III, 5.6.3 - La Teoría de la Literatura como ciencia categorial de la literatura

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





La Teoría de la Literatura como ciencia categorial de la literatura


Referencia III, 5.6.3


—Porque ya hemos visto que las artes son todas indignas.

—Sin duda, pero, ¿qué otro estudio queda, si hacemos a un lado la música, la gimnasia y las artes?

—Bien, si no podemos tomar nada fuera de ellas, tomemos algo que se pueda extender sobre todas ellas.

—¿Como qué?

—Por ejemplo, eso común que sirve a todas las artes, operaciones intelectuales y ciencias, y que hay que aprender desde el principio.

Platón, República, VII (522b-c).



Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria

La literatura se presta a un tratamiento operatorio inteligible, cuya metodología —es decir, más precisamente, cuya ciencia— constituye lo que denominamos Teoría de la Literatura. Como se sostiene a lo largo de la Crítica de la razón literaria, la gnoseología es una teoría ontológica de la ciencia. Una teoría y una práctica del conocimiento científico de la literatura. En este sentido, la Teoría de la Literatura funciona como una gnoseología de la literatura, construida desde la materia misma de los hechos literarios —autor, obra, lector e intérprete o transductor—, que resultan formalizados, interpretados y manipulados, en la medida en que, como materiales literarios, se escriben, comunican y reproducen de forma crítica, científica y dialéctica[1].

Así pues, la Teoría de la Literatura se concibe aquí como una gnoseología literaria construida sobre la realidad de los materiales literarios, esto es, sobre la operatoriedad de su ontología: el autor, la obra literaria, el lector y el intérprete o transductor. Todos estos materiales son reales y operatorios, es decir, que ni podemos aceptar falacias tales como que el «autor ha muerto», o que el autor es una «función social» o «retórica», ni que el lector de referencia es, ni puede ser, un «lector ideal», «lector modelo» o «lector implícito», auténticas fantasmagorías idealistas y formalistas sólo posibles en el desarrollo teoreticista o adecuacionista de teorías literarias ablativas, esto es, de teorías que se afirman en la mutilación explícita de materiales literarios esenciales. La Crítica de la razón literaria interpreta realidades literarias —no irrealidades literarias—, con las que opera material y formalmente, es decir, gnoseológicamente, nunca epistemológicamente, pues supera el idealismo de la oposición objeto / sujeto desde el momento en que, de acuerdo con el principio de neutralización de las operaciones subjetivas, lleva a cabo la segregación o depuración del sujeto gnoseológico del campo de interpretación de los materiales literarios, en tanto que opera como una ciencia reconstructiva (metodología β-1-I).

No se puede ejercer la Teoría de la Literatura de espaldas a la realidad operatoria de todos y cada uno sus materiales literarios: autor, obra, lector e intérprete o transductor. Prescindir de uno o varios de estos materiales es incurrir en un idealismo que desautoriza la realidad literaria que se pretende examinar. Durante siglos la teoría literaria se ha construido de espaldas a casi todas sus realidades operatorias, al optar siempre en exclusiva por una de ellas y silenciar o eclipsar circunstancialmente a todas las demás. Y lo que es aún más grave, por ser algo tan reciente y tan imperante todavía en nuestros días: las teorías literarias del siglo XX han prescindido, lastradas en su teoreticismo (formalismos, estructuralismos, funcionalismos…) y en su adecuacionismo (estética de la recepción, semiología, polisistemas, lingüística textual…), de realidades materiales tan decisivas en el estudio de los hechos literarios como son el autor, el lector o el transductor, para limitarse idealmente a una construcción o reconstrucción formal, yuxtapuesta o coordinada de componentes textuales o incluso hipertextuales (cuando no metatextuales o indisimuladamente irreales).

Incontables teorías literarias se basan exclusivamente en operaciones mentales para interpretar la literatura, y no en operaciones materiales de las formas e ideas objetivadas en los hechos literarios. «Pensar la literatura» implica adentrarse materialmente en las formas que objetivan sus ideas, y no limitarse a explicarlas —esto es, a describirlas, teoretizarlas o yuxtaponerlas— desde la psicología, la sociología o el culturalismo, por citar sólo unos ejemplos, con el fin de usar lo literario como caja de resonancia o como pantalla ilustrativa de las ideologías del sujeto respecto a su público. El intérprete de la literatura no puede comportarse como un colaboracionista de las ideologías, si pretende actuar como un científico. Sólo en caso contrario, si su intención es la de prostituir la literatura, y sus posibilidades de conocimiento y comprensión, acudirá a ella para justificar su posición personal (autologismo) o gremial (dialogismo) en el mundo, en nombre de la ideología de su lobby, en pro del yo o del nosotros, es decir, en nombre de un narcisismo propio de artistas y escritores o de un colaboracionismo —tan típico de todo intelectual— con formas de poder alternativas, cuya nomenclatura más dignificante desemboca en exhibir palabras como compromiso o engagement.

El kantismo en particular, y el idealismo alemán en general, cuyo interminable canto del cisne se perpetúa en España a través de la retórica filosófica de un exquisito Ortega y Gasset —en cuyo pensamiento de «Transición» se han formado todos cuantos crecieron y fermentaron ideas e idealismos durante la dictadura de Franco—, ha determinado en la Edad Contemporánea la conformación de una Teoría de la Literatura extremadamente idealista y formalista. Téngase en cuenta que el idealismo alemán impone la reducción de los materiales literarios a fenómenos, es decir, a hechos subjetivos, hechos de conciencia —en términos del más puro luteranismo—, y hace imposible la construcción de demostraciones críticas objetivas. Las teorías literarias lastradas en estos presupuestos aceptan implícitamente la imposibilidad de plantear en términos estructurales o esenciales la interpretación de ideas objetivadas formalmente en los materiales literarios. Y no sólo eso, sino que incluso identifican muchas de estas ideas literarias con realidades nouménicas, cuyo conocimiento científico se niega o se abandona explícitamente, lo que provoca la conformación —malformación, diríamos— de teorías literarias ablativas, en tanto que supresoras o cercenadoras de ideas y materiales literarios esenciales. Esto explica que muchas interpretaciones posestructuralistas de la literatura se desarrollen en la medida en que la literatura desaparece, absorbida en otras esferas o ámbitos de un supuesto conocimiento cultural («literatura es cultura»: estudios culturales), sexual («literatura de género» o estudios de género, feminismos…), lingüístico («la ciencia es lenguaje»: concepción estructuralista y posestructuralista de la lingüística como modelo de las ciencias), ideológico («literatura es ideología»: nuevo historicismo, indigenismos, nacionalismos…), etc.

Cuando una determinada interpretación se basa en operaciones mentales, y no en operaciones materiales, es decir, cuando la investigación se reduce a formas, el destino final es irremediablemente la disolución de las realidades materiales que deben constituir el campo de investigación científica, la pérdida de vista de los referentes, la «muerte del autor», la idealización del lector (lector implícito, lector modelo, lector ideal…), la espiritualización de las ideas imaginadas en los textos literarios, la conversión del intérprete o transductor en una suerte de chamán o charlatán de materiales, que ya no serán literarios, sino culturales, ideológicos, sexuales, nacionalistas, o del tipo que sea, pues lo que importa no será entonces lo que se estudia, sino el uso social o psicológico —que no científico, sino ideológico— de lo que se exhibe ante una sociedad de consumo o ante un lobby académico. 

Las interpretaciones basadas en operaciones mentales provocan la deconstrucción de sus referentes materiales, es decir, la desintegración de sus objetos de conocimiento, conducente a la devastación o esterilización de sus posibles campos gnoseológicos. La ciencia, por evocar las palabras del poeta y crítico T. S. Eliot, quedaría convertida en una suerte de tierra baldía o waste land. La ciencia de la literatura no puede concebirse, ni practicarse, obviamente, al margen de los materiales literarios. No hay ciencia sin campo científico, es decir, sin un lugar físico donde sus objetos o términos de conocimiento estén realmente organizados y sistematizados. No hay gnoseología sin ontología. Por esta razón, la mayor y más grave objeción e impugnación que puede hacerse a la Teoría de la Literatura desarrollada durante el siglo XX es que ha desembocado en una «ciencia» de la literatura sin literatura, es decir, en un hundimiento de sí misma como teoría destinada a la interpretación de los materiales literarios. Actualmente nos enfrentamos a una Teoría de la Literatura sin literatura. Es la herencia posmoderna de los estructuralismos y posformalismos contemporáneos, que en la actualidad se imponen en nuestras ruinosas universidades europeas y americanas con un entusiasmo absolutamente irresponsable y ciego, inconsciente de su propio fracaso. En nuestras universidades se enseña y exhibe una teoría literaria completamente inútil. Se trata de una Teoría de la Literatura que no se refiere a la literatura, sino a la ideología de sus intérpretes posmodernos.

Construir una «ciencia» ignorante de sus objetos de conocimiento, cuando tales objetos o términos han de integrar y consolidar su campo gnoseológico, es en realidad diseñar una pseudociencia. La Teoría de la Literatura no puede exponerse ni enseñarse como una pseudociencia de los materiales literarios. Y es lo que se hace actualmente. Una teoría literaria construida sobre idealismos literarios es un discurso —pues su ontología será meramente verbal y retórica (tropológica)— incompatible con la realidad. El resultado será una tropología, no una gnoseología. Una ciencia no es un despliegue de trabalenguas. Lo hemos dicho: la ciencia no puede ser nunca signo de algo irreal. En palabras de Bueno:


El materialismo gnoseológico tiene, sin embargo, que dar un paso más, a saber, el paso que consiste en incorporar a los propios «objetos reales» en el cuerpo de la ciencia. Como si dijésemos: son los propios astros reales (y no sus nombres, imágenes o conceptos), en sus relaciones mutuas, los que forman parte, de algún modo, de la Astronomía […]. Sólo así el materialismo gnoseológico podrá liberarse de la concepción de la ciencia como representación especulativa de la realidad y de la concepción de la verdad […]. Sólo la continuada presión de la antigua concepción metafísica (que sustancializa los símbolos y los pensamientos, y que se mantiene viva en el mismo positivismo) puede hacer creer que la ciencia-conocimiento se ha replegado al lenguaje (a los libros, incluso a la mente, a los pensamientos), y aun concluir que la ciencia-conocimiento subsistiría incluso si el mundo real desapareciera (Bueno, 1995a: 41-42).


No cabe, pues, mayor idealismo que el de incurrir en una Teoría de la Literatura sin literatura, es decir, el de postular una teoría literaria sin materiales literarios. Es el caso de las teorías literarias ablativas, que se caracterizan por la supresión de los materiales literarios. Las teorías literarias posmodernas representan la supremacía de esta supresión, de este nihilismo ontológico, y también gnoseológico, al incurrir en la ablación absoluta de materiales literarios. En su teoreticismo, en su hiperformalismo, en sus «realidades virtuales», en sus espejismos, no hay rastro de la literatura. En realidad, la posmodernidad carece de competencias para enfrentarse a los materiales literarios. Su retórica es sólo una estrategia ya agotada, destinada sin duda a ocultar su propia impotencia gnoseológica y su descarada renuncia al ejercicio de un conocimiento científico, racional y crítico, del que es completamente incapaz. Su refugio es la ideología, y las palabras consigna de siempre: identidad, mujer, indigenismo, metamedialidad, intermedialidad, transatlantismo, escritura, metaescritura, ecocrítica, minificción, integración, diversidad, cómic, género, sexualidad, culturalismo, interculturalismo, multiculturalismo, colonial, postcolonial, decolonial, etc. La realidad se convierte en un juego de palabras donde lo que se dice es mucho más importante que lo que se hace. Entre otras cosas, porque no se hace nada. Aunque se diga de todo. Algunos congresos internacionales son sólo concursos de trabalenguas.

Lo hemos dicho: la realidad es un muy intolerante, y no acepta nada que no sea compatible con ella. Sólo la ciencia nos hace compatibles con la realidad, porque sólo la ciencia permite al ser humano conocer y comprender el orden operatorio de la realidad. Por eso las construcciones científicas —antes que el conocimiento científico— nos permiten sobrevivir como especie, en tanto que nos enseñan a adaptarnos operatoriamente a una realidad que, a medida que la construimos, nos resulta habitable y soportable. En consecuencia, sólo los ignorantes —y los locos—, además de los idealistas, son incompatibles con la realidad. No en vano locura e ignorancia son las formas más frecuentes de idealismo. Los ignorantes, porque desconocen el funcionamiento de la realidad: ignoran su orden operatorio. Los locos, porque, acaso conociéndolo, hacen de ese conocimiento un uso patológico. Y los idealistas, porque se niegan a vivir en la realidad (en apariencia, por supuesto, porque ninguno de ellos deja de servirse de la materia a todas horas...), digo que dicen negarse a vivir en la realidad, bien con la esperanza de cambiarla, como si la realidad necesitara al ser humano para transformarse, bien desde un extraño complejo de superioridad, en virtud del cual consideran que lo que imaginan (por derecho) es mejor que lo que existe (de hecho). Lo cierto es que los idealistas ni siquiera son conscientes de que lo que ellos imaginan, con harta frecuencia, suele ser aún mucho peor que lo que existe. El idealismo consiste en vivir en el espejismo sin disfrutar del oasis. La imaginación de los idealistas es, en la mayoría de los casos, muy poco original (por decirlo suavísimamente...). Con frecuencia, suele tratarse sólo de aberraciones emocionales, más o menos momentáneas, aunque recurrentes, que acaban en frases de autoayuda o autoengaño, y poco más. El destino de los idealistas es, en unos casos, la ignorancia crónica, es decir, el desconocimiento de la realidad —un desconocimiento con un inextinguible fondo de cinismo—, o el uso patológico de lo poco que saben, es decir, la forma menos brillante de locura. Y la más dañina. Pero el idealismo racionalista, es decir, la sofística, se ha implantado en las universidades posmodernas de forma sorprendentemente rentable, porque se ha puesto al servicio de las ideologías, un hecho que ha asegurado su permanencia y su remuneración económica y política. Lo políticamente correcto ha hecho el resto.

La política ha prostituido la ciencia, y la Teoría de la Literatura no es ajena, en nuestras universidades, a esta la labor gnoseológicamente prostibularia. Las ideologías posmodernas han provocado el hundimiento de la Teoría de la Literatura, en particular, y el hundimiento de las teorías científicas, en general, sobre todo en el ámbito de las tradicionalmente identificadas como «ciencias humanas». Las denominadas «ciencias naturales» no se pueden permitir recrearse indefinidamente en aberraciones retóricas y pamplinas ideológicas sin poner en riesgo los objetivos esenciales de sus construcciones operatorias y de su futuro como estructuras científicas. Las verdaderas ciencias construyen el mundo, no se limitan a interpretarlo. Los verdaderos científicos transforman la realidad humana, no la interpretan simplemente. Nos sobran intérpretes. Nos faltan operarios. Sobran filósofos, faltan científicos. Porque no basta tener razón: es necesario, es imprescindible, disponer de razón práctica, y no sólo de razón teórica. Es indispensable ser capaz de imponer en la praxis la razón teórica que se dice, o se declara, tener. El racionalismo exige poder. Un poder operatorio, valga la redundancia, porque el poder que no se ejerce ni ejecuta es un poder que no se tiene. Ni se tendrá. El racionalismo abúlico es irrelevante. Pura retórica. No basta ser homo sapiens: hay que ser homo faber. Pensar es obrar, esto es, operar. Razonar implica enfrentarse a una adversidad. Y sobrevivir. En caso contrario, es que se ha razonado —y actuado— mal. Otra cosa es que la literatura, las artes, el teatro, el cine, etc., se dediquen a «embellecer» los malos o pésimos razonamientos de seres humanos fracasados. Tal cosa se llama antiheroísmo, y de ella se nutre una ingente cantidad y repertorio de presuntas —y no tan presuntas obras de arte. Téngase en cuenta que toda la poesía del siglo XX posterior a las Vanguardias es una deprimente exaltación del fracaso humano, cuya máxima expresión es tal vez el celebradísimo e incomprendido poema de Kavafis titulado «Ítaca».

Como ha señalado Bueno en varios de sus escritos, donde hay voluntarismo subjetivo no hay materialismo objetivo. La teoría de la ciencia no dispone tanto posibilidades cuanto construye realidades positivas gnoseológicas. No por casualidad la Crítica de la razón literaria es una doctrina que se constituye, ella misma, en doctrina crítica de otras teorías literarias, revelando cómo muchas de estas supuestas teorías literarias sólo son ideologías posmodernas, psicologismos retóricos y discursos pseudocientíficos, vertidas sobre la literatura, o que incluso se sirven de la literatura como vertedero ideológico. La literatura no puede ser la cloaca de las ideologías posmodernas.

La importancia de la gnoseología frente a la epistemología, es decir, del materialismo científico frente al idealismo psicologista, es capital. Bueno considera que el enfoque gnoseológico es una alternativa entre otras posibles, muchas de las cuales han logrado determinar un ámbito propio (lógico-formal, psicológico, sociológico, informático, epistemológico e histórico)[2], pero lo cierto es que el enfoque gnoseológico se constituye en una alternativa más potente, porque permite reinterpretar dialécticamente a las demás alternativas desde coordenadas propias o específicas mucho más amplias, globales y críticas. Es lo que se plantea y sistematiza en la Crítica de la razón literaria frente a la realidad de la literatura. Vamos a examinar con atención lo que dice Bueno a este respecto en páginas capitales de su Teoría del cierre categorial (1992), que cito y reproduzco a continuación a fin de señalar su pertinencia en relación con la Teoría de la Literatura. Admitimos que en nuestra exposición sobre la interpretación literaria no tratamos de ajustarnos a lo que dice, escribe o piensa Bueno —en la línea de muchos de sus discípulos o seguidores, sino que planteamos una reinterpretación crítica de lo que dice, escribe o piensa Bueno respecto a nuestra propia concepción de la literatura y de la Teoría de la Literatura. Por esa razón, aunque citamos profusamente a Bueno, no lo hacemos con la intención de adecuarnos a sus ideas, sino de verificar su pertinencia conforme a nuestras propias ideas sobre la literatura.

Cuando Bueno se refiere a la ciencia moderna, y plantea la distinción gnoseológica entre materia y forma, insiste en lo siguiente: las ciencias modernas son realidades institucionales que nos obligan a admitir que sus lenguajes, es decir, los aparatos, instrumentos y materiales de su campo de investigación, son componentes suyos y propios, esto es, inherentes a las mismas ciencias, en tanto que materiales específicos de cada ciencia, materiales desde los que se manifiestan las verdades necesarias e independientes de otras materias categoriales o científicas. Es, pues, evidente que las ciencias no nos sitúan —argumenta Bueno— ante una materia amorfa, indeterminada, indiferenciada o virgen —el «continuo heterogéneo» de Rickert, la «materia del contenido» de Hjelmslev, la noción de «escritura» que manejan Barthes o Derrida—, un magma sobre el que se proyectan proposiciones o axiomas, por un lado, o psicologismos y retóricas, por otro, sino que las ciencias nos ofrecen materiales diversos e irreductibles, pero siempre organizados desde un racionalismo materialista. Nunca desde un racionalismo idealista, teológico o metafísico.

Desde la teoría del cierre categorial se establece la distinción entre materia y forma como una distinción gnoseológica. Se plantea así la indistinción real y efectiva entre materia y forma de una ciencia, al considerar que se trata de los términos de una relación de conceptos conjugados, y no de conceptos opuestos o antinómicos. Bueno niega la hipóstasis de la distinción entre materia y forma, hipóstasis cuyo único fundamento es la posibilidad «pedagógica», didáctica o escolástica, de exponer estas cuestiones a unos oyentes para informarles que tales palabras se utilizan en estas o aquellas escuelas de filosofía o de teoría de la ciencia (Bueno, 1978a).

El objetivo de la gnoseología, como teoría y filosofía de la ciencia, consiste en dar cuenta de la relación racional y lógica (symploké) entre las materias del campo de investigación científica y de su conformación o forma, con el fin de establecer verdades en ámbitos categoriales relativamente independientes. Si la materia es el Mundo (M), la forma es el Mundo interpretado (Mi). Es decir, la ciencia formaliza la realidad material del Mundo (M) para poner a disposición del sujeto operatorio un Mundo interpretado (Mi). Una ciencia tiene siempre la función de formalizar determinadas materias, y de hacerlo según parcelas o categorías, mediante procedimientos positivos, constructivos, operatorios. Por ello no puede haber una ciencia matriz, una ciencia madre de las ciencias. Cuando se da supremacía a una ciencia sobre las demás, lo que se hace en realidad es atribuir a esa ciencia una función de forma sobre las demás ciencias, como ha sucedido muy frecuentemente a lo largo de la Historia: la teología durante la Edad Media, la filología durante el Renacimiento italiano, la matemática durante la Ilustración inglesa y alemana (Bueno cita en este punto la siguiente afirmación kantiana de fundamento newtoniano: «toda ciencia es ciencia en lo que tiene de Matemáticas»), la lingüística durante la expansión del estructuralismo francés de mediados del siglo XX, etc.

No ha de confundirse, pues, la epistemología, que nos sitúa en las coordenadas sujeto / objeto, con la gnoseología, que se mueve en las coordenadas materia / forma. La forma y la materia gnoseológicas identifican territorialmente los términos constituyentes del campo categorial o científico (autor, obra, lector e intérprete o transductor, en el caso de la Teoría de la Literatura), de tal manera que —son palabras de Bueno— a la materia corresponde el momento de la pluralidad del campo total, mientras que a la forma corresponde el momento de su unidad objetiva. De este modo, el enfoque gnoseológico tiene lugar mediante la constitución de la verdad como una identidad sintética entre la forma y la materia del campo de investigación. La ciencia es, así, la unidad resultante de una relación —symploké— racional y lógica, esto es, formal, de materiales múltiples.


La teoría del cierre categorial no se sale de estas coordenadas gnoseológicas (materia, forma, verdad), antes bien, las reivindica como constitutivas de la escala gnoseológica; y si se aparta de Aristóteles, Kant, o Carnap, no es tanto porque rechace esa distinción entre materia y forma, sino porque no puede aceptar que la forma de la ciencia sea o la forma silogística, o la forma a priori del entendimiento, o la forma lingüística o la forma matemática. La teoría del cierre categorial busca la forma de la ciencia (en cuanto ligada esencialmente a su verdad), en las mismas concatenaciones unitarias de las partes (materias) que constituyen su unidad interna y pone en la identidad sintética el fundamento de esa unidad (Bueno, 1992: I, 54).


Desde esta perspectiva gnoseológica, las ciencias son, ante todo, construcciones categoriales de la realidad, es decir, partes constituyentes suyas. Las ciencias son siempre ontologías partitivas, parciales, específicas o especiales del mundo, y nunca concepciones generales, globales, genéricas o cogenéricas suyas. En este sentido, la Teoría de la Literatura comprende el ámbito categorial constituido y determinado por los materiales literarios, cuyo cierre categorial se objetiva en las figuras o términos del autor, la obra, el lector y el intérprete o transductor de la literatura.

Toda ciencia se desarrolla sistemáticamente a través de construcciones o estructuras que rebasan su propia génesis, es decir, sus momentos preliminares o nucleares, que podríamos identificar con sus contextos de descubrimiento, por utilizar el término de Reichenbach (1938). Toda estructura científica supera siempre su génesis, mediante procesos operatorios de dimensiones históricas, geográficas y por supuesto también políticas.

Las ciencias son construcciones sistemáticas y suprasubjetivas, porque rebasan la psicología del individuo (autologismo del yo) y la sociología del grupo (dialogismo del nosotros), para articularse normativamente, a partir de materiales y componentes muy heterogéneos, que en el mundo contemporáneo exigen desarrollos institucionales y políticos. La idea de construcción determina la idea misma de ciencia, al exigir construir operatoriamente los contenidos de un campo categorial, que mantendrá, con otros campos dados, relaciones específicas, nunca genéricas ni cogenéricas. 

Todo proceso de construcción científica implica siempre, en el despliegue de sus diferentes cursos operatorios, un progreso y un regreso en la configuración y explicación de los contenidos de un campo categorial o científico. Las operaciones que lleva a cabo el sujeto gnoseológico o sujeto operatorio, que son claves como punto de partida, deberán neutralizarse progresiva y regresivamente a través de los sucesivos cursos de construcción y reconstrucción, tal como se ha indicado anteriormente. 

El resultado de tales procesos de neutralización da lugar a seis tipos de construcciones o sistemas científicos, según la intensidad de la segregación o esterilización del sujeto operatorio en el campo categorial o gnoseológico de cada ciencia: 1) Naturales, 2) Computacionales, 3) Estructurales, 4) Constructivas o reconstructivas, 5) Demostrativas y 6) Políticas. La Teoría de la Literatura se situaría en el umbral de las ciencias Constructivas o reconstructivas, al alcanzar, por regresión media genérica, la neutralización de las operaciones subjetivas, frente a la crítica de la literatura, que, como ciencia demostrativa, procede por regresión media específica, mediante desplazamientos sucesivos de operaciones interpretativas, cuyo protagonismo y ejercicio recae siempre en secuencias recurrentes y periódicas llevadas a cabo por sujetos operatorios diferentes, sin que sea posible alcanzar determinaciones o estructuras objetivas estables. En la crítica de la literatura las operaciones del sujeto no se pueden neutralizar nunca de forma completa en ninguno de los procesos operatorios o constructivos.

Las ciencias son, sin duda, resultado de una operatividad humana. En toda clasificación gnoseológica, los materiales de las ciencias se reconocen precisamente porque, en su morfología, son materiales que han sido manipulados por un sujeto operatorio. Desde una perspectiva científica, el sujeto no podrá concebirse en su reducción individual, subjetiva, sino en su contexto supraindividual, normativo. Los materiales conformados por las ciencias no son en realidad resultado de operaciones llevadas a cabo por un sujeto individual, sino que proceden de una cooperación histórica, geográfica y política de múltiples sujetos, es decir —tal como se expresa Bueno (1992)—, de concatenaciones sincrónicas y diacrónicas.

Todo esto implica que las ciencias, consideradas como construcciones objetivas, es decir, según materiales organizados como consecuencia de la operatividad humana, no pueden entenderse como un conjunto, ni siquiera como un sistema de «conocimientos especulativos», cuyo desarrollo estaría limitado a la inmanencia de la conciencia de los seres humanos sapienciales, y cuya objetividad se manifestaría en discursos que, teniendo al Mundo como referente, sólo poseen de hecho como contenido real un contenido retórico, basado en palabras incapaces de conceptualizar operatoria o constructivamente la realidad[3]. Hablar no es hacer. Comprendemos que la filosofía del lenguaje está muy bien diseñada para profesores universitarios que no se dedican al ejercicio de las ciencias, sino a usar el lenguaje para hablar del lenguaje en términos filosóficos y, con frecuencia, pseudolingüísticos.

La ciencia ha de dar cuenta de configuraciones materiales reales, y no de procesos mentales u otros cualesquiera psicologismos. Tampoco se detiene en hermenéuticas. Se exige así a la ciencia un fundamento materialista, que apele a la constitución de los hechos mismos en que se sustantiva el campo categorial en el cual se encuentran los materiales científicos, con el fin de evitar toda orientación mentalista, subjetivista, psicológica, que pueda derivar hacia formas aberrantes de conocimiento, como la ideología, el idealismo o la metafísica. También la hermenéutica o el psicoanálisis. La visión materialista de la ciencia exige la implicación y la inserción inexcusable en la inmanencia de los organismos científicos, es decir, en los objetos reales y en los materiales mismos de referencia, emplazados en el campo científico o categorial que se analice.

Cualquier forma de idealismo, por racionalista que sea, no será otra cosa que teología, o metafísica incluso, desde el momento en que incurre en hipostasía, es decir, desde el momento en que rompe su relación racional y material con la realidad física de la que ha de partir toda ciencia. La ciencia no se puede construir sobre el aislamiento de ideas, conceptos o pensamientos desconectados de la realidad material que los seres humanos pueden percibir, manipular e interpretar materialmente. La ciencia no trabaja con psicologismos. Por esta razón el racionalismo científico ha de ser un racionalismo materialista, y no un racionalismo idealista, el cual evoluciona retóricamente a partir de ilusiones, imaginaciones y psicologismos que carecen de confirmación y comprobación materiales. Lo que no existe físicamente no se puede considerar ni interpretar científicamente. Es decir, en términos de gnoseología materialista: lo que no existe en el terreno físico (M1) no se puede interpretar conceptual o científicamente en el terreno lógico (M3), sino apelando a la imaginación, a la fe o a la superchería. Lo que no está en lo físico (M1) sólo podrá ser objeto de especulaciones psicológicas, ilusiones subjetivas, o incluso sofismas, figuras todas ellas propias de un género de materia psíquica y fenomenológica (M2), pero nunca podrá ser objeto de interpretaciones científicas (M3), sino teológicas, idealistas, metafísicas e, in extremis, irracionales. Por esta razón, Dios, que carece de esencia —y de existencia— física, sólo puede ser objeto de psicologismos, idealismos y metafísicas variadas. La idea de Dios es una ficción pura, es un paralogismo, desde el mismo momento en que su referente, Dios, carece de existencia operatoria. Es un concepto del mundo empírico, esto es, humano (no metafísico), al que se otorga verbalmente una autonomía ontológica carente de operatoriedad. Y por esta razón la teología no es una ciencia, sino un idealismo que pretende ser racional, incluso en la formulación de sus dogmas más disparatados (una mujer fecundada por un espíritu santo, que sigue siendo virgen después de haber parido, etc.). Sólo retóricamente la teología puede concebirse como una «ciencia», es decir, una pseudociencia, en realidad, cuyo objeto de conocimiento, Dios, no es (porque no existe), ni está (porque no opera), ni se le espera, desde los presupuestos de un racionalismo materialista en el que la fe resulta reinterpretada, desde la razón, como un psicologismo y un sociologismo fraudulentos. Lo que no existe en M1 no puede conceptualizarse en M3 como realidad corpórea y operatoria, porque no lo es ni ontológica ni gnoseológicamente, desde el momento en que se trata de una forma carente de materia. Se trata, genuinamente, de una ficción, tal como se define lo ficticio según la Crítica de la razón literaria: todo género de materia que carece de existencia operatoria.

Un discurso que, como la posmodernidad, por ejemplo, no reconoce la realidad de los conceptos, ni permite conceptualizar la realidad misma de los materiales con los que trabaja, no es una ciencia, ni podrá serlo nunca, sino una sofística, una tropología o una tomadura de pelo. Las ciencias no son retóricas, no son mero lenguaje —ni siquiera son cultura—, sino que han de dar cuenta, y por tanto han de incorporar a sus propias construcciones, la totalidad de materiales que identifican como objeto de estudio, es decir, como materiales que constituyen su campo de investigación categorial o científico, materiales que, por ello mismo, habrán de estructurarse y consolidarse en un sistema categorial o científico.

La ciencia no puede considerarse ni limitarse a un mero lenguaje porque la ciencia no es una simple representación, ni una simbología especulativa de la realidad, ni mucho menos una concepción personal o gremial de la verdad. La ciencia tampoco es una adecuación, más o menos isomórfica, entre la realidad (el texto literario) y un discurso formal o retórico (el de un lector implícito) referido a esa realidad. No, la ciencia es una realidad constitutiva del Mundo interpretado (Mi) y construida desde el Mundo (M), es decir, constitutiva de las formas que nos permiten interpretar categorialmente el Mundo y construida sobre los materiales que nos proporciona el Mundo interpretado en el que vivimos, en el que estamos insertos y al que pertenecemos. Un Mundo que es terrenal, físico, material (Mi), y no celestial, ni ideal, ni metafísico.

Sólo una concepción teológica, ideal o metafísica, de las ciencias, que sustancializa los símbolos, que hipostasía el lenguaje, que rompe la ligazón gnoseológica entre la forma y la materia, que quiebra la relación lógica entre los conceptos y sus referentes físicos, que deroga la symploké o implicación entre M1 (lo corpóreo) y M3 (lo conceptual), que ignora que la fórmula o forma lógica (M3) del agua (M1) es H2O (M3), puede negar a las ciencias la posibilidad de ser construcciones de verdades, es decir, construcciones capaces de formalizar (M3) la realidad de la materia (M1), y de hacerlo al margen de las ideologías y los psicologismos (M2) de los que ha de segregarse y emanciparse, cuando proceda, y en la medida de lo posible, el sujeto operatorio o sujeto gnoseológico.

La ciencia es superior al mero lenguaje, a la mera forma, porque en su forma, en su capacidad conceptualizadora, la ciencia incorpora la realidad material a la que se refiere[4]. No se puede llevar a cabo una biopsia hepática sin manipular un hígado, del mismo modo que no se sabe lo que es un endecasílabo heroico si no se ha leído críticamente la lírica de Garcilaso o de Quevedo, por ejemplo. No se puede formalizar o conceptualizar terciogenéricamente (M3) nada que no se haya manipulado con anterioridad en su corporeísmo primogenérico (M1). Formalizar «realidades inmateriales» es lo mismo que manipular objetos inexistentes o hacer «magia», esto es, confiar en el poder numinoso de palabras que no surten ningún efecto operatorio. Si las teorías, las formas conceptuales, las figuras gnoseológicas, no dan cuenta de los materiales físicos sobre los que se han construido, el resultado es la mera retórica, la sofística, el fraude, el psicologismo, la fe. La interpretación literaria no puede poblarse de espectros confesionales ni de fantasmagorías ideológicas.

No se puede conceptualizar materiales inexistentes, del mismo modo que ninguna empresa puede inventariar productos u objetos de los que carece sin incurrir en fraude. El material inventariado de una empresa ha de responder al material real del que dispone la empresa, del mismo modo que el material conceptualizado por una ciencia ha de responder al material real, corpóreo y operatorio, que constituye el campo categorial de dicha ciencia. El campo categorial de la teología es puro psicologismo, porque su objeto de investigación, Dios, es un material físicamente inexistente: su M1 es igual a cero (Ø). Sólo gracias a la labor de los teólogos, es decir, a la labor de los retóricos de una metafísica confesional, su M3 se convierte en un conjunto de ideales —naturalmente imposibles— del mundo real y efectivamente existente. De hecho, la teología, como el discurso de la posmodernidad, podría seguir existiendo aunque el mundo real desapareciera, desde el momento en que sus fundamentos no están en el mundo real, sino en la mente y en la subjetividad de sus fieles. Sus contenidos son puramente mentales. Es la diferencia entre teología y filosofía. La teología se refiere a conceptos basados en referentes ideales o irreales; la filosofía, por su parte, trabaja con ideas basadas en referentes trascendentales reales, corpóreos y operatorios, sobre los cuales las ciencias han hecho categorialmente sus construcciones e interpretaciones previas. De ahí que hablamos de ideas trascendentales, porque son ideas que trascienden los límites categoriales o específicos de cada ciencia. De hecho, la filosofía trabaja con productos de manufactura científica, es decir, con hechos científicamente construidos. La gnoseología, para desplegarse, requiere una ontología, es un decir, un territorio estructurado e intervenido previamente por las ciencias. No se puede hacer filosofía de espaldas a la realidad, con los ojos cerrados, o retrotrayéndose hacia el «interior», las «profundidades del yo», alma humana, o fantasmagorías por el estilo. De hecho, la posmodernidad degrada la filosofía a una suerte de teología para laicos, donde los referentes reales se reemplazan por referentes ideales, metafísicos, o simplemente inexistentes, de modo que todo es texto, todo es sexo, todo es identidad, todo es inconsciencia, todo es huella, etc. Para Derrida, el nihilismo, por ejemplo, será, desde una perspectiva ontológica, un texto tan legible como ilegible es, desde una perspectiva científica, el Quijote, puesto que todo, incluida la mismísima nada, es un texto. Es una bonita y «blanca metáfora». Hasta la teología cristiana dispone de más colorido.

Con frecuencia, esta reducción lingüística de la ciencia —la ciencia como lenguaje— suele promover otras reducciones, principalmente la reducción epistemológica —la ciencia como conocimiento—, hecho este último que ha resultado determinante por lo que se refiere a la interpretación de los materiales literarios, y que sitúa una y otra vez a la Teoría de la Literatura en un auténtico callejón sin salida. En palabras de Bueno:


Tampoco una ciencia puede ser reducida a los «actos de conocimiento» de los científicos que la cultivan, ni siquiera a la conjunción de los actos de conocimiento de todos los miembros de la comunidad científica correspondiente (Bueno, 1995a: 42).


Y sin embargo la interpretación de la literatura está sometida constantemente, y de forma tan intensa como acrítica, a los «actos de conocimiento» de cada uno de sus lectores y receptores, e incluso también de sus transductores e intérpretes, de quienes cabría esperar, y a quienes debe exigirse, una responsabilidad crítica, cuando no científica, en el uso de los materiales literarios interpretados. La literatura no puede reducirse a una sucesión de «actos de conocimiento», porque el conocimiento de la literatura no puede ser autológico, ni tampoco solamente dialógico, es decir, no puede limitarse a lo que digan un yo o un nosotros, un individuo o un gremio de individuos —por lo demás endogámicos—, sino que, como construcción humana y racional que es, la literatura exige una interpretación crítica, normativa y dialéctica —no meramente sensorial y gremial—, capaz de rebasar «actos de conocimiento» psicológicos y sociológicos que con frecuencia se hunden en las sentinas emocionales de un tercer mundo semántico. La crítica epistemológica, en contra de lo supuestamente imaginado por sus apologetas, y sobre todo por el sujeto cognoscente de turno, que no actúa nunca propiamente como un sujeto operatorio, sino como un sujeto mentalista, pensante o meramente psicológico, acaba por asfixiar el objeto de conocimiento en las aguas fecales del sujeto de conocimiento. Los sedimentos del mentalismo acaban por convertir a la mente en una cloaca de prejuicios.

Ha sido responsabilidad de buena parte de la semiología, en particular de las orientaciones semióticas más escoradas hacia el formalismo, degradar las posibilidades de la codificación de los signos al ámbito exclusivo y excluyente de su dimensión formal, desamparando en muchos casos el valor de la materia en la interpretación sígnica. Resulta escandaloso comprobar que en infinidad de supuestos la semiología olvidó algo capital y evidente: que un signo es un hecho material, esto es, una corporeidad operatoria. Reducir la semiología a una semiótica de las formas, de la cultura, del lenguaje, etc., ha implicado en muchas ocasiones perder de vista la realidad. Se ha hecho olvidar a la semiología que los cuerpos de las ciencias exigen y poseen componentes no lingüísticos. Del mismo modo que la realidad no está hecha de palabras, la ciencia tampoco lo está. Se ha llegado incluso a ignorar que los signos son, ante todo, instrumentos operatorios. La semiología no puede reducirse a un descriptivismo, teoreticismo o adecuacionismo de formas y funciones. La semiología es esencialmente circularismo (Maestro, 2002). Y los signos son, desde su misma génesis, materia determinante de otras formas y materias, indisociables entre sí (Bueno, 1982a)[5]. La ciencia es operatoria porque la realidad exige interacciones operatorias. La realidad no responde a palabras. La realidad sólo «dialoga» con el ser humano a través de las construcciones científicas que este le interpone, a fin de hacerse compatible con ella. No resultan ociosas las siguientes palabras de Bueno, si las enfrentamos a lo que la semiología ha sido y es, y consideramos la decadencia y degradación en que los posestructuralismos han situado a esta disciplina, en lugar de ampliar y enriquecer sus posibilidades metodológicas y científicas[6]:


El destello registrado en el firmamento por el astrónomo es tanto un signo como un hecho. En realidad, los «hechos», sólo cuando se incorporan a un «contexto determinado», por tanto, sólo cuando comienzan a funcionar como signos dentro de ese contexto, alcanzan un significado gnoseológico. Una balanza es también un «aparato simbólico» sin necesidad de ser una frase (Bueno, 1995a: 45).


Otra cuestión enormemente importante en la interpretación científica de la literatura, según la reinterpretación que la Crítica de la razón literaria hace de la teoría del cierre categorial, es la que remite a la distinción entre partes formales y partes materiales de las ciencias.

En el caso de la ontología literaria, serán partes formales aquellos términos determinantes de estructuras o consolidaciones literarias constitutivas partitivamente de un todo o totalidad envolvente, como dos cuartetos y dos tercetos son partes formales de un soneto, como once sílabas métricas son partes formales de un endecasílabo, o como los personajes, el diálogo, las funciones narrativas, el tiempo y el espacio son partes formales de una novela, cuento o relato. A su vez, serán partes materiales de la literatura todos aquellos términos constituyentes partitivamente de entidades sustanciales de la propia literatura, desde los fonemas, morfemas, lexemas, grafías o todo tipo de componentes lingüísticos, por lo que se refiere al texto u obra literaria, hasta el autor, el lector y el intérprete o transductor, en tanto que materiales esenciales suyos, e incluso operatorios, en el caso de estos tres últimos.

Por lo que se refiere a la gnoseología literaria, las partes formales remiten a las diferentes teorías, teoremas y proposiciones, así como a los Principios generales de una Teoría de la Literatura, tal como se han expuesto en el capítulo homónimo de este libro. Una teoría de los géneros literarios, por ejemplo, será siempre una parte esencialmente formal de la Teoría de la Literatura, al postular conceptos como novela autobiográfica, elegía, entremés, comedia lacrimosa o poema épico. Adviértase que los teoremas son figuras gnoseológicas que, en sí mismas, constituyen el núcleo formal de una teoría científica[7]. Las partes formales de las ciencias remiten especialmente al sector esencial o estructural de eje semántico del espacio gnoseológico. A su vez, serán partes materiales de la gnoseología literaria los términos, relaciones y operaciones (eje sintáctico del espacio gnoseológico), así como los referentes y los fenómenos (eje semántico), y todo tipo de aparatos o instrumentos protocientíficos, como puedan serlo un ordenador o un programa informático, al servicio de un estudio estadístico, computacional, lexicográfico, filológico o ecdótico, en la elaboración de una edición crítica o en la fijación textual de una obra literaria a partir de múltiples variantes.

Es muy importante insistir en que los teoremas constituyen las figuras gnoseológicas más importantes de cada ciencia, incluida la Teoría de la Literatura. Los filólogos no están habituados a expresarse, por lo que a la teoría literaria respecta, en términos teoremáticos, pero cuando definen el pentasílabo adónico como un verso de cinco sílabas métricas con acento en primera y en cuarta están formulando un teorema métrico. Del mismo modo, cuando se define el concepto de narrador como aquel personaje que cuenta una historia o fábula, y que podrá ser autodiegético (si es el protagonista), homodiegético (si forma parte de la historia sin ser protagonista) o heterodiegético (si no forma parte de la historia que cuenta), se habla también en términos teoremáticos. Lo mismo cabe decir de la formulación teoremática del concepto de heterónimo, como término que objetiva formalmente la ficcionalización literaria de la persona que lo genera, bajo un nombre que funciona como propio, y que sirve de unidad a las referencias lingüísticas y literarias que se dicen sobre él en una obra literaria, como conjunto de predicados semánticos que lo caracterizan. Es el caso, por ejemplo, de los heterónimos de Lope de Vega (Tomé de Burguillos) o de Fernando Pessoa (Alberto Caeiro, poeta de la naturaleza y las realidades físicas; Ricardo Reis, poeta horaciano y pseudopaganista; y Alvaro de Campos, poeta existencialista, metafísico, precursor de la poesía moderna, de trascendencia resignada…).

Los teoremas permiten establecer identidades sintéticas entre los términos de un campo categorial. He aquí un ejemplo básico y muy claro. Dados los siguientes versos, como fenómenos y referentes literarios,


En tanto que de rosa y azucena
se muestra la color en vuestro gesto


es posible establecer una relación circular de identidad sintética, por un proceso de regresión media genérica, hasta postular la siguiente estructura objetiva:


- o - - - o - - - o -

- o - - - o - - - o -


Estos dos versos iniciales del célebre soneto XXIII de Garcilaso son sendos endecasílabos heroicos. La relación entre los versos, como fenómenos y referentes literarios de naturaleza material, con su objetivación en estructuras métricas definidas formalmente, permite establecer una identidad sintética, esto es, una relación entre la materia literaria (ontología) y la forma métrica que la interpreta (gnoseología). Adviértase que la identidad sintética es resultado de una relación circular, es decir, conjugada, entre la materia y la forma de los componentes científicos, y nunca resultado de una yuxtaposición o coordinación entre ambas (adecuacionismo), y aún menos de una hipóstasis de cada una de ellas por separado (descriptivismo o teoreticismo).

Este procedimiento que aquí se apunta a título de ejemplo es, en esencia, el que utiliza la Teoría de la Literatura para ejercer, como ciencia constructiva o reconstructiva (metodología β-1-I), sus funciones conceptuales en la delimitación formal de los materiales literarios. Se observará que en torno a la idea de identidad sintética gira la objetividad y la sistematicidad de las ciencias.

Así es como una ciencia, de acuerdo con la reinterpretación que la Crítica de la razón literaria hace de la teoría del cierre categorial de Bueno, se constituye a partir de su campo categorial propio, y en concreto a partir de los contextos determinantes o armaduras objetuales, es decir, de los materiales, en sentido estricto, que se configuran en ese campo gnoseológico. Estas armaduras pueden tener relaciones diversas, y pueden organizarse como relaciones de inclusión, intersección y exterioridad, o incluso de oposición, absorción e inserción entre sistemas, así como de descomposición, segregación y deserción, etc. Piénsese que, por ejemplo, en el caso de la Literatura Comparada, son armaduras objetuales o contextos determinantes las obras literarias de partida, sobre las que se plantea la relación de comparación —la Odisea de Homero y el Ulysses de Joyce, por ejemplo—, como materiales literarios de hecho que se toman como referencia de determinados estudios comparativos. Se constatará que la Literatura Comparada procede de acuerdo con los modelos[8], es decir, que establece relaciones a partir de términos [R < T], desde el momento en que la relación comparada entre dos (o más) materiales literarios (la Odisea de Homero y el Ulysses de Joyce) se establece de acuerdo con determinados modelos, criterios solidarizantes o términos contextualizantes, que disponen un contexto determinado o armadura proposicional (la idea de aventura o viaje, la idea de héroe o antihéroe, la idea de regreso, etc.) a partir de un contexto determinante o armadura objetual (la Odisea / el Ulysses) objetivados de hecho en una y otra obra.

Contexto determinante o armadura objetual es un concepto específico de la teoría del cierre categorial, que apela a los componentes materiales de las ciencias. Es un concepto relativamente análogo al de «paradigma», propuesto por Kuhn (1962), pero con importantes diferencias gnoseológicas. Ambos conceptos exigen objetivar el análisis gnoseológico en secuencias o escalas distintas, pero se diferencian entre sí debido a una cualidad gnoseológica muy significativa, que Bueno subraya con energía e insistencia: el concepto buenista de armadura se configura originariamente en el eje semántico (referentes, fenómenos y estructuras esenciales) del espacio gnoseológico, pero el concepto kuhniano de paradigma se sitúa exclusivamente en el eje pragmático (autologismos, dialogismos y normas), lo que en este caso desplaza todo el peso de la actividad científica hacia los contextos de descubrimiento, hacia el momento genético de las ciencias, y no hacia los contextos de justificación, es decir, hacia su desarrollo estructural, en el curso mismo de sus construcciones ontológicas.

Como demuestra el propio Bueno (1992), para Kuhn, el paradigma se delimita por la capacidad «moldeadora», ejemplar, canónica o de referencia, respecto a las operaciones de otros sujetos gnoseológicos. De este modo Kuhn define el paradigma en función de los sujetos, es decir, desde una perspectiva o eje pragmático: «Un paradigma es lo que los miembros de una comunidad científica comparten, y una comunidad científica consiste en el conjunto de los hombres que comparten un paradigma» (apud Bueno, 1992: I, 109). Esto es reducir la actividad científica a un dialogismo, es decir, a un sector del eje pragmático del espacio gnoseológico, ignorando todos los demás. Kuhn delimita su concepto de paradigma desde los criterios de una sociología de la ciencia y de una lógica de la ciencia. Nada menos, pero tampoco nada más. En consecuencia, su concepto de paradigma no puede sustraerse a implicaciones míticas, es decir, a implicaturas no científicas, en las que están muy metidos el yo del investigador (autologismo) y el nosotros de la endogamia científica (dialogismos). El concepto de contexto determinante o armadura objetual, propio de la teoría del cierre categorial de Bueno, aun aceptando implicaciones pragmáticas, se configura originariamente en el eje semántico del espacio gnoseológico, lo que asegura el tránsito circularista del regressus y el progressus de la investigación científica, la neutralización de las operaciones de los sujetos gnoseológicos o intérpretes, y el estatuto científico —y por lo tanto objetivo— de los resultados de la investigación. Kuhn, al lado de Bueno, es sólo un retórico de las ciencias, no un filósofo. Y digámoslo directamente, y sin engaños ni autoengaños: lo importante en una ciencia es la ciencia misma, no las filosofías, ni mucho menos las retóricas, que las preceden, suceden o acompañan.

De un modo u otro, la identidad sintética garantiza el concepto de verdad en las construcciones científicas. La verdad es un concepto categorial, científico, operatorio. Esta es la idea de verdad en la teoría del cierre categorial, que asume la Crítica de la razón literaria. Los teoremas constituyen sistemas de proposiciones basados en identidades sintéticas, en las cuales se objetivan conceptualmente las verdades categoriales de una ciencia. Fuera de una ciencia no hay verdad, sino opinión. Aquí no opinamos sobre literatura, aquí pensamos la literatura en términos objetivos, racionales y científicos.

Se dispone que una categoría está «cerrada» cuando las relaciones entre los términos del campo, en tanto que referentes conceptualizados, no generan —a partir de los fenómenos a los que los científicos se enfrentan en ese momento— nuevas construcciones proposicionales, es decir, no dan lugar a proposiciones nuevas y diferentes a las ya existentes, construidas a partir de los materiales constituyentes del campo categorial o científico y constituidos desde él. Como hemos observado, el campo categorial se amplía sólo cuando se identifican nuevos fenómenos y referentes que dan lugar a nuevos términos, conceptualizables estructuralmente dentro de los límites de la categoría científica de referencia. Las verdades, o son científicas, esto es, categoriales, o no son. No hay verdades fuera de un campo categorial definido. No hay verdades fuera de la ciencia. Al margen de las categorías científicas sólo hay opinión, acaso información, interpretación incluso, pero no verdad. En consecuencia, tal como exige la teoría del cierre categorial de Bueno, una verdad es una identidad sintética resultante de la relación entre referentes, en tanto que términos conceptualizados, dados en un campo categorial y objetivados en una proposición o teorema como figura gnoseológica. La verdad es, pues, siempre una construcción inmanente relativa a un campo categorial definido. Insistimos: no cabe hablar de verdad al margen de una ciencia o campo categorial. La verdad implica siempre una ontología científica, es decir, una interpretación o —mejor— verificación gnoseológica.

No todas las ciencias pueden alcanzar el mismo grado de verdad. Las ciencias demostrativas, como la crítica de la literatura, por ejemplo, cuyo estatuto científico, como metodología β-1-II, es muy bajo, apenas puede generar verdades propias, ante la imposibilidad de reconstruir estructuras objetivas de las que el sujeto operatorio resulte segregado. En su lugar, ha de asumir las verdades categoriales, los conceptos científicos, construidos por la Teoría de la Literatura, como ciencia constructiva o reconstructiva, cuyo estatuto científico, como metodología β-1-I, permite, mediante regresión media genérica, construir estructuras objetivas resultantes de la neutralización del sujeto operatorio. Quede claro, pues, que no todas las ciencias alcanzan el mismo grado o umbral de verdad, determinada, en suma, esta idea de verdad por la noción misma de identidad sintética, que exige la absoluta neutralización o segregación del ser humano como sujeto operatorio dado en la inmanencia de un campo categorial o científico. Y ha de quedar claro, también, que una misma ciencia no siempre mantiene el mismo grado de verdad en todos y cada uno de sus procesos de regreso y de progreso en la interpretación y verificación de sus materiales científicos, porque una misma ciencia utiliza diferentes estadios o metodologías, desde la alfa 1 hasta la beta 2, en prácticamente todos sus procedimientos operatorios.

Por otro lado, la verdad no se plantea en las categorías científicas siempre en términos absolutos, sino relativos: pero relativos en tanto que son resultado de relaciones entre términos y conceptos categoriales, nunca en sentido de indeterminación, limitación o suspensión en el juicio. Las relaciones científicas no son nunca relaciones indefinidas, infinitas, indeterminadas e inconmensurables, y mucho menos aún metafísicas, exclusivamente formales o simplemente imaginarias, sino todo lo contrario, son relaciones categoriales, esto es, sistemáticas y racionales, corpóreas y operatorias. La teoría del cierre categorial es relativa, pero no relativista, y es relativa porque se basa precisamente en el concepto mismo de relación lógica y operatoria entre términos categoriales o científicos, esto es, en el concepto de symploké, figura gnoseológica por excelencia de la idea de correspondencia, imbricación y correlación racional y lógica entre las partes que atributivamente constituyen una totalidad, en este caso, una totalidad o categoría científica.

En consecuencia, la verdad es siempre un predicado especial, específico, exclusivo incluso de cada ciencia o categoría particular. Esto significa que la verdad es siempre relativa —porque se justifica por relación— a una ciencia o campo categorial específico o especial, nunca genérico ni generalista. Las ciencias son construcciones particulares, partitivas, específicas, de la realidad, no genéricas ni cogenéricas. Dos ciencias diferentes no pueden tener el mismo campo gnoseológico o categorial de investigación. Dos o más ciencias diferentes no pueden compartir una misma categoría metaméricamente, como totalidad enteriza al cien por cien, diríamos—, sino que sólo podrán compartir términos que cada ciencia conceptualizará de acuerdo con su propio espacio gnoseológico y exigencias categoriales[9]. El ser humano es un término del campo categorial de la Historia, y también del campo categorial de la antropología, del Derecho y de la Teoría de la Literatura. Pero en cada una de estas ciencias posee su propio estatuto gnoseológico, en primer lugar, porque el ser humano no es objeto de estudio ni específico ni exclusivo de cada una de estas ciencias, sino que es un término más dado entre los términos de cada uno de estos campos categoriales, y, en segundo lugar, porque en cada una de estas ciencias el concepto mismo de ser humano es completamente diferente desde el momento en que está conceptualizado y categorizado de forma diferente. Napoleón no tiene el mismo valor en Derecho que en Teoría de la Literatura, ni su interés o contenido antropológico es el mismo en Historia que en medicina o en lingüística textual. Cada ciencia conceptualiza sus propios términos con arreglo a las exigencias específicas de sus propios campos categoriales. No hay que confundir la gnoseología general, o teoría general de la ciencia, como lo es de hecho la teoría del cierre categorial desde el materialismo filosófico como sistema de pensamiento, con la gnoseología especial, o teoría específica de cada ciencia en particular, como pueden serlo la Teoría de la Literatura, el Derecho Internacional Público o la Lingüística Estructural[10].

La esencia de la verdad, siempre categorial o científica, está en la identidad sintética. Como advierte Bueno (1992, I), si la ciencia es construcción, es decir, formalización construida con determinados materiales, la verdad científica habrá de ser un predicado que exprese formalmente la determinación inmanente de esa construcción material en cuanto tal. Ahora bien, como señala Bueno, la identidad tiende a interpretarse desde criterios analíticos, es decir, se la presenta como identidad analítica (A = A). Ésta es una orientación fuertemente epistemológica, psicológica, y también retórica, y desde un punto de vista gnoseológico resulta totalmente impugnable. En el colmo de la degradación abusiva del enfoque analítico, la posmodernidad usa el término identidad para designar la autorrepresentación sensible y fenomenológica de un grupo humano que pretende afirmarse a sí mismo frente a otros grupos, cuando entre ellos no cabe plantear ninguna diferencia esencial ni estructural, sino simplemente accidental y sensorial, como pueda ser el color de ojos o de piel (blanco / negro), las diferencias dialectales respecto a una lengua común como el latín (catalán / portugués), o las alternativas fideístas a la hora de dirigirse a la misma idea de Dios (catolicismo / protestantismo / anglicanismo). Este uso del término identidad, un uso no gnoseológico, ni categorial, ni científico, sino simplemente emotivo y psicologista, sociológico y a veces hasta paranormal, en virtud del cual alguien se puede «sentir» español, celta o gilipollas, según el contexto, es característico de la posmodernidad. La identidad, en este sentido deturpado y retórico, queda reducida a una cuestión de sentimiento, de modo que uno —o una— puede sentirse extraterrestre siendo hombre o mujer, puede sentirse Napoleón siendo una persona de apariencia normal, o puede sentirse neandertal siendo gijonés. Todo esto son ridiculices, desde el momento en que categorías como Estado, nación, sexo, geografía o Historia, no son cuestión de sentimiento, sino de biología o de documentación o indocumentación jurídica. El ser no es una cuestión de sentimiento. No se es lo que se siente, sino lo que se hace. No se puede reducir, ni por decreto ley, la ontología a psicología, ni la ontología a filología. El ser es operatorio, material y corpóreo, y no algo que pueda reducirse acríticamente a un sentimiento individual, colectivo o, simplemente, de moda. Para ser millonario no basta con sentirse millonario: para ser millonario hay que tener millones. Para ser español no es necesario sentirse español: basta tener un DNI o un pasaporte español. Lo demás es retórica y publicidad (o ideología de circunstancias, valga la redundancia).

En suma, todo procedimiento analítico —como la idea misma de identidad analítica— toma como punto de partida aquello que busca, y lo plantea como algo admitido y presupuesto, a fin de alcanzar, tras diferentes consecuencias, un resultado que nos sitúa ante el mismo punto de partida, porque en realidad es el mismo punto de partida: su recursiva petición de principio. En tales supuestos, el concepto de análisis se desarrolla en un nivel formalmente proposicional autológico y recurrente. Es un método que parte de algo previamente admitido y postulado, y que formula consecuencias para proponer verdades formales, siguiendo el conocido esquema hipotético-deductivo de articular proposiciones derivándolas de principios. Frente a la síntesis dialéctica, el análisis —la reducción a la identidad analítica— busca su propio resultado por la vía de la deducción propia. Sin embargo, frente al procedimiento analítico, el método dialéctico no parte de la proposición que se va a demostrar, sino de aquella que se pretende refutar. No parte de lo que se afirma, sino de lo que se niega. Su premisa es el enfrentamiento desde la negación de la tesis. Y se encamina conflictivamente hacia la síntesis a través de la crítica. Piénsese que la mayor parte de las teorías literarias son analíticas en todas sus manifestaciones. Jamás se han enfrentado científicamente a nada. Son expositivas, afirmativas, declarativas. Y acríticas. Eluden la crítica y evitan la dialéctica. Se acogen, como si algo así fuera una virtud, a una suerte de diálogo, eclecticismo o incluso consenso. Sólo las corrientes posmodernas se jactan de su oposición a determinadas cuestiones, que nada tienen que ver con las ciencias, sino con las ideologías. Muchas de estas teorías literarias, en realidad pseudoteorías, como el feminismo, por ejemplo, operan como sistemas de creencias sociales e imperativos políticos, pero no como sistemas gnoseológicos de conocimiento crítico. Incluso actúan política, social y académicamente con competencias intimidatorias, pero no científicas. Son discursos en los que la ciencia está reemplazada por la ideología social y la mitología sexual. Lo que sin embargo no deja de ser sorprendente es la obsecuencia, cuando no cobardía y amancebamiento, del mundo académico y universitario actuales para no plantarse —ni enfrentarse— jamás ante semejantes ideologías y mitologías, en muchos casos extraordinariamente aberrantes.

De un modo u otro, según Bueno, el concepto kantiano de análisis, así como también el de síntesis, proceden gnoseológicamente de la química antes que de las matemáticas. Ahora bien, «proceder un concepto de algo» no equivale a «reducirlo a su origen», como advierte el propio Bueno. Para el artífice de la teoría del cierre categorial, en el plano lógico hay juicios analíticos, sin duda, pero sólo como límite dialéctico de los juicios sintéticos. Porque todo juicio es sintético por su propia naturaleza, y lo es desde su génesis, desde el momento en que para su constitución requiere siempre una síntesis de operaciones: sólo en el plano estructural o formal puede darse como límite, como ideal, el concepto de un juicio analítico. La identidad analítica (A = A) se nos ofrece como la relación simple de un término consigo mismo. Es la recursividad autológica.

Bueno insiste una y otra vez en que la posibilidad de una identidad analítica no es compatible con la de una identidad sintética, porque en tal supuesto se rompe la idea misma de identidad, dado que en el primer caso (identidad analítica) aplicamos la reflexividad como contenido necesario, mientras que en el segundo caso (identidad sintética) la negamos. La idea de identidad basada en la idea de reflexividad absoluta o simple es una idea metafísica (Bueno, 1992, I). Por eso cabe afirmar que, realmente, toda identidad es sintética, porque toda identidad es siempre el resultado de una síntesis operatoria. En consecuencia, no se puede basar la idea de identidad en la idea de reflexividad. La identidad sintética «contiene siempre una identidad sustancial»[11], que no es ni simple ni inmediata, sino que se establece a través de predicados (de partes de un todo), que a veces no tienen ni siquiera identidad esencial[12].

Llegados a este punto de la exposición de la idea crítica de identidad, procede citar a Bueno muy por lo menudo y en detalle, y examinar con atención sus afirmaciones.

En primer lugar, diremos que Bueno distingue entre dos formas de considerar la identidad: como esencia y como sustancia. La identidad esencial, por sí sola, remite a la idea de igualdad. No se dice que el triángulo equilátero tenga tres lados idénticos, sino que tiene tres lados iguales. Bueno demuestra que la igualdad exige cumplir con condiciones de simetría, transitividad y equivalencia. La igualdad es, pues, propiedad de relaciones (o conjuntos de propiedades de relaciones). Por otro lado, ha de quedar claro que la identidad sintética incluye la idea de identidad sustancial, y no excluye la idea de identidad esencial. Porque la identidad sintética no es propiamente relación entre dos sustancias, sino entre partes de la misma sustancia (o entre las partes y una sustancia que las envuelve).

En segundo lugar, Bueno afirma que la idea de verdad implica la idea de identidad sintética, pero no a la inversa, porque no toda identidad sintética constituye una verdad. Esto se debe a que hay varios tipos de identidades sintéticas, que pueden reducirse básicamente a dos:


a) Identidades sintéticas esquemáticas (o esquemas de identidad), que son resultado de operaciones. Bueno las denomina configuraciones.

b) Identidades sintéticas sistemáticas, que son resultado de relaciones, y adquieren un formato propio de relaciones de identidad esencial (igualdad interna) o sustancial. Bueno se refiere a ellas como identidades proposicionales.


En consecuencia, Bueno postula que la verdad científica está asociada a las identidades sustanciales o sistemáticas —resultantes de relaciones—, y no a las identidades esquemáticas —resultantes de operaciones—, si bien no considera a estas últimas completamente independientes de las primeras.

Y Bueno pone como ejemplo un teorema geométrico. Es el teorema del área del círculo (S = π · r2), al que examina según los cuatro modos gnoseológicos de conocimiento trascendente (descriptivismo, teoreticismo, adecuacionismo y circularismo). Cito sintéticamente las conclusiones de Bueno:


1. El descriptivismo, en realidad, eclipsa la estructura de la identidad que constituye la verdad de la relación.

2. El teoreticismo se esforzará —sin éxito— por disociar la fórmula S = π · r2 y su predicado determinante. La verdad dependerá de cómo la regla se aplique en cada caso.

3. El adecuacionismo insistirá en disociar o desdoblar la realidad a la que se refiere el teorema en dos planos: 1) el que contiene al «círculo algebraico» y 2) el que contiene al «círculo gráfico». La circunferencia y el redondel, diríamos. Y a continuación el adecuacionismo establecerá una relación de correspondencia isológica entre ambos. Pero el adecuacionismo se ve obligado a ignorar un hecho capital: que la fórmula algebraica procede del propio círculo gráfico, y que no puede desconectarse de los círculos fenomenológicos, a partir de los cuales se establece.

4. El circularismo, por su parte, advierte que la verdad de la fórmula S = π · r2 se nos manifiesta como una identidad sintética, la cual no se establece entre dos términos (como si fuera una relación binaria, una coordinación o una yuxtaposición), ni se expresa en una proposición aislada (del tipo una redonda equivale a 64 semifusas), sino que se plantea como un teorema, es decir, como una figura gnoseológica que remite formalmente a un hecho material.


Nótese cómo en un teorema están implicados todos los ejes y sectores del espacio gnoseológico: términos, relaciones y operaciones (sintaxis); referentes, fenómenos y estructuras o esencias (semántica); y autologismos, dialogismos y normas (pragmática).

Las verdades fenomenológicas remiten a verdades más profundas, a verdades cuya explicación exige configurarse según estructuras esenciales, que será preciso determinar mediante procesos de regresión genérica. Toda verdad fenomenológica exige inmanentemente un regressus genérico hacia sus fundamentos esenciales y conceptuales. Sólo así podemos distinguir un redondel de una circunferencia, es decir, un fenómeno (gráfico) de un concepto (geométrico), del mismo modo que los versos iniciales del soneto XXIII de Garcilaso exigen y permiten una formalización métrica que los objetiva materialmente como endecasílabos heroicos:


En tanto que de rosa y azucena
se muestra la color en vuestro gesto

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En el tránsito del regressus y del progressus se determinan y objetivan los umbrales o grados de verdad que pueden alcanzar las diferentes ciencias. Como hemos dicho anteriormente, estos grados, que Bueno denomina «franjas de verdad», no son absolutos, ni iguales en todas las ciencias, pues dependen de los recursos de los que cada una de ellas dispone para neutralizar las operaciones del sujeto gnoseológico, es decir, dependen de los estadios científicos o metodologías con las que operan, desde las alfa 1 hasta las beta 2. De más a menos, el orden de las ciencias, según su potencia de neutralización del sujeto, es el siguiente:


1. Ciencias naturales: carecen de sujetos operatorios en sus campos gnoseológicos, por lo que no necesitan neutralizarlos (metodologías α-1).

2. Ciencias computacionales: neutralización por progresión media genérica (metodologías α-2-I).

3. Ciencias estructurales: neutralización por progresión media específica (metodologías α-2-II).

4. Ciencias constructivas o reconstructivas: neutralización por regresión media genérica (metodologías β-1-I).

5. Ciencias demostrativas: imposibilidad de neutralización absoluta del sujeto (metodologías β-1-II).

6. Ciencias políticas: imposibilidad absoluta de neutralización del sujeto (metodologías β-2).


De este modo, la concepción de la verdad científica como identidad sintética (sistemática) remite a una idea de verdad que, lejos de ser rígida o unívoca, admite franjas de verdad (Bueno) o umbrales y grados de verdad. La identidad sintética no es nunca una «relación exenta», dirá Bueno, sino que está inserta en un complejo sistema de términos, relaciones y operaciones, dados en los planos fenomenológico, referencial y esencial (o sustancial) del espacio gnoseológico.

Hay ocasiones en los que el grado de profundidad, implicación o conexión de la identidad sintética en los contextos determinantes es muy limitada. Cuando la determinación de la identidad es mínima, o nula, es decir, cuando las identidades sustanciales se debilitan o transforman en relaciones meramente formales o analógicas, el razonamiento procederá por analogía, sin posibilidad de un cierre genuino. En tales casos, las construcciones científicas tendrán que expresarse mediante construcciones filosóficas. Así es como la Teoría de la Literatura se subroga, en determinados contextos, por la crítica de la literatura. Por esta razón hablamos de la Teoría de la Literatura como ciencia constructiva o reconstructiva (metodología β-1-I) y de la crítica de la literatura como ciencia demostrativa (metodología β-1-II), y hemos de reconocer que su capacidad científica, como crítica de los materiales literarios, es mínima, razón por la cual la crítica literaria es más una filosofía que una ciencia. La parte científica de la crítica de la literatura pertenece a la Teoría de la Literatura. Los conceptos con los que trabaja la crítica literaria son obra de la teoría literaria.

Una última cuestión atinente a la idea de identidad sintética es la relativa al lugar de la verdad en las ciencias. Nos referimos a un lugar físico, corpóreo, operatorio, no a un escenario imaginario o metafísico. Bueno se ha preocupado mucho de insistir en que las verdades científicas tienen un lugar, un locus. Y también un tiempo, un tempus. No son, de hecho, concebibles al margen de un cronotopo. Las verdades tienen un determinado radio temporal y espacial. La verdad «Cesar cruzó el Rubicón en el 49 antes de nuestra Era» es temporal y espacial. Las verdades no pueden ser ni utópicas ni ucrónicas, es decir, no pueden no estar en ninguna parte y no existir fuera del tiempo. Las verdades han de ser y han de estar en el tiempo y en el espacio. Han de ser topológicas y cronológicas. Han de poseer un topos y un cronos.

Ante este tipo de exigencia gnoseológica, de naturaleza cronotópica, cada ciencia da su respuesta, en la que de forma indisimulada se delatan sus respectivas posiciones y posibilidades interpretativas. Evidentemente, cuando la respuesta a esta pregunta acerca del tiempo y el espacio de la verdad científica se sitúa en un período y en un lugar ajenos a la Historia y a la geografía humanas es porque, con toda probabilidad, el ser humano se mueve en un ámbito metafísico, mitológico o imaginario, y en absoluto científico. Esto explica que los orígenes de un Estado o sociedad política no puedan situarse, como hacen frecuentemente los nacionalismos e indigenismos, en un espacio legendario y un tiempo mítico. Tampoco la literatura, ni su genealogía, pueden emplazarse en un escenario mitológico e irreal, sino terrenal y humano. 

El idealismo, desde criterios subjetivos, sitúa el cronotopo de la verdad científica en el sujeto humano, como hecho de conciencia. Es el postulado epistemológico en virtud del cual la verdad es una construcción subjetiva. El naturalismo, por su parte, desde criterios objetivos, situará este cronotopo en la naturaleza, espacio en el que residiría la verdad. Esta concepción, advierte Bueno, es responsable de que la física sea verdadera para Aristóteles, en tanto que el mundo natural es eterno y necesario, y también para Newton, en tanto que el mundo natural se organiza mediante leyes mecánicas, invariables y también eternas. Los nacionalismos posmodernos, de raíces posrománticas, sitúan el origen de los pueblos de los que pretenden apoderarse en genealogías mitológicas, incapaces de explicarse en términos históricos y racionales, porque por su propia naturaleza ficticia y legendaria no pertenecen a la Historia, sino a la mitología, y no se corresponden con una geografía, sino con una topología imaginaria y fabulosa. El feminismo, a su vez, apela a una literatura esencialmente de mujer —aunque prefiere usar el plural, a fin de acaparar a la totalidad de las mujeres, sin excepción, como si algo así fuera posible—, y habla de una literatura de mujeres, cuyo origen se esfuerza por ubicar en una suerte de metafísica sexual, simbólica y tropológica, que resulta mancillada y deturpada en la medida en que se ve sometida a la interpretación masculina, siempre impuesta de forma dominante y violenta, o a la interpretación de mujeres que no comparten los dogmas del tales o cuales feminismos. Las religiones teológicas o terciarias, por su parte, situarán la verdad en una metafísica confesional, con la que también se identificarán aquellos autores y obras literarias que tomen como premisa o consecuencia semejantes criterios religiosos, como ha sido el caso de Dante, Berceo, Jorge Manrique, Juan de la Cruz, Calderón o Milton. Todas estas formas de ubicación cronotópica de la verdad postulan un tiempo y un espacio metafísicos, ajenos a un espacio antropológico y a un espacio gnoseológico. Se implantarían en una suerte de ontología general (M) sin posibilidad alguna de acceso o de progreso a una ontología especial (Mi), es decir, se afincarían en la metafísica de un Mundo absolutamente irrecuperable en el contexto de un Mundo interpretado, terrenal y humano. No cabe hablar de ciencia en tales supuestos, sino de teología, nihilismo o simbolismo ideológico.

La teoría del cierre categorial exige una respuesta mucho más precisa a la pregunta sobre el tiempo y el espacio de la verdad en la investigación científica. La verdad, como identidad sintética, no se construye en el sujeto, como piensa epistemológicamente el idealismo subjetivo (Kant, 1781), ni en la naturaleza, como postula el realismo epistemológico (Aristóteles, Física), sino en un campo gnoseológico, es decir, en la conjugación o interrelación entre componentes materiales y componentes formales de las ciencias (Bueno, 1992). Este espacio, o campo gnoseológico, en el que tiene lugar y curso la construcción de la verdad, como identidad sintética, se desarrolla mediante la configuración de armaduras objetuales y contextos determinantes. Convendrá, por lo tanto, distinguir los cursos, intervalos o períodos, de construcción de estas verdades sintéticas.

Ante todo, hemos de remitirnos al concepto mismo de espacio gnoseológico de Bueno, que desde la Crítica de la razón literaria hemos reinterpretado desde las exigencias de la literatura. Las primeras expresiones y manifestaciones de una identidad sintética tienen su lugar y su momento, esto es, su génesis nuclear, en una franja fenomenológica (sector fenoménico del eje semántico del espacio gnoseológico). La teoría del cierre categorial comienza, pues, por preguntarse por el cronotopo originario y genuino de la verdad, lugar primigenio y curso principal que corresponde al momento nuclear de la verdad como identidad sintética, es decir, que la pregunta que hay que formular es la siguiente: ¿cuál es el territorio original y el momento emergente de la verdad? Este lugar será fenomenológico y físico, porque sólo puede tener lugar en el mundo físico, terrenal y humano, esto es, en el Mundo de los sentidos o mundo corpóreo y operatorio de las interpretaciones (Mi), y no en un mundo metafísico, espiritual o incorpóreo. Y será un lugar y un momento diferente del cronotopo posterior, en el que la estructura o cuerpo de la identidad sintética se haya desarrollado gnoseológicamente, bien por progressus hacia sus confirmaciones fenoménicas (ciencias computacionales [α-2-I] y estructurales [α-2-II]), bien por regressus hacia sus formalizaciones estructurales o esenciales (ciencias constructivas o reconstructivas [β-1-I] y, en sus intentos explicativos, ciencias demostrativas [β-1-II]). Porque la estructura de la identidad sintética desborda la génesis o núcleo de lo que fue en un principio esa identidad sintética. El lugar estructural de la verdad rebasa, por su desarrollo corporal, a lo largo de un curso, el momento y espacio nucleares y primigenios de la verdad. El cuerpo o estructura de la identidad sintética habrá de contraponerse al núcleo o génesis de la identidad sintética. Esta contraposición, esta ida y vuelta de la estructura a la génesis, del cuerpo al núcleo, de la esencia formal al fenómeno físico, exige cumplir con los procesos de regressus y progressus en los que se fundamenta toda dialéctica, toda crítica, todo circularismo, característicos de una filosofía digna de este nombre, desde Platón y su libro VII de la República hasta Bueno y su teoría del cierre categorial.

Una teoría científica comporta siempre la posibilidad de un regressus hacia los principios y los conceptos esenciales, así como un progressus hacia los campos fenoménicos. En consecuencia, el cronotopo de la verdad no será pues un lugar estático ni un tiempo cíclico, como pueda serlo el corte o paradigma de su espacio originario o momento nuclear, sino un espacio dinámico y un tiempo en curso, sin límite previsto, esto es, un cronotopo gnoseológico, cuyo cuerpo o estructura se desarrolla en la medida en que se estructuran y despliegan sus posibilidades ontológicas de construcción categorial, mediante armaduras objetuales y contextos determinantes. La verdad no ocupa jamás lugares definitivos ni períodos estancos. La Historia de una ciencia no tiene fin, porque nunca puede declararse definitivamente concluida, del mismo modo que la geografía de una ciencia no está nunca clausurada, aunque siempre esté delimitada, como tampoco está clausurado jamás su campo categorial[13]. De ahí que los conceptos de «cierre» y de «categoría» sean más indicativos y teoreticistas que efectivos y operatorios. La teoría del cierre categorial, en muchos aspectos, está determinada por una concepción excesivamente formalista de la filosofía.

En consecuencia, la respuesta gnoseológica más precisa posible a la pregunta por el lugar y el curso de la verdad es aquella que sitúa la construcción de la verdad científica, como identidad sintética, en la armadura objetual o contexto determinante del campo gnoseológico de una ciencia dada, es decir, la que implanta el punto de partida de toda investigación científica en las partes materiales de las ciencias. De este modo, la construcción de la verdad científica no compromete al sujeto, ni a la Humanidad, ni al Universo, ni a Dios, ni a la naturaleza, ni a una idea metafísica de mujer o de nación, porque las ciencias y las construcciones científicas sólo se comprometen con los materiales y las formas de su campo gnoseológico. La ciencia es una ontología en curso incesante de construcción gnoseológica. Hablar de cierre es incurrir en formalismo y limitar las ciencias a categorías es ignorar las causalidades políticas y las consecuencias institucionales de la operatoriedad de cada ciencia, porque las ciencias son ciencias no tanto por ser categoriales, sino por ser metodologías. Dicho de otro modo y con mayor precisión: por ser cada una de las ciencias un complejo sistema de metodologías que atraviesan operatoriamente varias categorías. Una afirmación esta última que, como explicamos en el capítulo siguiente, ya nos sitúa más allá de la teoría del cierre categorial de Bueno.


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NOTAS

[1] Ha de advertirse que nuestra interpretación crítica de la filosofía de Bueno es resultado de una actividad académica, universitaria y profesional, que siempre hemos desarrollado de forma voluntaria, libre e independiente, y que no guarda ninguna relación con los diferentes conflictos y polémicas que de forma habitual diversos buenistas mantienen entre sí. Vid. Camprubí Bueno y Pérez Jara (2022).

[2] Sobre este conjunto de enfoques científicos, vid. Bueno (1992: I, 229-366).

[3] Sobre estas cuestiones vid. especialmente Bueno (1995a; 1992, I).

[4] Ni siquiera la matemática puede considerarse desde la teoría del cierre categorial como una ciencia reducida a mero lenguaje o a un simple o complejo teoreticismo: «Cuando se interpreta el método matemático como un método universal, aplicable a todas las ciencias, tampoco cabe hablar de un método formal, puesto que las matemáticas constituyen una materialidad precisa» (Bueno, 1992: I, 145).

[5] «Los signos parecen, pues, intercalados en el propio proceso cooperativo y operativo pero muy especialmente los signos lingüísticos. Y ello aunque no sea más que porque el lenguaje humano (originariamente un lenguaje fonético y, a partir de él, alfabético) es, él mismo, un sistema operatoriamente (cooperatoriamente, dialógicamente) realizado, una suerte de álgebra, que aproxima de un modo sorprendente el lenguaje humano, en general (cualquiera que sean sus contenidos), a la actividad científica misma» (Bueno, 1982a: 128).

[6] Para una interpretación sobre la recuperación de la semiótica desde los presupuestos de la Crítica de la razón literaria, vid. Maestro (2002).

[7] Como sabemos (Bueno, 1985, 1996), además de las teorías científicas, cabe hablar de las teorías filosóficas y teológicas. En estas últimas, según Bueno, no es posible hablar de teoremas, sino te tesis. Hay tesis filosóficas y teológicas, pero no teoremas filosóficos o teológicos.

[8] Como se ha expuesto anteriormente, los modelos son modos gnoseológicos inmanentes de conocimiento literario, junto con las definiciones, las clasificaciones y las demostraciones. La Teoría de la Literatura opera de acuerdo con las definiciones o procedimientos determinantes; la teoría de los géneros literarios sigue el criterio de las clasificaciones, como procedimientos estructurantes o constituyentes; y la crítica de la literatura se desarrolla conforme al modus operandi de las demostraciones, como procedimientos predicativos, explicativos, descriptivos. La Literatura Comparada, en su caso, actúa según los modelos, o procedimientos gnoseológicos de naturaleza solidarizante o contextualizante.

[9] Nos enfrentamos aquí a lo que Bueno ha denominado dialéctica de las ciencias entre sí. Las diferentes ciencias que se van construyendo a lo largo de la historia del saber humano no se organizan pacífica o armoniosamente unas al lado de las otras, ni se relacionan unas con otras, conservando intactos su soberanía y dominios cognoscitivos. Todo lo contrario: las relaciones entre las diferentes ciencias son constantes, beligerantes y conflictivas. La interdisciplinariedad no se da bajo la forma de una armonía de las distintas ramas del saber, sino desde la forma de una competencia por el dominio del conocimiento y por el control de la construcción de la realidad, desde las pretensiones de una sistematización gnoseológica de los saberes humanos y desde el afán por un dominio operatorio de las actividades científicas. Toda interacción implica y exige arriesgar la propia autonomía. Toda cooperación gnoseológica es un riesgo para cada ciencia particular, que se expone a quedar reducida, absorbida o controlada por otras: desde el momento en que la química comienza a cooperar con la biología —advierte Bueno (1992: I, 225)— se abre la posibilidad de reduccionismo bioquímico. Las ciencias pueden degenerar de este modo en dialécticas falsas: desde el momento en que la Teoría de la Literatura se pone al servicio de una ideología, como el feminismo, acepta la existencia de la falsa dialéctica que opondría el Hombre a la Mujer (cuando Hombre y Mujer son conceptos conjugados, no dialécticos), es decir, de una dialéctica hormonal y genital, y absurda, por imposible.

[10] Sobre las diferencias y exigencias entre gnoseología general y gnoseología especial, vid. Bueno (1992, II: 275-292).

[11] Véase al respecto la entrada 210 del Diccionario filosófico. Manual de materialismo filosófico. Una introducción analítica, sobre la Teoría filosófica (gnoseológica) de la ciencia, y las nociones de Identidad analítica / Identidad sintética / Juicios analíticos / Juicios sintéticos (García Sierra, 2000).

[12] Piénsese en el ejemplo que aduce Bueno (1992, I) en su exposición, que aquí sintetizo: hay predicados que no son idénticos («estrella de la mañana» y «estrella de la tarde»), aunque tienen el mismo referente («Venus»).

[13] Bueno también ha planteado esta cuestión como un epígrafe específico de la dialéctica de las ciencias, por lo que se refiere a la dialéctica de una ciencia consigo misma. En este sentido, Bueno reitera que la historia de una ciencia no tiene fin. Nunca puede darse por clausurada. De ahí que el concepto de cierre categorial resulte muy discutible, incluso desde los parámetros de la propia filosofía buenista. En primer lugar, porque una ciencia «no puede constituirse plena e íntegramente de una sola vez, en un instante» (Bueno, 1992: I, 224). De lo cual deducimos que este cierre es realmente circunstancial y, sobre todo, teoreticista. Algo así puede ocurrir con determinadas construcciones tecnológicas conceptualmente clausuradas —basales, diríamos—, como la rueda o el libro, el reloj de pulsera o la acuñación de moneda, el automóvil o el anillo digital. Pero nunca con las ciencias, que son construcciones abiertas de sistemas cerrados, y jamás clausurados. Entonces, ¿cómo seguir hablando de cierre categorial más allá de una perspectiva teoreticista? No es cierto, como afirma Kant —y Bueno rebate—, que la geometría no haya dado un paso desde Euclides. Lo que sucede es que el orden axiomático de los contenidos científicos no es siempre el mismo que el orden histórico de la aparición de los teoremas (vid. Bueno, 1992: I, 220 ss). La idea de las revoluciones científicas, tan popularizada por Kuhn, es en gran medida engañosa y fraudulenta. En segundo lugar, diremos que una ciencia no puede clausurarse nunca, porque el concepto de una historia interna y gnoseológica de una ciencia comprende sobre todo los episodios estrictamente dialécticos —Bueno ha insistido mucho en esto—, que dan cuenta de sus contradicciones y de sus autolimitaciones, es decir, de sus crisis y lisis, y de la necesidad, por consiguiente, de regresar hacia otras capas de su campo, regressus que, con frecuencia, puede dar lugar a la aparición de nuevas ciencias y construcciones gnoseológicas. Léase a Bueno: «La revolución científica newtoniana, si verdaderamente fue una revolución, consistió en utilizar modelos físicos —no sólo matemáticos, puesto que implican el tiempo—, tales que, insertados en los fenómenos, instauraron el proceso cerrado de una nueva ciencia» (Bueno, 1992: I, 223). Estamos de acuerdo con Bueno en este punto, pero, precisamente por eso, no es posible aceptar el concepto de cierre categorial sino desde presupuestos circunstanciales, teoreticistas y provisionales. En realidad, las ciencias sólo se cierran en teoría, no en las operaciones prácticas, lo cual supone que el concepto mismo de categoría, absolutamente esencial en la teoría del cierre categorial, no puede tomarse como unidad de referencia estable. En este sentido puede ocurrir que la teoría del cierre categorial resulte mucho más esencialista, teoreticista y formalista de lo que se supone, dado que sus conceptos básicos, el cierre y la categoría, son, respectivamente, inestable, el primero, e indefinido, el segundo. De estas cuestiones nos ocupamos en el capítulo siguiente, «Más allá de la teoría del cierre categorial».






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «La Teoría de la Literatura como ciencia categorial de la literatura», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (III, 5.6.3), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



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La Teoría de la Literatura frente a la teoría del cierre categorial




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Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria