IV, 2.30 - La desmitificación en El coloquio de los perros de Miguel de Cervantes: ficción moralista, realismo antropológico y farsa religiosa

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





La desmitificación en El coloquio de los perros de Miguel de Cervantes:

ficción moralista, realismo antropológico y farsa religiosa



Referencia 
IV, 2.30


La virtud sólo existe allí donde hay un vicio que ocultar o disimular.

Adagio de filosofía cínica


 

Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro

De magia y de fábula

Hay una parábola hasídica que asegura que Dios creó al hombre con el fin de que pudiera contar historias. La narración o fabulación de historias sería una cualidad esencial de la actividad vital humana.

Me pregunto qué es más difícil, hacer un milagro o contarlo. El dramaturgo es autor de prodigios; el novelista, cantor épico en su origen, es un relator, un narrador sorprendente de hechos igualmente extraordinarios. El poeta, por su parte, actúa como un chamán, una suerte de mago o hechicero que atribuye a las palabras de su canto un poder eufórico, capaz de inducir en el oyente una experiencia sobrenatural, trascendente. Dioses, profetas y magos cumplen funciones distintas. Dramaturgos, novelistas y poetas, también. No es lo mismo obrar como un dios que hablar como un profeta. El dramaturgo hace prodigios, obra milagros; el narrador los cuenta. El primero asombra nuestros sentidos, ha de provocar espectaculares milagros escénicos que atrapen la atención del espectador, mediante el uso de sistemas de signos que se objetivan fundamentalmente en accesorios y palabras; el segundo dispone sólo de palabras, y de nuestra experiencia en la interpretación de las palabras, para sorprendernos con una fábula. El poeta, a su vez, actúa como un chamán cuyos principales prodigios son, casi exclusivamente, sus propias palabras. De un modo u otro, el milagro inviste de autoridad a quien lo ejecuta. El milagro es el uso de la magia por delegación o mandato de un dios. Esta magia pertenece con frecuencia al ámbito de la moral: a menudo nos preguntamos si los magos son buenos o malos, si sirven al bien o al mal. Ante los profetas, sin embargo, nos preguntamos si mienten o si dicen la verdad. Con una prosa así se seduce fácilmente al lector anglosajón. La tradición literaria hispanogrecolatina exige algo más. Dejemos, pues, el estilo de T. S. Eliot, George Steiner o Harold Bloom.

La magia ha sido desde siempre una forma de respuesta a los límites y la desesperanza del ser humano frente a un mundo físico y trascendente que no puede controlar. Durante los Siglos de Oro la presencia de Dios y del Diablo se impone como un descreído furor. Ambos se convierten para el ser humano en una obsesión terrible, que el Barroco español conjura de una forma inédita e ignorada por el resto de Europa, y con una intensidad que quizá nunca se había producido antes, y sin duda no se ha repetido después. 

En los años de madurez de Cervantes, la literatura y la sociedad hispánicas tienden a reflejar una transformación en la figura de la hechicera —una metamorfosis que no se da en la Europa protestante—, que deja de ser una criatura horrible para convertirse en un personaje equívoco, poco eficaz en la malignidad de sus artes. Su magia queda reducida en muchos casos a una inquietante retórica, frente al vulgo crédulo y la furia luterana, o a una ridícula pantomima, desde el punto de vista de la incredulidad científica o intelectual, entre la que sin duda podemos contar a Cervantes. Estamos en El coloquio de los perros lejos del conjuro de Celestina y sus fuerzas perturbadoras, capaces de convencer a más de un sabio investigador contemporáneo, pero nunca a Fernando de Rojas[1]

Cañizares es bruja porque quiere ser bruja. La esencia parece reducirse en este caso a un ejercicio de voluntad, cuyos resultados son un tanto pobres: una retórica muy personal, de viajes y fantasmagorías, y ciertas convicciones, más o menos disimuladas, en su entorno social más inmediato, acerca de su posible actividad brujeril. En realidad, el único viaje que de la Cañizares llega a nosotros no es otro que el de salir a un vulgar patio, arrastrada por un perro, para mostrar al fin y al cabo, grotescamente desnuda, toda su vejez y su fealdad. En El coloquio de los perros la brujería, como casi todo lo que se expone y refiere en esta novela, está completamente desmitificada: «Que la Camacha fue burladora falsa, y la Cañizares embustera, y la Montiela tonta, maliciosa y bellaca» (605)[2]. De todos modos, no hay que olvidar que quien nos cuenta todo esto es Cervantes. Y Cervantes es capaz de hacernos creer que una vieja es una bruja, que su comadre es madre de dos perros..., que Alonso Quijano es caballero andante, que Sancho es gobernador, que en el interior de la Cueva de Montesinos hay lo que don Quijote dice haber visto..., que Cipión y Berganza hablan, etc. Cervantes no hace milagros, los cuenta; algo, sin duda, mucho más difícil, y sin duda infinitamente más meritorio. En esto consiste, entre otras cosas no menores, «mostrar con propiedad un desatino» (Cervantes, Viaje del Parnaso, IV, 27).



Desmitificación y negación de todo poder trascendente

Siempre que se interpreta se interpreta para alguien. Recepción e interpretación son actos distintos, como la lectura y el comentario son experiencias diferentes y disociables. Toda interpretación es, de hecho, una experiencia dativa. Una transducción. Toda narración lo es también. Se narra para alguien. Cuando la narración, es decir, el contenido de la fábula, evoluciona de forma dialogada, este valor dativo se intensifica, resulta aún más dominante y recursivo, más recurrente que de costumbre. Tal es lo que sucede en la novela de El coloquio de los perros. Cipión y Berganza se convierten, hablante y oyente, en el motor dialógico de una fábula cuyo contenido crece en la medida en que discurre un diálogo. Fábula y dialogía son aquí, una vez más en Cervantes, conceptos esenciales[3].

El personaje barroco es, de este modo, un personaje complejo en la medida en que está implicado en una narración compleja. Es una criatura que se complica por causa de la comunicación del relato del que forma parte, bien como protagonista, bien como narrador, bien como uno y otro juntamente. Se trata con frecuencia de personajes imbricados en relatos y procesos narrativos especialmente irónicos en su propia génesis y desarrollo. El coloquio de los perros, como también el Quijote, constituye en este sentido una obra paradigmática[4]. La novela es ambigua desde su mismo título. Se nos presenta como «novela y coloquio». De este modo se objetiva, desde el título, la complejidad de todo un proceso destinado a la comunicación narrada de un diálogo imposible, milagroso y verosímil[5].

El episodio de la bruja Cañizares se ha considerado, en ocasiones, como el momento nuclear de El coloquio de los perros[6]. Incluso se ha llegado a hablar de novela interpolada dentro de la narración de Berganza, y se ha querido ver en las palabras de la hechicera una metáfora del mismo Coloquio y aun de toda la ficción novelística de Cervantes. Berganza relata el episodio de la Cañizares como una explicación auténtica y verosímil acerca de su origen, supuestamente humano, como hijo de la bruja Montiela[7]. Sólo algo así podría «explicar» el habla y el discurso de que son sujetos Cipión y Berganza[8]. De todos modos, que así lo crean Cañizares, Berganza, y algunos críticos contemporáneos, no nos obliga a los demás a suponer que Cervantes también lo creía[9].


¿Eres tú, hijo Montiel? ¿Eres tú, por ventura, hijo? […], hijo mío […], que sé que eres persona racional y te veo en semejanza de perro, si ya no es que esto se hace con aquella ciencia que llaman tropelía, que hace parecer una cosa por otra […]. Tu madre, hijo, se llamó la Montiela, que después de la Camacha fue famosa; yo me llamo la Cañizares, si ya no tan sabia como las dos, a lo menos de tan buenos deseos como cualquiera de ellas […]. Estando tu madre preñada y llegándose la hora del parto, fue su comadre la Camacha, la cual recibió en sus manos lo que tu madre parió, mostróle que había parido dos perritos […]. Llegóse el fin de la Camacha, y estando en la última hora de su vida llamó a tu madre y le dijo cómo ella había convertido a sus hijos en perros por cierto enojo que con ella tuvo (590-594).


Poco antes la Cañizares ha rechazado la interpretación literaria o simbolista de los poderes reales de la brujería. Ahora, hablando a un perro —imagínense la escena...— al que considera hijo de su difunta colega, califica de «ciencia» a la que llaman «tropelía», una suerte de juego, engaño, trampa o ardid, practicado por los tropelistas, malabaristas y embaucadores ambulantes[10]. En los países subyugados por el protestantismo se polemizaba acerca de si las brujas volaban realmente desde lejanas tierras para celebrar sus aquelarres o si, por el contrario, sufrían alucinaciones provocadas por drogas[11]. En el Siglo de Oro español, el racionalismo literario se burlaba de la brujería y de cuantos en ella creían. Con todo, al margen de los referentes antropológicos de la fábula, nos interesa aquí, en el seno de la poética del Barroco, una poderosa referencia a la negación de los valores morales más ortodoxos e inviolables. La Cañizares, personaje grotesco y esquizoide, por boca de Berganza, según el relato de Campuzano, que en última instancia nos comunica Cervantes, dice:


Rezo poco, y en público; murmuro mucho, y en secreto; vame mejor con ser hipócrita que con ser pecadora declarada; las apariencias de mis buenas obras presentes van borrando en la memoria de los que me conocen las malas obras pasadas. En efeto, la santidad fingida no hace daño a ningún tercero, sino al que la usa […]. Bruja soy, no te lo niego; bruja y hechicera fue tu madre, que tampoco te lo puedo negar; pero las buenas apariencias de las dos podían acreditarnos en todo el mundo […]. Yo tengo una destas almas que te he pintado. Todo lo veo y todo lo entiendo, y como el deleite me tiene echados grillos a la voluntad, siempre he sido y seré mala (597-599).


Esta negación de valores morales sitúa a la Cañizares en una suerte de nihilismo moral, comparable en cierto modo al de Celestina[12]. Con todo, Celestina fracasa al final de sus días, pese a la puesta en escena de sus magias y conjuros, pero la Cañizares no deja de ser sino una bruja de novela, es decir, una criatura desmitificada, ridícula, paranoica, e inútil en sus artes de hechicería[13]. Toda su acción se limita a hablar a un can, a untarse con aceites, y a ser arrostrada por el animal a un patio exterior, para acabar al amanecer siendo objeto de burla y escarnio públicos. La descripción física de Cañizares, tendida y untada, confirma el retrato de un personaje monstruoso, grotesco y degradante, descomposición barroca del desnudo de un cuerpo femenino envejecido, cuyo fondo primigenio no fue otro que la pintura del Renacimiento:


Ella era larga de más de siete pies; toda era notomía de huesos cubiertos con una piel negra, vellosa y curtida; con la barriga, que era de badana, se cubría las partes deshonestas, y aun le colgaba hasta la mitad de los muslos; las tetas semejaban dos vejigas de vaca secas y arrugadas; denegridos los labios, traspillados los dientes, la nariz corva y entablada, desencasados los ojos, la cabeza desgreñada, la mejillas chupadas, angosta la garganta y los pechos sumidos; finalmente, toda era flaca y endemoniada (601).


Mediante la configuración e interpretación de las formas poéticas más elaboradas, la literatura sólo habla de realidades. Diríamos, incluso, que con frecuencia la literatura constituye una prueba cierta de la falta de vida de la que, en el caso de muchas personas, la realidad adolece. La acción de Dante en los Infiernos, de don Quijote en sus trascendentes aventuras, de Fausto en sus pretensiones humanas y metafísicas..., no es sino el resultado de un intento, más o menos frustrante y subversivo, de dar vida en la realidad a lo que dicen los libros, las escrituras, las leyes, los cánones, los ideales eternos. Que se haga verdad lo transcrito en los textos, y que cobre vida la ficción del más allá, del cielo y sus infiernos, de una edad dorada y de unos tiempos dichosos, de una juventud recuperable y de un pretérito tan imaginario como tangible, de una verdad asequible al conocimiento humano, etc. La vida se deja seducir por las palabras, pero no se transforma con ellas, en cada acto de lenguaje y de escritura, en lo que ellas dicen, o quieren decir, para nosotros: la magia es sólo verbo, nada más, un verbo que nunca ha de hacerse carne. Las palabras se burlan de los objetos; se burlan también de los sujetos que las utilizan, a los que traicionan constantemente. Cervantes es muy consciente de este divorcio entre la letra y el ser, y se complace estimulando ante el lector las posibilidades irónicas del lenguaje, la fábula y la escena, es decir, de la poesía, la novela y el teatro. La narrativa de Cervantes se nos ofrece como demostración de que la verdad no es una cualidad de las cosas, sino de la inteligencia y el racionalismo humanos. Y la inteligencia, fuera del discurso, no es nada. Porque nada, ninguna relación, puede verificarse sin haber vivido previamente. La verdad, en suma, es el resultado de un enorme esfuerzo racional, de dimensiones históricas, geográficas y políticas, en los que la ciencia y la literatura desempeñan un papel fundamental. Que el racionalismo literario esté dado a una escala diferente de otros racionalismos, como el matemático o el químico, no le resta ningún valor, salvo si nos situamos en un tercer mundo semántico a la hora de juzgar lo que la literatura es.



La intersección picaresca

La picaresca no fue el instrumento erasmista del que la literatura se sirvió para intervenir críticamente en una sociedad por completo insensible a sus males más inhumanos e implacables, tal como nos han hecho creer muchos críticos e intérpretes afrancesados de la literatura española. La picaresca es una forma de desengañar a los incrédulos y de hacer al ser humano compatible con las exigencias de una realidad que impone sus normas y pone un alto precio a la libertad. Como la guerra, la picaresca es la distancia que separa a los idealistas de la realidad.

El coloquio de los perros se escribe en un momento en el que la picaresca se encuentra plenamente desarrollada. La naturaleza episódica del argumento del Lazarillo y del Guzmán, además de las reflexiones morales, sin duda pueden confirmar la variedad y diversidad del Coloquio, que se estructura en la doble dimensión de la autobiografía neopicaresca de Berganza (novela) y la conversación de los perros con todos sus comentarios y digresiones (coloquio). Novela y coloquio de dos perros.

En 1968 Molho afirmaba que «si bien Cervantes trató en varias ocasiones el tema del pícaro, no escribió un sólo relato basado en problemática picaresca —problemática de la que no aparta su mirada, pero que recusa, sin poner en duda por ello la existencia del pícaro como personaje literario» (Molho, 1968/1972: 124). Tenía razón. Ni una sola de las novelas de Cervantes es, estrictamente hablando, una «novela picaresca». Pero es que ninguna obra literaria de Cervantes es nunca jamás una reproducción de nada anterior al propio Cervantes. Todo lo que escribe Cervantes es absolutamente original y renovador. Cervantes no es un Kitsch, sino un genio. En su obra se objetiva toda una teoría de la genialidad en el arte y la literatura. No lo es La gitanilla, ni Rinconete y Cortadillo, ni La ilustre fregona, ni El casamiento engañoso, ni tampoco El coloquio de los perros. Todos ellos son relatos que contienen algunos accidentes de la novela picaresca, pero no su esencia. Se trata, en suma, de relatos intersectados por lo picaresco sui generis, y en los que se objetiva, antes que un ejemplo de «novela picaresca», una concepción del pícaro, ya como ser humano, desde un contexto social, ya como personaje narrativo, desde un intertexto literario.

El coloquio de los perros está, pues, estrechamente relacionado con un conjunto de obras en prosa, de la literatura europea de mediados del siglo XVI, que resulta decisivo en la configuración posterior de la novela realista moderna. Son especialmente importantes los años 1540 y 1550. En este período tiene lugar la publicación de obras como Lazarillo de Tormes (1554) y Diana (1559). La crítica más autorizada coincide en señalar al menos tres escritos de especial relevancia para el Coloquio cervantino: 1) El asno de oro, de Apuleyo, bien conocido en latín durante siglos, y cuya traducción española se publica en 1513 en Sevilla, a cargo de Diego López de Cortegana; 2) los diálogos lucianescos, en su doble tradición latina y romance, y su dilatada tradición literaria (El sueño o el gallo[14], El crotalón[15]), y 3) la historia de Falqueto, contenida en el Baldo[16]). El Asno de oro, el Guzmán de Alfarache y El coloquio de los perros tienen en común, como ha señalado Riley (1990: 87), dos referencias fundamentales: son obras formalmente cómicas y referencialmente sombrías, pesimistas, amargas; y los protagonistas retratan críticamente la adversidad del mundo mediante la conversión religiosa o el racionalismo laico.

La novela picaresca —el Lazarillo (1554), el Guzmán (1599 y 1604), también el Buscón (1626)[17]— nos enseña que el pícaro está determinado por la pobreza económica y la miseria moral. Ambas conforman y codeterminan al personaje. El pícaro se contenta con sus miserias. No aspira a nada, salvo al engaño cotidiano para sobrevivir en la miseria, de modo igualmente cotidiano. Es un pobre del que se desconfía siempre, con razones o sin ellas, precisamente porque sea un mísero, sino porque es una criatura sin aspiraciones ni propósitos, más allá del embuste y el conformismo miserables. En algún momento de la carrera picaresca practicará la mendicidad. La pobreza económica subraya su miseria social y moral. Una y otra son resultado de la pobreza de sangre y de linaje, que limita y dispone su evolución, aspiraciones y pensamientos. 

El pícaro carece de honra, vive en el deshonor, existe sin dignidad. Y no le importa. La sangre noble inclina a la nobleza, del mismo modo que la indignidad y la abyección se heredan irremediablemente. Acaso también de forma involuntaria. Pero complaciente. Sin embargo, el pícaro conoce bien la moral benigna, oficial, ortodoxa, socialmente codificada, desde la que enuncia el discurso (etic)[18] de su propia vida. El pícaro sabe de qué habla y desde dónde habla. No es inocente. Y no le importa ser culpable. No ha sido inocente nunca, ni por estirpe. La inocencia es para él un estado inédito, inimaginable, imposible. El verbo del pícaro, esto es, la novela picaresca, es una suerte de confesión imaginaria: un relato autobiográfico que describe, desde los valores definidos de la moral social, política y religiosa, una vida indigna y ya consumida, la del personaje narrador. 

El pícaro es así un ser casi infrahumano, ese Untermensch que el estado español aurisecular segrega y extirpa simultáneamente por inútil y pernicioso. El pícaro coloca al ser humano ante las condiciones más negativas de toda existencia, desenmascara falsas verdades, subvierte valores indiscutidos, desmitifica lo consagrado, etc. Pero en realidad se comporta como un completo irresponsable y parásito. Es, sorprendentemente, todo lo contrario a un demagogo. Él no dota a la mentira de atributos de verdad, no hace demagogia, sino lo opuesto: desenmascara, descubre la verdad, pero desde la bajeza. Y sin propósitos de enmienda. Es el narcisismo de su propia sordidez. La verdad sólo se puede descubrir, consentir y declarar desde el inframundo. Los seres elevados viven en la ficción de las virtudes, del blasón y del decoro. La realidad no es virtuosa, ni honrada, ni correcta. El mundo picaresco es un mundo mítico, que opone al mundo real la subversión de una mitología invertida. Por lo demás, la fábula de la novela picaresca nunca parece tener por causa ni el azar y ni lo arbitrario. La vida y acciones del pícaro están dominadas por el determinismo de su miseria moral, social y económica, un atavismo del que no puede emanciparse en ningún punto de su vida. Tampoco lo pretende. La superación personal no forma parte de sus planes. El conformismo lo impide, y el embuste es su único objetivo. Las novelas picarescas no tienen final cerrado. Son novelas que miran hacia el infinito, no hacia el futuro. Una suerte de plus ultra que abre la ficción a la vida sin ofrecer soluciones. La estructura abierta conviene a la expresión de un pensamiento picaresco problemático y dialéctico.

Frente a la novela picaresca más temprana, el Buscón quevedesco empuja y zarandea al ser humano hasta dejarlo convertido en un títere. Es el mundo infrahumano de lo inerte, en el que toda ambición parece estar proscrita[19]. De ser el objeto de una creación divina queda el ser humano reducido a un esperpento, un espantapájaros, una realidad animal o reificada... Un esperpento por el que ha muerto nada menos que un Dios. El camino hacia Valle-Inclán está más que servido. Según Molho, Quevedo aporta ante todo al pensamiento picaresco «un insuperable desprecio del hombre —desprecio al que el anónimo creador de Lázaro y Mateo Alemán, a pesar de su irónica tristeza o de su angustiosa amargura, oponen un categórico rechazo— (Molho, 1968/1972: 135)». La decadencia que ilustra Quevedo en su obra es la depreciación polimórfica de toda materia, individual y colectiva, moral y ética, política y religiosa. El mundo material, del que el Hombre es una parte esencial, se descompone sin remedio, en un magma de consecuencias desbordadas. Cervantes no comparte el punto de vista de Quevedo. El autor del Quijote, de Rinconete y Cortadillo, de La ilustre fregona, de El coloquio de los perros..., considera que el ser humano puede asumir, frente a cualquier orden moral trascendente, una moral inmanente, interior, propia, y conducirse en ella hacia la expresión y constitución distintiva de su personalidad. 

La concepción que la literatura cervantina objetiva del ser humano remite a una idea de persona capaz de profundizarse o sobrepasarse, capaz de reflexionar sobre sí con conocimiento de causa y consecuencia, y sobre todo con planteamientos morales definidos y alternativos, desde los que preservar su propia evolución en un mundo ajeno, adverso, disperso. La obra de Cervantes no es un mero narcisismo picaresco, ni mucho menos una legitimación de esa forma de vida, ni, desde luego, un indulto erasmista del pícaro, sino algo mucho más exigente: la exposición de su fracaso y la exigencia de un desengaño. El motor de la vida no es ni la picaresca ni el idealismo, sino el desengaño y el racionalismo crítico, y, sobre todo, la lucha por la libertad, jamás su prostitución. Un pícaro es alguien que, en lugar de luchar por su libertad, la prostituye. Opta por el engaño, miserablemente remunerado, antes que por el desengaño beligerante y crítico.

Los personajes cervantinos poseen, y exhiben de forma tan permanente como discreta, las dos cualidades más explícitamente humanas: la razón y la libertad. Incluso en la cúspide de su locura, su racionalismo es de una agudeza sobresaliente y única. La razón dota al ser humano de una identidad constitutiva y distintiva. Los personajes cervantinos son cualquier cosa menos seres desposeídos de razón y carentes de ansias de libertad. Ni siquiera en sus entremeses o piezas teatrales menores los dramatis personae pueden considerarse vulgares peleles o simples reificaciones de experiencias cómicas. Al igual que el anónimo humanista que escribe el Lazarillo de Tormes (que no así Lázaro, su protagonista), Cervantes engendra personajes cuyo racionalismo invalida, cuando no ironiza, en nombre de una moral inmanente y universal, la supremacía social e ideológica que la aristocracia hereditaria pretende monopolizar. Cabe advertir que Cervantes, sobre todo en sus Novelas ejemplares, gusta de presentar a aristócratas encanallados, es decir, a miembros del alto estamento nobiliario a quienes les encanta la vida truhanesca y libertina (Loaysa, Rodolfo, Avendaño, Carriazo...), o simplemente marginal y miserable (el Andrés enamorado de una gitanilla).

La literatura cómica en general, y muy en particular el teatro, se han ocupado más de ridiculizar determinados comportamientos humanos que de explicarlos o comprenderlos. En este sentido, la literatura ha estado más cerca, sin saberlo o sin quererlo, de la religión y de la moral que de la libertad del arte autónomo, capaz de actuar desde una inteligencia poética propia y explicativa de la realidad. El arte busca su público en la sociedad humana, y en toda sociedad humana el número de los que condenan en nombre de dios, la moral, el nacionalismo, el feminismo, la religión o lo políticamente correcto, es siempre muy superior al número de los condenados. En público todo el mundo habla como si fuera inocente. Es decir, como si fuera una artista, un intelectual o un cura.

Pero Cervantes nunca escribió ni como artista, ni como intelectual ni como un cura o un clérigo. Cervantes no es Erasmo: ¿se enterarán de esto alguna vez los cervantistas? Cervantes se expresó siempre como si él no hubiera existido nunca. El autor del Quijote no ha dejado jamás una huella delatora de sí mismo. ¿Por qué tantas precauciones? ¿Por qué ocultar la denominación de origen de un sentido del humor determinado por la discreción, la prudencia, la inteligencia crítica y, sobre todo, el esfuerzo personal por comprender al prójimo?

A diferencia de la literatura de sus contemporáneos y predecesores, Cervantes no se burla gratuitamente de los débiles, locos, impotentes o personas física o intelectualmente limitadas. El teatro de su tiempo lo hacía de forma explícita. Lo hicieron exultantemente, entre tantos otros, Lope, Calderón y Quevedo. Y todos sus posibles precursores. El teatro y la literatura han ridiculizado en exceso a quien no vive conforme a las normas y a las exigencias sociales y políticas. El entremés ha sido un género teatral que se ha cebado con el débil de forma superlativa. Sin concesiones. El chiste contra el torpe, el viejo, el cornudo, el endeble, el díscolo, el heterodoxo, es un tema eterno en el arte literario de la comedia. Sin embargo, Cervantes utilizó su literatura y su teatro no para reírse del ser humano, no para burlarse de él lúdicamente, sino para comprenderlo mejor y —sobre todo— para exponer de forma crítica las posibilidades del conocimiento humano en las situaciones más adversas de la vida.

La obra literaria de Cervantes es un esfuerzo extraordinariamente inteligente, bien humorado, lúdico, y también muy crítico, por explicar el comportamiento humano. Su objetivo no es la burla o la ridiculización, sino la comprensión, indudablemente racional, de nuestras formas de conducta.

Como él mismo escribió, «no puede haber gracia donde no hay discreción» (Quijote II, 44). Lo cómico siempre está relacionado con la transgresión de una norma. El débil siempre podrá ser, o bien objeto de burla y castigo, o bien objeto de comprensión. Cervantes optó por esta última solución, al menos en su literatura.

No sorprende, pues, que Cervantes objetive en su intersección con la novela picaresca el camino inverso que expresa Quevedo. Este último cosifica y animaliza al ser humano. Valle-Inclán sigue, con gusto y gracia recreativas, su mismo itinerario. Cervantes humaniza a dos perros. Les dota de razón y de discurso, de juicio crítico y de facultad interpretativa. Berganza es un alano, cruce de dogo y lebrel. Es perro de elevada alzada, agresivo, si lo considera oportuno, y de gran astucia siempre. Cipión actúa en el coloquio como analista y moderador, que gusta refrenar la elocuencia de Berganza. La potencia narrativa de del can desborda la capacidad inventiva del alférez Campuzano, convertido en mero reproductor del sorprendente discurso de Berganza. Todo en Cervantes apunta al triunfo del antropomorfismo. El lenguaje y la razón son las cualidades constitutivas y distintivas del ser humano. Cipión y Berganza no sólo las poseen y las exhiben, sino que incluso desarrollan su diálogo incorporando a sus contenidos los criterios que pertenecen a la conciencia crítica de un letrado, de un moralista social, o incluso de un discreto teólogo. Animales y rufianes que hablan como hombres o dioses, y por boca y memoria de un sifilítico. He aquí el ficticio revestimiento con que se Cervantes muestra, en el esplendor de su cinismo, la farsa del moralismo literario.


 

La ficción del moralismo literario

Las fábulas de las obras de Cervantes poseen una impronta moral muy fuerte[20]. En este sentido, Riley ha subrayado que la filosofía de los cínicos se relaciona de modo singular con El licenciado vidriera y El coloquio de los perros, además de presentar algunas relevancias puntuales con la visión cervantina de la sátira (Oliver, 1953)[21]. Riley considera que nunca Cervantes ha estado tan cerca del pesimismo de Mateo Alemán como en El coloquio de los perros. Estima el hispanista británico que «Cervantes veneraba las virtudes de la doctrina cínica tanto como deploraba su vicio del vituperio poco caritativo» (Riley, 1976/2001: 234), y advierte que Cipión y Berganza se comportan como auténticos filósofos del cinismo en su crítica de la sociedad. La conclusión de Riley es muy coherente: «No es necesario aceptar hasta las últimas consecuencias al Cervantes de Américo Castro para ver que, en cierto sentido, tenía algo de marginado. La marginación social de los cínicos debió de ser comprensible para él, como atractivo tuvo que resultarle su antidogmatismo. Como hombre, sabía muy bien lo que significaba sentirse cínico. Pero como escritor sabía cómo convertir hasta las experiencias dolorosas en arte y, con ello, trascenderlas» (Riley, 1976/2001: 238). 

Las características más notables de la filosofía de los antiguos cínicos son bien conocidas[22], y algunas de ellas están muy presentes en varias de las secuencias de El coloquio de los perros: enajenación de la sociedad; desprecio y crítica de los valores institucionalizados socialmente; búsqueda de la libertad personal; vida ascética y vagabunda, con los mínimos medios; personajes heterodoxos, aislados de la sociedad y críticos con ella, parientes pobres de los estoicos, inconformistas y desdeñosos de la sociedad, de sus leyes y costumbres; rechazo de la religión, la moral, la enseñanza sistematizada, el arte preceptivo y el patriotismo; búsqueda de la felicidad a través de una suerte de libertad personal. La afinidad entre los estoicos y los cínicos era en varios aspectos notable, al compartir una misma desconfianza y un mismo desengaño. Entre los fundadores de la filosofía cínica pueden citarse los nombres de Antístenes, Diógenes, Crates y la figura de referencia: Sócrates[23].

En la moral del Coloquio, Berganza sostiene que resulta imposible sustraerse a la fuerza innata del mal. Queda aquí formulado el tema de El coloquio de los perros, la condición humana, determinada por la maldad:


El hacer y decir mal lo heredamos de nuestros primeros padres y lo mamamos en la leche. Vese claro en que apenas ha sacado el niño el brazo de las fajas cuando levanta la mano con muestras de querer vengarse de quien, a su parecer, le ofende; y casi la primera palabra articulada que habla es llamar puta a su ama o a su madre (562).


Diríamos que lo esencial aquí no es solucionar los problemas, sino sobrevivir a ellos, dada la terrible condición humana que advierte Berganza en nuestro género humano. «Yo no conozco —escribe Riley— afirmación más terrible que ésta en toda la obra de Cervantes» (Riley, 1990: 93). Y en otro lugar añade: «No hay margen de error: la doble novela de Cervantes es una obra profundamente seria, y se puede defender la idea de que el problema del mal es el problema último que se saca a colación en el Coloquio de los perros» (Riley, 1993/2001: 271). Finalmente, concluye: «Nunca penetra [Cervantes] más adentro en el corazón ético de la función y responsabilidad del novelista que en El coloquio de los perros, la más ejemplar de sus novelas» (Riley, 1990: 94).

Sin duda Riley tenía razón. Con toda probabilidad, El coloquio de los perros constituye la obra literaria más visiblemente desengañada y pesimista de Cervantes. Tanto que nos transmite una imagen del mundo como experiencia vital extremadamente decepcionante. La desmitificación y la ironía alcanzan todos los órdenes. La narración no se salda con soluciones de ningún tipo, y un cierto tono nihilista parece dominar en ciertos momentos al lector. Es como si la vida sólo sirviera para contarla ante aquellos interlocutores capaces de comprender, al igual que el narrador, la universal corrupción y miseria de la humanidad. Berganza confirma que la maldad es un atributo innato del ser humano: «El hacer y decir mal lo heredamos de nuestros primeros padres y lo mamamos en la leche».

Son éstas palabras que ha de confirmar Cipión algo más adelante. La afinidad de esta novela cervantina con el teatro de Molière, en su particular combate y denuncia de la hipocresía social, es notable.


Según eso, Berganza, si tú fueras persona, fueras hipócrita, y todas las obras que hicieras fueran aparentes, fingidas y falsas, y cubiertas con la capa de la virtud sólo porque te alabaran, como todos los hipócritas hacen (570).


En la historia más temprana de la novela moderna, como forma de discurso y como género literario, hay etapas decisivas, determinadas, especialmente en sus comienzos, por una reflexión sobre la interpretación de la realidad humana. Cervantes desempeña un papel fundamental en estos años de génesis de la narrativa moderna.

En nuestro tiempo, novela se opone a romance (narración fantástica, relato de fantasía)[24]. En los Siglos de Oro, sin embargo, novela se oponía a historia y a fábula poética. A finales del siglo XVI los romances sufren un desprestigio cada vez mayor. En este contexto, los preceptistas buscan para la ficción narrativa una salida a través de la épica. Autores como Javier Blasco consideran desde este punto de vista que «la ‘novela moderna’, lo que nosotros entendemos por novela, nace de la crisis del romance, pero nace en el seno del romance y de sus mismos materiales» (Blasco, 2001: xii). Probablemente es así, y no es menos cierto que Cervantes contribuye con su obra narrativa a estimular y consolidar esa transformación. Sin embargo, no hay que olvidar que la creación novelística de Cervantes, como también su teatro cómico y trágico, tiene una cita con la realidad fuertemente determinada por una fuerza moral nada ortodoxa. 

El origen de la novela, al menos en lo que se refiere a la experiencia cervantina, representa una de las primeras citas que la literatura contrae con la moral de la Edad Contemporánea, orientada hacia la desmitificación crítica de hechos humanos y divinos, la desidealización de las formas épicas, la subversión de ortodoxias metafísicas y sociales, la discusión de valores morales públicamente codificados, y sobre todo, ya desde fines del siglo XVI, por difícil que resulte apreciarlo, hacia una concepción del arte muy alejada de los preceptos y las normativas del clasicismo y del aristotelismo teórico. La novela moderna, es decir, cervantina, no nace sólo de la crisis del romance, sino también de la fuerza de un voluntarismo moral; la nueva ficción narrativa no emana exclusivamente de la poética, sino también, y de forma muy decisiva, de la libertad del individuo —nada ortodoxa por cierto—frente a los imperativos morales de una realidad trascendente o metafísica. 

Contra esa codificación terrenal y política, humana e interesada, de determinados valores trascendentes al individuo, reacciona, entre burlas y veras, entre hechos ordinarios y extraordinarios, entre novelas y romances muchas veces, la obra narrativa (y también teatral) de Cervantes. Si el romance remitía a un mundo fantástico con leyes propias, que exigía al lector suspender momentáneamente su experiencia de lo real, y si la novella de ascendencia italiana (Bandello, Boccaccio...) ponía ante los ojos de los lectores un universo real y cotidiano, la narrativa de Cervantes nos sitúa en la interpretación de una realidad particularmente compleja, porque la percepción tradicional resulta discutible allí donde su fuerza es más convincente, porque la verdad de la que nos habla su literatura se torna increíble precisamente allí donde resulta más verosímil... La ficción es más coherente que la realidad. Además, la ficción novelesca adquiere con Cervantes una fuerza interpretativa sobre lo real que conmociona nuestra visión del mundo. La seducción de la poética se convierte en un revulsivo de la experiencia moral. De nuevo la literatura y sus katharsis, que tanto desasosegaban a los moralistas de todos los tiempos, vuelven a seducir al individuo frente al discurso religioso, teológico, moral, preceptivo, didáctico... Una vez más, como siempre, la literatura reacciona contra el canon, la libertad contra la norma, la modernidad contra el pasado.

Creo que ha de tenerse mucho cuidado en presentar la narrativa de Cervantes como algo inocente y esencialmente divertido, como innovación intrascendente, fruto de la ociosidad amena, deleitosa o didáctica. Si eso es así, sólo lo es en apariencia, y en alguna declaración prologal cervantina, pero no en la realidad textual de sus obras literarias, abiertamente críticas, nada intrascendentes, y con una fuerte carga moral de heterodoxia, en absoluto inocente. Es posible que la novela surgiera inicialmente en busca del otium del lector, pero no es aceptable interpretar sin más que la novela cervantina se quede en la satisfacción amoral de una ociosidad estoica, más o menos alegre y fabulosa. So capa de otium, la narrativa y el teatro cervantinos llegan demasiado lejos, para sus contemporáneos y para nuestro propio tiempo. Ningún moralista, ningún preceptista, ningún ortodoxo contrarreformista, puede sentirse plenamente cómodo en el universo literario de Cervantes. Con razón Javier Blasco escribe lo siguiente:


La actitud de Cervantes demuestra que estaba bien informado respecto a la inquina de muchos moralistas contemporáneos hacia la lectura de libros de ficción. También es cierto que le preocupan las condenas que de ello se siguen. Hasta cierto punto, toda su narrativa no es sino la novelización del magno debate que el humanismo suscita alrededor del problema de la lectura (con implicaciones morales y estéticas, pero también políticas y teológicas) (Blasco, 2001: xviii).



El drama del realismo antropológico: conflictos sociales

Diferentes grupos sociales desfilan a lo largo de este «entremés» narrado, pletórico de figuras y prototipos humanos determinados por su comicidad o dramatismo.

Molho (1970/2005: 238) ha advertido que los cuatro primeros episodios de El coloquio de los perros representan a personajes que forman parte de colectividades integradas en la sociedad: un jifero, unos pastores, un mercader y un alguacil[25]. Berganza ofrece de ellos una visión abiertamente negativa. A estos episodios sucede una serie, en la que podría considerarse la segunda parte de la novela, tras el encuentro con la Cañizares, que representa a arquetipos sociales que la crítica califica de excluidos, cuando en realidad la literatura los presenta precisamente como esenciales e imprescindibles: moriscos, gitanos, comediantes y locos[26]. No hay sociedad humana sin actores, sin chiflados, sin etnias diferentes entre sí. Si realmente excluyéramos de una sociedad a las minorías, la sociedad misma se disolvería de inmediato y por completo, pues toda sociedad es una federación de minorías y diversidades. La manipulación que la posmodernidad hace de la idea de minoría es un fraude absoluto. 

Berganza, por su parte, no forma parte esencial de la sociedad humana. Es un irónico testigo antropomorfo. Como perro, le suponemos exento de los prejuicios humanos. Sin embargo, la posesión del lenguaje, facultad humana por antonomasia, le hace, en el ejercicio de su discurso, depositario de todos ellos. Al margen de la humanidad, el perro se sustrae a toda una serie de condiciones, como la honra, el linaje, el prejuicio..., que, sin embargo, siempre podrán admitirse en una lectura antropomórfica: Berganza nace en un matadero —curiosa y paradójica alegoría de la vida humana—, su primer amo es un jifero, rufianesco por añadidura, apodado el Romo pese a la agudeza que requiere su oficio vil, asimilable al verdugo, y que en la época constituía una actividad claramente deshonrosa.

Las críticas contra los moriscos forman parte, sin duda, de la perspectiva dramática. Con fundamento histórico inmediato, tras la expulsión acaecida en 1609, Cervantes apela aquí, una vez más, a un conflicto social y político, plenamente antropológico, nada metafísico, y que se inscribe además en un intertexto literario de notorias dimensiones, las cuales conducen sin reservas al Quijote (II, 54). La caracterización negativa, depravada, que hace Berganza del morisco al que circunstancialmente sirve es por completo tópica, al recoger una acumulación de lugares comunes plenamente vigentes en la opinión social del vulgo en la España de principios del siglo XVII. Pero no cabe despachar tales declaraciones sin más, diciendo que se trata de tópicos y palabras comunes. Hay algo más. Algo más importante. Estas observaciones de Berganza contrastan dialécticamente con las relaciones que protagonizan Sancho y el morisco Ricote —quien porta, para chuparlos, huesos mondos de jamón, y tal vez no sólo para disimular— en la novela mayor de Cervantes.


Por maravilla se hallará entre tantos uno que crea derechamente en la sagrada ley cristiana; todo su intento es acuñar y guardar dinero acuñado; y para conseguirle trabajan, y no comen; en entrando el real en su poder, como no sea sencillo, le condenan a cárcel perpetua y a escuridad eterna; de modo que ganando siempre y gastando nunca, llegan y amontonan la mayor cantidad de dinero que hay en España. Ellos son su hucha, su polilla, sus picazas y sus comadrejas; todo lo llegan, todo lo esconden y todo lo tragan. Considérese que ellos son muchos y que cada día ganan y esconden poco o mucho y que una calentura lenta acaba la vida como la de un tabardillo; y como van creciendo, se van aumentando los escondedores, que crecen y han de crecer en infinito, como la experiencia lo muestra. Entre ellos no hay castidad, ni entran en religión ellos, ni ellas: todos se casan, todos multiplican, porque el vivir sobriamente aumenta las causas de la generación. No los consume la guerra, ni ejercicio que demasiadamente los trabaje; róbannos a pie quedo, y con los frutos de nuestras heredades, que nos revenden, se hacen ricos. No tienen criados, porque todos lo son de sí mismos; no gastan con sus hijos en los estudios, porque su ciencia no es otra que la del robarnos. De los doce hijos de Jacob que he oído decir que entraron en Egipto, cuando los sacó Moisén de aquel cautiverio, salieron seiscientos mil varones, sin niños y mujeres; de aquí se podrá inferir lo que multiplicarán las destos, que, sin comparación, son en mayor número (610-611).


Los reproches de Berganza son atribuciones colectivas, tópicas, y francamente superficiales. Pero no sólo: el can ilustra lo que dice con un ejemplo concreto. El morisco, por avaricia, lo mata de hambre. Berganza sobrevive compartiendo la comida que le da un mísero poetastro: mendrugos de pan inmasticable, duros como piedras. No es aceptable lo que dice la crítica que se enfrenta a este pasaje desde la obsecuencia de lo políticamente correcto, para hacer creer, de forma falaz y sin fundamento, que no hay aquí referencias a morisco concreto. ¿Acaso no se refiere Berganza a que un morisco concreto no le da de comer apenas, y tiene que sobrevivir de lo que le sobra a un mísero poeta? No es cierto que se censure un género, y no un personaje. Se censuran ambas cosas: el género y el personaje, es decir, a los moriscos como grupo social y al morisco —hortelano andaluz— como personaje específico. Berganza insiste en particularizar su información «desta buena gente» (610).

Esta crítica canina expone una opinión común, sí, sin duda, y también una experiencia particular, la de Berganza, que no por literaria es irrelevante o ficticia. No es un eco, como ha sugerido más de un intérprete cervantino, sino una afirmación de hecho. Cervantes puede pensar, o no, realmente lo que Berganza afirma con tanta generalidad como especificidad. No sólo es coherente y aceptable una lectura capaz de descubrir la ironía que se encierra en tales palabras. También es coherente y aceptable una lectura contraria. La ironía que se atribuye a Cervantes no sólo está en las palabras. Está también en los hechos. Y las palabras de Berganza contra los moriscos, aunque sean tópicas, no están en contradicción, en absoluto, con el comportamiento del morisco, que apenas da de comer al can. De hecho, el propio Berganza abandona al morisco, sin dudarlo, para poder sobrevivir y evitar morir de hambre.

Jean Canavaggio se equivoca abiertamente cuando, en este sentido, movido sin duda por la obsecuencia de coincidir, o de no entrar en conflicto, con la ideología multiculturalista, dominante en la época en que el hispanista francés plantea su lectura de esta novela, escribe lo siguiente:


La diatriba antimorisca que pronuncia Berganza, en El coloquio de los perros, es por sí sola una obra maestra de ironía: suponiendo que resuma las quejas de los cristianos viejos frente a una minoría activa y prolífica, expresa una visión de las cosas harto más compleja que el discurso oficial, basado en una argumentación exclusivamente religiosa. Detalle revelador: esa «morisca canalla» a la que vitupera Berganza se encarna en el hortelano andaluz que le ha recogido generosamente (Canavaggio, 1986/2003: 328, cursiva mía).


La crítica literaria, incluso la académica, busca simpatizar con su presunto público. Se esperaría de los hispanistas, de los universitarios, de los académicos, una independencia y un sentido verdaderamente críticos. El resultado, decepcionante, es muy otro. No es cierto lo que escribe Canavaggio. Y no lo es porque el morisco, dulcificado en la figura del «hortelano andaluz», tal como lo presenta el hispanista francés, como si se tratara de un personaje costumbrista y adánico, y no de un avaricioso miserable de dimensiones superlativas, que come con su propio can una suerte de sopas de pan de maíz, y todo ello por no gastar un ardite de la riqueza que posee, el morisco —digo— no acoge, en ningún momento, generosamente, a Berganza. Lo acoge para que le haga un servicio sin coste: que le cuide la huerta. 

El morisco vive como un avaro, rodeado de riqueza que atesora sin consumir. Y así lo demuestran no sólo las palabras de Berganza, sino los hechos narrados. No se olvide que la ironía cervantina no se reduce a palabras, sino que opera, sobre todo, y muy significativamente, en la fábula, en la composición de los hechos, en la metabolé de cuanto ocurre, y se revela, específicamente, en la dialéctica que separa y quiebra lo que se dice de lo que se cuenta. Este abismo entre lexis (lo que se dice) y fábula (lo que de hecho ocurre) es fundamental en la interpretación de los materiales literarios cervantinos. Lo que se cuenta no siempre es lo que ocurre, porque la forma de decir, la forma de contar, no se corresponde con los hechos que, de hecho, tienen lugar. Los narradores cervantinos dicen unas cosas que los hechos —los mismos hechos que ellos narran— desmienten. Hay un divorcio literario entre palabras y acciones. No cabe mayor cinismo.

Prestemos a tención no sólo a las palabras de Berganza, sino a los hechos que el propio perro narra de forma explícita.

¿Por qué Berganza da con el morisco? Por casualidad, huyendo de unos gitanos titiriteros, que hacían del perro un payaso ambulante. A Berganza ese «oficio» no le gustaba, y huye por iniciativa propia. Nótese el parecer inicial de Berganza, que juzga equivocadamente la buena perspectiva que le ofrece el morisco, teniendo en cuenta sobre todo que no dispone en ese momento de otras opciones («no había allí altercar…»):


A cabo de veinte días, me quisieron llevar a Murcia. Pasé por Granada, donde, ya estaba el capitán cuyo atambor era mi amo. Como los gitanos lo supieron, me encerraron en un aposento del mesón donde vivían; oíles decir la causa; no me pareció bien el viaje que llevaban, y así, determiné soltarme, como lo hice, y saliéndome de Granada di en una huerta de un morisco, que me acogió de buena voluntad, y yo quedé con mejor, pareciéndome que no me querría para más de para guardarle la huerta, oficio, a mi cuenta, de menos trabajo que el de guardar ganado; y como no había allí altercar sobre tanto más cuanto al salario, fue cosa fácil hallar el morisco criado a quien mandar y yo amo a quien servir. Estuve con él más de un mes, no por el gusto de la vida que tenía, sino por el que me daba saber la de mi amo, y por ella la de todos cuantos moriscos viven en España (609, cursiva mía).


Berganza no deja lugar a dudas: está con el morisco por curiosidad, no por gusto. Quiere conocer la vida del morisco y los de su casta. Su labor sigue siendo la de un explorador social, al servicio de la crítica y de la desmitificación. Y el resultado es decepcionante, pues…:


¡Oh, cuántas y cuáles cosas te pudiera decir, Cipión amigo, desta morisca canalla, si no temiera no poderlas dar fin en dos semanas! Y si las hubiera de particularizar, no acabara en dos meses; mas, en efeto, habré de decir algo; y así, oye en general lo que yo vi y noté en particular desta buena gente (609-610).


¿Cómo sobrevive Berganza durante su estancia con el morisco? Por los mendrugos de pan que le da un miserable poeta, porque el morisco lo mata de hambruna.


Como mi amo era mezquino, como lo son todos los de su casta, sustentábame con pan de mijo y con algunas sobras de zahínas, común sustento suyo; pero esta miseria me ayudó a llevar el cielo por un modo tan estraño como el que ahora oirás (611, cursiva mía).


Berganza introduce aquí el episodio del poeta —y del comediante—, quien lo alimenta durante el tiempo que dura la composición de su obra:


El poeta, después de haber escrito algunas coplas de su magnífica comedia con mucho sosiego y espacio, sacó de la faldriquera algunos mendrugos de pan y obra de veinte pasas, que, a mi parecer, entiendo que se las conté, y aun estoy en duda si eran tantas; porque juntamente con ellas hacían bulto ciertas migajas de pan que las acompañaban. Sopló y apartó las migajas, y una a una se comió las pasas y los palillos, porque no le vi arrojar ninguno, ayudándolas con los mendrugos, que morados con la borra de la faldriquera, parecían mohosos, y eran tan duros de condición, que aunque él procuró enternecerlos, paseándolos por la boca una y muchas veces, no fue posible moverlos de su terquedad; todo lo cual redundó en mi provecho, porque me los arrojó, diciendo: «¡To, to! Toma, que buen provecho te hagan’». «¡Mirad —dije entre mí— qué néctar o ambrosía me da este poeta, de los que ellos dicen que se mantienen los dioses y su Apolo allá en el cielo!» En fin, por la mayor parte, grande es la miseria de los poetas, pero mayor era mi necesidad, pues me obligó a comer lo que él desechaba. En tanto que duró la composición de su comedia no dejó de venir a la huerta ni a mí me faltaron mendrugos, porque los repartía conmigo con mucha liberalidad, y luego nos íbamos a la noria, donde yo de bruces y él con un cangilón, satisfacíamos la sed como unos monarcas. Pero faltó el poeta, y sobró en mí la hambre tanto, que determiné dejar al morisco y entrarme en la ciudad a buscar ventura, que la halla el que se muda (613-614).


¿Por qué Berganza abandona al morisco? Porque un día el poeta desaparece, y con el poeta desaparece también el sustento del perro. Por propia iniciativa Berganza abandona al morisco, quien vive y come como un miserable pese a ser un rico «hortelano andaluz». Durante su heril relación con el morisco, Berganza se alimenta de las sobras de pan que un desdichado poeta echa fuera de su propia boca al no poder masticarlas de lo duras que son. ¿Dónde está el trato generoso que Berganza recibe del morisco? ¿Cómo cabe, pues, y en consecuencia, entender estas palabras de Canavaggio tras una lectura atenta del texto?


Detalle revelador: esa «morisca canalla» a la que vitupera Berganza se encarna en el hortelano andaluz que la ha recogido generosamente (Canavaggio, 1986/2003: 328).


¿«Generosamente»? Ya hemos visto en qué consiste esta «generosidad» del morisco para con el can. Sólo cabe reinterpretar las palabras de Canavaggio como un error notable. En todo caso, como una irresponsabilidad.

El «detalle revelador» responde a una irrealidad textual, literaria e interpretativa. El morisco nunca ha sido generoso con Berganza. Uno tiene la impresión de que no hay, ni habrá, por el momento, un sólo hispanista capaz de plantear una interpretación no irónica de este pasaje. ¿Por qué nadie se atreve a hablar de un Cervantes capaz de criticar, sinceramente, a los moriscos? Sólo la obsecuencia de lo políticamente correcto y el imperativo contemporáneo del mito del multiculturalismo pueden explicar esta actitud, refrendada por la habitual endogamia desde la que se blinda a sí mismo el mundo académico y quienes forman parte de él.

La ironía cervantina no es soluble en lo políticamente correcto. Ni en su época ni en la nuestra. Tampoco el mito del multiculturalismo, ni la retórica posmoderna, puede explicar, en absoluto, la complejidad que exigen los textos de Cervantes. El autor de las ejemplares no escribió su literatura para que los críticos de turno, en conjunción con los moralistas de cada época y lugar, justifiquen sus prejuicios, gustos o caprichos. No basta decir que un fragmento cervantino es irónico para preservar a su autor de una más que presunta maurofobia contemporánea, en unos casos, o de una no menos inquietante judeofobia, también comprometedora, en otros casos, para el crítico o el hispanista de turno. La literatura de Cervantes no incurre en ninguna fobia, contra nadie, pero sí en muchas críticas, contra casi todo. La interpretación literaria no puede ni debe ser una caja de resonancia de las ideologías de cada tiempo y lugar. Tampoco debe ser la trinchera donde se parapeta el crítico o el intérprete para preservarse de las observaciones o amonestaciones de los ideólogos que custodian, en los análisis literarios, la observancia de los prejuicios contemporáneos. Somos críticos, no activistas. Nuestra labor es científica, no ideológica. No ratificamos ni explotamos prejuicios: los combatimos. ¿Se imaginan qué interpretación podría haberse hecho del Quijote, si el nazismo se hubiera puesto a explicar la obra de Cervantes? Es curioso que a casi nadie le sorprenda la facilidad con la que se entregan a las ideologías vigentes quienes se dedican a la crítica literaria. La Universidad nunca ha sido independiente de nada. Y hoy, más que nunca, está vendida, muy baratamente, a toda suerte de ideologías imperantes, intimidatorias o, simplemente, de moda.

Nadie se salva de la crítica cervantina por boca de los personajes de ficción. Berganza es un crítico superlativo.

No hay que olvidar que, en la misma narración del Coloquio, Cervantes, también por boca de Berganza, advierte que los «comisarios», o comisionados encargados de ejecutar las requisitorias, es decir, responsables de confiscar determinados bienes en calidad de impuestos, son los que «destruyen la república», a causa de la corrupción que con frecuencia envuelve este trabajo. Y el propio Cervantes había sido comisario de abastos para la armada de Felipe II contra Inglaterra. Berganza se hace aquí eco de una de las opiniones más comunes de la España aurisecular —y actual—, sumida en la contradicción de ser un imperio emporófobo, al que se acusa de explotar económicamente un continente nuevo —en realidad no organizado en colonias, sino administrado en virreinatos—, y cuyos ciudadanos metropolitanos desprecian supuestamente el dinero, si son nobles, o simplemente carecen de él, porque viven como parias o rufianes. Es el resultado de siglos de leyenda negra anglosajona.

Algo muy semejante cabe decir de la crítica y desprecio que muestra Berganza hacia los titiriteros, actores, cómicos, charlatanes, danzantes, y gentes de teatro en general. El lector de las Novelas ejemplares recuerda la acidez crítica que igualmente les profesaba en la perturbación de su locura el licenciado Vidriera, y que contrasta con rotundidad con el elogio que les brinda don Quijote incluso después de ser apaleado por los actores que iban a representar el auto de Las cortes de la muerte (Quijote, II, 12)[27]. Berganza reprueba en estos términos la vida de los comediantes para la que don Quijote pide respeto:


Triunfaba mi amo con la mucha ganancia, y sustentaba seis camaradas como unos reyes. La codicia y la envidia despertó en los rufianes voluntad de hurtarme, y andaban buscando ocasión para ello; que esto del ganar de comer holgando tiene muchos aficionados y golosos; por esto hay tantos titereros en España, tantos que muestran retablos, tantos que venden alfileres y coplas, que todo su caudal, aunque le vendiesen todo, no llega a poderse sustentar un día; y con esto los unos y los otros no salen de los bodegones y tabernas en todo el año; por do me doy a entender que de otra parte que de la de sus oficios sale la corriente de sus borracheras. Toda esta gente es vagamunda, inútil y sin provecho, esponjas del vino y gorgojos del pan (586).


Berganza asume el discurso conservador de los moralistas de su tiempo, con los que igualmente se identifica el licenciado Vidriera, pero no don Quijote[28]. A la acritud con que el perro trata a los actores sigue la burla desde la que se nos cuenta la vida ilusa e infeliz del dramaturgo, burla que lo es sobre todo contra cierta clase de comedias basadas en el aparato y vestuario. La ridiculización de los autores mediocres de comedias, o poetas de comedias, como se denominaban en la época, era frecuente en los Siglos de Oro. Éste es un episodio más, muy sarcástico, contra ese tipo de personajes, sin ahorro de mordacidad respecto a la pedantería literaria y al rigor de la preceptiva (vid. esp. pp. 612-616).



La farsa del idealismo religioso

Es digno de observación que la novela más crítica de Cervantes no contenga explícitamente ni una sola reflexión crítica sobre la religión. Con todo, las agresiones verbales contra los moriscos y los elogios repentinos a la Compañía de Jesús, junto con la desmitificación de la magia, como metonimia supersticiosa de todo poder trascendente, objetivada en la retórica bruja que se nos presenta bajo la apariencia de la vieja Cañizares, constituyen las únicas referencias discursivas que pueden ser objeto de la farsa del idealismo religioso subyacente en la novelita.

Debe advertirse, contra la Compañía de Jesús, la fuerte ironía que alcanza el relato en determinados momentos (vid. esp. pp. 563-564), cuando califica a los jesuitas de «repúblicos del mundo», esto es, «hombres que tratan del bien común» (Covarrubias, 1611). Canavaggio, cuando en la biografía de Cervantes se refiere a «la célebre página de El coloquio de los perros en que Berganza, al servicio de un negociante sevillano evoca la enseñanza dispensada a sus hijos por los padres de la Compañía», escribe: «Este vibrante elogio de su pedagogía, cargado durante mucho tiempo a su crédito, tal vez no sea, en realidad, más que la imagen inversa de una denuncia feroz de los compromisos mundanos de la Orden. Así, es, al menos, como ha sido interpretado a la luz del proceso instruido contra los hijos de San Ignacio por uno de sus correligionarios: el gran historiador Mariana, uno de los jesuitas más lúcidos de la época de Felipe II» (Canavaggio, 1986/2003: 70). He aquí el texto cervantino:


Berganza: No sé qué tiene la virtud, que, con alcanzárseme a mí tan poco o nada della, luego recibí gusto de ver el amor, el término, la solicitud y la industria con que aquellos benditos padres y maestros enseñaban a aquellos niños, enderezando las tiernas varas de su juventud, porque no torciesen ni tomasen mal siniestro en el camino de la virtud, que juntamente con las letras les mostraban. Consideraba cómo los reñían con suavidad, los castigaban con misericordia, los animaban con ejemplos, los incitaban con premios y los sobrellevaban con cordura, y, finalmente, cómo les pintaban la fealdad y horror de los vicios, y les dibujaban la hermosura de las virtudes, para que, aborrecidos ellos y amadas ellas, consiguiesen el fin para que fueron criados.

Cipión: Muy bien dices, Berganza, porque yo he oído decir desa bendita gente que para repúblicos del mundo no los hay tan prudentes en todo él, y para guiadores y adalides del camino del cielo, pocos les llegan. Son espejos donde se mira la honestidad, la católica dotrina, la singular prudencia, y, finalmente, la humildad profunda, basa sobre quien se levanta todo el edificio de la bienaventuranza (563-564).


Molho considera igualmente que este elogio de Berganza a los jesuitas contiene una crítica intensa y subrepticia.


El homenaje a las virtudes políticas de los padres jesuitas suena sospechoso. Si es vocación de la Compañía, en efecto, darle a quien viva en el siglo el beneficio de la religión, no se sigue de ello en absoluto que deba sobresalir en los negocios del mundo. La misma palabra mundo, según se lea con perspectiva seglar o religiosa, se puede entender de dos maneras. Dentro del pensamiento eclesiástico, mundo y religión son cosas contrarias. Se sabe que el catecismo español enseñaba (y tal vez siga enseñando) que los enemigos del alma son tres: Demonio, mundo y carne. Parece por lo menos difícil ensalzar como virtud, entre clérigos que por su profesión han renunciado al mundo, una incomparable capacidad «política», en un dominio que no puede ser el suyo y que, además, la Doctrina cristiana denuncia como dominio de un enemigo del alma (Molho, 1970/2005: 249).


Del mismo modo, el atributo de humildad que se menciona al final del elogio resulta inquietante. La humildad se presenta aquí no como una finalidad de la vida virtuosa, sino como un recurso práctico del nec otium, muy útil para superar dificultades y obstáculos en cualquier proyecto ambicioso. Se trata realmente de una adulteración de la humildad. No es una anulación del individuo en el seno del grupo, tal como exige la doctrina cristiana, sino un fingimiento, una disimulación de la ambición personal puesta al servicio de la compañía —es decir, de un gremio con ribetes de belicosidad—, una hipocresía sofisticada y eficazmente operativa.

Por otro lado, el episodio de los cuatro enfermos encerrados en el hospital, el poeta, el alquimista, el matemático y el arbitrista, que sin duda hace pensar en el entremés de El hospital de los podridos, atribuido a Cervantes en diferentes ocasiones[29], puede también considerarse desde una perspectiva religiosa.

Debe advertirse, en primer lugar, que en ningún momento de la novela se dice que ninguno de estos cuatro personajes esté loco. Sin embargo, sabemos que lo están. Tampoco el narrador de la segunda parte del Quijote dice que don Quijote actúe como cuerdo, y sin embargo así es. Hemos insistido incontables veces en que hay una terrible dialéctica entre lo que Cervantes pone en boca de sus narradores —lo que se dice— y lo que los personajes cervantinos protagonizan con sus hechos —lo que ocurre—. Y lo que ocurre está, casi siempre, en contradicción dialéctica, y crítica, con lo que se dice o se narra. De hecho, los narradores de Cervantes cuentan algunos hechos de forma muy diferente a como esos mismos hechos tienen lugar. Los narradores de Cervantes son cínicos extraordinarios. No por casualidad Avalle-Arce pasó su vida hablando del narrador infidente del Quijote. El narrador cervantino —con permiso de Pessoa— es un fingidor.

El saber de estas figuras taradas, que aparecen al final de la narración de El coloquio de los perros es un saber explícitamente secular y laico, como lo es la poesía, la química, la matemática y la economía. Así lo ha subrayado Molho con insistencia. Es cierto que ninguna de estas «ciencias» tiene como objeto, ni como deseo, a un dios. Entre los teólogos no hay locos, sino herejes. De acuerdo. ¿Todo lo que en la España aurisecular no apuntara o confirmara un saber teológico ortodoxo era objeto de inquisición? No es verdad. Lo mismo podríamos decir de la Europa protestante y reformada, luterana y calvinista. Una idealizada y reformada Europa rosalegendaria. Las ideas que se desarrollaban en el terreno de las ciencias categoriales (matemáticas, biológicas, poéticas...) o de las ciencias tecnológicas (políticas, industriales, económicas...) estaban bajo sospecha. No es cierto. Ni en España, ni acaso tampoco en otras geografías. Estos discretos dementes exhiben proyectos, ideas, planes de Estado, todos desde la perspectiva de una tara social irremediable. Permanecen socialmente aislados no porque su entendimiento se haya extraviado por caminos en los que no reside el saber que conduce a Dios, sino porque simplemente están zumbados y tronados. Su racionalismo es patológico. No son presos políticos. Ni tampoco enemigos de la Iglesia. Son psicópatas inofensivos. Son enfermos mentales de su época. No es el Estado español aurisecular, ni la Iglesia católica y romana, quien los ha condenado a la locura por servir desde un supuesto racionalismo a actividades presuntamente cuestionadas o ilegítimas en el siglo XVII. Ésta es la falsa solución que se impone al planteamiento de un falso problema. Pues viven sin Dios —podría pensarse—, queden ellos y su discurso condenados a la locura, ajena ahora a toda luminosidad racional, e incluso a toda simpatía social y política. No. La literatura, aunque sea la de Cervantes, no siempre está obligada a ser un embellecedor de la locura. Cervantes no es Erasmo. Cervantes es el Espinosa de la literatura. Del bufón sólo queda aquí lo grotesco, y del sabio, la esterilidad de haberlo sido acaso. Al coloquio de Cipión y Berganza no sobreviven los sabios, sino los cínicos.



Coda

Hay en las novelas de Cervantes una desmitificación de lo trascendente a través de una naturalización de la experiencia individual. La realidad se examina, se reflexiona sobre ella, a través de la experiencia humana del sujeto individual, en su relación con los demás, en la cotidianeidad de su vida social y profesional, en su visión particular del mundo, en la vivencia de hechos y sucesos concretos, específicos. La novela cede la voz, las voces, a una realidad humana y vital que la epopeya, la fábula poética, y sobre todo el teatro clásico, no habían tenido en cuenta. Grecia había creado una magnífica cultura consagrada a la naturaleza del ser, ese ser que, o bien es materia, o bien no existe. La preceptiva renacentista, pretendidamente moderna, se propuso sistematizar aquel legado cultural como un deber ser, es decir, como una organización material del mundo que debía responder a una preceptiva. Quedó así configurada una normativa, tanto más artificial cuanto más verdadera. La literatura cervantina dota ante todo al ser, esto es, a la materialidad del ser humano, de una conciencia de ser, de una conciencia propia aunque escurridiza, y siempre poseída de numerosos atributos: voluntad, lenguaje, razón, identidad, ansiedad, deseo, libertad..., reacción, en última instancia, ante todo cuanto proceda de un deber ser ajeno al individuo y a sus materiales antropológicos. 

El personaje tradicional interpretaba su papel en el mundo en la medida en que su acción justifica la legalidad de un orden moral trascendente y ajeno. Dante ofrece en este sentido los más altos logros poéticos. Estos personajes aún los encontramos en el teatro lopesco y shakesperiano, en el calderoniano y también en el molieresco. Ningún personaje del teatro de Shakespeare sobrevive a los imperativos del Antiguo Régimen, en el que todos ellos fracasan ruidosa y trágicamente. Nada de eso hay en Cervantes. Los personajes cervantinos afirman que la experiencia individual puede conducirse, mediante conclusiones lógicas, hacia formas de conducta que se justifican por sí mismas, al margen de todo imperativo moral, públicamente codificado o metafísicamente revelado. La libertad de creación, y de interpretación, es uno de los atributos distintivos de la ficción y sus formas de discurso. La modernidad se ha servido conscientemente de este recurso poético como un instrumento decisivo en el ejercicio de la expresión laica de la libertad humana. Esta cultura secular y moderna debe a Cervantes contribuciones decisivas. Nunca han sido tan actuales.


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NOTAS

[1] Vid., entre otros, los trabajos de Deyermond (1977, 1999), Burke (2000), Russell (1963), Severin (1995) o Vian (1990).

[2] Todas las citas de El coloquio de los perros proceden de la siguiente edición (en adelante sólo se indicará, entre paréntesis, el número de la página correspondiente a la cita): Miguel de Cervantes, El coloquio de los perros, en Novelas Ejemplares, Barcelona, Crítica, 2001, pág. 597-599. Ed. de Jorge García López. Estudio preliminar de Javier Blasco.

[3]  «¿Por qué escribir ficción en prosa como un diálogo?», se pregunta E. Riley en 1996. A nuestro mundo contemporáneo puede sorprenderle el uso natural y confidencial del diálogo que tanto practicaban nuestros clásicos, seducidos por el intercambio de ideas, el contraste y el valor de la alteridad en el seno de una vida social en la que se es en la medida en que se habla. El descubrimiento del monólogo y de la poética de la subjetividad es resultado de la experiencia romántica, e inevitablemente adquiere consecuencias afines a las de un fracaso en la confianza que alguna vez el ser humano depositó en el lenguaje, como instrumento en su relación con otros seres humanos. Los personajes clásicos hablan por todas partes, se expresan absolutamente en el diálogo; los héroes románticos se retrotraen en su yo particular y emotivo: hablan sin dialogar, confiesan su vida sin ánimo de contrastes inmediatos, como un testimonio acabado y en sí mismo irrecuperable; finalmente, los protagonistas de la literatura contemporánea, los héroes beckettianos, por ejemplo, viven en la soledad y en el silencio. Nada, pues, se ha devaluado más que el uso dialogado del lenguaje. En la época en que escribe Cervantes la expresión dialógica está en uno de sus momentos más plenos y vigorosos. El dialogismo es una cualidad del ser humano. En este recurso esencial reside la plenitud de sus facultades vitales. En el Siglo de Oro, en la Edad Moderna hispánica, el lenguaje no se ve como algo falaz e inútil, sino como un instrumento de revelaciones esenciales, que debe usarse y disfrutarse con la plena consciencia de su extraordinario valor.

[4] «The Coloquio, in fact, is in its entirety a citation of the Casamiento […]. José Maria Pozuelo attempts to produce such a scheme for the novela. The result is applicable neither to the entire novela, since narrative strata continually change, nor to any particular moment in the text, since both Campuzano’s autobiographical tale and his Colloquy are made to occupy different levels of the hierarchy at the same time, whereas in fact they should be somehow parallel and mutually exclusive in terms of discursive time. Pozuelo also seems to be unaware of several levels of enunciation / reception» (Hutchinson, 1988: 142 y 145, nota 7). Vid., al respecto, El Saffar (1974, 1976).

[5] La verosimilitud representa para Cervantes la legalidad inmanente del discurso literario. Los protagonistas de la novela, es decir, del diálogo, son los primeros en sorprenderse muy conscientemente de las facultades que poseen: habla y discurso, esto es, lenguaje e inteligencia: «Berganza: Cipión hermano, óyote hablar y sé que hablo, y no puedo creerlo, por parecerme que el hablar nosotros pasa los términos de naturaleza. Cipión: Así es la verdad, Berganza, y viene a ser mayor este milagro en que no solamente hablamos, sino que hablamos con discurso, como si fuéramos capaces de razón» (540).

[6] El episodio de la Cañizares parece ocupar un lugar central en el Coloquio, y adquiere un valor funcionalmente muy decisivo, al servir de explicación causal y «lógica» al artificio que da a los perros facultad de habla y de discurso. Los dos últimos amos habidos por Berganza son referidos muy brevemente, y sin apenas trascendencia en el curso de los acontecimientos (el «corregidor» y una «señora principal»).

[7] Parece ser que se ha documentado la existencia histórica de uno de los personajes aludidos por Cañizares: la Camacha de Montilla, maestra de la Montiela, y de la propia Cañizares, a quien esta última atribuye la maternidad de Berganza, ahora llamado Montiel. Leonor Rodríguez sería el nombre real de la Camacha, ajusticiada por brujería en diciembre de 1572. Habría pertenecido a una familia de brujas cordobesas, cuya presencia en Montilla está documentada. Sin duda vivió en Andalucía por los años en que Cervantes trabajó por allí como comisario de abastos. Cfr. Huerga (1981).

[8] Aceptar que Berganza y Cipión son hijos de la Camacha equivaldría a asumir que penetran en la humanidad bajo la ascendencia de la brujería y lo prostibulario. Nada más ignominioso.

[9] «El problema de saber si Cervantes creía o no en brujas y encantadores, carece de solución. Sus brujas son las de una sociedad obcecada por sus pecados e inclinada a invocar intermediarios que le allanen el camino de la tentación» (Molho, 1992: 26). Sobre Cervantes y la brujería se ha escrito abundantemente. En relación con nuestro trabajo, puede vid. Harrison (1980), Hutchinson (1992) y Zimic (1994).

[10] Algunos autores, como Woodward (1959), Molho (1970) y Jarocka (1979: 101), han sugerido que la tropelía haría referencia, en términos simbólicos, a la esencia del arte literario y poético de las Novelas Ejemplares e incluso de ciertos entremeses cervantinos. Se trataría de una especie de hechizo o magia literaria, sortilegio en el que encontrarían su origen y justificación no sólo Cipión y Berganza, sino también el Montiel del Retablo de las maravillas, etc.

[11] Defendieron esta segunda interpretación diferentes personas, en algunos casos con demostraciones pretendidamente científicas. La opinión de Cervantes estaría enmarcada más bien en este segundo grupo (Caro Baroja, 1961; Forcione, 1984: 69; Álvarez Martínez, 1994: 350).

[12] Vid., al respecto, el trabajo de Finch (1989). Sobre nihilismo y personaje literario, vid. Maestro (2001).

[13] «Las brujas y hechiceras no son sino la parte visible de un reino soterraño regido por el diablo. ¿Quién es el diablo para Cervantes? ¿Y quién es Dios? No disponemos por ahora de un libro informado acerca de la religión en Cervantes, y menos aun sobre la religión de Cervantes, que es empresa fracasable que nadie ha osado acometer. La obra cervantina es sin duda la más aparentemente «laica» (quiero decir: marginal en relación al tema católico) del Siglo de Oro. No sacaré más que dos o tres muestras» (Molho, 1992: 21-22).

[14] Luciano, El sueño de Luciano, Barcelona, Iberia, 1989. Vid. al respecto Zappala (1979).

[15] Imitación de la obra de Luciano antes citada, datable en torno a 1552-1553, y con frecuencia atribuida a Cristóbal de Villalón.

[16] La historia completa se halla en el estudio de A. Blecua (1971-1972).

[17] Molho considera que El Buscón de Quevedo es, más que una novela picaresca, una novela que contribuye a la disolución del pensamiento picaresco: «Quevedo concibe la causalidad interior que anima a su personaje bajo el aspecto de una ley general que excluye las aplicaciones particulares. Las desgracias que le abruman no toman nunca el carácter de un castigo y menos aún el de una frustración, ya que castigo y frustración implican una tentación del alma, es decir, la libertad de no ceder a ella. Nos encontramos, pues, aquí, ante una obra que consagra, si no la definitiva disolución del picarismo, sí la del pensamiento picaresco, que, en las dos obras mayores de las que Quevedo recoge la herencia, había tendido a definirse como una construcción dialéctica —o, mejor dicho, agónica— del espíritu. A falta de pensamiento picaresco, en el relato quevediano no subsiste más que un molde de pensamiento, un cascarón vaciado de su contenido. De ello se sigue que el «yo» de Pablos de Segovia no se asocia a una mirada que no se vuelve hacia el interior del ser, sino que más bien es radicalmente extrovertida. El aproblemático Buscón quevediano es un personaje vacío, que no tiene en el libro otra función que la de actuar y mirar, sin jamás contemplarse a sí mismo, sin ponderar nunca su acción conforme al criterio de una moral o de una dogmática universales, que, al parecer, no pueden concernir a la abstracta mecánica de su ser» (Molho, 1968/1972: 132).

[18] Respecto al uso de los conceptos etic / emic, véase el capítulo dedicado a la Literatura Comparada y, en relación con las Novelas ejemplares, el dedicado a El amanteliberal.

[19] «La ablación de la razón cosifica al hombre» (Molho, 1968/1972: 139).

[20] Respecto a la ejemplaridad y la moralidad de las novelas cervantinas, quizá conviene tener en cuenta algunas observaciones. Para Ortega, la ejemplaridad cervantina debe entenderse en los términos de la «heroica hipocresía ejercida por los hombres superiores del siglo XVII». Habría que preguntarle a Ortega, en este punto, en qué se diferenciaba la hipocresía aurisecular de la suya propia, por ejemplo. Para Edward C. Riley, Cervantes da a sus novelas el título de «ejemplares» para desmarcar a su obra de la tradición italiana de los novellieri, demasiado involucrada en fábulas lascivas. Otros autores, como Avalle-Arce, consideran que el adjetivo «ejemplares» debe entenderse en términos poéticos, nunca morales. Javier Blasco apunta, por su parte, «que el mencionado título esconde tan sólo una formulación retórica» (Blasco, 2001: xxi). Creo que nada hay en Cervantes que pueda explicarse sólo retóricamente. Probablemente Riley tenía razón; pero una vez más Cervantes se sirve de un lenguaje voluntariamente ambiguo, con implicaciones morales, poéticas y retóricas, muy difíciles de acotar de forma definitiva.

[21] Riley insiste en la importancia de los aforismos y apotegmas en El licenciado vidriera. Es innegable la presencia de la parénesis y la literatura parenética en toda la obra cervantina. La colección de máximas y sentencias relativas a un individuo constituían desde la Antigüedad una de las formas de la biografía. Ejemplos relevantes pueden hallarse en las Vidas de filósofos ilustres (Barcelona, Iberia, 1962) de Diógenes Laercio, libro célebre en el Renacimiento, muy admirado por Vives, y obra fundamental en la historia de la filosofía griega. Este libro resulta especialmente importante por los contenidos doctrinales de la filosofía cínica, en cierto modo próximos a algunos referentes expuestos en novelas cervantinas como El licenciado vidriera y El coloquio de los perros. Riley deja abierta con prudencia la conjetura de que probablemente, dada su difusión, Cervantes alcanzó a leer alguna las ediciones de las Vidas de filósofos ilustres. Lo que ya no ofrece dudas es que Cervantes conocía seguramente la Silva de varia lección de Pedro de Mexía, cuyo capítulo XXVII de la primera parte está dedicado a «La condición y vida de Diógenes Cínico, filósofo, y de muchas sentencias notables suyas, y dichos y respuestas muy agudas y graciosas». La mayoría de las sentencias de Diógenes recogidas en la Silva de Mexía son satíricas, y aunque Cervantes no emplea ningún aforismo idéntico a los atribuidos a Diógenes, en palabras de Riley (1976/2001: 226), «es la manera y el tono lo que son iguales».

[22] Sobre los antiguos cínicos y su filosofía, vid. Fernández Tresguerres (2005).

[23] Otras alusiones de Cervantes a los cínicos pueden verse en El coloquio de los perros, cuando Berganza dice que este nombre «quiere decir perros murmuradores...», y en la aprobación de la segunda parte del Quijote: «pues, no pudiendo imitar a Diógenes en lo filosófico y docto, atrevida, por no decir licenciosa y deslumbrante, le pretenden imitar en lo cínico, entregándose a maldicientes...»; se refiere claramente a Avellaneda. El licenciado Vidriera es un observador crítico de la vida, con ciertos impulsos de reformador y dones satíricos, que al fin y al cabo actúa como una especie de «autoridad ambulante» (Riley, 1976/2001: 232).

[24] Para un estudio más detenido entre novela y romance, vid. entre otros los trabajos de Edward C. Riley (2001: 185-202).

[25] Cabe preguntarse, respecto al episodio de los rebaños, ¿para quién interpretan los pastores la ficción del lobo que se come a las ovejas? ¿Para Berganza, entonces Barcino? (Nótese que la polionomasia de Berganza —Gavilán, Barcino, «perro sabio», Montiel...— es más característica del héroe de la novela bizantina que del antihéroe de la novela picaresca). En realidad, bastaría que los pastores mataran al carnero de turno y se lo comieran, sin más. Ciertamente se comportan como si los canes fueran humanos, y pudieran interpretar y denunciar lo que ven. Los pastores de El coloquio de los perros son personajes que definen el arquetipo al que pertenecen muchos de sus colegas de novela, los hipócritas funcionales, no sólo verbales, es decir, aquellos que se constituyen sobre la duplicidad y la dialéctica del ser y del hacer: son una cosa, saqueadores, y hacen otra, aparentan ser pastores. Nunca Cervantes se había situado tan lejos del bucolismo de la novela pastoril. Algo muy semejante sucederá con la figura del alguacil, que representando el papel de policía es realmente un delincuente que dispone de forma corrupta de un poder estatal. Bajo la apariencia positiva de los personajes se descubre la farsa del teatro del mundo, y lo que es más grave en el conjunto de la novela: la maldad de la condición humana. A su vez, el mercader está determinado por la ambición económica y por la obsesión de integrarse en la aristocracia, para borrar de este modo su plebeyez. Berganza ofrece de él una visión muy negativa, que incide sobre todo en la cuestión económica, al desconfiar del dinero y repudiar a quienes hacen de él su negocio fundamental. Se refleja aquí la mentalidad emporófoba característica de la leyenda negra, al presentar a la España de los Siglos de Oro como enemiga del comercio, en la línea de Escohotado y su trilogía.

[26] Como los moriscos, los gitanos son grupos sociales que están sujetos a menosprecio. Tras la sublevación acaecida en Granada en 1568-1570, el estado español asume la decisión de desterrar a aquéllos en 1609. Sobre estos aspectos, así como sobre comediantes y dementes, vuelvo más adelante.

[27] «[...] la mesma comedia, con la cual quiero, Sancho, que estés bien, teniéndola en tu gracia, y por el mismo consiguiente a los que las representan y a los que las componen, porque todos son instrumentos de hacer un gran bien a la república, poniéndonos un espejo a cada paso delante, donde se veen al vivo las acciones de la vida humana» (Quijote, II, 12).

[28] Por la historia que cuenta Berganza, deducimos que acompaña a una compañía teatral de actores profesionales. Ha de tenerse en cuenta que el teatro de la época de Cervantes comprendía al menos tres ámbitos principales de representación, relacionados entre sí, por autores, actores y público, pero diferentes por su temática y repertorio, por el emplazamiento o espacio teatral en que tenía lugar la representación, y por el modo en que se disponía la asistencia y atención del público. Me refiero a tres modalidades diferentes de representación teatral en la España aurisecular, a las cuales las compañías profesionales debían adaptarse plenamente: el teatro popular en los corrales de comedias, el teatro cortesano en los palacios e instituciones reales, y el teatro religioso durante el día y la octava de la fiesta de Corpus, con la interpretación de los autos sacramentales. El corral, la corte y el Corpus representaban los tres puntos cardinales de las representaciones dramáticas del siglo XVII, decisivos e inexcusables para cualquier compañía profesional de actores. Paralelamente, las representaciones no se limitaban simplemente a una comedia, un entremés o un auto sacramental, sino que constituían un proceso más complejo de puestas en escena, en la que estaban implicadas numerosas actividades, como la música, el entremés, el baile, la mascarada o la farsa, y no sólo teatrales, sino también sociales y populares, como las ceremonias o fiestas cortesanas, y los rituales y prácticas religiosos. La labor de las compañías teatrales estaba con frecuencia estrechamente relacionada con la actividad económica de los hospitales, instituciones a las que iban destinados, en concepto de subvención, buena parte de los ingresos percibidos. Este hecho influyó decisivamente en que algunas compañías pudieran incluir entre sus miembros a las mujeres, con los mismos derechos que los hombres. De este modo, las compañías de teatro del Siglo de Oro español están constituidas por un grupo de personas que trabajan como actores profesionales de acuerdo con un modelo que se mantuvo estable a lo largo del siglo XVII.

[29] El hospital de los podridos es uno de los entremeses cuyo estilo, temática y tratamiento resultan más afines a la literatura cervantina. De cualquier modo, mientras no haya pruebas positivas que lo acrediten, tal atribución no será sino una conjetura inspirada en afinidades formales y semánticas. Y tampoco hay que negar que la referencia, en este entremés, de arquetipos como los calvos, narigudos, miopes, zurdos, sastres, zapateros, etc., hacen pensar en la literatura quevedesca, del mismo modo que la aversión hacia los médicos, igualmente presente en El hospital de los podridos, puede conducirnos hacia el teatro molieresco, sin que todo ello suponga la automática atribución de esta pieza a Quevedo, y mucho menos a Molière. Entre los autores que más recientemente, y con razones bien explicadas, han reiterado la atribución cervantina, debe destacarse a Pérez de León (2005), en su monografía sobre los entremeses de Cervantes. Vicente Pérez de León considera a lo largo de este libro que el entremés titulado «El hospital de los podridos es también de paternidad cervantina» (17). En este sentido, señala una serie de concomitancias, entre este entremés y otros de segura autoría, como El juez de los divorcios, «que acercan El hospital de los podridos a su paternidad cervantina» (124): se presenta el arbitrio en el título mismo del entremés, el humor se basa en el contraste de opiniones expuestas por figuras que representan a la autoridad y a los examinados, el uso de una metáfora sobre los relojes para designar el concierto o desconcierto del discurso de los personajes, las alusiones contra los poetas de la corte, etc: «En resumen, estamos ante un entremés que pertenece, junto a El juez de los divorcios o La elección de los alcaldes de Daganzo a un grupo de ficciones que se agrupan en torno a un problema social planteado por una serie de personajes examinados que se intenta resolver mediante su interacción con unos examinadores. El diálogo planteado en El hospital de los podridos entre ambos grupos de personajes supera con creces el fondo de los conflictos planteados ante el juez de los divorcios, acercándose por su calidad e ingenio al diálogo de Tomás Rodaja con sus conciudadanos después de tomar el membrillo mágico en El Licenciado Vidriera. El irónico final, que incluye a los propios examinadores entre los podridos, es una vuelta de tuerca más a la reflexión sobre las figuras de autoridad, tales como Trampagos, Monipodio, el juez de los divorcios o Sancho en su ínsula, que parecen ser recurrentes en diferentes obras de Cervantes. El hecho de que en El hospital de los podridos se utilice como idea central el tópico de la enfermedad psíquica, unido al diálogo establecido entre personajes supuestamente afectados por la plaga del pudrimiento, concuerda con la obsesión cervantina por el tema de la pérdida de la razón, explorado en diversos planteamientos que demuestran las dificultades de convivencia asociadas a este problema social […]. El hospital de los podridos es, en definitiva, un entremés en el que se reflexiona sobre un problema social en forma de arbitrio de imposible resolución en el que hay dos alusiones a los poetas, además de una expresión calcada de otras cervantinas, que cuenta con una canción final ejemplarizante, y en el que se plantea un esquema de examen sin resolución final demasiado similar a El juez de los divorcios para no poder, al menos, sospechar su paternidad cervantina» (Pérez de León, 2005: 128-129).






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada



⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



⸙ Glosario 



⸙ Antología de textos literarios

⸙ Atestaciones de la Crítica de la razón literaria (IV, 2.30)

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Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro