Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica
del conocimiento racionalista de la literatura
Teoría de la Literatura y teoría del cierre categorial
La teoría del cierre categorial pretende estar en condiciones para aclarar muchos puntos acerca del «Estatuto» de las llamadas «ciencias humanas».
Gustavo Bueno (1978d: 2).
La teoría del cierre categorial parte de la concepción de que son las operaciones prácticas (tecnológicas —de la poiesis— o prudenciales —praxis—) aquellas que están en el origen de los conocimientos científicos y, en general, de todo conocimiento.
Gustavo Bueno (1991: 65).
El ser humano no se limita a transformar la realidad, como si se tratara de algo previamente dado a su acción, sino que la construye y reconstruye categorialmente —esto es, racionalmente y por parcelas— y científicamente y para sí. El ser humano no sólo transforma la realidad, la materia ontológica general o Mundo (M), sino su vida, el mundo que habita y cuanto forma parte de él, esto es, la materia ontológico especial o Mundo interpretado (Mi). Pero para llevar a cabo esta transformación, esta construcción y reconstrucción, el ser humano debe cumplir un requisito absolutamente fundamental e insustituible: hacerse compatible con la realidad. Desde el idealismo sólo pueden cometerse estupideces, protagonizarse fracasos y diseñar apocalipsis. Porque el ser humano sólo transforma y mejora su vida en la medida en que, más que adaptarse a la realidad, se hace inteligentemente compatible con ella, es decir, racionalmente compatible con una realidad siempre desbordante, insaciable y creciente, una realidad que —omnímoda (M)— una y otra vez rebasa y trasciende todas las posibilidades operatorias humanas (Mi). Quede claro que adaptación no es compatibilidad. Adaptarse no es hacerse, ni mucho menos ser, compatible. La interpretación darwinista, bioideológica y anglosférica de la vida no es la misma que la interpretación crítica, realista y operatoria de la Hispanosfera. El idealismo de las filosofías darwinianas no es el realismo crítico del pensamiento hispanogrecolatino.
Ha de quedar clara una cuestión fundamental: la realidad no necesita al ser humano para nada. Y aún menos para transformarse. Esto último lo hace por sí misma exenta de todo dramatismo. Las Revoluciones no se hacen, ni se pueden hacer, para transformar la realidad —objetivo que nunca consiguen—, sino para idealizar las pretensiones humanas de transformar tales o cuales parcelas de la realidad, que tras la convulsión presuntamente revolucionaria tornan con natural parsimonia a su primitivo estadio. Con frecuencia se trata de parcelas visibles por una determinada ideología, que actúa cegada ante muchas otras parcelas y consecuencias de terrible capacidad de respuesta. La realidad se transforma por sí sola y por sí misma, y no necesita ni la presencia ni la intervención humana para nada. Antes al contrario, es el ser humano el que, para sobrevivir, necesita intervenir en la realidad, haciéndose —racional y operatoriamente— compatible con ella. Si el ser humano se cree una excepción ante el orden operatorio de la realidad es porque actúa más como ingenuo o temerario ignorante que como individuo inteligente y prudente. Las ciencias no apadrinan ni pretenden ningún desafío: las ciencias son tecnologías constructivas de un mundo terrenal y humano, no instrumentos transformadores de ninguna realidad trascendente o celestial. Y menos aún recursos para satisfacer los idealismos más hedonistas, patológicos o imprudentes de cada época. Las ciencias no rivalizan con el «más allá» ni acaudillan revoluciones metafísicas. Temeridades de ese tipo sólo pueden brotar del desatino y la ignorancia, no de las ciencias. Pero en este proceso de construcción y reconstrucción categorial de la realidad, es decir, en este sistema de procedimientos operatorios que el ser humano es capaz de ejecutar en el Mundo (M), para hacer de él un Mundo interpretado (Mi), las ciencias constituyen la tecnología clave y decisiva. Las ciencias no transforman la realidad (M), sino sus contenidos categoriales (Mi) para uso y consumo humano, es decir, para la supervivencia y compatibilidad del ser humano con el mundo. Las ciencias construyen categorialmente la materia ontológico especial (Mi), no transforman en sí la materia ontológico general (M). Dicho de otro modo: intervienen en la realidad, no en el mundo del «más allá».
Las ciencias no tienen en cuenta algo que obsesiona a la filosofía: la metafísica. El problema de la mayor parte de los filósofos es que buscan soluciones, con frecuencia patológicamente, desde Platón a los más variopintos posmodernos hijos de Nietzsche y Heidegger, en el «más allá», como si allí hubiera algo operatoriamente relevante. Esta recurrencia constante a la metafísica, insisto que desde los presocráticos hasta el ego trascendental, es una obsesión muy específicamente filosófica, que con frecuencia no conduce a ninguna parte, salvo a la proliferación de ficciones totalitarias, desde el ápeiron hasta el Dasein, pasando por todo tipo de figuras tan seductoras como irreales: demiurgo, motor perpetuo, causa primera, Dios, substancia pura, cogito, mónadas, Leviatán, Espíritu absoluto, superhombre, inconsciente, ego trascendental... Nótese que todas estas figuras parecen poseer siempre los atributos omnímodos de ese «Gran Hermano» orwelliano de 1984, dominante, todopoderoso e omnipresente, penetrante siempre de la conciencia humana que voluntariamente quiere ocultarse a su inquisición, y, por supuesto, totalitario. Sobre todo, totalitario. Esa afinidad —siniestra— entre filosofía y totalitarismo ha sido y es una constante entre los amantes de la metafísica... La metafísica, cuya última mutación filosófica, bajo el disfraz de la ciencia médica, ha sido la figura del inconsciente freudiano. Una más de las imposturas que, periódicamente, emite la filosofía. Desde luego, esta obsesión por la metafísica es una pulsión bastante tóxica e idealista de los filósofos, que los científicos ignoran por completo, hasta tal punto que, cuando le prestan atención, estos mismos científicos no dicen más que ocurrencias, simplezas, o lo que el propio Bueno ha llamado «filosofía espontánea», es decir, tonterías.
El Mundo interpretado (Mi) es obra de las ciencias. Más que de la filosofía. Hay que decirlo crudamente: la filosofía, en este punto, actúa más como un «embellecedor» a posteriori de lo que previamente han hecho las ciencias. El Mundo interpretado (Mi) es ante todo un mundo construido científicamente, resultante de una operatoriedad humana capaz de diseñar y ejecutar posibilidades de compatibilidad, más que de adaptación, a un orden operatorio impuesto por una realidad que nos envuelve y en la que vivimos, y que comprende desde una enfermedad inédita y pandémica a la que han de enfrentarse la medicina y la política hasta una catástrofe climática capaz de desmentir el trabajo infatigable de publicistas e ideólogos posmodernos al servicio de los grandes relatos políticos de la democracia posmoderna. A la matriz de esta realidad la filosofía la llama materia ontológica general (M). El Mundo impone sus condiciones materiales, y el ser humano sobrevive a ellas y en ellas en tanto que las interpreta, construye y reconstruye de forma tal que adquiere una posición habitable en ese Mundo, es decir, en tanto que formaliza operatoriamente, en una materia especial (Mi), la materia ontológica general (M) de la que todo procede. Los diferentes recursos de que dispone el ser humano para llevar a cabo esta formalización operatoria (especial) de la materia ontológica (general), es decir, para ejecutar la construcción del Mundo interpretado (Mi), es lo que conocemos con el nombre de ciencias. De espaldas a las ciencias, la construcción de este mundo, la reconstrucción constante de la realidad humana, es un imposible. Las ciencias son los instrumentos y las tecnologías que nos permiten a los seres humanos la adaptación operatoria (Mi) a una realidad (M) que nos desborda.
Las ciencias son la matriz y el motor del Mundo interpretado (Mi). Son su sustento —nuestro sustento— fundamental. Las ciencias constituyen —son, de hecho— las tecnologías que nos permiten adentrarnos en el Mundo (M) y hacer de él una realidad inteligible y operatoria, esto es, habitable (Mi).
Todo esto cabe decirlo, sin duda y sin reservas, de las ciencias destinadas al estudio de la literatura y, específicamente, de los materiales literarios.
Las ciencias construyen la vida del hombre (Mi) sin transformar sustancialmente la realidad (M). Y, por supuesto, sin agotarla. El Mundo, la materia ontológica general (M), siempre permanece intacto, inagotable, incombustible. Dicho de otro modo: las ciencias acomodan al ser humano en el Mundo interpretado (Mi) sin alterar el orden operatorio del Mundo (M), un orden y un Mundo que pueden ir conociendo, sí, y que de hecho van conociendo, pero que en lo esencial y sustancial no pueden cambiar ni pueden agotar. Ni siquiera consumir. El fin de las ciencias es construir una realidad asequible al ser humano, una realidad habitable e inteligible. Las ciencias otorgan al ser humano un lugar en el que sobrevivir. Diseñan un cosmos en el seno de un caos, esto es, un Mundo interpretado (Mi) en el contexto o matriz de un Mundo (M) inconmensurable, inagotable, incombustible. Las ciencias construyen, y en tanto que construyen, conocen. Lo operatorio es previo a lo inteligible. El conocimiento es consecuencia resultante de la construcción científica, no causa de ella. Conocemos porque construimos, porque somos sujetos operatorios antes que sujetos cognoscentes. El conocimiento que no se basa en operaciones no es, de hecho, un conocimiento científico.
En consecuencia, la ignorancia es el desconocimiento del orden operatorio que impone y dispone dialécticamente la realidad (M), orden ante el cual el ser humano podrá intervenir, también de forma operatoria y dialéctica, en la medida de sus competencias racionales, bien para ser triturado por la realidad —si actúa como ignorante—, bien para comprender el funcionamiento de esa realidad a fin de coexistir con ella, y de hacerse compatible con ella —siempre que sea capaz de racionalizar el comportamiento de lo real sin idealismos ni fantasmagorías—. No todos los seres humanos saben vivir de espaldas a la metafísica. Platón no supo hacerlo. Todo su pensamiento se basó en una imaginación metafísica, trascendente y fabulosa, es decir, falsa. Aunque si quisiéramos preservarlo noblemente, poéticamente para mayor ironía, podríamos decir que ficticia, en lugar de falsa.
La realidad no acepta lo que no es compatible con ella. En el mejor de los casos, permite que el ser humano construya materialmente múltiples y dialécticas formas de hacerse compatible con ella —y con su racionalismo—, para sobrevivir en ella, siempre conforme a las exigencias de su propio racionalismo, esto es, del racionalismo de lo real y efectivamente existente. El sueño de los idealistas sólo produce insomnio. El ser humano razona en tanto que su racionalismo es compatible —y está construido de acuerdo— con el orden operatorio impuesto por la realidad del Mundo (M), es decir, por la materia ontológico general (M), cuya categorización científica permite formalizar materialmente —esto es, construir operatoriamente— el Mundo interpretado (Mi) en que vivimos. Razonamos correctamente en la medida en que somos capaces de construir correctamente un Mundo interpretado (Mi). Dicho de otro modo: somos sujetos gnoseológicos porque antes somos sujetos operatorios. No basta la razón teórica: la supervivencia del ser humano exige siempre una razón práctica. Nuestro conocimiento es más bien resultado de nuestras operaciones, antes que causa de ellas. Nosotros mismos somos resultado de múltiples operaciones científicas y categoriales. Nuestro mundo (Mi) es obra de las ciencias. Nosotros, también.
Y la interpretación de la literatura, también.
La gnoseología es una teoría ontológica de la ciencia. Lo hemos dicho y ha de insistirse en ello, porque este postulado es uno de nuestros presupuestos fundamentales, que aplicamos a la Teoría de la Literatura, y que tomamos de la teoría del cierre categorial de Gustavo Bueno, para reinterpretarlo en la Crítica de la razón literaria desde las exigencias de la literatura y sus posibilidades de conocimiento científico.
Semejante premisa nos sitúa en una posición clave a la hora de exponer una teoría de la ciencia desde la que —tal como plantea la teoría del cierre categorial— las ciencias no tienen como finalidad interpretar el mundo, sino construirlo. El fin de la ciencia no es el conocimiento de la realidad, sino su construcción. Naturalmente, el conocimiento de la realidad es una implicatura de su construcción, pero no su objetivo o meta final. Las ciencias son, antes que interpretaciones, construcciones, es decir, su dimensión, su naturaleza, su determinación, es categórica e institucionalmente operatoria. Construyen y destruyen la realidad humana. Por categorías, y a través de múltiples instituciones vertebradas políticamente, articuladas bajo la forma y tutela de uno o varios Estados o imperios. Y no cabe olvidar que el eje precisamente de tales operaciones, su matriz fundamental, es el propio ser humano, sujeto operatorio o sujeto gnoseológico por excelencia.
De las ciencias ha de hablarse siempre en plural —esto es, transgenéricamente—, y no en singular, porque no hay una sola y única ciencia, ni cabe considerar «lo científico», como tampoco «lo cultural», como un cosmos cogenérico que brota y participa armoniosa o fluidamente de la vida humana, en la línea idealista y psicologista de un Ortega. Las ciencias son construcciones cognoscitivas de la realidad, y cada una de ellas constituye su propia categoría frente a las demás, una categoría organizada siempre a través de las instituciones políticas de un Estado. Las ciencias son ontologías gnoseológicas que operan a través de instituciones políticas. Son realidades constructivas capaces de interpretar el mundo en tanto que lo van construyendo y delimitando. Su fin principal no es tanto el conocimiento del mundo cuanto su construcción y diseño. Pero no hay que olvidar algo fundamental: el funcionamiento de las ciencias, la teleología de sus construcciones operatorias, está siempre gestionado, controlado o promovido por uno o varios Estados. Dicho de otro modo, las operaciones científicas son siempre operaciones políticas o están intervenidas en varios momentos de su curso operatorio por la política y los Estados. Las ciencias, por sí solas, en sí mismas, no se gestionan. La política es la brújula de la ciencia. El Estado es, incluso, el amo de la ciencia. La independencia de las ciencias es una ilusión filosófica. Un idealismo más de la Historia, de la filosofía y de la literatura distópica y naturalista.
Ha de quedar muy claro, además, que la filosofía no es ni puede ser «la madre de las ciencias», porque las ciencias parten de la técnica, se basan en su sofisticación y dependen de la política, es decir, del desarrollo de una tecnología que construyen y desde la que se construyen desde un marco estatal o interestatal. Las ciencias, además, se configuran y delimitan a partir de las competencias que generan sobre su propio campo de investigación, y sobre sus particulares capacidades para interpretarse constitutivamente a sí mismas, esto es, en lo que la teoría del cierre categorial denominará autocrítica gnoseológica. A esta autocrítica inmannente hay que añadir la crítica o supervisión trascendente que sobre las ciencias y sus construcciones ejercen los Estados e imperios que las promueven, subvencionan y tutelan. Si la política es una administración de la libertad, una organización del poder, no hay que olvidar que esa misma política es también una organización de la libertad de las ciencias y de la organización de sus construcciones. La libertad de las ciencias termina donde comienzan los intereses y objetivos políticos de uno o varios Estados dominantes o imperialistas. Esta realidad puede resultar muy desilusionante, filosóficamente sobre todo, y puede retrotraernos a una concepción de las ciencias limitada por sus contextos de descubrimiento, frente a los contextos de justificación, pero ninguna de tales consideraciones, por decepcionante que sea, puede hacernos ignorar que la política es más poderosa que la ciencia, y que sólo cuando aquélla ha controlado a esta última, el científico puede actuar con los debidos apoyos financieros, económicos y legales.
La filosofía es una ciencia orientada a constituirse en una crítica de las ciencias. Para la teoría del cierre categorial la cuestión se plantea de otro modo. El estado coetáneo de tantas ciencias ya cerradas (no por ello terminadas) obliga a reconocer que la crítica de la filosofía a la ciencia ha de apoyarse en la propia «autocrítica» que las ciencias hacen de sí mismas (Bueno, 2001b: 22).
Se exige así la configuración de un espacio gnoseológico, cuyos ejes sintáctico, semántico y pragmático hagan posible una crítica de las ciencias, así como de sus modos y posibilidades de actuación.
En consecuencia, la teoría del cierre categorial, como teoría de la ciencia constituida desde el materialismo de Bueno, concibe las ciencias como realidades específicas, o subgenéricas, y nunca como realidades genéricas, o cogenéricas. No cabe hablar de una ciencia única, de una ciencia de ciencias, o de una ciencia soluble en una interpretación cultural o espiritual de un determinado pueblo o sociedad humana, tal como llega a sugerir Ortega en su filosofía raciovitalista. No. No cabe hablar de la ciencia en tales términos cogenéricos. Las ciencias son categorías específicas, no genéricas, constituyentes de la realidad y constituidas desde ella, de forma parcelada, particular, especial, colindantes categorialmente entre sí, sin perjuicio de toda posible interdisciplinariedad, allí donde gnoseológicamente resulte procedente.
Consideremos de forma puntual la crítica de Bueno (2001b) a la idea cogenérica de ciencia propia de la filosofía orteguiana[1]. Ortega considera que la ciencia es una forma específica más en el conjunto de especies que constituyen el género de la vida espiritual y cultural humana. Tal es la idea de ciencia que sostiene, en términos extraordinariamente ideales y teoreticistas, la concepción culturalista del raciovitalismo orteguiano. Desde esta perspectiva idealista, Ortega llega a interpretar la ciencia como una «forma» de cultura. Es la suya una idea de ciencia contraria al positivismo y empirismo decimonónicos, y reaccionaria ante concepciones descriptivistas. Hay en esta actitud de Ortega una dimensión profundamente espiritualista, de tradición indudablemente alemana, idealista y simbólica, desde la que se concibe el Espíritu como una suerte de forma incorpórea operatoria, con capacidad de acción, intervención y consciencia. No hay que olvidar que Ortega era, al fin y al cabo, catedrático de Metafísica en una época en la que las ciencias no habían logrado todavía el grado de heterogeneidad, pluralidad y diversidad que han alcanzado en la actualidad. Piénsese que para Ortega la especialización científica —que hoy ha adquirido un grandísimo desarrollo en cada campo categorial— significaba una auténtica aberración, próxima incluso a la «barbarie»: las ciencias debían conservar una homogeneidad cogenérica sobre sus diversidades específicas, es decir, debían discurrir siempre en coherencia genérica con las diferentes formas de vida humana y cultural[2]. Como buen germanófilo, Ortega concibe la ciencia, en singular, como una variante de la cultura —alemana y europeísta, que no hispana—, con mayúscula (Kultur).
Por su parte, la teoría del cierre categorial de Bueno sostiene una concepción no genérica, sino específica, de las ciencias, desde el momento en que cada ciencia constituye una categoría especial, constituida por un campo de investigación delimitado como propio, frente al de otras ciencias, y constituyente asimismo de una parcela específica de la realidad de la que las mismas ciencias brotan como tecnologías sofisticadas.
En su teoría de la ciencia, Bueno se sitúa francamente en los antípodas de este idealismo de Ortega, al considerar que el centro de gravedad de la idea de ciencia se basa en la identidad sintética, es decir, en la verdad científica de cada ciencia categorial específica. Para Bueno, la ciencia no es esencialmente una forma de conocimiento, sino una construcción del Mundo interpretado (Mi), una construcción a la que, indudablemente, es inherente —y necesario— un conocimiento, el cual no funcionará como un fin en sí mismo, sino en todo caso como un medio de construcción de unas realidades —y de destrucción de otras—, un medio de acción pragmática y de operatoriedad gnoseológica.
La idea de la ciencia de Ortega no es gnoseológica, sino epistemológica y extragnoseológica. Porque es cogenérica, no transgenérica.
La Crítica de la razón literaria desestima completamente la idea de ciencia de Ortega, por idealista e incompatible con la realidad, y asume esencialmente los presupuestos de la teoría del cierre categorial de Bueno, si bien considera, en primer lugar, que la idea misma de «categoría» adolece de un inevitable teoreticismo, cuya superación en la realidad no se ve justificada o corroborada en las explicaciones filosóficas de esta teoría de la ciencia; en segundo lugar, observa que la idea de «cierre» es muy inestable y discutible —el propio Bueno advierte inmediatamente que «cierre» no es «clausura», incurriendo en una suerte de paradiástole—; y en tercer lugar, se considera que sólo desde el poder político e institucional, a través de los Estados, es posible llevar la operatoriedad de las ciencias hasta sus últimas consecuencias, pues de otro modo las ciencias se limitan a concepciones teóricas autónomas, sin aplicaciones prácticas efectivas, es decir, sin operaciones consumadas ni consecuencias demostradas.
La teoría del cierre categorial concibe la ciencia como un hecho específico frente a otros hechos igualmente específicos (cultura, literatura, arte, religión, vida animal, etc.). Por esta razón la teoría del cierre categorial exige segregar de los campos categoriales o científicos todo aquello que sea disociable de ellos, es decir, todo aquello que no sea un término propio de su categoría y constituyente de su campo científico. Las ciencias están constituidas por múltiples componentes, de los que habrá que segregar o excluir, mediante procesos de regresión hacia sus estructuras más esenciales (regressus), aquellos que impidan conformar verdades científicas, es decir, identidades sintéticas. Los componentes fenoménicos, psicológicos y autológicos, que son siempre elementos de partida, ha de superarse o purgarse mediante el regreso a sus referentes esenciales, estructurales y normativos.
Toda teoría de la ciencia habrá de dar cuenta de una gnoseología general, que se ocupará en primer lugar de la totalidad de las ciencias, y de una gnoseología especial, que se referirá en su caso a cada especialidad científica, es decir, a cada campo categorial o ciencia particular[3]. No cabe, desde presupuestos gnoseológicos, una interpretación cogenérica de las ciencias, como planteaba Ortega en obras como Misión de la Universidad (1930), En torno a Galileo (1942) o La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva (1958).
Hemos dicho, siguiendo a Bueno, que la gnoseología es una teoría ontológica de la ciencia, y hemos de insistir en que toda gnoseología exige segregar los componentes psicológicos, fenomenológicos y autológicos del campo categorial o científico. El más psicológico de todos los componentes es el propio intérprete, es decir, el sujeto operatorio. En este sentido, es imprescindible literalmente deshumanizar las ciencias, si lo que se pretende de verdad es no sólo un conocimiento científico de la realidad, sino una construcción competente de esa realidad, es decir, una arquitectura gnoseológica de los medios que hacen posible su interpretación. Porque la verdad está en los hechos —verum est factum—, antes que en su interpretación gnoseológica, la cual, por otra parte, resulta indisociable de los propios hechos, porque está conjugada con ellos, es decir, con su ontología. Gnoseología y ontología son realidades conjugadas e inseparables. La una no se concibe sin la otra. Forma y materia son inconcebibles por separado. Ni hay formas incorpóreas —tesis espiritualista e idealista, de la que brota desde la idea del Dios teológico hasta el mito del inconsciente freudiano[4]—, ni el ser humano puede acceder de ninguna manera a una materialidad no formalizada.
Ha de quedar claro que la verdad, o es científica, esto es, categorial, o no es. Fuera de las ciencias o categorías, no hay verdad (episteme), sino opinión (doxa). Pero es que la verdad científica es una propiedad de la materia —de la materia interpretada o formalizada, es decir, intervenida, construida, operada y categorizada por las ciencias—. La verdad no es, pues, una propiedad del intérprete —del sujeto—, como sostienen la epistemología y el idealismo. La verdad es una propiedad gnoseológica de los hechos, es decir, de la realidad material del mundo (M) interpretado operatoriamente por las ciencias (Mi). Al margen de lo que las ciencias son capaces de construir, no cabe hablar de verdad. Por eso no cabe concebir ni la ciencia, ni la verdad, como una adecuación, o correspondencia, entre lenguaje y pensamiento, ni como un descriptivismo o teoreticismo que de la realidad hace el lenguaje. Porque la realidad no se conoce por el hecho de pensarla —como creen los filósofos idealistas—, y aún menos por el hecho de decirla —como creen aún más ingenuamente los filólogos en funciones de hermeneutas—: la realidad se conoce en la medida en que se construye, es decir, en la medida en que se opera con ella y en ella. Lo operatorio siempre es previo a lo inteligible. El médico no cura las enfermedades pensándolas o diciéndolas, sino interviniendo operatoriamente, es decir, formal y materialmente, en el cuerpo del paciente. Es el paso decisivo que en la Historia de la medicina lleva a cabo Andrea Vesalio en De Humani Corporis Fabrica (1543). Se me dirá que los críticos e intérpretes de la literatura no somos médicos. Evidentemente. Pero no por ello hemos de ser bobos. ¿Cómo vamos a hacer nuestro trabajo si ignoramos la realidad de los materiales literarios?
Hablar de «ciencias humanas» es, desde la teoría del cierre categorial, en cierto modo, una redundancia y una contradicción. Una redundancia, porque todas las ciencias son, en definitiva, humanas, desde el momento en que están construidas por seres humanos operatorios, y no criaturas animales o divinas. Y una contradicción, porque, en tanto que «humanas», las ciencias dejan de ser estrictamente ciencias, al incorporar a sus campos categoriales términos fenomenológicos, psicológicos, autológicos, y en tanto que «ciencias», exigen la depuración o esterilización de todo contenido subjetivo de naturaleza humana. En este sentido, las ciencias lo son en la medida en que sus procedimientos gnoseológicos son capaces de procesar la neutralización o depuración de los componentes humanos, y de aproximarse a lo que, según la teoría del cierre categorial aplicada a los materiales literarios, denominaremos, a partir de Bueno (1992), ciencias naturales (o ciencias de regresión extrema o metodologías α-1), frente a su contrapunto más distante, esto es, las ciencias políticas (o ciencias de progresión extrema o metodologías β-2).
Ocurre que las verdades científicas se alcanzan, a través de procesos de estructuración hacia sus contenidos esenciales (regressus), mediante contextos de justificación. A través de esta regresión hacia sus formulaciones esenciales o estructurales es posible la constitución de identidades sintéticas que permiten constituir verdades científicas, dentro de las cuales nada hay de «humano», salvo los procedimientos de génesis, o contextos de descubrimiento, en todo caso, que, como puntos de partida, siempre tienen como premisa hechos psicológicos, fenomenológicos, autológicos, desde los que comienza a operar el sujeto gnoseológico o intérprete (sujeto operatorio). Nada hay de humano en la fórmula química de la glucosa (C6H12O6), como nada hay de humano en la definición del pentasílabo adónico [ o - - o - ], acentuado en primera y cuarta sílabas métricas, por mucha lírica que quepa observar en los versos que genuinamente evocaban al antiguo dios Adonis (O ton Adonin!), como nada hay de humano en el denominado acorde de Tristán (fa, si, re sostenido, sol sostenido), con el que Wagner inicia su ópera Tristán e Isolda (1865).
La interpretación científica implica siempre una deshumanización, no del arte en sí mismo, sino de los fenómenos artísticos de los que partimos. Regresar a las estructuras esenciales de la ópera wagneriana, como regresar a las estructuras esenciales de la lírica griega o española compuesta en versos adónicos de cinco sílabas métricas, como regresar a las esencias que objetivan diabetes en un cuerpo humano por exceso de glucosa en la sangre, exige partir, respectivamente, de la melodía que oímos, de los versos que se recitan o leen, y del cuerpo de la persona que sometemos a una analítica —es decir, implica partir de los fenómenos— para retrotraerse (regressus) a las esencias, esto es, a una partitura musical interpretable sólo desde la Teoría de la Música (y que permanecerá ilegible para quien desconozca la teoría y práctica musicales, el solfeo, etc.), a una estructura poética que sólo comprenderá quien conozca las leyes de la métrica [ o - - o - ], y a una formulación que sólo podrá justificar racionalmente quien disponga de conocimientos químicos y médicos, al identificar en el referente de C6H12O6 un monosacárido de tal composición molecular.
Otra cuestión que no debe olvidarse en ningún momento de nuestra exposición es que las ciencias —como tampoco su interpretación gnoseológica— no se agotan en su relación con las ideas de verdad y conocimiento. Las ciencias no se limitan al conocimiento, sino que van más allá: no sólo conocen, sino que ante todo construyen. Son operatorias antes que cognoscitivas. Las ciencias construyen la realidad, no se limitan a interpretarla. No hay que confundir la labor interpretativa del ser humano, como protagonista engreído de una aventura hermenéutica, con la inmediatez y finalidad de las ciencias, constructoras de realidades generadas por el propio ser humano en tanto que homo faber más que homo sapiens. La ciencia no es una hermenéutica. Y la filología, como la Teoría de la Literatura o la lingüística, no debe ni puede verse reducida a una hermenéutica de los hechos humanos, o de los materiales literarios o lingüísticos, sin que algo así implique un gravísimo menoscabo de sus competencias gnoseológicas y operatorias.
La ciencia no es solamente un conocimiento: es ante todo y sobre todo una construcción. Y en esa construcción, dada inicialmente en contextos de descubrimiento, hay errores, limitaciones e ignorancias que será necesario subsanar y superar a través de contextos de justificación, que permitan acreditar y corregir retrospectivamente hallazgos previos. El descubrimiento de América[5], protagonizado por Colón en 1492, no se justifica hasta que la cartografía de comienzos del siglo XVI, de la mano de Américo Vespucio, en obras como Mundus Novus (1503) y la Carta a Soderini (1505), sirve a Martin Waldseemüller para editar en 1507 su Universalis Cosmographia, planisferio terrestre en el que se acredita que América es un nuevo continente, y no —como se pensaba intencionalmente hasta entonces— la geografía más meridional u occidental de Las Indias. No basta descubrir un hecho o una realidad: la ciencia exige siempre justificar —y saber justificar— el descubrimiento de sus hallazgos, es decir, exige saber explicarlos racionalmente en relación con el nuevo estado que impone el orden de las realidades recién descubiertas.
Por todas estas razones, exigir a las Humanidades que humanicen a la Humanidad[6], al ser humano, o a cualquier otro ente, sea humano, animal o divino, como de forma reiterada ha hecho, entre otros, George Steiner (1999), es una ridiculez y una simpleza, que entraña, entre otras cuestiones, no sólo carecer de una teoría de la ciencia mínimamente solvente, sino incluso de una idea definida de ciencia, de la que siempre estarían excluidas, sin posibilidad alguna de hacerse inteligibles, las —por gentes como Steiner denominadas— «ciencias humanas».
Frente a estas tendencias idealistas, relativistas, e incluso amaneradas, desde la Crítica de la razón literaria se considera que interpretar un hecho literario es aplicar un criterio construido formalmente a partir de los propios materiales literarios, es decir, en conjugación con ellos mismos —esto es, con la propia literatura—, de modo que los resultados obtenidos de esta interpretación puedan circular de forma sistemática dentro del campo categorial de la Teoría de la Literatura como ciencia de la literatura.
Índices capitulares
5.6.1. Ontología de las ciencias según la gnoseología materialista.
5.6.1.1. Conceptos previos a la organización de las ciencias.
5.6.1.1.2. Metodologías α-operatorias y β-operatorias.
5.6.1.1.3. Procesos de progresión (progressus) y regresión (regressus) de las ciencias.
5.6.1.1.4. Principio de neutralización de operaciones.
5.6.1.2. Organización gnoseológica de las ciencias.
5.6.1.2.2. Ciencias computacionales.
5.6.1.2.3. Ciencias estructurales.
5.6.1.2.4. Ciencias reconstructivas.
5.6.1.2.5. Ciencias demostrativas.
5.6.1.2.6. Ciencias políticas.
5.6.2. El cierre categorial de la Teoría de la Literatura.
5.6.3. La Teoría de la Literatura como ciencia categorial de la literatura.
5.6.4. Más allá de la teoría del cierre categorial.
Una interpretación no dogmática de la filosofía de la ciencia del materialismo filosófico de Gustavo Bueno.
________________________
NOTAS
[1] Siguiendo a Bueno (Maestro, 2009), entendemos por cogenérico lo dado en todas las especies de un mismo género [Eg]. En este contexto de la teoría holótica, lo transgenérico apela a las especies presentes en dos o más géneros [Gx, Gy, Gz…], y lo subgenérico designa los rasgos distintivos o específicos de una especie [E1] en su género.
[2] Como advierte Bueno (2001b), «quien se sitúa desde la perspectiva del materialismo filosófico advertirá que estas interpretaciones de Ortega no rebasan el horizonte de lo que hoy llamaríamos sociología de la ciencia [...]. La perspectiva cogenérica (genérica) de Ortega pone en el mismo plano tanto la actuación de las motivaciones que impulsan a la ciencia a circunscribirse en sus «órbitas», como a las que impulsan las tendencias soberanistas e imperialistas de las artes, o de los Estados, a mantenerse en su particularismo o a reabsorber, en sus respectivas esferas, a las demás. Dicho de otro modo, la perspectiva cogenérica impide de hecho advertir los mecanismos efectivos de cierre, en virtud de los cuales las ciencias se circunscriben a sus categorías, confundiendo esos mecanismos de cierre con los mecanismos partidistas, soberanistas o imperialistas de otras formaciones culturales (incluida la ciencia en lo que tenga de formación cultural)». Como señala Bueno (2001b), la ciencia sería para Ortega una «especificación cogenérica de la vida espiritual humana».
[3] Sobre gnoseología general y gnoseología especial, vid. Bueno (1992: II, 275-292).
[4] El inconsciente freudiano es, además, una forma incorpórea dotada de competencias operatorias, a las que se atribuye, incluso, por si fuera poco, la capacidad de sustraerse a la razón, de ser superior al racionalismo humano, y de vencerlo y burlarlo en cualesquiera circunstancias y tesituras. El inconsciente freudiano sería algo así como un Dios todopoderoso e inmutable, indomesticable e incognoscible, que todo ser humano lleva dentro —aunque no se sabe exactamente dónde... (¿cerebro, testículos, hígado, tobillo, ombligo...?)—, y del que resulta imposible desasirse o desligarse, que aflora sobre todo durante el sueño, y que, para terminar, o para empezar, nos tiene —según los postulados freudianos— cogidos por los mismísimos genitales, núcleo energético y libidinoso fundamental de las actividades humanas todas. Indudablemente, semejante duende, demon o numen, tiene una gracia extraordinaria. Lástima que sólo exista en la imaginación de los relatos freudianos, y en la mente de sus creyentes lectores. Si Nietzsche hubiera podido leer los relatos o cuentecillos de Freud sólo habría reconocido en tales fábulas la expresión más caricaturesca y épica de sus propios escritos. Cuando no un sofisticado plagio de aspectos esenciales de su propio pensamiento.
[5] Sobre esta cuestión, vid. el célebre artículo de Bueno (1989) sobre «La Teoría de la Esfera y el Descubrimiento de América», citado en la bibliografía.
[6] Sobre la cuestión del Humanismo, y en particular sobre el mito del Humanismo, no será ocioso citar las siguientes palabras: «Humanismo es término que aparece por primera vez en el siglo XVIII en las Éphémérides du citoyen, tomo primero, entrega XVI, París, viernes 27 de diciembre de 1765, y figura en el libro de F. I. Niethammer, Der Streit des Philanthropinismus und Humanismus, Jena 1808, reivindicado en su bicentenario («Happy birthday humanism», por la revista británica New Humanist. The magazine for free thinkers, vol. 123, marzo-abril 2008; ver la entrada «Humanismos & humanistas») […]. El concepto de humanista del Renacimiento designa a un ciudadano o a un súbdito que había llegado a ser experto en «letras clásicas» (como profesor, como editor, o como dómine pedante, es decir, como maestro a domicilio), como maestro en letras humanas, pero no propiamente en letras divinas. A pesar de dedicarse a «las letras» no por ello era considerado como «letrado», que era el adjetivo correspondiente al experto en Leyes. Los humanistas podían alcanzar un gran prestigio social y político (como Luis Vives, Erasmo o Tomás Moro); sin embargo, lo cierto es, que en las universidades españolas del siglo XVI, por ejemplo, los catedráticos de Gramática tenían una asignación de 1.800 maravedíes, frente a los 3.750 de los catedráticos de teología, y frente a los catedráticos en Leyes, que podían alcanzar los 7.500 maravedíes» (Bueno, 2015: 2).
- MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Teoría de la Literatura y teoría del cierre categorial», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (III, 5.6), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).
⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria
- Juan Sebastián Bach, Suite Francesa, Núm. 5 en Sol mayor, BWV 816, Alemanda.
- Recepción de lectores, profesores y alumnos ante la publicación de la Crítica de la razón literaria.
- Respuesta a 8 preguntas clave de la Teoría de la Literatura desde la Crítica de la razón literaria.
- Respuesta a las preguntas sobre la Crítica de la razón literaria en la Biblioteca Pública Jovellanos con motivo de la presentación del 10 de agosto de 2017.
- Sevilla, Librerías Verbo, con Juan Frau.
- Sociedad Cervantina de Madrid, con Graciela Rivera.
- Universidad de Antioquia: la Crítica de la razón literaria como Teoría de la Literatura.
- Presentación de la Crítica de la razón literaria en la Universidad de La Rioja, con Miguel Ángel Muro Munilla.
- Para leer La Celestina: sexo y nihilismo.
- ¿Cuántos narradores hay en el Quijote?
- Erotismo, Iglesia y religión en La Regenta.
- AMDG: pederastia, religión y literatura.
- La Crítica de la razón literaria contra los estudios culturales.
- ¿Es la Ifigenia en Áulide de Eurípides una falsa tragedia? La hermenéutica no sirve para interpretar la literatura.
- La dialéctica entre la Europa de los pueblos y la Europa de los Estados: el papel de la literatura.
- Cómo la Universidad anglosajona posmoderna destruye la literatura española e hispanoamericana.
El hundimiento actual de la Teoría de la Literatura
Hacia una reconstrucción de la Teoría de la Literatura
La Teoría de la Literatura frente a la teoría del cierre categorial