IV, 2.29 - Fuerza y materia en La fuerza de la sangre de Cervantes

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Fuerza y materia en La fuerza de la sangre de Cervantes


Referencia IV, 2.29


El arte de Cervantes rehúye lo alegórico.

Georges Güntert (1993: 185).



Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro

El título de la novela


El título de la novela, La fuerza de la sangre, es una metáfora de genitivo. Abierta a la interpretación de la crítica, se ha querido ver en esta metáfora la confirmación de valores propios de una nobleza moral y social, cuya fuerza se sobrepone tanto a la voluntad del individuo como a los designios del azar.

La física define la fuerza como la acción material que transmite una aceleración a una masa. En esta novela, la fuerza no es solamente física —la fuerza que Rodolfo hace a Leocadia, no se olvide, es la fuerza que desencadena la fábula—. También es moral, porque afecta al gremio, en este caso, la nobleza. Pobres o ricos, todos los personajes de la novela son nobles. Los plebeyos están excluidos de presencia y función en La fuerza de la sangre. La fuerza también es ética: el padre del violador hará todo lo posible por salvar la vida de un niño de siete años, desconocido y pobre, al que acaba de zapatear un caballo a la carrera, y que acabará revelándose como su nieto. La fuerza, bajo la forma de la astucia y de la inteligencia, del dominio de la propia voluntad y del silencio, y sobre todo de la memoria —y del olvido— personal, será también, paradójicamente, la fuerza de los débiles, es decir, de Leocadia y su familia, los seres más frágiles de la novela. Finalmente, doña Estefanía, la madre del violador, hará gala y uso de toda su fuerza doméstica, imponiendo entre las partes el orden familiar y social que la novela requiere para concluir en paz, es decir, de forma moralmente satisfactoria.

Es evidente que en La fuerza de la sangre la «fuerza» no puede conceptualizarse desde los términos exclusivos de la física, sino como referente objetivo de la literatura, es decir, como ejercicio de poder con valor semántico propio. En esta novela, la fuerza es la facultad o potencia de acción, más o menos expedita, según personajes y situaciones, pero siempre codeterminada por todos los referentes materialmente funcionales que se concitan e interaccionan en La fuerza de la sangre.

El desenvolvimiento de la novela no es resultado de una intervención metafísica o sobrenatural, como emotivamente cree en un momento dado incluso la propia Leocadia[1], sino que es consecuencia de un entrópico sistema de fuerzas y poderes en conflicto, es decir, de fuerzas codeterminadas, que se influyen e interfieren mutuamente, se yuxtaponen y contrarrestan: la fuerza de Rodolfo, movido por la lujuria; la fuerza de Leocadia, guiada por su inteligencia; la de su propio padre, que es la fuerza ideal del hombre virtuoso en su impotencia, el cual opta por resolver los problemas ocultándolos; la fuerza del azar que desencadena el accidente de Luis; la fuerza de la ética, que apremia al padre del violador a cuidar de un niño herido; la fuerza de doña Estefanía, que hace del caos un cosmos, y coloca a su hijo en el lugar que permite funcionalmente la recuperación de una familia.

El segundo término de la metáfora, sobre el que reposa el valor genitivo de la semejanza (fuerza = sangre), es el más ideal. Puede verse aquí la nobleza, el honor, los blasones auriseculares, etc., con los que —se ha dicho a propósito de esta novela— Cervantes tendría poco que ver[2]; o de forma más explícita podría verse la sangre del pequeño Luis, derramada en el suelo que pisan los caballos —el lugar más ínfimo posible—, y que fuerza a todos a socorrerle dramáticamente, en especial a quien, sin saberlo aún, es su abuelo biológico.


 

De la leyenda a la semiótica, pasando por la alegoría

No sin excesiva síntesis podría hablarse de tres orientaciones interpretativas fundamentales a través de las cuales la crítica ha abordado el análisis de esta novela: una lectura intertextual, que vincula La fuerza de la sangre con la leyenda medieval del Cristo de la Vega (Allen, 1968); una interpretación en términos alegóricos y simbólicos (Casalduero, 1974); y un análisis inmanente de la novela, mejor elaborado que los anteriores, dadas sus implicaciones en el texto, y que puede verse sobre todo en los trabajos de Ruth El Saffar (1974) y Georges Güntert (1993)[3]

También se ha querido ver con frecuencia en esta novela una serie recurrente de binomios simétricos: primera y segunda partes narrativas bien diferenciadas, sucesivas parejas de personajes (hombres / mujeres, nobles ricos / nobles pobres...), y diversas formulaciones dialécticas características del desarrollo de la acción (viejos y jóvenes, varones impulsivos y pasionales frente a mujeres reflexivas y calculadoras, etc.). La única excepción sería el niño, Luis, que sirve de síntesis a todas las citas dialécticas. 

Güntert distingue, en sus análisis del discurso, entre narrador e instancia enunciadora, es decir, entre el nivel (lógicamente presupuesto) de la enunciación y el de la narración. Esta discriminación es especialmente relevante en la literatura cervantina, pues, como advierte el propio Güntert, «el narrador cervantino aporta siempre solo una parte del mensaje, tratándose, por lo general, de una voz irónica, irónicamente distanciada, cuyos valores no coinciden con los afirmados por el texto» (Güntert, 1993: 185). El romanista suizo concede a la memoria un papel fundamental en la constitución del discurso novelesco. Distingue, por una parte, la memoria de Rodolfo y su padre frente a la memoria de Leocadia. La capacidad de recuerdo que mueve a Rodolfo es lujuriosa y simple: ha visto a la joven y de inmediato desea su cuerpo. Por su parte, la memoria del padre del violador es pasional y familiar: ve a un niño gravemente herido y actúa como si ese niño fuera su propio hijo, movido por un impulso de instantánea analogía parental[4]. Finalmente, la memoria de Leocadia responde a los criterios del intelecto, la astucia y la falta de otras fuerzas físicas que reemplacen a aquellas. La capacidad de recuerdo es la única arma de que dispone Leocadia. Es el arma de un ser débil, que usará sobre todo la inteligencia para interpretar sus recuerdos y disponer posibles acciones en el futuro.

Desde mi punto de vista, bastaría hablar, en principio, de varios impulsos o fuerzas fundamentales, y definitorias de la conducta de estos personajes: la fuerza de la lujuria, en el caso de Rodolfo frente a Leocadia; la fuerza de la ética, el caso del padre de Rodolfo frente a Luis herido; la fuerza de la inteligencia, en el caso de Leocadia; la fuerza del orden familiar y social, en el caso de doña Estefanía, la madre del violador... Cervantes no optó por ninguno de estos títulos, que restarían a la novela el fundamento metafórico que le da la fuerza de la sangre, en la que todos están implicados involuntaria y azarosamente.



Fuerza y materia

La fuerza es siempre plural e implica siempre una materia. Requiere el concurso de otras fuerzas, busca el enfrentamiento y la interacción, y avanza merced a la codeterminación de las diversas realidades materiales sobre las que impacta.

Dos atributos esenciales, según Gustavo Bueno (1972, 1992) caracterizan la idea de materia determinada: la multiplicidad y la codeterminación. Ambos atributos se complementan y se moderan mutuamente. Por la multiplicidad, la materia se nos da como una entidad dispersiva (que tiene facultad de dispersar), extensa, partes extra partes. La multiplicidad significa que todo ente material consta de diversas partes, que es disgregable, y que, por tanto, no es un ser simplicísimo, sin partes, como el alma en el Fedón platónico, el ser eleático, o el Dios de la ontoteología. Por la codeterminación, las partes de esas multiplicidades se delimitan las unas frente a las otras, de un modo activo, positivo. La inercia, así como la resistencia, de la materia tienen que ver con su codeterminación. La codeterminación hace referencia a que las partes plurales de toda materialidad se delimitan las unas frente a las otras: codeterminación es determinación recíproca, esto es, la materialidad A, consta de varias partes, por ejemplo p y q, de modo que la codeterminación hace referencia a que p determina a q y q determina a p. Multiplicidad y codeterminación son atributos genéricos íntimamente entrelazados, uno no se entiende sin el otro. Fundamentalmente tienen el sentido crítico de negar el monismo metafísico (Parménides, Plotino, el Dios de Santo Tomás, etc.), y la causa sui, en tanto la idea de autodeterminación es contradictoria[5]. La realidad es una pluralidad infinita en la que sus partes se codeterminan, delimitan, etc., las unas frente a las otras. Este es el sentido del materialismo pluralista frente al monismo de la substancia[6]. Sobre este sistema de multiplicidad y codeterminación de fuerzas concibo la interpretación literaria de La fuerza de la sangre. ¿Cuáles son las fuerzas codeterminantes del discurso narrativo? ¿Cómo y en quién —o en qué— se objetivan? ¿Qué o quién mueve su acción, su inercia o su resistencia? Tratemos de dar respuesta a estos interrogantes.



Rapto y violación

En el momento en que se consuma el rapto y la violación, Leocadia tiene 16 años, un padre anciano y frágil, una madre indefinida, un hermanito pequeño y una criada común. Es personaje que, en diferentes momentos de la novela, especialmente tras sufrir la violación, se comportará como puer senex, al protagonizar el discurso propio de un ser humano mucho más adulto. En este contexto, el narrador pone en boca de la protagonista femenina la descripción de cómo el mundo, esto es, el vulgo, la gente, diríamos hoy, juzga a los seres humanos: «... el mundo, el cual no juzga por los sucesos las cosas, sino conforme a él se le asienta en la estimación» (307). El mundo no juzga realidades, sino apariencias. La gente, diríamos en términos platónicos, es cavernícola. La gente vive en un tercer mundo semántico. Colectivamente, el individuo no percibe los hechos, sino la valoración que la sociedad, es decir, el grupo dominante, impone, por estimación o por opinión, de tales hechos[7]. He aquí el fundamento del honor: la apariencia. La honra es así una ilusión blasonada. Éste es el juicio de Leocadia, que nos transcribe el narrador, y que acaso también coincide con el de Cervantes. Leocadia quiere saberlo todo, excepto la identidad de su violador. Comentaré más adelante algunos detalles al respecto que me parecen decisivos en la interpretación de la novela. En la segunda parte del relato, Leocadia experimentará una anagnórisis con el espacio, al identificar, en el aposento en que se recupera Luis, el escenario de su violación. Como ha expresado con acierto Güntert (1993: 189), la memoria de Leocadia es intelectual, sistemática, racional, y en absoluto pasional. Reconstruye sin odios el teatro de su violación.

Por su parte, el padre de Leocadia, junto con su hermano menor, pone de relieve una ausencia clave en la novela: Leocadia no tiene quien la defienda. De este modo, Cervantes se distancia del planteamiento tópico que el tema del honor adquiere en el cosmos aurisecular. El padre de Leocadia es un hidalgo anciano y pobre. Es todo lo contrario a un galán, dadas su vejez y su fragilidad. Representa sólo ideales, nada más. Es sobre todo un arquetipo en el que se objetivan los valores que simula sostener el narrador: nobleza de espíritu, fe cristiana discreta, desconfianza del mundo social e institucional... Es, quizás, el personaje más simple de la novela.

Frente a ellos, Rodolfo. Rodolfo es un noble joven, rico y lujurioso, que además dispone de poder más que suficiente para satisfacer sus caprichos sin dar cuenta de las consecuencias. El narrador le da este nombre a modo de pseudónimo, es decir, con el fin de encubrir, por pudor, su nombre auténtico, lo cual confiere a la fabulación un referente más de verosimilitud[8]. Es un prototipo de muy fecunda tradición literaria, emparentado eventualmente con don Juan, y al que definen el vicio y la virtud: una virtud aparente, por su linaje aristocrático, su dinero no trabajado y sus privilegios estamentales; y un vicio real, dada la bajeza moral con que acredita sus acciones, y por estarle permitido ofender impunemente a seres que no pueden defenderse. Así refiere Cervantes una de las varias concepciones que de la aristocracia se objetivan en su obra literaria.


Hasta veinte y dos tendría un caballero de aquella ciudad a quien la riqueza, la sangre ilustre, la inclinación torcida, la libertad demasiada y las compañías libres le hacían hacer cosas y tener atrevimientos que desdecían de su calidad y le daban renombre de atrevido (304).


Esta concepción negativa y reprobatoria del fuerte que abusa del débil, amparándose en este caso en una estructura económica y aristocrática, se ratifica una vez más cuando el narrador afirma que el rapto de Leocadia se lleva a cabo con la complicidad de otros camaradas, los cuales actúan «por dar gusto a Rodolfo, que siempre los ricos que dan en liberales hallan quien canonice sus desafueros y califique por buenos sus malos gustos» (305). El contraste entre riqueza y pobreza es dialéctico desde el momento en que las víctimas, siendo nobles, carecen de recursos, ya que ni tienen dinero ni disponen de protección. Así, los padres de Leocadia «veíanse necesitados de favor, como hidalgos pobres» (305).

Rodolfo viola a una Leocadia durmiente. La mujer no despierta hasta después de que el violador ha consumado sus intenciones[9]. Extraño caso. ¿Cómo es posible que Leocadia no despertara en una situación así? El narrador no tarda en calificar a Rodolfo de «mozo poco experimentado» (307). Las palabras de Leocadia al despertar lo dejan afásico, abúlico y confuso. El silencio comienza aquí a ser una forma de expresión proverbial de la acción narrativa. Rodolfo apenas habla hasta el final de la novela, y sólo lo hace en tres ocasiones puntuales. De hecho, el narrador sólo nos permite oír sus palabras casi en la conclusión, cuando su madre le muestra el retrato de una fea damisela, que le exhibe cual futura esposa. En la escena que sigue a la violación, el silencio de Rodolfo ante sus palabras es lo que más sorprende a Leocadia[10]. Y acaba por sorprender al lector, que sigue los hechos con los ojos —y las acotaciones— del narrador y desde las palabras de una mujer recién violada. No hay diálogo en estas secuencias. Sólo habla Leocadia. Rodolfo no sólo guarda silencio, sino que incluso ni siquiera presta la menor atención a las palabras de la mujer. Incluso, «la respuesta que dio Rodolfo a las discretas razones de la lastimada Leocadia no fue otra que abrazarla, dando muestras que quería volver a confirmar en él su gusto y en ella su deshonra» (308). La indiferencia y el desprecio hacia la víctima no pueden ser mayores. Con todo, Leocadia imposibilita ahora una segunda violación. El narrador, una vez más, condena moralmente el acontecimiento fundamental de su novela, calificándolo de «ímpetu lascivo, del cual nunca nace el verdadero amor» (308). Cuando el aristocrático virote decide irse a Italia, lo hace con la máxima indiferencia, sin ningún tipo de recuerdo o inquietud: «Finalmente, él se fue con tan poca memoria de lo que con Leocadia le había sucedido como si nunca hubiera pasado» (312). Ni placer, ni remordimiento, ni recuerdo. Nada.

El silencio y el olvido de Rodolfo se prolongan durante casi toda la novela. La primera vez que este personaje habla es —lo hemos dicho— apenas antes de la conclusión. Y lo hace para confirmar su interés por el matrimonio que se basa exclusivamente en la belleza femenina: «Unos hay que buscan nobleza; otros, discreción; otros, dineros, y otros, hermosura, y yo soy destos últimos […]. La hermosura busco, la belleza quiero» (319). Rodolfo habla poco, y cuando lo hace se retrata como lo que es: un necio vestido de seda.

Doña Estefanía, la madre del violador, representa aquí la fuerza del orden doméstico, que será la legalización del orden social y familiar violentamente generado por su hijo Rodolfo[11]. Doña Estefanía confirma la autenticidad de los hechos, prueba el carácter de su hijo, al que sólo mueve la belleza física de las mujeres, e impone desde su capacidad de poder en la organización doméstica el restablecimiento de una ordenación familiar que ya existía, sí, pero que estaba al margen del conocimiento, de espaldas a la propia familia y fuera de toda legalidad social, jurídica y eclesiástica.


 

La religión

Hablemos de la religión en La fuerza de la sangre. Cabe advertir que no son aceptables las interpretaciones alegóricas y cristianas de esta novela desde el momento en que ningún referente sobrenatural interviene en el desenvolvimiento de la acción[12]. Todo cuanto sucede se debe a la acción humana y sólo a través de ella puede explicarse coherentemente lo que en ella tiene cabida y lugar. Como el resto de las Novelas ejemplares, La fuerza de la sangre constituye y expone el triunfo y la afirmación del antropomorfismo más radical. El ser humano, en codeterminación con el azar, es la única realidad dominante. El deus ex machina es un referente siempre ausente. No se trata de un conjunto vacío, sino un referente inexistente.

Con frecuencia se ha hablado del crucifijo que roba Leocadia como una muestra del sentido alegórico y cristiano que adquieren en la novela algunas secuencias o acciones. Tal atribución sólo puede ser resultado de una ilusión crítica, de una falsa conciencia interpretativa, de la ansiedad de una crítica literaria confesional, que induce al lector a vislumbrar la presencia de un dios en la materialidad de un mero fetiche, en este caso de un teoplasma, es decir, de un objeto —el crucifijo— que actúa como la manifestación inerte de una divinidad.

Desde el punto de vista de la Crítica de la razón literaria, la funcionalidad del crucifijo que Leocadia se lleva del aposento de su violador, y que finalmente esgrimirá ante doña Estefanía, corresponde a la de un fetiche, es decir, un objeto sacro[13]. Lo sagrado puede manifestarse en el ámbito de lo humano (eje circular) del espacio antropológico, y da lugar a la santidad, encarnada en hombres y mujeres canonizados por la Iglesia católica; en el ámbito de lo metafísico puro (eje angular), y da lugar a lo numinoso, en criaturas inexistentes como los ángeles, démones, espectros, o incluso extraterrestres; y en el ámbito de lo material objetual o puramente físico (eje radial), y entonces da lugar a lo fetichista, o teoplasmático (el teoplasma como la manifestación inerte de una divinidad, esto es, por ejemplo, un crucifijo)[14]. Leocadia, en su dolor, se sirve de este Cristo como si fuera un mero objeto, fetiche o teoplasma. Sin embargo, el lector creyente, tanto hoy como en los tiempos de Cervantes, se sirve del crucifijo para hacer presente a su Dios en el texto, en una suerte de teofanía literaria, que le inducirá a pensar que «sólo Dios fue testigo de esa violación».

En consecuencia, el crucifijo, como representación física de un ser humano y divino, que los creyentes besan como si fuera un ser vivo, será considerado como un Dios por el lector confesional y como un teoplasma por el lector ateo. Ese Cristo de plata es un elemento necesario a la lectura providencialista y confesional de la novela, pues sirve al lector católico a la vez que sirve a la muchacha de testigo teoplasmático, inerte y sin embargo probatorio. Pero es que también, el mismo Cristo es necesario a una lectura racionalista y materialista de la novela. No excluyo aquí la lectura ejemplar que pueda hacer el crítico confesional, inducido por la elocutio del narrador, y frente a la dialéctica objetivada en la inventio del autor: y no la excluyo porque sea imaginaria, falaz o irreal, sino precisamente porque la necesito para demostrar que quien la excluye es Cervantes. El autor desmiente al narrador. Sucede constantemente en toda la novelística cervantina como he explicado en más de una ocasión (Maestro, 2004c: 95-140).

En este punto, se ha hablado también de la posibilidad de una conversión, merced a la intercesión del Cristo, etc., en Rodolfo, que pasa del mal al bien, al precipitar un sorprendente final, en el que la mujer violada acaba por enamorarse del hombre que siete años atrás la había raptado y violado. En realidad lo único que sucede es que semejante conversio la ejecuta el narrador, satisfaciendo, por una parte, los gustos de Rodolfo, que gozará nuevamente, aunque ahora bajo el marco de la legalidad, de la mujer que le place, y, por otra parte, los gustos —moralmente ejemplares— de un público al que se supone va dirigido el título de las doce novelitas. Queda muy claro a los ojos del narrador, y así debe quedar también a los del lector, que Leocadia no es devota en absoluto:


En un escritorio, que estaba junto a la ventana, vio un crucifijo pequeño todo de plata, el cual tomó y se le puso en la manga de la ropa, no por devoción ni por hurto, sino llevada de un discreto designio suyo (309).


Pronto veremos en qué consiste ese «discreto designio suyo», que su propio padre, el anciano y frágil hidalgo, aborta de inmediato. Por el momento, Leocadia se ha llevado un objeto «políticamente correcto» para la mentalidad de la época. Hoy día procuraría llevarse, o tratar de conservar intacta, una muestra íntima de adn. Algo menos emotivo, pero sin duda biológicamente más verificable. Leocadia no se lleva el Cristo ni por hurto —sería ridículo—, ni por devoción —lo cual es de lo más significativo—. El Cristo, en las manos de la moza, queda reducido a un objeto vulgar, común, material. Un sucedáneo de adn probatorio. Un objeto al que ella dará el valor funcional que en griego tenía etimológicamente el símbolo, es decir, un trozo de materia (madera, metal, cerámica...) que se corta en dos pedazos compartidos por sendas personas, las cuales posteriormente podrán volver a unirlos en señal de reconocimiento. Leocadia, al final de la novela, tornará al aposento —espacio con el que experimenta una particular anagnórisis— con el Cristo de plata. En ningún momento de la novela este Cristo será objeto de culto o devoción por parte de su hurtadora. La vivencia religiosa está excluida de la fábula, tanto formal como funcionalmente. Y esta exclusión es decisivamente significativa desde el punto de vista de cualquier interpretación religiosa de las Novelas ejemplares. El Cristo de plata sólo es aquí una divinidad inerte. Ni siquiera un fetiche. Funciona como una prueba adevota e irreligiosa de la violación sufrida por Leocadia. Con todo, voy a entrar en detalles.

¿Cuál es el «discreto designio» en virtud del cual Leocadia, «no por devoción ni por hurto», se apodera del crucifijo de plata? Ella misma lo expone ante sus padres y ante los lectores:


Les mostró el crucifijo que había traído, ante cuya imagen se renovaron las lágrimas, se hicieron deprecaciones, se pidieron venganzas y desearon milagrosos castigos. Dijo, ansimismo, que aunque ella no deseaba venir en conocimiento de su ofensor, que si a sus padres les parecía ser bien conocelle, que por medio de aquella imagen podrían, haciendo que los sacristanes dijesen, en los púlpitos de todas las parroquias de la ciudad, que el que hubiese perdido tal imagen la hallaría en poder del religioso que ellos señalasen, y que ansí, sabiendo el dueño de la imagen, se sabría la casa y aun la persona de su enemigo (310).


A este «discreto designio» de Leocadia su padre replica con una negativa, en la que se objetiva la moral oficial aurisecular, pero en formato familiar. No habla aquí el galán capaz de defender la honra mediante la violencia, dueño de la victoria mediante la fuerza de las armas, sino el padre anciano y débil, impotente ante la agresión, que se refugia en la anulación de la voluntad, en la resignación de su familia y en el silencio social. No era esa la intención de la hija. No era ese su «discreto designio».


Lo que has de hacer, hija, es guardarla y encomendarte a ella [la figura del crucifijo de plata], que pues ella fue testigo de tu desgracia, permitirá que haya juez que vuelva por tu justicia. Y advierte, hija, que más lastima una onza de deshonra pública que una arroba de infamia secreta. Y pues puedes vivir honrada con Dios en público, no te pene de estar deshonrada contigo en secreto. La verdadera deshonra está en el pecado, y la verdadera honra en la virtud; con el dicho, con el deseo y con la obra se ofende a Dios; y pues tú, ni en dicho, ni en pensamiento, ni en hecho le has ofendido, tente por honrada, que yo por tal te tendré, sin que jamás te mire sino como verdadero padre tuyo (311).


No era este el finis operantis que movió a Leocadia a apoderarse del crucifijo. No lo cogió con intención devota. El texto lo dice rotundamente. No se lo llevó para rezar. De hecho, nunca veremos a Leocadia orar ante el Cristo de plata. No es la devoción lo que vincula intertextualmente la acción de esta novela con la leyenda del Cristo de la Vega. Por otro lado, el discurso del padre pone de manifiesto la retórica del apaño. El viejo opta por el silencio más absoluto. El fundamento de sus palabras no es la realidad —una hija violada y preñada por un convecino desconocido—, sino el más absoluto idealismo moral: la creencia en una metafísica de la virtud, presidida por Dios y completamente a salvo de cualesquiera ultrajes masculinos, pues «ojos que no ven, corazón que no siente», es decir, lo que no se sabe públicamente, no ha sucedido nunca. La respuesta del padre es la respuesta del idealista débil, del creyente impotente, de la víctima resignada. Es el perdedor al que sólo le queda, como venganza psicológica y metafísica, la condena moral del vencedor[15]. La ficción es siempre una forma de consuelo. La solución que propone el padre de Leocadia es, aquí, pura psicología terapéutica, fruto de la impotencia y en formato de moralina cristiana.

Por estas razones considero muy arriesgado atribuir a Cervantes las ideas que sobre la honra expone el anciano hidalgo. Puedo admitir que la voz del narrador se manifiesta acaso identificada con los contenidos aducidos por el padre de Leocadia —que, está claro, no es Pedro Crespo—, pero presumir que Cervantes comparte las mismas ideas me parece audaz en exceso y, al cabo, simplista. Que Cervantes no piense como Lope o Calderón no significa que automáticamente piense como el padre de Leocadia, personaje ideal que habla de ideales religiosos, morales y metafísicos, cuyos reinos y consecuencias no son de este mundo. El padre de Leocadia, que ni siquiera dispone de nombre propio, no presenta con Cervantes excesivas analogías, y atribuírselas a partir de discursos puntuales, por muy bonitos que resulten retóricamente a la moralidad de la novela, supone un riesgo manifiesto, cuando no una ilusión crítica. Ni la propia hija comparte o asume las ideas del padre; las obedece, que no es lo mismo. Podría decirse que, para Leocadia, la honra es lo que los demás poseen y exigen, algo de lo que ella involuntariamente carece. Por eso para ella la honra es una apariencia social, dado que se puede simular cuando no se tiene; para su padre es un ideal metafísico, pues físicamente se ha perdido; y para Cervantes —probablemente— una ilusión blasonada.

Pero la historia del crucifijo de plata no ha terminado. Reaparece en el encuentro entre Leocadia y doña Estefanía, y con su reaparición Leocadia —ajena de sí misma— reproduce el discurso de su padre, olvidada ya, siendo ella tan memoriosa[16], del «discreto designio» que originariamente la movió a usurpar el crucifijo. Así, cual su propio padre, dice al teoplasma:


Tú, Señor, que fuiste testigo de la fuerza que se me hizo, sé juez de la enmienda que se me debe hacer, de encima de aquel escritorio te llevé con propósito de acordarte siempre mi agravio, no para pedirte venganza dél, que no la pretendo, sino para rogarte me dieses algún consuelo, con que llevar en paciencia mi desgracia (316).


O Leocadia miente, o se ha olvidado del «discreto designio suyo» (309), que hace siete años ella misma expuso ante sus padres, y que su propio padre rechazó en nombre de un idealismo moral más teológico que aurisecular, y sin embargo más humano que religioso. El lector sabe que Leocadia no se llevó el crucifijo «con propósito» de recordarle a Dios el agravio de que fue víctima. De hecho en la novela no se vuelve a hablar del crucifijo para nada hasta ahora. Y esta interpretación aquí aducida por Leocadia es una interpretación a posteriori, reconstruida retrospectivamente, determinada por el discurso de su padre anciano, e implantada con el fin de exponer lo sucedido para acomodarlo a la resignación moral de la derrota que supone vivir en una secreta deshonra. Leocadia se llevó el Cristo de plata con intención de identificar a su violador sin identificarse ella como sabedora de él. No quiso conocer a Rodolfo el día de marras porque no quería hacerle saber a él que ella disponía del conocimiento de su identidad como violador, pero no porque renunciara para siempre a identificarle como su violador. Ella quería saber, pero sin delatar la posesión de sus conocimientos. Tal era su estrategia, y para ejecutarla materialmente quiso disponer del Cristo, que «no por devoción ni por hurto» (309).


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NOTAS

[1] «Permisión fue del cielo el haberle atropellado, para que, trayéndole a vuestra casa, hallase yo en ella, como espero que he de hallar, si no el remedio que mejor convenga, y cuando no con mi desventura, a lo menos el medio con que pueda sobrellevarla» (316).

[2] «La novela reflejaba con nitidez el rechazo de Cervantes a la idea del honor imperante en la época» (García López, en Cervantes, 1613/2001: 303).

[3] El Saffar considera que La fuerza de la sangre es una novela experimental, en la que tiene lugar una combinación de fuerzas, más o menos abstractas (o simbólicas) y dialécticas. Por su parte, Güntert basa su lectura en la función de la astucia y la memoria de los personajes, que, junto con la habilidad artística de la que es producto el narrador, otorga a la novela una significación específica en el conjunto de la producción cervantina. Güntert reprocha discretamente a El Saffar el hecho de interpretar La fuerza de la sangre desde la intentio auctoris, y no desde los procesos significativos del texto mismo (Güntert, 1993: 182, esp. nota 222). En su opinión, «los significados de este cuento deben ser captados a través de las relaciones, analogías y diferencias que los personajes mantienen entre sí, sobre todo con respecto a tres cualidades: memoria, pasión e inteligencia» (Güntert, 1993: 185).

[4] El narrador cuenta aquí las cosas de forma deliberadamente ambigua: «...le hacía saber que cuando vio al niño caído y atropellado, le pareció que había visto el rostro de un hijo suyo, a quien él quería tiernamente, y que esto le movió a tomarle en sus brazos y a traerle a su casa, donde estaría todo el tiempo que la cura durase, con el regalo que fuese posible y necesario» (314). Lo que con toda razón cabe preguntarse es cómo, en medio del tumulto que supone el atropello del niño por la caballería, en el torneo y bajo la multitud, este hombre puede identificar el rostro de un «su hijo» que resultará ser un «su nieto».

[5] La idea de autodeterminación, esgrimida por algunos nacionalismos separatistas, es fruto de la teología y de la ignorancia. En realidad, la autodeterminación es un concepto teológico, como atributo sólo factible en un dios, exento y emancipado de cualquier posible determinación exterior. Nada humano, ni animal, ni dotado de materia, puede ser, ni estar, ni siquiera por unos segundos, autodeterminado. En el cosmos, todo está codeterminado.

[6] Resulta aquí fundamental el principio platónico de symploké: «Si todo estuviera conectado con todo, o si nada estuviera conectado con nada, el conocimiento sería imposible» (Platón, Sofista, 250e, 255a, 259c-e, 260b). Platón describe aquí formalmente la organización estructural del mundo, que concibe como una estructura trascendental (y no empírica, pero tampoco metafísica). El mundo es una totalidad atributiva, una estructura atributiva, de clases diferentes, cada una de las cuales cumple una función específica dentro del sistema, y que están relacionadas unas con otras, pero no todas con todas (Bueno, 1990; Maestro, 2006).

[7] Desde este punto de vista, no deja de ser irónico el juicio mundano que el narrador exhibe por la boca del vulgo, el cual, «cuando [Luis] iba por la calle, llovían sobre él millares de bendiciones; unos bendecían su hermosura; otros, la madre que lo había parido; estos, el padre que le engendró», etc. (Cursiva mía). El vulgo, ignorando la realidad, bendice las apariencias. El narrador concluye esta secuencia introduciendo un juicio moral de alta consideración: «La intención de sus abuelos era hacerle virtuoso y sabio, ya que no le podían hacer rico: como si la sabiduría y la virtud no fuesen las riquezas sobre quien no tienen jurisdicción los ladrones, ni la que llaman fortuna» (313). El narrador, como el mismo Cervantes, sabe sobradamente que los «ladrones» que tienen jurisdicción sobre «la sabiduría y la virtud» disponen desde la Antigüedad de un nombre propio y específico: se llaman sofistas.

[8] «Este caballero, pues —que por ahora, por buenos respetos, encubriendo su nombre, le llamaremos con el de Rodolfo—...» Y lo mismo sucede respecto a Leocadia, «que así quieren que se llamase la hija del hidalgo» (304).

[9] «[…] antes que de su desmayo volviese Leocadia, había cumplido su deseo Rodolfo […]» (306).

[10] «Confuso dejaron las razones de Leocadia a Rodolfo, y, como mozo poco experimentado, ni sabía qué decir ni qué hacer, cuyo silencio admiraba más a Leocadia» (307).

[11] Es el narrador quien habla precisamente de «el orden de Estefanía» (321).

[12] Luis, nombre de rey en la época, es el hijo que fructifica de la violación de Leocadia. Su accidente con el caballo se ha interpretado facilona y confesionalmente como un «designio de la Providencia», como un suceso que es alegoría de orden moral trascendente que interviene en el curso de los hechos narrados, etc. Lo cierto es que el artífice del accidente es el propio niño, movido por su curiosidad infantil y por su inocente imprudencia. Como ha escribo Güntert (1993: 185) a este propósito, «el arte de Cervantes rehúye lo alegórico».

[13] Como señala Gustavo Bueno (1985, 1995c), de un modo extensional y negativo cabría presuponer que lo sagrado se define por lo no-profano. Lo sagrado no sería, al menos fenomenológicamente, «trascendental» a todos los objetos dados en el Mundo, si es que hay en él (al menos fenomenológicamente) realidades profanas, es decir, no-sagradas. Sin embargo, ocurre que lo profano, a su vez, es un concepto muy confuso, o indistinto. Varrón (De lingua latina, VI, 54) dice que «profano» es lo que está «delante del templo» (fanum), aunque unido al templo; y alega este significado como razón de que se llamase profanatum («consagrado») a algo existente en el sacrificio y en el diezmo de Hércules, puesto que mediante cierto sacrificio recibía el carácter de «propio del templo» (fanatur), lo que equivaldría, dice Varrón, a hacer por ley propio del templo, o fanum, lo que sin embargo es profano. Sin embargo, «profano» llegará a significar, ante todo, no ya tanto lo que está delante del templo (con la connotación de lo que está «orientado» o de cara al templo), sino lo que está fuera e incluso de espaldas a él, de modo que si lo religioso es lo que se encierra dentro del templo, lo profano será también lo que no es religioso (Bueno, 1995c).

[14] Bueno (1995c) atribuye a los númenes, fetiches y santos el papel de valores de lo sagrado. Sintetizo las ideas y palabras de Bueno: lo sagrado sería, principalmente, o numinoso, o santo, o fetiche (o los tres confusamente considerados), pero no un valor independiente de estas especificaciones suyas. Lo sagrado, sin necesidad de ser «trascendental» al espacio antropológico, sí puede distribuirse por cada uno de los ejes, o por combinaciones de ellos. De otro modo, no hay razón alguna para circunscribir o recluir lo sacro en alguno de estos ejes, ni siquiera en un par de ellos. Lo sagrado, tal como se determina en el eje circular, se manifiesta como santo; determinado en el eje angular se manifiesta como numen, y determinado en el eje radial se manifiesta como fetiche. De hecho, se distinguen habitualmente las figuras del sacerdote (como especialista religioso), del chamán (como especialista que pone en contacto a los vivos y a los muertos) y del hechicero o mago: pero precisamente el sacerdote se define en función de los númenes divinos; el chamán en función de las ánimas de los antepasados, y el mago o el hechicero en función de los fetiches impersonales. Las discrepancias de «terminología» no son casi nunca meramente nominales, sino que se vinculan con discrepancias en la concepción filosófica de la materia, lo que quiere decir que adoptar una terminología u otra no es sólo una cuestión de palabras (retórica), sino casi siempre una cuestión de ideas (filosofía). No es cuestión meramente terminológica denominar «santo» a lo numinoso, y poner en la santidad el núcleo o fuente de lo sagrado. En realidad, habría que distinguir, circunscribiéndonos al campo de lo sagrado, tres tipos de teorías reductoras de lo sagrado a alguna de sus categorías. En primer lugar, las que sostienen que lo santo es la fuente de todo lo sagrado (estas teorías, que podríamos poner bajo el patronato del Kant de la Crítica de la razón práctica, comprenden todas las variantes del «humanismo de lo sagrado», incluyendo aquí al evemerismo). En segundo lugar, figuran las que sostienen que lo numinoso es la fuente de todos los demás valores de lo sagrado (puede hablarse aquí de «teorías religiosas de lo sagrado», y cabría ponerlas bajo el patronato de Agustín de Hipona). En tercer lugar, están las teorías que sostienen que los fetiches son la fuente de todo lo sagrado (por tanto, de lo santo y de lo numinoso). Tal es el caso, por ejemplo, de las teorías pan-babilonistas (llamadas a veces fetichistas), iniciadas por el propio De Brosses y continuadas por Von Schröeder o Siecke.

[15] La genealogía de la moral (1887) de Nietzsche se escribe precisamente para condenar discursos cuyo contenido moral es como el del padre de Leocadia: «La rebelión de los esclavos en la moral empieza cuando el resentimiento se torna él mismo creador y da a luz valores: el resentimiento de los seres a los que les está negada la auténtica reacción, la de las obras, y que solamente pueden compensar ese déficit con una venganza imaginaria» (Nietzsche, 1887/2000: 69). ¿Por qué?, pues porque «sólo los desgraciados son buenos; sólo los pobres, impotentes y bajos son buenos; los que sufren, los indigentes, los enfermos, los feos son los únicos píos, los únicos bienaventurados a los ojos de Dios, sólo para ellos hay bienaventuranza, mientras que vosotros, los nobles y potentes, vosotros sois por toda la eternidad los malvados, los crueles, los lascivos, los insaciables, los impíos, y vosotros seréis también eternamente los desdichados, los malditos y condenados» (65).

[16] Leocadia, que recordaba hasta «los escalones que había desde allí [el aposento en que la viola Rodolfo] hasta la calle, que advertencia discreta contó» (314), parece ahora haber olvidado la intención genuina, y no devota, con la que se llevó el Cristo de plata.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Fuerza y materia en La fuerza de la sangre de Cervantes», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 2.29), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


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Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro