V, 4.7 - El silencio de la democracia ante la destrucción posmoderna de la Libertad de Cátedra en la Universidad actual

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





El silencio de la democracia ante la destrucción posmoderna de la Libertad de Cátedra en la Universidad actual


Referencia V, 4.7


Crítica de la razón literaria Jesús G. Maestro

Como todo el mundo sabe, la denominada Libertad de Cátedra es un concepto que apela al derecho de los miembros de una institución académica para desarrollar de forma racional y libre su investigación científica y crítica, frente al poder de leyes coercitivas procedentes de instituciones ajenas al mundo académico. Pero no procedentes del propio mundo académico. Y aquí reside precisamente, en nuestros días, el Talón de Aquiles de esta ley[1].

El principal enemigo de la Libertad de Cátedra no está ya fuera de la Universidad, sino dentro de ella. Los enemigos de la Universidad están dentro de la Universidad, y son enemigos muy democráticos: están gestionándola. Y son, indudablemente, los administradores de su libertad. De una libertad que cada día es menos científica y más burocrática. Y la libertad burocrática es como la libertad religiosa: una contradicción entre sus propios términos. Sorprende, por todo ello, que la democracia sirva obsecuentemente a esta progresiva falta de libertad en el ejercicio democrático de la actividad universitaria.

Ocurre además, en nuestros días, que fuera de la Universidad hay más libertad que dentro de ella. Tradicionalmente se presentaban las cosas justo al revés: amparada por la Libertad de Cátedra, desde la Universidad se hacía creer que en ella había más libertad, mejores conocimientos, que fuera de ella, más calidad de pensamiento que en el resto de la sociedad. Lo cierto es que en la Universidad nunca ha habido demasiada libertad para nada. Jamás. La libertad universitaria es un mito. Y lo ha sido siempre. Como un mito es también la idea de Universidad como lugar de sabiduría y conocimientos y, sobre todo, de crítica. Quien habla de la Universidad como de una institución en la que se ejerce la crítica no tiene ni idea de lo que es una Universidad.

La Universidad es una institución conservadora, proteccionista y endogámica ―fuera de España la endogamia es temporal, no espacial―, muy impermeable a la sociedad, enclaustrada sobre sí misma y extremadamente recelosa de toda relación con el exterior: nunca jamás ha estado en la vanguardia, a veces ni siquiera en la retaguardia, de ningún tipo de crítica. No conviene confundir una, o dos, o trescientas, revueltas o fiestas callejeras con lo que realmente sucede dentro de una Universidad.

No deja de ser curioso que, al menos en el ámbito de las Letras universitarias, de sus antiguas Facultades de Letras, hoy sucedáneos de lo que fueron en el pasado, la mayor parte del profesorado, que cita y estudia a posmodernos como Foucault, y que con él condenan los instrumentos y procedimientos represores del poder, sean precisamente, irónicamente, o no sabré ya cómo decir, quienes ejercen con devota minuciosidad y entrega cotidiana esa represión que en teoría dicen condenar. Hoy son los propios profesores de Universidad quienes voluntariamente sirven al poder político que reprime esa Libertad de Cátedra, una libertad democrática que ellos mismos, como docentes e investigadores, deberían preservar, y sin embargo persiguen, limitan y extirpan. Al profesor de Universidad le gusta cada día más —mucho más— el poder de la burocracia que la libertad de la ciencia. Y a la democracia posmoderna le ocurre lo mismo. La una es placenta del otro.

¿Cómo se sirve a este poder político y burocrático? Pues es muy evidente: se prestan de forma libre y voluntaria a ser administradores de la Universidad, rectores de ella, decanos, directores de departamento, coordinadores de grado, secretarios de departamento, etc. Nadie está obligado a desempeñar esos puestos por iniciativa propia —cuestión diferente es ocuparlos bajo imperativo legal inapelable, por los que la gente se pelea y compite, sacrifica su carrera investigadora e hipoteca los mejores años de su vida académica, deforma y envenena relaciones sociales y laborales, traiciona amistades que podrían ser valiosas y se convierte ante sí mismo y sus colegas en un infidente profesional. Pero sobre todo se convierte en un esbirro de la burocracia académica y de una engañosa democracia, en el eslabón operativo de una sumisión diferida dada en la cadena de mando. Lo que más ignora el burócrata universitario es cómo su actividad administrativa lo va degradando como profesional de la ciencia y de la investigación. Y cómo se aleja, sin consciencia alguna de ello, de la realidad humana y social a la que un día ―acaso― perteneció: la docencia universitaria y la investigación científica.

Sin embargo, no hay apenas un colega al que no le encante venderse por un carguito. Todos condenan el sistema, pero (casi) todos se pelean por ocupar un puesto en él. Incluso exhiben el cargo como mérito curricular (algo que para muchos de nosotros, los otros, es un signo de miseria y de impotencia investigadora).

Y los mismos que deterioran la Universidad y sus posibilidades de desarrollo y libertad desde sus posiciones burocráticas son los que, en cualquier momento, firman todo tipo de manifiestos, escritos o pasquines, en favor de la calidad de la educación universitaria, de la enseñanza pública, y bla, bla, bla… Y todas esas cosas.

No es posible tampoco aceptar una división entre ciencia y política, y afirmar que la política reprime la ciencia, sin más, para concluir en que ciencia y política son cuestiones diferentes, porque no es cierto, como tampoco es cierto que deporte y política nada tengan que ver. Las competiciones deportivas existen porque las sociedades organizadas políticamente las hacen posibles. Al margen de los Estados no habría ni deporte, ni competiciones deportivas, ni relaciones internacionales, ni economía, ni ciencia, ni nada de nada, salvo vida salvaje, de la que mucha gente habla de forma irresponsable, recreándose en ella, jugando a la «nostalgia de la barbarie»[2], pero sin el deseo explícito de vivir en un mundo abandonado a su suerte en manos del irracionalismo, el incivismo o la brutalidad primitiva más genuina.

La ciencia es lo único que verdaderamente hace prosperar la vida humana. Ni la religión, ni la política, ni la filosofía han alcanzado nunca los progresos de las ciencias. Con frecuencia, ni siquiera los han permitido en numerosas ocasiones históricas. Religión, política y filosofía han sido muchas veces obstáculos en el desarrollo de las ciencias. Históricamente y también actualmente.

Con todo, la ciencia es inseparable de la política. Y en este contexto, la pregunta que hago es, ¿en qué estado se encuentran actualmente los derechos de Libertad de Cátedra de un profesor universitario, en España y fuera de España? Mi respuesta, avalada por la realidad social, académica y política, que vivimos en nuestros días, es que este derecho disminuye peligrosísimamente, y que en estos momentos desarrollamos nuestra labor docente e investigadora con mucha menos libertad académica de la que disponíamos hace apenas una década. En Estados Unidos, incluso, resultaría irónico por completo, o incluso oximorónico, hablar de libertad en la Universidad.

¿Por qué? Porque el Programa de Bolonia, de diseño totalmente estadounidense, ha impuesto una serie de exigencias en el desarrollo de la vida académica que suponen un recorte creciente de las libertades del profesor en el ejercicio de su actividad profesional como docente y como científico o investigador[3]. De nuevo la Anglosfera limita las libertades de la Hispanosfera, en pleno siglo XXI.

No me refiero a limitaciones presupuestarias, es decir, a la falta de dinero: no sé de ninguna época en la que no faltara dinero a la investigación, y sí puedo citar muchos proyectos de investigación que se han gastado el dinero recibido del Estado en lo que no se sabe realmente, ni se dice (ni entre bastidores...), alguno de ellos incluso tras haber manejado la cifra de dos millones de euros. Me refiero a imposiciones racionalmente intolerables en el modo de ejercer la docencia y en la forma de administrar sus contenidos científicos. Imposiciones que nada tienen que ver con el dinero, sino con la libertad.

La nula respuesta de la mayor parte del profesorado ante estos recortes —no presupuestarios—, sino de Libertad de Cátedra, y de expresión, que el propio profesorado asume desde una especie de impotencia inconsciente, de irresponsabilidad no reconocida pero acaso complaciente, o incluso de obsecuencia envilecida, resulta extraordinariamente peligrosa. Por lo común, la gente se manifiesta púbicamente más por lo que oye de los demás que por lo que realmente le afecta y le ocurre, y no por solidaridad con el prójimo, sino por ignorancia frente a sí misma.

El dinero es más atractivo que la libertad. Y no sólo para los idiotas. Los inteligentes también se saben vender, aunque no siempre al mejor postor ni al mejor precio. El dinero se usa más para comerciar con la libertad de terceros que para preservarla de injusticias y tropelías. Es la esencia de la prostitución, y, en suma, de toda forma de trabajo. En realidad, todo ejercicio laboral es una forma sutil y sublimada —y también hasta cierto punto consentida— de prostitución. Trabajo es todo aquello que se hace sólo por dinero.

El placer en el trabajo tiene más que ver con la ilusión que con la realidad. El miedo y la esperanza no sólo son los cercos de la religión: son también los mojones del reino del trabajo. Uno de los objetivos fundamentales de todo imperio laboral es hacer creer que el trabajo nos mejora, nos enriquece, nos hace felices, nos da seguridad o, simplemente, nos libera. Sólo por dinero la gente renuncia a su libertad con una facilidad que, a poco que lo pensemos, nos deja estupefactos. La tan cacareada ―en nuestro tiempo― libertad se vende y se compra como un pañuelo lleno de mocos. ¿Cómo es posible que la democracia haya convertido a uno de sus valores más importantes, la libertad, en un negocio de los más serviles?

¿Cómo es posible que ante los recortes políticos, administrativos y burocráticos de la Libertad de Cátedra, el profesorado de las Universidades ―españolas y extranjeras― no haya dicho nada? Es más, ¿cómo es posible que haya sido precisamente el profesorado universitario el que se haya prestado a servir y a ejercer de verdugo de sí mismo, aceptando asumir puestos para sistematizar la sumisión diferida, y la transmisión en cadena, de órdenes destinadas a limitar en su propia profesión la Libertad de Cátedra?

Sin duda porque desde hace bastantes años el profesorado de Universidad ya no se toma en serio su trabajo, y en realidad ni quiere ni necesita la Libertad de Cátedra para nada, porque no la usa. La mayor parte tiene como objetivo no la investigación, sino la ganancia de dinero mediante el desempeño de puestos administrativos, de espaldas a la ciencia y a la docencia. Prefieren la burocracia a la investigación. Desarrollan un currículum para la administración, no para la ciencia. Los más jóvenes llevan esto en la sangre: muchos papeles y certificados en su disco duro portátil, pero muy poca ciencia en la mollera. Los más veteranos lo son sobre todo en su destreza para liberarse de las responsabilidades docentes.

Hasta tal punto esto es así, que la Aneca, una de las instituciones a mi juicio más nocivas que para el desarrollo de la Universidad española han existido jamás, postula como méritos para la promoción del profesorado la actividad administrativa y burocrática, y la utiliza malévolamente —es decir, la utilizan con perversión nuestros colegas de turno— para impedir que otros compañeros suyos, con frecuencia más competentes, no sean promovidos como científica y académicamente merecen. No hay que sorprenderse, es el arma de los burócratas[4].

La propia Aneca ha sido considerada por algunos especialistas del Derecho como una institución presuntamente promotora de limitaciones de Libertad de Cátedra:


Si las directrices de la Aneca recogen criterios sustantivos que afectan al contenido de la enseñanza universitaria, en el sentido de obligar a las Universidades qué debe enseñarse (debe justificarse la relevancia del título que se propone), para qué (deben establecerse los objetivos generales y las competencias que va a adquirir el alumno) y cómo (planificación de las enseñanzas, metodología y evaluación), parece que toda esta reglamentación supone una limitación de la autonomía universitaria y en última instancia de la libertad de cátedra (Álvarez González, 2010: 77) (cursiva mía).


Adviértase además lo siguiente. En el borrador del Estatuto del Personal Docente e Investigador se decía esto, en el art. 8.1.a, al referirse al Derecho del profesorado relativo


al ejercicio de sus funciones con plena libertad académica, de acuerdo con los derechos fundamentales de libertad de pensamiento y expresión, libertad de investigación y libertad de cátedra y con sujeción a lo previsto en la Constitución y en el resto del ordenamiento jurídico.


Pero ya en el texto de 2015 del Estatuto del Personal Docente e Investigador se dice esto otro (nótese que ya ni se habla de Libertad de Cátedra, expresión que no aparece en ninguna parte del documento legal finalmente aprobado), al referirse al Derecho del profesorado


a ejercer sus funciones con libertad académica, según el principio de libertad de pensamiento y expresión, siempre que no contravenga el ordenamiento jurídico, los principios éticos generales y la ética profesional.


Dicho de otro modo: se permite la libertad excepto en donde se prohíbe la libertad. En algunas guías docentes de algunas universidades se exige al profesorado y al alumnado que, en el ejercicio de su docencia y actividad profesional, hagan su trabajo cumpliendo con estos imperativos: «desde una perspectiva que tenga en consideración los valores democráticos, de igualdad social, de género, raza y orientación sexual, así como de una cultura para la paz». Se obliga al alumnado —al alumnado universitario (como si la Universidad fuera un centro de terapia de grupo, un reformatorio o un capítulo de 1984 de Orwell)— a «participar en debates y actividades en grupo, desarrollando un pensamiento autónomo y crítico, realizando contrastes críticos y respetuosos, y mostrando actitudes de tolerancia hacia la diversidad social y cultural de los países de las diversas lenguas extranjeras, de defensa de derechos fundamentales, de principios de igualdad y de valores democráticos». Una catequesis. Porque yo me pregunto :¿ésta es labor propia de un profesor universitario o de un catequista especializado en «fundamentalismo democrático»? Como señala Gustavo Bueno, «el fundamentalismo democrático oculta la corrupción de la democracia»[5].

¿Cómo explicar, bajo tales imperativos, física nuclear, por ejemplo, dados los peligros de una bomba atómica? ¿Cómo explicar la literatura misógina de los cínicos griegos y modernos? ¿Cómo referirse a la execración de los judíos de la literatura quevedesca? ¿Cómo explicar la antidemocrática y espartana República de Platón? En suma, ¿cómo ejercer la docencia universitaria? ¿Hemos de asumir que la Libertad de Cátedra es incompatible con la democracia posmoderna? ¿Cuál es entonces el contenido democrático de la democracia? ¿Para qué queremos una democracia, si no podemos vivir en libertad? 

La ciencia no es democrática y no lo ha sido nunca. Y no lo será. La ciencia no es el resultado de lo que, en un momento dado, decide la mayoría. La ciencia ―como la docencia― no cabe en lo políticamente correcto. La ciencia no cambia cuando cambian las ideologías. Sólo la Justicia, y la política —que es la madre que parió a la Justicia—, cambian cuando cambian las ideologías, que están siempre en la matriz y el mal parto de todos y cada uno de los más violentos conflictos humanos. A la zaga van, de teloneras, la religión y la filosofía, a ver si algo queda para sus ministros y portavoces. Predicadores de paz o de guerra, de amistad y lo que surja, según convenga en cada época y lugar.

Subordinar la ciencia a la ideología es la misión inmediata de la Universidad posmoderna actual, bajo los imperativos de la democracia como régimen político. Una Universidad que ya no cuida ni de las élites (abandonadas a su corrupción), que ya no prepara científicos para empresas (porque cada empresa tiene que preparar a los suyos con cursos propios y recursos específicos), y que en suma ya no forma a la gente para el trabajo, sino para pasto del paro o de lo que cada cual consiga por sí mismo: la Universidad expide visados para entrar, o no, en un mercado laboral muy enfangado y turbio, prepara técnicos para la administración del Macro-Estado europeo ―donde los «pueblos» mandan más que las naciones[6]―, de hechura anglosajona y francoalemana —y sobre todo estadounidense, y mantiene aislados del mundo real a muchos de cuantos en ella trabajan como funcionarios y de cuantos estudian —ilusos— engañados por la imagen de un mundo feliz, con derecho a todo. Son espejismos de una «vida a la carta». Hasta que terminen sus estudios y entren en la realidad, en medio de las fauces de lo que el mundo es real y verdaderamente: una trituradora de seres humanos.

La realidad se convierte en esta sociedad en un sentimiento, de modo que uno puede sentirse Napoleón siendo un cretino, desde el momento en que se legaliza lo que uno siente, y no lo que uno es. Se puede ser hombre y sentirse mujer, se puede ser catalán y sentirse azteca, se puede ser un asesino y sentirse inocente, etc., porque lo que cuenta es el sentimiento y no la realidad. Admirable idealismo posmoderno, fruto del no menos admirable idealismo alemán. Ser es sentir, no estar. ¿Es también la democracia una cuestión de sentimiento y no de realidad jurídica y política? La psicología se come a la ontología, y la política engulle la ciencia. Gran error: no somos sólo lo que sentimos, sino sobre todo lo que hacemos, lo que hacemos de nosotros mismos y lo que los demás hacen con nosotros.

La democracia se convierte así en una organización sectorial o gremial de poderes, es decir, de lobbies, que se presentan y representan formalmente a sí mismos como alegorías de individualidades, bajo la forma de arquetipos humanos respetables y unanimistas (el ejecutivo, el obrero, el empresario, el homosexual, el parado, el nacionalista, el indigente, la mujer, el joven, el ecologista, el jubilado, el funcionario, etc.), cuando en realidad, es decir, materialmente, todos estos individuos y colectivos tienen en común la competencia por el mismo objetivo: la organización y el uso en exclusiva de un poder que nunca se alcanza de forma plena. El resultado es una relativa neutralización depredadora de poderes sectoriales en conflicto, en connivencia con un —más o menos espeso— magma de corrupción.



El elemento central de la universidad posmoderna, así como el concepto de libertad de cátedra que de éste deriva, transita en torno a la siguiente cuestión: la misión de la universidad ya no es la verdad trascendente, como en la clásica, ni la verdad inmanente, como en la moderna. Tampoco es el servicio al Estado o a la comunidad a través de la formación de profesionales de excelencia. El objetivo de la nueva universidad es ser expresión de la democracia a través de la afirmación de lo individual sin jerarquía (como la antigua relación de profesor y alumno). Esto trae como consecuencia la concepción de la universidad, más que como una institución con finalidad propia, como una simple estrategia de poder. Por esto se sostiene que repensar la universidad implica, necesariamente, poner en cuestión las relaciones de poder que la atraviesan, coartando su creatividad, su responsabilidad y, esencialmente, la libertad de profesores y alumnos[7].


Si aceptamos las antemencionadas ideas de Raúl Madrid, sucede que la Universidad actual es una neutralización de ciencia y nesciencia. La Libertad de Cátedra deja de tener efecto y valor en nuestro tiempo porque todo está permitido, y en consecuencia no es necesario vindicar o exigir una libertad en la Universidad cuando la propia Universidad concede incluso al ignorante el derecho a igualarse con el profesor. Y el profesor se siente feliz de no tener que compararse con Aristóteles…, y de trabajar como colega del alumno, de ser guay, y de comportarse como un gilipollas para así tener más público, evitar problemas y adecuarse a lo «políticamente correcto». Lo dijo el tango: «¡Todo es igual! / ¡Nada es mejor! / Lo mismo un burro / que un gran profesor» (Enrique Santos Discépolo, Cambalache).

Cuando el bobo o simple es nuestro colega, la razón deja de ser un criterio operativo y útil. Porque la razón no se hizo para que los necios pudieran entenderse y admirarse entre sí, y legitimar de este modo, institucionalmente, su necedad. No cabe hablar en tales casos de Libertad de Cátedra, sino de libertad para ser un memo, y para comportarse legalmente como tal y ser además respetado por ello.

La Libertad de Cátedra es un concepto completamente arcaico o inoperante en las democracias en que hoy vivimos, desde el momento en que todo el mundo, incluso los necios, protegidos por lo políticamente correcto, disponen de toda la libertad del mundo para decir, en condiciones de igualdad con el propio Aristóteles, lo que quieran.

La Libertad de Cátedra se ha desvanecido no por presiones antidemocráticas o tiránicas, sino porque ha ingresado en el radio de una circunferencia democráticamente infinita y fundamentalista, de modo tal que la ciencia y la nesciencia valen lo mismo. No hay diferencia entre ellas. Lo hemos dicho: la ciencia no es democrática, porque no es resultado de lo que decida o acuerde la mayoría. El teorema de Pitágoras no cambia con cada nuevo gobierno heleno. La ciencia no cambia cuando cambian las mayorías absolutas. La ciencia no es como la Justicia, veleta de cada poder ejecutivo. (¿Quién puede creerse en nuestros días el timo de la división de poderes en ninguna democracia, oriental u occidental?) La ciencia, en suma, no es como la prensa o los intelectuales, principales rameras de toda democracia.

Esta absoluta isovalencia u omnivalencia, legitimada por una democracia acrítica, hace del derecho a la Libertad de Cátedra algo por completo inútil o incluso ridículo. Si todo el mundo tiene libertad de decir lo que quiera, y el profesor y el alumno son lo mismo, es decir, colegas, entonces no cabe hablar de libertad, porque no habrá ningún terreno, ningún conocimiento, ningún sistema de aprendizaje y de enseñanza, sobre el que ejercer y medir la libertad de aquello a lo que se enfrenta lo que se enseña. La democracia, así concebida, es el principal enemigo de la libertad.

Y la Universidad, así concebida, es una institución burocrática, cuya actividad consistirá en expedir visados —llamados títulos o grados— para acceder a un mercado laboral, es decir, funcionará, de cara a la galería, como una escuela de pseudoformación profesional, y de puertas a dentro como una cloaca de ideologías.

En ese contexto, la libertad sólo sirve para obedecer. Ésa es la idea de libertad de Lutero, del protestantismo, de la Ilustración, de USA y, ahora, también, de nuestra Universidad posmoderna. Ser libre para obedecer. Ser libre para ser esclavo. Sé libre trabajando —es el nuevo imperativo categórico, intertexto de pórticos horribles.

No por casualidad el país del mundo que más limitaciones y restricciones impone al derecho de Libertad de Cátedra es Estados Unidos. No es una sorpresa para nadie, salvo para quien no conozca lo que realmente ocurre en las Universidades de los Estados Unidos. En España, en Europa, nada se ha hecho para evitar esta depredación académica, importada del mundo anglosajón.

La forma de interpretar el Derecho de Libertad de Cátedra ha sido y es muy aleatoria. Y jurídicamente se puede perder de inmediato todo litigo pese a lo que diga el artículo 20.1.c de la Constitución Española, porque ya se advierte que este derecho está restringido por «los derivados de la organización de las enseñanzas de la Universidad», literalmente[8]. Cualquier asesor jurídico de cualquier universidad, por parvo que sea, podría ganar de entrada cualquier contencioso o litigio acogiéndose a este articulado. Cualquier comisión de calidad de cualquier universidad española tiene absoluta libertad política para imponer, prácticamente sin límites, el absurdo científico que desee, siempre que lo apadrine desde el fundamentalismo democrático objetivado en los estatutos de sus respectivas Universidades. Pero la Libertad de Cátedra no se agota en la L.O. 6/2001, de 21 de diciembre, de Universidades (modificada por la L.O. 4/2007, de 12 de abril). La Historia no termina ahí. La Historia no termina con la democracia. Fukuyama no es tampoco nuestro colega. La democracia será un capítulo más en la Historia de los regímenes y sistemas políticos. La democracia no sobrevivirá al siglo XXI.

Sin embargo, se mire como se mire, por razones más sociales que legales, la Universidad ya no es un lugar para la ciencia, sino para el fundamentalismo. Nadie tiene razones para sorprenderse: la Universidad nunca ha sido matriz de descubrimientos científicos. Acaso lo fue, en su momento, la Universidad de Salamanca, en el corazón de la Edad Moderna, con el hallazgo, en 1515, del calendario gregoriano... Mas no hay que confundir un taller, un laboratorio, o incluso una biblioteca, con un criadero o repositorio de funcionarios.

Pero la Universidad posmoderna del siglo XXI, calla y sonríe, ocultando sus realidades como vergüenzas —que no desea se conozcan—, como un cuerpo público y complacido, y amancebadamente feliz, entre incontables rufianes.

La libertad comienza donde termina la Universidad. Y la ciencia, también. No sabemos si algún día la libertad comenzará donde termina la actual democracia.


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NOTAS

[1] Cito a Álvarez González (71-72): «La libertad de cátedra en cuanto expresión de la dimensión personal de la libertad académica, encuentra sus límites en la propia autonomía universitaria. En la STC 179/1996, de 12 de diciembre, se recoge (FJ. 6): «En la sentencia 217/1992 (F.2) se declaró que la libertad de cátedra, en cuanto libertad individual del docente, es una proyección de la libertad ideológica y del derecho a difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones que cada profesor asume como propias en relación con la materia objeto de su enseñanza, presentando de este modo un contenido no exclusivamente, pero sí predominantemente negativo. Por ello mismo (STC 217/1992, F.3), la libertad de cátedra no puede identificarse con el derecho de su titular a autorregular por sí mismo la función docente en todos sus aspectos, al margen y con total independencia de los criterios organizativos de la dirección del centro universitario. Es a las Universidades, en el ejercicio de su autonomía, a quienes corresponde disciplinar la organización de la docencia. En consecuencia, los derechos de los arts. 20.1.c) y 27.10 CE, lejos de autoexcluirse se complementan de modo recíproco. El derecho a la autonomía universitaria garantiza un espacio de libertad para la organización de la enseñanza universitaria frente a injerencias externas, mientras que la libertad de cátedra apodera a cada docente para disfrutar de un espacio intelectual propio y resistente a presiones ideológicas, que le faculta para explicar, según su criterio científico y personal, los contenidos de aquellas enseñanzas que la Universidad asigna, disciplina y ordena (STC 106/1990, F.6)». En suma, la libertad de cátedra, en cuanto libertad intelectual del docente, no desapodera a los centros para disciplinar la organización de la docencia, de modo que aquella no puede identificarse con el derecho de su titular a autorregular íntegramente y por sí mismo la función docente en todos sus aspectos, al margen y con independencia de los criterios organizativos de la dirección del centro universitario. Ahora bien, ¿puede la autoorganización de la Universidad condicionar imponiéndose en todo caso a la libertad de cátedra del profesor —en lo que antes definimos como contenido positivo—, es decir, imponiéndole el qué, el para qué y el cómo enseñar?» (Elsa Marina Álvarez González, «La libertad de cátedra y el profesorado universitario ante el Espacio Europeo de Educación Superior», REJIE: Revista Jurídica de Investigación e Innovación Educativa, 2 (69-80), 2010, pp. cit. 71-72.

[2] Léase la obra de Gustavo Bueno, Etnología y utopía (Gijón, Júcar, 1987, edición revisada y ampliada de la primera edición de 1971), de quien tomamos esta expresión.

[3] Sobre esta cuestión y el Espacio Europeo de Educación Superior, es capital la lectura del trabajo de Álvarez González (2010). Cito la cita y la glosa que esta profesora de Derecho Administrativo hace de la Exposición de Motivos del Real Decreto 1393/2007, del «que podemos extraer que la organización de las enseñanzas universitarias en el nuevo sistema del EEES va más allá, y que sus planteamientos parecen abordar el qué, el para qué y el cómo ejercer la función de docente, lo que podría constreñir la libertad fundamental de enseñar. Así, podemos leer: ‘La nueva organización de las enseñanzas universitarias responde no solo a un cambio estructural sino que además impulsa un cambio en las metodologías docentes, que centra el objetivo en el proceso de aprendizaje del estudiante, en un contexto que se extiende ahora a lo largo de la vida. Para conseguir estos objetivos, en el diseño de un título deben reflejarse más elementos que la mera descripción de los contenidos formativos. Este nuevo modelo concibe el plan de estudios como un proyecto de implantación de una enseñanza universitaria. Como tal proyecto, para su aprobación se requiere la aportación de nuevos elementos como: justificación, objetivos, admisión de estudiantes, contenidos, planificación, recursos, resultados previstos y sistema de garantía de calidad. Los planes de estudios conducentes a la obtención de un título deberán, por tanto, tener en el centro de sus objetivos la adquisición de competencias por parte de los estudiantes, ampliando, sin excluir, el tradicional enfoque basado en contenidos y horas lectivas. Se debe hacer énfasis en los métodos de aprendizaje de dichas competencias así como en los procedimientos para evaluar su adquisición’» (cursiva de Álvarez González, a la que me adhiero).

[4] De esto he hablado ya en «Diatriba contra la Universidad actual» (V, 4.6).

[5] Véase Gustavo Bueno, El fundamentalismo democrático. La democracia española a examen, Madrid, Temas de Hoy, 2010.

[7] Vid. Raúl Madrid, «El derecho a la Libertad de Cátedra y el concepto de Universidad», Revista chilena de derecho, 40 (1), 2013.

[8] La L.O. 6/2001, de 21 de diciembre, de Universidades (modificada por la L.O. 4/2007, de 12 de abril), dice que la libertad de cátedra se ejercerá «sin más límites que los establecidos en la Constitución y en las leyes y los derivados de la organización de las enseñanzas en sus Universidades» (art. 33.2).






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