IV, 2.12 - La Numancia y la secularización de la tragedia: Cervantes no es soluble en agua bendita

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





La Numancia y la secularización de la tragedia: Cervantes no es soluble en agua bendita


Referencia IV, 2.12


Cielos, de justa piedad vacíos...

Cervantes, Numancia (IV, III, 2137)


La Numancia, que es lo que aquí nos importa, es la mejor tragedia española. Nadie dio más en esa tesitura.

Max Aub (1956/1989: 28).

 

 

Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro

Se atribuye a Kant la afirmación según la cual el progreso humano es resultado de la evolución de la idea de libertad. Sin embargo, no hay que confundir la idea de libertad con la libertad misma y los resultados de su ejecución. El idealismo incurre con frecuencia en este tipo de «miopía gnoseológica», en este error de paralaje entre la idea y su referente. Por otro lado, no es la libertad algo que crece de forma más o menos natural o espontánea a medida que avanza la Historia o evolucionan otros hechos políticos o descubrimientos humanos. Incluso determinados hallazgos y avances técnicos redundan, con frecuencia inquietante, en una merma de libertades. Política, justicia y libertad difícilmente viajan juntas. Desde luego, jamás lo hacen sin entrar en conflicto. A diferencia de los conceptos objetivos, como el teorema de Pitágoras, por ejemplo, o de las ciencias mismas, la justicia cambia cuando cambia el contexto histórico, económico o político. Esta volubilidad hace de la libertad una figura política completamente vulnerable y débil en cualquier circunstancia. Cuanto mayor es el desarrollo de la tecnología, mayor es el control sobre el ser humano y sus posibilidades de libertad. La desconfianza frente a las ciencias es una reacción que brota y rebrota históricamente de forma periódica y no siempre de modo injustificado. La libertad no se amplía por sí misma a lo largo del tiempo, sino que simplemente se transforma. Hoy no hay más libertades que hace 500 años: hoy hay libertades diferentes a las de hace medio milenio. Incluso podríamos decir, frente al romanticismo de ese ilustrado llamado Kant, que la evolución humana, lejos de ampliar los límites de la libertad, lo que verdaderamente amplía y potencia es su organización política y su administración económica y financiera, es decir, el control tecnológico y la reducción vital del ser humano. El camino hacia un totalitarismo global es, por momentos históricos cada vez más recurrentes, inevitable.

¿Qué papel puede desempeñar al respecto la literatura? Una obra como la tragedia Numancia, de Cervantes, nos permite comprender algunas posibilidades de interpretación.

Toda obra literaria es moderna en la medida en que, a partir de sus formas poéticas y estéticas, permite a sus intérpretes reflexiones capaces de contribuir a una evolución del pensamiento contemporáneo y actual. Desde este punto de vista, la obra literaria y teatral de Cervantes constituye hoy, en el ámbito de la poética y de la filosofía crítica, un discurso decisivo.

Interpretamos desde la materia, es decir, desde lo que somos, desde nuestra existencia, urgida siempre por el presente histórico, ideológico y moral en que vivimos. La contemporaneidad de un escritor revela siempre, es decir, pone a prueba, las posibilidades de modernidad de que sus intérpretes son capaces. Interpretamos merced a nuestras ideas, y a pesar de nuestros prejuicios. La mejor crítica debe enfrentarse a los límites de la expresión racional de nuestra propia subjetividad. Debe saber objetivarse más allá de nuestra voluntad y de nuestro contextual cultural o social, es decir, más allá de nuestro autologismo (yo) y de nuestro dialogismo (nosotros). El deber de toda lectura, de toda interpretación, de toda promoción y generación de ideas, ha de ser el contraste con el presente, en un examen crítico y dialéctico de la totalidad del discurso humano y la actualidad de sus fundamentos. La literatura y el teatro constituyen una fuente inagotable para ejecutar reflexiones de esta naturaleza. La poética no se considerará aquí, en la Crítica de la razón literaria, como una fosilización artística de la experiencia humana, sino como una fuente de ella, dialécticamente objetivable en la literatura, como discurso crítico de repercusiones fundamentales en nuestro presente.

Vamos a referirnos a continuación al teatro de Cervantes, uno de los autores de la literatura universal que más intensamente se ha preocupado por expresar racionalmente una concepción fundamental de la libertad humana. Cervantes escribió una obra excepcional y heterodoxa en el seno de una época históricamente dominada por lo que la modernidad ha identificado como intolerancia política, represión social y fundamentalismos religiosos. Nada de esto ha desaparecido por completo de la vida humana presente. Ni mucho menos. Nuestro tiempo aparenta disponer de una importante nomenclatura cultural —a veces también legislativa— capaz de censurar y proscribir agresiones, propias de sociedades ignorantes y violentas. Sin embargo, lo políticamente correcto se ha convertido en todo un instrumental de «represión por las buenas», especialmente en el mundo académico de la anglosferaEl catecismo de la posmodernidad.

Desde José Ortega Gasset, Américo Castro o Luis Rosales, se ha reconocido en la obra de Cervantes la esencia de una poética de la libertad. Cierto es que casi nunca se ha definido en qué consiste esa libertad, que cada cual parece entender a su manera, ni encontraremos en los escritos de estos autores antemencionados ni una sola definición solvente ni precisa. Pero hablar de libertad resulta elegante, está bien visto, e inviste de liberalismo a quien lo hace, aunque su verdadera forma de ser o de vivir nada tenga que ver ni con el liberalismo ni con la libertad. Hablar de libertad es el principal simulacro de libertad. 

La libertad —eso que los demás nos dejan hacer— es una experiencia que hay conquistar todos los días. Especialmente en estos tiempos, comienzos de siglo XXI, tan disponibles una vez más a la legitimación de la intolerancia, el totalitarismo ejercido en nombre incluso de la democracia, y el respeto colectivo hacia los fundamentalismos más preocupantes y lamentables. No cabe duda de que quien niega la posibilidad, niega la libertad. Los límites de la libertad son los límites que los demás nos imponen en el desarrollo de nuestra vida social, laboral, académica... La falta de inteligencia y de tolerancia, como bien refleja el teatro cervantino, son causa primordial de represión de libertades y derechos humanos. El poder de los mediocres, tan sofisticado en nuestro tiempo, y especialmente visible en las instituciones académicas y universitarias —como en cualesquiera otras (mucho menos presuntuosas y narcisistas), así como el poder de los intolerantes, tan enquistado en abundantes organismos sociales y gubernamentales, constituyen actualmente uno de los principales instrumentos de limitación y represión de libertad individual y colectiva. La obra de Cervantes tiene sin duda mucho que ofrecer desde esta perspectiva de interpretación literaria.


La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres. Digo esto, Sancho, porque bien has visto el regalo, la abundancia que en este castillo que dejamos hemos tenido; pues en mitad de aquellos banquetes sazonados y de aquellas bebidas de nieve me parecía a mí que estaba metido entre las estrechezas de la hambre, porque no lo gozaba con la libertad que lo gozara si fueran míos, que las obligaciones de las recompensas de los beneficios y mercedes recebidas son ataduras que no dejan campear al ánimo libre. ¡Venturoso aquel a quien el cielo dio un pedazo de pan sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que al mismo cielo! (Quijote, II, 58).


Hasta hace apenas unas décadas, el estudio del teatro cervantino no gozaba de una amplia atención por parte de la crítica. Aunque desde el punto de vista canónico de la historia literaria de Occidente Cervantes ha destacado tradicionalmente como novelista, a lo largo de la segunda mitad del siglo XX se han desarrollado diferentes estudios sobre su teatro, que han puesto de manifiesto la importancia extraordinaria de la dramaturgia cervantina en la Edad Contemporánea. Desde el punto de vista del contenido, el teatro de Cervantes se caracteriza porque sus obras recogen una imagen fiel y verdadera de la realidad universal humana, a partir de la España globalizante de los Austrias una España que lleva a cabo la primera globalización de la literatura universal, y capaz de revelar preocupaciones propias de su tiempo y de todos los tiempos. Desde un punto de vista formal, su teatro expresa verosímilmente la complejidad de la vida real, a través de una multiplicidad de técnicas, estilos y repertorios, en que se recogen los motivos poéticos y morales más frecuentes de su época: comedias moriscas, de libertad y cautiverio; comedias de carácter aventurero y amatorio, de enredo y aventuras; comedias religiosas, de tema hagiográfico; una tragedia, y ocho entremeses. En consecuencia, Cervantes, por medio de sus obras de teatro, plantea expresiones poéticas para hacer referencia a problemas políticos y sociales propios de su tiempo. Y del nuestro.

Tradicionalmente, la crítica ha distinguido dos etapas en el teatro de Cervantes: la primera, de 1580 a 1587, constituida por el período de composición de una serie de comedias, de las que se conserva El trato de Argel y algunas atribuciones, además de La Numancia; y la segunda, representada por la fecha de 1615, y que correspondería a la composición de las ocho comedias y ocho entremeses, «nuevos» y «nunca representados». Canavaggio (1977) ha señalado en sus trabajos tres etapas en el teatro cervantino. A la primera etapa (1581-1587), anterior al triunfo teatral de Lope de Vega, pertenecen obras como Los tratos de Argel (1583), la tragedia Numancia (1585?) y la obra atribuida titulada La Jerusalén. La segunda etapa (1587-1606) estaría representada por una época de contratos esporádicos, con Rodrigo Osorio, según se desprende de la existencia de tales documentos, y aquí se incluirían las más antiguas de las ocho comedias, entre las que figurarían La casa de los celos, El laberinto de amor y acaso El rufián dichoso. La tercera etapa (1606-1610) comprende el período de regreso definitivo a Madrid, durante el cual escribe la mayor parte de las Ocho comedias (El gallardo español, Los baños de Argel, La gran sultana, La entretenida y Pedro de Urdemalas) y quizá también de los ocho entremeses, nuevos, nunca representados (El juez de los divorcios, La elección de los alcaldes de Daganzo, La guarda cuidadosa, El rufián viudo, El retablo de las maravillas, El vizcaíno fingido, El viejo celoso y La cueva de Salamanca), editados en 1615.

El teatro de Miguel de Cervantes constituye un eslabón decisivo, desde el punto de vista de la evolución de la dramaturgia occidental, en sus formas trágicas y en sus formas cómicas, hacia una concepción moderna y contemporánea tanto del personaje teatral (sujeto) como de la acción dramática (fábula) que desarrolla. Cervantes, movido acaso por la falsa convicción personal de estar más próximo a Aristóteles que el propio Lope de Vega —creencia que ha perdurado todavía en algunos lectores de la segunda mitad del siglo XX—, construye una obra literaria que está mucho más cerca, en sus planteamientos poéticos y axiológicos, de cualquier tendencia de la modernidad que de toda la preceptiva de la Antigüedad clásica, de la que se sirve con intensidad —con frecuencia sólo para contrariarla, precisamente porque la supera en capítulos decisivos de la formación de la literatura y de la teoría literaria modernas, como los relacionados con el tratamiento del decoro y la polifonía, de la presencia formal y funcional del sujeto en la fábula, del orden moral trascendente contra el que el protagonista justifica sus formas de conducta, de la objetivación de la experiencia subjetiva del personaje, o de la construcción de figuras literarias que superan todos los arquetipos posibles de su tiempo.

Con sus obras teatrales, Cervantes introduce literariamente, en la ficción verosímil de lo representable y lo imaginario, una triple experiencia humana, que pertenece al dominio de un racionalismo antropológico y secular frente a un modo de pensar teológico y metafísico (La Numancia), una crítica muy irónica de determinados aspectos sociales a través del humor y la risa (los ocho entremeses), y una desmitificación de ese teatro (la comedia nueva de Lope) que se concibe como mixtificación mundana de determinados valores vitales, ajeno a la expresión compleja y verosímil que Cervantes pretendió ofrecer de la vida real (en algunas de sus varias comedias conservadas). Desde esta perspectiva, el teatro cervantino representa un paso singular en la evolución y construcción de la literatura de la Edad Contemporánea.

Sabemos que la cultura es hoy uno de los productos sociales y políticos históricamente más mediatizados y mitificados a través de los medios de comunicación e interpretación. En diferentes lugares he insistido con fuerza en esta idea, que he tratado de explicar desde la teoría de la transducción o intermediación literaria (Maestro, 1994). En este sentido, el teatro desempeña un papel esencial, al tratarse de un arte que sólo puede manifestarse plenamente mediante la presencia de un ejecutante intermedio: el director de escena y su compañía teatral. El esquema jakobsoniano (emisor → mensaje → receptor) nunca tuvo validez ni realidad fuera del idealismo de la teoría estructuralista y formalista de la comunicación. La complejidad de la literatura no cabe en ese esquema ideal, en el que Cervantes es un «emisor». El pragmatismo de la interacción social y cultural introduce siempre un intermediario, un ser humano transmisor que transforma todo lo que transmite por el sólo hecho de transmitirlo (emisor → mensaje → transductor → receptor): el director de escena en el teatro, el intérprete musical en la ejecución de una obra pianística, el declamador o recitador en un poema lírico, el profesor en el aula, el periodista entre la realidad y la sociedad, el sacerdote entre sus fieles y su dios, el hermeneuta entre la verdad y los lectores de la escritura... La cultura es a la vez un logro y un experimento en incesante transformación, y la literatura es uno de los objetos poéticos que más intensamente contribuyen a esa transmisión y transformación, es decir, a su interpretación mediatizada (transducción). Vivimos en un mundo contado. Contado por los demás, naturalmente. No dejan de contarnos cuentos desde que nacemos, y a partir de una edad necesitamos creer en alguno de esos cuentos y, como don Quijote, tomarnos en serio una ficción que haga nuestra vida posible o legítima... En una situación de este tipo, todo lo que hace el ser humano significa, y todo lo que significa es objeto de interpretación y por tanto de mediación. No hay experiencia más dativa que la narración o la interpretación. Interpretar es creer en unas normas. Interpretar la conducta humana es creer en unas normas morales. Las mismas que silenciosamente codifican llegado el momento una poética literaria, bajo el nombre de preceptiva, canon o nuevo historicismo, por ejemplo, y con el resultado de conceptos tales como decoro, didactismo, finalidad, uso de los sistemas u objetos culturales como instituciones o instrumentos de poder, etc. El debate entre moral y literatura, de platónica antigüedad, es en cierto modo un falso problema que en muchos casos sólo ha provocado soluciones también falsas. ¿Por qué? Vamos a verlo.

Platón arremete contra la poesía porque su forma de contar, su fabulación, no confirma en absoluto el sentido normativo que, a través de la filosofía, el propio Platón pretendía imponer en su ciudad ideal. Platón demuestra de esta forma haber sido el primero en comprender que la literatura es el único discurso que no se atiene a ninguna norma. Por eso también fue el primero en confirmar que el objetivo esencial de la poética era la libertad, una libertad por supuesto heterodoxa, la misma precisamente que él, Platón, pretendía dominar y subyugar desde las formas de la filosofía normativa, y que la literatura, sin permitirle ninguna forma de control, le disputaba incesantemente. Y también irrefutablemente, lo que ya constituía un inconveniente serio y difícil de sortear. La libertad de la literatura, efectivamente existente —si no, ¿dónde hubiera estado el problema?— era para Platón una moral heterodoxa, y debía ser desterrada. Sin embargo, la poética dispone de alianzas decisivas, privilegiadas, con la libertad humana. Con ella el lenguaje de la fábula adquiere en la poética un ejercicio formal francamente exclusivo, y sin duda muy superior al de la filosofía, que siempre ha sido muchísimo más coercitiva que la literatura, en todos los aspectos. Superior e irrebatible, para Platón y para todos los moralistas que, desde diferentes credos religiosos e ideológicos, han tratado de extirpar la libertad de la literatura. Y lo más grave de todo esto es que han tratado de abolir la libertad de la literatura en nombre nada menos que de la filosofía. Libertad y literatura: una relación indisoluble las une. Por esta relación de alianza, la literatura, por su lado, como la libertad, por el suyo, se han mostrado en momentos puntuales de la Historia totalmente incompatibles con determinados sistemas filosóficos, tan próximos en muchos casos a totalitarismos políticos verdaderamente monstruosos. Negar esta evidencia es permanecer insensible a los contenidos de la literatura y a sus formas históricas de expresión. La poética es la clave de esa unión entre literatura y libertad. La lucha permanente por la libertad convierte a la literatura en el único discurso capaz de sobrevivir a todas sus interpretaciones, que tienen y tendrán como fin la obsolescencia más irremediable. Pero la filosofía, como la religión, nunca duerme... Y los sueños y pesadillas de una y otra, tan afines con frecuencia entre sí, no producen exactamente monstruos, sino algo mucho en realidad mucho más efectivo y menos metafórico: producen ideologías.

Platón no pudo refutar la esencia de la poética, ni arrebatarle la fuerza beligerante de su libertad, que la literatura disputa sin fatigas a las filosofías y religiones de todos los tiempos. La fábula, ese lugar primigenio del que emana lo poético, contiene un impulso irreverente —y a la vez también inextinguible— de libertad. En realidad, los moralistas ortodoxos y dogmáticos han tratado de negar la libertad literaria, genuinamente pagana y secular, y siempre heterodoxa e inconveniente, para afirmar la suya propia. La única posibilidad que le quedaba a Platón fue derogar la poesía, ese discurso moralmente heterodoxo. No le sirvió la dialéctica, sino la ley, es decir, la proscripción. En realidad actuó como un moralista dogmático, y no como un filósofo racionalista. La filosofía es una forma excéntrica de ejercer la sofística. Se sirvió de los recursos de la filosofía, pero juzgó y actuó como un político por supuesto ajeno a la democracia, como un hombre de Iglesia, credo y dogma. Al igual que un dios, no supo de ironías. Se tomó la literatura en serio. Creyó en ella, en su heterodoxia moral, como un místico cree en la amenaza real del demonio. En todo creía ver Platón la huella de una realidad metafísica viva, y se olvidó de que la verdad sólo existe indemne en el lenguaje las proposiciones lógicas, cuya validez es siempre muy limitada, pero suficiente para cualquier filósofo. La literatura es una ficción poética cuyos referentes pretenden ser formalmente verosímiles, para hacer posible y coherente al ser humano las condiciones de un conocimiento basado en la razón y la crítica, la inteligencia y la libertad. La literatura es convincente en la medida en que es también formalmente verosímil. No hay que creer en ella. Poética no es religión. No es cuestión de fe, ni de preceptivas, sino de conocimiento. La poética sigue siendo en literatura el medio esencial de toda expresión inteligente.

Quizá se olvida con demasiada frecuencia que la literatura sólo está alejada del mundo real ficcionalmente. Quien no comprende la ficción está incapacitado para entender qué es la literatura. Porque la literatura no habla sino de realidades, pero sólo a través de ficciones. La credibilidad de las formas le exige conservar todos los lazos de unión con la complejidad de la vida humana. Principalmente, la lucha por la libertad, himen de la relación más íntima entre el ser humano y el lenguaje. Nunca me pareció especialmente revelador el término heterocósmico para designar la esencia de las obras literarias de ficción. La literatura no es exactamente un heterocosmos, sino más bien un cosmos herético, moralmente heterodoxo y poéticamente inteligible. No es un mundo alternativo, porque no es un mundo habitable. Nada más heterodoxo en este contexto de poética y libertad que la literatura teatral de Cervantes. Teatro que es secularización de dogmas. Teatro que, nacido del mito, desemboca en la desmitificación. Y en la crítica del racionalismo literario.



La secularización de la tragedia

Con puntuales excepciones, como ha sido el caso de Shakespeare en alguna de sus obras teatrales, en el mundo literario anglosajón apenas se han escrito tragedias. Es un hecho tan sorprendente como real, del que la crítica y la teoría literaria de los últimos 300 años evita hablar y escribir. A la anglosfera le resulta difícil comprender e interpretar la esencia de lo trágico. La filosofía anglogermana ha merodeado en torno la tragedia en innumerables ocasiones, de Hegel (1835-1838) a Nietzsche (1871) y de Freud (1899) a Heidegger (1927), hasta alcanzar la más vacua retórica de un Terry Eagleton (2003). Pero todos ellos se diluyen en un vago ensayismo anegado de figuras y tropos, sin soluciones de ningún tipo, y con ejemplos literarios mayoritariamente procedentes de la tradición hispanogrecolatina. Préstese atención a las siguientes palabras de Karl Jaspers (1948/1995: 65): 


En el mundo abunda, sin duda, la muerte inocente. El mal oculto destruye sin ser visto, hace cosas que nadie oye. Ninguna autoridad del mundo llega siquiera a tener noticias de él […]. Los hombres mueren como mártires sin serlo, y nadie percibe ni llega jamás tener conocimiento de su martirio. La tortura y destrucción del débil acontecen diariamente sobre la faz de la tierra […]. Todas las interpretaciones de lo trágico resultan insuficientes (Jaspers (1948/1995: 65). 


Obsérvese que lo mismo que Jaspers dice de la tragedia, desde la solemnidad de lo obvio, ciertamente, puede decirse sobre casi cualquier otra cosa de este mundo. Son palabras cuya fuerza principal reside en la eufonía. La filosofía funciona aquí como un embellecedor del lenguaje. Una forma excéntrica o elegante de ejercer la sofística en nombre del humanismo. Comentarios de este tipo inundan sin cesar todo lo relativo a las interpretaciones de lo trágico en la literatura y el arte. 

Aquí consideramos que la tragedia es una desgracia o hecho catastrófico caracterizado porque sus antecedentes son imprevisibles al racionalismo humano —la razón no lo prevé— y porque sus consecuencias resultan definitivamente irreversibles —no hay restauración posible. La mayor de estas consecuencias, y la más común en todo contexto trágico, es la muerte del ser humano. Una muerte imprevisible e irreversible. No hay recompensa, ni alternativa, ni —mucho menos— resurrección. Esto es la tragedia, en el arte, en la literatura y, por supuesto, también en la vida real de cada ser humano.

Voy a considerar a continuación algunos de los aspectos que hacen de La Numancia de Cervantes una de las tragedias más contemporáneas y perfectas de la literatura y del teatro de Occidente. La Numancia es la única tragedia de la Edad Moderna, y por supuesto del Siglo de Oro, a través de la cual se codifican las características de la experiencia trágica en un contexto secular frente a la religión y democrático frente al monopolio de la aristocracia, que reemplaza además la metafísica antigua por la Historia moderna. Estas propiedades, que no se dan en absoluto en el teatro de Shakespeare, exigen a la literatura y a sus intérpretes disponer de una razón antropológica que desplaza definitivamente toda razón teológica a la hora de enfrentarse a la experiencia trágica.

Es propio de los dioses mostrar la fuerza de su poder, de su ira o su misericordia, de su capacidad de sacrificio incluso, pero muy pocas veces nos dan muestras de su inteligencia. Sobrevivientes en la nada, desde una soledad eterna y poderosa, dominan el todo. A veces, algunos de sus súbditos primigenios, los ángeles por ejemplo, traicionan incomprensiblemente su magnificencia; el hombre y la mujer por él creados no tardan en engañarle y mostrarse desagradecidos...; como consecuencia de ello disponen un mundo deliberadamente imperfecto, cuyo resultado es el caos más irremediable. ¿Es ésta una labor de la que se deba estar especialmente orgulloso? Los dioses, pues, hacen alarde de su poder, pero pocas veces de su inteligencia. Todo se reduce para ellos a una cuestión moral. No entienden, diríamos, de epistemología. Sólo de autoridad y omnipotencia. De un imperativo que descarta, por supuesto, cualquier experiencia cómica. Por el uso de la inteligencia los dioses se asemejan a los seres humanos; y por una ambición desmesurada los propios seres humanos acaban por creerse, fraudulentamente, semejantes a un dios. Los númenes no ofrecen pruebas de inteligencia, sino simplemente de poder o de sacrificio, según pretendan deslumbrarnos o seducirnos. Sus obras son obras de fuerza, no de sabiduría. No en vano la inteligencia se orienta esencialmente hacia la persuasión y la crítica, actividades sin duda mucho más humanas que divinas. La inteligencia hace al ser humano; la ficción, a los dioses. Sin embargo, ambos están unidos, por el deseo, en una relación trágica. Ansiedad humana de trascendencia y deseo divino de posesión y dominio sobre lo terrenal. 

Todos los dioses necesitan hacer milagros para revestirse periódicamente de cierta autoridad, pero sólo los seres humanos son capaces de contar o narrar esos milagros. Los númenes necesitan de profetas y narradores para articular su propio discurso. ¿Quizá la modestia les impide hablar de sí mismos? Lo cierto es que los dioses necesitan la escritura. El fruto de la más humana de las invenciones: dar nombre y sentido a las cosas. He aquí la acción primigenia y adánica de ese primer hombre. Los dioses que no están en los libros, que no están en las escrituras, no existen. En consecuencia, residen en la lectura, y se confirman en la experiencia trágica —y espectacular—, para sublimarse en ella ante los ojos mortales. Los dioses son fugitivos y persistentes visitantes de la literatura. Toda su mitología está destinada a poblar un mundo visible, que la ficción poética ha hecho muchas veces comprensible y verosímil en su fuerza y sensorialidad. Sin embargo, la poética no es la casa de los dioses, sino su laico camposanto, su cementerio civil. La literatura, discurso pagano y secular por excelencia, no habla su mismo lenguaje, normativo y moralista, sino que instituye una voz de libertad y laicismo, de heterodoxia y desmitificación, que ha hecho de los númenes su principal osamenta. La poética ha convertido a todos los dioses en el osario de la literatura. Sin duda un enriquecido tesoro de influencias trascendentes.

En la tragedia clásica, los principales homicidas eran los dioses. La muerte violenta confirma una autorización o un designio divinos. En una tragedia moderna, y La Numancia de Cervantes ocupa un lugar de privilegio en este contexto, los únicos homicidas son los propios seres humanos. La poética cervantina muestra cómo la modernidad toma conciencia de lo que habrá de ser para el futuro la interpretación de la experiencia trágica: el reconocimiento de la crueldad del hombre contra sí mismo. Más precisamente: contra seres inocentes de su misma especie. Desde La Numancia de Cervantes, el sufrimiento de los seres humildes, así como la crueldad ejercida contra criaturas inocentes, alcanza un estatuto de dignidad literaria y legitimación laica de la que carecía en la Antigüedad, y que, desde el autor del Quijote, la literatura conservará para siempre. La poética de la Edad Contemporánea encuentra aquí una de sus dimensiones más fundamentales: Büchner, Valle, Pirandello, Lorca, Brecht, Beckett, Dürrenmatt... En la poética cervantina lo cómico se disocia por completo de la humildad social, que ocupa ahora un lugar nuclear en la tragedia, subrogando el hombre común a los antiguos atridas y a los modernos aristócratas, antaño protagonistas exclusivos de la fábula trágica. Simultáneamente, la religión no desempeña en La Numancia ningún valor funcional. Pese a la apoteosis contrarreformista, todo transcurre en un mundo pagano. Un mundo gentil que habrá de sacrificarse por completo, y por la mano del hombre. Sin dioses. Sin profetas. Sin ministros de religiones normativas. Numancia es una tragedia deicida. Los numantinos fueron capaces de profanar, con su incredulidad en los númenes y su convicción ante el suicidio, todo el dogmatismo de la Contrarreforma. Numancia es ante todo una profanación. Es la secularización de la tragedia. Es la modernidad. Conciencia de libertad contra corriente.

La divinidad advierte a los héroes de su destino. No para que modifiquen su conducta, determinada inalterablemente por los dioses, sino para que lo sepan, simplemente, de modo que las consecuencias de sus humanas decisiones resulten todavía mucho más irónicas.

Una tragedia sólo es visible cuando resulta inevitable. ¿Por qué? Porque, como se ha dicho, la tragedia es un hecho terrible caracterizado por ser imprevisible e irreversible: imprevisible a la razón humana e irreversible a su voluntad.

Tal como se ha configurado a lo largo de la tradición literaria hispanogrecolatina, el concepto de tragedia está determinado desde Aristóteles (Poética, 1449 b 24-28) por características muy concretas, sobre las que han podido influir diferentes realizaciones literarias. La Numancia cervantina introduce importantes transformaciones en la concepción tradicional de la tragedia, plenamente vigente en los años en que escribe Cervantes. 

En primer lugar, la experiencia trágica es, en su sentido genuino y helénico, la experiencia de un sufrimiento. 

En segundo lugar, es de advertir que en todo hecho trágico subyace, con mayor o menor intensidad, una inferencia metafísica, una implicación en una realidad trascendente a lo humano, y que lo meramente humano no puede explicar ni interpretar de forma absoluta o definitiva. En cierto modo, la tragedia sólo tiene sentido si no hay una amenaza posible después de la muerte, de modo que la muerte es la mayor de todas las amenazas. 

En tercer lugar, para que un hecho cualquiera pueda alcanzar objetivamente la categoría tragedia es imprescindible una acción voluntaria, aunque inconsciente o imprevisible, por parte del ser humano. El Hombre ha de actuar, en principio, libre y voluntariamente, y con su acción ha de provocar un conflicto que, merced a una causalidad imprevisible de hechos, desemboca en la destrucción irreversible de la vida. 

En cuarto lugar, en toda acción trágica subyace una cita con el conocimiento y sus límites. La verdad es más intensa que el mero conocimiento inicialmente disponible: la verdad que justifica la tragedia es superior e irreductible al conocimiento humano, lo trasciende y lo supera. La causalidad de los hechos resulta a priori inexplicable. 

En quinto lugar, podría señalarse que toda experiencia trágica tiene su origen más primitivo en alguna forma de protesta y rebeldía, que se traduce en una imprudencia, exceso o hybris. El Romanticismo ha monopolizado con fuerza esta concepción de lo trágico, como forma de victimismo ante toda revolución fracasada. La tragedia como expresión de un sacrificio humano, que se esgrime como protesta ante condiciones extremas de opresión que ahogan o limitan la vida de los hombres, es un concepto genuinamente romántico. 

En sexto lugar, conviene considerar uno de los atributos esenciales del sufrimiento que la realidad trascendente impone al protagonista del hecho trágico: el castigo. Los acontecimientos trágicos se suceden de forma inexorable, y ante la incapacidad humana para explicar y justificar a priori su causalidad, se perciben como absurdos. 

En séptimo lugar, finalmente, no podemos olvidarnos del lenguaje. Todo cuanto sucede en la tragedia literaria o teatral sucede dentro del lenguaje. En la literatura, la acción trágica se objetiva esencialmente en las palabras. La acción total se da dentro del lenguaje, y todo salvo el lenguaje del ser humano es en la tragedia economía de medios. El verso fue prácticamente hasta la Edad Contemporánea el discurso de la tragedia, y a él se atiene Cervantes; el uso de la prosa es relativamente reciente, y en cierto modo está asociado a las formas que conducen a su decadencia. En buena medida la prosa representa para la tragedia una forma abierta; el verso, su forma clásica. Sobre la disposición de tales formas La Numancia cervantina transformará funcionalmente la percepción poética de la experiencia trágica, desde el punto de vista de la acción de los personajes (fábula), del decoro de sus formas de habla y de conducta (lexis), y mediante la sustitución de la metafísica por la Historia, como medios de expresión del destino trágico (ananké). Sin embargo, fuera del arte y de la literatura, la tragedia no está hecha de palabras, sino de seres humanos muertos. No conviene confundir la filología con la ontología. La realidad no está hecha sólo de palabras. La tragedia es una cita inderogable con la realidad, que el arte en general, y la literatura y el teatro muy en particular, pueden objetivar poéticamente. La literatura es una interpretación de la realidad, no un instrumento para transformarla. Exigir a la literatura una transformación de la realidad es ignorar qué es la realidad y no querer entender qué es la literatura.


La Numancia, primera tragedia secular de la literatura universal

Frente a las ideas aristotélicas sobre la tragedia, Cervantes se distancia sensiblemente en La Numancia de una ordenación teleológica de los hechos orientada hacia una finalidad catártica, así como de una concepción del personaje que sufre las consecuencias de lo trágico como alguien que haya de incurrir necesariamente en un exceso o hybris. En primer lugar, porque en su tragedia hay personajes, como los numantinos, que no parece hayan cometido ningún error o falta moral (hybris) que haga justificable, o explicable desde ese punto de vista, la desgracia que sufren; acaso es más bien Escipión quien incurre en un momento dado en el exceso o «desmesura» que motiva la tragedia, pues al rechazar la embajada numantina, que pretende la paz con los romanos a cambio de la justicia de sus cónsules, precipita la autoinmolación de todo un pueblo. En estos términos se dirige Escipión a los numantinos.


Tarde de arrepentidos dais la muestra;
poco vuestra amistad me satisface.
De nuevo ejercitad la fuerte diestra,
que quiero ver lo que la mía hace,
ya que ha puesto en ella la ventura
la gloria mía y vuestra desventura.
A desvergüenza de tan largos años,
es poca recompensa pedir paces:
seguid la guerra, renovad los daños,
salgan de nuevo las valientes haces.
… … … … … … … … … … … … … … …
no quiero por amigos aceptaros,
ni lo seré jamás de vuestra tierra.
Y, con esto, podéis luego tornaros.
(Numancia, I, vv. 299-301 y 299-301).


Un personaje detenta siempre el poder en el momento de la desgracia. Un desliz, una imprudencia o desmesura, un exceso irreversible, en el ejercicio del poder, desencadena siempre una desolación irreparable. No son en este caso los arévacos quienes incurren en estos excesos, sino Escipión. Dice un numantino a Escipión:


Y, pues niegas la paz que con buen celo
te ha sido por nosotros demandada,
de hoy más la causa nuestra con el cielo
quedará por mejor calificada.
(I, vv. 281-284).


Y reitera Corabino a Escipión:


Mal con tu nombradía correspondes,
mal podrás deste modo sustentalla.
(III, vv. 1203-1204).


Los numantinos pasan, inocentemente, de la dicha al infortunio, e inspiran en el espectador piedad y temor, y nunca «repugnancia», contrariamente a lo que debía suceder en situaciones de este tipo, según las exigencias de la poética clásica, tal como había advertido Aristóteles con toda claridad en su teoría sobre la tragedia (Aristóteles, Poética, 1452b 34 - 1453a 7). ¿Qué hay de particular, pues, en la experiencia trágica de La Numancia cervantina, que sin negar la autoridad del clasicismo aristotélico no se adecua ni formal ni funcionalmente a muchos de sus imperativos esenciales? Una tentativa de modernidad distancia la creación literaria cervantina de la poética clásica del Renacimiento, y quizá aún más intensamente del aristotelismo desde el que se explica y fundamenta el mundo antiguo.

Por otro lado, los numantinos, protagonistas de la experiencia trágica, no son personajes aristocráticos, ni están representados en la acción de la tragedia desde el amparo de ninguna institución o estructura nobiliaria. Se rompe así con los imperativos del decoro propios de la tragedia clásica, desde la que se exigía que el protagonismo de la experiencia trágica recayera sobre personajes de condición noble o aristocrática.


Numancia, de quien soy ciudadano, 
ínclito general, a ti me envía.
(I, vv. 233-234).

 

Teógenes y Corabino, con otros cuatro numantinos, gobernadores de Numancia, y Marquino, hechicero, y un cuerpo muerto, que saldrá a su tiempo. Siéntanse a consejo, y los cuatro numantinos que no tienen nombres se señalan así: Primero, Segundo, Tercero, Cuarto. [Acotación inicial de la jornada II].


La Numancia es una tragedia, la primera en la historia de la dramaturgia occidental, que confiere honor y dignidad a la acción heroica de personajes humildes. Cervantes expresa y justifica el honor de los villanos, en una de las experiencias más radicales de la existencia humana, como es la decisión del sacrificio colectivo, la autoinmolación de una ciudad-estado.

Nada hace pensar que el tratamiento del honor que presenta Cervantes en La Numancia se relacione estrechamente con los códigos e imperativos de la honra característicos de la «comedia nueva»; el honor de los numantinos no se agota ni se explica en sí mismo, sino que es preciso considerarlo desde la perspectiva trágica en que se sitúa la acción de sus protagonistas. La dignidad y el honor de los habitantes de Numancia no adquiere ni pretende en ningún momento representatividad individual o fundamento personal; no subyace en esa concepción de la honra ninguna estructura de clase. El honor se percibe aquí como un atributo de la libertad, y como una consecuencia, antes que una causa, de la voluntaria decisión de inmolarse colectivamente por razones de Estado. El objetivo de los numantinos es la conservación de la libertad, a la que no renuncian jamás, así como la preservación del honor, como legitimidad o coherencia moral que garantiza la integridad de sus valores, a la vez que asegura la convivencia. La preservación de tales objetivos exige, en la Edad Moderna, desde el juicio de Miguel de Cervantes, un desenlace trágico, cuyos hechos ponen a prueba el heroísmo verosímil, no de altos patricios o aristócratas, que hayan podido incurrir más o menos conscientemente en faltas morales, sino de gentes singularmente humildes y completamente inocentes. Cuando su vida vale menos que su libertad, deciden suicidarse.

El valor del destino y de las fuerzas supranaturales se encuentra en La Numancia formalmente referido, pero funcionalmente muy atenuado. Las invocaciones al mundo metafísico y suprasensible desempeñan en la tragedia un valor emotivo, formal o retórico, antes que discursivo o funcional; el resultado de las experiencias agoreras y adivinatorias no influye decisivamente en el curso de los acontecimientos ni en las decisiones de sus protagonistas. Más tienen a veces de escenas costumbristas que de hechos auténticamente reveladores de las secuencias funcionales de la acción. Son numerosos los momentos en los que, a lo largo de La Numancia, se alude a una realidad trascendente en la que no se identifica ni reconoce de forma explícita un poder superior, capaz de intervenir funcionalmente en el curso de los acontecimientos y acciones humanas. El propio Escipión, en su arenga a los soldados romanos, advierte, con claridad sorprendente para la época, que la fortuna nada tiene que ver con el desenlace del enfrentamiento que mantienen contra los numantinos, sino que es más bien el poder de la voluntad humana, la diligencia frente a la pereza, lo que ha de determinar, en el cerco de Numancia, el triunfo o la derrota de las tropas romanas. Sin duda la imagen de Marte a la que aquí alude Escipión preludia la pintura de Velázquez, en la que el dios de la guerra desmiente, con tu actitud distendida y abandonada, la expresión de cualquier acto heroico: «La blanda Venus con el duro Marte / jamás hacen durable ayuntamiento / […] hállase mal el trabajoso Marte» (I, 89-90 y 154). Cervantes llega a afirmar que cada ser humano es en cierto modo dueño de su propio destino. Se destierra así la influencia de una realidad metafísica en el desarrollo de los asuntos humanos:


Cada cual se fabrica su destino,
no tiene aquí Fortuna alguna parte.
(I, vv. 157-158).


Desde el punto de vista de la poética, La Numancia cervantina se distancia de la primera de estas exigencias: los dioses son simplemente divinidades a las que se atribuyen agüeros en los que creen —o no creen, diríamos mejor— los personajes de la tragedia, pero en ningún momento los númenes intervienen directa o individualmente en el poema, ni de obra ni de palabra.


Morandro, al que es buen soldado
agüeros no le dan pena,
que pone la suerte buena
en el ánimo esforzado;
y esas vanas apariencias
nunca le turban el tino:
su brazo es su estrella y signo;
su valor, sus influencias.
… … … … … … … …
Que todas son ilusiones,
quimeras y fantasías,
agüeros y hechicerías,
diabólicas invenciones.
No muestres que tienes poca
ciencia en creer desconciertos;
que poco cuidan los muertos
de lo que a los vivos toca.
(II, vv. 915-922 y 1097-1104).


La secuencia protagonizada por Leoncio y Morandro, que sucede a la comprobación oficial de los augurios que acaba de llevar a cabo la comunidad del pueblo numantino, confirma, desde el ámbito de la experiencia humana individual, la intención cervantina de contraponer al poder de los dioses y la superstición metafísica la solvencia de la razón y la voluntad del Hombre. Las palabras de Leoncio se encuentran, en cierto modo, muy próximas a las de la arenga de Escipión a sus soldados: la fortuna y los agüeros nada tienen que ver con la voluntad y el «ánimo esforzado» del buen militar. Una vez más la acción de una realidad trascendente queda excluida del ámbito de la acción antropológica. Sólo una voluntad humana puede vencer el poder de la voluntad humana. Una interpretación radical de estas palabras podría llegar a identificar en el discurso de Leoncio un fondo nihilista, políticamente incorrecto en la época en que escribe Cervantes, pero en absoluto incoherente con el pensamiento del autor del Quijote; sin embargo, resulta imposible leer los enunciados de este personaje, concretamente en su diálogo con Morandro, sin percibir una declarada negación de la presencia del destino en la vida del ser humano. El discurso de Leoncio enfrenta la voluntad humana con la metafísica, y niega el valor del destino y sus imperativos sobre las facultades volitivas del Hombre, presididas siempre, desde el punto de vista cervantino, por el ejercicio de la libertad. Ni Edipo, ni Electra, ni Orestes, se atreverían jamás a repetir estas palabras sobre la existencia y el poder del orden moral trascendente que guiaba sus vidas.

Sin duda el silencio de los dioses es, en la concepción cervantina de un mundo trágico, mucho más expresivo que su verbo. En la modernidad, es central el problema de la secularización: es época de dioses huidos. Aquí radica, sin duda, una más de las cualidades que hacen de La Numancia una de las primeras tragedias de la modernidad, al proponer una concepción del hecho trágico profundamente secular, por completo diferente a la exigida por la poética antigua. Cervantes es el primer dramaturgo de la historia de la literatura universal que sustituye la metafísica por la Historia: el ananké trágico no reside en los imperativos de los dioses, sino en el fatum de realidades históricas consumadas. La existencia humana no está ya determinada por una realidad metafísica.

En el cuadro segundo de la jornada segunda de La Numancia tiene lugar una escena, la de los augurios, que puede considerarse como ejemplo de teatro en el teatro, además de confirmar la distancia de la tragedia cervantina frente al mundo numinoso de los dioses. El pueblo numantino, y concretamente los personajes de Morandro y Leoncio, acude al sacrificio y ritual que se ofrece a los dioses con objeto de conocer cuál será el destino de Numancia. El pueblo asiste como espectador a la contemplación de un ritual trágico, un sacrificio a los dioses, en el seno de la acción principal de la tragedia. La acotación que indica funcionalmente la composición y actuación de la comitiva resulta por sí misma suficientemente expresiva, pues dispone los mecanismos necesarios para representar la teatralización del sacrifico dentro de la teatralización de la tragedia. Así reza la acotación inicial del cuadro segundo de la segunda jornada:


Han de salir agora dos Numantinos, vestidos como sacerdotes antiguos, y traen asido de los cuernos en medio de entrambos un carnero grande, coronado de oliva o yedra y otras flores, y un Paje con una fuente de plata y una toalla al hombro; Otro, con un jarro de plata lleno de agua; Otro, con otro lleno de vino; Otro, con otro plato de plata con un poco de incienso; Otro, con fuego y leña; Otro que ponga una mesa con un tapete, donde se ponga todo esto; y salgan en esta scena todos los que hubiere en la comedia, en hábito de numantinos, y luego los Sacerdotes, y dejando el uno el carnero de la mano, diga: «Señales ciertas de dolores ciertos...»


Aunque todo espacio es susceptible de resultar propicio a la experiencia trágica, no es imprescindible, en principio, que esta categoría haya de participar esencialmente en el desarrollo de la acción: basta con que diseñe, y circunscriba en todo caso, el escenario en que ha de tener lugar la fábula. Sin embargo, el espacio de La Numancia adquiere consecuencias inmediatas y esenciales en la experiencia trágica, al transformar al protagonista en un eterno prisionero. El espacio de la tragedia delimita las posibilidades de acción y de existencia de los personajes, y hace que precisamente su existencia carezca de sentido fuera del espacio en el que se les sitúa: el cerco. Pueden abandonar el espacio que se les adjudica —no jerarquizada, al contrario de lo que sucedía en la tragedia clásica—, pero no sin arriesgar radicalmente su vida, y morir.

La experiencia trágica de la Edad Moderna se aleja de la inferencia metafísica de la Antigüedad, la recuerda y reproduce, pero le resta valor, hasta derogarla. Leoncio y Morandro la observan como quien contempla un espectáculo teatral. Por si quedan dudas, la secuencia de los augurios se reitera con el protagonismo de Marquino y la presencia sobrenatural del cuerpo muerto.


Engáñaste si piensas que recibo
contento de volver a esta penosa,
mísera y corta vida que ahora vivo,
que ya me va faltando presurosa;
antes me causas un dolor esquivo,
pues otra vez la muerte rigurosa
triunfará de mi vida y de mi alma;
mi enemigo tendrá doblada palma.
El cual, con otros del escuro bando,
de los que son sujetos a aguardarte,
está con rabia en torno, aquí esperando
a que acabe, Marquino, de informarte
del lamentable fin, del mal nefando
que de Numancia puedo asegurarte;
la cual acabará a las mismas manos
de los que son a ella más cercanos.
No llevarán romanos la victoria
de la fuerte Numancia, ni ella menos
tendrá del enemigo triunfo o gloria,
amigos y enemigos siendo buenos;
no entiendas que de paz habrá memoria,
que rabia alberga en sus contrarios senos:
el amigo cuchillo, el homicida
de Numancia será, y será su vida.
(II, 1057-1080).


La invocación del poder metafísico y de la posible voluntad de sus designios frente a la existencia humana constituye en La Numancia un hecho que es objeto de representación teatral para los propios numantinos; el espectador del siglo XVI, como el del siglo XXI, se siente doblemente distanciado, merced a la concepción teatral de Cervantes, de la experiencia dominante de un poder moral trascendente y metafísico, cada vez más lejano en el tiempo de la historia o trama, así como convencionalmente más distante en el espacio de la representación teatral. Un doble escenario separa en el teatro cervantino al espectador de los númenes (vid. acotación inicial II, 2).

No hay que olvidar, por otra parte, el papel, funcionalmente muy relevante, que desempeña el personaje femenino en la acción de la tragedia. Éste es un aspecto que sorprendentemente ha pasado desapercibido para todas las feministas que se han ocupado alguna vez de la literatura española de la Edad Moderna. Lo cierto es que las mujeres numantinas, desde una configuración completamente anónima (mujer primera, mujer segunda...), salvo en el caso de Lira, intervienen en el curso de la acción y alteran una de sus evoluciones posibles, al impedir que los hombres de Numancia se enfrenten a los romanos en un acto de suicidio que, a cambio de un instante de valor, acabaría con sus vidas, a la vez que marginaría para siempre a las mujeres de la responsabilidad que ellas mismas se exigen en la defensa de la ciudad, lo que equivaldría a entregarlas al ultraje y la esclavitud de los romanos: «Peleando queréis dejar las vidas, / y dejarnos también desamparadas, / a deshonras y muertes ofrecidas» (III, 1293-1295).

El discurso de las mujeres de Numancia desmiente y desmitifica la secular visión masculina del heroísmo épico y trágico, a la vez que exige la presencia de la propia mujer en la expresión dignificante del dolor y el sufrimiento del ser humano. Las numantinas no pretenden llorar, desde la supervivencia humillada, y a manos del enemigo, cual Andrómaca o Hécuba, la muerte de sus varones. Se observa una vez más que entre los numantinos no hay diferencias de ningún tipo, que obedezcan a criterios sociales, morales, estamentales o sexuales. Así se distribuyen por igual, entre los miembros de la ciudad, los únicos alimentos de que disponen: «y, sin del chico al grande hacer mejora, / repártanse entre todos...» (III, 1438-1439). La piedad y el terror, como sentimientos que son consecuencia de situaciones extremas, tienden a disipar las diferencias entre los seres, y a identificar en una sola experiencia diferentes impulsos humanos.

La voz de la mujer está dotada en La Numancia de atributos corales y funcionales. El hombre no está solo en la tragedia numantina, y no decide en soledad el curso de los hechos. La voz de sus esposas cambia razonablemente el desarrollo de la acción. En el teatro de Cervantes la palabra de la mujer parece más importante en la evolución de la fábula que la influencia del destino con todos sus hados. Por un lado, el hombre escucha a la mujer, por otro, numantinos como Leoncio niegan todo el valor de los augurios. En consecuencia, Teógenes, el sabio gobernante de la ciudad, decreta que «jamás en vida o muerte os dejaremos; / antes, en muerte y vida os serviremos» (III, 1408-1409). Las numantinas de Cervantes no son Las troyanas de Eurípides.

El discurso de la mujer convence, se le presta atención y reconocimiento, y en adelante «sólo se ha de mirar que el enemigo / no alcance de nosotros triunfo o gloria» (III, 1418-1419). La voz de la mujer se diferencia ahora de las voces del coro ático; en la tragedia griega el coro no intervenía en el curso de la fábula, no determinaba la evolución o el desarrollo de los hechos; acompañaba coralmente el discurso de los grandes interlocutores, atemperaba el pathos, confirmaba las razones de los hablantes y aconsejaba prudencia; en suma, desempeñaba una función emotiva, mas nunca discursiva o funcional, y en absoluto con capacidad de intervención en la metabolé de la fábula. Lástima que las mujeres numantinas hayan sido olvidadas incluso por las propias feministas posmodernas.

Paralelamente, a las figuras alegóricas de La Numancia —Guerra (vv. 1988-1991), Enfermedad (vv. 1992-2016), Hambre (vv. 2016-2055), España, Duero...— se les han atribuido diferentes funciones: en primer lugar, asumen cualidades en cierto modo equivalentes a las del coro en la tragedia antigua; por otro lado, desde una perspectiva metateatral, se ha tratado de identificar en el personaje coral una especie de espectador privilegiado de la tragedia; se las ha considerado también como personajes que, con su percepción del drama, contribuyen a un enriquecimiento de la recepción del espectador, mediante la exposición de hechos y argumentaciones sobre situaciones futuras, de modo que ofrecerían una interpretación del texto que actuaría a su vez sobre la interpretación de los espectadores reales (transducción); en este sentido, introducen una nueva perspectiva en la dramaturgia cervantina, y objetivan ciertos efectos polifónicos en el uso del lenguaje; finalmente, hay que reconocer que los personajes alegóricos se sitúan en cierto modo en un ámbito de trascendencia en el espacio y el tiempo de la tragedia, e introducen un efecto de distanciación, de lectura indudablemente épica, tan frecuencia en Cervantes y que 300 años después Brecht trata de atribuirse ignorando los precedentes del autor del Quijote.

Cervantes inicia así un concepto muy moderno de visión épica y perspectiva mediatizada en la objetivación de los hechos dramáticos. Los personajes alegóricos representan una realidad trascendente, a la que remiten, y a través de la cual se sitúan por encima de los hechos genuinamente humanos de la experiencia trágica. Suplen en cierto modo la ausencia de personajes nobles, de figuras próximas al mundo elevado y aristocrático que postulaba —pensemos en la Ilíada y la literatura antigua— una realidad trascendente, con la que incluso convivían los más selectos de los personajes, y sin la cual quizás la Antigüedad no podría haber llegado a concebir plenamente la poética de lo trágico.



Negación de toda trascendencia metafísica

El personaje trágico adquiere en La Numancia plena consciencia de su existencia mortal: «nuestros vivos remedios son mortales» (II, 894). La negación de toda trascendencia, solución o desenlace metafísico es absoluta. 

Hay en La Numancia una triple concepción del personaje dramático, al que se confiere una expresión épica, relacionada con el legendario mito de la colectividad numantina; una expresión alegórica, que adquiere forma objetiva en los personajes que representan simbólicamente ideas abstractas (Enfermedad, Hambre, Fama, España, etc.); y una expresión existencial, derivada de la interpretación de aquellas formas que configuran al personaje como sujeto de experiencias particulares en el curso de la tragedia, y que, si bien se encuentran al servicio de la acción principal, pues no actúan funcionalmente sobre su desarrollo, constituyen escenas en las que la experiencia del sujeto individual supera y desplaza las posibilidades de percepción de la acción general de la tragedia. Es el caso de los diálogos entre Morandro y Leoncio, sobre el amor de Lira, la autenticidad de los agüeros...; el monólogo de Leoncio a la muerte de Morandro; especialmente la agonía de una madre anónima con sus dos hijos; y el diálogo entre dos numantinos anónimos. Detengámonos en esta última secuencia.


Primero:        ¡Derrama, oh dulce hermano, por los ojos
                        el alma en llanto amargo convertida!
                        Venga la muerte y lleve los despojos
                        de nuestra miserable y triste vida.
Segundo:       Bien poco durarán estos enojos;
                        que ya la muerte viene apercebida
                        para llevar en presto y breve vuelo
                        a cuantos pisan de Numancia el suelo.
                        Principios veo que prometen presto
                        amargo fin a nuestra dulce tierra,
                        sin que tengan cuidado de hacer esto
                        los contrarios ministros de la guerra:
                        nosotros mismos, a quien ya es molesto
                        y enfadoso el vivir que nos atierra,
                        hemos dado sentencia inrevocable
                        de nuestra muerte, aunque cruel, loable.
                        … … … … … … … … … … … … … … … …
                        Vuelve al triste espectáculo la vista:
                        verás con cuánta priesa y cuánta gana
                        toda Numancia en numerosa lista
                        aguija a sustentar la llama insana;
                        y no con verde leño y seca arista,
                        no con materia al consumir liviana,
                        sino con sus haciendas mal gozadas,
                        pues se ganaron para ser quemadas.
Primero:        Si con esto acabara nuestro daño,
                        pudiéramos llevallo con paciencia;
                        mas, ¡ay!, que se ha de dar, si no me engaño,
                        de que muramos todos cruel sentencia.
                        Primero que el rigor bárbaro estraño
                        muestre en nuestras gargantas su inclemencia,
                        verdugos de nosotros nuestras manos
                        serán, y no los pérfidos romanos.
                        Han acordado que no quede alguna
                        mujer, niño ni viejo con la vida,
                        pues, al fin, la cruel hambre importuna
                        con más fiero rigor es su homicida.
                        Mas ves allí do asoma, hermano, una
                        que, como sabes, fue de mí querida
                        un tiempo, con extremo tal de amores,
                        cual es el que ella tiene de dolores.
                        (III, vv. 1631-1687).


Un diálogo entre dos numantinos anónimos (III, 1631-1687) constituye, al final de la jornada tercera, un discurso decisivo sobre la consciencia de la muerte y el final inmediato de la existencia humana. Se trata de una escena en cierto modo próxima a diálogos característicos de la tragedia moderna; pensemos, por ejemplo, en algunos fragmentos de los diálogos entre Vladimir y Estragón, en la Antígona de J. Anouilh frente a la dialéctica de Creonte, o en cualesquiera personajes de Dürrenmatt. Su discurso constituye una agonizante elegía, intensamente vivida por el interlocutor, sobre la finitud de toda existencia humana.

Cervantes introduce en La Numancia una de las escenas quizá más patéticas de toda su obra literaria. Nos referimos a la que constituye el diálogo que protagoniza, poco antes de morir, una madre exhausta con un hijo moribundo (III, 1688-1731). Con anterioridad al teatro de Cervantes, nunca secuencias de este tipo habían sido frecuentes, y en ningún caso habían expresado tan intenso patetismo: la madre débil ante el hijo moribundo, encaminados de forma consciente y voluntaria hacia la muerte; madre e hijo son seres de condición social humilde, y a la vez protagonistas de un hecho tan duramente trágico como quizá ninguna otra obra del género había demostrado con anterioridad.


Madre:          ¡Oh duro vivir molesto,
                        terrible y triste agonía!
Hijo:               Madre, ¿por ventura, habría
                        quien nos diese pan por esto?
Madre:           ¿Pan, hijo? Ni aun otra cosa
                        que semeje de comer.
Hijo:               Pues, ¿tengo de perecer
                        de dura hambre rabiosa?
                        Con poco pan que me deis,
                        madre, no os pediré más.
Madre:           Hijo, ¡qué pena me das!
Hijo:               ¿Pues qué, madre, no queréis?
Madre:           Sí quiero; mas, ¿qué haré,
                        que no sé dónde buscallo?
Hijo:               Bien podéis, madre, comprallo;
                        si no, yo lo compraré;
                        mas, por quitarme de afán,
                        si alguno conmigo topa,
                        le daré toda esta ropa
                        por un mendrugo de pan.
Madre:          ¿Qué mamas, triste criatura?
                        ¿No sientes que a mi despecho
                        sacas ya del flaco pecho,
                        por leche, la sangre pura?
                        Lleva la carne a pedazos
                        y procura de hartarte, 
                        que no pueden más llevarte
                        mis flojos, cansados brazos.
                        Hijos del ánima mía,
                        ¿con qué os podré sustentar,
                        si apenas tengo qué os dar
                        de la propia carne mía?
                        ¡Oh hambre terrible y fuerte,
                        cómo me acabas la vida!
                        ¡Oh guerra, solo venida
                        para causarme la muerte!
Hijo:              ¡Madre mía, que me fino!
                        Aguijemos a do vamos,
                        que parece que alargamos
                        la hambre con el camino.
Madre:           Hijo, cerca está la plaza
                        adonde echaremos luego
                        en mitad del vivo fuego
                        el peso que te embaraza.
                        (III, vv. 1688-1731).


Esta secuencia con la que Cervantes cierra la tercera de las jornadas de La Numancia tendrá larga vida en la literatura posterior, y constituye sin duda la expresión, quizá por vez primera en el teatro trágico de Occidente, de una experiencia estética eminentemente moderna y contemporánea. La madre, como sus hijos, carece de un nombre que la identifique, y sólo una apelación común —pero decisiva: madre, genérica, que funciona momentáneamente como nombre propio, permite reconocerla. La escena recuerda muchas obras que abundarán en secuencias trágicas de dramas expresionistas de la Edad Contemporánea, así como en algunas tragedias modernas, y sobre todo en piezas teatrales del siglo XX que rememoran episodios de experiencias trágicas de la Antigüedad.

No nos hallamos ante la figura singularizada, aristocrática y épica, de Andrómaca, que implora ante Hermíone o Ulises por su hijo Astianacte, ni ante la legendaria y mitológica cólera de Medea frente a Jasón, al dar muerte a sus propios hijos, para evitar así la tutela de Glauce; no, los protagonistas cervantinos son seres sin nombre, llegan a la experiencia trágica por sí mismos, sólo como víctimas, sin haber sido en ningún momento responsables o causantes del infortunio, y sufren, sin ningún tipo de reconocimiento personal, un dolor y una desolación que a nadie preocupa, y de los que nadie se apiada. La tragedia moderna afecta también —y sobre todo— a los inocentes; no es necesario haber «errado» o haberse «equivocado» moralmente para sufrir consecuencias trágicas (hybris). Este concepto de tragedia, estrechamente vinculado a la idea de responsabilidad moral, es propio de un mundo antiguo, que identificaba exclusivamente en el estamento aristocrático la posesión de un honor y de unos valores morales. Y que advertía a la nobleza del cuidado que debía tener en la vida para preservarse como tal en sus privilegios sociales y poderes políticos. La gran aportación cervantina, precisamente en uno de los momentos más conservadores de la Edad Moderna, consistió en dotar a los humildes de un protagonismo del que hasta entonces habían carecido en el ámbito de la poética y la literatura, es decir, de unos valores morales que la poética de la Antigüedad no les había reconocido. Cervantes demuestra que los valores morales son superiores e irreductibles al estamento aristocrático, y recuerda de forma decisiva algo que, con toda su simplicidad, quizá ni antes ni entonces nadie como él supo expresar mejor: los pobres también sufren. Nada equivalente encontramos en el teatro de Shakespeare, cuya dramaturgia es una recreación isabelina de las ideas de la Antigüedad. En Shakespeare, el pueblo sigue siendo, con Falstaff a la cabeza, combustible de comedia. Del resto se encargó la leyenda rosa anglosajona.

En la literatura épica de la Antigüedad clásica el hecho trágico se percibe como una experiencia formalmente intemporal y ahistórica; los héroes teucros y argivos que luchan por la ciudad de Ilión no muestran conciencia de su existencia en términos absolutamente humanos: lo trágico se percibe entonces como un hecho constitutivo de trascendencia divina, y como una experiencia de fundamento humano en el destino de seres absolutos. Sólo desde el teatro se concibe por vez primera la tragedia en su relación con la temporalidad y la historicidad, en un movimiento progresivo que, una vez ejecutado, no admite vuelta atrás. Sólo desde la experiencia de la tragedia griega la acción trágica resulta implicada en un proceso temporal —y por tanto esencialmente humano— de carácter irreversible. El teatro trágico nos ha exigido desde entonces una concepción lineal, progresiva e irrecusable, de la temporalidad humana. La Modernidad no ha hecho más que intensificar, en la experiencia trágica del ser humano, el peso de esa concepción inderogable de la temporalidad, haciéndola subjetivamente perceptible, hasta el punto de convertir la tragedia en una expresión de lo que ha de ser el fracaso de cada existencia temporal. En adelante, toda realidad se considerará en sí misma como algo insustituible, en el espacio y en el tiempo, de cuanto posee atributos de vida; Numancia, morada de existencias únicas, es, ante todo, una existencia insustituible. El personaje trágico, que perece en libertad, y que en libertad se entrega voluntariamente a la inmolación, pone de manifiesto posibilidades extremas de existencia humana.


    Sacado han de su pérdida ganancia;
quitado te han el triunfo de las manos,
muriendo con magnánima constancia.
     Nuestros disignios han salido vanos,
pues ha podido más su honroso intento
que toda la potencia de romanos.
     El fatigado pueblo en fin violento
acabó la miseria de su vida,
dando triste remate al largo cuento.
     Numancia está en un lago convertida
de roja sangre, y de mil cuerpos llena,
de quien fue su rigor propio homicida;
     de la pesada y sin igual cadena
dura de esclavitud se han escapado
con presta audacia de temor ajena.
     En medio de la plaza levantado
está un ardiente fuego temeroso,
de sus cuerpos y haciendas sustentado.
     A tiempo llegué a verle, que el furioso
Teógenes, valiente numantino,
de fenecer su vida deseoso,
     maldiciendo su corto amargo signo,
en medio se arrojaba de la llama,
lleno de temerario desatino;
     y, al arrojarse, dijo: «¡Oh clara Fama,
ocupa aquí tus lenguas y tus ojos
en esta hazaña, que a cantar te llama!
     ¡Venid, romanos, ya por los despojos
desta ciudad, en polvo y humo vueltos,
y sus flores y frutos en abrojos!»
     De allí, con pies y pensamientos sueltos,
gran parte de la tierra he rodeado,
por las calles y pasos mal revueltos,
     y a un solo numantino no he hallado
que poderte traer vivo, siquiera
para que fueras dél bien informado.
     Por qué ocasión, de qué suerte o manera,
cometieron tan grande desvarío,
apresurando la mortal carrera.
(IV, vv. 2258-2296, Gayo Mario).


Experiencias decisivas del ser humano, situaciones familiares, acontecimientos históricos, poderes sociales, representaciones más ateas que religiosas e impulsos que determinan el carácter de un individuo con otro, son medios a través de los cuales la expresión de lo trágico puede manifestarse en la existencia de cada persona, contribuyendo de este modo a conformar los caracteres fundamentales de un existencialismo trágico. El reconocimiento en la tragedia cervantina de personajes literarios en los que resalta una auténtica imagen de la existencia humana es una apreciación que se ha señalado con frecuencia: «La originalidad del teatro de Cervantes —escribe en este sentido Hermenegildo (1973: 367)— estriba en que el gran escritor se inspiró en la verdad de la vida para llevar a la escena personajes humanos, que sintiesen y hablasen como los de carne y hueso».

No hemos pretendido hablar absurdamente —ni aquí ni en otros lugares— de existencialismo en el teatro trágico de Cervantes, sino simplemente de personajes cuyo tratamiento formal hace pensar en la expresión cualidades existenciales afines a un concepto moderno de sujeto humano y de personaje literario, tal como el teatro de la Edad Contemporánea los presentará en su concepción moderna de la experiencia trágica. El Cervantes de La Numancia dota de existencia humana la épica de la experiencia trágica. Sin duda fue el primer dramaturgo en hacer algo así en la Historia de la literatura universal.

Cervantes se refiere a los conceptos de voluntad, libertad y conciencia desde formulaciones más propias de un escritor de la Edad Contemporánea que desde los planteamientos que podríamos esperar de un dramaturgo al que su época y su contexto cultural sitúan entre los imperativos preceptistas de la poética clásica y las exigencias morales de la España contrarreformista. Las escenas religiosas y los ceremoniales rituales desempeñan en La Numancia una función emotiva, pero no discursiva, pues aunque forman parte del pathos trágico, confirmando un destino inevitable, no intervienen directamente en el curso de los acontecimientos, y no representan en la fábula de la tragedia la acción de ninguna deidad redentora.

He escrito anteriormente que los numantinos pasan, inocentemente, de la dicha al infortunio. Ahora quiero plantear una pregunta que me parece decisiva: ¿Cuál sería para los numantinos el estado anterior de la dicha? Sólo hay una respuesta: la utopía. Sí. Los numantinos viven en una sociedad que no es ni estoica ni fabulosa, sino verdaderamente igualitaria y democrática, es decir, utópica. No es una sociedad histórica, pues algo así no ha existido nunca, sino utópica. Viven en una sociedad sin duda ideal, determinada por una igualdad entre géneros, sexos, edades y estamentos, e incluso credos religiosos, una sociedad que habría agradado verdaderamente a Saint-Simon, Ernest Bloch, Michael Gardiner o Cossimo Quarta. Sin duda habría satisfecho definitivamente a Tomás Moro. La Numancia anterior al cerco es el prototipo de ciudad ideal, de Estado socialista y utópico por excelencia. Nada de repúblicas platónicas, sociedad cerrada donde las haya; nada de la agustiniana ciudad de Dios, más metafísica e irreal aún que la platónica. Nada de eso. Numancia es ante todo una ciudad humanizada, política y socialmente igualitaria. Ésa es la dicha literaria e ilusoria en que viven los numantinos antes del cerco. Su único delito es existir. Peor lo que es una utopía para los numantinos resulta una distopía para los romanos.

Numancia, locus utopicusUna ciudad sitiada no es lugar de incidencias para una vida normal. El cerco es el signo más persistente del camino hacia la experiencia trágica. Tan breve es la distancia que se puede recorrer todos los días, con el mismo terror que el primer día. Sólo la vida de algunas personas, como escribió Georg Büchner a propósito de los aristócratas del Antiguo Régimen, en medio de la restauración absolutista posnapoleónica, es un «largo domingo» (Das Leben der Vornehmen ist ein langer Sonntag). Los humildes siguen siendo, ahora más que nunca —qué lejos la poética aristotélica—, los protagonistas de la tragedia, los cadáveres del gran teatro del mundo. La guerra es la distancia que separa a los idealistas de la realidad.

La modernidad de Cervantes reside en que no desea instaurar un paradigma real de felicidad, justicia metafísica o razón de Estado, frente a la crueldad de los seres humanos, o el imperialismo de la Historia, sino que aboga trágicamente por la utopía. Y el precio de la utopía es, para Cervantes, la tragedia. Cervantes no sólo escribe una poética narrativa y dramática en contra de la tradición literaria y la alienación cultural de cualquier época, sino que propone, para salir del atolladero de la Historia, la fabulación de una utopía. Es el deseo utópico de los numantinos lo que hace de su experiencia una experiencia trágica plena de modernidad y contemporaneidad. El idealismo siempre está de moda. Su deseo es utópico por muchas razones: porque no han de ganar, porque no pueden salir del cerco, porque no tiene efectividad histórica su sacrificio, porque no serán mártires de ninguna religión, porque no les aguarda un más allá redentor, porque esa tarde no estarán a la derecha de un dios en el paraíso... Cervantes es uno de los primeros autores que pone ante nuestros ojos la disolución de una imagen útil del idealismo. La realidad no posee ninguna legalidad inmanente ni metafísica. Así es como Cervantes se opone a una imagen mecánica del universo, que resultará sellada definitivamente en la versión de Newton, y a una concepción geométrica, abstracta y absolutista del Estado político, que lejos de resultar trastornada por la revolución francesa acabará siendo más sofisticada y dura en muchos de sus planteamientos. Cervantes rompe así una imagen tradicional del universo como algo inerte y metafísico. De este modo, el arte no imita la realidad preexistente y codificada, sino que construye su propia actividad. La tragedia entra en la Historia, y deja de ser para el arte una sustancia metafísica subordinada al destino, las causas primeras o cualquier otro referente trascendente. En adelante, la tragedia es dialéctica, en constante tensión, evolución y conflicto, desde criterios antropológicos o razones exclusivamente humanas. La razón teológica es pura ficción. Mucho antes que Nietzsche. Desde el teatro de Shakespeare no se percibe en absoluto ni uno solo de estos cambios que Cervantes objetiva de forma radical, explícita y definitiva. Cervantes no es soluble en agua bendita.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «La Numancia y la secularización de la tragedia: Cervantes no es soluble en agua bendita», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 2.12), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



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Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro