Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica
del conocimiento racionalista de la literatura
El nihilismo de Samuel Beckett: Actes sans paroles y Breath
Dicen algunos supuestos filósofos que desde un punto de vista trágico y nihilista todo ser humano es un
error del ser. Sin embargo, tal afirmación es una declaración que,
aparentemente filosófica, pseudofilosófica o sofista, es una fórmula retórica que en sí misma nada significa. La
tragedia no es un interrogatorio suficiente o insuficiente sobre las posibilidades y
responsabilidades humanas del ser y del existir. La tragedia es una desgracia o catástrofe de antecedentes imprevisibles y de consecuencias irreversibles. El teatro trágico ha
demostrado, acaso mejor que otros géneros, que la certidumbre de vida humana es un final que concluye en la muerte allí donde no se la espera, muerte que, precisamente por su naturaleza trágica, es la nada, la
anulación, el rechazo ontológico más radical: agonía, soledad y silencio, son
los únicos desenlaces de la vida para los trágicos del siglo XX. He aquí las constantes de la tragedia en
el personaje moderno, tal como se refleja, entre otros, en el teatro de Samuel
Beckett.
Vamos a referirnos a continuación a dos obras del teatro de Beckett, Acte sans paroles I (1956) y Breath (1969). Ambas obras constituyen ejemplos radicales en la concepción del teatro del absurdo, caracterizado esencialmente por la negación tanto de las posibilidades comunicativas del lenguaje como de la lógica de la causalidad y la finalidad de los hechos humanos. Además, Acte sans paroles I y Breath representan, en la evolución del teatro, uno de los momentos culminantes desde el punto de vista de la expresión y configuración de nihilismo y personaje teatral.
El lector o espectador de los dramas de Beckett no se encuentra ante personajes que resulten nihilistas por sus palabras (lexis) o sus hechos (fábula), como sucedía tradicionalmente en el teatro de la Edad Moderna, que en cierto modo comienza con La Celestina de Rojas. Beckett no nos presenta protagonistas que niegan formal o funcionalmente determinados valores, bien por su forma de hablar, mediante la elaboración de discursos contrarios a una concepción causal de los hechos, que subvierten los valores finales convencionalmente establecidos, bien por su forma de actuar, en la que el personaje se enfrenta directamente a cuantas personas o instituciones simbolizan un orden moral trascendente. Nada de esto sucede ahora. Beckett no crea personajes nihilistas, sino mundos nihilistas. En sus tragedias, el personaje se encuentra desposeído por completo de atributos, de tal modo que, sumido en la impotencia, habita un espacio en el que apenas puede hacer nada, porque realmente no hay nada significativo que hacer. El mundo en el que agonizan estos seres sin atributos —Musil lo había concebido muy acertadamente— está habitado por la nada, que es, en suma, el personaje protagonista por excelencia de los dramas de Beckett, el único «personaje» efectivamente nihilista.
Ese mundo nihilista adquiere sin duda en el teatro de Beckett una formalización que lo hace perceptible a la sensibilidad del lector o espectador. De otro modo no podríamos identificarlo. Y semejante percepción es lo que dota a estos dramas de una trascendencia trágica, porque hay en ellos una inferencia metafísica que no parece posible disolver absolutamente, del mismo modo que tampoco es posible prescindir por completo del lenguaje, pues aunque hablemos de «actos sin palabras», alguna forma de sentido habrá de hacerse perceptible, por muy débil y atenuada que resulte su validez lógica.
En Acte sans paroles I y en Breath, al igual que en otras piezas de Beckett, una realidad metafísica se infiere sólo para ser negada, del mismo modo que un discurso verbal se formaliza sólo para expresar un absurdo. La realidad trascendente del mundo antiguo subyace aquí sólo como un recuerdo, pues es una poderosa conciencia de vacío y de referencias ausentes la que convierte la existencia humana en una experiencia trágica. El nihilismo se instituye así en la amenaza existencialmente más intensa que puede padecer un ser humano.
Con frecuencia Beckett presenta personajes que se encaminan hacia el silencio, limitándose a movimientos y gestos. Acte sans paroles I[1] es, en este sentido, una obra en la que el silencio y la soledad tratan de ser totales. Un solo personaje agoniza en el escenario; su evolución está determinada por una intensa y progresiva deshumanización.
Personnage: Un homme. Geste familier: il plie et déplie son mouchoir.Scène: Desert. Eclairage éblouissant[2].
El pañuelo puede entenderse como un signo que permite fingir una actividad inexistente, una forma de pasar el tiempo. Su pérdida puede interpretarse como un signo de desesperación. La escena se presenta vacía y deslumbradora, como una expresión icónica de nihilismo que remite, no al personaje —que aún no habrá aparecido—, sino al «mundo» que tendrá que habitar esa abandonada y solitaria criatura. El lenguaje verbal desciende a las funciones más secundarias; no obstante, se observa un uso del lenguaje por parte del autor, y una supresión del mismo para el personaje, impuesta por el dramaturgo. Las frases son con frecuencia nominales, con objeto de evitar responsabilidades de predicación en sujetos concretos[3].
Projeté à reculons de la coulisse droite, l’homme trébuche, tombe, se relève aussitôt, s’époussette, réfléchit.Coup de sifflet coulisse droite.Il réfléchit, sort à droite.Rejeté aussitôt en scène, il trébuche, tombe, se relève aussitôt, s’époussette, réfléchit. Coup de sifflet coulisse gauche.Il réfléchit, sort à gauche.Rejeté aussitôt en scène, il trébuche, tombe, se reléve aussitôt, s’époussette, réfléchit[4].
Finalmente el «hombre» ha aparecido, expulsado, retrocediendo, como si hubiera sido emplazado allí al margen de su voluntad. En adelante, un único personaje de sexo masculino protagonizará una serie de acciones, en relación interactiva —mas nunca verbal—, con una señal acústica que se manifestará a través de una especie de pitido o silbido. Los golpes de silbato segmentan series recurrentes y simples de situaciones y decisiones, que señalan los límites del área que se ha concedido al personaje (espacio escénico), así como una serie de objetos de los que el protagonista malamente podrá disponer. Los golpes de silbato dejan en un momento dado abatido al personaje: es entonces cuando el golpe se interioriza.
Il regarde ses mains, cherche des yeux les ciseaux, les voit, va les ramasser, commence à se tailler les ongles, s’arrête, réfléchit, passe le doigt sur la lame des ciseaux, l’essuie avec son mouchoir, va poser ciseaux et mouchoir sur le petit cube, se détourne, ouvre son col, dégage son cou et le palpe.Le petit cube remonte et disparaît dans les cintres emportant lasso, ciseaux et mouchoir.Il se retourne pour reprendre les ciseaux, constate, s’assied sur le grand cube.Le grand cube s’ébranle, le jetant par terre, remonte et disparaît dans les cintres.Il reste allongé sur le flanc, face à la salle, le regard fixe.La carafe descend, s’immobilise à un demimètre de son corps.Il ne bouge pas.Coup de sifflet en haut.Il ne bouge pas.La carafe descend encore, se balance autour de son visage.Il ne bouge pas.La carafe remonte et disparaît dans les cintres.La branche de l’arbre se relève, les palmes se rouvrent, l’ombre revient.Coup de sifflet en haut.Il ne bouge pas.L’arbre remonte et disparaît dans les cintres.Il regarde ses mains[5].
Como ha señalado Cesare Segre (1975) a este respecto, podría hablarse de un solo personaje y dos actuantes: el personaje masculino que sale a escena, y el actuante que se relaciona con él a través de los pitidos. Obviamente. La obra es una progresiva revelación y representación del opositor al personaje masculino, así como de las normas de comportamiento que impone a este último. El ser humano sufre aquí una doble condena, que se manifiesta en la insatisfacción de deseos específicamente estimulados, y a la impotencia personal para sustraerse, espacial y vitalmente, a semejante suplicio. Finalmente, la desaparición de la sombra del árbol puede entenderse como un signo amenazador, que destruye toda posibilidad de protección y de esperanza. Por su parte, las manos del hombre, inmóviles, son inevitablemente expresión de una humanidad inútil.
Los protagonistas de Beckett son personajes que carecen de connotaciones heroicas. No saben a dónde se dirigen, ni por qué, y lo cierto es que se pierden en el camino; con frecuencia ni tan siquiera se mueven de su espacio inicial, de modo que no llegan a n ningún destino: resulta que se encuentran en el punto mismo de partida. En consecuencia, no conocen nada, ni siquiera el lugar en que se hallan. No pueden conocerlo porque no hay movimiento. No poseen ni una identidad, pues resultan universales irreconocibles, y a veces irreconciliables consigo mismos. Paralelamente, viven en constante conflicto con los objetos, y todo es para ellos problemático y de imposible solución; no saben nunca qué decidir, y hagan lo que hagan se equivocan. Perciben únicamente su propia realidad, reducida a lo sensible y equívoco, y en absoluto hay certeza de que haya nada trascendente a ellos. El personaje de Beckett remite, en suma, a un concepto de persona dramáticamente erosionada, fragmentada, débil —muy característica del siglo XX, como hemos indicado en otro lugar (Maestro, 1998)—, excluida de lo sagrado e incapaz de creer en ningún dios. Se trata de personajes desposeídos por completo de referentes trascendentes, e incapaces también de reconocer la posible legitimidad de sus propios actos. El protagonista de Acto sin palabras es una suerte de alegoría de los protagonistas de Orwell y su novela 1984.
Con todo, una de las grandes contribuciones de Beckett al teatro de su tiempo reside en el uso que hace del lenguaje dramático. Como sabemos, el diálogo de la tragedia griega era básicamente un ejercicio dialéctico, en el que las partes en agón disputaban sus razones frente a los imperativos y exigencias del destino, que se sobreponía inevitablemente a la voluntad del hombre, llevándolo a su destrucción. Es esta una forma de teatro que sirve en buena medida a las posibilidades de conocimiento y reflexión del ser humano, respecto a los límites de su libertad frente a imperativos morales de orden metafísico.
El mundo medieval sobre todo, y en cierto modo también el Renacimiento europeo, representa uno de los momentos más sobresalientes en la relación de la dialógica y la dialéctica, establemente ajustadas en la expresión e interpretación de las acciones y relaciones intrapersonales, que el teatro ha de asumir como referente inmediato en la construcción de la fábula. Sin embargo, a medida que avanza la Edad Moderna se desarrollan en la concepción poética de la fábula determinados desajustes, cada vez más crecientes, que afectan directamente a las relaciones que en el discurso literario mantienen la dialógica y la dialéctica. El siglo XVII desemboca en una crisis de valores a la que la experiencia de la Ilustración europea dio una respuesta muy equivocada que aún padecemos: el Romanticismo. El esfuerzo científico y crítico de los ilustrados pretendió establecer, desde la Anglosfera, una forma de vida que nos ha situado políticamente en un callejón sin salida: la democracia posmoderna.
El teatro acusa intensamente estas transformaciones, y registra una discriminación cada vez más notoria entre la lógica de una argumentación destinada a justificar principios tradicionales, morales, metafísicos, etc. (dialéctica), y la relación interactiva entre sujetos que tratan de expresar formas de conducta cada vez más particulares e idiosincrásicas (diálogo), si bien a través de modalidades desajustadas en su grado de poder, querer y saber a la hora de ejecutar una acción determinada (fábula). Se configura de este modo un teatro que conduce hacia la crisis del diálogo en el drama moderno.
En primer lugar, el diálogo se sustrae a la dialéctica, es decir, a la salvaguardia de los principios lógicos que fundamentan (en algunos casos se suponía que metafísicamente) los valores e ideales de una civilización (novela y teatro cervantinos); en segundo lugar, el diálogo se sustrae a la interacción, denunciando la soledad e incomunicación del personaje moderno (tragedia shakesperiana), y convierte el discurso del sujeto teatral en un autodiálogo que avanza mediante el recurso de pregunta y autorrespuesta —antipáforas, adubitaciones o aporías—, para aproximarse cada vez más en su desarrollo a un teatro que alcanza los límites del lirismo y el onirismo (Strindberg), al generar un soliloquio que en algunos casos se diluye en una larga acotación, confundiendo el discurso del personaje con la palabra del dramaturgo (Beckett).
En segundo lugar, el diálogo que mantienen los personajes dramáticos de la Edad Moderna (siglos XVI a XVIII aproximadamente) sirve, entre otros aspectos, a la coordinación de la fábula, en un desarrollo de episodios esencialmente interpersonales. Es la época de un teatro que hace referencia a un mundo de relaciones genuinamente interpersonales, a las que el diálogo confiere una forma objetiva, como discurso lingüístico y literario, interpretable a través de signos (semiología) que remiten a una experiencia de mundo que aún se supone común y relativamente uniforme. El teatro de la Edad Contemporánea, posterior a la experiencia de la Ilustración y el Romanticismo anglosajones, tiende a presentar un concepto de personaje determinado por el peso de la subjetividad, y en la que el propio sujeto, el pasado, y la naturaleza, representan las dimensiones y experiencias más relevantes; la interiorización de hechos pretéritos, así como las consecuencias presentes de acciones vividas en momentos anteriores de la existencia individual, junto con la idealización momentánea del pasado, constituyen los motivos artísticos más recurrentes. En la potenciación de su experiencia interior, de su subjetividad y capacidad de recordación, el individuo tiende a disgregarse del grupo; la fábula dramática deja de ser interpersonal para tornarse intrapersonal, y el diálogo cede muchas de sus motivaciones y relevancias a las formas del monólogo y el soliloquio dramáticos. Pensemos en los dramas de Chejov, Ibsen y Strindberg: el lenguaje no sirve para hacer que la acción avance, pues con frecuencia no hay acción, sino simplemente para recordar el pretérito; el lenguaje no se proyecta sobre la dialéctica del presente, pues solo ilustra o ilumina, desde perspectivas más o menos íntimas y subjetivas, un pasado inasequible y frustrante.
Por su parte, el drama del siglo XX se caracteriza por haber introducido en la concepción del sujeto una fuerte disgregación en la expresión de la conciencia del personaje moderno (desdoblamientos, complejo del doble, duplicidad de la conciencia, expresiones especulares del ego, etc.). Se produce una disgregación del yo, una expresión discrecional del personaje teatral; la fábula dramática tiende a recaer en el narrador (teatro épico), y el diálogo, el monólogo y el soliloquio, dan lugar a formas de discurso referido, a la vez que se debilitan en favor de sistemas de signos no verbales, expresados frecuentemente en el lenguaje funcional de las acotaciones. En este contexto, el teatro de Beckett desempeña un papel muy singular: los personajes representan la impotencia de la palabra humana, la imposibilidad de la comunicación útil y satisfactoria. El dramaturgo, por su parte, se arropa el privilegio de la expresión verbal, pero sólo para expresar la nulidad de toda posible experiencia trascendente, y para reducir las primitivas formas del diálogo teatral, la polifonía y la comunicación interpersonal, a una larga, recurrente y silenciosa acotación, donde una cierta referencialidad indica monológicamente todo cuanto es preciso saber.
El caso de la pieza titulada Breath es, en este sentido, de una elocuencia extraordinaria. De existir, el personaje de esta farsa trágica residiría en un mundo en estado de descomposición. Si admitimos que el vagido corresponde a un recién nacido, podría identificarse en la acción un alumbramiento: un nacimiento de muerte, en el que la criatura emite un entrecortado gemido, en lugar del llanto y griterío oxigenantes y necesarios al primer instante de vida. Paralelamente, todo el proceso ha de reproducirse de forma exacta, mecánica, inhumana. Una vez más el lenguaje adquiere la expresión más infértil posible. El personaje y todos sus referentes —nombre propio, diálogo, monólogo, funciones, acciones...— han sido aniquilados. El espacio es el de una inmensa e indeterminada degeneración o descomposición material —la misma materia que al Mefistófeles goetheano tanto le costaba destruir, y que ahora se consume aquí sin la presencia de ninguna fuerza metafísica—. El tiempo perceptible se limita a un tiempo calculado: treinta segundos exactos, mecánicamente cumplidos en cinco períodos; antes o después no se percibe conciencia temporal alguna. El único signo de vida se reduce a una respiración, un aliento incluso, tenso y expresionista. La única realidad legítima es la nada. El nihilismo, omnipotente, devora así los últimos residuos de un concepto de personaje construido durante siglos por la tradición dramática europea.
BreathCurtain1. Faint light on stage littered with miscellaneous rubbish. Hold about five seconds.2. Faint brief cry and immediately inspiration and slow increase of light together reaching maximum together in about ten seconds. Silence and hold about five seconds.3. Expiration and slow decrease of light together reaching minimum together (light as in 1) in about ten seconds and immediately cry as before. Silence and hold about five seconds.CurtainRubbish. No verticals, all scattered and lying.Cry. Instant of recorded vagitus. Important that two cries be identical, switching on and off strictly synchronized light and breath.Breath. Amplified recording.Maximum light. Not bright. If 0 = dark and 10 = bright, light should move from about 3 or 6 and back[6].
La literatura del siglo XX es en cierto modo una larga paráfrasis de la destrucción del personaje romántico, y por extensión de cualquier forma heroica o mítica de personaje literario. El personaje romántico representaba en la literatura de Occidente el último arquetipo de heroísmo simulado propiamente dicho. Los seres de la literatura posterior al Romanticismo sólo encarnarán prototipos antiheroicos, volviendo de nuevo al Barroco hispánico, con el que se reencontraron retrospectivamente.
Autores como Keats, Shelley, Byron y Blake presentan personajes que, como sus propios autores, son «héroes» de una etapa histórica y de una sociedad específica; son las grandes figuras que en la vida y en la literatura representan los emblemas del desorden, el escándalo, la irreverencia, la heterodoxia, la diferencia individual, el lenguaje del personaje que decide ser diferente y provocador, el discurso perverso, voluptuoso, criminal incluso. Sin embargo, con el mundo que introduce la revolución industrial, el héroe romántico desaparece. Su existencia no encuentra sentido alguno en esta nueva circunstancia. Sus hazañas resultan irrelevantes o ridículas, y sus acciones carecen de vigencia en un mundo eclipsado en el tráfago inmenso de una sociedad cada vez más compleja y con otros intereses. Fueron precisamente los narradores posteriores al Romanticismo, Dickens, Thackeray, Trollope y George Eliot, en Inglaterra, y Balzac, Flaubert, Maupassant, George Sand, en Francia, quienes se encargaron, siendo los críticos de su tiempo, de dar sepultura al héroe romántico, rehabilitando de este modo los imperativos y códigos del Barroco hispánico, cuya máxima expresión es la novela cervantina.
Tiempo después, en la narrativa de Dostoievski, en Memorias del subsuelo concretamente, aparece, acaso por vez primera, el término antihéroe, donde el protagonista y narrador dice: «Referir detalladamente cómo ha fracasado uno en su vida, por no saber vivir, reflexionando sin cesar en su subsuelo, que es lo que e hecho yo, no puede ser interesante en modo alguno. Para escribir una novela hace falta un héroe, y yo, como haciéndolo adrede, he reunido aquí todos los rasgos de un antihéroe»[7]. A este personaje antiheroico seguirán otros muchos: los burócratas de ínfima clase en relatos de Gogol, como El capote o Diario de un loco; el protagonista de Oblómov, en la novela de Iván Goncharov, donde el mundo entero aparece disuelto en la molicie y el sueño; numerosos personajes de Chéjov; el protagonista de La muerte de Iván Ilich, de Tolstoi, que trata de luchar ante la muerte con una especie de máscara del triunfador que nunca fue verdaderamente; el prototipo de norteamericano insondable y patético que es el Bartleby de Herman Melville; el bravo soldado Schweik, y con él toda la literatura del absurdo, especialmente las obras de Beckett, Ionesco y Genette. Y no hay que olvidar el antihéroe por antonomasia del siglo XX, K., el protagonista de las sofisticadas narraciones de Franz Kafka.
No obstante, sabemos que el primer antihéroe de la literatura de Occidente lo hallamos en la lectura de la Odisea, entre los compañeros de Ulises. Tal es el caso de Elpénor, cuya muerte absurda, en el palacio de Circe, al caerse del alto lecho en el que dormía su borrachera, pone de manifiesto la falta de heroísmo que sensiblemente había manifestado a lo largo de su vida. Así lo confirma el relato de Ulises.
Mas ni de allí pude llevarme indemnes a todos los compañeros. Un tal Elpénor, el más joven de todos, que ni era muy valiente en los combates, ni estaba muy en su juicio, yendo a buscar la frescura después que se cargara de vino, habíase acostado separadamente de sus compañeros en la sagrada mansión de Circe, y al oír el vocerío y estrépito de los camaradas que empezaban a moverse, se levantó de súbito, olvidósele volver atrás a fin de bajar por la escalera, cayó desde el techo, se le rompieron las vértebras del cuello y su alma descendió al Hades (X)[8].
El nacimiento del antihéroe era, pues, una realidad formalmente disponible para el escritor del siglo XX. Es la hora de la poética de la desmitificación, en la que se basa buena parte de la narrativa de Torrente Ballester, y cuya génesis el autor ensayó precisamente en obras dramáticas como Lope de Aguirre (1941), República Barataria (1942) y El retorno de Ulises (1946), o el teatro de Max Frisch, si pensamos en obras como Don Juan oder Die Liebe zur Geometrie (1953). El antihéroe es con frecuencia un pobre diablo —así se había definido Woyzeck, «ich bin ein armer Teufel»—, un fracasado por elección propia, habitualmente con ribetes de simpatía, melancolía o tragedia, expresión humana de un personaje que nunca logra incorporarse al ritmo que exige su sociedad y su época. El antihéroe siempre ofrece la imagen propia de su universo personal; es la última expresión canónica del personaje nihilista, en la experiencia trágica y en la experiencia cómica. En sus orígenes, sin duda, está Celestina.
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NOTAS
[1] En 1957 Beckett redacta en francés su Acte sans paroles I, que se representa en el Studio des Champs Elysées de París en abril del mismo año. El actor Deryk Mendel representó el papel del úncio personaje de la obra. Cfr. Samuel Beckett, Acte sans paroles I [1956], en Comédie et actes divers, Paris, Minuit, 1972, págs. 95-101.
[2] «Personaje: Un hombre. Ademán familiar: pliega y despliega el pañuelo. Escena: Desierta. Iluminación deslumbradora» (trad. esp. mía).
[3] La posibilidad de prescindir de los signos no verbales es una de las características de las formas dramáticas de vanguardia. Semejante manifestación estética lleva aparejada la sobrevaloración de signos no lingüísticos (objetos, decorado, iluminación, maquillaje, vestuario, efectos sonoros, etc.), y una mayor confianza en las posibilidades del director de escena y de la representación que en el autor y el texto literario por él creado.
[4] «Arrojado desde el lateral derecho, el hombre entra retrocediendo. Tropieza, cae, se levanta en seguida, se sacude, reflexiona. Lateral derecho, golpe de silbato. El hombre reflexiona; sale por la derecha. Se le vuelve a arrojar inmediatamente a la escena; tropieza, cae, se levanta en seguida, se sacude, reflexiona. Lateral izquierdo, golpe de silbato. El hombre reflexiona; sale por la izquierda. Se le vuelve a arrojar inmediatamente a la escena: tropieza, cae, se levanta en seguida, se sacude, reflexiona».
[5] «El hombre se mira las manos, busca con la mirada las tijeras, las ve, va a recogerlas, empieza a cortarse las uñas, se para, reflexiona, pasa el dedo por el filo de las tijeras, las limpia con el pañuelo, va a dejar las tijeras y el pañuelo en el cubo pequeño, se aparta, se abre la ropa, descubre el cuello y lo palpa. El cubo pequeño sube y desaparece en el telar llevando lazo, tijeras y pañuelo. Se vuelve para recoger las tijeras, observa, se sienta en el cubo grande. El cubo grande se tambalea, lo tira al suelo, sube y desaparece en el telar. Se queda tumbado, de costado, frente a la sala, con la mirada fija. La jarrita desciende, se inmoviliza a medio metro de su cuerpo. No se mueve. En lo alto, golpe de silbato. No se mueve. La jarrita desciende aún más, se balancea a la altura de su cara. No se mueve. La jarrita sube y desaparece en el telar. La rama del árbol vuelve a levantarse, las palmas vuelven a abrirse, vuelve la sombra. En lo alto, golpe de silbato. No se mueve. El árbol sube y desaparece en el telar. El hombre se mira las manos».
[6] Esta pieza teatral de Beckett estrenó en New York en 1969, con el título de Breath, a instancias de Kenneth Tynan, quien había solicitado al dramaturgo una contribución para su revista Oh! Calcutta! Sin embargo, el texto original se publicó en la revista Gambit (vol. 4, núm. 16, 1970). Estrenada en el Eden Theatre de New York, el 16 de junio de 1969, esta obra se representó posteriormente en Inglaterra, en el Close Theatre Club de Glasgow, en octubre del mismo año. Cfr. S. Beckett (1969), Breath, en The Complete Dramatic Works, London and Boston, Faber and Faber Limited, 1986, pág. 369. De esta «farsa en cinco actos», de treinta segundos de duración, vid. la interesante trad. esp. de C. Oliva y F. Torres Monreal, en su Historia básica del arte escénico, Madrid, Cátedra, 1990, pág. 395: «Se alza el telón sobre una oscuridad casi total: unos instantes de negro. De repente, una iluminación muy débil deja ver una especie de descampado cubierto de basuras y deshechos diversos. La luz permanece fija durante cinco segundos de silencio. Se oye una breve fracción del vagido de un recién nacido, seguida de una inspiración humana amplificada, que dura diez segundos, durante los cuales la luz va aumentando progresivamente. El máximo de luz coincide con el final de la inspiración. Siguen luego cinco segundos de silencio y de iluminación estable. Se oye después una espiración amplificada que dura diez segundos, durante los cuales la luz va subiendo. El máximo de la luz coincide con el final de la espiración. La iluminación coincide con el final de la espiración y es seguida inmediatamente de una fracción de vagido idéntica a la anterior en longitud y volumen. Cinco segundos de silencio y luz fija. La iluminación débil se apaga de súbito. Tras unos instantes de oscuridad absoluta cae el telón».
[7] Dostoievski, Memorias del subsuelo [1864], Barcelona, Editorial Juventud, 1998, pág. 172.
[8] Homero, Odisea, Madrid, Espasa-Calpe, 1999, pág. 226. Edición de Antonio López Eire. Trad. esp. de Luis Segalá.
- MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «El nihilismo de Samuel Beckett: Actes sans paroles y Breath», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 4.32), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).
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