mañana sucedió que oteó Yahvéh el campamento de los egipcios desde la columna de fuego y la nube y conturbó el real egipcio. 25 Agarrotó las ruedas de sus carros, haciéndolos avanzar pesadamente; por lo que los egipcios dijeron: «¡Huyamos de delante de Israel, pues Yahvéh pelea por ellos contra los egipcios!»

26 Luego dijo Yahvéh a Moisés: «Extiende tu mano sobre el mar, y tornen las aguas sobre los egipcios, sobre sus carros y sobre caballeros». 27 Moisés extendió, en efecto, su mano sobre el mar, y al rayar el alba, el mar volvió a su estado natural, mientras los egipcios huían de su encuentro, precipitando así Yahvéh a los egipcios en medio del mar. 28 Las aguas tornaron a juntarse y cubrieron los carros y los jinetes: todo el ejército de Faraón que había penetrado en el mar tras los israelitas, sin que escapara ni uno. 29 Los israelitas, en cambio, caminaron a pie enjuto por medio del mar, mientras las aguas formaban un muro a su diestra y su siniestra. 30 Así salvó Yahvéh, en aquel día, a Israel del poder de Egipto e Israel contempló a los egipcios muertos sobre la orilla del mar. 31 Vio, pues, Israel el gran poderío que Yahvéh había ejercitado contra los egipcios, y el pueblo temió a Yahvéh y creyó en Yahvéh y en Moisés, su siervo (Éxodo 14).


A diferencia de las divinidades hindúes y del Extremo Oriente, Yahvéh no es un dios que se sienta cómodo en la quietud, el silencio o la armonía pacifista. Es un dios que opta por la acción espectacular, la palabra de gravísimas consecuencias operatorias, y un intervencionismo violento destinado a restaurar todo aquello que estima susceptible de desorden o alteración de sus deseos. No es una divinidad pacífica, ni silente[4], ni sosegada. Todo lo contrario. El episodio del mar Rojo así lo delata. Una vez más. En sí mismo, se trata de un hecho que pertenece a la poética de lo imposible verosímil, diríamos aristotélicamente, pero siempre explicado desde la aceptación irracional de un sobrenaturalismo cósmico, metafísico, divino. Una teoría de la ficción explicaría un relato de esta naturaleza desde los criterios de lo maravilloso teológico, en virtud de lo cual lo imposible, merced a la intervención de un dios, adquiere potestad operatoria en el curso de una historia humana. La violencia es una de las experiencias humanas más atractivas y espectaculares. La guerra es más cinematográfica que la paz. La violencia, además, exige justicia, clama ser contada y relatada. Exige una narración. A veces, el Antiguo Testamento podría leerse como la esencia de la literatura primitiva o dogmática que es, es decir, como la epopeya de la violencia de un dios contra su pueblo, elegido como prototipo de la Humanidad.

Con todo, frente a la más temprana literatura crítica o indicativa, hay un rasgo esencial y completamente original de las sagradas escrituras hebreas y cristianas, desde los más ancestrales textos del Antiguo Testamento hasta los más tardíos del Nuevo Testamento, y es la concepción de un mundo terrenal y humano al margen por completo del decoro como principio literario, imprevisible en la sociología judeo-cristiana y absolutamente imprescindible en la idea nuclear de literatura elaborada por los griegos y consensuada por los escritores de la latinidad.


En la historia sagrada, igual que en la antigua comedia, aparecen personas reales y conocidas; actúan pescadores y reyes, sumos sacerdotes, publicanos y prostitutas; y ni el grupo de rango social elevado actúa en el estilo de la tragedia antigua, ni los demás en el estilo de la farsa, sino que se ha producido una completa liberación de los límites sociales y estéticos. Sobre este escenario, la multiplicidad del mundo humano está representada sin excepción, tanto si se observa la diversidad y la incondicionalidad de los actores en conjunto o tomados por separado; todo aquel que sale a escena tiene derecho a hacerlo, sí, pero se muestran los elementos más extremos de su personalidad sin consideración alguna hacia su posición social, y así le suceden tanto cosas sublimes como vulgares. El mismo Pedro, para silenciar su conocimiento de Jesús, cae en la más profunda bajeza. La profundidad y la amplitud del naturalismo en la historia de Cristo no tiene parangón; ni la poesía antigua ni la historiografía estaban preparadas para una representación semejante del suceso (Auerbach, 1929/2008: 30).


________________________

NOTAS

[1] Apud. Pérez Jiménez y Martínez Díez (Hesíodo, 1983/1997: 31).

[2] «Los antiguos concedían un carácter sacrosanto y específico valor al acto de la escritura y a la fuerza mágica que les impulsaba a escribir. En la Biblia, pues, es perceptible el carácter de «verdad objetiva». Un minucioso examen de las fuentes informativas y su posterior comprobación para obtener una auténtica realidad histórica es algo impropio en el antiguo Oriente» (Reviv, 1975/2003: xlvi-xlvii).

[3] Éxodo (15, 1-18). Apud Trebolle (2008: 235-236).

[4] Con frecuencia los exégetas bíblicos han subrayado el silencio de Yahvéh. Pero cuando ese silencio se ejerce suele ser precisamente para exigir al ser humano pruebas de resistencia y severos sacrificios: Yahvéh guarda silencio durante tres días antes de dar a Abraham la contraorden de que no sacrifique a su propio hijo Isaac (Génesis 22); el mismo Yahvéh deja de hablar, durante 22 años, a Jacob y a José, hasta que tiene lugar su reencuentro en Egipto (Génesis 37, 1-46, 2); o cuando Saúl visita a la pitonisa de ‘En-dor, con el fin de conjurar el fantasma de Samuel, y tras la negativa de su Dios a responder a su invocación: «Entonces consultó Saúl a Yahvéh, pero Yahvéh no le contestó, ni por sueños, ni por los ‘Urim, ni por los profetas» (I Samuel 28, 6). El silencio del Dios veterotestamentario se impone siempre como una forma de sufrimiento, desprecio o agresión, al ser humano.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Teogonías y teodiceas literarias», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 1.3), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



⸙ Glosario 



⸙ Antología de textos literarios

⸙ Enlaces recomendados 



⸙ Vídeos recomendados


El origen de la literatura:
¿cómo y por qué nació la literatura?




*     *     *

 



13 tesis de la Crítica de la razón literaria