IV, 2.6 - Los Cuentos de Canterbury de Chaucer: el Bulero y la Comadre de Bath

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Los Cuentos de Canterbury de Chaucer: el Bulero y la Comadre de Bath


Referencia IV, 2.6


Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro

Tomemos como ejemplo, en el contexto histórico de la Edad Media europea, uno de los testimonios que Geoffrey Chaucer proporciona en The Canterbury Tales (1387). La obra literaria de Chaucer se sitúa en el dominio cultural de las literaturas románicas característico de la segunda mitad del siglo XIV. Chaucer hablaba perfectamente inglés y francés, también sabía latín y conocía a fondo el italiano. Esta percepción políglota de la realidad de su tiempo sitúa su creación literaria en el terreno de una cultura europea entonces relativamente homogénea[1]. The Canterbury Tales es una obra polifacética que en cierto modo carece de una revisión final por parte de su autor. Acaso tampoco la necesita. La imperfección forma parte de la realidad. Constituye una colección de cuentos, cuyos narradores y protagonistas quedan plenamente presentados en el prólogo inicial. El relato de los cuentos se desenvuelve en el trayecto de la peregrinación a Canterbury, lo que en cierto modo invita a formas diversas de interpretación: la vida como camino, o peregrinaje, Canterbury como la meta, o cielo... Imbricar un conjunto de narraciones en una situación transitoria era un recurso literario muy propio de la época (Decamerón de Boccaccio), habitual en obras procedentes de literaturas orientales (Panchatandra, Calila y Dimna, Las mil y una noches...), y que contaba también con referentes de interés en las colecciones de exempla, como El conde Lucanor de don Juan Manuel, el Libro de los exenplos de Clemente Sánchez, el anónimo Libro de los gatos, o el célebre Sendebar o Libro de los engaños. Un conjunto de personajes en pletórico desorden se convierte en el protagonista colectivo de The Canterbury Tales. Chaucer expresa de este modo una orgánica concentración de prototipos humanos sumamente diversos, por su procedencia geográfica, su actividad profesional y su posición estamental: párroco, labrador, cocinero, monje, priora, bulero, magistrado, mercader, caballero, jurista, médico... Vigor y verosimilitud estimulan el realismo de una peregrinación ficticia.

Se observa que los personajes que narran los diferentes cuentos carecen con frecuencia de nombre propio, que tiende a ser elidido en favor de un nombre común —habitualmente el de su actividad social o profesional— que funciona como propio. El lector sólo conoce el nombre de seis de los peregrinos: Osvaldo, el Administrador; Rogelio, el Cocinero; Harry Bailey, el Anfitrión; Dom Piers, el Monje; Alicia, la Comadre de Bath, y Chaucer, autor y también peregrino. En efecto, la importancia de estos personajes parece radicar más bien en su papel social que en su propia personalidad. En apariencia, no hay lugar aquí para iniciativas especialmente individuales[2], porque la originalidad discurre a través de una oculta y latebrosa personalidad: los personajes se definen en la medida en que sirven a una actividad social, y expresan de este modo un impulso humano socialmente registrado (vida religiosa, lucha en las cruzadas, pequeña burocracia y administración, venta de indulgencias, órdenes mendicantes, actividad mercantil y financiera...). Tal parece que en un mundo así no hay posibilidad de sentirse socialmente marginado. El sujeto reside en una sociedad abierta en lo que se refiere al ritmo de la vida cotidiana, y no hay razones para el desarrollo de alternativas individuales frente al conjunto social. En apariencia. Sociedad abierta, sí, pero terriblemente insolidaria.

Esta forma de vida no ofrecerá la misma vigencia en el Renacimiento, cuando históricamente se producen sin disimulo las primeras desavenencias y desajustes en la estructuración de la sociedad moderna, y aparecen, sin ocultarse frente al poder de las instituciones políticas, los primeros grupos conscientes de su descontento, impotencia o marginación sociales. Don Quijote, don Juan y Fausto son tres inadaptados, personajes genuinamente debidos a los conflictos de la Edad Moderna. Por su parte, Celestina, la Comadre de Bath o el bulero, viven con manifiesta alegría en una sociedad que, pese a prohibir de forma oficial la inmoralidad, hace secretamente posible la satisfacción de sus impulsos más inmorales. Celestina, su colega de Bath y el bulero, son personajes que confiesan con total desenvoltura sus deseos más subversivos; no sólo legitiman verbalmente su propia conducta, sino que incluso poseen interlocutores, más aún, cuentan con un auditorio, y lo que es más grave: pueden declarar impunemente la verdad, con pelos y señales, de actos impíos cometidos en una época en que tales formas de conducta se pagaban en ocasiones con la vida. Sin duda vivían una época en la que el pulso de las acciones humanas escapaba al control de las instituciones. La libertad no crece ni se amplía en su radio de acción a lo largo de la Historia, simplemente se transforma. Hoy no hay más libertades que ayer: hoy hay libertades diferentes. Ni don Quijote, ni don Juan, ni Fausto dialogan con ninguno de sus contemporáneos acerca de la verdadera naturaleza de sus impulsos individualistas, sensuales o cognoscitivos; sus interlocutores no son de carne y hueso, y la legitimidad de sus actos carece de sentido en la sociedad de sus contemporáneos —quienes no se la explican—, dado que esa sociedad, debido a su rigurosa ordenación moral, en absoluto está dispuesta a satisfacer lo que simplemente considera locura, pecado o capricho.

Por otro lado, el escenario de The Canterbury Tales es medieval, es decir, religioso y latebroso. No obstante, semejante expresión tardomedieval de la vida religiosa, disimulada y civil se nos muestra muy al margen del poder social y moral que poco después, desde el Renacimiento, alcanzarían institucionalmente las mismas formas de vida. El poder de las instituciones renacentistas clausurará progresivamente muchas de las formas de conducta que vemos en los prototipos humanos de la peregrinación a Canterbury. La libertad renacentista es una transformación de la libertad medieval, no necesariamente una ampliación en todos los campos u órdenes. La vida civil y religiosa se desarrolla entonces en un brillante y orgánico desorden que la Reforma y la Contrarreforma no van a consentir. La Reforma, primero, y el Concilio de Trento, después, prohíben, entre otras disposiciones, no sólo la venta de indulgencias, lo que equivale a sustraer de la literatura realista personajes tan sugerentes como el bulero, sino también muchísimas obras libertades.

Desde los orígenes institucionales del cristianismo, la Iglesia pretendió ordenar la vida plena, y por supuesto moral, del ser humano. En todos los órdenes posibles: físico, económico, cultural, religioso, etc. A finales de la Edad Media europea, debido a múltiples causas, este control se debilita y se dispersa enormemente, sobre todo en lo que se refiere al desarrollo cotidiano de la vida religiosa. Ésa es la razón de ser de la Reforma, cuyo objetivo protestante y luterano no es dar más libertad a la religión, sino reorganizarla al margen de Roma. La Reforma no lo fue de la libertad, sino del dogma. El luteranismo no trajo consigo más libertad, sino simplemente una «libertad» diferente y sui generis. Básicamente, una libertad de conciencia, es decir, imaginaria e ilusoria. Una libertad idealista. El luteranismo es el germen del idealismo alemán ilustrado y romántico, es decir, el germen de una filosofía incompatible con la realidad. De hecho, el protestantismo es una teología que ha perdido la razón, del mismo modo que hoy podemos decir que el catolicismo es una religión que se ha protestantizado con 500 años de retraso. Una de las causas que contribuyeron a este desorden vitalista fue sin duda la desintegración del sistema feudal, que se produce a lo largo del siglo XIV, y se manifiesta no sólo en la sociedad civil, sino también en el mundo eclesiástico. El control de las responsabilidades religiosas se encontraba muy debilitado en las capas más bajas de la jerarquía eclesiástica. La vida cotidiana del clero regular demostraba un fuerte desequilibrio entre los altos estamentos de la iglesia, enriquecidos y políticamente poderosos, y la pobreza en que vivían monjes, frailes y párrocos de a pie. Los ideales de pobreza, genuinos del cristianismo, contrastaban con la riqueza institucional de la Iglesia, cuyos afanes de poder político y ambición económica motivaron décadas después el origen de la Reforma protestante y de la Contrarreforma católica.

En ese infatigable proceso por controlar la totalidad de las formas de la vida humana, la Iglesia ha prestado siempre una especial atención a la vida cultural[3]. La cultura y las instituciones laicas han representado en este sentido una alternativa que debía ser contrarrestada. Entre los mitos laicos de la Edad Moderna puede identificarse a don Quijote, don Juan y Fausto, que representan impulsos humanos de individualidad, sensualidad y ambición no previstos o autorizados por las religiones teológicas. Son, pues, tres interesantes grietas en la sólida arquitectura cristiana de la Reforma y la Contrarreforma. Del mismo modo, en el mundo medieval, la entropía en que se desarrollaba la vida civil y religiosa, libre del peso que las instituciones estatales y eclesiásticas ejercerán solidariamente desde el Renacimiento hasta la Ilustración, había engendrado prototipos literarios que ponían de manifiesto, frente a cualquier forma de moralidad, la legitimidad inmanente —y en muchos casos la impunidad social— de determinados impulsos humanos completamente proscritos en su tiempo. Entre estos prototipos ocupan un lugar destacado figuras como Celestina y la Comadre de Bath, o el bulero de la peregrinación a Canterbury y el bulero al que sirve Lazarillo. Se trata, en suma, de personajes que afirman la legitimidad inmanente de impulsos humanos socialmente proscritos, de actos y deseos que burlan la autoridad moral del orden vigente, hasta negar por completo sus fundamentos, y que en consecuencia representan, y dejan al descubierto, la cara oculta de los ideales religiosos de su tiempo, así como la forma de vida, auténticamente corrupta, de quienes aparentaban y declaraban vivir en la virtud humana, la fe religiosa o el decoro social.

La Comadre de Bath, de la que sabemos su nombre —Alicia—, es una mujer sin duda extraordinaria. Acaso más propia de la literatura que de la realidad, su vida es una caótica inversión del orden moral establecido. Poseída por un impulso sexual irrefrenable —inmediatamente nos habla de sus dientes separados, como signo de lascivia—, se casa y enviuda cinco veces, alardea de dejar exhaustos sexualmente a los hombres, y se presenta como una profesional de la actividad «amorosa», parece que siempre dentro del matrimonio, al que considera una experiencia sobresaliente y única, frente a cualquier pretensión de defender los valores de la virginidad. Se jacta de que sus saberes proceden de su madre —toda una autoridad—, y de su propia experiencia personal como mujer. Tanto su prólogo como su cuento giran en torno al tema de la sumisión marital, y ambos confirman la supremacía de la mujer, considerada ante todo como una superioridad de naturaleza sexual, que se proyecta sobre todos los órdenes del dominio humano. La complejidad del personaje —uno de los más intensamente descritos por Chaucer— se complica cuando declara haber estado tres veces en Jerusalén (¿peregrinación o aventura amorosa?); y no hay que olvidar que se trata de una mujer a la que conocemos precisamente en una peregrinación al santuario de Canterbury. La Comadre confirma, pues, que el éxito de su vida ha dependido en última instancia del poder de la mentira, que siempre ha sabido practicar con habilidad, y del sexo, actividad no menos —ni peor— frecuentada, cuyos impulsos —y responsabilidades— no duda en atribuir a una determinada disposición planetaria entre Venus y Marte. Insistimos en que el personaje de la Comadre de Bath es más caricaturesco que real, pero no hay que olvidar que, con frecuencia, cuando la ironía es posible, la realidad resulta irremediable[4].


And al was fals[…],
But as I folwed ay my dames lore,
As wel of this as of other thinges more […].
Venus me yaf my lust, my likerousnesse,
And Mars yaf me my sturdy hardinesse.


Mucho más descarnado y violento resulta el discurso nihilista del bulero, cuyo poder racionalista, crítico y desmitificador exige su presencia aquí. Este personaje se sitúa en un contexto social bien definido, que corresponde al vendedor de bulas o indulgencias papales[5]. Pese a la supuesta dignidad religiosa de su mercancía, los buleros tenían muchos aspectos en común con una variopinta representación de individuos viajeros —charlatanes, juglares, titiriteros, acróbatas...— que transitaban por las ciudades de la Europa medieval. Por las razones que veremos, la profesión de bulero quedará asociada a una actividad propia de farsantes. Hoy, en lugar de bulas, se habla de autoayuda, entre otras tantas pasiones sociales vendedoras de humo, humanismo y cultura.

El bulero que peregrina a Canterbury no desmentirá ante la comitiva que le acompaña la verdad de esta farsa, que resulta ser lo más genuino de su profesión; pero lo que de veras sorprende es la fuerza dramática y racionalista de su tono confesional, que confiere a los hechos una verosimilitud que ningún otro testigo puede proporcionar. Lazarillo de Tormes ofrecerá un relato en cierto modo semejante —en el que el narrador, sin embargo, no intervendrá para nada—; lo que reproduce Chaucer es una confesión, la confesión laica, arrogante y desvergonzada, de un hombre supuestamente religioso y bueno; una auténtica confesión, pues, en la que se burlan e invierten todos los requisitos del género: no sólo no se concluye en un arrepentimiento, sino que incluso asistimos a una confirmación de la maldad y la perversidad humanas como una de las formas de conducta más eficaces para la consecución del triunfo personal. Y no sólo eso, sino que el ejercicio razonado del mal se justifica como posible gracias a la retórica del bien y a la falacia de la virtud que se arrogan para sí quienes, entregados a la fe y desposeídos de razón antropológica, se acogen a un racionalismo teológico completamente idealista y acrítico.


By this gaude have I wonne, yeer by yeer,
An hundred mark sith I was Pardoner […].
For my entente is nat but for to winne,
And no-thing for correccioun of sinne.
I rekke never, whan that they ben beried,
Though that her soules goon a-blakeberied!
For certes, many a predicacioun
Comth ofte tyme of yvel entencioun;
Som for plesaunce of folk and flaterye,
To been avaunced by ipocrisye,
And som for veyneglorie, and som for hate[…].
Thus spitte I out my venim under hewe
Of holynesse, to seme holy and trewe […].
Thus can I preche agayn that same vyce
Which that I use, and that is avaryce […].
What? trowe ye, the whyles I may preche,
And winne gold and silver for I teche,
That I wol live in povert wilfylly?
Nay, nay, I thoghte it never trewely!
For I wol preche and begge in sondry londes;
I wol not do no labour with myn hondes,
Ne make baskettes, and live therby,
Because I wol nat beggen ydelly.
I wol non of the apostles counterfect;
I wol have money, wolle, chese, and whete,
Al were it yeven of the povrest page,
Or of the povrest widwe in a village,
Al sholde his children sterve for famyne.
Nay! I wol drinke licour of the vyne,
And have a joly wenche in every toun […].
For, though myself be a ful vicious man[6].


El bulero asume la falsedad de su persona y la superchería de su profesión. Se presenta como un ser impío, desvergonzado y vicioso, que hace de la perversión, la maldad y la demagogia un ideario de vida exitosa y triunfante. No cabe duda de que estamos ante un personaje de ideas muy claras: sólo confía en el dinero, pero no quiere esforzarse en desempeñar trabajos de cierta dureza; es un absoluto descreído del orden moral trascendente, y vive a costa de engañar a las gentes haciéndoles creer precisamente en esa moral que él mismo niega con sarcasmo; desprecia cruelmente a sus semejantes, y no duda en dejar morir de hambre a cualquier huérfano, si es necesario arrebatarle las pertenencias para su personal enriquecimiento. Chaucer, en este punto, ofrece un tipo de literatura donde la crítica y el racionalismo están al servicio de la desmitificación y en contra de la preservación de las falsas virtudes políticas y religiosas de su tiempo. Es ésta una literatura insoluble en el fraude y enfrentada a la sofística de buena parte de sus contemporáneos. Como resulta fácilmente observable, los autores clásicos son incompatibles con la posmodernidad

Por su parte, en la literatura picaresca española, Lázaro de Tormes ofrece de su quinto amo, otro bulero, un relato en el que el narrador y personaje principal desarrolla una triple capacidad épica, dramática y reflexiva. Lazarillo relata un episodio del que es testigo, cede la palabra a determinados personajes para ofrecer de este modo un enfoque próximo de los hechos, e introduce finalmente digresiones y juicios personales sobre las circunstancias de la narración y sus protagonistas. El tono confesional pertenece ahora al testigo del embuste, y no a su ejecutor[7].


En el quinto por mi ventura di, que fue un buldero, el más desventurado y desvergonzado y el mayor echador dellas que jamás yo vi ni ver espero, ni pienso que nadie vio, porque tenía y buscaba modos y maneras y muy sotiles invenciones. En entrando en los lugares do habían de presentar la bula, primero presentaba a los clérigos o curas algunas cosillas, no tampoco de mucho valor ni substancia: una lechuga murciana, si era por el tiempo, un par de limas o naranjas, un melocotón, un par de duraznos, cada sendas peras verdiniales. Ansí procuraba tenerlos propicios, porque favoresciesen su negocio y llamasen sus feligreses a tomar la bula. Ofreciéndosele a él las gracias, informábase de la suficiencia dellos. Si decían que entendía, no hablaba palabra en latín, por no dar tropezón, mas aprovechábase de un gentil y bien cortado romance y desenvoltísima lengua. Y si sabía que los dichos clérigos eran de los reverendos, digo que más con dineros que con letras y con reverendas se ordenan, hacíase entre ellos un Sancto Tomás y hablaba dos horas en latín —a lo menos que lo parescía, aunque no lo era. Cuando por bien no le tomaban las bulas, buscaba cómo por mal se las tomasen, y para aquello hacía molestias al pueblo, y otras veces con mañosos artificios; y porque todos los que le veía hacer sería largo de contar, diré uno muy sotil y donoso, con el cual probaré bien su suficiencia […][8]. Cuando él hizo el ensayo, confieso mi pecado, que también fui dello espantado y creí que ansí era, como otros muchos; mas con ver después la risa y burla que mi amo y el alguacil llevaban y hacían del negocio, conoscí cómo había sido industriado por el industrioso e inventivo de mi amo. Y, aunque mochacho, cayóme mucho en gracia, y dije entre mí: «¡Cuántas déstas deben hacer estos burladores entre la inocente gente!» (Lazarillo de Tormes, 1554/1988: 112-114 y 123-125).


El relato de Lazarillo no pretende la fuerza nihilista de Chaucer, pero alcanza una desmitificación dramática muy poderosa, basada igualmente en el ejercicio del racionalismo, la crítica y la dialéctica, en la que se ven implicados directamente otros agentes sociales, concretamente de la vida civil, como es el alguacil. Episodios de esta naturaleza dejan progresivamente al descubierto una discriminación cada vez más intensa entre la «gente inocente», por una parte, y los «pícaros» y «farsantes», por otra. No hay lugar, pues, para la honradez. Muchos años después, a mediados del siglo XX, en 1941, Gonzalo Torrente Ballester volverá sobre este asunto en el contexto de una obra teatral cuya acción se retrotrae al siglo XVI español. Allí el personaje protagonista, Lope de Aguirre, habla sobre el futuro con palabras suficientemente expresivas: «Se preparan hechos en los que la honradez será un estorbo» (I, 3)[9].


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NOTAS

[1] Con frecuencia la producción literaria de Chaucer se ordena en tres períodos, identificados con la cultura francesa, italiana e inglesa. La influencia latina se mantuvo omnipresente a lo largo de su vida. El influjo francés se manifiesta en la composición de sus primeros poemas, El libro de la duquesa, La casa de la fama, El parlamento de los pájaros, así como en el prólogo de una obra posterior, La leyenda de las buenas mujeres. Domina en esta etapa la creación de prototipos e idealizaciones. Paralelamente, un influjo latino aproxima a Chaucer a los cánones medievales procedentes de Ovidio y Virgilio. El «Cuento del Monje», con sus referencias a la caída de los héroes, Zenobia, César, Nerón..., pone de manifiesto la pervivencia en estas narraciones de la mitología clásica. El influjo francés se manifiesta especialmente en el libro IV de Troilo y Criseida, así como en el «Cuento del Capellán de monjas», cuando se expone el problema de la libertad y la predestinación. Su labor como traductor al inglés de textos latinos fue especialmente destacable, pese a haberse perdido muchos de sus trabajos. Acaso el más importante de los conservados es De consolatione philosophiae, de Boecio. Los estudiosos de la vida y obra de Chaucer sitúan el comienzo de la influencia italiana en el año de su primera visita a este país, Italia, acaecida en 1372. En esa estancia Chaucer conoce la obra de los tres grandes escritores del momento, Dante, Petrarca y Boccaccio, y asimila la visión alegórica —especialmente próxima a la naturaleza satírica de Boccaccio— que es posible observar en los remates finales de La casa de la fama y El parlamento de los pájaros. El romance caballeresco de Troilo y Criseida es quizá la obra que más debe a la influencia italiana; acaso nos encontramos aquí ante el texto más acabado de Chaucer: sus cinco libros sugieren la estructura del futuro drama isabelino inglés, y la fábula de la obra puede identificarse con una alegoría filosófica —incluso cristiana—, en la que el sacerdote Pándora hace las veces de figura satánica, ayudando a Criseida en la tentación de Troilo. La etapa italiana había sido decisiva para la madurez de la formación de Chaucer como escritor. Siguiendo al Dante de la Divina commedia, Chaucer incorporará personajes contemporáneos a su creación literaria; como Boccaccio en el Decamerón, las narraciones ofrecerán genuinos visos de realidad —salvo algunas historias, como la de Arcite y Palamón—; en suma, de un mundo idealizado y sofisticado se evolucionará hacia una percepción más realista y cotidiana de la vida. La mitología deja lugar a la peregrinación, la magia a la ciencia, la ficción a la vitalidad, la armonía del arte clásico al pletórico desorden del mundo medieval. Los cuentos de Canterbury, el Tratado del astrolabio y El ecuatorio de los planetas constituyen las principales obras de este período de influencia netamente inglesa. La presencia de la astrología y la astronomía, y así lo descubre el lector de los cuentos, será importante y recurrente.

[2] Lo contrario sucederá a lo largo del siglo XVIII, cuando se conforma definitivamente la conciencia del individualismo moderno. Pensemos, pues, en los títulos de las novelas inglesas de esta centuria, frente al encabezamiento de cada uno de los cuentos de Canterbury: Las aventuras de Robinson Crusoe, Los viajes de Gulliver, Tom Jones...

[3] En The Canterbury Tales, de los treinta y cuatro peregrinos que constituyen la comitiva —incluyendo en ellos al canónigo fugitivo—, nueve pertenecen al clero, lo que constituye una cifra proporcionalmente elevada en relación al conjunto. La mayor parte de los comentaristas de Chaucer han interpretado este dato como una expresión más del importante papel que desempeñaba el clero en aquel entonces.

[4] Chaucer (1387/1967: 572-573, vv. 583-584 y 611-612). Trad. esp. de P. Guardia Massó: Cuentos de Canterbury, Madrid, Cátedra, 1997, págs. 208-209: «Y todo eran mentiras —confiesa la Comadre de Bath a propósito de cuanto ella misma dice y hace— […]. Pero en esto como en muchas otras cosas yo seguía, como de costumbre, las enseñanzas de mi madre […]. Venus me dio el deseo y la lujuria; Marte, mi descarada osadía».

[5] El papa Urbano II fue el primero en otorgar una indulgencia plenaria a los guerreros que participaron en la Primera Cruzada (1095). Siglos después, el Concilio de Trento (1545-1565), debido a los abusos de los buleros, puso fin a la venta de las indulgencias.

[6] Chaucer (1387/1967: 557, vv. 389-459. Trad. esp. de P. Guardia Massó, op. cit., 1997, págs. 366-367: «Esta treta me ha hecho ganar cien marcos anuales desde que empecé este oficio de bulero […]. Mi único objetivo es el provecho económico. No me importa corregir el pecado. Me importa un bledo que, cuando se mueran, se condenen. No hay duda, la mayoría de las predicaciones están fundadas en malas intenciones. Unas veces para agradar a la gente, adularla y obtener una promoción hipócrita; otras, a causa de la vanidad o malicia […]. Escupo veneno con la apariencia de santidad, piedad y verdad […]. Sé cómo predicar contra la avaricia, el mejor vicio que practico […]. ¿Os creéis que si gano plata y oro con mis sermones voy a vivir en la pobreza? ¡Mil veces, no! Nunca me pasó por el caletre tal cosa. Predicaré y mendigaré por los más distantes lugares. No me dedicaré al trabajo normal o fabricaré cestos para mantenerme. El mendigar da para vivir. No voy a imitar a los apóstoles. Tendré dinero, lana, queso y trigo, aunque me lo proporcione el muchachito o viuda más indigente del lugar, o aunque sus hijos se estén muriendo de hambre. No; beberé vino y tendré una amante en todas las ciudades […]. Puedo ser todo lo vicioso que queráis».

[7] Rico (1988) ha considerado detalladamente las fuentes literarias del episodio del bulero, así como el trasfondo histórico de este tipo de personajes sociales en la España del siglo XVI. Según sus propias palabras, «el ‘tractado’ del buldero es el más rico y madrugador testimonio artístico en castellano de una plaga que venía de atrás, pero que afligió con especial pertinacia a los súbditos de Carlos V» (Rico, 1988: 116). Rico ha identificado algunas de las fuentes literarias de la farsa del bulero, procedentes del «repertorio europeo de tretas usadas por hampones y maleantes para explotar la credulidad del vulgo […]. El Novellino de Masuccio, primero; luego, y más sintéticamente, el Speculum cerretanorum (hacia 1485), de Teseo Pini, y, en fin, un brevísimo exempel de cierto Liber vagatorum flamenco (Amberes, 1563, con licencia de Bruselas, 1547) lo cuentan de acuerdo en un mismo esquema fundamental: un fraile bribón expone una falsa reliquia a la veneración del pueblo; “un compañero le hace la contra; él pide a Dios que muestre allí milagro; el compañero finge caer muerto, y el otro, orando, lo vuelve a la vida; y con esos milagros ilusorios allega mucho dinero”» (Rico, 1988: 118).

[8] Aquí cuenta Lázaro el episodio del falso milagro, amañado entre el alguacil y el bulero, con el fin de intimidar al pueblo y conseguir por este modo la venta de bulas.

[9] Torrente es un escritor que no ha regateado palabras a la hora de desmitificar la supuesta virtud del discurso sacro. En su Don Juan leemos, por boca del comendador, la siguiente declaración, en cuya tradición literaria resuenan sin duda las palabras del bulero de Canterbury: «¡Bah! Eso de la santidad es para la gente de escasa inteligencia. Los mismos curas, una cosa es lo que predican y otra lo que hacen. Alguno toma parte en nuestras francachelas, de tapadillo, claro. Ya los conocerás. ¡Y hay que oírles cuando se ríen de las personas piadosas!» (Torrente, 1963/1998: 211).






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⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Los Cuentos de Canterbury de Chaucer: el Bulero y la Comadre de Bath», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 2.6), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


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