IV, 2.7 - La libertad humana según La Celestina de Fernando de Rojas

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





La libertad humana según La Celestina de Fernando de Rojas


Referencia IV, 2.7


            Pármeno: No querría bienes mal ganados. 
            Celestina: Yo sí.

                                    Fernando de Rojas, La Celestina (1499/2001: I, 74). 


            Atente a la realidad, y ésa será tu ganancia...

                                    Gonzalo Torrente Ballester, Lope de Aguirre (1941/1982: 231).


 

La libertad humana según La Celestina de Fernando de Rojas

Vamos a analizar aquí, desde los presupuestos metodológicos de la Crítica de la razón literaria, la idea de libertad que se objetiva en La Celestina de Fernando de Rojas.

La libertad no es cuestión de palabras, sino de hechos. No haré de la libertad una cuestión retórica o ideológica (sofística), sino un concepto analizable a través de determinadas ciencias (Derecho, sociología, economía...) y una idea filosófica, resultante de trascender y comparar dialécticamente diferentes campos categoriales o científicos sobre los que se construye la praxis de la libertad. No hablaré, pues, de la libertad en términos retóricos, metafóricos, tropológicos, sino mediante conceptos categoriales e ideas gnoseológicas. 

Fenomenológicamente se constata que la palabra libertad es hoy en día un término completamente adulterado. Tributaria de vindicaciones y prestigios seculares, en nuestro tiempo la libertad está irreflexivamente en boca de todos: filósofos, pensadores, cantantes, políticos, terroristas, curas, economistas, obreros, emigrantes, dictadores, periodistas y, por supuesto, intelectuales. Su heterogeneidad, acaso inconmensurable, exige higienizarla y delimitarla como idea para proceder a cualquier aplicación interpretativa posterior. Este proceso de purificación y limpieza de ideas sólo puede hacerse a través de una filosofía crítica, capaz de recorrer —sin detenerse ante dogmas, prejuicios o intereses gregarios— diferentes contextos mundanos (ordinarios) y científicos (categoriales) en los que la libertad ha adquirido un uso consistente, determinante y objetivo. 


Fenomenología de La Celestina
tres materializaciones de la idea de libertad

La idea de libertad no puede definirse ni interpretarse a partir de un conjunto nulo de premisas. De hecho, el autor de La Celestina sostiene una idea de libertad formalmente objetivada en una relación dialéctica compleja (symploké), rigurosamente determinada y definida por la interacción conflictiva de tres realidades: el Estado, la ética y la moral. El Estado es la máxima expresión de una sociedad política, objetivada en un ordenamiento jurídico con competencias y poderes para imponerse de forma efectiva sobre la vida (ética) de los individuos y sobre la vida (moral) de los grupos humanos en connivencia dentro de los límites que comprende el propio Estado. A su vez, la ética representa esencialmente todo lo relativo a la defensa de la vida del individuo y de sus intereses más personales. Por su parte, la moral tiene como finalidad preservar y proteger, por encima de cualesquiera otros fines —incluidos la vida de sus propios miembros, o incluso la eutaxia de un Estado, dentro del cual opera moralmente como gremio— la supervivencia social del grupo o gremio de referencia, es decir, la unidad, organización y destino de una determinada agrupación humana, a cuyos miembros pueden unir lazos sanguíneos (familia), fideístas (religión), ideológicos (partido político), sexistas (feminismos), económicos (multinacionales y grupos empresariales), étnicos y raciales (nacionalismos e indigenismos), físicos (organizaciones de ciegos, sordos, mutilados...), medioambientales (grupos ecologistas), zoológicos (asociaciones protectoras de animales), etc. Es indudable que los intereses del Estado, del individuo y del gremio, mantienen entre sí relaciones dialécticas y conflictivas, cuya armonización, cuya connivencia incluso, resulta a veces imposible.

Considero aquí al Estado como la máxima expresión ejecutiva de una sociedad política; al individuo, como el miembro esencial e imprescindible de toda sociedad, sea natural o gentilicia (gremio), sea política o estatal (Estado), miembro que, como sujeto individual, es sujeto de intereses propios y personales, frente al gremio y frente al Estado; y al gremio, como la máxima expresión de la sociedad natural o gentilicia, es decir, de aquella sociedad no política o estatal, y que sin embargo sólo puede existir y desarrollarse dentro de una sociedad política o Estado, dentro de la cual trata de expandirse en beneficio propio, para satisfacción de sus intereses gremiales antes que de los intereses de sus miembros individuales. El objetivo del Estado es la eutaxia, o perfecta organización de todas sus partes para bienestar de todos sus miembros. A este fin, el Estado organiza la vida de sus miembros o individuos políticos tomando como referencia un ordenamiento jurídico, en el que se objetivan y codifican deberes y poderes colectivos, que no necesariamente comunes. A su vez, el gremio organiza sus intereses bajo la forma de una moral, en la que se codifican exigencias fundamentales destinadas a la preservación de la unidad y el destino del grupo. Por su parte, el individuo, determinado por su pertenencia a una sociedad política (Estado) o a una sociedad natural o gentilicia (gremio), al margen de las cuales su supervivencia es imposible, tenderá siempre a servirse de la ética con objeto de asegurar la satisfacción de sus necesidades y la preservación sus condiciones de vida, con frecuencia frente al gremio, y a veces incluso al margen del Estado, incurriendo, si fuera preciso, en el primer caso, en la heterodoxia, y, en el segundo, en la ilegalidad. La dialéctica conflictiva entre Estado, ética y moral, es decir, entre sociedad política, individuo y sociedad natural o gentilicia, es determinante en las sociedades civilizadas.

Conviene subrayar aquí que la obra que nos ocupa, La Celestina, no se concibe ni se plantea, en los conflictos que ofrece al lector o espectador, al margen de una sociedad política bien definida, como es el Estado español de fines del siglo XV, ni al margen de unos intereses individuales muy claros, desde el impulso sexual hasta el afán de riqueza más personal, ni tampoco al margen de formas de vida gremiales, propias de sociedades gentilicias como la picaresca y la rufianesca (jábega), la clerecía y el hampa prostibularias, la nobleza degenerada o la emergente burguesía. Todos estos intereses mantienen entre sí relaciones conflictivas y dialécticas, subrayadas desde el comienzo mismo de la digresión que antecede a los autos:


Todas las cosas ser criadas a manera de contienda o batalla dice aquel gran sabio Heráclito en este modo: «Omnia secundum litem fiunt», sentencia a mi ver digna de perpetua y recordable memoria […]. Hallé esta sentencia corroborada por aquel gran orador y poeta laureado Francisco Petrarca, diciendo «Sine lite atque offensione nil genuir natura parens», «Sin lid y ofensión ninguna cosa engendró la natura, madre de todo» (Rojas, 1499/2001: 15).


El autor otorga a la figura de la dialéctica un valor ontológico fundamental, al considerar que todo cuanto existe es objeto de lucha, enfrentamiento y desenlace bélico, en unos términos que, partiendo del pensamiento heracliteo, sin duda habrían disgustado al teológico y pacifista Erasmo, y sin reservas habrían satisfecho la idea de dialéctica hegeliana con la que comienza una obra tan fantasmagórica como es la Fenomenología del espíritu (1807). La realidad de la guerra surge sin complejos: «esto con que nos sostenemos, esto con que nos criamos y vivimos, si comienza a ensoberbecerse más de lo acostumbrado, no es sino guerra […]. Pues entre los animales ningún género carece de guerra» (Rojas, 1499/2001: 16). Nótese como la filosofía darwinista ya estaba en nuestros clásicos más genuinos. La Anglosfera no hizo avanzar esencialmente el curso de la vida humana, y aún menos el curso de sus ideas: simplemente descubrió, con siglos de retraso —hablamos del XVIII—, y con los medios propios de otras épocas, realidades que la Hispanosfera dejó de investigar por falta de interés y de recursos humanos disponibles. No pueden minusvalorarse en absoluto estas palabras, que, encabezando una obra como La Celestina, postulan y exigen una interpretación dialéctica de las ideas objetivadas formalmente en sus materiales literarios:


[...] bien afirmaremos ser todas las cosas criadas a manera de contienda […]. Pues ¿qué diremos entre los hombres a quien todo lo sobredicho es sujeto? ¿Quién explanará sus guerras, sus enemistades, sus envidias, sus aceleramientos y movimientos y descontentamientos? ¿Aquel mudar de trajes, aquel derribar y renovar edificios y otros muchos afectos diversos y variedades que desta nuestra flaca humanidad nos provienen? Y pues es antigua querella y usitada de largos tiempos, no quiero maravillarme si esta presente obra ha seído instrumento de lid o contienda a sus lectores para ponerlos en diferencias, dando a cada uno sentencia sobre ella a sabor de su voluntad […]; que la mesma vida de los hombres, si bien lo miramos, desde la primera edad hasta que blanquean las canas, es batalla. Los niños con los juegos, los mozos con las letras, los mancebos con los deleites, los viejos con mil especies de enfermedades pelean, y estos papeles con todas las edades (Rojas, 1499/2001: 18-20).


Si tomamos como referencia la dialéctica entre los conceptos de Estado, ética y moral, es posible interpretar la idea de libertad en tres momentos decisivos de la Historia de la Humanidad, que en líneas generales corresponden a lo que denominaremos libertad genitiva, dativa y ablativa (Maestro, 2007).



Declinación de la idea de libertad: los casos genitivo, dativo y ablativo

Todos los usos de la idea de libertad pueden organizarse o declinarse en tres casos fundamentales, que denominaré genitivo —libertad de—, dativo —libertad para— y ablativo —libertad en—. Los tres casos están concatenados entre sí, y se desarrollan de forma integradora, pues siempre que un sujeto existe dispone, o no, es decir, positiva o negativamente, de libertad de hacer algo para algo o alguien en un contexto o circunstancia determinados.

En el primero de estos casos, la libertad genitiva, o libertad de, expresa ante todo la idea de libertad como posesión del sujeto, como atributo del yo, al contener el conjunto de potencias (poder), facultades (saber) y voliciones (querer) que capacitan a un yo para hacer, o no hacer, algo en un contexto determinado. Lo que enfatiza la libertad genitiva son las cualidades del sujeto en tanto que emanan del propio sujeto. La fuerza de la libertad está, en este caso, en las fuerzas materiales de que dispone una persona: sus posibilidades físicas, sus competencias cognoscitivas, sus recursos volitivos. La libertad genitiva representa una concepción positiva de la libertad, en la medida en que, al ejercerla, el sujeto afirma sus posibilidades de ejecutar acciones y operaciones, y también una concepción negativa, en la medida en que no actúe allí donde querría hacerlo y no puede (desajuste entre las modalidades volitiva y potencial), o cuando podría actuar, pero carece de conocimientos suficientes sobre cómo disponer su intervención (desajuste entre las modalidades potencial y cognoscitiva), entre otras combinaciones posibles. 

En las formas de la vida natural, en la que viven los animales salvajes —y hacia la que irreflexivamente muestran tantas simpatías algunos grupos humanos que propugnan renunciar a los modos de la vida civilizada para integrarse en las formas de vida naturales—, al igual que en las sociedades humanas pre-estatales, los límites de la libertad son los límites de la libertad genitiva, es decir, los límites de la fuerza, conocimiento y deseo que mueve a las criaturas, tanto humanas como animales. En el mundo animal —y el ser humano es (sabido desde Aristóteles) un animal político, es decir, un ser con capacidad para organizarse políticamente (las hormigas pueden formar una sociedad, pero no una sociedad política)— la libertad del tigre llega hasta donde llega su fuerza, astucia y necesidad de depredación. En cautividad, sin embargo, el tigre no caza. No tiene, porque no desarrolla, esa necesidad. Su libertad genitiva es prácticamente inexistente. Del mismo modo, en una sociedad humana no civilizada políticamente, es decir, en una sociedad humana anterior a la constitución del Estado, la libertad genitiva es la que más impera. Los límites de la libertad son los límites de la fuerza personal, de los atributos del yo, incentivados por el deseo y la necesidad, y no condicionados sino por la saciedad del propio yo. La máxima libertad pertenecerá al máximo depredador. He aquí el núcleo de la libertad genitiva, cuyo espacio genuino es el mundo salvaje, previo a la civilización, es decir, al Estado, el cual impondrá sus límites al concepto genitivo de libertad, dando a la colectividad humana, organizada políticamente, una intencionalidad proléptica que habrá de determinar no sólo el sentido y la finalidad de sus acciones, sino también, y muy principalmente, el destino de cada una de ellas. 

Con el nacimiento del Estado nace también un nuevo concepto de libertad: la libertad dativa. Desde esta perspectiva cabe interpretar la proposición lxxiii de la parte cuarta de la Ética de Spinoza, por ejemplo, donde se advierte que «el hombre que se guía por la razón es más libre en el Estado, donde vive según leyes que obligan a todos, que en la soledad, donde sólo se obedece a sí mismo» (Spinoza, 1677/2004: 365). He aquí el concepto civilizado de libertad, como experiencia sólo posible en la realidad organizada de un Estado. No se olvide que la política es la administración estatal del poder, es decir, la organización de la libertad humana.

En el segundo caso, la libertad dativa, o libertad para, implica e integra la libertad genitiva, es decir, la acción de un sujeto, determinado por sus potencias, facultades y voliciones, para destinar los contenidos materiales de la acción ejecutada hacia una finalidad proléptica, la cual imprime a la libertad una dimensión teleológica, de cuyo éxito o fracaso dependerán futuras condiciones evolutivas, en las que, como destinatarios, pueden estar implicados tanto sujetos humanos como objetivos operatorios. Lo que enfatiza la libertad dativa es ante todo los logros a los que conduce la acción del sujeto libre, de modo que, en este caso, la fuerza de la libertad está sobre todo en los contenidos materiales a los que da lugar la acción de un yo que ejerce y ejecuta su libertad genitiva. La libertad dativa puede resultar positiva o negativa, no por la implicación en el curso de las operaciones ejecutadas de las potencias, facultades o voliciones del sujeto, sino sobre todo por relación al grado de prudencia o imprudencia que demostrará el resultado teleológico de la acción desarrollada. Un Estado puede disponer positivamente de libertad genitiva, es decir, de potencial, conocimientos y necesidad, y así declarar la guerra a otro Estado con fines diversos (invasión, control de sus fuentes de energía, prevención de ataques de Estados vecinos, etc.), pero algo así no asegura que su libertad dativa resulte igualmente positiva. No lo será si pierde la guerra. Es decir, si la teleología de los hechos revela que la acción bélica ha sido una imprudencia. En ese contexto, la libertad dativa del Estado que declara la guerra será una libertad dativamente negativa. Algo ha cercenado sus pretensiones de libertad: una experiencia ablativa.

El tercer caso es el de la libertad ablativa, o libertad en, la cual implica e integra las dos anteriores, esto es, la libertad genitiva de un sujeto y la libertad dativa de las consecuencias de su acción, que, en términos de libertad ablativa, resulta contextualizada o circunstancializada en una codeterminación de fuerzas, las cuales actúan materialmente sancionando y clausurando el estado de la acción ejecutada. La libertad ablativa, o libertad en, representa siempre una concepción negativa de la libertad, porque en todo contexto en el que se manifieste la libertad, esta habrá de enfrentarse a fuerzas negativas, resistencias ante sujetos, objetos o situaciones. La libertad ablativa representa el espacio de la confrontación, los límites de la libertad genitiva —los límites de la fuerza, la necesidad, el entusiasmo, el saber— y la comprobación de las consecuencias de la libertad dativa —los resultados del éxito o fracaso a los que ha conducido la prudencia o imprudencia de una acción—, el grado de inmunidad frente a la resistencia que hay que superar, es decir, el precio del ejercicio de la libertad, el coste de la acción, la hipoteca de los hechos. En una palabra: el número y el coste de las bajas. 

La libertad ablativa es, en suma, una expresión acaso oximorónica, que remite sin duda a los cércenos que ha de padecer el sujeto libre. Hablar de libertad ablativa es en cierto modo hablar de ablación de la libertad. La libertad equivale en estos casos, dada la codeterminación de fuerzas que actúan y operan en el contexto, a la afirmación de determinaciones exteriores, a la implantación de imposiciones externas que coaccionan al sujeto que pretende ejercer su libertad, limitando sus atributos genitivos y sus consecuencias dativas. La libertad ablativa supone el cierre, corte o cercén, de las libertades genitiva y dativa. En las sociedades bárbaras, una codeterminación de fuerzas distintas y adversas entre sí materializa la acción cercenadora o erosiva de la libertad ablativa. En las sociedades civilizadas, el Estado se constituye en la principal institución ablativa de la libertad. Esta última es la tesis del anarquismo, según la cual si se suprime el Estado la libertad del individuo es máxima, porque el Estado es ante todo la ablación de la libertad individual. En una sociedad política, la libertad se limita, regula o cercena, con el fin de evitar la depredación, y de este modo hacer posible la convivencia. Esta convivencia no es pacífica en ninguna sociedad, pues las leyes castigan con mayor o menor violencia —también en tiempos llamados de paz— aquellos intentos de depredación que, conforme a un ordenamiento jurídico, los tribunales de justicia identifican y sancionan como tales. De cualquier modo, los criterios para regular la idea de libertad siguen siendo a diario objeto de disputa en toda sociedad política. En suma, la libertad la impone siempre el más fuerte, porque sólo el más fuerte dispone de medios y recursos para establecer políticamente el orden y la justicia. La justicia nunca es independiente de la política. No lo ha sido jamás y no puede serlo. Una justicia independiente de la política es una ficción filosófica. La justicia siempre es un producto de la política, el resultado político del Estado construido por los más fuertes y mejor organizados. 

En suma, libertad genitiva es la libertad de que dispone el yo a la hora de actuar y de ejecutar determinadas acciones. Libertad dativa sería la que ese mismo yo desarrolla para conseguir determinados logros materiales. Por último, libertad ablativa será aquella que limita la libertad genitiva y la libertad dativa de ese yo, es decir, la libertad que contrarresta las acciones (desde el punto de vista de su grado de posibilidad, conocimiento y volición) y los objetivos de ese yo. La libertad ablativa no es solamente la libertad de los demás tratando de actuar sobre la mía[1], lo que nos sitúa en el eje circular (humano, personal, social) del espacio antropológico, sino también el contexto en el que yo actúo, con toda la codeterminación de fuerzas que operan en él, erosionando mi capacidad y mis posibilidades de acción, es decir, desde los referentes que se objetivan en el eje radial del espacio antropológico (la naturaleza y sus fuerzas físicas, las cuales sin duda ofrecen mayor o menor resistencia a las acciones de un sujeto operatorio humano).

Sólo cuando se proyecta una acción (libertad dativa) de la que el sujeto se siente capaz (libertad genitiva) se podrá advertir con precisión las trabas que impiden ejercerla (libertad ablativa). Incluso cabe hablar de tales obstáculos, es decir, de la ablación de la libertad, como de un despliegue de dificultades objetivas que se objetivan precisamente por el hecho mismo de ejercer la libertad (genitiva) con fines prolépticos o intencionales (dativa). Es, pues, evidente, que la libertad ablativa se manifiesta en el proceso de vencer o dominar las trabas y dificultades inherentes a todo ejercicio de libertad, el cual, al brotar del sujeto y pretender fines objetivos, califico respectivamente de genitivo y de dativo. Si la libertad (genitiva) de un individuo nos impide hacer lo que las leyes nos permiten (es decir, amenaza nuestra propia libertad genitiva), podremos resistirla contando con la ayuda del Estado, el cual en este caso ejercerá para nosotros una libertad dativa, y para el individuo que nos oprime una libertad ablativa. En consecuencia, en las sociedades civilizadas no cabe hablar propiamente de libertad al margen del Estado. Es obvio que el Estado libera (dativamente) al ser humano de las amenazas que serían propias en el «estado de la Naturaleza», y que de forma simultánea le impone (ablativamente) unos límites que recortan y organizan sus formas de conducta, de tal forma que el resultado es un sistema de deberes y derechos objetivados en un ordenamiento jurídico. Todo lo cual supone una razón social y política de ser, es decir, una educación, un Estado y un gobierno sólo en apariencia libremente elegido, es decir, una democracia, fuera de la cual no cabe, en rigor, hablar de libertad política, esto es, de una libertad ablativa. ¿Por qué?, pues porque las libertades más ablativas son las libertades políticas, es decir, las libertades democráticas. En el mundo salvaje, no hay en realidad libertad ablativa, porque todo se reduce a una dialéctica de libertades genitivas. Una sociedad sin Estado es el reino de los animales salvajes.


 

La Celestina y la libertad dativa

¿Hay lugar en La Celestina para el azar o indeterminismo? La respuesta es que no. Porque nadie actúa azarosa o indeterminadamente. Nadie actúa sin causas, es decir, nadie opera al azar. No es posible obrar desde el acausalismo, desde el momento en que nadie vive, ni puede vivir, en un mundo sin causas. Ahora bien, los límites de todo determinismo están en el presente. Sobre el futuro, el determinismo no tiene jurisdicción. Sin embargo, sí es posible obrar, e incluso también vivir, en la impotencia, esto es, en la supresión de toda libertad. Precisamente en la impotencia desembocan determinados personajes de La Celestina, como Melibea, cuyo suicidio no es sino la autosupresión de la vida, es decir, la destrucción de toda potencia personal, ante la imposibilidad de seguir viviendo en un mundo donde, para una mujer como ella, la única causa es la nada. Melibea se suicida cuando constata que su libertad dativa es igual a cero. No ha conseguido nada. La vida no le resulta rentable. Ni factible. Su vida vale menos que su libertad.

La libertad por la que luchan los personajes de La Celestina no es la libertad del ácrata (libertad genitiva), pues luchan en un mundo estatalizado, desde el momento en que viven en el seno de una sociedad política (libertad ablativa), reglada y fundamentada en un ordenamiento jurídico objetivo. Sin embargo, su lucha por satisfacerse en el disfrute de ciertas libertades (libertades dativas) discurre al margen de la ley, e incluso pretende instituir una «justicia» gremial, gregaria, subjetiva, dativa, propia del grupo que, cual gremio de rufianes, prostitutas y clientes, en clara dialéctica con la justicia que instituye, y en que se objetiva, el ordenamiento jurídico de un Estado. Pármeno y Sempronio se creen con «derecho» a disponer de las «riquezas» de Celestina en sus «negocios» con Calisto. Areúsa y Elicia se consideran autorizadas a «ajusticiar» a Calisto, y a Melibea, contratando a Centurio para ajustar las cuentas con una clase social que dispone de ventajas económicas y laborales frente a la forma de vida que llevaban Celestina, Pármeno, Sempronio, o las propias discípulas de la madre prostibularia. Desde este punto de vista, una obra como La Celestina plantea un conflicto dialéctico entre la ética del individuo, como ser humano (que lucha por su bienestar personal: libertad genitiva), la moral del gremio, como sociedad natural o gentilicia (que lucha por la preservación de sus privilegios frente a otros grupos, incluido el Estado, y frente a otros individuos, incluidos los miembros individuales del Estado: libertad dativa), y el Derecho del propio Estado, como sociedad política (que lucha por hacer cumplir una Ley objetivada en un ordenamiento jurídico, cuya operatividad está garantiza por un sistema policial y militar: libertad ablativa).

El concepto de libertad que mueve a los personajes de La Celestina no es un concepto anarquista, ni acausalista, es decir, no se basa en el ejercicio ilimitado de la libertad genitiva del individuo frente a la imposición controlada de la libertad ablativa del Estado. No es la libertad del hombre salvaje, la libertad del bárbaro frente a la civilización, la libertad que desea el individuo depredador frente al Estado generador. No. Es la libertad determinada por los impulsos del individuo que opera, frente al Estado, desde la iniciativa del grupo social. Es la libertad dativa, individual o gremial, que, en su lucha por satisfacerse, tropieza con la libertad ablativa y objetiva del Estado. Es, en suma, la libertad de unos rufianes cuyo desenvolvimiento y materialización conduce al fracaso a cuantos se sienten seducidos a participar en su ejercicio. El desenlace de la obra condena, desde el estatalismo, desde una justicia secular, a los personajes que han ejercitado una libertad contraria a las normas de una sociedad política definida. Y es el mismo desenlace de la obra el que impide una solución metafísica y trascendente de los hechos. En La Celestina se impone una solución política y materialista. 

La religión se descarta y anula. Ningún dios heredará las consecuencias de los actos de los personajes. Ningún dios escucha las últimas voluntades de Melibea ni las imprecaciones del monólogo de Pleberio. Las palabras de este último son una rogativa destinada a la nada. Un discurso en el que se codifica un mundo nihilista. Ni siquiera los seres humanos prestarán atención a las últimas voluntades de una suicida como Melibea, que pretende ser enterrada junto al cadáver de alguien tan antiheroico como Calisto. Se impone una solución nihilista a un desenlace estatalista. Ni siquiera la religión se presenta en La Celestina como una ley que esté por encima del Estado, como décadas más tarde sucederá en la mayoría de las obras literarias del Siglo de Oro, y como de forma especialmente singular sucede en el Quijote, donde la religión es ante todo, y de forma exclusiva, una ley institucional, y no un sentimiento, frente a lo que, entonces contemporáneamente, propugnaba el erasmismo y el protestantismo. ¿Por qué? Porque en La Celestina la religión no es un estado anímico, ni una demostración de fe, ni una experiencia interior, ni una cuestión personal, como pretenderían inmediatamente Lutero y Erasmo, frente a la articulación institucional, estatal y política, que insistía en conferirle el catolicismo, y que de hecho le confirmó Trento. En La Celestina la Religión es un código muy ajeno a la intimidad de los personajes, del que estos se sirven, y en el que participan, en la medida en que se integran en un orden social del que disienten, y dentro del cual se comportan como hipócritas, cínicos y embaucadores. No por casualidad Sempronio advertirá tempranamente a Calisto con estas acusativas palabras:


Sempronio: Porque lo que dices contradice la cristiana religión.
Calisto: ¿Qué a mí?
Sempronio: ¿Tú no eres cristiano?
Calisto: ¿Yo? Melibeo só y a Melibea adoro y en Melibea creo y a Melibea amo (Rojas, 1499/2001: I, 34)[2].


El propio autor (o autores) de La Celestina no revela en la composición de la obra ninguna afinidad hacia ningún código religioso específico, ni hebreo, ni cristiano, ni musulmán[3]. La religión, como sentimiento, es un ejercicio de hipocresía, de cinismo y de parodia, al fingir e invocar unas creencias que se adulteran eficazmente en el curso de la vida práctica; y como institución, la religión actúa como un orden social que existe sólo cultural y oficialmente en la medida en que se incumple biológica y realmente, al asumir formas de conducta que se sustraen a los fundamentos y exigencias de esa ordenación, entre las cuales la más destacada es la de frecuentar prostíbulos y tratar con alcahuetas[4].

Sucede en La Celestina que la libertad dativa obedece, en primer lugar, al proyecto de un sujeto frente a otros sujetos, o incluso en su contra. Ejercer la libertad, en cualquiera de sus casos, declinaciones y materializaciones, es ejercerla contra alguien. No hay libertad sin dialéctica, del mismo modo que no hay libertad sin causas ni determinismos. Sólo desde la impotencia, cuya consecuencia es el nihilismo, y cuyas causas —que siempre habrá que explicar— pueden ser varias, cabe hablar de negación o inexistencia de libertad[5].

En segundo lugar, la libertad dativa requiere por parte del individuo que pretende ejercerla un plan racional, es decir, una ordenación teleológica de los hechos, indudablemente prevista y potencial. No hay libertad dativa sin intención proléptica. Es importante advertir en este punto que uno de los personajes que menos planifica su ejercicio de libertad es Pármeno, llevado de un lado a otro, entre Celestina, Sempronio y Calisto, por los caminos que parten de su resistencia a enriquecerse ilegítimamente hasta desembocar en la cama de Areúsa y en la deriva ambiciosa y criminal que le induce finalmente a asesinar a la alcahueta. El parlamento con el que Pármeno concluye el auto segundo, despechado por su amo Calisto, es fundamental para explicar y justificar su modo de actuar. La dialéctica del amo y el siervo resulta aquí especialmente luminosa desde el punto de vista del desarrollo ulterior de la acción:


¡Oh desdichado de mí! Por ser leal padezco mal. Otros se ganan por malos, yo me pierdo por bueno. El mundo es tal; quiero irme al hilo de la gente, pues a los traidores llaman discretos; a los fieles, necios. Si yo creyera a Celestina con sus seis docenas de años a cuestas, no me maltratara Calisto. Mas esto me porná escarmiento de aquí adelante con él, que si dijere «Comamos», yo también; si quisiere derrocar la casas, aprobarlo; si quemar su hacienda, ir por huego. Destruya, rompa, quiebre, dañe; dé a alcahuetas lo suyo, que mi parte me cabrá. Pues dice «A río revuelto, ganancia de pescadores». ¡Nunca más perro a molino! (Rojas, 1499/2001: II, 92-93).


Muestra este parlamento cómo el criado no se corrompe exactamente por causa de Celestina, sino de Calisto, dada la impotencia de su amo para razonar y comprender la verdad de los hechos. Pármeno se percata de que no hay solución racional para advertir a Calisto de los errores que comete una y otra vez. Si los hechos no tienen solución, mejor no perder el tiempo tratando de resolverlos. Pármeno renuncia a ejercer su libertad para ayudar a Calisto, y en su lugar se dispone a seguir los planes de Celestina y Sempronio. Es decir, asume una teleología ajena, una prolepsis que nunca controlará, dado que no se incorpora a ella como artífice, sino como consecuencia, por lo demás, tardía. La razón —piensa Pármeno— no sirve, porque el mundo —el mundo de su amo, «mundo» al cual el siervo está sometido— la rechaza. En adelante, Pármeno actuará conforme a este postulado, pero sin iniciativa propia. No combatirá los prejuicios, sino que se aprovechará de ellos, pero siguiendo dictados ajenos, de la mano de Celestina y de Sempronio, no de su propia razón[6].

En tercer lugar, la libertad dativa depende siempre de lo que el individuo operatorio que la ejerce consiga como consecuencia de la ejecución de tales ejercicios y operaciones. Es una libertad operatoria. En este sentido, los logros de la libertad dativa que ejerce un individuo son siempre logros adquiridos como consecuencia de la ablación de la libertad dativa de otros individuos, que disputan por logros afines o comunes. Quien pierde la vida por conseguir un logro determinado adquiere, por supuesto negativamente, una libertad dativa que es igual a cero, desde el momento en que se sitúa en el grado máximo de impotencia: la imposibilidad de vivir. Este desenlace determina la libertad de casi todos los personajes de La Celestina

El asesinato de la protagonista a manos de sus supuestos colaboradores o cómplices, el ajusticiamiento, casi popular, de Pármeno y Sempronio, la muerte accidental y decisiva de Calisto, completamente antiheroica, y el suicidio racional, con ribetes de estoicismo, de la propia Melibea, son un despliegue de situaciones letales que sitúan a cada uno de los personajes en una posición de impotencia absoluta y de completa nulidad en cuanto a los logros y pretensiones derivados de su ejercicio de libertad. Lo único que consiguen es verse abocados a la muerte. Sólo se encuentran con razones que los excluyen políticamente del mundo de los vivos, esto es, se ven enfrentados a un logos que los expulsa de la sociedad política dentro de la cual se les permitió actuar, ejerciendo una libertad meramente genitiva o primaria. El ejercicio de su libertad dativa les conduce a perecer a través de un repertorio de formas nada casuales: Celestina, a manos de rufianes, de forma ilegal; Pármeno y Sempronio, como delincuentes, mueren ejecutados bajo la ley y la justicia, conforme a Derecho; Calisto, en su ociosidad clandestina, fallece calamitosamente como consecuencia accidental de su torpeza y la de los suyos; Melibea, privada de honor público y social, y arropada en la dignidad de una suerte de stoa tan personal como subjetiva, opta por el suicidio, confiando a una voluntariosa muerte sus últimas potencias vitales. Se trata, pues, como he indicado, de una libertad operatoria, que naturalmente requiere las operaciones de un sujeto y que se da siempre materializada y exteriorizada en las acciones de ese sujeto operatorio.

En cuarto lugar, ha de advertirse que la libertad dativa es una libertad muy condicionada, desde el momento en que el sujeto operatorio ha de tener en cuenta numerosos factores, condiciones y circunstancias para llevar a cabo su acción. Y es precisamente la combinación de estos factores, condiciones y circunstancias la que, en relación dialéctica con las operaciones del propio sujeto, ejerce una función ablativa respecto a sus formas de conducta y posibilidades dativas. Tales factores abarcan desde sus propias capacidades individuales hasta las múltiples barreras socio-políticas con que habrá de contar para hacer que triunfen sus intereses personales. La libertad (dativa) de Celestina tropieza, y perece, ante la libertad (genitiva) de Pármeno y Sempronio, que, más fuertes físicamente que ella, la matan ante la impotencia de Elicia, que carece de libertad de acción para evitar el crimen. Lo único que Elicia puede hacer es gritar e invocar a la justicia política para que prenda a los asesinos, y los ejecute. Pero no ha podido evitar el crimen. A su vez, la libertad (dativa) de Calisto se orienta a lograr el cuerpo de Melibea, sirviéndose de su dinero como único medio y poder (libertad genitiva), superando inicialmente los obstáculos que se plantean (libertad ablativa), y que sin embargo acabarán poco después por hacerle perecer[7]. Elicia y Areúsa dispondrán que los hechos provoquen en Calisto un accidente mortal, aunque no exactamente de la forma en que ellas los habían previsto. La libertad (dativa) de Melibea, orientada a la consecución del gozo de Calisto, se ve cercenada por la muerte lamentable y pública de su amante, así como por el descubrimiento ignominioso de unas relaciones secretas y prohibidas. Melibea no ha conseguido nada en el ejercicio de su libertad (dativa). Su única salida es la supresión de sí misma, no sólo como ser humano político (privación de vida pública, posible reclusión en un convento, etc.), sino como ser humano físico (privación voluntaria y consciente de vida biológica: suicidio).

En quinto lugar, como se habrá observado, la libertad dativa, se desenvuelve dialécticamente en los ámbitos de la ética (preservación o no de la vida del individuo) y de la moral (supervivencia o extinción del gremio), y siempre frente al dominio de la moral objetivada en el Estado, esto es, del Derecho, siendo el Estado, como en efecto lo es, el gremio más poderoso, desde el punto de vista político, jurídico y militar o policial. Por esta razón, el Estado siempre está en condiciones, en circunstancias, de ejercer la libertad ablativa —otra cosa es que renuncie a hacerlo—, es decir, la ablación de la libertad de los grupos (moral gremial) y de los individuos (ética personal) que actúan en su seno, dentro de su sociedad política (o contra ella).

En conclusión, la existencia o no de libertad dependerá esencialmente —casi podríamos decir dativamente— del resultado final del proceso. Hablar de libertad dativa, de libertad en términos subjetivos, previamente a la finalización del plan de actuación, será incurrir en idealismo, en pura metafísica. Es incurrir, como advierte Bueno, en la falacia de la petición de principio, porque la libertad no se da al margen de causas, determinaciones y consecuencias, es decir, no se da sin circunstancias cercenadoras, esto es, sin ablaciones. El Estado objetiva la libertad dativa de gremios y de individuos ajustándola a un ordenamiento jurídico, salvaguardado por la violencia de la guerra, mediante el ejército, frente a otros Estados, y por la imposición de la paz, mediante un sistema policial, frente a gremios e individuos que pretendan desacatarlo. Lo contrario de la libertad no es la esclavitud, sino la impotencia. No hay libertad sin causas (Bueno, 1996).



Conclusión

La idea de libertad que sostiene la Crítica de la razón literaria se sintetiza en esta máxima: libertad es lo que los demás nos dejan hacer.

Considerada desde este punto de vista, La Celestina es una obra que nos sitúa ante los conflictos de la libertad del subsuelo, es decir, de la libertad desarrollada en un mundo infranormativo, en una sociedad gentilicia que pretende sustraerse a las normas de un Estado o sociedad política[8]. Celestina / Melibea, Celestina / Sempronio y Pármeno, Calisto y Melibea / Elicia y Areúsa, disputarán siempre, implícita o explícitamente, cada uno de ellos, por la consecución de sus propios intereses, pero siempre al margen de las normas oficiales de la sociedad política en la que no pueden —o mejor, no deberían nunca— olvidar que viven. El fracaso de estos personajes viene dado porque no son capaces de interpretar, ni de ejercer, la libertad en un contexto normativo, y siempre la ejercen e interpretan en situaciones personales (autológicas) o gremiales (dialógicas), en las que las normas se limitan, respectivamente, a las intenciones del yo (Celestina a solas, tras conseguir las riquezas de su cliente satisfecho), o a las intenciones del nosotros (Celestina, Sempronio, Pármeno: antes de lograr los dones de Calisto). 

En este sentido, la pregunta que puede hacerse, por ejemplo, a los personajes de una obra como el Quijote sería ésta: «¿cómo es posible hacer triunfar la libertad humana en un mundo absolutamente normativizado en una sociedad política o Estado?», mientras que a los personajes de La Celestina la misma pregunta debe formularse en los siguientes términos: «¿cómo podéis hacer triunfar vuestra libertad en un mundo cuya existencia se sustrae absolutamente a las normas de una sociedad política?» Ni en el Quijote ni en La Celestina intervienen los dioses, ni otras fuerzas metafísicas o trascendentes, con el fin de «ordenar» la interpretación de los acontecimientos. El logos es, en una y otra obra, secular y laico. Pero en el Quijote ese mismo logos es estatalista, de modo que la ablación de las libertades compete y corresponde al Estado, mientras que en La Celestina ese logos es naturalista, por lo que cualquier ablación de las libertades gremiales o individuales será siempre interpretada desde una suerte de fortuna regida por la naturaleza, esto es, desde una suerte de natura naturata, si se quiere utilizar la terminología de Bruno. En el Quijote, la dialéctica es estatal, y objetivable en las leyes positivas; en La Celestina, la dialéctica es de corte naturalista, y sensible a través de un azar que, sin embargo, sólo cobra sentido en el seno de un logos igualmente político.

Esto es así, en primer lugar, porque toda libertad es reiterativamente genitiva, ya que el sujeto, sea un individuo, un gremio o un Estado, desea incrementar de forma constante sus potencias, facultades y voliciones para consolidarse y perseverar en su existencia. En segundo lugar, porque todo ejercicio de libertad tiende a ser reflexivamente dativo, desde el momento en que es el sujeto —insisto, como persona (yo) o como institución gregaria (Estado, Iglesia, organización financiera, mafiosa o terrorista, etc.)— quien, de forma permanente, actúa para convertirse en destinatario final de los beneficios resultantes de los actos por él generados y ejecutados. Y en tercer lugar, porque todo sujeto que pretende ser y actuar libremente desea suprimir, por completo, todos los obstáculos que materialmente le impidan desarrollar su libertad personal (genitiva) y obtener de ella los mejores resultados finales (libertad dativa); es decir, pretende suprimir las ablaciones o limitaciones que le impongan circunstancial o contextualmente cualesquiera otros sujetos operatorios (libertad ablativa). Todo sujeto operatorio se orienta hacia la supresión de la libertad ablativa que, procedente de otros sujetos o agentes operatorios que se encuentran en competencia con él, tratan de limitar y cercenar sus posibilidades de expansión y beneficio, de poder y control (esto es, sus libertades genitiva y dativa). 

El objetivo del déspota, del dictador político, del depredador salvaje, será, pues, suprimir toda posibilidad de libertad ablativa, negar toda dependencia o determinación exterior, asegurarse la inmunidad de su depredación, tanto en el seno de la vida salvaje como desde el interior de las estructuras políticas de un Estado. Sea como sea, la libertad ablativa nula es un imposible metafísico, desde el momento en que aceptar algo así supondría la supresión de toda causalidad, sin la cual es inconcebible no sólo la idea de libertad en sí, sino también cualquier contexto en que ésta pueda manifestarse, es decir, cualquier posibilidad de declinación en hechos concretos. He insistido en que de ningún modo cabe hablar de libertad desde una perspectiva acausalista. La causalidad se manifiesta sobre todo —pero en absoluto de forma exclusiva— en el caso de la libertad ablativa.

Para Gustavo Bueno (1996), la libertad humana debe interpretarse por relación al eje circular (humano, personal, operatorio) del espacio antropológico, y al margen de las inflexiones que puedan remitirnos a los ejes radial (cósmico, la naturaleza) y angular (religioso, la teología). De la naturaleza se rechaza tanto el acausalismo idealista como el determinismo fatalista, y de la teología se niega, por fideísta e irracional, cualquier forma de intervención metafísica procedente de un trasmundo habitado por dioses o númenes. El valor moral de la idea de libertad no puede extraerse de conceptos de tipo natural o religioso, sino de supuestos materiales, dados en la Historia, la política y la sociedad, y que, como parámetros funcionales, habrá que identificar en cada caso minuciosamente. Hay que liberarse de los hábitos de explicación metafísica, que confunden constantemente el razonamiento moral (confesional) con el razonamiento material (causal). Las explicaciones metafísicas y teológicas dan lugar a la falacia moralista.

La libertad no se opone al determinismo. Ésa es una falsa dialéctica. Libertad se opone a impotencia, no a determinismo. Por otro lado, la libertad no es incompatible con la causalidad. Ésa es una falsa antinomia. Los falsos problemas exigen soluciones también falsas. Libertad y causalidad son conceptos conjugados o entretejidos, de tal modo que uno espolea al otro, y ambos evolucionan de forma sucesiva y alternativa, coordinada. Por eso libertad se opone a impotencia, porque la impotencia es precisamente la incapacidad de causar, y no se opone a determinismo, ya que al margen del determinismo no cabe hablar de causalidad. Lo que debe quedar muy claro es que el determinismo nunca es metafísico, sino material. La causa no es Dios, sino la realidad material en que vivimos.

Las acciones causales brotan de las personas (eje circular), es decir, de la libertad genitiva de cada yo, y tienen lugar siempre en un contexto circular, en el que aparecen enfrentadas a otras personas o sociedades de personas (libertad ablativa), en una lucha por el poder (libertad dativa) para controlarse mutuamente. Todo esto significa que el mundo, en sus componentes radiales (cósmicos o naturales) y angulares (religiosos o teológicos), no está previsto al margen de la idea de libertad elaborada por los seres humanos, es decir, con independencia de las posibilidades materiales del eje circular o humano. Dicho de otro modo: los hechos naturales y los hechos religiosos, en la medida en que el ser humano progresa en el ejercicio de su libertad (genitiva, dativa y ablativa), es decir, de sus conocimientos, potencias y voliciones, están cada vez más sofísticamente controlados: controlados por los seres humanos. De hecho, los fenómenos religiosos son siempre obra de seres humanos, quienes —diríamos— los controlan «entre bastidores», de modo que es imposible concebirlos como Opus Dei; mientras que los fenómenos naturales, siendo obra de la naturaleza (Opus Naturae), ofrecen una causalidad cuya materialización es, con frecuencia, perfectamente escrutable por las ciencias categoriales (Opus Hominis).

La idea de causalidad, lejos de comprometer la posibilidad de la libertad, la hace factible. En un mundo indeterminista, acausal, no tiene sentido hablar de acciones ni de operaciones prolépticas, y aún menos de libertad genitiva, en la que las potencias, voliciones y facultades del yo han de reaccionar frente a numerosos estímulos y causas. Si la libertad posee materialmente un antónimo que la dialéctica pueda identificar formalmente, éste será, o bien la impotencia, que nos remite a una entropía cero, o bien el determinismo histórico —no el cósmico ni el teológico—, que se presenta ante la libertad como una rémora o lastre derivado de situaciones pretéritas, cuya fuerza o poder aún perdura, como libertad ablativa, ante las fuerzas y pretensiones de nuevos seres humanos o sujetos operatorios, es decir, respectivamente, ante sus libertades genitiva y dativa. Las prolepsis de nuestros antepasados, cristalizadas en nuestro presente como sistemas de normas objetivadas, determinan, o incluso cercenan, cualquier forma de progreso que muestre disidencias respecto a ellas. En este punto, cabe advertir que no hay nada más conservador que la educación, cuyo discurso trata de perpetuar valores y referentes preexistentes. De hecho, nada hay más conservador en cualquier sociedad civilizada que su cuerpo de profesores.

La libertad nunca es una libertad acausal de elección. Nunca elegimos ni actuamos al margen de condicionamientos, coacciones, limitaciones y agentes diversos. Hablar de libertad sin condiciones causales es pura ficción. La causalidad es lo que vincula los actos libres con sus resultados, así como con la persona que los ejecuta. No hay libertad sin causalidad. La persona libre es la causa principal de los actos que la constituyen como tal persona. La libertad genitiva insiste sobre todo en la libertad como acto, mientras que la libertad dativa y ablativa insisten respectivamente en la libertad como proceso y como resultado. En suma, como ha señalado Gustavo Bueno, la libertad sólo se abre camino a través de la lucha.

 

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NOTAS

[1] Es el sentido que trataría de expresar el tópico de que «la libertad de cada uno termina donde empieza la libertad del otro». Frase que así expresada resulta de una ambigüedad esterilizante, porque lo que de veras resulta importante y decisivo es saber precisamente en qué punto termina «mi libertad» y hasta qué punto se extiende «la tuya». Estos límites sólo se dirimen en un enfrentamiento.

[2] So capa de tópico literario medieval, codificado en las trovas provenzales, pasó impune esta declaración hasta caer en los ojos de los censores inquisitoriales de 1640, quienes sí se tomaron en serio la licencia poética tardomedieval.

[3] Irónicamente se advierte que lo único que tienen en común los diferentes credos religiosos, e incluso los ateos, como grupo negativamente considerado, es en estar seguros y de acuerdo en que Celestina es bruja y alcahueta, entre otros menesteres: «Gentiles, judíos, cristianos y moros; todos en esta concordia están» (Rojas, 1499/2001: I, 39). Lo mismo cabe decir de las visitas de Calisto a la iglesia a fin de oír misa, y rogar a dios porque Celestina, «cliéntula» del diablo, logre con embustes el «amor» de Melibea: «Agora lo creo, que tañen a misa. Daca mis ropas. Iré a la Madalena; rogaré a Dios aderece a Celestina y ponga en corazón a Melibea de mi remedio» (Rojas, 1499/2001: 196).

[4] La parodia del código religioso es manifiesta en lugares puntuales de La Celestina. Así ocurre cuando Calisto despide a Sempronio, que sale a contratar los servicios de la alcahueta: «Y contigo vaya. ¡Oh todopoderoso, perdurable Dios, tú que guías los perdidos y los reyes orientales por el estrella precedente a Betlén trujiste trujiste y en su patria los redujiste, humildemente te ruego que guíes a mi Sempronio, en manera que convierta mi pena y tristeza en gozo, y yo, indigno, merezca venir en el deseado fin!» (Rojas, 1499/2001: I, 48).

[5] En relación con la idea de libertad, no puede soslayarse la importancia que adquiere el personaje nihilista, alguien que por su condición y naturaleza no puede ser ni sincero ni inocente (Maestro, 2001).

[6] No muy distinta será la conducta de Sempronio, quien no tardará en someterse por entero a Celestina, al declararle «haz a tu voluntad, que no será éste el primero negocio que has tomado a cargo» (Rojas, 1499/2001: III, 98).

[7] Calisto, Celestina y Pleberio tienen en común suponer que «todo lo puede el dinero» (Rojas, 1499/2001: III, 102). Naturalmente, fracasan, ya que el dinero, medida de todas las cosas, no es ajeno a la dialéctica que determina su pérdida o su ganancia, por supuesto, mediante la lucha por el poder para controlar a los demás.

[8] Las referencias y delaciones de este secretismo en el ejercicio de la libertad de cuantos personajes pueblan la obra es muy pertinaz. Baste citar la declaración de Lucrecia, al constatar el interés de Melibea por las visitas furtivas de Celestina: «Secretamente quiere [Melibea] que venga Celestina. Fraude hay» (Rojas, 1499/2001: IV, 134).






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «La libertad humana según La Celestina de Fernando de Rojas», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 2.7), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



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La libertad humana según La Celestina de Fernando de Rojas