V, 3.1 - El mito de la interpretación literaria

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





El mito de la interpretación literaria


Referencia V, 3.1


Crítica de la razón literaria Jesús G. Maestro

A comienzos del siglo XXI escribí que, en apenas unos años, la literatura cuya interpretación no permitiera la confirmación de un dogma no tendrá cabida en nuestras universidades[1]. No es la primera vez que esto sucede, pero sí es la primera vez que algo así tiene lugar en nombre de la libertad y de la democracia, y dentro del seno académico de las denominadas sociedades abiertas y plurales. Los dogmas han existido desde siempre, amparados en discursos conservadores tradicionalmente, y a los que en determinados momentos históricos se enfrentaba un lenguaje o una doctrina liberal capaz de refutación y contraste. Sin embargo, el mundo académico contemporáneo parece atravesar una etapa en la que este contraste entre el discurso liberal y el conservador no se aprecia excesivamente. No se perciben diferencias nítidas. Personalidades de pensamiento liberal son capaces de formular interpretaciones extraordinariamente dogmáticas sobre obras y textos literarios. Varias teorías de la literatura y la cultura que deben precisamente su nacimiento a la libertad de la modernidad utilizan la obra de arte literaria como base y como pretexto de interpretaciones con frecuencia dogmáticas e indiscutibles.

Pensábamos que, tras la hermenéutica de la sospecha, lo que llamábamos verdad sólo era una ficción en la que se objetivaban nuestros deseos y nuestras necesidades —los deseos que queremos satisfacer, las necesidades que tenemos que solucionar—, pero nuevas verdades, si cabe con más fuerza, y con firmeza dogmática, han reemplazado a las anteriores.

Este capítulo de la Crítica de la razón literaria pretende ser una reflexión sobre estas cuestiones, relativas a la importancia de la libertad en la interpretación de la literatura. No hemos tratado de ir en contra de la interpretación literaria, ni en absoluto negarla –actitudes propias de sofistas y deconstructivistas–, sino simplemente desmitificarla en favor de la obra de arte. Toda interpretación literaria debe conducir hacia la interpretación científica de una literatura, es decir, hacia una poética objetivada en unos materiales literarios: autor, obra, lector e intérprete o transductor. En su desarrollo posmoderno, la teoría literaria contemporánea ha intensificado, en lo referente a la interpretación de la literatura, el peso de la moral en detrimento de la metodología filológica y de la ciencia literaria. Nos han encaminado hacia una suerte de sustitución de la ciencia por la moral, la ideología y la psicología. En este proceso se observa la institucionalización de una forma de interpretar la literatura que, en realidad, no es otra cosa que una mitificación de determinados imperativos morales, construidos a partir de una interpretación no ya tendenciosa, pues todas pueden serlo, si bien unas más que otras, sino francamente dogmática de la literatura.

El conocimiento supone siempre un conocimiento más amplio, es decir, un discurso crítico permanentemente abierto y renovado. En este contexto, la siempre hipotética verdad ha de criticarse, y no idolatrarse. Si ser elocuente es fácil cuando la causa es buena, no hay que olvidar que la máxima dificultad de una interpretación estriba en discutir el dogma, no en afirmarlo. Y cuando el dogma se discute, se seculariza. El resto no son sino sucesivas crisis de ideologías. ¿Cuál es el lugar de los libros en la realidad? ¿Cuál el destino de la teoría literaria en el mundo real? ¿En qué medida la ficción de la crítica está implicada en la realidad de la literatura? ¿Qué es la literatura y para qué sirve? ¿Cómo abordar una ontología de los materiales literarios? ¿Es posible trazar una genealogía de la literatura? ¿Cómo superar hoy en día las tradicionales y repetitivas teorías de los géneros literarios? ¿Cómo evitar desde la gnoseología literaria los idealismos recurrentes en que fracasa una y otra vez la epistemología literaria? ¿Necesita urgentemente la Literatura Comparada salir del callejón sin salida en que está sepultada desde la irrupción de la posmodernidad y el mito de la isovalencia de las culturas? Porque si todas las culturas y literarias son iguales, entonces, ¿qué se puede comparar?, ¿cómo ejercer el comparatismo entre términos isovalentes?

Alguna respuesta polémica aventuramos en este apartado, cuyo objetivo fundamental es servir de premisa explicativa a una crítica racionalista de los materiales literarios, es decir, a una crítica de la razón literaria, a una crítica del racionalismo literario.



3.1.1. Del mito de la interpretación literaria

Desde la Ilustración europeísta y anglosajona, buena parte de la gente considera que el progreso humano es resultado de la evolución del concepto de libertad, es decir, consecuencia práctica del conjunto de reflexiones éticas y morales acerca del conocimiento del bien y del mal. Pero tal afirmación es un mito inconsecuente: la libertad no se amplía a medida que avanza la Historia, sino que sencillamente se transforma. Hoy no tenemos más libertad de la que disponíamos hace 500 años. Hoy, simplemente, tenemos una libertad diferente. Una obra literaria es moderna en la medida en que, a partir de sus formas poéticas, permite y exige a sus intérpretes reflexiones capaces de contribuir a una evolución y a una transformación del pensamiento crítico contemporáneo, por la sencilla razón de que transforma el racionalismo preexistente a la propia obra literaria. Un genio es un artista que construye una obra de arte cuya compresión exige al público un racionalismo inédito. Nunca antes dado ni planteado.

Interpretamos desde muchos puntos de vista, pero las interpretaciones más sólidas son aquellas que adquieren consecuencias operatorias, es decir, efectivas y transformadoras. La contemporaneidad de un escritor revela siempre, es decir, pone a prueba, las posibilidades de modernidad de que sus intérpretes son capaces. Interpretamos merced a nuestras ideas, y no a pesar de nuestros prejuicios, sino gracias a ellos. La mejor crítica nunca sobrepasará los límites de la expresión racional, a menos que pasemos a los hechos. La interpretación ha de transformar los hechos: ha de ser operatoria. Reducida sólo a palabras, la interpretación es una mera retórica. Una mitología seductora. 

El deber de toda lectura, de toda interpretación, de toda promoción y generación de ideas, ha de ser el contraste con el presente, en un examen crítico de la totalidad del discurso humano y la actualidad de sus fundamentos. Y su consumación ha de implicar un impacto efectivo y operatorio contra la realidad. Hay que salir del lenguaje para interpretar la realidad. No bastan las palabras. El lenguaje no es el fin. Con frecuencia, tampoco es el único medio. Ni siquiera el más excelente de los medios. La literatura, el teatro, la música y las artes en general, constituyen una fuente inagotable para ejecutar reflexiones de esta naturaleza, esto es, reflexiones operatorias. La poética, o Teoría de la Literatura, es decir, el conocimiento científico de los materiales literarios, no se considerará en estas páginas como una fosilización artística de la experiencia humana, sino como una fuente de ella, formalmente objetivable en la literatura, como discurso estético y poético de repercusiones fundamentalmente operatorias y críticas en nuestro presente.

Voy a referirme aquí a uno de los mitos más seductores de la civilización occidental: el mito de la interpretación literaria. La interpretación de la literatura es todavía hoy objeto de debate y discusión permanente. A falta de la percepción de grandes obras literarias en el presente, se mitifica la interpretación de todo lo que convencionalmente se convierte en literatura, en virtud de las conveniencias del mercado editorial, académico y cultural, dominado por la hegemonía anglosajona. En la actualidad el mito de la interpretación literaria se exporta desde los poderosos Estados Unidos y la autocomplacida Europa hacia la totalidad de las culturas emergentes e identificables. La cultura, otro de los grandiosos mitos de la Edad Contemporánea, es uno de los conceptos más ambiguos y confusos que actualmente existen en las ciencias humanas (Bueno, 1997). Sirve prácticamente para referirse a cualquier cosa. Desde los llamados, ya sin sorpresa, estudios culturales, hasta la ―por ejemplo― denominada cultura de la violencia, uno de los géneros de conducta humana más recurrentes e influyentes de todos los tiempos. No se olvida que la cultura está al servicio de la política, no de la libertad.

Interpretar es confiar en unas normas. Las normas de interpretación literaria son relativamente recientes. Muy anteriores a ellas son las normas de construcción literaria. La poética fue antes que la hermenéutica. Tanto unas como otras leyes, las que ordenan a la creación literaria (poiein) y las que disponen su interpretación (hermeneusis), son siempre resultado de objetivos morales, de referentes políticos de conducta, que en cualquier caso responden unánimemente a impulsos humanos muy elementales. El desarrollo de las civilizaciones ha ritualizado e institucionalizado muchos de estos objetivos. Ha codificado formalmente sus posibilidades de creación e interpretación. Los ha mitificado. En muy pocas ocasiones la ciencia, esto es, el conocimiento racional y operatorio basado en la interpretación causal, objetiva y sistemática de la materia, puede imponerse por sí sola.

Porque antes que cualquier otra cosa, antes que la poética y que la interpretación, antes incluso que la propia literatura, antes acaso que toda idea de Dios, fue la moral (la defensa del grupo ante el individuo) contra la ética (la defensa de la vida del yo frente a los intereses y las normas del nosotros). Y no ha dejado de ser así, nunca, entre nosotros. O le damos la razón al individuo (ética) o de damos la razón a la sociedad o al lobby (moral)[2].

La interpretación literaria se basa en unas normas que son trasunto inevitable de una moral, cuyos fundamentos, en nuestro tiempo, se han relativizado extraordinariamente. En la posmodernidad, toda interpretación literaria es en última instancia una interpretación política o moral, a través de la cual el autor de la interpretación, el intérprete o transductor, trata de justificar su posición ideológica en el mundo. En cierto modo, siempre ha sido así, aunque hoy quizá el disimulo sea menor, al identificarse la literatura con cualquier discurso, y la cultura con cualquier texto. Y una y otra comúnmente con cualquier cosa. No han faltado estudiosos de la cultura, culturalistas (no antropólogos), que han identificado la Guerra Civil Española (1936-1939) con un texto. Varios de nuestros antepasados murieron en ese «texto».

Interpretar la literatura es, en última instancia, confiar en unas normas, que siendo morales o éticas deben ser esencialmente científicas. ¿Qué fue el llamado principio del decoro, sino una norma de creación literaria destinada a codificar estamentalmente formas inamovibles de conducta, que disponían en el arte, como en la vida real, la discriminación más rigurosa entre nobles y plebeyos? ¿Qué es el teatro español del Siglo de Oro, sino el uso ideológico y político de una sociedad frente a otras, embellecida de forma magnífica en los versos de Lope y en la más o menos entretenida fábula de los dramas calderonianos? ¿Qué es hoy día el feminismo como corriente de interpretación literaria, sino un movimiento más moral que ético ―porque defiende más los intereses del lobby o gremio feminista que la vida real y efectiva de la mujer de carne y hueso―, movimiento que encuentra en la literatura y en la cultura una posibilidad decisiva para justificar la legalidad moral de sus partícipes, cuyas exigencias han estado proscritas en el pasado? Y que siguen estándolo para muchas mujeres a las que las excelencias del feminismo académico, de la cátedra que marca la diferencia, no han tocado con su dedo redentor. Una pregunta es decisiva: ¿qué hay de genuinamente literario o de científico en toda esta interpretación moral de la literatura? No se olvide, al tratar de buscar una respuesta a este interrogante, que la interpretación moral de la literatura ha existido ―que sepamos en Occidente― desde Platón y su temible concepción del Estado. Mucho antes que Marx, Platón concibió la filosofía como un método destinado no a interpretar la realidad, sino a transformarla violentamente, desde las formas de un idealismo aberrante y criminal.

Hablemos de Cervantes, uno de los autores de la literatura universal que más intensamente se ha preocupado por expresar una concepción fundamental de la libertad humana. Cervantes escribió una obra excepcional y heterodoxa en el seno de una época históricamente dominada por la política del Antiguo Régimen. Hoy, más de 500 años después, no tenemos más libertad que entonces: tenemos, simplemente, una libertad diferente. Con todo, nuestro tiempo dispone de una importante nomenclatura cultural —a veces también legislativa— capaz de censurar y proscribir muchas agresiones, supuestamente contrarias a la libertad, propias de sociedades violentas, pero no necesariamente incultas. La educación en esta nomenclatura, respecto a la cual la literatura tiene mucho que decir, sin duda resulta decisiva. 

Desde José Ortega, Américo Castro o Luis Rosales se ha reconocido en la obra de Cervantes la esencia de una poética de la libertad. Pero lo cierto es que cuando Ortega, Castro o Rosales hablan de libertad lo hacen en unos términos tal idealistas y fabulosos, tan filosóficos y estupendos, que no se sabe en realidad de qué están hablando. En lugar de filosofar sobre la libertad parecen poetizar sobre ella. Con el paso del tiempo, el mundo contemporáneo ha podido confirmar, entre muchos fracasos, conflictos y dialécticas, no tanto el triunfo de la libertad, sino más bien las transformaciones históricas de la libertad, y en cada caso el triunfo particular de algunas de estas transformaciones sobre obras, que quedan superadas o desautorizadas, o simplemente proscritas, como alternativas fracasadas de libertad vencida y dominada.

La libertad —lo que los demás nos dejan hacer en la lucha por el poder para dominar al prójimo— es una experiencia que hay conquistar todos los días. Especialmente en estos tiempos, comienzos de siglo XXI, tan disponibles una vez más a la legitimación de la intolerancia y el respeto colectivo hacia los fundamentalismos más lamentables. Dentro y fuera de la Academia. No cabe duda de que quien niega la posibilidad, niega la libertad. Los límites de la libertad son los límites que los demás nos imponen en el desarrollo de nuestra vida social, laboral, académica... La falta de inteligencia y de tolerancia, como bien refleja, por ejemplo, el teatro cervantino, son causa primordial de represión de libertades y derechos humanos. El poder de los mediocres, tan sofisticado en nuestro tiempo, y especialmente visible en las instituciones académicas y universitarias, así como el poder de la intolerancia, tan enquistado en abundantes organismos sociales y gubernamentales, se constituyen en principales instrumentos de limitación y represión la libertad en el Occidente contemporáneo. La literatura de Cervantes sin duda tiene mucho que ofrecer desde esta perspectiva de interpretación literaria: «Cada cual se fabrica su destino, / no tiene aquí Fortuna alguna parte...» (La Numancia, I, 157-158), declara Escipión apenas al comienzo de la obra. Esta afirmación, tan decisiva, y que ha pasado completamente desapercibida a cuantos sesudos siglodeoristas han visto en Calderón ―sin duda con cinismo― un precursor de la Ilustración europea, sitúa a La Numancia cervantina en los preliminares de un concepto de libertad completamente moderno y contemporáneo. La libertad es la lucha por el poder para dominar a los demás.

Volvamos a la obra póstuma del escritor. Tradicionalmente el Persiles cervantino se ha interpretado como una obra seria. Ha dominado la tendencia a considerarlo como un texto incluso afín al catolicismo. Una vez más la crítica ha tratado de servirse de la interpretación literaria para justificar sus propias posiciones morales: los católicos dicen que el Persiles representa la identificación del Cervantes anciano con el pensamiento de la Contrarreforma; los partidarios de un Cervantes liberal hasta la tumba discuten esta tesis, etc. La literatura sigue siendo objeto de controversias e interpretaciones, influidas en última instancia por signos y objetivos morales. Yo mismo no podré sustraerme a ellos. En más de una ocasión he afirmado que Cervantes no es soluble en agua bendita. Una de las dimensiones fundamentales de la interpretación de la literatura es, hoy en día, la ética. La moral lo fue de forma dominante hasta el Romanticismo y, específicamente, hasta mediados del siglo XX: el triunfo de las potencias aliadas sobre el nazismo, y casi medio siglo después del derrumbe del marxismo soviético, supuso el triunfo en Occidente de la ética sobre la moral. Entretanto, la ciencia ha de apañárselas a solas, sobre todo cuando se enfrenta con la literatura y los materiales literarios. Las causas y consecuencias éticas y morales de la creación e interpretación literarias han sido desde siempre los adversarios más serios de la ciencia de la literatura. Es imposible concebir la puesta en circulación de una interpretación literaria al margen de la ética y la moral. El conocimiento humano, en cualquiera de sus facetas, es indisoluble de lo políticamente correcto. Y hoy lo es y lo está más que nunca. Por eso la literatura que no sea susceptible de fundamentar interpretaciones éticas y morales, con firmeza dogmática, en suma, no tendrá cabida en las universidades posmodernas, es decir, en nuestras universidades actuales.

Lo mismo que he dicho sobre Cervantes sucede con la obra calderoniana, en la que los católicos creen haber encontrado la justificación poética de su religión. De cualquier modo, ninguna religión es más bella sólo por estar escrita en verso. La literatura calderoniana es un monumento, pero un monumento histórico, es decir, pertenece al pasado. Fruto de su tiempo, se caracteriza por dos aspectos inderogables: la intención de confirmar un dogma religioso y la falta de una conciencia trágica (Maestro, 2003). Pese a los brillantes esfuerzos (unos más brillantes que otros…) de reconocidos estudiosos, el teatro calderoniano sigue lejos ―muy lejos― de nuestro mundo contemporáneo (Ruiz Ramón, 2000). Y además, carece por completo de implicaciones y consecuencias trágicas, que al autor nunca parecieron preocuparle, a diferencia de los intérpretes modernos y contemporáneos de su teatro, que han visto en la tragedia una experiencia estética de dignidad y reconocimiento, y que por eso mismo están empeñados en atribuírsela a Calderón, como si él la hubiera necesitado, o expresado en sus dramas, alguna vez. Lo trágico es una vivencia genuinamente pagana, y en todo caso sólo recuperable desde un pensamiento laico. La tragedia no encuentra compatibilidad ni con el cristianismo ni con el judaísmo, a menos que modifiquemos a nuestra conveniencia lo que entendemos por tragedia, para apropiarnos de la posible dignidad que atribuimos a sus valores, sin dejar por ello de creer en la salvación del alma. Algo así es perfectamente posible, pero sólo desde la incoherencia: las interpretaciones humanas están llenas de contradicciones y no por eso el sol deja de salir cada amanecer en todos los lugares de la tierra.

La tragedia constituye una experiencia decisiva en la unión que desde siempre ha existido entre ética, moral y literatura. Esta relación resulta indisoluble para el escritor, y también ha de serlo para el intérprete. Pero el intérprete de los materiales literarios no puede olvidarse de que está sometido a la ciencia, y que la ciencia no es democrática. El arte trágico proporciona, en esta fluida síntesis entre ética, poética y moral, la experiencia de un himen eternamente recuperable en su originalidad. Negar a la literatura la interpretación de sus referentes morales y éticos equivale a fosilizar el texto, y a derogar sus relaciones e implicaciones en el presente histórico de la realidad humana. Pero interpretar la literatura de espaldas al conocimiento científico supone reducirla a pura experiencia emocional, o incluso a algo mucho peor: enjaularla en una ideología. La literatura es superior e irreductible a las formas poéticas en que se objetiva para siempre la totalidad de sus valores culturales, morales, éticos o ideológicos. La literatura sólo es plenamente legible desde los criterios dialécticos del conocimiento racionalista y científico.

La estética es uno de los objetos culturales históricamente más mediatizados y adulterados desde el punto de vista de una sociedad política y sus medios de comunicación e interpretación[3]. En este sentido, el teatro desempeña un papel esencial, al tratarse de un arte que sólo puede manifestarse plenamente mediante la presencia de un ejecutante intermedio: el director de escena y su compañía teatral. El esquema jakobsoniano (emisor → mensaje → receptor) nunca tuvo validez ni realidad fuera de la más formalista formulación de la teoría de la comunicación. El pragmatismo de la interacción social y cultural introduce siempre un intermediario, un ser humano transmisor que transforma todo lo que transmite por el sólo hecho de transmitirlo (emisor → mensaje → transductor → receptor): el director de escena en el teatro, el intérprete musical en la ejecución de un arte sonoro, el rapsoda en un poema épico, el poeta que recita sus propios versos, el profesor en el aula, el periodista entre la realidad y la sociedad, el sacerdote entre los fieles y su dios, el hermeneuta entre la verdad y los lectores de la escritura... 

La cultura es a la vez un logro y un experimento en incesante transformación, y la literatura es uno de los objetos estéticos que más intensamente contribuyen a esa transmisión y transformación, es decir, a su interpretación mediatizada (transducción). Vivimos en un mundo contado. Contado por los demás, naturalmente. No dejan de contarnos cuentos desde que nacemos, y a partir de una edad necesitamos creer en alguno de esos cuentos y, como don Quijote, tomarnos en serio una ficción que haga nuestra vida posible o legítima. En una situación de este tipo, todo lo que hace el ser humano significa, y todo lo que significa es objeto de interpretación y por tanto de mediación. No hay experiencia más dativa que la narración o la interpretación. Contamos para alguien, interpretamos para alguien. Interpretar —como se ha dicho— es creer en unas normas. Interpretar la conducta humana es creer en unas normas morales. Las mismas que silenciosamente codifican allí donde es necesario al ejercicio del poder una poética literaria, bajo el nombre de preceptiva, canon o nuevo historicismo, por ejemplo, y con el resultado de conceptos tales como decoro, didactismo, finalidad, uso de los sistemas u objetos culturales como instituciones o instrumentos de poder, etc. El debate entre moral y literatura, de platónica antigüedad, es en cierto modo un falso problema que en muchos casos sólo ha provocado soluciones también falsas.

Platón arremete contra la poesía porque su forma de contar, su fabulación, no confirma en absoluto el sentido normativo que, a través de la filosofía, el propio Platón pretendía imponer en su ciudad ideal y aberrante. Platón demuestra de esta forma haber sido el primero en comprender que la literatura es el único discurso que no se atiene a ninguna norma. Por eso también fue el primero en confirmar que el objetivo esencial de la poética era la moral, pero una moral heterodoxa, la misma precisamente que él pretendía dominar y subyugar desde las formas de una filosofía normativa, programática e imperativa, y que la poética, sin permitirle ninguna forma de control, le disputaba incesantemente. Y también irrefutablemente, lo que ya constituía un inconveniente serio y difícil de sortear. 

La moral de la literatura —si no, ¿dónde habría estado el problema?— era para Platón una moral heterodoxa, y debía ser desterrada. Sin embargo, la poética dispone de alianzas decisivas, privilegiadas, con la estética y la retórica. Con ella el lenguaje de la fábula adquiere en la poética un ejercicio formal francamente exclusivo, y sin duda muy superior al de la filosofía. Superior e irrebatible, para Platón y para todos los moralistas que, desde diferentes credos religiosos e ideológicos, han tratado de disponer, bien bajo el dominio gremial de la moral (el nosotros), bien bajo el control individualista de la ética (el yo), la presencia indómita de la literatura. Una relación dialéctica une a las tres. Negar esta evidencia es permanecer insensible a los contenidos de la literatura, la ética y la moral, así como a sus formas históricas y contemporáneas de expresión. Sólo el arte convierte a la literatura en el único discurso capaz de sobrevivir a todas sus interpretaciones, que tienen y tendrán como fin la obsolescencia más irremediable. Porque la literatura sobrevive a todas las interpretaciones que se formulan sobre ella, y con toda ironía, sobrevive y se perpetúa gracias a la crítica que una y otra vez perece progresivamente en los sucesivos intentos de interpretar lo que la literatura es. Lo literario devora toda interpretación, por poderosa que sea, y se nutre de este discurso crítico que nos afanamos en construir, incluso desde los hijos metodológicos de la deconstrucción, y a veces desde las teorías literarias más desesperadas, con el fin de retener una confirmación moral y ética ―susceptible de ser canonizada― de nuestro papel en este mundo.

Platón no pudo refutar la esencia de la poética, ni arrebatarle la fuerza de sus contenidos morales, que la literatura disputa sin fatigas a las filosofías idealistas de todos los tiempos. La fábula, ese lugar primigenio del que emana lo poético, contenía una moral irreverente y a la vez también inextinguible. En realidad los moralistas ortodoxos y dogmáticos han tratado de negar la moral literaria, genuinamente pagana y secular, y siempre heterodoxa e inconveniente, para afirmar la suya propia. La única posibilidad que le quedaba a Platón era derogar la poesía, ese discurso moralmente heterodoxo, en su totalidad. No le sirvió la dialéctica, sino la ley, es decir, la proscripción. El destierro de los poetas. En realidad actuó en este punto como un moralista dogmático, y no como un filósofo racionalista. Se sirvió de los recursos de la filosofía, pero actuó como un político ajeno a la democracia ―con la que nunca simpatizó, por razones que exigen atención, ciertamente―, y juzgó como un hombre de Iglesia, de credo, de dogma. Al igual que un dios, no supo finalmente de ironías. Se tomó la literatura en serio. Creyó en ella, en su heterodoxia ética y moral, como un místico cree en la amenaza real del demonio. En todo creía ver Platón la huella de una realidad metafísica viva. La literatura es una ficción poética ―una fábula― cuyos referentes pretenden ser formalmente verosímiles, para hacer posible y coherente al ser humano las condiciones de un conocimiento moral y poético. La literatura es convincente en la medida en que es formalmente verosímil. No hay que creer en ella. Poética no es religión. No es cuestión de fe, ni de preceptivas, ni de cánones, sino de convicción. La poética sigue siendo en literatura el medio esencial de toda expresión ética y moral, cuyo fin es el conocimiento humano y normativo, el conocimiento científico.

Quizá el lector es alguien inocente que se corrompe en la medida en que determinadas teorías —e historias— de la literatura mediatizan su relación con las obras literarias. Pero la inocencia no deja de ser la forma noble ―acaso eufemística― de la ignorancia, de la insipiencia. De la nesciencia, incluso. La inocencia es una experiencia intolerable en un lector. Es peor incluso que la inmadurez. Ni el lector es más inocente que el autor, ni éste lo es menos que el crítico, quien interpreta el significado de los textos literarios desde el conocimiento o desconocimiento del bien y del mal ―con frecuencia también desde el desconocimiento de los saberes científicos―, endiosado muchas veces en el poder del medio de comunicación de que dispone. Lo cierto es que la lucha entre literatura, norma y intérprete, es decir, entre poética, preceptiva y crítica, sigue siendo en nuestros días, como lo era hace quinientos años, por ejemplo, una lucha visible y contundente. Lector y autor desempeñan, como casi siempre, y en contra de lo que muchas veces cree cada uno de ellos, un lugar de pasividad y de consumo. Con frecuencia, de pasividad crítica y de consumo ideológico.

La literatura es el único discurso que no envejece nunca; es anterior a toda forma o actividad teórica (incluida la escritura misma), y por supuesto sobrevive a cualesquiera interpretaciones que puedan formularse sobre ella; es también, digámoslo desde el principio, un discurso superior e irreductible a cualquier preceptiva poética o estética y a cualquier formulación o ley moral. Y no se olvide que toda norma artística, creativa o interpretativa (es decir, destinada al autor o a los lectores), posee, de forma disimulada o manifiesta, su propia ley moral, de la que emanan con frecuencia una justificación artística y una instrumentalización social.

Merced a la expresión lúdica, a la interpretación irónica o a la intensidad catártica que ha caracterizado desde su origen a la esencia de la fábula, realidad primigenia de la que emana lo poético, la literatura ha sobrevivido a un sin fin de imperativos morales y preceptivos desde los que se ha tratado de controlar la vida de los seres humanos. Con frecuencia, el arte ha servido de pretexto para imponer o consolidar determinados presupuestos y normativas morales (las leyes del grupo) y también éticas (las leyes del individuo). La justicia ―incluida la poética― oscila frecuentemente entre el egoísmo del nosotros y la egolatría del yo. Con toda probabilidad, tras un precepto estético subyace siempre un mandato moral y ético. Y no se convencen los preceptistas, los de ayer y los de hoy, de que la literatura sobrevive a todos los imperativos éticos y a todas las legislaciones morales.

La revisión del llamado «canon clásico» —una expresión sin duda demasiado simple para dar cuenta de la heterogénea complejidad del arte y la poética anteriores a los movimientos posmodernos— llevada a cabo por los grupos neohistoricistas, feministas, americocentristas, indigenistas, etc., corre el riesgo de quedarse en una dogmática subrogración, consistente en reemplazar un canon, el supuestamente «clásico», más que sobrepasado por los tiempos, en favor de otro, el resultante de una momentánea «visión posmoderna» sobre unos dos mil quinientos años de historia, que en verdad resulta más vigoroso por la moda que razonable por su convicción. Diríamos que ante nuestros ojos parece postularse la sustitución de un canon destinado a los autores de obras literarias, tal como lo habían concebido los preceptistas clásicos, por un canon destinado contemporáneamente a los lectores de las mismas obras literarias, tal como nos lo presenta o impone la preceptiva posmoderna, en sus múltiples variedades y manifestaciones. 

De un modo u otro, cambian los cánones..., para permanencia de los dogmas. Pensemos, por ejemplo, que ningún otro pueblo ha dogmatizado acaso tanto sobre el discurso escrito, y desde la más remota Antigüedad, como el pueblo judío. Su literatura no es la fábula homérica, sino más bien la Ley de Moisés. Y sin embargo ningún discurso ha resistido tan eficazmente la supresión de la libertad y la imposición de normativas morales como el discurso literario, y de manera especialmente manifiesta los géneros teatrales, síntesis por excelencia de la fiesta, la heterodoxia y la catarsis. ¿Qué tendrá la literatura, que a toda esa suerte de moralistas del arte, la religión o la cultura —llámense preceptistas al estilo de Scaligero, canonicistas al modo de Harold Bloom, o posmodernos en boga como cualquiera de los existentes—, les ha interesado en todo momento controlar? No puedo creer en absoluto en esas afirmaciones que se oyen de vez en vez, en las que se afirma con pobre ironía que la literatura no sirve para nada. Insisto en que algo tiene la literatura, o lo que por tal se pretende hacer pasar mercantilmente en nuestra sociedad actual, cuando tanto interés despierta, de forma masiva y totalitaria, su control e interpretación por parte de los diferentes intermediarios implicados en los procesos de creación e interpretación de los fenómenos culturales. 

Por eso me sorprende mucho, en una época como la actual, que tanto presume de libertad y de ansias de libertad, denunciando por cualquier parte las limitaciones de la información y el conocimiento (como si ambos fenómenos fueran equivalentes), que el lector común se encuentre hoy tan condicionado ―o más― para interpretar la literatura como lo estaba el autor durante los siglos XVI, XVII y XVIII para crearla. Cientos de mediadores e ideólogos, intermediarios y moralistas al fin y al cabo, se interponen entre la literatura y sus lectores: prensa y suplementos culturales, críticos que nacen de la retórica «muerte del autor», universidades en muchos casos muy devaluadas, medios académicos de la más diversa índole, congresos las más de las veces masificados, revistas especializadas y menos especializadas, maquilladas todas por los cínicos índices de calidad... Todos tratan de poner ante los ojos del lector el acceso fundamental a la interpretación de un significado trascendente, a menudo con pretensiones de exclusividad. 

Estos intermediarios pretenden elaborar para este lector común, sin voz pública, por supuesto (muy alejado de la hoy mítica e irreal familia de los lectores modélicos, ideales, implícitos, explícitos, implicados, archilectores, etc.), un mundo previamente valorado y definitivamente interpretado[4]. Curiosamente, los dogmas sobre la literatura, es decir, las preceptivas y los cánones, no suelen venir del autor —ni hoy ni en el pasado—, quien escribe habitualmente para combatirlos; ni del lector común, a quien no mueven intereses especialmente codiciosos; sino que proceden, desde siempre, del crítico, intérprete o intermediario, es decir, del transductor. La literatura siempre precede a la teoría; el lenguaje, a su interpretación. El discurso interpretativo, y secundario, siempre permanece inevitablemente lejos del origen, lejos de la fuente literaria a la que pretende aproximarse de forma constante. A veces la distancia es tal que la literatura se basta por sí misma, y la interpretación se convierte en algo por completo prescindible. Ése es el destino final del discurso interpretativo: la obsolescencia. La literatura sobrevive siempre a cualquiera de sus interpretaciones. Y gracias a ellas. No hay mayor ironía.

Algunas interpretaciones necesitan mitificarse para poder sobrevivir. Aun así su supervivencia es insignificante comparada con la literatura a la que se refieren. De hecho las interpretaciones apenas sobreviven al intérprete. En algunos casos no alcanzan más allá del radio de acción del sujeto que las formula; su universidad, su departamento, su entorno académico más o menos compartido y discutido. Acaso alguna vez superan el paso de algunas generaciones. Si la interpretación se convierte en una moda, entonces la fogosidad de su éxito será tan luminosa como previsible la inmediatez de su descomposición.

Quizá se olvida con demasiada frecuencia que la literatura sólo está alejada del mundo real ficcionalmente. La literatura no habla sino de realidades. La credibilidad de las formas le exige conservar todos los lazos de unión con la complejidad de la vida humana. Principalmente con los enfrentamientos éticos y las dialécticas morales. Nunca me pareció especialmente revelador el término heterocósmico (Dolezel, 1998) para designar la esencia de las obras literarias de ficción. La literatura no es exactamente un heterocosmos, sino más bien un cosmos herético, moralmente heterodoxo y poéticamente comprensible. No es un mundo alternativo, porque no es un mundo habitable. La forma poética existe porque posee un sentido éticamente reconocible y moralmente discutible. Nada más heterodoxo en este contexto moral, ético y literario, que la literatura y la poética de autores como Fernando de Rojas o Cervantes, por ejemplo. Poética que es secularización de dogmas. Poética que, nacida del mito, desemboca en la desmitificación.

 


3.1.2. La interpretación, ese acceso a un significado trascendente

Shakespeare parece jugar en la definición que, entre burlas y veras, hace del conocimiento humano en el diálogo que mantienen el rey y Berowne al comienzo de Love’s Labour’s Lost (1598). El conocimiento es ante todo el conocimiento de las cosas ocultas y negadas al sentido común. Los medios de ese conocimiento han de orientarse sobre todo hacia el saber de aquello que se nos impide conocer: «Things hid and barr’d, you mean, from common sense […]. To know the thing I am forbid to know» (Love’s Labour’s Lost, I, 57-60).

El dramaturgo inglés juega con la idea ―tan seductora para el Romanticismo― de que quizá el conocimiento evita encontrarse con nosotros. Según los sofistas, la verdad sólo es un derecho que no nos pertenece. De cualquier modo, el ser humano es el único ser vivo dotado de una capacidad de trascendencia, es decir, de una facultad para desear, generar e interpretar significados trascendentes. Sí, pero a costa de mucha psicología y poca ciencia.

Todo acceso al conocimiento está mediatizado, es decir, transducido; y semejante mediación no está ejecutada ni por el autor —que después del estructuralismo de Barthes «ha muerto», voluntaria o involuntariamente—; ni por el texto (o escritura), cuya interpretación depende, sobre todo desde Gadamer, de un sujeto «sabio» que «dialoga» con la tradición; ni del lector ideal o lector modelo, al que tantas identidades y etiquetas se le han atribuido, y casi ninguna de ellas de fundamento auténticamente real. Hoy el acceso al conocimiento está efectivamente mediatizado o transducido no por los agentes tradicionales jakobsonianos —autor, mensaje, lector—, sino por el sujeto que interpreta el mensaje para el lector, y que por ello mismo se interpone entre éste y aquél. Este sujeto no habla por boca del autor, ni se acerca a la escritura del texto renunciando a sus propios valores morales, ideológicos o axiológicos, ni tan siquiera piensa muchas veces en la educación científica del lector común a la hora de formular la interpretación de la obra literaria; este sujeto intermediario piensa en la interpretación del texto ante el lector en la medida en que tal interpretación justifica su personal posición (política, cultural, económica, sexual, etc.) en el contexto de su vida real y social. 

La pragmática de la comunicación literaria ha de tener necesariamente presentes, al menos desde la sociedad de finales del siglo XX, los cuatro elementos en que hemos insistido una y otra vez: autor → mensaje → lector → transductor. El objetivo de toda transducción es, pues, el lector, pero no un lector cualquiera, sino un lector sin voz, un lector vulnerable, desposeído de toda posibilidad de expresión pública reconocida. Sólo así es posible imponer una interpretación falsa a una comunidad de individuos, porque sólo así es posible hacer de una mera opinión una teoría aparentemente científica, cuando en realidad nada haya de científico, ni de teórico siquiera, en ese discurso. La doxa se convierte en episteme a los ojos del ser humano sin dejar de ser doxa. He aquí lo que desde Platón reconocemos con el nombre de demagogia: dotar conscientemente a la mentira de atributos de verdad. Aunque en estos momentos sea sólo una posibilidad, internet es un recurso decisivo que puede permitir la superación, siempre relativa, de este tipo de situaciones mediatizadoras; y no hay que olvidar, no obstante, que en internet simplemente están los datos o los hechos, es decir, el acceso a ellos ante todo, pero la interpretación, como el conocimiento, es una experiencia específica del ser humano, y depende esencialmente de las capacidades intelectivas de la propia persona, al margen de las cuales sólo habitan el nihilismo y la nesciencia. Entregarse a la llamada inteligencia artificial es entregarse a la inteligencia artificialmente programada por los demás para controlar nuestros conocimientos e interpretaciones.

Hoy menos que nunca accede el lector en un estado adánico a la lectura y percepción de los hechos sociales, culturales, literarios. Lo mismo podríamos decir incluso de los hechos reales. Casi todo tiende a estar cada vez más mediatizado, y con frecuencia lo está desde los más diversos signos ideológicos y axiológicos. Desde la elección del sexo de los seres humanos, hasta la clonación de las más variadas criaturas, sin olvidar la elaboración de alimentos transgénicos, o las formas de investigación interplanetaria o biogenética, una de las características primordiales de los nuevos tiempos es sin duda la mediación, es decir, la intervención humana que, en cualquiera de sus facetas, tiene como fin la alteración controlada del curso previsto —acaso natural— de determinados hechos y acontecimientos. El azar tiene cada vez menos posibilidades de movimiento. En una época y en una cultura determinadas por tales características, la visión (literaria) sin intermediarios no es posible. El profesor, el crítico, el editor, el periodista por supuesto, etc., disputan por dominar el acceso a los textos, es decir, al sentido, al significado trascendente, en el valor más amplio de la palabra, y ofrecer de este modo al lector una literatura, un sentido, un discurso, una religión, una política, un conocimiento, una sociedad, una sexualidad, un cosmos..., previamente valorado y definitivamente interpretado.

Se nos quiere hacer creer que toda interpretación es una ficción explicativa, cuya consecuencia última es un fundamento moral o ético. La existencia de este fundamento no se discute. Lo que se discute, y se niega, es la legitimidad científica y crítica del conocimiento. De este modo, la interpretación ―ética o moral― se convierte en un dogma, que como tal se impone, de modo que el intérprete pretende apoderarse de los materiales literarios cual demiurgo que actúa como un dios veterotestamentario. El dogma sólo se discute de forma aparente. No admite ironías. Cuestionar un dogma equivale a secularizarlo, y promover su desmitificación irreversible. Ahora bien, ¿qué es la interpretación literaria y cómo es posible dogmatizar desde ella? Vamos a considerar este planteamiento.

La interpretación no es un saber doxográfico, un saber pretérito, acrítico y extemporáneo, un saber acerca de las obras de Homero, Schiller o Pessoa; el saber interpretativo es un conocimiento acerca de lo presente y desde el presente. Homero, Schiller o Pessoa pueden formar parte inderogable de nuestro mundo actual, es decir, de aquellos objetos culturales que sustantivan nuestro conocimiento presente. La interpretación es un saber de segundo grado, un conocimiento genitivo (de algo), que presupone necesariamente otros saberes de «primer grado» (técnica, política, Historia, matemática, métrica, lingüística, biología...). La interpretación implica de este modo un estado de las ciencias y de las técnicas lo suficientemente desarrollado como para que el sujeto pueda servirse de ella eficazmente.

Una interpretación es la respuesta gnoseológica a un imperativo epistémico, es decir, la explicación racional que el ser humano es capaz de desarrollar con el fin de esclarecer, hasta donde sea posible, la constitución, significado, uso y función de un fenómeno que de otro modo permanecería incomprensible, y que se impone en el pensamiento del sujeto con la exigencia de un interrogante. En las ciencias denominadas «naturales» la interpretación está determinada, entre otros aspectos, por el principio de causalidad y el principio de exactitud, cuyo límite es la identidad (A = A). Sin embargo, en las ciencias «humanas», se nos impone desde Kant que la interpretación resulta muy difícilmente verificable más allá de unas escasas condiciones formales de observación. Pero Kant ha sido uno de los caminos más errados de la Edad Contemporánea. Allende los formalismos metodológicos, la interpretación literaria se nos presenta como una experiencia determinada por la ética individual o por la moral colectiva. Kant impone sin razones la interdicción científica de la interpretación literaria. Desde Maquiavelo, desde Cervantes sobre todo —nunca desde Shakespeare—, el ser humano cuenta con demostraciones que le permiten conducir su experiencia mediante formas lógicas de conducta que se justifican por sí mismas. En nuestro tiempo, sin embargo, este individualismo moral se ha radicalizado idealmente en las sociedades occidentales. Todo el mundo cree ser original, pero, paradójicamente, todo el mundo hace lo mismo sin la menor originalidad. La ética triunfa sobre la moral sólo si se es un delincuente, es decir, un héroe para la democracia. Las normas sólo sirven para castigar a quien las cumple y enaltecer a quien las quebranta.

La interpretación literaria se formula siempre como una reacción, como una respuesta, cuyo fin es promover nuevas acciones mediante explicaciones que pretenden ser convincentes. Pero la interpretación es siempre un saber contra algo o contra alguien, un saber ablativo, que se desarrolla y se esgrime frente a otros pretendidos saberes, frente a otras posibles interpretaciones o construcciones éticas, morales y científicas del mundo. Una interpretación lo es en función de otras interpretaciones que constituyen para el ser humano las coordenadas de una educación científica y moral. Aunque sus medios y recursos sean gnoseológicos (materialistas) o epistemológicos (idealistas), las causas y las consecuencias de una interpretación tienden a percibirse en sus dimensiones morales y éticas antes que científicas y críticas. 

Interpretamos desde el hacer, desde nuestras posibilidades operatorias, y para todo aquello que en nosotros encuentra alguna posibilidad de actuación. Lo operatorio es previo a lo inteligible. Si la literatura fuera verdadera y simplemente una ficción, no causaría tantos problemas a los moralistas de todos los tiempos. Moralistas, preceptistas, canonicistas, intérpretes del dogma todos ellos, encuentran en la literatura un obstáculo común e insoportable. Algunas veces estos moralismos han tratado de desterrar la literatura de su ciudad ideal (Platón); otras veces han tratado de someterla y controlarla mediante diferentes formas de compromiso (cristianismo y marxismo, dos caras singularmente opuestas de una misma y quizá única moneda); también se ha tratado de utilizar modos muy sofisticados de interpretación filológica con objeto de disimular los fundamentos morales del intérprete (formalismos, estilísticas, historiografías, psicoanálisis, crítica académica, teorías literarias varias...), hasta constituir tradiciones canónicas a las que se ha atribuido un estatuto de inmutabilidad; incluso se ha pretendido negar la interpretación literaria como tal, o ir contra ella (Sontag, 1966), como si algo así eximiera al intérprete de incurrir en una nueva interpretación, más dogmática y contundente si cabe que las que pretende discutir, negando cualquier resquicio de validez. 

Finalmente encontramos moralismos que, de forma directa y sin disimulos, pretenden interpretar la literatura de acuerdo exclusivamente con los fundamentos morales e ideológicos de su propio gremio social o académico. Es el caso del feminismo y sus mutaciones históricas. Una misma obra literaria es fuente de interpretaciones diversas, según nuestro punto de vista sea filológico, marxista, católico, feminista, platónico o aristotélico. Una en su génesis, plural en su interpretación, la obra literaria resiste —e incluso contempla con indolencia— todas las interpretaciones que se vierten sobre ella. Y de las cuales se alimenta, como hemos dicho.

Se pretende que las formas de conocimiento literario encuentren en un fundamento moral o ético su razón de ser, de espaldas a la ciencia, cuyo acceso se prohíbe idealmente desde Kant. En este sentido, se nos obliga a creer que ninguna interpretación está exenta de las fluctuaciones éticas o morales del presente, ni aún del pretérito. Se exige reinterpretar el pasado: inventar de nuevo la Historia. El mundo y la realidad en que habitan los seres humanos, y los seres vivos en su conjunto, no posee una morfología que pueda considerarse inmutable o independiente de quienes forman parte ideológica de ese mundo. La realidad es el resultado de la organización que algunos de sus elementos, como los seres humanos, establecen sobre todo aquello que incide sobre ellos. Esta actividad antropológica se desarrolla en función del radio de acción que nuestras facultades y posibilidades alcanzan en cada momento. El mundo no es, ciertamente, la totalidad de las cosas, omnitudo rerum, sino la totalidad de las cosas que nos resultan accesibles en función de nuestro radio de acción, de nuestro poder de organización, es decir, de nuestras posibilidades críticas de interpretación (Bueno, 1995).

Desde esta perspectiva, la interpretación tiene su causa en la consciencia de la necesidad de saber para sobrevivir. El uso de este saber supervivencial determina las consecuencias de la interpretación humana. El saber no es un ocio, sino un recurso esencial para la supervivencia individual y colectiva del ser humano. 

Sin embargo, esta consciencia de necesidad sapiencial vital suele estar determinada por una causa ética o moral que la gestiona emocionalmente, un impulso o fuerza que, de fomra individual o colectiva, trata de legitimarse e institucionalizarse a medida que progresa ese saber, esencialmente humano, del que ella misma es motivo y consecuencia. La interpretación literaria no siempre ha brotado de una consciencia de necesidad de saber literario. Y aún menos de supervivencia. En estos tiempos que corren estamos especialmente lejos de ese interés por el saber literario, y por vincular la propia supervivencia a una interpretación crítica y racional de la literatura, despreciada desde la hegemonía de la Anglosfera a una suerte de ocio comercial. 

Hoy se nos imponen éticas y morales colectivas, y tales ideologías ocupan la totalidad de nuestras posibilidades interpretativas. Esto es lo que se nos obliga a asumir, en términos de corrección política. En su furor ideológico, las interpretaciones moralistas, hoy como ayer, no distinguen entre formas, géneros o discursos verbales y no verbales. La literatura les resulta completamente imperceptible como tal. No tienen capacidad de discernimiento entre lo estético y lo fisiológico, entre el verbo y el deseo. Sólo discriminan la alteridad adversa o diferente de la identidad por la que se definen: «los que reaccionan como yo, y los que no reaccionan como yo». Para algunas gentes no son necesarias más diferencias. Cualquier otra forma de interpretación o diferencia es un discurso que niega la identidad y, por lo tanto, debe combatirse desde el verbo, indiscutible, de fundamentos morales. Dogma dictum est

Platón habría admirado esta forma de disolución preceptiva de la literatura, que a él le resultó absolutamente imposible. Tal era la atracción con la que percibía e interpretaba lo genuinamente literario. Los nuevos dogmatismos morales y éticos de interpretación cultural no destruyen la literatura, sino que, en primer lugar, anulan sus posibilidades específicas de percepción y, en segundo lugar, instituyen de forma excluyente determinadas normas de interpretación, fuera de las cuales otras modalidades hermenéuticas resultan proscritas. Es una suerte de esterilización de ciertos sentidos: los literarios.

Hay algo común que comparten unánimemente todos los fundamentalismos éticos y morales: todos ellos se toman en serio la literatura, sus formas y sus contenidos. No se trata de un juego, ni de una ficción: se trata de una amenaza, cuyas palabras provocan por sí solas consecuencias reales. La literatura no es solamente una ficción: es una ficción amenazante. En lugar de meras palabras, se advierte una fábula hechizante, una suerte de acto mágico, pero sospechoso: un peligro que hay que controlar, codificar, prohibir, normalizar, canonizar una y otra vez, etc., interpretar, en suma, según la metodología de una determinada legislación moral. La que mejor convenga a nuestro ejercicio de poder. Así se impone, sobre la interpretación literaria, tanto la ética, como imperialismo del yo (el individuo), como la moral, como imperialismo del nosotros (la sociedad o el gremio, el lobby).

Las interpretaciones no son eternas. Más bien todo lo contrario: nacen con fecha de caducidad. Su vigencia depende del poder del grupo (moral) o individuo (ética) que las impone. Su destino es ―siempre― la obsolescencia. Lo hemos dicho. Brotan de instituciones históricas y sociales, algo constantemente inestable en el desarrollo de las civilizaciones humanas, y dependen de configuraciones morales y sistemas ideológicos, igualmente frágiles, por más que puedan prolongarse en el tiempo más allá de algunas generaciones. En cualquier caso, y pese a sus fluctuaciones, la interpretación literaria, que es nuestra principal referencia aquí, puede ser objeto de una serie de acepciones objetivas, o con fundamento in re, que vamos a considerar a continuación, siguiendo a Gustavo Bueno (1992). La ciencia no cambia cuando cambia el contexto: la moral, la ética, la justicia, la sociedad, la política…, cambian y fluctúan periódicamente, movidas por los intereses más diversos y perversos.

En primer lugar, la interpretación es una actividad humana identificable con una tecnología, esto es, con operaciones complejas capaces de movilizar arsenales de ideas y conceptos: un «saber leer», un «saber hacer», o saber técnico, que implica criterios de la ciencia y del arte. La interpretación es una acción —piénsese en sus consecuencias pragmáticas—, una codificación, una organización plena de un estado de cosas que se someten a estudio y transformación.

En segundo lugar, esta facultad perceptiva, organizadora y operatoria, este «saber leer» y «saber hacer», requiere para su desarrollo un sistema ordenado de proposiciones derivadas de principios: una ciencia, en sentido aristotélico. Es evidente, por tanto, que una interpretación sólo puede manifestarse en un mundo, en una cultura, en una sociedad, en la que se den ciertas condiciones: escritura, organización lógica de teorías, comunicación, debate de ideas, e incluso libertad. La interpretación, considerada como sistema ordenado de proposiciones derivadas de principios, se sitúa muy cerca del concepto aristotélico de ciencia, tal como el estagirita lo expone en sus Segundos analíticos. La interpretación no sólo requiere una escuela, para «saber leer»; requiere también una academia, donde se contrasten todas esas lecturas, es decir, una Universidad. He aquí el fruto del árbol de la ciencia. La disputa por el conocimiento, la competencia por una cualidad esencialmente diabólica y luzbelina. Una actividad profesional basada en la destrucción de toda inocencia.

En tercer lugar, la interpretación se ha visto con frecuencia muy determinada por la evolución de las ciencias positivas, sobre todo desde la física de Galileo y la matemática de Newton, y particularmente desde el desarrollo de los principios de la revolución industrial. A la escuela, a la academia, hay que sumar el taller y el laboratorio. Las dimensiones de este taller, de este laboratorio, son las dimensiones del cosmos. La interpretación literaria no ha sido ajena a este positivismo, en especial durante las décadas del cientifismo decimonónico, por más que su «laboratorio» se limite, con frecuencia, a la biblioteca. Con todo ―lo he dicho― es necesario salir del lenguaje para interpretar la literatura. La literatura exige el conocimiento de la totalidad, esto es, de la realidad. La poética exige más que la retórica. No bastan las palabras. La realidad no está hecha de palabras.

En cuarto lugar, la interpretación ha alcanzado en el terreno de las denominadas «ciencias humanas» un estatuto bien definido, en parte gracias al éxito y al formato de las «ciencias naturales», que ha desembocado en un muy amplio reconocimiento académico. Pese a todo, este reconocimiento no puede confundirse con una plena justificación epistemológica o idealista de la interpretación literaria en el seno de las «ciencias humanas». Hoy día, sin embargo, ya no preocupa esta legitimación científica, que se da por supuesta o simplemente se ignora. En la interpretación literaria al menos, la ciencia ha sido sustituida por la ética (el interés del yo), y sobre todo por la moral (los intereses del gremio, del nosotros). Los gremios, los lobbies, son con frecuencia minoritarios. Es el poder de las minorías... 

El conocimiento se ve arrastrado por la univocidad de la idea, el saber sucumbe ante un saber único, dominante y monista, y la construcción de los valores se convierte en una lucha de ideologías, en una vulgar e intimidatoria axiomaquia. Se impone a priori un juicio definitivo, una solución final. En este contexto, una nueva forma de metafísica, en la que se basa cada vez un mayor número de interpretaciones, resurge con una falsa y atrayente originalidad. Sólo así es posible estudiar a Calderón como si su obra literaria fuera una consecuencia real de la existencia de Dios, o del orden moral trascendente reflejado en la ficción de su teatro. Como se ha indicado anteriormente, las interpretaciones morales, todas ellas fundamentadas en un dogma más o menos declarado, son incapaces de no tomarse en serio la literatura. El dogma no admite otros dogmas, es decir, otras ficciones. A los ojos de los moralistas, la literatura es la mayor de las profanaciones. No en vano el arte y las ciencias son, ante todo, actividades seculares.

Estas cuatro consideraciones sobre el concepto de interpretación no son apreciaciones meramente lingüísticas, sino que están determinadas por el propio proceso y desarrollo de los materiales sometidos a interpretación.

Para la filosofía de Platón y Aristóteles sólo había una ciencia efectiva, la geometría. Si había otras, su filosofía ni las vio ni las soñó. Diferentes intérpretes han atribuido a esta circunstancia ―yo diría limitación filosófica― algunas de las características de la antigua idea de ciencia como conocimiento discursivo a partir de principios. En nuestro tiempo no podemos hablar de una única ciencia efectiva y dominante. Ni tan siquiera de un conjunto uniforme de ciencias en cuyas consecuencias se piense de modo exclusivo y excluyente. Una de estas posibles ciencias, la biogenética, se ve con frecuencia intervenida por la ética (Bueno, 1996). Esta última no podrá reemplazar a aquélla, pero también es cierto que la biología no es la literatura, donde un discurso ético ―y sobre todo moral― ha impuesto sus condiciones sobre los resultados de la interpretación científica. De cualquier modo, no hay en el siglo XXI ni una sola actividad humana ni científica que no resulta intimidada por las ideologías de lo políticamente correcto.

La interpretación, pese a nacer de una facultad lingüística mitopoiética, creadora de mitos, se construye siempre mediante palabras, conceptos y proposiciones sobre un campo de estudios. Se supone también que los medios de la interpretación re-producen o re-presentan isomórficamente los materiales que analizan. Con demasiada frecuencia se olvida, sin embargo, que esta representación está mediatizada de forma decisiva por la ética y por la moral, de las que dependen pragmáticamente el uso y función de las palabras, conceptos y proposiciones de que se sirve el pensamiento humano. La ética y la moral conducen al mito de la interpretación literaria. Frente a ellas hay que actuar científica, desde una crítica del racionalismo literario.

La interpretación responde a un constructivismo, con creaciones que se mantienen en el terreno de las construcciones conceptuales, y que se llevan a cabo mediante «operaciones mentales», aunque sus consecuencias pragmáticas con frecuencia se realizan mediante «operaciones manuales» (Bueno, 1992), las cuales suponen un tránsito evidente del verbum al factum, siempre como causa y consecuencia del ethos. En este sentido, toda interpretación es conocimiento o forma de conocimiento, y por eso mismo, por ser conocimiento, está compuesta de ideas que sólo tienen sentido pleno en la medida en que se constituyen como experiencia de un sujeto individual. Una de las condiciones genéticas de la interpretación es el individualismo del sujeto, la soledad humana, el fundamento moral del yo.

En las «ciencias humanas», la interpretación está obligada a trascender los límites del formalismo, al igual que sucede en las «ciencias naturales». Pensar lo contrario implica naufragar en el formalismo y el teoreticismo en el que se agotaron, sin ir más lejos, todas las teorías literarias del siglo XX. La interpretación literaria, más allá de formalismos y teoreticismos, ha de incorporar a su discurso explicativo los «objetos reales» del discurso literario. Dicho de otro modo: la interpretación literaria ha de incorporar a su formalización científica la realidad crítica de los materiales literarios: autor, obra, lector e intérprete o transductor. El discurso interpretativo no puede dar cuenta gnoseológicamente de la realidad de los objetos o referentes literarios a menos que el intérprete neutralice los componentes acríticos que pueden intervenir el proceso de investigación: ideologías, éticas, morales, religiones, pseudociencias, doxografías... El sodio, los astros naturales o el vacío, son objetos reales con los que trabaja la ciencia natural, y forman respectivamente parte esencial y real de la química, la astronomía y la física. Son sus contenidos reales. Las ciencias categorizan sus contenidos formalmente, mediante palabras, imágenes o conceptos, es decir, mediante formulaciones que, lejos de ser ficciones explicativas, son referentes universales con probado fundamento material: porque las ciencias también —y sobre todo— categorizan sus contenidos operatoriamente. Sólo a través del materialismo gnoseológico las ciencias pueden librarse de la concepción de la ciencia como re-presentación especulativa de la realidad y, en el mejor de los casos, como re-construcción o descripción de la verdad.

En este contexto, las denominadas «ciencias humanas» han de superar los extravíos del idealismo epistemológico, orientado siempre, bien hacia la ética del individuo, bien hacia la moral del gremio social o lobby académico. Algo así se advierte de forma muy especial en la interpretación literaria contemporánea, que trata de sustituir, definitivamente, la ciencia de la interpretación literaria por la ética de la interpretación cultural o la moral del dictado gremial (grupos feministas, indigenistas, neohistoricistas, nacionalistas, etc.). La ciencia literaria queda reducida de este modo a actos de conocimiento gremial, ejecutados e impuestos desde la moral dominante. No por casualidad desde los estudios culturales se pretende destruir y disolver los estudios literarios. La cultura es una invención de aquellos pueblos que carecen de literatura.

Siempre ha sido así, aunque hoy quizás el énfasis es mayor que antaño, como menor es la disimulación moral del intérprete adscrito al gremio de turno. Ni la ética ni la moral han faltado jamás en la historia de las interpretaciones. Pero hoy su poder es tal, que incluso han conseguido subordinar a sus propios intereses dimensiones fundamentales del discurso y la metodología que tradicionalmente pertenecieron a la ciencia. Desde Aristóteles hasta la posmodernidad, la interpretación literaria siempre ha sido un «acto de conocimiento». Nada más. No ha curado ninguna enfermedad. No ha resuelto ningún problema social. No ha hecho a nadie ni más bueno, ni más honrado, ni más sensible que su vecino. Interpretación literaria es el nombre que los moralistas dan a su deseo de dominar ante los demás las obras literarias, es decir, a su lectura personal, o gremial, pero siempre poderosa y prototípica, de las obras literarias. Es el nombre que la ética se reserva para sus relaciones con la poética. Relaciones de dominio, sin duda. Pero la literatura seduce a la crítica quizá sólo para burlarse de ella. El discurso literario sabe muy bien, como lo sabía Cervantes, que al poder sólo se le puede seducir, vencer o burlar. La interpretación de la literatura no puede limitarse a la moral o a la ética: la interpretación de la literatura ha de ser científica. La literatura exige un conocimiento científico, porque es superior e irreductible a la ética y a la moral de sus intérpretes.

La moral y la ética actuales son fuertes formas posmodernas de prostitución literaria. La ciencia hace legible la literatura. La ética y la moral, ante todo, la prostituyen.

La literatura es ―como tal― ininterpretable críticamente sin la ciencia. Es impenetrable fuera de ella. Pero al intérprete de los materiales literarios le gusta sustituir el conocimiento científico por los intereses morales y las apetencias éticas, y concebir ―por este camino― que las ficciones de la literatura se basan en un fundamento trascendental y metafísico, en el cual ha de encontrar confirmación y legalidad inmanente un determinado modo de vida, el origen mitológico de una nación, la concepción exclusiva y excluyente de una orientación sexual, etc. No debe sorprendernos algo así, pues es el planteamiento en que se basa la totalidad de las religiones, las genealogías indigenistas, los nacionalismos posrománticos y posmodernos, los fundamentalismos feministas...

Gustavo Bueno (1995a) ha señalado que una ciencia positiva puede ofrecer una visión científica de su campo categorial, pero nunca una visión científica del mundo. Las ciencias son parcelarias o categoriales, no globales: no lo estudian todo, sino una parte de la realidad. De igual modo, lo que una interpretación literaria debe ofrecer es la explicación de las ideas objetivadas formalmente en los materiales literarios, y no la legitimidad metafísica de un sistema ético o moral, que en un momento dado pueda usarse como marco de interpretación reivindicativa, ideológica o cultural. Si eso se quiere constituir en credo, el engendro resultante se llamará dogma. 

La paradoja del fundamentalismo de las interpretaciones éticas o morales sobre literatura reside precisamente en que ninguna de sus proposiciones puede confirmarse de forma unánime o definitiva en una obra literaria concreta. Como se ha dicho anteriormente, el destino de toda interpretación, por muy ética o muy moral que sea, es, sólo y siempre, la obsolescencia más absoluta. Cualquier fundamentalismo ético o moral no sólo implica, sobre un fenómeno tan complejo y abierto como es la literatura, una interpretación exclusiva, sino también una ontología monista, de tendencia totalizadora e ideal, y una metafísica, en cuya trascendencia inaccesible se sitúa la imposibilidad de verificar de forma racional cualquier interpretación científica y, sin duda, diferente. Es posible que en el mundo occidental más reciente el avance de la ciencia y del racionalismo sólo haya afectado a la organización social de los fundamentalismos, pero no al dogmatismo de sus principios éticos, es decir, a su fe. Siempre habrá dogmas que las Iglesias no puedan ceder, como la existencia de Dios o la inmortalidad del alma. Siempre habrá dogmas a los que la moral de determinadas tendencias e ideologías no renunciarán jamás. Dogmas que sólo pueden perpetuarse mediante la imposición programática e imperativa.



3.1.3. No toda forma de lenguaje es una ficción

La ficción es probablemente la forma de expresión más recurrente y poderosa del ser humano. Es, desde luego, la más exuberante y atractiva. Dicen los sofistas que la realidad se oculta, se nos sustrae; la ficción la sustituye y la transforma. Se nos invita a prestar más atención a la ficción que a la realidad. La ficción es mejor: está mejor construida, no resulta tan imperfecta ni tan fatigante. La ficción dispone entre sus objetivos principales la confirmación de su percepción. Dispone también, y exige, además, su propia interpretación. La ficción es siempre una ficción de diseño. Pero hay algo esencial que los sofistas, y también los poetas ―que tiene muchísimo de sofistas―, callan: la ficción forma parte esencial de la realidad. Ficción y realidad no son términos dialécticos ni opuestos, son términos conjugados. Toda ficción brota siempre de la realidad. Y sólo es interpretable gracias a ella. Sin realidad, la ficción es imposible e ilegible.

La ficción es un espejismo de la realidad. Brota de ella, forma parte de ella y jamás se disocia ni separa de ella. La ficción, además, siempre exige que se cumplan sus ilusiones.

El organismo humano genera inmediatamente las consecuencias de esta experiencia interpretativa. Aquí comienza la aventura. Alguien trata siempre de controlar esta peripecia: en primer lugar, el autor de la ficción y, en segundo lugar, in auctoris absentia, el intérprete, quien se erige en portavoz del significado posible de esa ficción. Este intérprete es siempre un transductor, es decir, alguien que interpreta para otros el sentido de un discurso previamente elaborado por un autor que ya no está presente. Conocemos el esquema real de la comunicación real:


emisor  →  mensaje  →  receptor  →  transductor   


En las secuencias impares de este proceso de comunicación recae la acción de construir genuinamente un sentido (autor), y de interpretarlo (transductor), debidamente transformado, a una comunidad de receptores. Estos últimos no están autorizados para dar una respuesta inmediata al discurso del transductor. Carecen de medios para llevarla a cabo, y a veces incluso carecen de competencias comunicativas adecuadas. Es lo que sucede con el lector de periódicos, el espectador de televisión, el oyente de una emisión radiofónica, es decir, con cualquiera de nosotros como destinatarios de un medio de comunicación de masas. Sólo podemos ser consumidores individuales, e insignificantes, de unos sistemas de comunicación y de discurso que, previamente manipulados, no podemos contrarrestar. Volveremos sobre este aspecto inmediatamente, pero antes vamos a plantear algunas observaciones sobre el discurso ficticio y sus fuerzas de convicción.

No hay nada más ficticio que el lenguaje. Dígase lo que se quiera. Sin el lenguaje los dioses ―la metafísica― no existirían. Sin el lenguaje el verbo nunca se haría carne. Es propio de los dioses mostrar la fuerza de su poder, de su ira o su misericordia, de su capacidad de sacrificio incluso, pero muy pocas veces nos dan muestras de su inteligencia. Sobrevivientes en la nada, desde una soledad eterna y poderosa, dominan el todo. A veces, algunos de sus súbditos primigenios, los ángeles por ejemplo, traicionan incomprensiblemente su magnificencia; el hombre y la mujer por él creados no tardan en engañarle y mostrarse desagradecidos...; como consecuencia de ello disponen un mundo deliberadamente imperfecto, cuyo resultado es el caos más irremediable. ¿Es esta una labor de la que se deba estar especialmente orgulloso? Los dioses, pues, hacen alarde de su poder, pero pocas veces de su inteligencia. Todo se reduce para ellos a una cuestión moral. No entienden, diríamos, de epistemología. Sólo de normas y moralidades. De una moral que descarta, por supuesto, cualquier experiencia cómica. Por el uso de la inteligencia los dioses se asemejan a lo más rupestre de los seres humanos; y por una ambición desmesurada los propios seres humanos acaban por creerse, fraudulentamente, semejantes a un dios. Los númenes no ofrecen pruebas de inteligencia, sino simplemente de poder o de sacrificio, según pretendan deslumbrarnos o seducirnos. Sus obras son obras de fuerza, no de sabiduría. No en vano la inteligencia se orienta esencialmente hacia la persuasión y la crítica, actividades sin duda mucho más humanas que divinas.

La inteligencia hace al ser humano; la ficción, a los dioses. Sin embargo, ambos están unidos, por el deseo, en una relación trágica. Ansiedad humana de trascendencia y deseo divino de posesión y dominio sobre lo terrenal. Todos los dioses necesitan hacer milagros para revestirse periódicamente de cierta autoridad, pero sólo los seres humanos son capaces de contar esos milagros. Los númenes necesitan de profetas y narradores para articular su propio discurso. ¿Quizá la modestia les impide hablar de sí mismos? Lo cierto es que los dioses necesitan la escritura. El fruto de la más humana de las invenciones: dar nombre y sentido a las cosas. He aquí la acción primigenia y adánica de ese primer hombre. Los dioses que no están en los libros, que no están en las escrituras, no existen. En consecuencia, residen en la lectura, y se confirman en la experiencia trágica —y espectacular—, para sublimarse en ella ante los ojos mortales. Los dioses son fugitivos y persistentes visitantes de la literatura. Toda su mitología está destinada a poblar un mundo visible, que la ficción poética ha hecho muchas veces comprensible y verosímil en su fuerza y sensorialidad. Sin embargo, la poética no es la casa de los dioses, sino su laico camposanto, su cementerio civil. La literatura, discurso pagano y secular por excelencia, no habla su mismo lenguaje, normativo y moralista, sino que instituye una voz de libertad y laicismo, de heterodoxia y desmitificación, que ha hecho de los númenes su principal osamenta. La poética ha convertido a todos los dioses en el osario de la literatura. Sin duda un enriquecido tesoro de influencias trascendentes.

En la tragedia clásica, los principales homicidas eran los dioses. La muerte violenta confirma una autorización o un designio divinos. En una tragedia moderna —La Numancia de Cervantes es la primera en que esto sucede con el silencio de los dioses—, los únicos homicidas son los propios seres humanos. La poética cervantina muestra cómo la modernidad toma conciencia de lo que habrá de ser para el futuro la interpretación de la experiencia trágica: el reconocimiento de la crueldad del hombre contra sí mismo. Más precisamente: contra seres inocentes de su misma especie. Desde La Numancia de Cervantes, el sufrimiento de los seres humildes, así como la crueldad ejercida contra criaturas inocentes, alcanza un estatuto de dignidad estética y de legitimación laica que conservará para siempre. 

La poética de la Edad Contemporánea encuentra aquí una de sus dimensiones más fundamentales: Büchner, Valle-Inclán, Pirandello, Lorca, Brecht, Beckett, Dürrenmatt... En la poética cervantina lo cómico se disocia por completo de la humildad social, que ocupa ahora un lugar nuclear en la tragedia, subrogando el hombre común a los antiguos atridas y a los modernos aristócratas, antaño protagonistas exclusivos de la fábula trágica. Simultáneamente, la religión no desempeña en La Numancia ningún valor funcional. Pese a la apoteosis contrarreformista, todo transcurre en un mundo pagano. Un mundo gentil que habrá de ser sacrificado por completo, y por la mano del hombre. Sin dioses. Sin profetas. Sin ministros de religiones normativas. La Numancia es una tragedia deicida (Maestro, 2000, 2004). Los numantinos fueron capaces de profanar, con su incredulidad en los númenes y su convicción ante el suicidio, todo el dogmatismo de la Contrarreforma. Numancia es ante todo una profanación. Es la secularización de la tragedia. Es la modernidad. Conciencia de libertad contra corriente. La divinidad advierte a los héroes de su destino. No para que modifiquen su conducta, determinada inalterablemente por los dioses, sino para que lo sepan, simplemente, de modo que las consecuencias de sus humanas decisiones resulten todavía mucho más irónicas.

La vida nos enseña que forma parte de la realidad todo aquello que altera de modo irreversible (el desarrollo funcional de) nuestra existencia. Sin embargo, y de acuerdo con esta declaración, la ficción formaría parte de la realidad: forma parte esencial de la realidad. La literatura, pura ficción, está hecha enteramente de realidades. El lenguaje, esa ficción a la que se atribuye un estatuto de realidad, es nuestro principal instrumento de expresión, comunicación, interpretación y traición de ideas y sentimientos. La invención más decisiva de la historia de la Humanidad ha sido y sigue siendo el alfabeto, cosmos del lenguaje en el caos de la experiencia humana.

Ficción es todo aquello que no altera de forma esencial e irreversible nuestras funciones somáticas. Sin embargo, aunque muchas cosas resultan trastornadas por la ficción, ninguna de ellas lo es de forma irreversible, con la excepción de lo que ocurre corporalmente en la mente en un loco. El ser humano es una criatura especialmente asustadiza y frágil, que muere y sobrevive desde sus orígenes gracias a la ficción, y a pesar de la realidad. Sólo los locos pueden interiorizar corporalmente la realidad de la ficción y sus consecuencias somáticas. Ficción es todo aquello que no altera de forma irreversible nuestra existencia operatoria. Porque la ficción sólo dispone de existencia estructural. La ficción es acto sin potencia. Un hecho sin posibilidades. Es algo que los teóricos de la literatura deberían saber desde Aristóteles. Y algo incluso de lo que debería haberse percatado el propio Aristóteles, en lugar de quedar completamente dominado por la idea de la mímesis como principio generador de un arte siempre imitativo. La ficción no es imitación: la ficción es negación de operatoriedad. 



3.1.4. Literatura, ciencia y periodismo, ¿ficciones explicativas?

Life...
       ... it is a tale
Told by an idiot, full of sound and fury,
Signifying nothing...[5]

William Shakespeare, Macbeth (V, 5).


 

Cuando Shakespeare escribe estas palabras, no se refiere al discurso periodístico contemporáneo, naturalmente, sino más bien a la falta de sentido que en un momento dado puede adquirir la vida de un ser humando cuya ambición desmesurada le ha inducido al crimen y a la desesperación. Macbeth no es todavía un periodista.

Voy a considerar a continuación algunos aspectos que invitan a pensar en la ficción como una parte esencial de los tres discursos actualmente más influyentes en la vida social y académica de la cultura occidental. Me refiero a una tipología de discursos que se presentan en la posmodernidad como formas de lenguaje dentro de las cuales se generan, comunican e interpretan los principales recursos del conocimiento humano. Hay varios lenguajes (teológico, histórico, jurídico, filosófico, etc.), pero casi todos ellos, por no decir todos, pueden en nuestro tiempo reproducirse a través de tres medios: la ciencia (episteme), la literatura (fábula) y el periodismo (dóxa). Estos tres discursos a que me refiero son el discurso científico, el literario y el periodístico. Sin duda a diferentes lectores se les ocurrirán otras formas de lenguaje y de discurso más influyentes quizá que los antemencionados, como el religioso o el político, por ejemplo, pero también es evidente que, en la mayoría de los casos, por no decir que siempre, estos discursos nos llegan a través de los medios de comunicación de masas que, en realidad, son los medios de comunicación de aquellos grupos religiosos, o políticos, que subvencionan tales medios. Esto explica que en las denominadas sociedades abiertas y democráticas haya hechos cotidianos y decisivos que no conocemos jamás. 

Por otro lado, casi todos los discursos existentes son lenguajes en conflicto, es decir, son discursos que poseen sus contrarios. Así, por ejemplo, la doctrina religiosa es objeto de refutación por parte del discurso agnóstico y materialista, el discurso político se disgrega constantemente en una lucha de ideologías enfrentadas que acaban por hacer de la política algo confuso e indefinido. Sin embargo, ¿qué se opone hoy día a la ciencia y a su desarrollo pragmático? Las ideologías que imperativamente promueven la posmodernidad y la globalización política. ¿Quién se opone a la existencia y difusión de la literatura? Nadie, porque se la considera como algo totalmente irrelevante e insignificante, lo cual resulta un privilegio, es decir, un paraíso de libertad. Aunque tradicionalmente los principales enemigos de la literatura fueron los moralistas paganos y religiosos, desde Platón hasta la Congregación para la Doctrina de la Fe, curiosamente hoy en día sus más influyentes valedores son quienes la ignoran, pues nos condecen libertad absolutas a las poquísimas personas que verdaderamente estamos interesadas en estudiarla e interpretarla científicamente. ¿Y el periodismo? ¿Quién se opone a la existencia del periodismo? Nadie. Nuestro mundo no se concibe sin este discurso. Naturalmente, no dejan de ser irónicas las palabras de Borges, al sugerir que, para saber lo que sucede en el mundo, bastaría con publicar un periódico cada treinta días. Pero la prensa es la ramera de la democracia, y la razón de ser del periodismo es la mentira. Se trata, por tanto, de un discurso absolutamente imprescindible y necesario.

También habrá lectores que duden abiertamente de la dimensión práctica o utilitarista de un discurso como el literario. Bien, ¿acaso pueden negar estos lectores que de la literatura, de su comercio y su enseñanza, viven millones de personas en todo el mundo? No deja de ser irónico que, después de tanta deconstrucción y negación de interpretaciones correctas, la literatura siga suscitando tantos debates y controversias. Negar el sentido práctico, es decir, mercantil, de la literatura, y de sus posibilidades de interpretación, equivale —además de dejar a un montón de seres humanos sin ocupación reconocida— a sustraer del mundo académico un sinfín de recursos y fundamentos morales que sirven de base y referencia a la interpretación literaria, y que no han encontrado fuera de la literatura, o del discurso culturalista y literaturizable, un cauce de expresión que resultara más eficaz y prestigioso. Con todo, es un hecho innegable el exterminio de la literatura, así como de sus posibilidades de enseñanza y reconocimiento, en el mundo académico y universitario del siglo XXI, gracias, sobre todo, a la hegemonía de la Anglosfera y de la sociedad angloamericana.

Hemos partido del postulado de que no toda forma de lenguaje es una ficción: el lenguaje científico no es una ficción explicativa; el lenguaje literario no es una ficción lúdica y crítica; y el lenguaje periodístico no es sólo una ficción con frecuencia falsificadora y siempre simplificadora de la realidad.

La característica principal de estos tres lenguajes —ciencia, literatura y periodismo— es que son insolubles entre sí. Ninguno de ellos puede contener al otro sin adulterarlo absolutamente. Poseen diferentes densidades, esencias distintas. No se puede novelar los procesos químicos que provocan un cáncer hepático, de la misma forma que un artículo de prensa, por excelente que sea, no nos puede dar cuenta de la experiencia de lectura de una novela, que es algo personal e individual, y que nadie puede vivir por nosotros.

Obsérvese, en primer lugar, a la ciencia. La ciencia no puede considerarse sin más como una ficción explicativa. La ciencia como ficción, sin duda, explicativa, pero al fin y al cabo ficción, es la idea de Bunge[6]. A ella se aproxima la concepción del tercero de los mundos de la epistemología de Popper (1972), el mundo lógico, en el que se situarían los contenidos del pensamiento objetivo. El desarrollo mismo del proceso que reduce la historia de la ciencia a una alternancia de conjeturas y refutaciones prueba de forma definitiva el estatuto ficcional de los principios lógicos que sirven de base al discurso científico. El mundo lógico es obra y producto natural de la inteligencia humana. No existe fuera de ella. Ninguna realidad ajena al ser humano es una realidad verbal. Por este camino podemos desembocar en la concepción del teoreticismo como una ficción pura[7]. Y reducirlo todo a teoreticismo, a formalismo puro. Según tales criterios, la teoría de la evolución de Darwin sería una ficción, frente al creacionismo bíblico, que sería la «realidad» de la genealogía humana.

Con muy poco riesgo podemos afirmar de nuevo que para el ser humano es ficción todo aquello que, en su existencia operatoria, no altera ni compromete definitiva o irreversiblemente sus funciones somáticas. Popper (1972/1992: 81) dice que «la «certeza» de una creencia no es tanto un problema de intensidad cuanto de situación de nuestras expectativas acerca de sus consecuencias posibles». Lo que sucede es cierto, si lo que lo rodea es real, pues «todo depende —prosigue Popper— de la importancia otorgada a la verdad o falsedad de la creencia. Las «creencias» se relacionan con nuestra vida práctica diaria. Actuamos basándonos en nuestras creencias. (Un conductista diría: una «creencia» es algo en lo que nos basamos para actuar.) Por esta razón, en la mayoría de los casos basta un grado de certeza más bien bajo. Pero si dependen muchas cosas de nuestra creencia, entonces no sólo cambia la intensidad de la creencia, sino también su función biológica». 

De las palabras de Popper podría desprenderse que nuestra vida está determinada básicamente por el conjunto de ficciones en las que creemos. Entre otras cosas, porque no podemos vivir sin creérnoslas. Pero Popper es un teoreticista, un formalista, en suma, de modo que la ciencia puede ser una ficción explicativa. Para un teoreticista, la teoría es más importante que la realidad. Y hasta tal punto lo es, que, si algo falla en su teoría, la culpa la tiene la realidad. Pero para un materialista, no. Para un materialista la ciencia no es una teoría, sino un sistema de operaciones extremadamente racionales. Para un materialista ni siquiera cabe hablar de teoría de la literatura —denominación teoreticista donde las haya—, sino de construcción e interpretación de literatura, es decir, de poética literaria, valga la redundancia. 

Y advierto también, sin dudas, que el materialismo destruye la filosofía, porque a la visión filosófica de la realidad, que es por su propia e inevitable naturaleza una visión idealista, la ciencia impone siempre una exigencia materialista que la filosofía nunca logra. Toda filosofía, por muy materialista que se presente, tiende siempre al idealismo. En este mundo, hablar de filosofía materialista es una contracción entre términos, totalmente insalvable. Hablar de materialismo filosófico es, en realidad, una paradoja, o simplemente una ilusión. Un espejismo. Para un materialista, la ciencia es una construcción ontológica, una realidad operatoria. En el materialismo, no hay lugar para la filosofía: en el materialismo sólo cabe la ciencia. Hablar de materialismo filosófico, en este punto, es pura retórica. Es una forma sofista, o sofisticada, de ejercer la pseudofilosofía. Es un espejismo. Porque la filosofía verdadera es un idealismo siempre. El materialismo filosófico incurre en un idealismo disfrazado de materialismo. En absoluto puede la ciencia tratarse de una ficción, como sí lo es siempre la filosofía, en todas sus figuras y argumentaciones. Desde el teoreticismo y formalismo posmodernos, literatura, ciencia y periodismo se nos presentan como formas discursivas que ejercen gran influencia sobre nosotros, supuestamente por su alto grado de ficción. El mundo contemporáneo se manifiesta ante nosotros, se nos presenta, a través de estas formas dominantes de expresión, comunicación e interpretación: conocimiento, mito e información.

Obsérvese, en segundo lugar, a la literatura. Se ha educado a los universitarios en la convicción de que la única diferencia entre las ficciones literarias y las ficciones científicas se basa en un punto de vista meramente lógico (ni siquiera ontológico ni gnoseológico): las ficciones científicas, a diferencia de las otras, son ficciones teóricas, porque pertenecen a un mundo de teorías, es decir, se trata de conceptos que mantienen relaciones lógicas y sistemáticas con otros conceptos (teoreticismo). Sin embargo, las ficciones literarias, como todas las ficciones artísticas, son completamente ajenas al mundo teórico, aunque adquieran con frecuencia un formato interpretable desde la teoría literaria (relato, soneto, tragedia, hipálage...). Las ficciones científicas responden a una coherencia lógica o discursiva entre premisas y consecuencias. Pero la ciencia es superior e irreductible a la lógica: la ciencia es operatoria. Por su parte, las ficciones literarias se desarrollan completamente al margen de tales imperativos: en la literatura, como en los sueños, los hechos, los personajes, las palabras, el tiempo o el espacio, pueden ser «ilegales», y a la vez ser convincentes, es decir, puede tratarse de algo realmente imposible, y sin embargo verosímil, es decir, operatorio en las estructuras poéticas de la obra de arte. Y lo que es verosímil es también influyente. Y poderoso.

Así interpretada, como experiencia psicológica, toda ficción es siempre una suerte de referencia metafísica, algo que está más allá de nuestro mundo sensible. Dolezel habla ―como si viviéramos en el siglo de Leibniz― de «mundos posibles». Esta idea de ficción sería una forma sensible que remite o expresa una realidad metafísica, cuyo significado adquiere de modo inevitable cierta trascendencia más allá de lo meramente sensible. En las referencias metafísicas de determinados discursos, como el literario, está contenido y postulado de este modo la «emoción» de un significado trascendente. 

La ficción sería así una ―acaso la única― alternativa a la realidad, lo cual implica postular una dialéctica entre realidad y ficción, como si una y otra formaran parte de «mundos» diferentes. La metafísica sería, pues, una más entre las formas de la ficción. Tal vez la más «noble». Es, incluso, y a diferencia de la literatura, una ficción en la que se puede creer firmemente, como si se tratara de una realidad con consecuencias, un habitáculo de dioses. El ser humano puede creer en las religiones sin ser considerado un loco, a veces ni siquiera un fanático, sino un hombre incluso virtuoso; por su parte, si la misma creencia se proyecta con igual fuerza sobre la literatura, entonces es posible calificarlo en sociedad como un demente o un esquizofrénico. 

Don Quijote no es Segismundo. No es lo mismo confiarse a la idea de justicia objetivada en los libros de caballerías que creer en los designios de un dios. La mejor de las ficciones es la que no resulta nunca plenamente verificable. Es el caso de la literatura. El discurso científico defrauda porque es verificable ―según Popper―, y al fin y al cabo resulta decepcionante y superable. El literario, no; se mantiene siempre como tal. La novela realista no es mejor que la novela picaresca, ni el Bildungsroman superior a la épica homérica, del mismo modo que la música de Arnold Schönberg no es de más calidad que la de Bach o de Verdi, ni más progresista que la Purcell. Además, el significado de lo literario no se basa en la verificación, sino en la convicción, es decir, en la verosimilitud, en tanto que operatoriedad estructurada en la inmanencia de la obra de arte. 

Y en el discurso periodístico, por mucho que se nos repita, la verificación no interesa. No hay tiempo para la respuesta meditada. Además, cualquier pretensión de contrastar verazmente una información no suele desembocar en conocimiento, sino en «ruido», es decir, en la confluencia de múltiples confrontaciones, que no pretenden la objetividad del saber, sino la recusación de las opiniones del contrario. Las redes sociales, metástasis de la ignorancia, han multiplicado esta aberración. 

Por otra parte, en el periodismo, el enfrentamiento no se produce entre la fuente originaria y el intérprete, sino entre intermediarios. Y la función básica del intermediario es la de neutralizar fuerzas y adulterar la información que se transmite. No se contrastan opciones de verdad, sino comunicación de opiniones (mejores o peores, y siempre tendenciosas), destinadas a promover en las masas el sesgo interpretativo de determinadas actitudes, concretamente de aquellas que resultan más adecuadas a los intereses de los medios de información, que no medios de conocimiento, que las promueven. El resultado es siempre un «tercer mundo semántico». Sobre todo en las sociedades abiertas y democráticas. Son éstas precisamente las que disponen de los medios más desarrollados y sofisticados para conseguir tales fines. Una sociedad es plenamente «democrática» cuando ha conseguido controlar de forma estable las consecuencias de la información sin acudir al ejercicio de una violencia visible, manifiesta o codificable. La democracia se ha convertido, en la globalización posmoderna, en un intimidatorio totalitarismo.

Son necesarias en este momento algunas palabras relativas al proceso de interpretación literaria, un auténtico y diabólico mecanismo de mediación entre el conocimiento literario ―intervenido mediáticamente por ética, moral y política―, por un parte, y el lector, por otra, en operaciones que siempre lleva a cabo el crítico, como transductor o intérprete de la literatura. La decisiva valoración pragmática —y no sólo en el ámbito referencial— que han pretendido los posestructuralismos en la interpretación de la interacción de los fenómenos culturales (ciencia empírica, teoría de los polisistemas, actos de habla, estética de la recepción, crítica feminista, etc.) ha resultado determinante para objetivar las funciones que puede adquirir el intermediario en los procesos generales de la comunicación humana, no sólo teatral o literaria, sino también cotidiana, y sobre todo en las sociedades profesionales y laborales. 

Conviene advertir que la teoría literaria de los últimos años es una teoría literaria hecha por «intermediarios»: el crítico ha desplazado por completo al autor, y ha construido una dilatada poética de códigos y formas canónicas de interpretación, basadas cada una de ellas en una idea diferente de literatura, como justificación sexual, bandera ideológica, tendencia estética, ideal nacionalista, o baluarte conservador, etc. El resultado es que en nuestros días, en lugar de imponer la preceptiva clásica y aristotélica —como hicieron en los siglos XVI, XVII y XVIII nuestros precursores los preceptistas— para escribir literatura, la teoría literaria moderna impone métodos, cánones y modelos de recepción —con frecuencia mediatizados por ideologías ajenas a lo literario— para interpretar la literatura. He aquí la nueva preceptiva, basada esta vez en la recepción literaria, y no en la creación a imitación de los clásicos. Precisamente ahora, que creíamos disponer de la mayor libertad como autores y como lectores de obras literarias, el poder del crítico y de sus posibilidades mediáticas para imponernos su propia interpretación es enorme.

Insisto en que la teoría literaria de las últimas décadas es una doctrina construida esencialmente por intermediarios, y cuyo destinatario principal no es el autor (que sí estaba en la mente de los preceptistas clásicos), sino el lector. La teoría literaria moderna está destinada al lector común y anónimo ―en realidad un consumidor―, y tiene como objetivo institucionalizar la figura del crítico como un intermediario omnipotente y decisivo entre la literatura y sus consumidores, con objeto de promover y sancionar oficialmente determinadas interpretaciones. El resultado es una teoría literaria diseñada para imponer al lector un canon o modelo de interpretación preexistente incluso a la obra literaria y por supuesto a posibles significados no controlados. No importa lo que el autor ha querido decir («el autor ha muerto», nos dijo el posestructuralismo): importa lo que el crítico (intermediario o transductor) quiere que los lectores entiendan e interpreten. Dicho de otro modo: no importa lo que diga el autor, importa lo que dice Barthes. El autor es alguien que escribe y publica: el crítico es alguien que escribe, publica y sanciona sobre lo que han escrito los demás, para condicionar de este modo la opinión de nuevos receptores, con fines diversos (económicos, ideológicos, académicos...). La hora del lector quizá ha sido en buena medida una añagaza que encubría verdaderamente el poder decisivo del crítico, quien, como intermediario (o transductor), se convierte, tras la muerte del autor —gran principio metodológico que nos libera de la autoridad del padre—, en el principal controlador y manipulador del proceso de comunicación e interpretación literaria.

En efecto, vivimos en un mundo contado, pero contado por los demás, especialmente para nosotros. ¿Qué literato se atreve hoy día a escribir una sola obra sin salir al mercado del público escoltado por una cohorte de críticos literarios y teóricos de la literatura, de suplementos literarios y periodísticos, de números monográficos en revistas especializadas o incluso de intervenciones populares en congresos más o menos masivos? Esta es la consecuencia más inmediata del poder que la sociedad moderna concede a los intermediarios de cualquier forma de comunicación, en el discurso literario (crítica literaria), en el discurso periodístico o informativo (medios de comunicación de masas: dóxa), y en el discurso científico o cognoscitivo (episteme). 

Pensemos, en efecto, fuera del ámbito académico, en la importancia del periodismo como fuente de información, y consideremos la distancia existente entre la información y el conocimiento. Sin duda la información puede existir al margen del sujeto y de la interpretación; el conocimiento, sin embargo, no. Este último sólo es posible a partir de la información interpretada, es decir, de la información sometida a la experiencia de un sujeto humano. Habitualmente lo que recibimos como información, sobre todo a través de los medios de comunicación de masas, no son datos simplemente, sino que se trata ya de información interpretada —con frecuencia muy sabiamente elaborada—, es decir, de interpretación mediatizada (conocimiento transducido), que eso es, y no otra cosa, el contenido del discurso periodístico. Entre los fines de la semiología está sin duda el de identificar este tipo de procesos de comunicación. Y nada más irónico que, en la época de la comunicación e internet, la semiótica o semiología sea una ciencia en franca decadencia. Es imposible concebir la decadencia de la teología durante la Edad Media europea, o la devaluación de la matemática en la cultura inglesa del siglo XVII. Y, sin embargo, en nuestro tiempo la semiología parece haber sido simplemente una moda de las décadas de 1960 y 1970, en lugar de una ciencia que estudia los signos y sus posibilidades de codificación.

La hermenéutica, como teoría de la interpretación de textos en los que la escritura desempeña formalmente el medio de transmisión más relevante, guarda una estrecha relación con la transducción, como proceso semiósico de expresión, comunicación e interpretación de formas de lenguaje, que permite verificar el alcance y la intensidad del sentido y sus cambios en cada proceso histórico de transmisión (oral, editorial, lingüística, literaria, filológica, etc)[8]. La transducción actúa como instrumento de verificación, es decir, como un procedimiento que actualiza y objetiva un conjunto de condiciones de comprobación para un saber más exacto. Las transducciones son interpretaciones que, debido a la evolución semántica (organicismo) y a la interacción pragmática (semiosis), reaccionan y se generan mediante una sucesión de contrastes y modificaciones. El problema de la transducción, en definitiva, se genera y se resuelve en la evolución del lenguaje, como medio formal y funcional que permite (empíricamente) la normalización (intersubjetiva) de la diferencia (ontológica).

La estética de la recepción advirtió la importancia decisiva de la lectura en los procesos de construcción e interpretación del significado literario. Sin embargo, todos esos críticos de la recepción, educados luteranamente en una atracción casi irreflexiva hacia la visión estructuralista del hecho literario, hablaron siempre de un lector impersonal, de un lector modelo, ideal, archirreceptor de todas esas categorías textuales, que sólo percibían, como hiperformalistas enfebrecidos, los estetas de la recepción. A decir verdad, hablaron de un lector irreal. Lo formularon como un sujeto pasivo de la sintaxis lingüística, como un teorema, como un sujeto único y total. Pretendieron describir la omnisciencia literaria desde la recepción de los textos. Su concepto de lector es también su principal deuda con el estructuralismo y con el luteranismo. Los teóricos de la recepción hablaron del lector, y se olvidaron del intérprete, cuya presencia constataron sin inquirir mayores consecuencias funcionales:


Todo lo que leemos se sumerge en nuestra memoria y adquiere perspectiva. Luego puede evocarse de nuevo y situarse frente a un trasfondo distinto con el resultado de que el lector se encuentra capacitado para establecer conexiones imprevisibles hasta entonces. La memoria evocada, sin embargo, nunca puede recuperar su forma original […]. Una segunda lectura de una obra literaria produce con frecuencia una impresión distinta de la primera. Las razones de esto pueden encontrarse en el cambio de circunstancias propio del lector, y con todo, el texto debe reunir unas características que permitan esta variación. En una segunda lectura los acontecimientos conocidos tienden a aparecer ahora bajo una nueva luz y parecen a veces corregirse, a veces enriquecerse (Iser, 1972: 220-221).


El intérprete es una realidad clave en nuestro mundo contemporáneo. El intérprete se diferencia del lector desde el momento en que el primero enuncia un discurso cuya intención y consecuencia es actuar sobre las posibilidades de recepción del segundo. El intérprete es un mediador, y la interpretación es una transducción, es decir, una interpretación mediatizada. El lector es sólo un destinatario, un consumidor. Ha de insistirse en esto: el lector interpreta para sí, el transductor interpreta para los demás.

La interpretación mediatizada ha reemplazado en muchas situaciones de nuestro mundo contemporáneo a la actividad muy subjetiva de la lectura y la comprensión.

La literatura es la fábula, el mito, el concepto de acción, en suma, como forma de explicación imaginaria, pero apuntando siempre, inequívocamente, a la realidad racional y humana, de la que brota. La fábula es el lugar inicial del que emana lo poético; es quizá la primera forma de conocimiento, dada al ser humano bajo la forma de una narración. No resultará ocioso recordar tales ideas, precisamente ahora, en que como nunca jamás vivimos en un mundo contado por otros; se nos cuenta lo que sucede, lo que otros han imaginado o pensado para nosotros, etc., desde nuestra infancia hasta nuestra madurez más prosaica, a través de los cuentos, de los mitos, de cualquier forma de discurso, incluido el habitual e imperfecto discurso periodístico. El mito, la literatura después, ofrecen a cada ser humano —con frecuencia narrativamente— las primeras imágenes del mundo y del hombre, previas a cualesquiera imágenes procedentes del discurso científico (episteme) o periodístico (dóxa). En este contexto, García Gual se ha referido a las diferentes contaminaciones que puede sufrir hoy día la experiencia de la lectura:


La lectura sigue siendo —a pesar de todas las sofisticadas y cómodas tecnologías de comunicación a gran escala y largas distancias— el fundamental medio educativo, por sustanciales razones, en lo que toca a la más elevada educación. Pero incluso leer, a fondo y en silencio, puede volverse un difícil deporte en un mundo desgañitado por el ruido y abrumado por una inmensa e indigerible masa de informaciones urgentes, angustiosas, vocingleras y triviales (García Gual, 1999: 45).


En la línea del pensamiento de Marcuse, se admite que la soledad es para el ser humano actual algo francamente imposible en el entorno opresivo de nuestras sociedades modernas; y no obstante la soledad es uno de los caminos esenciales de acceso a la literatura, como tránsito hacia una imaginación que nos permite un conocimiento de la realidad. La fábula y la imaginación son los ámbitos primigenios de los que brota lo literario. En esta línea de pensamiento, que advierte de la destrucción de la soledad humana como medio de acceso al conocimiento literario y personal, es decir, imaginario y real, se encuentran, además del libro de Marcuse, One-Dimensional Man (1964), los trabajos de Steiner titulados Language and Silence (1967) y In Bluebeard’s Castle (1971), y antes que todos ellos An Essay on Man (1944) de Cassirer. Son escritos que, más o menos profundos o superficiales, se mueven entre el best-seller, la autoayuda y los libros de ocurrencias. 

No son ociosas las palabras de Kernan en el capítulo tercero de su libro The Death of Literature, titulado «Autores como rentistas, lectores como proletario, críticos como revolucionarios», donde arremete contra determinada crítica de la literatura que trata de imponer cierta visión ideológica sobre los hechos literarios, tratando de condicionar de este modo la percepción y comprensión del lector común. La interpretación mediatizada no sólo tiende a reemplazar la lectura individual, sino también la experiencia individual del conocimiento. No hay que olvidar que información no es conocimiento. La información necesita la experiencia personal del ser humano para convertirse en conocimiento. Esta experiencia no es posible sin la educación científica. El discurso periodístico tiene entre sus consecuencias la devaluación de la experiencia del sujeto como protagonista de la realidad, la disolución del conocimiento en información, la pulverización de la verdad en la opinión. Sin duda Platón habría expulsado a los periodistas de su ciudad ideal, y muy por delante de los poetas.

Concluyamos, en tercer lugar, en ese discurso periodístico, del que hemos ido adelantando algunas cuestiones decisivas.

¿Quién de nosotros puede disponer en todo momento del conocimiento suficiente para discriminar las consecuencias reales o ficticias de un acontecimiento? ¿Cómo podemos estar seguros de que no habitamos en un tercer mundo semántico? La ciencia ofrece las mayores garantías, pese a todo cuando retóricamente se vierte contra ella. Cuando estamos enfermos acudimos al médico, no al hechicero. La literatura, esa suerte de mentira atrayente y seductora, ordinariamente llamada ficción, permite reflexionar sobre la realidad y la verdad de forma muy inteligente y sofisticada, al menos para quien sabe disponer racionalmente de los medios adecuados. El periodismo posmoderno, por su parte, no siente ninguna reserva a la hora de proclamarse dueño absoluto del conocimiento de la realidad y aún de la verdad. Es un discurso que se impone con la seguridad de quien desconoce la duda, de quien descarta toda posibilidad de verificación, y de quien no reconoce otra legitimidad ideológica que la suya propia. Es un discurso en el que la verificación nunca es inmediata, y si se produce, al cabo de días, o semanas, resulta completamente irrelevante. Es un discurso que anula la memoria y proscribe la nostalgia.

Cuando los medios eclipsan el mensaje, las interpretaciones destruyen los hechos. Hace muchos años, acaso décadas, que la prensa escrita no dice nada nuevo, y con frecuencia tampoco nada que no sepamos y conozcamos mejor a través de otros medios alternativos. Todo lector suspicaz supone una realidad más compleja de la cuentan los periodistas. La prensa no se propone que la realidad se conozca mejor, sino que resulte más irritante. O más lisérgica. Aunque toda generalización es un desacierto absoluto, a nadie sorprenderá que se afirme, reconociendo la audacia, que con frecuencia el periodista es el que habla de lo que no sabe. Escribe sobre todo, y científicamente no sabe de casi nada. El periodismo es la teatralización del espectáculo, el pedestal de las ideologías, una ruidosa tribuna publicitaria de todos y cada uno de los partidos políticos. En tal contexto, la prensa es la ramera imprescindible de la democracia. En ocasiones, su más repulida cortesana.

Se ha dicho, desde mucho antes de Benjamin (1936), que el significado de lo real intenta percibirse a través de narraciones. La realidad de un acontecimiento reside en la posibilidad de su narración[9]. Semejante obviedad, y no lo digo por disgustar a nadie en particular, era bien conocida desde mucho antes de Homero, pero algunas personas necesitan que se lo diga, más de treinta siglos después, Walter Benjamin. La narración es un recurso genuinamente literario, que el discurso histórico y el periodístico, con fines bien distintos, comparten con la literatura. El narrador es el primer intermediario, el primer retórico de la ficción, en la novela, y también en la historia y en la prensa: «En la ficción, tan pronto como encontramos un ‘yo’ tenemos conciencia de una mente experimentadora cuyos puntos de vista sobre la experiencia aparecerán entre nosotros y el suceso. Cuando no hay un ‘yo’ [...], el lector inexperto puede cometer la equivocación de pensar que la historia viene a él no mediatizada. Pero no se puede cometer tal error desde el momento en que el autor coloca un narrador explícitamente en el cuento, incluso si no tiene ninguna característica personal» (Booth, 1961/1974: 143). Así se habla: desde la solemnidad de lo obvio, ciertamente.

La experiencia, personal o colectiva, constituyó durante siglos la materia de que se servían los narradores. La experiencia compartida es la materia de la narración. Se narra desde el espacio, cuando se realiza un viaje; se narra desde el tiempo, cuando sedentariamente se relata la vida en el pretérito. Se da noticia del tiempo, se da noticia del espacio. El narrador es siempre uno de los seres más vivos del discurso. De todos modos, es alguien que está alejado de nosotros, y que persiste en el discurso alejándose de nosotros cada vez más, piensa Walter Benjamin (1936), uno de los primeros en exponer, de forma más seductora que inteligente, a comienzos del siglo XX, que la facultad de contar, la facultad de narrar, algo que parecía inalienable, se iba a perder de forma lenta y definitiva. Las ocurrencias de Benjamin siguen resultando seductoras para quien no conoce otra cosa. Evidentemente, se equivocó. Y con él, todos sus intérpretes. 

Nuestra facultad de intercambiar experiencias no se devalúa, ni se degrada. Lo que ocurre, simplemente, es que no todo el mundo saber narrar. Por otro lado, la narración no tiene como referente esencial la experiencia, ni propia ni ajena, sino la imaginación más personal. Benjamin daba como causa de este fenómeno ―el fracaso de la narración― que el interés por la experiencia decae, que decrece cada vez más. No es cierto: lo que decrece, porque no hay, porque no lo ha habido nunca, es el interés por historias sin interés. No todo el mundo es capaz de narrar historias interesantes. No es cierto, como afirma Benjamin, que, en lugar de ser más ricos en experiencias comunicables, estemos cada vez más empobrecidos. Benjamin daba algunas causas, razones que, en realidad, han existido desde siempre, y que no suponen ninguna novedad: la gente no escucha, habla sin escuchar; no hay diálogo; dar la opinión al vulgo es devaluar la propia opinión; narra quien tiene alguien dispuesto a escuchar, y no sólo quien tiene algo que decir, etc. Pero lo cierto es que, si no hay interés por el relato, es porque los contenidos del relato no interesan al lector ni al oyente. 

No es tanto un problema de condiciones de recepción cuanto de inteligencia autorial. No es una explicación aceptable echarle la culpa al público del fracaso de una narración. El lector es algo más que un consumidor. Existe comunicación de contenidos, si hay un intérprete, pero también si hay un artífice de contenidos interesantes. El éxito de la comunicación reside en un interés por la comunicabilidad del contenido y la forma de la imaginación. Notamos también algunas consecuencias: adviértase, por ejemplo, la evolución de las formas verbales del discurso teatral. Evolucionan desde la dialéctica y la dialógica del teatro griego hacia el monólogo del teatro moderno, especialmente en el teatro español del Siglo de Oro. El teatro contemporáneo ha devaluado el lenguaje hacia las funciones más secundarias: del monólogo dramático aurisecular e isabelino a la larga acotación existencial, es decir, de Lope y Calderón a Beckett, a través de Strindberg. El final del trayecto es el nihilismo. La tragedia se convierte en Actes sans paroles en una larga acotación. Nadie está dispuesto a perder su tiempo escuchando el silencio del nihilismo, por muy hermoso o inteligente que este silencio le pueda parecer a su autor.

En este contexto, ¿a dónde van a parar las experiencias que resultan de la refutación de mentiras fundamentales? Se introduce aquí una noción importante, la de mentira fundamental. La experiencia que no sirve. Por mucho que sepamos de economía, la inflación destruye todas las previsiones, y las acciones de la bolsa son impredecibles e inseguras, el poder deteriora la ética y fortalece la moral del más fuerte, la guerra evoluciona mucho más rápidamente que las posibilidades de evaluar y verificar en tiempos de paz las nuevas estrategias criminales... Lo que hemos aprendido hoy, no nos sirve para mañana. Experiencia es el nombre que damos a nuestras equivocaciones a medida que vamos envejeciendo, según se atribuye a Wilde. Nuestra experiencia no interesa a nadie: lo que importa es el valor de nuestra imaginación. La experiencia, como tal, no sirve para la comunicación. Pero no sirve porque, simplemente, es una experiencia inútil, aburrida y vacua. Es, en suma, el contenido de una vida antiheroica y fútil. Vulgar. No se puede contar. Porque no interesa absolutamente a nadie. No es material para la literatura, ni para ningún otro tipo de arte. ¿Qué interesa entonces? Pues otra cosa. Algo que, por lo menos, resulte «sensacional», en términos anglosajones, evidentemente.

El dominio consolidado de la burguesía, y sobre todo del funcionariado —esa clase social que ni es burguesa, ni proletaria, ni capitalista, pero que siempre dispone de un dinero seguro a fin de mes—, especialmente en la Europa que sobrevive a las guerras mundiales, dentro de los sistemas capitalistas modernos, cuenta con la prensa como uno de sus principales instrumentos ejecutores del discurso ideológico. Sólo en la Edad Contemporánea el discurso periodístico actúa de forma determinante sobre las facultades épicas y narrativas del ser humano. El periodismo ha usurpado el individualismo colectivo de la «voz del pueblo» para institucionalizarla bajo el dominio controlado de un interés económico concreto. El discurso periodístico ha sustituido el potencial épico y narrativo de hombres y mujeres comunes en beneficio de una opinión publicada, es decir, de una visión codificada del mundo. Se trata, en suma, de un monopolio de información que sustituye al conocimiento. Se convierte al ser humano en un receptor, y se le impone un mundo previamente valorado y definitivamente interpretado. El discurso periodístico, sofisticado, mediatizado, es la negación más elaborada de la mitificada voz del pueblo y del individuo particular. Con todo, el periodismo no deja de presentarse en todas partes como la voz de un pueblo. En realidad, en nuestros días, éste es ya un concepto difuso: no cabe hablar de pueblo, sino simplemente de masas mejor o peor organizadas.

Desde el punto de vista de la teoría de la transducción, que sirve de referencia a todas estas explicaciones, información no es conocimiento. La cultura es una transmisión (continua) de transformaciones (segmentadas o discretas). Por eso he insistido con frecuencia en que el esquema de Jakobson, desde el mismo día de su formulación, en 1958, en el congreso de Indiana, está completamente superado por la realidad. Su existencia es teórica, sistemática, formalista. Pero los estructuralistas fueron muy miopes ante la realidad. Sólo veían sus propias teorías. Infalibles. Ante su teoreticismo, sólo podía fallar la realidad. Su formalismo era teóricamente perfecto. Pero la realidad se mueve con algo más que elementos formales: la realidad es materia. Y desde luego exige funciones mucho más complejas que las meramente teóricas: 1) al emisor corresponde la imagen de un mundo creado, 2) al texto el modelo de un mundo codificado en la escritura, 3) al receptor sólo le queda aceptar el mundo contado por otros, y 4) al transductor o intermediario (intérprete) pertenece la construcción del mundo interpretado para los demás. Para los estructuralistas, las operaciones del transductor resultan invisibles, inconcebibles, imposibles. Su visión se limitaba a tres elementos estáticos (emisor, mensaje, receptor), repetidos acríticamente durante décadas por profesores e investigadores de todas las naciones que apenas pensaron en serio sobre los límites del estructuralismo y de la posmodernidad. Ni siquiera pensaban en lo que decían: simplemente, lo repetían acríticamente. La realidad exige tener en cuenta cuatro términos dinámicos, y en un funcionamiento operatoriamente circular y dialéctico: autor, obra, lector e intérprete o transductor. Se cierra así la ontología de los materiales literarios, a la vez que, gnoseológicamente, se alcanza el cierre categorial de la Teoría de la Literatura como ciencia de los materiales literarios (Bueno, 1992; Maestro, 2007b).

La experiencia compartida es materia frecuente de la narración, se ha dicho anteriormente. Pero también lo es la materia exótica y nunca previamente compartida, a diferencia de lo que dejó escrito Benjamin, gran catalogador de ocurrencias. En el mundo contemporáneo, la información se construye sobre la base de la experiencia compartida, mucho más intensamente que antaño con la narración, la épica o incluso la esencia de todo lo fabuloso, porque hoy día la posibilidad de compartir experiencias es mucho más fácil que hace milenios o centurias. También la posibilidad de compartir ocurrencias, más que experiencias propiamente dichas. 

Hoy más que nunca el mundo del lector es con frecuencia el mundo del autor, y sobre todo el mundo del intermediario. El receptor no se define desde el aislamiento de su constitución técnica, sofisticada, consumista, silenciosa, sino desde la proximidad y la inmediatez. La uniformidad, el aislamiento y la manipulación mediáticos de las masas sólo se logran mediante el empobrecimiento de la experiencia y la desarticulación del sujeto de conocimiento, como individuo al que se le destruyen las posibilidades de educación y competencia para verificar e interpretar su propia experiencia de realidad. Hoy las masas están más unidas que nunca: en la ignorancia. No hay nada más solidario que la globalización: de un tercer mundo semántico. El receptor ve completamente incrementadas sus posibilidades de reacción y de respuesta, pues puede competir con los niveles de expresión del emisor, y dispone de la casi totalidad de los medios de interacción de masas: las redes sociales. La visión de futuro de Benjamin resultó ser ridícula. Y aún más la de sus defensores y apologetas, en particular por lo que se refiere a su escrito de 1936 sobre el narrador. Benjamin fue un posmoderno y un retórico en la línea de Montaigne, Rousseau, Nietzsche o Freud. Un seductor de mentes acríticas. Y sigue siéndolo.

El periodismo ha contribuido decisivamente a devaluar el arte de narrar y las facultades épicas. Es noticia todo hecho intrascendente que se convierta en titular sensacional, provenga de lejos o de cerca. La audiencia resulta fácilmente alienable por lo emocional y psicológico, no sólo por lo próximo o lo geográfico, como pensaba Benjamin. En el periodismo, como en la narración, el receptor es más sensible al tiempo que al espacio. Benjamin no acierta en su idea de narrador. No somos pobres en historias memorables, y no falla la memoria: estamos rodeados de libros, de bases de datos y de textos digitales de facilísimo acceso internáutico. El crecimiento de lo inmediato no tiene como contrapartida la devaluación de lo distante: todo lo contrario, pues en una sola tableta informática tenemos a nuestra disposición la biblioteca de Alejandría. Y todo lo que se nos comunica nos llega cargado de explicaciones (la r es aquí decisiva). Cada explicación impone sus condiciones. Todo intermediario introduce su narración, sus implicaturas, sus imposiciones. Las explicaciones sí benefician a la narración, que es una historia jamás exenta de razones y detalles. No por casualidad una de las principales facultades de todo narrador es la competencia digresiva.

El periodista o narrador posmoderno trabaja en lo breve y en lo simple. Son muy numerosas las formas y recursos que en el lenguaje periodístico han logrado abreviar la narración. La prensa carece de conciencia de complejidad, que paradójicamente el mundo en que vivimos exige con una fuerza cada vez mayor. La simplificación es una de las características más evidentes del discurso periodístico. Y del pensamiento posmoderno. Toda simplificación conduce a la falsificación de la interpretación. A la gestión de la mentira.

Los medios de comunicación de masas son inatacables. Nunca se desprestigiarán a sí mismos. Y sin embargo, todas las personas bien informadas saben que la verdad periodística vive de las mejores mentiras.


La primera de todas las fuerzas que dirigen el mundo es la mentira. La civilización del siglo XX se ha basado, más que ninguna otra antes que ella, en la información, la enseñanza, la ciencia, la cultura; en una palabra, en el conocimiento, así como en el sistema de gobierno que, por vocación, da acceso a todos: la democracia. Sin duda, igual que la democracia, la libertad de información está en la práctica repartida de manera muy desigual en el planeta. Y hay pocos países en los que una y otra hayan atravesado el siglo sin interrupción, e incluso sin supresión durante varias generaciones […]. Las sociedades abiertas, para utilizar el adjetivo de Henri Bergson y de Karl Popper, son a la vez la causa y el efecto de la libertad de informar y de informarse. Sin embargo, los que recogen la información parecen tener como preocupación dominante el falsificarla, y los que la reciben la de eludirla. Se invoca sin cesar en esas sociedades un deber de informar y un derecho a la información. Pero los profesionales se muestran tan solícitos en traicionar ese deber como sus clientes tan desinteresados en gozar de ese derecho […]. La democracia no puede sobrevivir sin una cierta dosis de verdad […]. Hoy, como antaño, el enemigo del hombre está dentro de él. Pero ya no es el mismo: antaño era la ignorancia, hoy es la mentira (Revel, 1988/1989: 9-10).


La mentira es un acto que, por entrar en conflicto con la legitimidad del conocimiento ajeno, se considera moralmente inadmisible. Hay mentira siempre que hay intención de engañar a una persona. La mentira representa siempre un engaño, es decir, el deseo de hacer creer verdadero lo falso, y a la inversa, presentar lo verdadero como falso. La esencia de la mentira es la voluntad de engañar, la voluntas fallendi. No somos sinceros sólo porque nuestras palabras sean ciertas. Se puede mentir diciendo la verdad. El teatro y la literatura española de los Siglos de Oro ofrecen ejemplos recurrentes de este tipo de situaciones. La mentira representa ante todo la imposibilidad de un mundo en común, la negación de una experiencia compartida.

Pero la mentira dispone también de una dimensión lúdica y estética muy bien reconocida y aplaudida. «¿Por qué con tus mentiras nos diviertes?», escribe Cervantes en Viaje del Parnaso (III, 325). «Suenan mal sin adornos las mentiras», pone Shakespeare en boca de Isabel a Ricardo III (IV, 4, p. 167)[10]

Desde el pensamiento griego clásico[11], en los orígenes de la civilización occidental, el ser humano ha hecho de la verdad un objetivo irrenunciable, de tal modo que todas las formas de conocimiento están organizadas en función del conocimiento de la verdad. La posmodernidad, lejos de renunciar a este imperativo, y pese a rechazar insistentemente todo eurocentrismo, ha engendrado un modelo de ser humano que considera a la verdad como un derecho que le corresponde de forma específica: pero sólo para destruirlo o negarlo. El posmodernismo ha relativizado la verdad, la ha socializado en gremios e individualizado en figuraciones autistas y autológicas, de manera que cada cual, cada «yo», puede vivir su propia verdad, legitimándola psicológicamente.

Como sucede, sin embargo, que ningún uso del lenguaje ordinario corresponde jamás a la reproducción exacta del acontecimiento al que se refiere, la pista de la relatividad es absoluta, particularmente en el periodismo. Sea cual sea el modo en que un narrador llega a tener conocimiento de un hecho, verdadero o falso, se supone que miente ya por el hecho de narrarlo, es decir, por situar la «verdad» en el discurso de su lenguaje y de su experiencia personales (White, 1981). Por eso la verdad, como la mentira, sólo existe allí donde es posible la comunicación. Obviamente, sin sociedad, sin comunicación, no puede haber un acuerdo acerca de lo que se considera como verdadero o falso.

La comunicación literaria es una suerte de mentira muy sofisticada. Ya he hablado de la ficción. Por otro lado, si todos mintiéramos al hablar, lo que en cierto modo siempre sucede inevitablemente, el lenguaje no cumpliría nunca de forma plena con su función interpretativa. El mentiroso afirma de verdad lo falso. Sucede que al mentiroso declarado se le entiende cuando habla, pero no se le cree, porque el uso del lenguaje ha perdido en este sujeto toda posibilidad de proporcionar un conocimiento fiable. La fábula literaria otorga veracidad a una ficción, es decir, hace verosímil una mentira, operable como una falacia, que por eso mismo resulta mucho más creíble y convincente que la verdad. La realidad desconcierta, con frecuencia es imprevisible, y nunca admite una vuelta atrás en el tiempo, no puede ser ensayada como una sesión teatral. La falacia tiende a convertirse en algo natural, inevitable, muy humano, como una de las formas de convivencia cotidiana más eficaz. Más eficaz incluso que la propia verdad. La realidad de los hechos es imprevisible, y por eso mismo indigna de fe. Por otro lado, una vez consumada, la realidad es irreversible, y con frecuencia nos hace responsables de consecuencias no deseadas, que requieren por nuestra parte una interpretación en cierto modo falsa, ficticia, capaz de salvaguardar nuestra imagen y posición ante los demás.

Considera Almansi (1975/1996: 56) que uno de los placeres del lector de historias o sucesos está en «disfrutar de cómo la palabra transforma los peores vicios en las virtudes opuestas, los pecadores endurecidos en santos venerados, en gozar de esa sensación de falsedad absoluta, saboreando una a una las noticias falaces, cuya falsedad garantizada y genuina contrastamos con el esquema de la realidad». Es una tesis puramente psicologista. Aunque Almansi escribe estas palabras a propósito del cuento de Cepparello, la narración que se sitúa al principio del Decamerone, lo que ofrece cierto estatuto de manifiesto del autor, sus contenidos son perfectamente aplicables al lector contemporáneo de prensa escrita, al espectador, incluso, de los medios de comunicación de masas. Una de las características de la opinión pública es aceptar como verdadero lo que se dice o lo que se repite, al margen incluso de que los contenidos de tal discurso sean completamente absurdos o francamente increíbles. Mil cosas verosímiles pueden aparentar una verdad necesaria, y muchas cosas verdaderas, pero distantes, y difusas, una conclusión falsa.

La ficción sólo habla de realidades, pero de realidades que únicamente se perciben e interpretan desde una dimensión moral o ética. El lector de literatura espera siempre que su historia personal coincida con la del modelo literario. Una y otra historia resultan interpretadas desde una misma experiencia ética o moral. Del mismo modo que el juez tiene el deber de juzgar conforme a derecho, no conforme a verdad, el hermeneuta literario, el intérprete, debe explicar el sentido del texto según una poética, una ciencia literaria, que, cuando carece de criterio científico y filosófico, resulta definitivamente indisociable de su ética o su moral. Determinados grupos sociales, tradicionalmente calumniados o proscritos, actúan hoy día transformando su indigno e histórico aislamiento en una singularidad, en un privilegio incluso, en un acto de poder. Paradójicamente hablan a veces como si dispusieran de un atractivo poder para hacer daño. Reclaman una poética alternativa, es decir, una nueva ética, una moral diferente, suya y segura.

Esta inflación de la ficción y sus límites ha ampliado también los márgenes de acción del discurso moral como un discurso hermenéutico, interpretativo, pseudocientífico. Y este crecimiento de los medios, esta hipertrofia del discurso secundario (Steiner, 1989), ha tenido como contrapartida la disolución de los fines. Nunca como en las postrimerías de la Edad Contemporánea, en la disolución de la posmodernidad, el sujeto ha perdido formal y funcionalmente sus posibilidades de relación directa con las fuentes, causas y génesis de los hechos. Todo está en manos de intermediarios. Y, sobre todo, lo está la interpretación. No hay hechos, sólo interpretaciones, pensaba Nietzsche, negando de este modo la inderogable realidad de los hechos, y proclamando imperativamente su ignorancia. Hoy podríamos decir que ni siquiera hay interpretaciones, sino sólo mediaciones, transducciones. Y ocurrencias. Pero los hechos ahí siguen, incluso ante quien no quiere verlos, aunque sí interpretarlos. ¿Cómo se puede interpretar sobre la nada, a partir de un conjunto nulo de realidades? ¿Cómo hablar de una forma sin materia? Freud lo hizo, y parió el inconsciente, la más alta divinidad del siglo XX. La versión más adorable de la nadería posmoderna. Pura forma incorpórea. Forma sin materia. Fantasmagoría absoluta. Freud ha sido el mejor novelista del siglo XX. Un fabulador genial.

El afán totalizador del discurso periodístico es innegable. Durante siglos, la representación teatral constituyó un medio de propaganda al servicio del Estado. Hoy día este papel recae de lleno en la prensa y los medios de comunicación de masas. Entre otras cosas, porque la prensa, para alcanzar su público, ha suplantado, y adulterado, las posibilidades espectaculares del teatro, los recursos épicos de las formas narrativas, y sobre todo la capacidad de convicción de la verdad revelada, característica tradicional y genuina de las religiones. Intérpretes, moralistas, filósofos, hermeneutas, periodistas, críticos, sacerdotes, profesores..., todos ellos tienen en común un fundamento: la realidad está en el verbo, puede expresarse en las palabras. Lo que no cabe expresar con palabras no existe. Piensan que sólo se puede prohibir el mal definido. Los poetas, sin embargo, basan sus creaciones precisamente en lo contrario: las palabras son la única realidad disponible. Los primeros —moralistas— construyen un mundo lógico, y promueven la proscripción del sujeto fuera de esas formas ordenadas de conducta, compuestas de ficciones explicativas. Los segundos —poetas— confirman la disolución de la realidad material tras el lenguaje del que se sirven, tras las formas sensibles en que objetivan y perciben la ficción de su propia obra de arte. Aquéllos nos hablan de ética y moral; éstos, de poética. Unos y otros olvidan que la realidad nunca ha sido ni será verbal. No está hecha de palabras.

Así considerada, la interpretación de la literatura es pura mitología.


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NOTAS

[1] Esta afirmación la escribí, por vez primera, en 2002, y se publicó dos años después, en la primera edición del libro titulado El mito de la interpretación literaria (2004).

[2] Para una diferencia entre ética y moral, vid. Bueno (1996).

[3] En diferentes lugares, desde 1994, he insistido con fuerza en esta idea, que he tratado de explicar desde la teoría de la transducción o intermediación literaria. Vid. especialmente el prólogo a mi edición de Nuevas perspectivas en semiología literaria, sobre «La recuperación de la semiótica» (Maestro, 2002: 11-40). Véase también, en esta misma obra, Crítica de la razón literaria, el capítulo III, 4.4.2, titulado «La verdad circularista de la semiología literaria».

[4] Y sobre todo me sorprende que la crítica que se pretende más «progresista» reitere como clichés opiniones tan simples como que la cultura europea —a la sazón convertida en prototipo de la cultura universal— es el resultado de las acciones llevadas a cabo por hombres, blancos y heterosexuales. Evidentemente, algo así sólo sería cierto si hacemos que Cervantes pertenezca a una «raza» distinta de la que realmente fue la suya, o si creemos en la homosexualidad de Shakespeare o en el travestismo de Molière, como se cree o no se cree en Dios, en el Espíritu Santo o en la virginidad de María, a partir de una hermenéutica bíblica o de un canon laico... Quien desde este punto de vista acepte una enmienda a la totalidad del concepto de literatura que hemos heredado de Homero no tendrá ningún problema en asumir estos u otros dogmas. No obstante, el discurso literario no es el código civil, ni el derecho canónico, ni la Ley de Moisés... Nada hay más lejos del dogma, ni más resistente a él, que la literatura. Mal pueden dogmatizar en este terreno los preceptistas y neocanonicistas de cualquier época. La literatura no se deja poner límites, ni la antigua, ni la moderna, ni la del porvenir.

[5] «La vida […] es un cuento contado por un idiota, lleno de ruidos y furia que nada significan» (Shakespeare, Macbeth, acto V, escena 5).

[6] «La ciencia está llena de ficciones. Por lo pronto, todos los objetos matemáticos son ficticios. ¿Qué otra cosa son los números en sí, a diferencia de la población de un lugar? ¿Qué sino ficciones son los puntos y las líneas, los conjuntos y las funciones, las estructuras algebraicas y los espacios funcionales? […]. En ciencia se utilizan, además de conceptos matemáticos, ficciones descaradas. Por ejemplo, el físico habla de rayos luminosos sin espesor y de imágenes virtuales, de átomos aislados del resto del universo y de universos de densidad igual en todas partes. El biólogo suele fingir que todos los individuos de una especie son iguales, y el psicólogo suele imaginar procesos mentales que no son idénticos a procesos cerebrales. El sociólogo hace a menudo cuenta de que los grupos sociales que estudia no son influidos por la política, y el economista inventa mercados en equilibrio» (Bunge, 1987: 40). Bunge insiste de forma recurrente en una idea dominante, y es que las ideas tienen propiedades lógicas y semánticas, no físicas. Quiere esto decir que una proposición puede ser contradictoria o falsa, mientras que un río o una sociedad no puede ser ni lo uno ni lo otro. Paralelamente, de la lectura de las palabras de Bunge se infiere la referencia platónica que contrapone doxa y episteme, de modo que las teorías sólo se pueden discutir con teorías, y las opiniones con opiniones.

[7] El celebérrimo ensayo de Alan Sokal titulado «Transgressing the Boundaries. Toward a Transformative Hermeneutics of Quantum Gravity», publicado en la primavera de 1996 en la revista americana Social Text, no demuestra las mentiras de la ciencia, sino la ignorancia de quienes gestionan las revistas científicas y sus criterios de calidad, los cuales, por cierto, han crecido desmesuradamente desde 1996. Sokal, con un lenguaje deconstructivista, sostenía que los sectores más avanzados de la física confirmaban las tesis filosóficas de Derrida. En una publicación de 1997 el propio Sokal declaró que todo había sido una burla. Pero la ignorancia e irresponsabilidad de editores y científicos posmodernos quedó al descubierto.

[8] «Mi colega y amigo el profesor R. Lapesa me hablaba en una ocasión de una reunión de lingüistas y antropólogos en la que se discutió sobre el tema de que las categorías de la lógica de Aristóteles hubieran sido otras, si en lugar del griego hubiera sido el chino o el quechua la lengua de su autor [...]. El análisis epistemológico nos permite asegurar que el saber es respuesta a una pregunta que formulamos dirigida a un objeto observado y al que preparamos de antemano para que nos pueda responder [...]. Esto quiere decir que ante un hecho físico o humano, no observamos más que aquello que nos interesa, que no estamos dispuestos a escuchar más palabras que nos lleguen del mundo que aquellas que responden a nuestra pregunta, lo que significa no sólo que la observación se reduce y, en consecuencia, altera el estado objetivo de la realidad, conformándola a nuestra demanda, sino que este es el único camino que tenemos de acceder a la realidad» (Maravall, 1961: 58).

[9] Para una reiteración de esta perspectiva, vid. White (1981: 13).

[10] «Plain and not honest is too harsh a style» (Shakespeare, 1597/1993: IV, 4, v. 373, p. 594).

[11] Platón en el Sofista (260 c 3-4) advierte que la falsedad que se genera en las palabras resulta de la falsedad que se genera en el pensamiento. De cualquier modo, la mentira sería una actividad específicamente humana, resultado del uso de los medios de la mímesis o imitación, y nunca algo genuino de la naturaleza, y en absoluto de la realidad suprasensible. El origen de la mentira estaría en pensar y decir lo que no es. Agustín de Hipona, en De mendacio (3, 3 [año 395]) dice que «miente quien piensa una cosa y afirma algo distinto con las palabras o con cualquier otro medio de expresión». De un modo u otro, los griegos adoptaron ante la mentira una actitud moralmente muy flexible. En Hipias Menor (366 d 368), Platón considera la mentira como cierta habilidad, arte o destreza, sólo posible a los sabios, porque sólo ellos saben distinguir la verdad de la falacia. Ulises miente por su astucia, por su inteligencia, y es precisamente su habilidad como mentiroso lo que le garantiza en éxito en sus empresas, a la vez que le reporta la admiración de sus partidarios. La mentira es arma de la astucia, no de la fuerza bruta. Cicerón, en su escrito En defensa de Lucio Valerio Flaco (4, 9), dice respecto a los griegos que, «el respeto por la verdad y los testimonios, esa nación jamás lo ha cultivado». La civilización griega, al igual que la estructura de la mafia, se sirve de las palabras con un fin con frecuencia meramente lúdico. Lo que cuenta son los hechos. Una vez más, verum est factum. Así, las fábulas de Sócrates se sitúan entre la mentira y la ironía; la génesis del teatro occidental está en las representaciones griegas; los dioses del Olimpo nunca pensaron en la verdad como un derecho propio, ni siquiera pretendían ser sinceros. No son frecuentes los dioses que se dediquen al engaño, pero sí las divinidades protectoras de embusteros, como es el caso de Hermes o Mercurio y Atenea o Minerva. Dentro de la cultural hebrea las interpretaciones son sensiblemente diferentes. En el libro del Éxodo (20, 16) leemos: «No testificarás contra tu prójimo falso testimonio»; y en Deuteronomio (5, 20): «No dirás falso testimonio contra tu prójimo». De cualquier modo, ni en estos versículos ni en el decálogo de mandamientos que Dios entrega a Moisés se exige decir la verdad. Simplemente se impone no mentir, evitar el engaño público. Es como si nadie estuviera obligado a revelar una verdad a quien se considera que no tiene derecho a conocerla.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «El mito de la interpretación literaria», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (V, 3.1), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



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