IV, 2.13 - Las tragedias numantinas de Cervantes y Rojas Zorrilla

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Las tragedias numantinas de Cervantes y Rojas Zorrilla


Referencia IV, 2.13

 

Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro

Voy a exponer a continuación una serie de reflexiones sobre el concepto de tragedia que se objetiva y formaliza en las obras teatrales de Cervantes y Rojas Zorrilla referidas a Numancia. En primer lugar, voy a referirme a la tragedia como concepto, esto es, como objeto de interpretación por parte de una Teoría de la Literatura, como la que se expone en la Crítica de la razón literaria. En segundo lugar, analizaré de modo contrastado o comparado las formas de lo trágico en las tragedias numantinas de Cervantes y Rojas Zorrilla. El resultado es, francamente, que Cervantes ofrece una idea de tragedia mucho más moderna y contemporánea de la que alcanza Rojas.

  

 

1. La tragedia en los espacios metodológicos de la Crítica de la razón literaria

Examinemos, en primer lugar, la formalización literaria de los materiales trágicos objetivados en las tragedias de Cervantes y Rojas. Para proceder a esta interpretación, basada en criterios lógico-materiales, es necesario situar la materia trágica que se expone en estas obras en el lugar que le corresponde dentro de los espacios ontológico, antropológico y poético o estético.

 

 

Lo trágico en el espacio ontológico

La tragedia existe ontológicamente porque existe material y formalmente. Lo trágico está implicado de forma plena en los denominados tres géneros de materialidad en que se organiza y articula el Mundo interpretado (Mi): físicamente (M1), psicológicamente (M2) y lógica o conceptualmente (M3).

Lo trágico se sitúa en el mundo físico (M1), si determinados hechos se perciben como trágicos, con frecuencia en un sentido mundano o convencional: un accidente en el que fallecen numerosos seres humanos, una matanza terrorista, una catástrofe meteorológica, etc. Hechos de esta naturaleza suelen calificarse de trágicos simplemente por sus consecuencias mortales y catastróficas. Incluso también se habla comúnmente de tragedia cuando determinadas fuerzas naturales asolan, acaso sin muertes humanas, determinadas zonas geográficas, causando daños a veces irreparables. Es evidente que en casos así el «hecho trágico» se sitúa en el orden físico, no estético ni literario. La materia trágica es aquí un acontecimiento de gravísimas consecuencias, históricamente registrables, pero no objetivada en términos literarios o artísticos, sino simplemente naturales o físicos (M1). El asedio histórico de la población de Numancia podría, en este contexto, interpretarse como una tragedia dada en el orden físico. Pero tal circunstancia no convertiría por sí sola estos «hechos trágicos» en materia literaria o estética, aunque una lectura mítica del pasado, o una interpretación basada en una suerte de «memoria histórica» o «ideología de la historia», pudiera adulterarla mitológica o legendariamente, como de hecho sin duda sucedió.

Por su parte, la materia trágica se sitúa en el terreno psicológico o fenomenológico (M2), si la experiencia trágica lo es para la conciencia de un sujeto, es decir, si afecta a la psicología de un individuo, el cual, sin duda, podría verse impelido al suicidio, el homicidio, el martirio, etc., o cualesquiera otras formas de destrucción física. La materia trágica se reduce aquí a un conflicto psicológico, cuyas consecuencias pueden manifestarse sin duda en otros órdenes. Algo que, probablemente, podría resolverse con un buen psiquiatra, rebasa el terreno de la psique. La Yerma lorquiana no mataría a su marido Juan, si su obsesión por ser madre no le hiciera perder el uso de la razón. Los protagonistas de las tragedias senequistas se preocupan más por sí mismos, y por cómo sobrevivir en la adversidad individualista, que por cómo resolver los problemas de una polis o de un Estado en el que nunca confían, o que ni siquiera existe. Los numantinos —y romanos— de Rojas Zorrilla se muestran más preocupados por el amor de Florinda que por la peligrosidad de la invasión romana —o de la resistencia numantina—. Cuando la experiencia trágica se limita a una psicomaquia, la esencia de lo trágico de disuelve en un formato en el que lo trágico es simplemente una apariencia, un trampantojo o un envoltorio seductor. 

Cuando lo trágico se expresa en los términos de una psicomaquia, la tragedia se convierte en drama, o incluso en melodrama. Aquí reside una de las diferencias fundamentales entre la obra de Rojas y la de Cervantes. El primero tiende a situar el conflicto de lo trágico en la psicología de algunos personajes, mientras que el segundo lo emplaza inequívocamente en los problemas del Estado. A lo largo del siglo XVII el teatro español no muestra interés por formalizar o conceptualizar materiales trágicos que sitúen los problemas y conflictos fuera del mundo psicológico de los individuos y prototipos sociales. El teatro español aurisecular no convierte en problema dialéctico o trágico nada que pueda cuestionar los fundamentos del propio Estado, que en ese momento es un imperio, es decir, un Estado con capacidad y competencias para intervenir de forma directa y violenta en otros Estados. Hablar en este punto, como han hecho varias personalidades célebres que aquí me permito no nombrar, de la incompetencia o incapacidad de los españoles auriseculares para la autoría de tragedias es una tesis de psicología social completamente absurda, que en todo caso revela, por parte de quien la propone, la incapacidad de asumir la complejidad del problema que plantea, desde las exigencias interpretativas de un contexto metodológico y gnoseológico mucho más amplio. Los dramaturgos auriseculares formalizan y conceptualizan la materia trágica en términos fenomenológicos, y sitúan los conflictos humanos y sociales en un ámbito psicológico (M2), no porque no sepan hacerlo en un orden lógico (M3), dado en una symploké política, sino porque no quieren, porque no les interesa, porque no ven ninguna necesidad de plantear en términos dialécticos cuestiones que afecten a la política del Estado español aurisecular. Uno de los pocos escritores auriseculares que sí dieron constancia de esta necesidad fue Cervantes, y en la objetivación de tales dialécticas se sirvió de un género literario entonces inédito, la novela, y de un género literario preexistente, al que subvierte, secularizándolo, la tragedia.

Finalmente, la materia trágica se sitúa en el terreno lógico (M3), si formaliza conflictos dialécticos implicados en una symploké política, de modo que los problemas planteados afectan a cuestiones fundamentales del Estado. Tal es lo que sucede en la Numancia de Cervantes. Sin embargo, no podemos decir lo mismo de las piezas de Rojas de tema numantino, donde conflictos amorosos, propios de melodrama y comedia de capa y espada, junto con otros episodios parejos en el enredo, suplantan y envuelven a la que debiera ser acción principal de la materia trágica: la invasión de la ciudad Estado por el imperio de Roma. Ha de insistirse en esto: el siglo XVII no dispone en su práctica teatral de interés por formalizar ni conceptualizar materiales trágicos. Numancia cercada y Numancia destruida de Rojas Zorrilla son más que tragedias «tragedias de enredo», es decir, tragedias en formato de comedia nueva. No son obras en las que los conflictos trágicos se sitúan en un espacio lógico o dialéctico, es decir, en un mundo que rebasa la dimensión subjetiva del ser humano, sino en un mundo psicológico. No por casualidad Retógenes, Megara y Olonio se nos presentan hablando de sí mismos, con varios yoes superlativos, en competencia violenta por un amor posesivo hacia Florinda: «...Yo. / Yo, que he dado a los pendones / romanos fieros asombros...» (I, 268-270). Las cuestiones políticas son aquí razones personales —y no razones de Estado— que personajes protagonistas exhiben como méritos egoístas en la pretensión subjetiva de apoderarse del amor de una moza. 

Nada equivalente hay en la Numancia cervantina, donde la complejidad de los acontecimientos políticos y trágicos rebasa toda posibilidad de resolución subjetiva y personal. En la obra de Cervantes, los hechos superan al individuo. La symploké política arrastra inexorablemente a todo aquel que resulta implicado en ella. La tragedia no acepta soluciones psicológicas, y no porque no sean posibles, sino porque los conflictos trágicos no se dan en condiciones que permitan una solución exclusivamente psicológica. La materia trágica rebasa ad infinitum, y lo rebasa siempre, el radio de lo psicológico. Lo trágico siempre trasciende al individuo, porque afecta a lo político y a lo social, es decir, implica al individuo en tanto que animal político, esto es, en tanto que miembro de un Estado. La tragedia no entiende de psicologías, sino de lógicas incompatibles. La tragedia niega el consensus omnium, el monismo metafísico y el holismo armónico. Por todas estas razones, al sustituir la metafísica religiosa de la tragedia antigua por el racionalismo antropomorfo de la tragedia moderna —evitando de este modo el racionalismo idealista de la teología tridentina—, Cervantes pueden componer, a comienzos de la década de 1580, la primera tragedia secular de la Historia de la literatura universal.

 

 

Lo trágico en el espacio antropológico

Toda reflexión sobre el lugar que ocupa la literatura en el espacio antropológico es inicialmente una cuestión muy complicada, porque sin duda este lugar ha sido y es un lugar históricamente variable. Con todo, no resultará difícil clarificar algunas consideraciones que, por otra parte, tienden a imponerse por sí mismas. Definamos, en primer lugar, siguiendo a Bueno (1978), qué es el espacio antropológico.

Espacio antropológico es el lugar, el territorio —físico, nunca metafórico ni simbólico—, en el que está incluido el material antropológico, es decir, es el campo en el que se sitúan los materiales antropológicos. La literatura es una parte esencial de ese material antropológico. Tradicionalmente se ha interpretado este espacio como un escenario que hay que entender desde la naturaleza, Dios o el Hombre mismo. Sin embargo, el espacio antropológico no es un lugar metafísico, hipostasiado, monista, sino un lugar físico, terrenal, material. No es posible entender al ser humano sólo desde la naturaleza, o sólo desde Dios, ni tampoco desde el Hombre mismo de forma exclusiva y excluyente[1]. Bueno ha insistido mucho en este punto, y tiene razón. Por ello precisamente subrayamos con claridad estas ideas suyas. 

El ser humano no se explica desde sí mismo, sino que está rodeado de realidades naturales, de entidades que no son él mismo, entes ajenos a él, pero en connivencia con él. El Hombre no se explica por sí mismo, no es absolutamente autónomo. El ser humano está inmerso en un espacio que no es exclusivamente humano: fuera de este espacio envolvente, el Hombre no puede interpretarse de forma solvente; y dentro de ese mismo espacio, no todo puede explicarse a partir de lo meramente humano. El espacio antropológico es un conjunto de realidades que envuelven al Hombre y que no son necesariamente humanas (animales, naturaleza inerte, fenómenos planetarios...), y sin embargo gracias a ellas precisamente el material antropológico puede organizarse y cobrar sentido. El pensamiento de Bueno distingue tres ejes en el espacio antropológico: 1) el eje de los seres humanos o eje circular (el ser humano); 2) el eje de lo inanimado e inhumano o eje radial (la naturaleza); y 3) el eje de lo animado e inhumano o eje angular (lo numinoso). Siempre habrá que determinar qué parte del material antropológico pertenece a cada eje. En el espacio antropológico todas las entidades son corpóreas, materiales, físicas. No hay idealismo, no hay metafísica, no hay creacionismo. El ser humano es una criatura que brota de la evolución animal.

La sociedad política es un ejemplo sobresaliente de lo que es el espacio antropológico y de cómo funciona: los tres ejes se manifiestan visiblemente en ella, es decir, en la estructura de un Estado. El eje circular (los tres poderes, por ejemplo) constituye la capa conjuntiva de la sociedad política. El eje radial supone el aprovechamiento de la naturaleza, el trabajo, la producción, los tributos... El eje angular remite a los símbolos de animales que nutren banderas (leones, águilas, serpientes...), lemas, blasones, escudos, proyectando su fuerza numinosa (vis numinis) sobre la colectividad que los ostenta. Los iconos de animales se manipulan así como si sus referentes fueran diosecillos o númenes, cuales seres dotados de poderes superiores a los meramente humanos.

Ahora bien, ¿qué lugar ocupa la materia trágica en el espacio antropológico? Vamos a verlo.

En primer lugar, ha de advertirse que lo trágico sólo puede manifestarse en el eje circular o humano del espacio antropológico. No se trata de un reduccionismo de lo trágico a lo humano, sino de un racionalismo. No cabe hablar de tragedia en lo referente a sucesos acaecidos exclusivamente en los reinos vegetal o animal, relativos a cuestiones dendrológicas o zoológicas. Los animales pueden organizarse socialmente, como las hormigas y las ovejas, pero no pueden constituir una sociedad política. Por esta razón, no cabe hablar de tragedia, ni es posible situar los materiales trágicos, en el eje radial del espacio antropológico. No conviene confundir acríticamente una catástrofe medioambiental con una tragedia poética. Finalmente, tampoco cabe situar la realidad trágica en el eje angular del espacio antropológico, o ámbito numinoso, en el que las fuerzas metafísicas interactúan con las fuerzas humanas. Algo así sólo se da en la tragedia antigua —y en el teatro de Shakespeare, mucho más próximo al mundo antiguo que a la modernidad, pese al idealismo mitológico de un Harold Bloom—, cuyo modelo de referencia es el griego clásico, y que perdura incluso hasta las (pseudo)tragedias de Vittorio Alfieri en la Europa posilustrada y romántica. Pero la tragedia moderna está determinada por la secularización de la experiencia trágica, es decir, por el emplazamiento en el eje circular o humano de toda la materia trágica, dejando el eje angular o numinoso como un conjunto vacío. Como he indicado, el primer artífice de la secularización de la tragedia fue Cervantes, precisamente con la autoría de La Numancia (Maestro, 2004), al sustituir la metafísica (eje angular) por la Historia (eje circular), es decir, la razón mitológica y teológica por la razón antropológica y exclusivamente humana.

En La Numancia cervantina la creencia en augurios está profundamente desmitificada en nombre del racionalismo y el antropomorfismo crítico. La dimensión numinosa está presente como objeto de burla y descrédito. Está presente, sobre todo, para ser secularizada y desautorizada. He insistido en varios lugares en que Cervantes es a la literatura lo que Spinoza es a la filosofía, un racionalista y un ateo (Maestro, 2005). Cervantes no es soluble en agua bendita. No sucede lo mismo con Rojas Zorrilla. El estamento eclesiástico se personaliza en un personaje concreto, el sacerdote, convertido en intérprete supremo de irracionales augurios. En la tragedia de Rojas, el eje angular o numinoso recupera sus primitivos privilegios, desplazando y recortando la vigencia del racionalismo antrópico. La razón, en Rojas, vuelve a ser de nuevo la razón teológica, la razón sacerdotal, algo que en Cervantes no se da nunca bajo ningún concepto. Una de las principales ideas formalizadas en la literatura cervantina es que, si la razón es Dios, si la razón es la razón teológica, tanto tridentina como luterana —esta última convertida en una forma patológica de racionalismo idealista—, entonces lo mejor es volverse loco cuanto antes. Ésta es una de las razones fundamentales de ser del Quijote. Y no se olvide que don Quijote es un loco que hace un uso privilegiado de la razón para sustraerse a toda forma de control religioso. Don Quijote demuestra que la locura es, simplemente, un uso patológico de la razón.

 

 

Lo trágico en el espacio poético o estético

Espacio poético o estético es el espacio dentro del cual el ser humano, como sujeto operatorio, lleva a cabo la autoría, manipulación y recepción de un material estético, es decir, el espacio en el que el ser humano ejecuta materialmente la construcción, codificación e interpretación de una obra de arte. El espacio poético es un lugar ontológico constituido por materiales artísticos, dentro de los cuales los materiales literarios constituyen un género específico. En el caso de la literatura, el espacio estético es el espacio en el que se sitúa el lector —el ser humano que lee ideas objetivadas formalmente en un texto— para interpretar gnoseológicamente, es decir, desde criterios lógico-materiales, un conjunto de materiales literarios que toman como contexto determinante una o varias obras literarias concretas.

El espacio estético es también un lugar físico, efectivamente existente, y no metafísico o metafórico, cuya ontología literaria es susceptible de una interpretación semiológica, dada en tres ejes (sintáctico, semántico y pragmático).

Desde esta perspectiva, la Crítica de la razón literaria habla de materiales artísticos o materiales estéticos (ars), los cuales, a su vez, pueden considerarse en su desenvolvimiento en cada uno de los tres ejes del espacio estético: sintácticamente, al hacer referencia a los modos, medios y objetos o fines de formalización, elaboración o construcción de los materiales estéticos; semánticamente, al explicitar los significados y prolepsis de la producción artística, de acuerdo con los tres géneros de materialidad propios de la ontología especial (mecanicismo, M1; sensibilidad, M2; y genialidad, M3); y pragmáticamente, al referirse a la introducción y desarrollos de la obra de arte en contextos pragmáticos más amplios, como la praxis económica, comercial, institucional, política, etc., materializadas a través de teorías o sistemas, prolepsis o teleologías, y agentes o ejecutores.

La Crítica de la razón literaria plantea, desde la noción de ars, una ontología de los materiales artísticos, resultantes de un análisis gnoseológico que los conceptualiza como tales. No se trata de definir la obra de arte —expresión por sí sola cargada de sentidos valorativos—, sino de identificar los objetos artísticos como aquellas elaboraciones materiales que, en tanto que construcciones ontológicas y gnoseológicas, se sitúan, por la acción siempre de uno o varios sujetos operatorios, en primer lugar, ontológicamente, en un espacio poético o estético, y, en segundo lugar, gnoseológicamente, en el campo categorial de una determinada metodología científica, en función de sus dimensiones sintácticas, semánticas y pragmáticas.

Desde el punto de vista del eje sintáctico del espacio estético, los materiales estéticos, y los literarios de forma específica, han de considerarse teniendo en cuenta los medios, modos y objetos o fines de su formalización, elaboración o construcción física. Por el medio de construcción, los materiales estéticos se dividen en géneros artísticos (literatura, cine, teatro, música, arquitectura, pintura...), según se sirvan de palabras, registro de imágenes en movimiento, semiología del cuerpo, combinación estética de sonidos, proyección y construcción de edificios, colores o formas materializados en un lienzo... Por el modo de construcción, los géneros, a su vez, se subdividirán en especies (la novela de aventuras, el poema épico, el soneto, la comedia lacrimosa, el teatro del absurdo, el cine negro, la pintura flamenca, etc.). Una vez afirmada la innegable materialidad de los objetos artísticos, cabe distinguir en ellos distintas finalidades, entre ellas no sólo la intención de su artífice (finis operantis), sino también las consecuencias por las que discurre la obra una vez que sale de manos de su autor (finis operis). El arte es una actividad humana y como tal se objetivan en ella significados múltiples e intenciones prolépticas. La obra de arte obedece a una poiesis, y como toda actividad humana posee un télos. El significado del objeto artístico es, además, objeto de una incorporación a la praxis de quienes la mediatizan y explotan, adquieren o admiran. Quiere decirse, en consecuencia, que los materiales manipulados para la obtención de una obra artística no pueden limitarse únicamente a su dimensión física (M1), sino que, como en el caso de la literatura, o cualesquiera otras artes, penetran en la configuración del objeto artístico referentes psicológicos de naturaleza ficticia y fenomenológica (M2), y referentes ideales de tipo conceptual y lógico (M3). Precisamente en la sintaxis poética es posible objetivar la diferencia de unas artes respecto a otras.

Desde el punto de vista del eje semántico del espacio estético, la Crítica de la razón literariacomo Teoría de la Literatura, distingue, en primer lugar, objetos artísticos cuya semántica se explicita en términos estrictamente físicos u objetuales (M1), esto es, como manifestaciones estéticas consideradas en su dimensión artesanal, constructivista o mecanicista. En segundo lugar, distingue los objetos artísticos cuya semántica se explicita en términos subjetivos o psicológicos (M2): aquí se sitúan sin lugar a duda todas las producciones artísticas que apelan a códigos subjetivos e intransferibles, asociadas a teorías del arte que con frecuencia pretenden descartar por completo el uso o la utilidad de los objetos artísticos. En tercer lugar, cabe considerar los objetos artísticos desde el criterio de una semántica que se explicita en términos objetivos, conceptuales y lógicos (M3). Aquí situaríamos, entre otras, determinadas corrientes de vanguardia estética, como el surrealismo o el cubismo, por ejemplo. Se trata de corrientes artísticas que pretenden ofrecernos una idea del arte normativo y objetivo, desde el Arte nuevo de hazer comedias de Lope de Vega, por ejemplo, hasta el manifiesto creacionista de Vicente Huidobro. No por casualidad las corrientes artísticas que parten de M3, con frecuencia a través de manifiestos conceptuales y lógicos como el de Breton, comienzan con declaraciones teóricas y programáticas, y sólo a partir de ellas dan cuenta de una producción artística ajustada a tales exigencias. Mecanicismo (M1), sensibilidad (M2) y genialidad (M3) son, en suma, las dimensiones a las que apelan los materiales estéticos, poéticos y literarios, desde el punto de vista del eje semántico del espacio estético.

Desde el punto de vista del eje pragmático, la crítica de los materiales estéticos ha de enfrentarse a todos los fenómenos de expansión social, difusión y recepción del objeto artístico. Se trata en particular de los efectos y consecuencias que el arte produce, efectos que tendrán una dimensión no sólo psicológica y social, sino ante todo económica y política,  histórica y geográfica. En el eje pragmático hay que distinguir tres sectores. En primer lugar, hablamos del sector autológico, en el que se sitúa el autor, poeta, novelista, dramaturgo, es decir, el artista en tanto que artífice de la obra de arte. En segundo lugar, se encuentra el sector dialógico: un conjunto de prolepsis y teleologías a través de las que socialmente evoluciona la valoración de los productos estéticos, a partir de un grupo o gremio de referencia del que brotan las obras de arte (corrientes, movimientos, generaciones, escuelas, vanguardias, etc.), o a través del cual estas obras de arte comienzan a difundirse y codificarse públicamente. En tercer lugar, hay siempre un sector normativo, constituido por las teorías, sistemas o categorías, que juzgan, difunden y valoran, con pretensiones de objetividad, las obras de arte. La acción de los agentes o ejecutores de la transmisión y transformación de los objetos artísticos, es decir, de los transductores, puede situarse tanto en el sector dialógico como en el sector normativo. En consecuencia, el eje pragmático ha de dar cuenta de la cuestión del valor de las obras de arte, indisociable del criterio ontológico que se ha expuesto en el eje semántico del espacio poético o estético. Desde un punto de vista valorativo, hay que analizar tanto la sintaxis de una determinada obra —su construcción, atendiendo a sus medios, modos y fines— como las significaciones de que resulta dotada ontológicamente —mecanicismo, sensibilidad y genialidad—, y su acogida por parte del público y del mercado artístico —a través de teorías, prolepsis y agentes, intermediarios o transductores (autologismos, dialogismos y normas)—.

 

 

2. Diferencias y analogías en la materia trágica de las Numancias de Cervantes y Rojas

Se examina aquí la relación entre La Numancia de Cervantes y Numancia cercada y Numancia destruida de Rojas Zorrilla. Se observan las siguientes diferencias fundamentales en lo referente a la construcción e interpretación de los materiales trágicos presentes en las obras de sendos autores, y que expondré en los siguientes puntos: 1) presencia de personajes graciosos y escenas cómicas; 2) el logos o razón está en poder de chamanes, augures y arúspices; 3) diferencias estamentales que niegan la isovalencia social; 4) eclipse conceptual del personaje de Escipión; y 5) implicaciones psicológicas y subjetivas rebasan la symploké política y la lógica de la tragedia.

 

 

Presencia de personajes graciosos y escenas cómicas

¿Cómo interpretar la presencia recurrente de personajes graciosos y escenas cómicas en Numancia cercada y Numancia destruida de Rojas Zorrilla? ¿Es posible calificar a estas obras de «trágicas» a la vista de tales elementos cómicos? El intérprete ha de dar cuenta de los hechos, y los hechos, en este caso, son materiales cómicos y trágicos amalgamados al estilo de la preceptiva de la comedia nueva lopesca. 

Lo trágico y lo cómico son aquí conceptos conjugados, coexisten y conviven con artificiosa naturalidad. En consecuencia, estamos ante un tipo de tragedia sui generis, es decir, una obra en la que se entrelazan elementos heterogéneos, al estilo de su tiempo histórico, conforme a las exigencias del público y del teatro español auriseculares, en concreto el de la primera mitad del siglo XVII. Estamos muy lejos de Cervantes, y muy distanciados de su concepto de tragedia, de su idea de teatro y de su modelo de público. En el siglo XVII español no se componen propiamente tragedias, entre otras cosas, porque los dramaturgos no tienen ningún interés en componer tragedias. Y tal interés no existe desde el momento en que el concepto de arte dramático entonces vigente no dispone —ni pretende— la formalización de materiales trágicos que puedan discutir los fundamentos políticos y estamentales del Estado español aurisecular. No hay interés ninguno en hacer de la symploké política una materia trágica. Y no hay interés porque no hay razones para ello. La política del Estado, es decir, del imperio, no se discute. Y, en consecuencia, no se interpretará en términos dialécticos. 

En su lugar, los escenarios exhiben dramas en los que los conflictos son interestamentales, provocados por nobles irrespetuosos con el código del honor, y cuyas afrentas hacia campesinos y villanos son duramente castigadas por el propio rey, fundamento máximo y trascendental del orden político, social y moral. Si no hay tragedia es porque políticamente no interesa interpretar desde una perspectiva trágica nada que tenga que ver con las decisiones y consecuencias de la política del Estado español aurisecular. La tragedia no es una inquietud literaria en siglo XVII, ni para autores, ni para lectores, ni para espectadores. En el teatro del siglo XVII, la única política efectivamente existente es la del honor, es decir, la que existe con el fin de regular las relaciones sociales dadas entre individuos pertenecientes a diferentes castas o posiciones estamentales. Mientras los nobles, y los villanos honrados, pelean entre sí, cada uno en su propio estamento, de forma heroica o digna, y se matan o se perdonan la vida en nombre del honor propio y sus hipóstasis, como la liberalidad o el martirio, por ejemplo, los villanos sin honor, desterrados en realidad de la escena a lo largo del siglo XVII, disputaban mezquinamente como rufianes en las páginas de algunas obras literarias, como las de género picaresco, reducidos a la indignidad de sus torpezas, inagotable combustible de materia cómica. 

 

Mas los hombres ingeridos
en asnos como sois vos,
es bien que tengan paciencia.
Ya vos veis la diferencia,
Tronco, que entre los dos:
si soy aguda y vos bronco,
si soy sabia y vos menguado,
¿por qué de hablar al Senado
No me deis licencia, Tronco?[2]

 

La expresión cómica alcanza en la «tragedia» de Rojas referentes esenciales, que afectan entre otros aspectos a la vida misma de los seres humanos que sufren el cerco. De este modo, en determinadas secuencias, la muerte y sus consecuencias se perciben incluso como un hecho cómico, u objeto de comedia, desde el momento en que en uno de los asedios que sufre Numancia «sale Tronco armado graciosamente», y mantiene que con su mujer el siguiente diálogo:

 

Olalla:         Tronco, ¿dónde vas así?
Tronco:       A matar hombres, Olalla,
                     de esos romanillos viles.
Olalla:         ¿Y si ellos a vos os matan?
Tronco:       Acabaré de vivir,
                     y vos, si os viniera en gana,
                     podréis casaros con otro;
                     que yo os suelto la palabra[3].

 

A su regreso de la «heroica» batalla, Tronco —que, no se olvide, es cojo[4]— se nos presentará de nuevo «disfrazado graciosamente», cual Falstaff numantino (II, 1690 ss). La «gravedad» de la experiencia trágica resulta de este modo muy atenuada, o incluso desvanecida por completo. Entre la vida y la muerte no se da ninguna dialéctica, sino donosamente un contrapunto lúdico, retórico y cómico. Nada de esto se encontrará en Cervantes.

Una de las escenas menos afortunadas, desde el punto de vista trágico, se contiene en la Numancia destruida de Rojas. Los graciosos Tronco y Olalla, ella embarazada y él con unos mendrugos de pan, disputan su hambre. Ella le pide pan; él se lo niega con desprecio. La escena más parece de entremés que tragedia. Contemporáneamente, no hay efecto cómico alguno que pueda percibirse en una secuencia de esta naturaleza. La nulidad trágica es, evidentemente, absoluta.

 

Olalla:         Si es que me tienes amor,
                    dame, Tronco, de este pan.
Tronco:      ¿Hay disparate mayor?
                    Hambre y amor mal cabrán
                    en el pecho de un pastor […].
                    Y ora que le he quitado
                    a un soldado desmandado
                    este pan, aquí de Dios,
                    ¿queréis que parta con vos?
Olalla:        Dame siquiera un bocado;
                    que estoy preñada y aquí
                    malpariré.
Tronco:                             Reventad
                    Luego. ¿Qué se me da a mí? […]
                    Este pan me dio algún dios,
                    y según el hambre es fiera
                    no hay en él para los dos[5].

 

En La Numancia de Cervantes no hay ningún gracioso, y el enamorado Morandro arriesga su vida penetrando en campo enemigo para conseguir un mendrugo de pan que entregar a su novia Lira.

 

Morandro, dulce bien mío,
¿qué sentís, o qué tenéis?
¿Cómo tan presto perdéis
vuestro acostumbrado brío?
Mas, ¡ay, triste sin ventura,
que ya está muerto mi esposo!
¡Oh caso, el más lastimoso
que se vio en la desventura!
¿Quién os hizo, dulce amado,
con valor tan excelente,
enamorado valiente
y soldado desdichado?
¡Hicistes una salida
esposo mío, de suerte,
que por escusar mi muerte,
me habéis quitado la vida!
¡Oh pan de la sangre lleno
que por mí se derramó,
no te tengo en cuenta yo
de pan, sino de veneno;
¡No te llegaré a mi boca
por poderme sustentar,
si ya no es para besar
esta sangre que te toca![6]

 

 

El logos o razón está en poder de chamanes, augures y arúspices

Una de las características fundamentales de La Numancia cervantina es la secularización de los valores y referentes constitutivos de la experiencia trágica (Maestro, 2004). Cervantes sustituye la metafísica por la Historia. El discurso mitológico se desvanece ante un discurso racionalista y crítico, que desautoriza el valor de predicciones y pronósticos basados en la interpretación de chamanes, augures y arúspices.

 

Que todas son ilusiones,
quimeras y fantasías,
agüeros y hechicerías,
diabólicas invenciones.
No muestres que tienes poca
ciencia en creer desconciertos;
que poco cuidan los muertos
de lo que a los vivos toca[7].

 

Todo lo contrario sucede en la obra de Rojas. Los personajes justifican su posición y sus acciones por referencia a un orden moral trascendente, de naturaleza monista y metafísica. Paralelamente, creen en los augurios y explican las consecuencias de cuanto sucede por referencia a las palabras irracionales y psicologistas del sacerdote, que actúa como un chamán, como un augur y como un arúspice.

Por su parte, Florinda justifica su propia existencia y naturaleza desde imperativos divinos, metafísicos, trascendentes:

 

Ya tu sabes que mi estrella,
que es influencia divina,
como a las armas me inclina,
los deleites atropella[8].

 

El descubrimiento de la inscripción Sibile vaticinun, protagonizado por los analfabetos y «graciosos» Olalla y Tronco, criaturas inocentes, legas, en cuyas manos el azar pone el hallazgo del mensaje que habrá de conducirnos hacia el primer vaticinio, es un episodio que nos distancia radicalmente de la solución que Cervantes da a este tipo de acontecimientos. Al contrario de lo que sucede en La Numancia cervantina, las autoridades políticas de la Numancia de Rojas sitúan la razón y el logos bajo el poder de chamanes, sometiéndose a su capacidad irracional de interpretación. Lo que Cervantes desmitifica, Rojas lo convierte en matriz de la acción trágica.

 

En el templo de Apolo vive agora
un sacerdote, que del mismo
aliento del rojo dios de Delo[s] participa.
Este, encendido de furor profético,
los sueños interpreta, y de las cosas
que a los ojos parecen más difíciles,
siempre suele sacar verdades fáciles.
Llevémosle esta lámina, y declare
lo que quiere decir.
[…]; y allí la ciencia astuta
del sacerdote santo y religioso
consultaremos[9].

 

No encontraremos, en toda la obra de Cervantes, nada que presente o justifique como científico el discurso supersticioso o religioso de un sacerdote, actúe como hechicero, arúspice o chamán. Por su parte, la afectada Florinda, lejos de temer por su destino, asume desde el martirio todo cuanto dictan los hados, en nombre, como exigía la tradición preceptiva y poética, de un orden moral trascendente. Una vez más, el martirio es la única forma de suicidio autorizada por las religiones.

A Megara corresponde, de forma recurrente, situar la razón o logos en el mundo metafísico, irracional y trascendente, cuyo monopolio ostenta políticamente la casta sacerdotal, hecho que sitúa la idea de religión que poseen los numantinos de Rojas en una fase secundaria o mitológica de las religiones (Bueno, 1985).

 

El más sabio sacerdote
que tempo de dioses pisa,
para que viva la patria
dice que muera Florinda.
Si así los hados ordenan,
si lo dice la sibila,
los adivinos lo anuncian,
los cielos lo pronostican…[10]

 

El propio Aluro confirma el imperativo de las palabras de Megara, al exigir:

 

Deja que los sacerdotes
y los adivinos digan
lo que se ha de hacer[11].

 

El sacerdote posee poder político para decidir sobre la vida y muerte de cualquier miembro del Estado. Sin embargo, la situación trágica que enfrenta la vida de Florinda a la supervivencia de la ciudad-estado de Numancia, motivo que recupera el mito de Ifigenia, es una mera ilusión, un simulacro intertextual. No es ésta la Florinda por cuya causa se ha de echar a perder España. La profecía habla de otra Florinda. La experiencia trágica, propia de una Ifigenia en Numancia, se desvanece sin dejar consecuencias. Salvo una fundamental —que nunca hallaremos en Cervantes—: el saber está en manos de hechiceros. El sacerdote confirma, desde una autoatribución, que solo él posee la razón que permite interpretar los augurios y vaticinios, y como tal autoridad política y cognoscitiva procede a desvelar la «verdad», desde el uso de procedimientos irracionales a los que se concede —y en los que se identifica— la (más que discutible) racionalidad de un logos que ha de regir los destinos políticos del Estado.

 

Si no os toca declarar
la inteligencia escondida
de estos renglones, ¿qué furia
vuestros ánimos incita?
[…]
el oráculo, responde
que tendrá esta profecía
en los siglos venideros
su cumplimiento…[12]

 

De este modo, las autoridades de la Numancia de Rojas, al contrario de lo que sucede en la tragedia cervantina, donde los hados resultan desacreditados, se sirven de la razón teológica y mitológica para racionalizar una metafísica inexistente. Cervantes niega una razón teológica que Rojas rehabilita.

Hay pruebas de ello en cada paso. En su huida de las tropas romanas, tras el momento en que Escipión le perdona la vida, Retógenes encuentra el bastón y el lauro que ha perdido el general romano, y atribuye la casualidad del hallazgo a la revelación de un prodigio que otorgará la victoria a Numancia[13].

El himeneo de Retógenes y Florinda es un episodio especialmente significativo desde el punto de vista de las interpretaciones rituales e irracionales. Las religiones siempre han tratado de monopolizar las uniones matrimoniales bajo el patronato de su fe y sus rituales. Nacimiento, pubertad, matrimonio, muerte..., son tránsitos humanos que las religiones pretenden gestionar como rituales de paso. El sacerdote que celebra el emparejamiento de Retógenes y Florinda actúa como chamán y como arúspice. Sus procedimientos son los característicos de las religiones secundarias o mitológicas, previas a las terciarias, las cuales se articulan en una teología. El matrimonio no es exactamente en estas religiones una sociedad política, sino una unidad familiar destinada a la procreación de nuevos fieles. Más que una ceremonia política, este himeneo es ante todo un ritual religioso, propio, como he indicado, de las religiones secundarias, debido al sacrificio animal, a la interpretación ornitoscópica y a las prácticas arúspices que protagoniza el sacerdote o hechicero.

 

Mientras yo sacrifico
al gran hijo de Baco y le suplico
que fecunde, piadoso,
a Florinda por honra de su esposo,
con músicas y fiestas
suspended estos campos y florestas […].
Junto al ara sagrada
estaba ya la víctima aprestada,
cuando de tosca encina
importuna corneja me adivina
infaustos accidentes
con ronco canto; y porque los presentes
espanto no tomasen,
el cuchillo mandé que me apretasen.
Las entrañas descubro
del animal, y de temor me cubro,
viendo cosas extrañas.
El corazón faltaba a las entrañas;
y sus partes mirando,
infelices agüeros fui notando.
A la ciudad tornemos,
donde al délfico Apolo consultemos[14].

 

La obra de Rojas se cierra con una apelación al estoicismo, puesta en boca del sacerdote o hechicero, que sigue, hasta el final de la obra, consultando los augurios de las aves y los oráculos apolíneos. Se impone el mensaje de adaptarse estoicamente a lo que sucede, y se identifica senequistamente la libertad con la conciencia de la necesidad, con la asunción de lo inevitable. Se postula algo así como la victoria moral del derrotado, una suerte de éxito tropológico o de retórica psicologista en que se objetiva la dignidad moral del grupo exterminado. La tragedia de Rojas concluye con una apelación a un determinismo característico del mundo estoico. Habla el «sacerdote de Apolo / que de consultarle viene:»

 

El gran padre de los tiempos
me manda que te consuele,
y entre los presentes males
te anuncie futuros bienes.
Todas las cosas criadas
un cierto límite tienen,
del cual es cosa imposible
que pasen aunque se esfuercen […].
¡Qué cortos son sus deleites!
Viose el medo levantado,
el persa, el griego; y en breve
volvió el fin a su principio,
y en él sus glorias resuelve […].
Vencida quedará en fin,
pero victoriosa siempre[15].

 


Diferencias estamentales que niegan la isovalencia social

Una de las principales diferencias entre las Numancias de Cervantes y Rojas afecta a la concepción social en que se desarrollan las obras de ambos autores. Cervantes establece una isovalencia social entre todos los numantinos, igualados ante la ley por encima de las diferencias de edad, sexo y utilidad social. No hay estamentos sociales ni gremiales en La Numancia de Cervantes. Sin embargo, en la obra de Rojas, las diferencias entre grupos sociales son muy rígidas y acusadas. Son, en suma, las de la Edad Moderna, y en concreto las de la sociedad política española aurisecular.

Así, por ejemplo, Tronco y Olalla, que son —paradójicamente— los graciosos o figuras del donaire de esta «tragedia», son explícitamente villanos, y como tales se presentan desde la primera acotación del acto primero. Combustible de comedia y objeto de risa permanente, el gracioso pertenece siempre a la clase baja, incapaz de experimentar con la debida dignidad el sufrimiento o dolor que sólo pueden mostrar con propiedad estamental y decoro poético reyes, príncipes y demás personas cuyo honor es honor de alto standing. Nada igual ni equivalente encontramos en Cervantes, quien iguala por entero a todos los ciudadanos de su Numancia y quien, incluso llegado el caso, compone una novela cuyo principal objeto de burla es un hidalgo, frente a un villano escudero que, convertido fraudulentamente en gobernador de una ínsula imaginaria, ejerce la política con más responsabilidad y decoro que los propios nobles que lo han convertido en frustrado objeto de parodia. Mientras que Cervantes democratiza la experiencia trágica, poniéndola a disposición de todos los plebeyos de Numancia, Rojas discrimina el papel de cada casta. Así, Tronco declara como plebeyo ante la autoridad suprema de Aluro: «Soy un pobre labrador / que vivo de mi sudor»[16]. Y como tal villano vive y se comporta.

Considero muy importante insistir en este hecho: Cervantes es el primer dramaturgo de la literatura universal que democratiza la experiencia trágica, otorgando a los humildes, en su tragedia La Numancia, un protagonismo en la dignidad del sufrimiento hasta entonces exclusivamente reservado a la aristocracia y monarquía. Asimismo, Cervantes reemplazó en la tragedia la razón teológica por la razón antropológica, es decir, suprimió la metafísica religiosa e impuso el racionalismo histórico, dando un paso decisivo hacia el ateísmo contemporáneo. Shakespeare jamás se planteó tal innovación en ni una sola de sus obras teatrales. Dado que el inglés no escribió jamás ni una novela ni un relato, ni corto ni largo, y su obra poética se reduce a un centenar de sonetos, o poco más, poco o nada más podemos decir al respecto. Shakespeare tuvo suerte de que Cervantes no naciera en Inglaterra. Y de que la mayor parte de los historiadores y críticos de la literatura española e hispanoamericana sigan leyendo a Harold Bloom en lugar de leer al propio Cervantes.

En La Numancia de Cervantes, la igualdad entre los ciudadanos es absoluta, y por ello mismo ideal. Se deroga toda diferencia sexual, social y etaria. Debe subrayarse la identidad que se establece sexualmente entre hombres y mujeres. El personaje femenino desempeña en la acción de la tragedia un papel funcionalmente muy relevante. Las mujeres numantinas, desde una configuración completamente anónima (mujer primera, mujer segunda...), salvo en el caso de Lira, intervienen en el curso de la acción y alteran una de sus evoluciones posibles, al impedir que los hombres de Numancia se enfrenten a los romanos en un acto de suicidio que, a cambio de un instante de valor, acabaría con sus vidas, y marginaría para siempre a las mujeres de la responsabilidad que ellas mismas se exigen en la defensa de la ciudad, lo que supondría que serían inmediatamente convertidas en objeto de venganza y ultraje en manos de la Roma vencedora.


Peleando queréis dejar las vidas,
y dejarnos también desamparadas,
a deshonras y muertes ofrecidas[17].

 

El discurso de las mujeres de Numancia desmiente y desmitifica la secular visión masculina, exclusiva y excluyente, del heroísmo épico y trágico, a la vez que exige la presencia de la mujer en la expresión dignificante del dolor y el sufrimiento del ser humano. Las numantinas no pretenden llorar, desde la supervivencia humillada, y en manos del enemigo, cual Andrómaca o Hécuba, la muerte de sus varones. Se confirma que entre los numantinos no hay diferencias de ningún tipo, que obedezcan a criterios sociales, morales, estamentales o sexuales. Así se distribuyen por igual, entre los miembros de la ciudad, los únicos alimentos de que disponen: «y, sin del chico al grande hacer mejora, / repártanse entre todos...»[18] La piedad y el terror, como sentimientos que son consecuencia de situaciones extremas, tienden a disipar las diferencias entre las personas, y a identificar en una sola experiencia diferentes impulsos humanos.

 


Eclipse conceptual del personaje de Escipión

El personaje de Escipión presenta importantes diferencias conceptuales en las versiones de Cervantes y Rojas Zorrilla.

La primera de estas diferencias es la que se objetiva en la interpretación metafísica de los hechos terrenos. El general cervantino desmitifica y desacredita la legitimidad de cualquier orden moral trascendente:

 

Cada cual se fabrica su destino,
No tiene aquí Fortuna alguna parte[19].

 

Absolutamente todo lo contrario afirma el Escipión de Rojas:

 

Confieso, sin duda alguna,
el valor de esta ciudad,
pero el bien o adversidad
consisten en la fortuna[20].

 

De este modo, el Escipión de Rojas confirma siempre la legalidad metafísica de los hechos, al subordinar a la acción de los cielos y de los dioses la totalidad del acontecer humano:

 

Y así el cielo con razón,
que tanto estas cosas siente,
de aquesta ciudad valiente
les negó la posesión[21].

 

Esta diferencia no es en absoluto gratuita y accidental, ya que sobre ella descansa el fundamento primordial de la secularización cervantina de la tragedia, que Rojas vuelve de nuevo a poner en manos de un mundo metafísico y religioso, dominado por interpretaciones sacerdotales, prácticas de arúspices y creencias supersticiosas, en virtud de las cuales se explica y justifica todo cuanto sucede. Rojas eclipsa en su tragedia una de las características primordiales del Escipión cervantino: la secularización de los hechos humanos, es decir, su interpretación racionalista y antropomórfica, lo cual implica la negación de su interpretación idealista y teológica. La razón, el logos, es materia y Hombre, no espíritu ni Dios.

En segundo lugar, Escipión y Retógenes comparten, al alimón, gestos recíprocos de liberalidad a través de los cuales sitúan, por encima de la guerra que sus respectivos Estados y pueblos mantienen, sus propias voluntades personales. Para uno y otro personaje de Rojas la liberalidad personal es más importante que los compromisos morales y las exigencias bélicas de sus respectivos Estados. Dicho de otro modo: entre sí se respetan éticamente —se perdonan mutuamente las vidas— mientras que cada uno de sus pueblos lucha moralmente —romanos y numantinos constituyen sociedades políticas en guerra—. La ética defiende la vida humana individual, mientras que la moral defiende la vida y la preservación de un grupo humano o sociedad política, por encima y a costa de la vida de sus individuos. Podría incluso decirse que, en Rojas, tanto Escipión como Retógenes son unos traidores respecto a las normas morales de la sociedad política que representan. ¿En nombre de qué idea, con qué razón, en virtud de qué criterios, Escipión a Retógenes (II, 1511 ss) y Retógenes a Escipión (III, 2866 ss), justifican su propia alianza personal? En razón de afirmar su propia liberalidad por encima incluso de las razones políticas de sus respectivos estados. El yo se superpone al nosotros. El individuo actúa al margen, e incluso en contra, de la sociedad política a la que representa. La psicología del sujeto se impone a la lógica de la política. El drama eclipsa la tragedia.

 

Cipión:           Vete, y repara
                        en que morirás sin duda,
                        si más en el campo aguardas.
Retógenes:    Del enemigo se dice
                        que es cosa prudente y sabia
                        tomar el primer consejo.
                        Quédate a Dios, y mañana...[22]

 

Finalmente, al comenzar la Numancia destruida, Escipión aparece en las proximidades de la ciudad sitiada disfrazado de español. El único personaje que con anterioridad se ha travestido políticamente es el gracioso Tronco, quien se había disfrazado cómicamente de romano para adentrarse entre las tropas enemigas. Resulta inevitable constatar en esta secuencia cierta degradación del general romano, quien, tras su encuentro con la despechada Artemisa, acaba haciendo de celestino entre ella su pretendido, el rey Jugurta: «yo te daré un remedio con que puedas / hablar al rey»[23]. Escipión se muestra tan preocupado, o más, por los asuntos amorosos y psicológicos de sus compañeros y enemigos que por las cuestiones bélicas y políticas de las que es responsable.

 

 

Implicaciones psicológicas y subjetivas rebasan la symploké política y la lógica de la tragedia

Frente a lo que sucede en la tragedia cervantina, donde la symploké y contextualización de los conflictos políticos ocupa un espacio fundamental y específico, en la obra de Rojas los conflictos político y trágico se desvanecen en connivencia con otros conflictos, de naturaleza psicológica y subjetiva, con los que se enredan y amalgaman progresivamente. Se produce de este modo un desplazamiento de la formalización literaria de la materia trágica desde el orden lógico (M3) de las exigencias políticas y estatales hacia un conjunto psicológico (M2) de pasiones particulares y problemas personales, con frecuencia de naturaleza erótica y amorosa. Hay, pues, en Rojas una subjetivación de la materia trágica, una devaluación o regresión personalista de la lógica de la tragedia, que no se da en absoluto en la obra cervantina. 

Son decisivas en este punto las personalísimas historias de amor, traición y venganza, protagonizadas en torno a los personajes de Florinda y Artemisa (objeto y sujeto respectivamente de pretensiones amorosas), de Cayo Mario y Megara (traidores e impostores mutuos), y de las parejas Cayo Mario / Jugurta y Megara / Retógenes (sujetos que se disputan venganzas al pretender la misma mujer)[24]. Todas estas acciones discurren en el escenario de una guerra que resulta relegada a un segundo plano, desde el momento en que el lector o espectador asiste a la visión en primer plano de las historias personales de los protagonistas. Es, pues, indudable que, en el caso de Rojas, las implicaciones psicológicas y subjetivas rebasan la symploké política y la lógica de la tragedia. En este punto, la obra de Rojas supone un retroceso respecto a la de Cervantes, al componer una supuesta tragedia en la que la experiencia trágica, esto es, la materia trágica, resulta formalmente desnaturalizada.

Pocos versos, mejores que los de Megara, resumen este desplazamiento de lo trágico hacia lo dramático, es decir, de la symploké política a la celotipia de enredo:

 

¿Cómo en Numancia habrá paz,
si en guerra de celos ardo?
No ha de haber medios humanos
que no intente mi fortuna[20].

 

Las Numancias de Rojas siguen muy de cerca el formato de la comedia nueva lopesca. Lo trágico en ellas es más bien el tema mítico o el referente histórico de la ciudad sitiada, de la Numancia hispanizante, de la victoria moral del derrotado. Sin embargo, las formas de la comedia nueva impregnan excesivamente la materia de las Numancias de Rojas, e inevitablemente eclipsan la conceptualización de una experiencia trágica definida y consistente. Cayo Mario y el rey Jugurta disputan entre sí por conflictos amorosos, y la psicología de este último fluctúa entre la atracción erótica hacia Florinda —en medio del combate nada menos— y hacia Artemisa, que ha viajado desde África sólo para recuperar el amor de este aliado de Roma. El dilatado desarrollo de este tipo de acciones amorosas, en absoluto secundarias, sino muy primarias, en el curso de la obra, atenúan y erosionan constantemente, incluso hasta su disolución, las dialécticas y las contradicciones propias de una experiencia trágica.

El psicologismo de los personajes que protagonizan algunas de las acciones, no necesariamente secundarias, embarga las implicaciones trágicas de la obra de Rojas. La traición mutua que caracteriza la relación entre Cayo Mario y Megara, ambos en disputa por pretender frustradamente a la misma mujer, es ejemplo objetivo de cómo el sujeto (individualista) se impone a la fábula (política): «Sólo atiendo a mi gusto», afirma Cayo Mario en el mismo parlamento en que se niega a cumplir la palabra dada al traidor Megara: «Por infamar a tu amigo, / tan gran traición intentaste» (II, 1993 y 2000-2001). Los caudillos militares, entre ellos el rey Jugurta, pretenden disfrutar de Florinda sin antes haber ganado la guerra. Cabría esperar, si la obra discurriera por los caminos de lo trágico, que tras la conquista y derrota de Numancia, Jugurta y Cayo Mario, cuales Aquiles y Agamenón, por ejemplo, se disputaran las mujeres numantinas capturadas como botín de guerra. No se da esa situación. La disputa es anterior a la consumación de la guerra, y a la victoria romana. El mismo impulso psicologista, que coloca la razón de amor por encima incluso de la Razón de Estado, mueve a Retógenes cuando implora, por su vida, la libertad de Florinda como esposa suya. Petición a la que el general romano accede no sólo sin condiciones, sino manifestando incluso su pesar porque los romanos hayan capturado a la esposa de Retógenes y, de este modo, le hayan causado tanto dolor. En el contexto de la tragedia en que nos encontramos, una escena de esta naturaleza, justificada desde tales criterios, no es que resulte ridícula, ciertamente, es que disuelve sin reservas todo planteamiento trágico.

 

Retógenes:    Dame, señor, a mi esposa;
                        y si no merezco tanto,
                        manda que a mí me cautiven.
                        Seamos los dos esclavos […].
Cipión:           Mucho me pesa, español
                        famoso, que te haya dado
                        mi gente tanto disgusto;
                        que yo no vine a empeñarlos
                        a robar flacas mujeres,
                        sino a ejercitar las manos
                        en destruir a Numancia...[26]

 

Quizá Escipión, general en jefe de las tropas romanas, desconoce que Florinda, viril y guerrera moza, carece de las flaquezas que él ingenuamente le atribuye.

El acto III de la Numancia cercada, y con él la primera parte de la obra de Rojas, concluye con una apoteosis del psicologismo de Retógenes, en clara simetría con el mostrado anteriormente por Escipión. Es ahora el general numantino el que perdona la vida, en secreto, al general romano. Lo que individualmente se exhibe como un gesto de liberalidad no es sino un acto de cobardía, por parte del romano, que acepta la huida, y de traición, por parte del numantino, que permite la fuga del caudillo del imperio invasor.

 

Toda tu gente ha huido,
y agora mostrarte quiero,
si tienes sangre romana,
que sangre española tengo.
Vete seguro a tu campo […]
Mira que viene mi gente,
y es fuerza, si los espero,
por el honor de mi patria
que quedes cautivo o muerto[27].

 

Escipión acepta. Y se retira. ¿Cobarde o prudente? Por su parte, la conducta de Retógenes, ¿es la de un traidor al Estado que representa, y por el que lucha, o simplemente la de alguien que corresponde con su liberalidad a la liberalidad de su oponente? La primera interpretación desvanece la consistencia de la symploké trágica. La segunda confiere a los hechos una dimensión exclusivamente dramática. De cualquier modo, una y otra vez, uno y otro personaje, sitúan el honor personal del yo por encima de la Razón de Estado a la que se deben funcional y moralmente. Actuando al modo de Escipión y de Retógenes no se concluye una guerra, sino que se potencia el yo de sus protagonistas. El objetivo de estos sujetos no es ni la conquista ni la defensa de Numancia, sino la supremacía psicológica de sus respectivos egos. Hay una relación moral, una relación de alianza, entre Escipión y Retógenes, que se superpone a la relación dialéctica que los enfrenta en la exigencia trágica de la guerra. Una alianza personal, entre enemigos (Escipión / Retógenes), intersecta y eclipsa la dialéctica política entre Estados en guerra (Roma / Numancia). Alianzas de clase o estamento social —caudillos militares— se yuxtaponen a las alianzas de Estado o sociedad política —los numantinos frente a los romanos—. En suma, se trata de una alianza personal entre enemigos —los cuales comparten una misma clase o grupo social, la jefatura de una milicia—, constituida por encima y en contra de las exigencias de la guerra que ambos protagonizan y encabezan. De hecho, las palabras finales de Escipión revelan la supremacía de un yo cuyo discurso ha sustituido definitivamente la Razón de Estado por su propio código personal del honor:

 

Y si, salvando mi honra,
levantar pudiera el cerco,
puedes creer que lo hiciera[28].

 

El honor de Escipión nada tiene que ver con el cerco de Numancia. Escipión es un subordinado del imperio romano, es decir, de la sociedad política que lo ha hecho posible como individuo y como caudillo militar. Su honor no es, pues, personal, suyo, propio, sino resultado de una atribución colectiva, moral y política, tributada por el Senado y el Pueblo de Roma. Escipión no tiene poder para levantar el cerco porque no está facultado para ello. Es el senado romano quien ha tomado esa decisión. El yo de este militar nada tiene que ver con la guerra de Numancia. No es, diríamos, una «cuestión personal». Los personajes de Rojas se han implicado de forma psicológica y personalista en una guerra de tal modo y con tales consecuencias que el efecto trágico de la symploké política resulta subrogado constantemente por la visión dramática de los conflictos individuales. 

Escipión y Retógenes hacen del honor una cuestión personal, desvinculándose del contexto político y bélico en el que se encuentran, y al cual deben su razón de ser como sujetos operatorios, porque Escipión y Retógenes están donde están por razones morales y políticas —sus respectivos Estados les han elegido y encomendado una labor política—, que no pueden subrogar por impulsos personales y éticos —perdonarse mutuamente las vidas, o renunciar a la guerra que estatal y políticamente los enfrenta—. Uno y otro son insumisos morales, porque incumplen a título personal los imperativos políticos y bélicos que se les exige moral y políticamente, y son idealistas de la ética, desde el momento en que creen que por perdonarse la vida y mostrarse mutuamente sus liberalidades son individuos dotados personalmente de más honra que los demás. Escipión nunca perdonaría la vida a Tronco, por ejemplo, y sí a Retógenes, ¿por qué? Porque el formato de «comedia nueva» al que se atiene Rojas al escribir una historia de temática trágica se somete, antes que a la symploké política de la dialéctica trágica, al armonía estamental que exige la preceptiva hispana aurisecular.

A diferencia de lo que sucede en La Numancia de Cervantes, en la que no hay guerra, sino tortura, es decir, no hay enfrentamientos bélicos entre ambos estados, sino simplemente el sitio de la ciudad por parte de las tropas romanas —lo cual es una forma de tortura, que asegura la inmunidad del agresor frente al sufrimiento del pueblo aprisionado—, en la Numancia destruida de Rojas Zorrilla el cerco no se decide hasta el comienzo de la jornada segunda de la segunda parte de la obra, y no se materializa hasta la jornada tercera y última. En esta pieza, Escipión decide cercar la ciudad ante la imposibilidad constatada por su parte de vencerla mediante la guerra, dado que los romanos no logran vencer en el enfrentamiento cuerpo a cuerpo. Constata de este modo la incapacidad del ejército romano para enfrentarse a los numantinos sin evitar pérdidas que, al parecer, no podrían permitirse. En la obra cervantina, Escipión toma la decisión de cercar Numancia tras desdeñar, con indisimulada soberbia, la embajada política que pretende establecer con él una paz que asegure y respete cierta soberanía política para los numantinos. Este encuentro no se da en Rojas, es decir, el Escipión de la Numancia destruida no es resultado de la dialéctica de la embajada numantina que se da en la obra de Cervantes, ni del exceso o hybris que caracteriza el comportamiento del militar romano en la versión del autor del Quijote. Paralelamente, en la obra de Rojas Zorrilla, Escipión impone el cerco en contra del consejo y el criterio de sus capitanes, Cayo Mario y el rey Jugurta. En suma, en la obra de Rojas, y frente a lo que sucede en la versión cervantina, Escipión establece el cerco al margen de una embajada política y al margen del consenso aliado, es decir, decide individualmente y sin dialéctica.

A diferencia de La Numancia cervantina, en la obra de Rojas, la symploké política queda por completo desvanecida y en su lugar brilla la psicología amorosa. Su contenido es más propio del drama que de la tragedia. Una historia de enamoramientos y celos, con formas propias de comedia de enredo, se inserta en un intertexto —el mito de Numancia— en el que la experiencia trágica se eclipsa progresivamente[29].

 

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NOTAS

[1] Esta última tendencia es la que representa el sistema filosófico idealista de Fichte, en el que todo se interpreta desde el yo humano (no desde el yo divino). El espacio antropológico no tendría aquí ninguna dimensión, es el yo absoluto. No hay otro espacio. Es también la postura de Cassirer, al considerar que la cultura, creada por el Hombre, puede comunicarse como algo universal, exclusivamente humano, etc. El canto del cisne del idealismo alemán.

[2] Rojas, Numancia cercada (I, 641-649).

[3] Rojas, Numancia cercada (II, 1204-1211).

[4] Dado lugar a lo grotesco, Rojas Zorrilla hace bailar a Tronco en la secuencia de la boda entre Retógenes y Florinda: «Oh, qué bestia! / ¿Qué ha bailar un cojo?» Rojas, Numancia cercada (II, 1872-1873).

[5] Rojas, Numancia destruida (III, 2015-2098).

[6] Cervantes, La Numancia (IV, 125-148).

[7] Cervantes, La Numancia (II, 1097-1104).

[8] Rojas, Numancia cercada (I, 542-545).

[9] Rojas, Numancia cercada (I, 761-780). Ha de advertirse además de que en apenas seis versos de la versión de Rojas se dan cita el Dios terciario de la religión teológica (catolicismo), con los dioses secundarios de las religiones míticas o paganas, junto con sus sacerdotes o chamanes (vv. 758-763 ss).

[10] Rojas, Numancia cercada (I, 832-839).

[11] Rojas, Numancia cercada (I, 888-890).

[12] Rojas, Numancia cercada (I, 903-923).

[13] «El bastón y lauro. ¡Rara / cosa, admirable prodigio! / Llevarlos quiero a Numancia; / que quizá con esto el cielo / el fin de Roma amenaza», Rojas, Numancia cercada (II, 1521-1525).

[14] Rojas, Numancia cercada (II, 1859-1910).

[15] Rojas, Numancia destruida (III, 2261-2292).

[16] Rojas, Numancia cercada (I, 699-700).

[17] Cervantes, La Numancia (III, 1293-1295).

[18] Cervantes, La Numancia (III, 1438-1439).

[19] Cervantes, La Numancia (I, 157-158).

[20] Rojas, Numancia destruida (II, 1381-1384).

[21] Rojas, Numancia cercada (II, 1146-1149). Y algo más adelante, añadirá irónicamente, tras las primeras derrotas: «¡Buen principio me da el cielo, / si en la primera jornada / he perdido tanta gente» (Rojas, Numancia cercada, II, 1364-1366).

[22] Rojas, Numancia cercada (II, 1511-1518). Anota MacCurdy en su edición que no encuentra, y no por falta de inquisición, «dicho parecido en ningún diccionario de refranes» (Prólogo a Rojas Zorrilla, 1977: 71). ¿Por qué no es posible interpretar la retirada o huida de Retógenes como un acto de cobardía? Simplemente porque la intención moral del texto no lo autorizaría, aunque no quepa otra forma de interpretación: Escipión le perdona la vida, le deja huir, en secreto, sin que lo sepan los suyos. Y Retógenes acepta. Escipión usará poco después su liberalidad con Megara, traidor convicto de su propio pueblo por envidia a Retógenes, que se lleva el amor de Florinda. Sin embargo, en este caso Escipión hace un uso político y social, y por lo tanto moral, de su gracia y liberalidad, ejecutada ante el consejo de sus capitanes, y no como en el caso de Retógenes, a título personal y en secreto.

[23] Rojas, Numancia destruida (I, 234-235).

[24] Admirable resulta en este punto el uso de los deícticos de primera persona que pueblan la vindicación amorosa de Retógenes por Florinda: «desdenes a mis amores», «que al alma dan mis enojos», «tendrán descanso mis ojos», «tendrá mi vida sosiego», «y siempre para mi daño», «tu rigor y mi porfía», «contra se multiplican», «que es más antiguo mi amor», «que es tal mi naturaleza», «da lugar a que mi vida», «tu desdén y mi tormento», etc. (Rojas, Numancia cercada, I, 478-537). El yo dramático eclipsa el nosotros trágico.

[25] Rojas, Numancia cercada (I, 676-679).

[26] Rojas, Numancia cercada (III, 2294-2308).

[27] Rojas, Numancia cercada (III, 2866-2881).

[28] Rojas, Numancia cercada (III, 2894-2896).

[29] Podría hablarse incluso de una «tragedia de enredo» en algunos momentos. Proverbial resulta en este sentido la escena de enredo, comedia y equívoco que se desarrolla en el seno del acto segundo de la segunda parte de Numancia destruida (II, 1112 ss), en que Artemisa, disfrazada, y Florinda dialogan bajo la observación oculta, en espacio de acecho, de Retógenes, trío al que se incorpora el rey Jugurta, con el fin de recuperar el amor de Artemisa.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Las tragedias numantinas de Cervantes y Rojas Zorrilla», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 2.13), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


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