IV, 2.28 - La dialéctica en El licenciado Vidriera de Miguel de Cervantes

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





La dialéctica en El licenciado Vidriera de Miguel de Cervantes[1]


Referencia IV, 2.28


La dialéctica es la parte más valiosa de la filosofía. Porque no se debe pensar que sea la dialéctica un instrumento del filósofo o que sea un sistema de puros teoremas y reglas. La dialéctica trata sobre enseres y trata los seres como si fuesen materia.

Plotino (Enéadas, I, iii, 20).


 

Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro

Como casi todos los referentes cervantinos, este personaje, protagonista de la novela a la que da nombre uno de sus nombres, se nos presenta desde varios apelativos formales: Tomás Rodaja, licenciado Vidriera y Tomás Rueda. La crítica ha interpretado con detalle, y con acierto, el contenido semántico de tales nominaciones. Sin embargo, y una vez más, lo importante en estos casos no es tanto, con serlo mucho, el sentido que cada nominación tributa al individuo, cuanto el hecho de que la objetividad del personaje se fragmenta creativamente en manos del autor, y se diluye interpretativamente ante los métodos que utiliza cada crítico literario. El lector se enfrenta a una objetividad virtual, a una materia en perpetua transformación: rodaja, vidrio, rueda... Ésta es probablemente la novela más dialéctica que ha escrito Cervantes. Y lo es gracias a la esencia de su personaje, que oscila —o rueda— incesantemente, sin posibilidad de lograr una síntesis, entre múltiples dualismos que se manifiestan a lo largo de su trayectoria vital, circular y dialéctica.



Fábula y dialéctica

Esta novela es una suma dialéctica de materiales dinámicos enfrentados. De materiales, pero no de formas. Lo cual constituye uno de los más graves y esenciales contrastes del relato, porque instaura precisamente una dialéctica fundamental e inmanente, una antífrasis específica, entre la semántica de los contenidos narrativos y la sintaxis de su formalización literaria. Las formas literarias son aquí depositarias de contenidos materiales que resultan incompatibles entre sí (cordura / locura, vulgaridad / ingenio, religioso / profano, armas / letras, razón / irracionalismo...), y que sólo cabe asumir alternativamente en la realidad verosímil de un personaje como este licenciado Rodaja-Vidriera-Rueda. 

Las formas literarias expresan linealmente contenidos circulares. Es decir, por un lado, las formas literarias se exponen adecuándose a un orden cronológico, sucesivo, rectilíneo, a lo largo del tiempo de una historia inalterable —no hay una sola analepsis (que los anglosajones llaman flash-back), no hay regresos, el relato no admite comienzos ni episodios in medias res—, que da cuenta de segmentos completos de la vida del licenciado, desde sus once años hasta su muerte en edad madura como militar lustroso. 

Sin embargo, por otro lado, los contenidos materiales y referentes objetivos de estas formas literarias, tan lineales y naturales en su dispositio, remiten a una inventio llena de yuxtaposiciones, alternativas y contracciones, un conjunto de sístoles y diástoles que hacen posible el avance de la narración a cambio de determinarla dialécticamente hasta el final, sin permitir en ningún momento una síntesis estable entre ninguno de los polos en conflicto. 

La locura no es compatible con la razón, sino con el chiste bobo y manido que imita o refleja cierto moralismo de época, bastante pobre y arquetípico, cuando no agresivo; las armas ya no son compatibles con las letras, porque la disolución de los ideales renacentistas ha exigido la subordinación —como igualmente se advierte en el Quijote (I, 37-38)— de la vigencia de las leyes a la fuerza de la milicia, de tal modo que la ley sólo existe como tal en la medida en que un ejército lo permite y la defiende, por supuesto con violencia (exactamente igual que en nuestros días); el individuo es incompatible con la sociedad que ríe sus locuras o se burla de ellas, obligándole a aislarse anómicamente, y planteando con gravedad el conflicto entre la moral y la ética, esto es, entre las normas del grupo y las condiciones mínimas que un individuo necesita para sobrevivir; finalmente, lo religioso es incompatible con lo profano, porque la experiencia de la religión exige la presencia de númenes reales, dotados de realidad física y capaces de confirmar empíricamente la vivencia religiosa que inspiran, pero de ningún modo dioses que, aún declarándose personales, son irreales (porque carecen de atributos concretos), y se objetivan sólo a través de referentes morales, políticos y psicológicos, elaborados e institucionalizados por seres humanos, que hacen de lo sagrado un objeto profanable, es decir, que convierten a la religión en una mitología (para el consumidor o creyente) y en una antropología (para el intérprete o científico).

Generalmente se interpreta el personaje protagonista de El licenciado Vidriera reduciéndolo a los referentes objetivos de tres formas literarias, ya apuntadas: rodaja, vidriera y rueda. Esta interpretación, semánticamente satisfactoria, es en sí misma insuficiente, porque aísla al personaje de su vinculación sintáctica en la gramática de la novela, y porque además no considera dialécticamente la realidad que motiva, transforma y explica cada uno de estos tres estados. El esquema inicial, tripartito y semántico, debe situarse en un esquema funcional y narrativo, el que objetiva la propia novela en su discurso, y que resulta dialéctico, semiótico y pentagramático, desde el momento en que da cuenta de las yuxtaposiciones e incompatibilidades de los elementos que afectan al protagonista (no se limita a enumerarlos, sino a relacionarlos conflictivamente), se desenvuelve en los tres ejes semiológicos del espacio literario (sintaxis, semántica y pragmática, y no sólo en uno de ellos), y exige para su articulación y comprensión cinco líneas o referentes esenciales en la constitución de la novela. He aquí el pentagrama en el que Cervantes compone la línea melódica y el círculo armónico de los hechos narrados dialécticamente en El licenciado Vidriera:


1. Sueño...................................................................................
................................................ 2. Rodaja................................
3. Locura Vítrea.................................................... 3. Vidriera
................................................ 4. Rueda.................................
5. Muerte.................................................................................


 

El despertar de un sueño nihilista

Conocemos el personaje al despertarlo. Y confirmamos que nada sabemos de él, ni él quiere saber de sí mismo. Nace de un sueño antes del cual no hay nada: ni padres, ni lugares, ni recuerdos[2]. De este modo se incorpora hacia la vida desde la nada, hacia su propia novela, diríamos, biografía de lo más sustancioso de una trayectoria vital que se nos transmite a través del discurso de un sofisticado narrador. El único saber que manifiesta y comunica esta criatura de acaso 11 años es el que se refiere a sus intenciones —ser reconocido por sus estudios— y a su nombre —Tomás Rodaja—.



Tomás Rodaja

El narrador presenta a Tomás Rodaja como estudiante en Salamanca, y aduce algunas notas intensivas que revelan, en primer lugar, cómo se nos muestra Rodaja, y, en segundo lugar, cómo quiere el narrador que percibamos a su personaje: mostró un «raro ingenio», y de nuevo fue «famoso en la universidad, por su buen ingenio y notable habilidad», de manera que «de todo género de gentes era estimado y querido»; «su principal estudio fue de leyes, pero en lo que más se mostraba era en letras humanas», y «tenía tan felice memoria, que era cosa de espanto; e ilustrábala tanto con su buen entendimiento, que no era menos famoso por él que por ella» (267). Es decir, el lector se encuentra ante un personaje de cualidades singulares y sobresalientes, de todos conocido en la universidad y de todos bienquisto. Sus habilidades son intelectuales, y despuntan por los límites de la inteligencia y la memoria. El adolescente voluntariamente amnésico es ahora un joven espontáneamente hipermnésico. He aquí una de las primeras expresiones y movimientos dialécticos del personaje. El narrador dispone al lector a ponderar el «raro ingenio» y el «buen entendimiento» de Tomás, de modo que de tales cualidades grandes mercedes se esperen. Estemos atentos, pues, a los frutos de ese «buen entendimiento», por si nos decepcionara.

En este contexto, como estudiante, y en su viaje de regreso de Málaga a Salamanca, tiene lugar el encuentro con Diego de Valdivia, el militar cuya apariencia y discurso seducen a Rodaja hasta el punto de hacerle viajar miliciosamente a Italia y a Flandes, con un itinerario en el que se amalgaman lo turístico, lo religioso y lo militar. Tomás pone una cláusula, que ya no reiterará al final de la novela cuando de forma definitiva se aliste en el ejército, y es que ahora acompañará a la milicia con «condición, que no se había de sentar debajo de bandera ni poner en lista de soldado, por no obligarse a seguir su bandera» (269). Acompaña al ejército sin alistarse en él. Y entre tanto, será protagonista de un viaje ocioso y religioso, por algunas de las más importantes ciudades de Italia, prontuario ideal de la toponimia renacentista[3]

Con todo, Rodaja ha demostrado varias cosas. En primer lugar, su capacidad para dejarse seducir por las palabras, no por los hechos. Simplemente le atrae la vida que le describe Valdivia. En segundo lugar, da muestras de cierto puntillismo personal, al querer más «ir suelto que obligado» con la milicia, lo que provoca el comentario de don Diego, al calificar a la suya de «conciencia tan escrupulosa», más propia de cura que de soldado. Y no cabe afirmar que el personaje protagonista de la novela es incompatible con cualesquiera grupos humanos, porque como Rodaja se integra por entero en la vida de los estudiantes universitarios, y como Rueda, incapaz de vivir en la corte y de ejercer como letrado, se alista en el ejército con todas las consecuencias, incluidas las de la fama y el éxito profesionales, según reza el final de la novela. En todo caso, sería más coherente afirmar que, como Rodaja, es un estudiante que convive con todos los estudiantes, bien conocido y querido por ellos, si bien se preserva de la milicia, aunque conviva con ella puntualmente; como Vidriera, es insoluble en la sociedad, si bien por razones patológicas; y como Rueda, no logra superar las condiciones adversas que le impiden ejercer de letrado en la corte, de modo que al fin sólo muestra ser compatible con el ejercicio de las armas. Nuestro personaje no es un misántropo, sino un dialéctico patológico; como individuo incompatible con la sociedad, sólo puede vivir dentro de un gremio, que serán tres: los estudiantes, los locos y los militares. La Universidad, el manicomio y el cuartel.

El encuentro con la milicia sirve al principio de la novela para poder servir al final de ella como un desenlace posible, dialéctico sin síntesis y definitivo sin explicaciones detalladas. El viaje por Italia del estudiante, aún no licenciado, Tomás Rodaja, es una rapsodia de tópicos: culturilla socio-popular, fetichismo religioso y ociosidad acrítica, esto es, un flâneur aurisecular. No así la rapsodia del narrador, como tendremos ocasión de comprobar cuando más adelante volvamos sobre la cuestión religiosa en El licenciado Vidriera. Su paso por la geografía de Flandes se reduce a una brevísima diégesis, cegada a la percepción del lector, pues el narrador no la detalla: concluye, sin otras explicaciones, en que «habiendo cumplido con el deseo que le movió a ver lo que había visto, determinó volverse a España y a Salamanca a acabar sus estudios […] hasta graduarse de licenciado en leyes» (275).


 

Locura vítrea

Licenciado en Leyes Tomás, llega a la ciudad una prostituta de categoría, viajera y desenvuelta, «dama de todo rumbo y manejo»[4] (275). Inducido por los demás, Tomás la visita sólo «por ver si la conocía», pues al parecer habría estado la dama por Italia y Flandes. De esta «visita y vista quedó ella enamorada de Tomás. Y él sin echar de ver en ello, si no era por fuerza y llevado de otros, no quería entrar en su casa. Finalmente, ella le descubrió su voluntad y le ofreció su hacienda. Pero como él atendía más a sus libros que a otros pasatiempos, en ninguna manera respondía al gusto de la señora» (276). La imagen que aquí se nos transmite de Tomás es la de un ingenuo deseado eróticamente por una prostituta de alto standing. Su ingenuidad, que no su desdén, prospera sorprendentemente por encima de las pretensiones de la dama, y ésta decide acudir a los hechizos de una morisca para conseguir el amor de un incauto que se le resiste acaso sin saberlo. Las consecuencias son tan públicas como materiales: Tomás sobrevive a una suerte de curioso «envenenamiento» o intoxicación del que se recupera al cabo de seis meses, y tras el cual, como secuela, padece de locura vítrea. El eje fundamental de la acción narrativa de El licenciado Vidriera se basa en este encuentro con la cortesana.

Lo que sucede con el licenciado desde este momento es el resultado de una combinación dialéctica insoluble entre los términos de la locura y de la cordura. Ni el propio narrador es capaz de sustraerse a esta insolubilidad, que funciona ahora como dualismo motriz de la acción:


Y aunque le hicieron los remedios posibles, solo sanaron la enfermedad del cuerpo, pero no de lo del entendimiento, porque quedó sano, y loco de la más estraña locura que entre las locuras hasta entonces se había visto. Imaginóse el desdichado que era todo hecho de vidrio, y, con esta imaginación, cuando alguno se llegaba a él, daba terribles voces pidiendo y suplicando, con palabras y razones concertadas, que no se le acercase, porque le quebrarían, que real y verdaderamente él no era como los otros hombres, que todo era de vidrio de pies a cabeza (277).


Es decir, es un «loco» que habla «con palabras y razones concertadas». Cervantes puede frisar la inverosimilitud, pero nunca es irracional. Sus personajes pueden perder la cordura, pero no la razón. De varias maneras, su racionalismo es compatible, siempre dialécticamente, con la locura. El licenciado Vidriera parece haber exteriorizado ahora, materialmente, algunas cualidades idiosincrásicas que hasta el momento han permanecido en los límites de su forma de ser y de actuar. Su carácter siempre fue sutil, delicado, escrupuloso. Esa sutilidad y delicadeza parecen haber cobrado ahora, desde la escrupulosidad de su conciencia —recordemos las palabras iniciales de Diego de Valdivia[5]—, corporeidad material[6]. Sin duda se trata de un superferolítico. 

De todos modos, ¿cuáles son los contenidos materiales de su locura?, y ¿cuáles sus formas expresión? Vayamos por partes.

Comienzo por las formas que caracterizan la expresión de la locura del licenciado Vidriera. En este sentido, disponemos de dos fuentes de información: el narrador y el propio personaje. El narrador está empeñado en atribuir al personaje un ingenio y una agudeza que al lector le cuesta apreciar cuando presta atención a lo que realmente dice el licenciado Vidriera. Dice el narrador que «le preguntaron muchas y difíciles cosas, a las cuales respondió espontáneamente con grandísima agudeza de ingenio; cosa que causó admiración a los más letrados de la universidad, y a los profesores de la medicina y filosofía» (277). Bueno. Si el narrador dijera esto después de que el lector hubiera examinado las preguntas a las que responde Vidriera, sin duda confirmaría, con seguridad, que, o bien el narrador miente, o bien sobrevalora la agudeza de ingenio del licenciado, así como la dificultad de las preguntas que le hacen, dado que tanto la una como la otra son expresiones de tópicos, chistes fáciles, agresiones misóginas, alguna punzada antisemita (que no podía faltar en la corrección política del Siglo de Oro), burlas contra ciertos prototipos sociales y profesionales, y otras boberías más o menos simpáticas, cuya procacidad y descaro sólo se permiten en un chiflado de pueblo o de corte, que ambas cosas tiende a ser Vidriera en el tiempo en que se prolonga su locura. 

Sin embargo, el narrador no elogia el ingenio de Vidriera al final de la novela, sino al principio, de modo que de esta manera expone un imperativo que compromete y coacciona la atención del lector, el cual tenderá a percibir las declaraciones del pobre loco como el discurso de un hombre brillante, genial y superior, a quien la locura habría iluminado una dimensión egregia de su personalidad a costa de esterilizar otras. Es una lectura romántica, que deja indudablemente posos contemporáneos. El narrador no es un ingenuo, y por eso, antes de dejar a hablar por sí sólo a Vidriera, y que el lector descubra el topicazo que contienen sus palabras y ordinarieces morales, encabeza cualquier intervención aseverando que su ingenio causó admiración en «los más letrados de la universidad, y a los profesores de la medicina y filosofía». No cabe mayor burla a un claustro universitario[7]. Si una Academia se admira de las simplezas de Vidriera, ¿qué cabe esperar de los conocimientos que puedan exhibir los profesionales de tal institución? Una respuesta bien visible es la ironía cervantina. Vidriera no es un loco ingenioso, sino un ácido deslenguado aquejado de demencia vítrea, acaso debida a la ingestión de sustancias tóxicas, cuyas consecuencias traumáticas han derivado en los desequilibrios que se nos cuentan.

Veamos ahora cuáles son los contenidos materiales de su locura, es decir, los referentes objetivos a los que aluden formalmente sus palabras tópicas y pobremente ingeniosas[8]. Sus cuatro primeros chistes son agresivamente misóginos. El quinto es la denuncia pública de un converso directamente apelado, frente a otro «de los que siempre blasonan de cristianos viejos» (280), según palabras del narrador, que parece distanciarse aquí del lenguaje de Vidriera. A continuación tiene lugar una sarta de declaraciones sentenciosas, librescas, latinas, con las que el personaje trata de revestir el palimpsesto de su supuesta agudeza. La ociosidad de la corte vallisoletana ríe sus «gracias». El discurso mordaz avanza ahora tomando como material una serie de arquetipos sociales definitorios de la época, en una mezcla de costumbrismo, moralina y tópico metaliterario: poetas, libreros, pintores, sodomitas, taberneros, zapateros, mozos de mulas, carreteros, boticarios, médicos, jueces, un petulante pseudolicenciado, banqueros, pasteleros, titereros, etc. Los límites de su discurso, lejos del ingenio y la originalidad de una locura singular, son los límites del chiste y la moralina característicos de la ideología y la sociología de su tiempo. Su perímetro está determinado más por la vulgaridad que por el humanismo.

Con todo, se ha dicho que tres arquetipos se salvan de la crítica del licenciado Vidriera: actores de teatro, curas y escribanos[9]. Y es cierto, pero que se salven de la crítica de Vidriera no quiere decir que se salven de la crítica de Cervantes. Me refiero específicamente a los dos últimos prototipos: clérigos y escribanos.

La mención que Vidriera hace de los comediantes y autores de comedias, es decir, de los actores y directores de las compañías teatrales del Siglo de Oro español, remite más a lo sufrido y servil de su vida profesional que a la satisfacción personal y festiva de su trabajo. Ni una sola palabra del licenciado apela al aplauso posible tributado por el público. Apenas se menciona el «gusto ajeno» al que ha de subordinarse el quehacer de los actores. Finalmente, una secuencia de imágenes arcádicas e idílicas remite a la necesidad e importancia de los cómicos en las repúblicas, al relacionar su actividad laboral con la recreación y el ocio de la vida humana:


También sé decir dellos que en el sudor de su cara ganan su pan, con inllevable trabajo, tomando contino de memoria, hechos perpetuos gitanos de lugar en lugar y de mesón en venta, desvelándose en contentar a otros, porque en el gusto ajeno consiste su bien propio. Tienen más, que con su oficio no engañan a nadie, pues por momentos sacan su mercaduría a pública plaza, al juicio y a la vista de todos. El trabajo de los autores es increíble y su cuidado extraordinario, y han de ganar mucho para que al cabo del año no salgan tan empeñados que les sea forzoso hacer pleito de acreedores. Y con todo esto son necesarios en la república, como lo son las florestas, las alamedas, y las vistas de recreación, y como lo son las cosas que honestamente recrean (292-293).


Estas palabras más son de lástima y de respeto que de exaltación y entusiasmo. En el contexto generalizado de crítica que el licenciado dirige a numerosos prototipos sociales, es indudable que los actores y autores de comedias se retratan aquí sin ironía y con realismo, desde criterios sociales que subrayan lo más lastimoso y materialista de su profesión: han de trabajar mucho y muy duramente para no terminar el año endeudados, viviendo como nómadas agitanados en la obligación de alegrar a los demás, al margen de su propio estado de ánimo, y sin posibilidad de engañar a nadie, pues todo en ellos queda expuesto a la vista y juicio crítico del público. Esta disociación entre actor e hipocresía —«con su oficio no engañan a nadie»—, que etimológicamente resulta por completo paradójica, objetiva con toda seguridad uno de los mayores elogios cervantinos, al afirmar de forma implícita que no son los farsantes profesionales los hipócritas mayores de la sociedad aurisecular. Estamos probablemente ante una de las interpretaciones más humanas y sociales que la obra de Cervantes contiene sobre la vida de los miembros de una compañía teatral del Siglo de Oro[10].

Con todo, estas lastimosas palabras de elogio al teatro, articuladas desde la figura de los actores y autores de comedias, no deben hacernos soslayar lo que apenas unas líneas antes ha dicho el mismo licenciado Vidriera de los titereros, a los que se apela metonímicamente como una parte esencial del teatro en general:


De los titereros decía mil males; decía que era gente vagabunda y que trataba con indecencia de las cosas divinas, porque con las figuras que mostraban en sus retratos[11] volvían la devoción en risa, y que les acontecía envasar en un costal todas o las más figuras del Testamento Viejo y Nuevo, y sentarse sobre él a comer y beber en los bodegones y tabernas. En resolución, decía que se maravillaba de cómo quien podía no les ponía perpetuo silencio en sus retablos, o los desterraba del reino (292).


Si somos fieles al texto cervantino, el elogio de Vidriera al teatro no carece de sombras. Y quede claro que Cervantes no es el que se cree de vidrio. El licenciado habla aquí como un moralista religioso, que, en primer lugar, sitúa el idealismo de la representación teatral en la realidad de la vida de los sujetos que dan vida a las figuras, sobre las cuales, metidas indiscriminadamente «en un costal», se sientan «a comer y beber en los bodegones y tabernas», y, en segundo lugar, promulga una sutil analogía entre titereros y hombres de teatro, dentro de la cual en cierto modo resultan integrables los actores. El discurso de Vidriera es, una vez más, tópico, y da forma objetiva al moralismo aurisecular más religioso y políticamente correcto. Los discursos que el mismo personaje ofrece, sin solución de continuidad, sobre los titereros, primero, y sobre los actores, después, mantienen entre sí relaciones conflictivas y acaso incompatibles. Una vez más la dialéctica determina las relaciones entre los términos por los que discurren los referentes objetivos de la novela.

No menos turbio y sospechoso es el supuesto elogio de los escribanos que brota de la boca del de vidrio, y que arranca en este punto con un declarado descrédito y distanciamiento del vulgo, «las más veces engañado» (295). La exposición de las virtuosas responsabilidades profesionales de los escribanos concluye en la atribución de un crédito más que dudoso. La conclusión irónica disuelve toda posible alabanza de principio, que nace atada a un prejuicio: la limpieza de sangre.


Los escribanos han de ser libres y no esclavos, ni hijos de esclavos; legítimos, no bastardos ni de ninguna mala raza nacidos. Juran, de secreto, fidelidad, y que no harán escritura usuraria; que ni amistad ni enemistad, provecho o daño, les moverá a no hacer su oficio con buena y cristiana conciencia. Pues si este oficio tantas buenas partes requiere, ¿por qué se ha de pensar que de más de veinte mil escribanos que hay en España, se lleve el diablo la cosecha, como si fuesen cepas de su majuelo? No lo quiero creer, ni es bien que ninguno lo crea. Porque, finalmente, digo que es la gente más necesaria que había en las repúblicas bien ordenadas, y que si llevaban demasiados derechos, también hacían demasiados tuertos, que destos dos estremos podía resultar un medio que les hiciese mirar por el virote (295-296)[12].


Más compleja y sui generis es la apología que el licenciado Vidriera hace del cura «gordo» que pasó «por donde él estaba» (297), al tiempo que uno de los presentes hace un comentario sobre el religioso que hiere la sensibilidad del hombre de vidrio.


Pasando acaso un religioso muy gordo por donde él estaba, dijo uno de sus oyentes:
— De ético no se puede mover el padre.
Enojóse Vidriera, y dijo:
— Nadie se olvide de lo que dice el Espíritu Santo: Nolite tangere Cristos meos[13] (298).


El loco Vidriera, tan suelto en procacidades ingeniosas y bromas punzantes, ilustradas de crítica y moralismo admirados, cuando no de misoginia o antisemitismo, se siente indignado porque alguien juega malévolamente con las palabras a propósito de un cura (hético como físicamente tísico o flaco, y ético en el sentido de moralmente bueno). Vidriera pierde aquí todo sentido del humor:


Y subiéndose más en cólera, dijo que mirasen en ello, y verían que de muchos santos que de pocos años a esta parte había canonizado la iglesia y puesto en el número de los bienaventurados ninguno se llamaba el capitán don fulano, ni el secretario don tal de don tales, ni el conde, marqués o duque de tal parte, sino fray Diego, fray Jacinto, fray Raimundo; todos frailes y religiosos. Porque las religiones son los aranjueces del cielo, cuyos frutos de ordinario se ponen en la mesa de Dios (298).


El loco habla aquí como un ofendido defensor de los ministros del Dios católico. Las religiones, es decir, las órdenes religiosas, «son los aranjueces del cielo», diríamos, pues, los amenos lugares terrenales capaces de recrear, o de simular, la dicha y perfección celestiales, o tal vez el camino que a ellas conduce. Hermosísima metáfora. «¡Lástima grande / que no sea verdad tanta belleza!»..., diríamos con Argensola. De cualquier modo, éste es uno de los momentos singulares en que el flemático y escrupuloso licenciado se nos muestra colérico e irritado. ¿Tanto se resiente del equívoco al cura dirigido? Sus palabras se disuelven por el desagüe de una apología de la vida en el seno de las órdenes religiosas, genuino camino de santidad vetado a los laicos, por muy aristocráticas y militares que hayan sido sus vidas. 

Ha querido verse aquí un rasgo erasmista de humorismo o ironía cervantinos, al atribuir a las órdenes religiosas el monopolio de la santidad (Bataillon, 1937/1979: 791; Román, 1993: 45-46). Por mi parte, no vinculo a Erasmo el contenido de estas palabras que Cervantes pone en boca del licenciado Vidriera, sino que las interpreto desde el contexto de las jerarquías eclesiásticas específicas de las religiones terciarias[14]. El catolicismo, como religión terciaria, se orienta estructuralmente a suprimir, en casos extremos, a los especialistas religiosos, pero no mediante la derogación institucional del sacerdocio, sino a través de su generalización e implicación global entre todos los creyentes y adeptos. Es el cuerpo de la Iglesia, concebida como congregación de todos los fieles y socios. Un club al que se puede pertenecer sin ser sacerdote, una agrupación de la que podemos ser miembros de número sin ser necesariamente miembros en posesión de todos los atributos esenciales. «La más amplia Iglesia es la humanidad», dice Unamuno en La fe (Unamuno, 1900/1970: 267). 

De cualquier modo, en las religiones terciarias, los sacerdotes, como especialistas religiosos, siguen actuando como los órganos característicos del cuerpo de la religión, e incluso incrementan, extienden y sofistican sus funciones. Con alguna prioridad se reservan para ellos los puestos de honor póstumo y, sobre todo, de culto, mediante procesos de beatificación y canonización, en modo alguno definitivamente excluyentes. En este mismo espacio humano o eje circular de las religiones terciarias hay que situar todo el tejido social, de fuerza siempre creciente, constituido por las iglesias universales (hoy día incluso en nombre de numinosidades profanas como la solidaridad, la tolerancia, la libertad, los derechos humanos...), y por sus sacerdotes, fieles, proselitistas, misioneros (hoy añadiríamos también a cooperantes, médicos sin fronteras, ecologistas, oenegeístas variados, etc.). Su tendencia es incorporar progresivamente a la humanidad entera, y a ser posible íntegramente. Puedo aceptar ironía cervantina en las palabras de Vidriera, sin duda, mas el referente erasmista no es imprescindible. Cervantes no necesita del roterodamense para ironizar sobre el monopolio que las órdenes religiosas ejercen sobre las creencias humanas, y la organización jerárquica, en el culto de sus ministros y ejecutores. Cervantes está más próximo a Spinoza que a Erasmo, un hecho del que la crítica literaria jamás ha querido percatarse.


 

Tomás Rueda

La curación del licenciado Vidriera supone el nacimiento del licenciado Rueda. Una sofisticación del estudiante Rodaja. Su curación se comunica al lector súbitamente, y se narra de forma sumaria:


Dos años o poco más duró en esta enfermedad, porque un religioso de la orden de San Jerónimo, que tenía gracia y ciencia particular en hacer que los mudos entendiesen y en cierta manera hablasen, y en curar locos, tomó a su cargo de curar a Vidriera, movido de caridad, y le curó y sanó, y volvió a su primer juicio, entendimiento y discurso (299).


El protagonista de la novela representa, pues, el caso de un individuo a quien una prostituta de alto standing vuelve loco y un cura relativamente ordinario vuelve cuerdo. El nombre del cura ni se menciona. El de la meretriz, tampoco. De ella sabemos que era una «dama de todo rumbo y manejo», y de él que «tenía gracia y ciencia» para curar algunas enfermedades. El licenciado Rueda se encamina hacia la corte para ejercer allí de letrado, y «hacerse famoso» por su oficio. Sin embargo, la sociedad que lo admitía burlescamente en su locura ahora no lo tolera impunemente en su cordura. Su discurso en respuesta a la burla que parecen tributarle los habitantes de la corte, siguiéndole por las calles como a un loco incurable, le hace adoptar el tono de la stoa, tan frecuente en los finales de algunas novelas ejemplares, para justificar de este modo el preámbulo al abandono de las letras y la entrega de su vida al nunca narrado ejercicio de las armas:


Señores, soy el licenciado Vidriera, pero no el que solía. Soy ahora el licenciado Rueda; sucesos y desgracias, que acontecen en el mundo por permisión del cielo, me quitaron el juicio, y las misericordias de Dios me le han vuelto. Por las cosas que dicen que dije cuando loco podéis considerar las que diré y haré cuando cuerdo. Yo soy graduado en leyes por Salamanca, adonde estudié con pobreza y adonde llevé segundo en licencias, de do se puede inferir que más la virtud que el favor me dio el grado que tengo. Aquí he venido a este gran mar de la corte para abogar y ganar la vida, pero, si no me dejáis, habré venido a bogar y granjear la muerte. Por amor de Dios, que no hagáis que el seguirme sea perseguirme y que lo que alcancé por loco, que es el sustento, lo pierda por cuerdo. Lo que solíades preguntarme en las plazas, preguntádmelo ahora en mi casa, y veréis que el que os respondía bien, según dicen, de improviso, os responderá mejor de pensado (300).


 

Muerte y milicia


Sin embargo, los triunfos de la locura del licenciado Vidriera desaparecen en el fracaso de su cordura al pretender ejercer su actividad profesional como letrado. Modestia, cordura y oficio de letrado no le reportan sustento. Habrá de dedicarse a la milicia para ganarse la vida y la fama póstuma, cuyos logros, irónicamente, no se relatan ni revelan. La vida en la corte no resulta muy acreditada desde el punto de vista del desenlace de la novela. El protagonista se despide de Madrid con ciertas sutiles maldiciones —«¡Sustentas abundantemente a los truhanes desvergonzados, y matas de hambre a los discretos vergonzosos!»[15]—, y se va a Flandes, con su primitivo amigo don Diego, «donde la vida que había comenzado a eternizar por las letras la acabó de eternizar por las armas, en compañía de su buen amigo el capitán Valdivia, dejando fama, en su muerte, de prudente y valentísimo soldado» (301). La dialéctica entre las letras y las armas parece haberse resuelto aquí a favor de estas últimas, pero sin mayores argumentos. Acaso puede ser ésta la dialéctica más llamativa de la novela, pero no es la única, ni mucho menos. La totalidad del discurso de El licenciado Vidriera se construye sobre un despliegue de términos dialécticos completamente insolubles entre sí.


 

Las múltiples dialécticas de El licenciado Vidriera

La dialéctica es un concepto clave en la interpretación de esta novela[16]. La nota característica es que los términos enfrentados no alcanzan en ningún momento ninguna posibilidad de síntesis. Se trata de una dialéctica irresoluble. Sus términos son incompatibles en una síntesis. La locura es incompatible con la cordura, las letras lo son con las armas, lo religioso lo es con lo profano, la razón lo es frente al irracionalismo, y, en suma, el individuo lo es frente a la sociedad.

Desde la Crítica de la razón literaria se considera que la dialéctica es un proceso de interpretación o codeterminación del significado de un término o idea (A) en su confrontación con otro término o idea antitética (B), pero dado siempre a través de un término o idea correlativa (C) a los dos primeros, el cual codetermina, esto es, organiza y permite reinterpretar, por supuesto en symploké, el significado de tales términos, ideas o conceptos relacionados entre sí de forma racional y lógica, y, de hecho, crítica y dialéctica.


 

Dialéctica de la locura y la cordura

En la obra literaria de Cervantes, la locura puede ser incompatible con la cordura, pero nunca con la razón. Del mismo modo, los narradores cervantinos pueden ofrecernos episodios en algún caso inverosímiles, pero nunca discursos irracionales, ni en los contenidos ni en la forma. Algunos personajes que pueden resultar inverosímiles son siempre convincentes precisamente por el uso que hacen de la razón. Es el caso de la gitanilla Preciosa, por ejemplo, en la novela que lleva su nombre. Don Quijote puede actuar como un loco, pero nunca sin justificar racionalmente su forma sui generis de actuar. Lo mismo puede decirse del licenciado Vidriera. La cordura de Rodaja, primero, y de Rueda, después, es incompatible con la locura de Vidriera. Una y otra se yuxtaponen alternativamente, dialécticamente, confirmando siempre la imagen circular que domina y define la totalidad de la novela (rodaja, rueda, «le acabaron de circundar», «turba a la redonda», etc.). Hay que aceptar que los referentes materiales y objetivos de la locura de Vidriera son los contenidos de la moral, de la sapiencia y del chiste, expresados desde las formas del ingenio y las imposturas de la agresividad. 

La razón sirve a la locura de Vidriera con más éxito incluso que a su cordura. Los personajes patológicos que crea Cervantes, a los que podría llamarse comúnmente locos, disponen siempre de un uso muy sofisticado de la razón. Su racionalismo está muy desarrollado. En cualquier caso, se trata de «locos» cuya razón ha alcanzado un grado de sutilidad y sofisticación singulares. Don Quijote no firma la cédula de cesión de tres pollinos a Sancho porque, o bien escribe Alonso Quijano, y se anula como caballero andante, o bien escribe don Quijote y expide un documento carente de todo valor... Filipo Cañizares, con toda su patología y locura de celos, construye una fortaleza para asegurarse el disfrute personal de un gineceo capaz de resistir un cerco... El licenciado Vidriera encuentra siempre razones que justifican su naturaleza vítrea, y que le exigen preservarse de toda una serie de amenazas y peligros en las relaciones sociales. De hecho, el objetivo funcional de la razón humana es, en el caso de Vidriera, la preservación justificada de su locura. La razón, que sirve a la cordura, y a la formación universitaria, de Rodaja y de Rueda, sirve también, incluso paradójicamente, a la sustentación de la locura de Vidriera. 

No deja de ser irónico que Cervantes sitúe en la cúspide de la licenciatura de Rodaja la pérdida de la cordura que hace posible el nacimiento de Vidriera. De cualquier modo, como se ha dicho, su locura no es singularmente brillante; es, como su cordura, vulgar. El brillo de su locura está más en la forma con que la comunica y expresa el narrador que en sus referentes objetivos y contenidos materiales (misoginia, antisemitismo, chiste obsesivo, mordacidad ingeniosa, implantación descontextualizada de sentencias grecolatinas, moralina vulgar de época, etc.).



Dialéctica de las armas y las letras

La dialéctica de las armas y las letras se ha presentado con frecuencia como una imagen estable en la que se sintetizan las cualidades prototípicas del caballero medieval (Jorge Manrique) o renacentista (Garcilaso). Cervantes ha incorporado célebremente esta —para nosotros— dialéctica en los referentes objetivos de su obra literaria, y también en vivencias decisivas de su vida personal e histórica. En el caso de El licenciado Vidriera, donde están las unas no están las otras. No sólo no comparten espacio, sino que además se disputan al personaje. De hecho, el desenlace de la novela brinda el personaje a las armas, no a las letras. El individuo protagonista no es la síntesis de unas y otras, sino el sujeto alternativo, dialéctico, circular, de las letras yuxtapuestas a las armas. Esta supremacía o triunfo material de las armas sobre las letras no es arbitraria ni casual. Se reitera, si bien desde una formalización diferente, confirmada en las palabras (discurso) más que en la acción (fábula), en el Quijote (I, 37-38).


Es el fin y paradero de las letras […] entender y hacer que las buenas leyes se guarden. Fin por cierto generoso y alto y digno de grande alabanza, pero no de tanta como merece aquel a que las armas atienden, las cuales tienen por objeto y fin la paz, que es el mayor bien que los hombres pueden desear en esta vida […]. Esta paz es el verdadero fin de la guerra, que lo mesmo es decir armas que guerra. Prosupuesta, pues, esta verdad, […] el fin de la guerra es la paz, y […] en esto hace ventaja al fin de las letras... (Quijote I, 37: 443-445).


No voy a atribuir a Cervantes lo que dice don Quijote, ni siquiera lo que el narrador de El licenciado Vidriera nos cuenta que dice Tomás Rueda, pero sí voy a interpretar, desde los presupuestos metodológicos de la Crítica de la razón literaria, las afirmaciones citadas sobre las armas y las letras, que brotan del verbo de don Quijote y de la acción de Rueda, y cuyo artífice es, en ambos casos, Cervantes.

Tanto el Quijote como El licenciado Vidriera sostienen la superioridad de las armas frente a los méritos de las letras, la primera novela, desde el discurso o lexis de don Quijote (I, 37-38), y la segunda, desde la acción o fábula ejecutada por el personaje protagonista[17]. ¿En qué se sustantiva esta superioridad de las armas? En que sólo mediante el ejercicio de las armas, es decir, de la violencia, de la guerra llegado el caso, se puede sostener y asegurar no sólo el cumplimiento de lo que dicen las Letras, esto es, de las Leyes, sino algo mucho más importante y decisivo: la existencia del ordenamiento jurídico de un Estado, cuya preservación garantiza la vida pacificada, que no necesariamente en paz. ¿Acaso no hay violencia en el seno de los Estados pacíficos? ¿Acaso no hay fuerzas policíacas y militares dispuestas a la acción? ¿Acaso en las sociedades pacíficas no se mete en la cárcel a quien ejerce una «violencia» no legalizada por el Estado? Estamos, aquí y en Cervantes, muy lejos de todo pacifismo erasmista. La paz es una ilusión metafísica. Las ideas que sobre las armas y las letras expone Cervantes por boca de don Quijote no son erasmistas, sino aristotélicas. La paz erasmista es una paz evangélica[18]. Una paz teológica. La paz aristotélica es una paz política[19]. La ley no se sostiene materialmente por sí misma. La paz tampoco. ¿Acaso la ONU no dispone de un ejército de «cascos azules» para imponer la paz? Las formas legales no subsisten al margen de una estructura armada que asegure su cumplimiento y ejecute la presión necesaria para que la ley sea respetada por los miembros de una sociedad que, democráticamente o no, se organiza según tales leyes. La ley sólo existe objetivada en un ordenamiento jurídico que se sostiene gracias a la existencia de unas fuerzas armadas. ¿Hay sociedades sin policía o sin ejército? Sí, subordinadas a otras que las dominan. Ni si quiera la iconografía del mítico Paraíso terrenal ha podido sustraerse, en manos de las religiones terciarias, a la eficacia de ángeles y arcángeles que operarían en él como funcionarios divinos y bélicos. Adán y Eva no salieron voluntariamente del Edén. Un ángel los expulsa iconográficamente, si bien el Génesis (3, 17-23) nada indica al respecto[20]. Gustavo Bueno ha interpretado este concepto filosófico de la guerra y la paz en la dialéctica cervantina de las armas y las letras[21]:


Y si Don Quijote no puede ser interpretado desde el pacifismo —que considera a las armas y a la guerra, al modo de Erasmo, como expresión de la irracionalidad del animal humano— es porque las armas, lejos de ser las enemigas de las letras (o de la «cultura», como diría alguna Ministra de la cultura circunscrita), constituyen el fundamento de esta cultura (las armas son ellas mismas cultura) y de estas letras, y en particular, de las letras de los letrados, de las leyes, incluso del Estado de derecho. Y si no existe más que en el papel un Tribunal Internacional de Justicia es debido a que este tribunal carece de las armas indispensables para su servicio; porque las únicas armas con las que podría contar en el presente, serían las armas de las Potencias nucleares y, sobre todo, las armas de los Estados Unidos, que mantienen hoy por hoy «el orden internacional» (consideramos fuera de lugar evaluar este orden como justo o injusto) y que jamás podría estar dispuesto a acatar las sentencias que un tribunal pronunciase en contra suya (Bueno, 2005: 2).


 

Dialéctica de lo religioso y lo profano

¿Cuáles son los contenidos religiosos expresados formalmente en El licenciado Vidriera? Son contenidos relativamente abundantes, si tenemos en cuenta la brevedad de la novela. Las formas que los contienen y transmiten están más próximas a la ironía del narrador que a la referencia aséptica, o a la apología que brota en las razones de la locura, las cuales esgrime el personaje protagonista en diversos momentos. Examinemos tales contenidos a la luz de sus formas literarias.

Los materiales religiosos hacen acto de presencia durante el viaje a Italia de Tomás Rodaja. Estos materiales se nos presentan como una suerte de teoplasmas, es decir, soportes, instrumentos, objetos o recursos de valor numinoso y plasmación divina. La experiencia que Rodaja ofrece de todo ello es acrítica, insípida incluso, siempre tópica. En todas estas ciudades italianas Rodaja se comporta sin reservas como un flâneur aurisecular. Especialmente en Roma: «Notó también la autoridad del Colegio de los Cardenales, la majestad del Sumo Pontífice, el concurso y variedad de gentes y naciones. Todo lo miró y notó y puso en su punto» (273). Sin embargo, el lector no sabe cuál es exactamente «su punto», ese punto en el que el ingenioso y memorioso personaje cualifica lo que ve.


Y habiendo andado la estación de las siete iglesias y confesándose con un penitenciario y besado el pie a su Santidad, lleno de agnusdeis y cuentas determinó de irse a Nápoles (273).


La parataxis dispone el mecanicismo con que el personaje cumple con el protocolo turístico y religioso de la urbe eterna, y de cómo lleno de cuentas de rosarios[22] y de símbolos e iconografías de corderos de cera, símbolos del Espíritu Santo —adviértase la numinosidad animal[23]—, consagrados por el papa, sigue su rumbo.

De cualquier modo, el inventario de teoplasmas más potente de las doce novelas ejemplares se contiene en El licenciado Vidriera, y como tal se expone en la visita de Rodaja al templo de Nuestra Señora de Loreto,


en cuyo santo templo no vio paredes ni murallas, porque todas estaban cubiertas de muletas, de mortajas, de cadenas, de grillos, de esposas, de cabelleras, de medios bultos de cera, y de pinturas y retablos, que daban manifiesto indicio de las inumerables mercedes, que muchos habían recebido de la mano de Dios, por intercesión de su divina Madre, que aquella sacrosanta imagen suya quiso engrandecer y autorizar con muchedumbre de milagros, en recompensa de la devoción que le tienen aquellos que con semejantes doseles tienen adornados los muros de su casa (273-274).


Comparemos esta descripción con la que el mismo Cervantes ofrece en el Persiles del santuario de Guadalupe, en el pasaje con el que se inicia el capítulo quinto del libro tercero[24]. Una gran distancia irónica separa la simbología religiosa de la realidad literaria referida en ambos textos.

Y sin solución de continuidad, allí mismo Rodaja «vio el mismo aposento y estancia donde se relató la más alta embajada y de más importancia que vieron y no entendieron todos los cielos, y todos los ángeles y todos los moradores de las moradas sempiternas» (274). Con estos términos acumulativos, holísticos e hiperbólicos, encabalgados por aliteraciones que denuncian la oquedad de los contenidos referidos, Cervantes, por boca del narrador, designa la supuesta casa en que vivía María cuando recibe del ángel Gabriel el comunicado que anuncia su virginal maternidad. La tradición situaba en Loreto este escenario, cuya potencia numinosa y teoplasmática sería insuperable desde todos los puntos de vista[25].

El hechizo del membrillo, con el que la prostituta y su artífice consejera, «una morisca» a la cual acude la cortesana, tratan de seducir a Tomás, constituye el referente nuclear y causal de la enfermedad y locura del licenciado Vidriera:


Y así, aconsejada de una morisca, en un membrillo toledano dio a Tomás uno destos que llaman hechizos, creyendo que le daba cosa que le forzase la voluntad a quererla, como si hubiese en el mundo hierbas, encantos, ni palabras, suficientes a forzar el libre albedrío; y así, las que dan estas bebidas o comidas amatorias se llaman veneficios, porque no es otra cosa lo que hacen sino dar veneno a quien las toma, como lo tiene mostrado la experiencia en muchas y diversas ocasiones (276).


Cervantes desacredita, por boca del narrador, cualquier valor o cualidad que el vulgo y sus creencias supersticiosas puedan atribuir a este tipo de bálsamos, ungüentos o pócimas. El texto del narrador deja claro que eso, «que llaman hechizos», sólo puede ser, como demuestra la experiencia, un «veneno», es decir, una sustancia de consecuencias tóxicas para el organismo[26]. Y tales son los efectos que, al menos durante seis meses, sufre el incauto Tomás Rodaja, licenciado en Leyes por la Universidad de Salamanca, amén de itálico viajero y flamenco pseudomiliciano, caballero, que podría serlo, «de todo rumbo y manejo». Ni un sólo referente mágico se acepta como tal en toda la obra literaria de Cervantes. Cuando lo sobrenatural hace acto de presencia, siempre hay un narrador que lo explica racionalmente, incluso cuando tales explicaciones racionales resulten inverosímiles, como sucede en el Persiles en más de una ocasión. 

En la literatura cervantina, la razón está incluso por encima de la verosimilitud. El racionalismo cervantino proscribe, al considerarlos incompatibles con la razón humana, formas y contenidos narrativos que la poética, incluso la más sofisticadamente decorosa y clasicista, podría aceptar en nombre de una apariencia de verdad, es decir, en nombre de la verosimilitud. El Persiles podrá ser inverosímil en algunas páginas —no más que un personaje como Preciosa en La gitanilla, por ejemplo—, pero nunca será irracional —al igual que nunca son irracionales las palabras y las acciones de un personaje tan inverosímil como Preciosa—. 

Una de las condiciones básicas de la verosimilitud poética es la sofística del lenguaje literario, la apariencia de verdad en la fabulación de la ficción. La condición básica del racionalismo es la explicación de los hechos determinada exclusivamente por causas materiales. Y ésta es la explicación que da Cervantes, a través del narrador, de la intoxicación que sufre el licenciado Rodaja. En ninguna parte de la literatura cervantina se aducen interpretaciones o justificaciones de cualesquiera hechos, por muy misteriosos que parezcan tales hechos, que no sean explicaciones racionales o materiales. Dioses, espíritus, démones, númenes..., todos ellos están, como realidades efectivamente existentes, por completo desterrados de la obra literaria de Miguel de Cervantes. Todo lo contrario ocurre en el teatro de Shakespeare. Son formas carentes de contenido real y material, son formas sin sustancia: son ficciones en la ficción, esto es, son ficciones objetivas. Cervantes no sólo descree de ellos, sino que los desacredita absolutamente. Los hechizos son vulgares venenos. Los objetos religiosos son meros teoplasmas. Experiencia religiosa y contenidos supersticiosos son, formalmente, ficciones objetivas. La religión, para Cervantes, es un protocolo materialista. Una forma carente de contenido. No es posible creer en sus referentes, porque sólo existen como ficciones. Cervantes es el Spinoza de la literatura. Tal es su racionalismo.

En un momento dado, el licenciado Vidriera visita un templo, y ante lo que ve, enuncia —según transcribe el narrador— las siguientes palabras:


Estando un día en una iglesia, vio que traían a enterrar a un viejo, a bautizar a un niño y a velar una mujer todo a un mismo tiempo, y dijo que los templos eran campos de batalla donde los viejos acaban, los niños vencen, y las mujeres triunfan (297).


Vidriera alude aquí a los ritos de paso de las religiones terciarias, cuyas instituciones eclesiásticas pretenden controlar y regular el desarrollo de la vida de los seres humanos bajo la forma de los llamados sacramentos: el nacimiento con el bautismo, el acceso a la pubertad con una «primera comunión», el fin de la adolescencia con la llamada «confirmación», el matrimonio con un nexo divino, la muerte con la unción de enfermos, etc. El templo no es aquí el lugar sagrado en el que habita el numen, como sucedía en las religiones primarias; ni siquiera el lugar que ocasionalmente puede recibir su visita, a modo de «posada del numen», como acontecía en las religiones secundarias, cuyos dioses habitan ya lugares celestes o inaccesibles (Olimpo, Cielos, profundidades marinas o terrestres...); sino que el templo es aquí el espacio en el que se reúnen los fieles, esto es, una auténtica sinagoga. 

En las religiones terciarias, los templos, que subsisten, crecen y se multiplican, no son ya ni habitáculos de númenes, ni posadas de dioses incorpóreos, y aún menos del Dios trascendente, numen personal e irreal del período terciario. No se puede encerrar a los dioses terciarios en un templo: Dios, Yahvé, Ala, Buda, ninguno de ellos cabe en un único lugar, ni puede limitarse a un solo espacio físico y terrestre. La fase terciaria de la religión tiende a destruir las funciones primarias y secundarias de los templos. De este modo se habla de Dios como un numen trascendente que habita «en el corazón de la gente», en la naturaleza entera, en todo el mundo..., es decir, en ninguna parte. Las religiones terciarias incurren así en la iconoclastia bizantina o musulmana, al declarar al universo entero como templo de dios. La definición teológica más coherente de la función terciaria de los templos la encontramos en la respuesta que el Concilio de Gangres, metrópoli de Paflagonia, dio a Eustacio de Sebaste: «No encerremos a Dios en el templo, sino a los fieles en él». Según esta fórmula revolucionaria, el templo terciario deja de ser la morada habitual o incidental del numen para convertirse en sinagoga, es decir, en el lugar en el que se reúnen los fieles, en el espacio ocupado por la asamblea de los creyentes[27]. Las palabras de Vidriera parecen limitarse a formular un declaración metafórica o traslaticia de los rituales de paso, característicos de las religiones terciarias, concretamente de la católica, en el contexto de la novela, en un ejercicio de control religioso de las diferentes etapas de la vida humana, al referirse en este caso a tres de ellas: nacimiento, matrimonio y muerte.



Dialéctica del individuo y la sociedad

Es la expresión dialéctica entre la ética y la moral. Tomás no es un misántropo, pero no es soluble en la sociedad de la que inevitablemente forma parte, ni en la cordura ni en la locura. Sólo es soluble en el gremio, de los estudiantes, primero, en Salamanca, y de la milicia, en Flandes, finalmente. Fuera del gremio, estudiantil o militar, sus relaciones con la sociedad son patológicas (locura vítrea), efímeras y superficiales (flâneur en su viaje por Italia), o directamente conflictivas (el ejercicio de su profesión como letrado en la corte resulta socialmente frustrado). Llama la atención el hecho de que Tomás no se enamora nunca. Incluso adopta una actitud inverosímilmente ingenua frente a la cortesana «de todo rumbo y manejo» que le declara su amor. Eróticamente se comporta como una criatura asexuada, anhedónica o anafrodita. Cierta crítica ha visto en este punto una homosexualidad latente, sublimada en su relación admirativa hacia el capitán Diego de Valdivia[28]. Tal cosa es una alucinación más de la crítica literaria posmoderna. Nada de esto hay en la novela.

La locura ha sido y es uno de los recursos más inquietantes a la hora de resolver una relación dialéctica —y conflictiva, ante la imposibilidad de lograr una síntesis— entre el individuo y la sociedad. Dada una situación de este jaez, el ingreso en un gremio es la solución más asequible para superar la impotencia personal que impide el ingreso en la sociedad. El gremio es siempre el sucedáneo de la sociedad real y verdaderamente existente. El individuo se siente allí dentro psicológicamente protegido, a cambio de entregar su libertad y su persona a las disposiciones y estructuras del grupo. El gremio es siempre un refugio para quienes profesan un fundamentalismo, una excentricidad, una anomia, una diferencia que ninguna sociedad tolera a menos que el gremio se imponga, en el seno mismo de esa sociedad, con una fuerza lo suficientemente imponente como para no pueda ser contrarrestada. El gremio se convierte entonces en un lobby

Las divergencias que caracterizan a sus miembros pueden, en su seno y desde su seno, convertirse en objeto de exhibición e instrumento de poder, y dotar de este modo al sujeto que la exhibe de atributos superiores frente al resto de los mortales, más individualistas o más sociales, pero sin lugar a duda menos gremiales, pues no forman parte del lobby. Así se explica el poder de las minorías en el seno de la posmodernidad. Se trata siempre de minorías imponentes y poderosas —valga el oxímoron—, basadas en el autismo gremial y fundamentalista, cuyas vértebras principales son con frecuencia el idealismo, el dogmatismo y el irracionalismo. Sus miembros viven ajenos a todo raciocinio que cuestione o vulnere sus propias bases. Vidriera ingresa primero en el gremio de la locura, y finalmente en el lobby de la milicia. Ha evitado la Iglesia y las órdenes religiosas, pese a elogiar coléricamente el camino de la santidad. Hoy día acaso se habría integrado en una ONG, o tal vez en la milicia, pues según se nos dice la una representa la paz, en sí, y la otra la fuerza misma de la paz. Acaso, si asumimos las tesis de Molho, podríamos aceptar su ingreso en un lobby homosexual. Pero ésta no es ya la novela de Cervantes, sino la patología de la crítica posmoderna.


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NOTAS

[1] Este capítulo se envió en 2007, como artículo suelto, a la Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, y fue rechazado sin reservas por su comité científico, a partir de tres informes negativos, en los que, respectivamente, se objetaba al autor lo siguiente (cito textualmente): 1) «Sólo se mencionan y discuten dos obras de crítica sobre esta novela, el artículo de Molho y el de Güntert. […] se habla de ‘ordinarieces morales’, pero las ordinarieces son lingüísticas y / o [sic] estéticas»; 2) «El trabajo tiene todo el aspecto de ser un capítulo desgajado […] de una tesina. […] una de las deficiencias del planteo [sic] del artículo es su falta de diálogo con la crítica […]. Añadiría que el formato mismo del trabajo con puntos y subpuntos es más propio de otras disciplinas que de los estudios literarios y culturales»; y 3) «En lo correspondiente a la forma, la redacción resulta pobre y a veces casi escolar [cursiva mía]. Con frecuencia no se distingue entre lenguaje culto, lenguaje escrito o lenguaje coloquial. Es necesario ser más preciso en la expresión y elevar el tono de la escritura, sin que eso signifique engolamiento en forma alguna». El tema es tan simpático que no merece comentario, baste decir, sumariamente, que la expresión «y / o» es un calco del inglés, y no se usa en español, salvo cuando no se sabe redactar correctamente en este idioma, lo cual ocurre en el mundo académico con galopante frecuencia; que el término «planteo» no es sinónimo de planteamiento, sino de exigencia o protesta, individual o colectiva (se usa con este sentido sobre todo en Uruguay y Argentina); y que no se trataba este artículo de un capítulo desgajado de una tesina. Mi tesina de licenciatura fue una monografía sobre El diálogo en el poemario Teresa, de Miguel de Unamuno, y se escribió durante el curso académico 1989-1990, justo 17 años antes de la redacción de este trabajo remitido al sapientísimo consejo asesor y científico de la perilustre Revista Canadiense de Estudios HispánicosEl autor lamenta no disponer aquí de más espacio para reproducir íntegramente el texto de estos tres informes evaluadores.

[2] «Mandaron a un criado que le despertase. Despertó, y preguntáronle de adónde era y qué hacía durmiendo en aquella soledad. A lo cual el muchacho respondió que el nombre de su tierra se le había olvidado […], ‘que ni el della ni el de mis padres sabrá ninguno hasta que yo no pueda honrarlos a ellos y a ella’» (265-266). Cabe advertir que, finalmente, nunca sabemos ni el nombre de su tierra ni el de sus padres. Quizá cumplió su palabra, si asumimos que nunca alcanzó celebridad por estudios, sino por su locura vítrea, primero, y por la profesión de las armas, por último: «y se fue a Flandes, donde la vida que había comenzado a eternizar por las letras la acabó de eternizar por las armas, en compañía de su buen amigo el capitán Valdivia, dejando fama, en su muerte, de prudente y valentísimo soldado» (301).

[3] Schevill y Bonilla fueron los primeros en advertir la pobreza de contenidos de este viaje: «No deja de ser lamentable que las impresiones recibidas por Rodaja en su viaje a Italia sean de tan escasa substancia» (Cervantes, 1922-1925: III, 385). En términos análogos se expresa Molho: «Rodaja es un viajero tópico que solo recorre los lugares comunes». Su viaje es el de «una peregrinación turístico-devota que le lleva a cruzar Italia con la mentalidad de un turista gregario y cumplidor que va repartiéndose entre las beaterías y las curiosidades de cada lugar» (Molho, 1995/2005: 169). Desde el punto de vista de Güntert (1996), el viaje expresa una parodia del ideal renacentista en el que se identifica la formación del caballero y del humanista.

[4] «Una cortesana de categoría […]. El rumbo es la dirección de la nave trazada en el plano del horizonte y principalmente cualquiera de las comprendidas en la rosa náutica. Una dama «de todo rumbo» será, pues, una mujer capaz de cualquier maniobra o desvío, cosa que confirma su destreza en el manejo, que es el arte de manejarse o manejar principalmente los caballos. De modo que una «dama de todo rumbo y manejo» como era la de Salamanca, solo puede designar a una profesional de la seducción» (Molho, 1995/2005: 161).

[5] «Conciencia tan escrupulosa —dijo don Diego— más es de religioso que de soldado» (269).

[6] ¿Por qué Tomás cree poseer las cualidades materiales del vidrio? Desde el punto de vista de Molho, «el vidrio o cristal es transparencia: cuerpo material, que deja pasar la luz y la mirada como si no fuera materia, es intermedio entre lo visible y lo invisible» (Molho, 1995/2005: 163). Para este estudioso, la locura vítrea del licenciado oculta «la angustia que le nace de sentirse ahora tan frágil y quebradizo», más precisamente, encubre la fobia del contacto. Amor y muerte, placer y agresión, requieren el tacto y la materia, frente a las cuales Vidriera interpone la distancia y la insensibilidad. De esta manera, según Molho, Vidriera satisface plenamente «las prohibiciones de su neurosis». Semejante metamorfosis explicaría la homosexualidad latente del protagonista: «El vidrio es ahora el envoltorio corporal del Licenciado. La fobia del contacto erótico ha suscitado una materia quebradiza e intangible. No habrá más caricias. El cuerpo de vidrio ha dejado de ser erógeno. El vidrio lo protege no sólo contra las agresiones externas, sino contra las pulsiones sexuales del yo. Su cuerpo tiene ahora la fría insensibilidad del vidrio» (Molho, 1995/2005: 172).

[7] Las imágenes burlescas o irónicas frente a la institución universitaria no se limitan a este pasaje. Recuérdese que al final de la novela, recobrada la razón, al letrado Tomás Rueda le sigue, contra su voluntad, una caterva de «más de docientas personas de todas suertes» (300), respecto a la cual el narrador glosa: «con este acompañamiento, que era más que de un catedrático», etc. La imagen del catedrático que celebra oposiciones ilustra, no sin ironía, la figura del que, una vez curado, es perseguido por una multitud que sigue tratándole como a un loco inofensivo y simpático del que cabe esperar alguna gracia que reír.

[8] «El caso es que ninguno de los dichos del Licenciado ofrece originalidad: todos son tópicos, que solo muestran la mediocridad de su ingenio, según se desprende de su memoria «de espanto» y de ese «buen entendimiento» […]. Su éxito se debe esencialmente a que sus dichos adoptan siempre la forma del chiste o de la agudeza, proporcionando a su público un beneficio de placer que radica menos en el sentido (siempre trivial) que en la forma o técnica expositiva. Téngase en cuenta además que le ríen los chistes porque son los de un loco: en cuanto sana, nadie se los ríe ya […]. La segunda fase de la novela —la que se coloca bajo el mote de Vidriera— no debe leerse como una colección ornamental de dichos ingeniosos, sino como un momento sintomático decisivo en la trama de la narración» (Molho, 1995/2005: 165-167).

[9] «Tres figuras se salvan de esta crítica: los actores, los clérigos y los escribanos» (nota de Jorge García López, en Cervantes, 1613/2001: 266).

[10] Las referencias de Cervantes al teatro son abundantes en su obra literaria. De ello me he ocupado de forma detallada en algunas monografías (Maestro, 2000, 2004, 2013), y de modo puntual en la descripción de las voces que sobre su teatro se nos han asignado en la llamada Gran Enciclopedia Cervantina.

[11] Diferentes editores advierten que acaso retrato podría tratarse de una errata, en lugar de retablo.

[12] Como señalan los diferentes editores de la novela, mirar por el virote equivale a desempeñar con honradez un oficio, es decir, precisamente lo que al final del discurso sobre los escribanos se pone en el umbral luminoso de la duda.

[13] Es cita literal de Salmos (104, 15), en la versión de la Vulgata: «No toquen a mis ungidos, ni maltraten a mis profetas».

[14] Astrana Marín (1948-1958, VI: 136), por su parte, tampoco habla de erasmismo. Simplemente identifica estas referencias con lugares comunes de la época.

[15] Estamos, una vez más, ante el lugar común del curialium miseriis, menosprecio de corte y alabanza de aldea.

[16] En el ámbito de la filosofía, el término dialéctica ha adquirido históricamente diversas acepciones. Gustavo Bueno señala algunas de ellas en su trabajo «Sobre la Idea de Dialéctica y sus figuras» (1995c), que sintetizo sumariamente aquí. Diremos, siguiendo las palabras de Bueno, que la dialéctica, en primer lugar, se ha utilizado como concepción no sólo de un método, sino de una realidad misma a la que aquel habría de ajustarse. Esta primera concepción subraya la naturaleza dinámica y móvil de todo cuanto existe. Así, la dialéctica sería para Heráclito la ciencia del movimiento, opuesta a la metafísica, como ciencia del ser inmóvil (Parménides y Zenón). En segundo lugar, se ha hablado de la dialéctica para definir una «multilateralidad de relaciones» implicadas en cualquier proceso, frente a las relaciones unívocas o unilaterales, en las que suele descansar el modo de pensar metafísico y monista. Esta concepción, propia del materialismo dialéctico marxista, subordina la dialéctica a la totalidad, como de hecho hicieron Lukács y Goldmann, entre otros. La filosofía de Bueno se opone radicalmente a esta concepción de dialéctica, basándose en el principio platónico de symploké. En tercer lugar, cabe hablar de una concepción de la dialéctica que subraya una estructura de «retroalimentación negativa», propia de ciertas totalidades o sistemas, llamados, precisamente por este motivo, dialécticos (Klaus, Harris...). Bueno considera esta propuesta reductora y gratuita, desde el momento en que, sin perjuicio de que los sistemas dotados de retroalimentación negativa sean dialécticos, no todo lo que es dialéctico tiene por qué ajustarse a tal modelo. En cuarto y último lugar, en el contexto de la Teoría de la Literatura y de la interpretación crítica de los materiales literarios, se asume un concepto de dialéctica basado en las funciones de las contradicciones implicadas en los procesos analizados. Ésta es la concepción de dialéctica que dispone de más antigua tradición académica y escolástica (Platón, Aristóteles, Kant, Hegel). Y es la que seguimos en la Crítica de la razón literaria.

[17] Concretamente en El licenciado Vidriera, «la radical inferioridad de las Letras se marca en la flaqueza intelectual y psíquica del protagonista» (Molho, 1995/2005: 177). Sin embargo, no podemos decir que en el Quijote la superioridad de las armas quede devaluada o discutida, como referente objetivo y extraliterario, por el comportamiento de don Quijote y sus recurrentes fracasos. «Recobrado el juicio —concluye Molho (176-177)— [Tomás Rueda] comprende que nada tiene que esperar de las Leyes […]. Su inteligencia limitada es la de las Letras […]. La sagacidad y discreto entendimiento no están del lado de las Letras, representadas por un Licenciado mediocre y además psicótico, que por motivos oscuros parece haber apetecido de siempre la promiscuidad y camaradería de la tropa, así como una práctica intelectual abierta a la inmediata contingencia».

[18] Vid. a este respecto su Querella de la paz de cualesquiera pueblos (1529).

[19] La afirmación según la cual «la paz es el fin de la guerra», que suscribe don Quijote, es, como bien se sabe, de Aristóteles (Política, 1334 a15).

[20] La figura del ángel expulsando a Adán y Eva del Edén está presente al menos en la iconografía de fra Angelico (La Anunciación, 1445), la miniatura de los hermanos Limbourg (1416), El Bosco (panel lateral del Carro de Heno, 1500), Miguel Ángel (los frescos de la Capilla Sixtina, 1509-1510) y Masaccio (situada en el compartimiento superior del lateral izquierdo de la capilla Brancacci, 1524-1528).

[21] Vid. a este respecto especialmente el capítulo dedicado, en su monografía España no es un mito (Bueno, 2005a: 282 ss), a las armas y las letras en el Quijote. Reproducido, con autorización del autor, en el vol. 3 del Anuario de Estudios Cervantinos.

[22] Sabido es que los rosarios cervantinos, de cuentas visibles, sonadores, remiten siempre a la idea de la hipocresía religiosa. Baste pensar, sin salir de las Ejemplares, en los «avispones» de Monipodio, un par de viejos delincuentes «con sendos rosarios de sonadoras cuentas en las manos» (182).

[23] Tal numinosidad animal está en consonancia con la tesis buenista sobre el origen de las religiones: «Los hombres hicieron a los dioses a imagen y semejanza de los animales» (Bueno, 1985: 170). El cordero como Dios, la paloma como Espíritu Santo, la serpiente como Demonio, etc.

[24] «Apenas hubieron puesto los pies los devotos peregrinos en una de las dos entradas que guían al valle que forman y cierran las altísimas sierras de Guadalupe, cuando, con cada paso que daban, nacían en sus corazones nuevas ocasiones de admirarse, pero allí llegó la admiración a su punto cuando vieron el grande y suntuoso monasterio, cuyas murallas encierran la santísima imagen de la emperadora de los cielos; la santísima imagen, otra vez, que es libertad de los cautivos, lima de sus hierros y alivio de sus pasiones; la santísima imagen que es salud de las enfermedades, consuelo de los afligidos, madre de los huérfanos y reparo de las desgracias. Entraron en su templo, y donde pensaron hallar por sus paredes, pendientes por adorno, las púrpuras de Tiro, los damascos de Siria, los brocados de Milán, hallaron en lugar suyo muletas que dejaron los cojos, ojos de cera que dejaron los ciegos, brazos que colgaron los mancos, mortajas de que se desnudaron los muertos, todos, después de haber caído en el suelo de las miserias, ya vivos, ya sanos, ya libres y ya contentos, merced a la larga misericordia de la madre de las misericordias, que en aquel pequeño lugar hace campear a su benditísimo hijo con el escuadrón de sus infinitas misericordias» (Cervantes, 1617/2002: 471; Persiles, III, 5). Aunque autores como Carlos Romero rechazan una interpretación irónica de esta secuencia (vid. sus notas a este pasaje en su edición crítica), personalmente estoy convencido de que es imposible comprenderla sin acudir a la ironía. Son partidarios de una lectura irónica de este pasaje Castro (1925: 359) y Blanco (1995: 632-633).

[25] Del mayor interés son a este respecto los comentarios de Molho: «Ya se sabe que la fama del Santuario de Loreto se debe a la tradición de haber sido trasladada a ese lugar la casa que la Virgen María habitaba en Nazareth y donde el Verbo se hizo carne. La historia de la milagrosa traslación de la casa y santuario en que por tres veces intervienen las cohortes de los ángeles, debió impresionar a Rodaja». Y el mismo estudioso, añade en nota al pie: «La casa de Nazareth fue trasladada primero a Dalmacia por ministerio de los ángeles en 1291. Tres años más tarde la santa casa pasó misteriosamente el Adriático colocándose cerca de Recanati en Lauretum (1294). A los ocho meses fue trasladada una vez más por ministerio sobrenatural al lugar que actualmente ocupa» (Molho, 1995/2005: 170).

[26] Molho considera que las consecuencias de esta intoxicación, superados los seis primeros meses, son exclusivamente psicológicas, y ponen de manifiesto la homosexualidad latente del personaje: «La enfermedad física de Tomás no es sino la manifestación sintomática del trauma mental provocado por la violación o fuerza que le ha sido hecho obligándole a introyectar —objeto prohibido— un sexo de mujer» (Molho, 1995/2005: 162). El membrillo que Tomás come de la cortesana se ha identificado simbólicamente con los órganos sexuales femeninos, en este caso, de la cortesana. Este membrillo, y sobre todo su ingestión, sería causa y raíz de la locura vítrea.

[27] El cristianismo, en este punto, conserva ciertas particularidades, ya que no ha renunciado en sus templos a algunas de las funciones primarias de la religión, como es el caso de la presencia material del numen, es decir, en su caso, de Dios, en el templo, a través del dogma —propio de la Iglesia romana— de la Eucaristía. (David Hume formula esta contradicción tal como la vería un musulmán ingenuo, Mustafá, convertido al cristianismo con el nombre de Benito: «¿Cuántos dioses hay?, —le pregunta el sacerdote cristiano. Ninguno, —respondió Benito, que ese era su nuevo nombre. ¿Cómo? ¿Ninguno? —exclamó el sacerdote. Seguro —dijo el honesto prosélito—. Usted me ha dicho siempre que no hay sino un solo dios. Y ayer me lo comí» (Hume, Historia natural de la religión, 12; apud Bueno, 1985: 291). No hay que olvidar, con todo, que esa misma presencia real de Dios en el templo está contestada sistemáticamente por el protestantismo, y ya no tiene lugar, podríamos decirlo así, por iniciativa de la deidad misma, sino por el ritual sacerdotal que consagra el pan y el vino. De hecho, para el cristianismo, el templo no es solo un lugar de asamblea en el que se reúnen los fieles: es también la casa de su dios. Desde el punto de vista de la metafísica de la deidad, el cristianismo se muestra como una de las más elaboradas religiones superiores, ya que no ha querido dejar de ser una religión auténtica, real y material, con la presencia efectiva de un dios en sus ritos, siendo a la vez una religión falsa, ideal y metafísica.

[28] Según Molho, Tomás está determinado por «la pulsión homosexual que desde el primer instante le precipita con fuerza irresistible hacia el capitán Valdivia […]. Nunca sabremos si la homosexualidad de Tomás pasó jamás a ser efectiva, o si permaneció latente: el texto no nos proporciona sobre este punto ninguna información. La cosa en sí es indiferente. Lo que cuenta no es la práctica, sino la fantasía homosexual que domina la vida afectiva del protagonista, y que por tanto es susceptible de resolverse en homosexualidad sublimada» (Molho, 1995/2005: 175).






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «La dialéctica en El licenciado Vidriera de Miguel de Cervantes», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 2.28), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


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Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro