IV, 1.6 - La nostalgia literaria de un mundo mitológico: William Blake


Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





La nostalgia literaria de un mundo mitológico: William Blake


Referencia IV, 1.6


Jesús G. Maestro, La nostalgia literaria de un mundo mitológico: William Blake
Entre los múltiples ejemplos de literatura sofisticada o reconstructivista que pueden aducirse como afines o análogos a una literatura primitiva o dogmática se encuentra la obra de William Blake. Una vez más se trata de un autor que tiene a la Biblia como fuente fundamental de su actividad poética, literaria y artística. La suya es una literatura profundamente crítica y —aunque sofisticadamente racional en sus procedimientos y exigencias— reconstruye un irracionalismo estético y poético que determina su más profunda singularidad.

Sin embargo, la literatura sofisticada o reconstructivista finge un irracionalismo que en absoluto es original ni genuino. Es un irracionalismo de diseño. Se trata de este modo de reproducir un mundo primitivo y originario, irrecuperable en su estado original, pero reconstruido a través de medios artísticos, desde la palabra poética a la pintura y el grabado, en los que profesionalmente trabajó Blake con extraordinaria novedad y perfección. Semejante visión de un mundo adánico, idealizado y escapista, religiosamente antieclesiástico y revolucionariamente utópico, constituyó entre los románticos una de las principales plataformas de sus idearios estéticos, políticos y fideístas. Para engendrar y sostener este tipo de «visiones» en el ámbito del arte, la política y la religión, es imprescindible adoptar públicamente una actitud crítica, que los jacobinos supieron extender por toda la Europa romántica, y que, en suma, sólo podrá ser resultado del racionalismo humano e ilustrado, al que se finge renunciar allí donde el juego de la supuesta sinrazón, estéticamente recreada y sofisticadamente reconstruida, se convierte en el ejercicio de una atrayente seducción poética, utópica o metafísica.

Es indudable que la Biblia constituye para los estetas del irracionalismo romántico y religioso, con frecuencia de índole protestante, el referente más acreditado y poderoso. La impronta de Milton y su Paradise Lost (1667) emerge en la literatura de Blake de forma absoluta[1]. Pero a diferencia de la literatura programática o imperativa de un Milton, la literatura sofisticada o reconstructivista de Blake otorga a la crítica de la creación verbal un sentido lúdico y formalista del que carece la preceptiva literaria y religiosa que inspira los imperativos programas fideístas de Paradise Lost.

Los textos de Blake, como la imaginería de sus grabados, implican la nostalgia lírica de un mundo pretérito, primitivo y mitológico, irrecuperable en su originalidad, y sólo objetivable desde la poética de la literatura o desde la estética de la iconografía y el grabado. Los episodios narrativos contenidos en obras como The First Book of Urizen (1794) recuerdan explícitamente fragmentos característicos de la literatura primitiva o dogmática, como los conservados en el Poema de Gilgamesh, el Enuma Elish y, por supuesto, el Viejo Testamento.

Pero Blake, como todos los visionarios, elaboraba y corregía muy conscientemente sus escritos. Su irracionalismo, como el de todo poeta y escritor formado en las sociedades políticas modernas, es un irracionalismo de corte y confección.

Blake pertenece a esa larga familia de individuos —la genealogía de los visionarios— que, desde la Ilustración europea, van disponiendo el camino freudiano de la invención y diseño de una nueva realidad, suprasensible y omnipotente, silenciada e irracional, oprimida e inextinguible: el inconsciente, es decir, el rótulo que, quienes ya no pueden acogerse a las creencias de la teología cristiana y la metafísica tradicional —anterior a Kant—, dan a la metafísica moderna, sea en nombre de una religión natural (Hume), de un idealismo epistemológico (Kant), de un nihilismo gnoseológico (Nietzsche), de una poética de lo imaginario (Freud), de un oscurantismo ontológico (Heidegger), o de una retórica apofática (Derrida).

Es el lenguaje en el que incurren los místicos, sin son artistas, como Blake, o los demagogos, si son sofistas, como Foucault. Con anterioridad a la experiencia racionalista de la Ilustración europea, los miembros de esta familia, es decir, la genealogía de los visionarios, predicaban y postulaban desde las exigencias de una moral, una religión y una política, cuyo destino se situaba en la utopía de una metafísica redentora. El Jesús histórico es, en este punto, la figura más sobresaliente. Su utopía es la más ucrónica de cuantas se han diseñado jamás: se sitúa nada menos que en la eternidad metafísica.

La estirpe de los enajenados de la razón ha dado obras literarias admirables, en el terreno de la estética y la poética de la literatura, y así mismo ha provocado devastaciones difíciles de superar en el terreno de la política y la religión, es decir, en sus aplicaciones utópicas y fideístas. A los miembros de la genealogía de los visionarios no les gusta que la razón les prive de sus «juguetes», desde un Yahvéh libertador y etnocrático hasta un Führer no menos nacionalista y restaurador de un genoma humano «biológicamente correcto».

Blake, literariamente hablando, sirve a esta genealogía de visionarios, contraria al pensamiento racionalista y empirista de Bacon, Hume, Hobbes, Newton o Locke, y que en la tradición inglesa simpatiza más con un utopista como Tomás Moro. Para los visionarios, la psicología, individual o colectiva, reemplaza la realidad, el sujeto se come al objeto, de modo que el Mundo interpretado (Mi) es el Mundo interpretado no por la razón (M3), sino por la fantasía, el impulso, la fe, la conciencia y el inconsciente, el credo y la ideología, el fenómeno o la apariencia (M2).

El espejismo sustituye al oasis. Más precisamente: la realidad del oasis se reemplaza por el diseño del espejismo. Fundamentalmente porque semejante diseño, cuya elaboración siempre es resultado de un sofisticado ejercicio racionalista, es mucho más atractivo, convincente y rentable, que su correspondiente realidad. El Inferno de Dante es mucho más esbelto en su crueldad que el Infierno del Nuevo Testamento, simplemente porque es más sofisticado y literario. Es, en suma, una mazmorra embellecida por la literatura. El arte torna esbeltas incluso las más hórridas formas de violencia. La literatura puede incluso legalizar algo tan repugnante como la pederastia[2]. En palabras del sofisticado Borges, «El infierno de Dios no necesita / el esplendor del fuego»[3]. Profecías, revoluciones y apocalipsis, son algunas de las formas más sustanciosas de hormonar la imaginación de místicos, visionarios y caudillos. Muchos de estos temas, esenciales en el Viejo Testamento, son recurrentes en la lírica de Blake, así como en muchos otros poetas románticos ingleses y alemanes.

La genealogía de los visionarios recupera ingredientes esenciales de la literatura primitiva o dogmática para reconstruirlos desde el racionalismo y la crítica más sofisticada de las civilizaciones a las que pertenecen sus autores, y desde las cuales conciben, diseñan y promueven sus propias creaciones artísticas y literarias. Blake compone su literatura y su imaginería desde el jacobinismo crítico y desde la cima del racionalismo ilustrado inglés, contra el cual diseña formalmente una disidencia que constituye el núcleo más original de toda su obra. Blake recupera figuras, referentes, mitos, iconografías, textos y mensajes genuinos y constitutivos de un mundo primitivo y arcaico, en el que las diferencias entre la realidad y la falsificación de la realidad, es decir, entre el mundo físico y el mundo metafísico, resultan imperceptibles. Téngase en cuenta que algo muy semejante ocurre también en la posmodernidad que promueve la Anglosfera: las diferencias entre realidad y falsificación de la realidad son imperceptibles. Como se ha explicado con anterioridad, no cabe plantear una alternativa entre la realidad y la ficción (Maestro, 2006a), porque la ficción forma parte esencial de la realidad: la ficción está en la realidad. La ficción está hecha de realidades desde el momento en que es imposible acudir a un mundo irreal, es decir, no existente, no operatorio, no posible, para extraer de él materiales que hagan factible cualquier cosa. De la metafísica no se extrae petróleo. No es posible efectuar prospecciones en el «más allá». En suma, la ficción forma parte indisociable de la realidad, de la que procede, y a partir de cuyos materiales efectivos y reales se diseña imaginariamente, de manera que toda mitología estará siempre destinada a poblar un mundo visible.

En sus Songs of Innocence and of Experience (1794), Blake contrapone dos modos de interpretar el mundo, desde la inocencia de la infancia y desde la experiencia de la vejez. Figuras simbólicas y también alegóricas dan forma objetiva a toda esta poética de lo imaginario que tenderá sus referentes principales en los límites del nacimiento y los umbrales de la muerte, como momentos depositarios de facultades humanas visionarias y trascendentes.

En su poema «La voz del viejo bardo», perteneciente a Songs of Innocence (1789), Blake dramatiza el canto poético en la figura ancestral del poeta antiguo, rapsoda de leyendas y poemas populares, en los que trataba de objetivarse el abolengo de pueblos ancestrales. La figura del bardo, que se diluye en la mitología céltica configurada en la geografía irlandesa, y rehabilitada por la imaginación del Romanticismo, se sitúa en un modelo de sociedad anterior a la difusión generalizada de la escritura, confiere protagonismo a la oralidad, y exalta la figura del poeta o cantor errante y ajeno al sedentarismo de las sociedades políticas posteriores. El lienzo de John Martin titulado precisamente The Bard (ca. 1817), aún posterior en casi dos décadas al poema de Blake, lo ilustra perfectamente.


Ven aquí, gozosa juventud,
y contempla cómo la aurora se desnuda,
imagen de Verdad recién nacida.
Huyen la duda y de la razón las tinieblas,
la sombría contienda y las arteras mañas.
Es la locura infinito extravío,
enredadas raíces confunden sus caminos.
¡Cuántos han perecido en ellos!
Durante la noche toda se tropiezan con los huesos de los muertos,
sintiendo un no sé qué que les quebranta,
anhelantes de ser guías quienes debieran ser guiados[4].


Blake pone el acento en la reconstrucción de un mundo arcaico, ancestral, adánico, genuino, puro, acaso inconsciente, y en el que reside la verdad, una verdad «recién nacida». Indudablemente, se trata de un mundo mítico, irreal, ajeno a la Historia, y por completo idealizado. La exuberancia imaginativa de esta geografía y de esta naturaleza exige acudir al mundo real —pues no hay otro disponible—, para identificar en él determinados términos —con frecuencia pertenecientes al eje radial (aurora, tinieblas, raíces, caminos, huesos…)—, y combinarlos de forma atractiva, fraudulenta y al fin y al cabo muy esbelta: oralidad, poesía, naturaleza, hipersensibilidad, encanto de lo enajenante, ausencia de todo racionalismo moderno y de toda tecnología humana, sensorialidad estoica y fabulosa, abstracción de necesidades básicas de cualquier tipo, así como exaltación de la palabra, de figuras individualistas, insularizadas y deliberadamente marginales, como prototipo de una sabiduría y una visión superlativas del cosmos y de sus presuntos fundamentos trascendentales. En dos palabras: inflación imaginativa.

El viejo bardo, y más concretamente su voz, invita a la inocente o inexperta juventud, feliz e intacta de por sí, a contemplar la naturaleza como obra maestra de la Verdad. Semejante contemplación se diluye en una suerte de ejercicio místico, que hace posible la conjuración de la duda y de la razón, convertida esta última en una desechable tiniebla, responsable de luchas inútiles y ardides malignos. La imagen del laberinto (maze) instaura el orden que corresponde a un mundo natural, donde el cosmos de la ciudad racional y ordenada es indeseable y opresor. La locura, como forma superior de racionalismo, es un extravío sin final ni fatiga, porque vivir extraviado es forma genuina y plena de vida. Quienes no saben guiarse por los senderos de la locura, como modalidad suprema del canto y la poesía, perecerán en los caminos de la noche de la razón, «sintiendo un no sé qué que les quebranta» el ánimo, del mismo modo que, antes o después, se quebrantarán sus huesos y los huesos de quienes les han precedido en el camino, y con los cuales torpemente tropiezan. Ése es el destino de quienes no escuchan la voz del viejo bardo. Obsérvese además la intertextualidad de este antepenúltimo verso con el evangelio de Juan: «Si uno camina durante el día, no tropieza, porque ve la luz de este mundo; pero si uno camina durante la noche, tropieza, porque no tiene luz» (Juan 10, 9-10). Blake gusta de que el dogma clausure la interpretación literaria a la que invita su poema. Nadie pretenda anteponerse a la figura mítica que ha de guiarle, el viejo bardo, la voz de la experiencia, podría decirse, frente a la juventud gozosa, deleitosa e inocente. El poema, profundamente idealista y roussoniano, exultante de naturalezas imposibles y de sociedades humanas aún más irreales, pertenece a una genealogía literaria explícitamente sofisticada y reconstructivista, cuyos componentes y referencias proceden, sin lugar a dudas, de una rehabilitación romántica de materiales bíblicos, míticos, ancestrales, propios de una literatura primitiva y dogmática.

Desde el punto de vista geográfico, histórico y literario, el Antiguo Testamento es la más importante, genuina y poderosa construcción de la literatura primitiva o dogmática, y es, por supuesto, una creación oriental[5]. Constituye el punto de partida más sólido de una genealogía de la literatura, al haber sabido sus diferentes artífices, autores e interventores, ecualizar, es decir, sintetizar normativamente, un conjunto fundamental de recursos culturales, religiosos y escriturarios, procedentes de las sociedades mesopotámica, egipcia, cananea e hitita[6], en torno a los siglos VI-III a.n.E. Sin embargo, esta monumental demostración de literatura primitiva o dogmática no se interpretó en Oriente, por sus autores y lectores genuinos, como una obra literaria, sino como un código de creencias, saberes y ordenamientos morales. Es una obra previa al nacimiento de la literatura propiamente dicha, esto es, de la literatura crítica o indicativa, cuyo punto de partida son las homéricas Ilíada y Odisea

Fue Occidente, a través del cristianismo paulino, como credo religioso de orden teológico o terciario (Bueno, 1985), y a través de la interpretación filológica, desde Alejandría[7] hasta Spinoza (1670), pasando por el Humanismo renacentista, quien presume y plantea, respecto a estas denominadas Sagradas Escrituras bíblicas, una poética de la literatura, en absoluto prevista, ni deseada, por sus primigenios creadores y destinatarios. Del mismo modo fue también Occidente quien dispuso e impuso en Roma —y no en Jerusalén— la capital del cristianismo, cuya invención, asimismo, es genuinamente oriental. 

Sólo desde una cultura secular y profana, la Biblia puede convertirse en un canon literario, y dejar de leerse exclusivamente como un canon moral, propio de un mundo arcaico, en cierto modo primitivo, y sin duda alguna dogmático. El Antiguo Testamento se constituye desde el imperativo de una preceptiva moral, destinada a mantener la cohesión y la estructura social de todo un pueblo, el hebreo, frente a cualesquiera pretensiones, inconcebibles entonces, de dar lugar a una poética literaria, en la que la ficción se afirmara por encima de la leyenda y de la historia, y a través de la cual la forma estética se abriera camino de espaldas al dogma religioso y al fideísmo de númenes absolutistas. 

Nuestra actual idea de literatura irrumpe en la Historia de la Humanidad con el nacimiento de la Ilíada y la Odisea, no antes, y lo hace bajo la forma de una literatura crítica o indicativa, tal como aquí se ha definido, frente al modelo de una literatura primitiva o dogmática, cuya máxima y más sobresaliente expresión es el Antiguo Testamento. Los hechos fundamentales que determinan el nacimiento de la literatura crítica o indicativa son la idea de ficción, al referirse a determinadas realidades —los dioses— como no operatorias, declarando su inercia o inexistencia en la pragmática del mundo humano, y la idea de poética, como fabulación que es insoluble en la Historia, de la que no forma parte, e inexplicable al margen de la estética, que la hace posible como obra de arte y como tal la justifica. Estos dos hechos que se han apuntado —la poética y la ficción— se integran materialmente en la realidad de la literatura a través del racionalismo humano, como modo de conocimiento de la naturaleza misma del hombre, y del ejercicio de sus facultades críticas, lo que permite el desarrollo, a través de los materiales literarios, de una tipología de saberes y de sistemas de ideas que irán interviniendo, cada vez con mayor intensidad, en la construcción, comunicación e interpretación de lo que hoy conocemos como literatura.

Sin embargo, lo que la literatura crítica o indicativa no habría sido posible sin una «literatura» previa, sin una suerte de Ur-Literatur, cuyo núcleo genesíaco de referencia está en el Antiguo Testamento, así como en su amplísimo intertexto literario —babilonio, egipcio, cananeo e hitita, principalmente— y en su vasta tradición histórica.

Desde el punto de vista de la genealogía de la literatura, los textos literarios de orden primitivo o dogmático se sitúan histórica y geográficamente antes de la implantación de los textos homéricos en las polis griegas, y allende sus fronteras territoriales y políticas. Es decir: la literatura primitiva o dogmática se desarrolla en una geografía no intervenida por el racionalismo crítico de las ciudades-Estado helenas, que comienzan a constituirse desde el siglo VIII a.n.E., y en un momento histórico que es anterior al siglo V a.n.E., o, si se prefiere, identificable con el denominado por Jaspers (1931) tiempo-eje, esto es, los momentos clave de la quinta centuria, en la que prospera en Grecia el pensamiento presocrático, en Israel el discurso de los profetas, en Persia la figura de Zoroastro, en India los textos sagrados de los Upanisads y del Buda, en China el moralismo terapéutico de Confucio y Lao-Tsé… Todos estos escritos y formas de discurso —más que de pensamiento— forman parte integrante del magma de una literatura primitiva o dogmática, que, en la Grecia del siglo V, resultará eclipsada y reformada por la irrupción de una idea de ficción y de un concepto de poética de los que brotará la literatura crítica o indicativa.

Es evidente que una translatio litterarum de esta envergadura, desde el Oriente arcaico a la Grecia antigua, no se produce de forma simple, evidentemente, ni repentina. Como advierte Julio Trebolle, «hoy no es posible entender el Israel bíblico ni la Grecia clásica sin referencia a los dos milenios anteriores de cultura mesopotámica y egipcia, cananea y fenicia. La Biblia forma parte de un continuum cultural y de una coiné religiosa que se extendía de Mesopotamia hasta Grecia» (Trebolle, 2008: 151)[8].

Y en Grecia nació, como se explica en el capítulo siguiente, la literatura crítica e indicativa. Ahora será inevitable salir del lenguaje para interpretar la literatura.

 

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NOTAS

[1] Songs of Innocence and of Experience (1794) irrumpen con la recreación del mito de la caída y expulsión del Edén. La mayor parte de los poemas de esta y otras obras de Blake manifiestan una estrecha intertextualidad con múltiples versículos bíblicos. Ha de advertirse, desde el primer momento, que la lectura que Blake hace de la Biblia no se adscribe literalmente al anglicanismo inglés, ni al protestantismo continental, ni en concreto a ninguna Iglesia teológicamente definida. Blake lee la Biblia según los libérrimos dictados de su más personalista imaginación, acogiéndose a un misticismo propio y a una suerte de religión natural o teísmo sui generis. La obra más expresiva de las interpretaciones bíblicas de Blake es seguramente su poema Jerusalem (1804-1820), obra de madurez, pero acaso menor.

[2] En su libro de 2004 titulado Memorias de mis putas tristes, el autor cuenta la historia de un infeliz de 90 años al que se le antoja ¿festejar? su aniversario de nacimiento follando —el lector superferolítico perdonará la expresión, pero a las cosas conviene llamarlas por el nombre que tienen, y en el contexto de esa novela no hay otro que mejor exprese el contenido nuclear (y pederasta) de la historia— con una niña de 14 años. La narración, que alcanza momentos de un asco exquisitamente patético, pertenece al género, básicamente machista, de lo que ―confitado con una dulzura artificiosa y pseudosensual― podría llamarse la novela putífera. En este caso, además, integrada en la pederastia narrativa.

[3] Vid. «Del infierno y del cielo», El Otro, el Mismo (Borges, 1923-1985/1989: II, 243).

[4] La traducción española es mía. El original inglés dice así: «Youth of delight come hither, / And see the opening morn: / Image of truth new born. / Doubt is fled, & clouds of reason, / Dark disputes & artful teazing. / Folly is an endless maze, / Tangled roots perplex her ways. / How many have fallen there! / They stumble all night over bones of the dead, / And feel they know not what but care, / And wish to lead others, when they should be led», William Blake, «The Voice of theAncient Bard», Songs of Innocence and of Experience (1789-1794), «The Voice of the Ancient Bard», según la edición de Johnson y Grant (Blake, 1979: 60).

[5] «Elementos básicos de la civilización actual se remontan a la cultura del antiguo Oriente, entre ellos la escritura, el alfabeto y muchos de los géneros literarios desarrollados posteriormente, e, incluso, la formación de un canon de obras clásicas que fueron copiadas, imitadas y traducidas a lo largo de siglos» (Trebolle, 2008: 159). Sobre las relaciones culturales y literarias entre Oriente y Occidente durante el primer milenio a.n.E., vid. Gordon (1962), Gordon y Rendsburg (1997) y Hallo (1996, 1997-2003, 2010).

[6] «La Biblia debe incontables préstamos a las literaturas del antiguo Oriente, de manera que no hay en ella género, motivo, frase o término que no encuentre algún paralelo en escritos mesopotámicos, cananeos o egipcios» (Trebolle, 2008: 150). Sobre las literaturas del Antiguo Oriente, vid. Trebolle (2008: 149 ss.; Pritchard, 1958; Hallo et al., 1997-2003; 2010; Simpson et al., 1972).

[7] Piénsese que «en Alejandría la Biblia hebrea dio el salto del mundo semítico al grecorromano» (Trebolle, 2008: 170).

[8] Sobre el mismo tema, vid., entre otros, Burkert (1992: 115 ss.; 2002), Grodon (1962), Penglase (1994), Walcot (1966). Fundamental resulta West (1997) para adentrarse en las relaciones intertextuales y comparadas entre el Antiguo Testamento, los escritos hesiódicos y la obra de Homero.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «La nostalgia literaria de un mundo mitológico: William Blake», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 1.6), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


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