IV, 2.23 - Política y religión en El amante liberal de Miguel de Cervantes. Reconstrucción de la oposición etic / emic en el discurso narrativo

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Política y religión en El amante liberal de Miguel de Cervantes. 

Reconstrucción de la oposición etic / emic en el discurso narrativo



Referencia 
IV, 2.23


Cuando se habla de libertad religiosa es porque importa poco la libertad e importa poco la religión.

Gustavo Bueno


 

Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro

El amante liberal es un himen narrativo que pronto cumplirá intacto cuatrocientos años, y en el que confluyen, no sólo eróticamente, sino también desde impulsos políticos, sociales y culturales de primer orden, los dos sistemas de pensamiento más poderosos e influyentes de comienzos del siglo XXI: el cristianismo y el islam. Uno y otro sistema de creencias e ideas son completamente ajenos a cualquier forma de pensiero debole, sobre el que la falacia teórica de la posmodernidad construye sus ilusiones ideológicas y su falsa conciencia interpretativa (falsches Bewusstsein) de nuestro mundo contemporáneo[1], si bien el cristianismo, desde finales del siglo XX, parece discurrir, al menos en alguna de sus variantes, por un laberinto cuyo desenlace resulta hoy sumamente incierto.

Aquí se plantearán algunas preguntas fundamentales, a propósito de esta novela de Cervantes, de las que se dará una respuesta dialécticamente enfrentada a los postulados del discurso posmoderno, al cual se entrega irreflexivamente la teoría literaria contemporánea, tan determinada por los vertidos ideológicos de intérpretes a los que se ha educado en la ignorancia de la tradición literaria hispanogrecolatina. ¿Cómo abordar desde la literatura, concretamente desde la novela, el conocimiento de los contenidos culturales de un pueblo? ¿Reproduciendo esos contenidos culturales tal como se les aparecen a los seres humanos que pertenecen a ese pueblo o cultura, o reproduciendo las acciones que esos mismos seres humanos ejecutan? ¿Acaso es posible reproducir esas acciones o esos contenidos culturales, o al menos construir sus coordenadas gnoseológicas, desde los términos de nuestra propia sociedad o cultura? El primer intento nos sitúa en una perspectiva emic o endonímica; en el segundo, nuestra perspectiva será etic o exonímica[2].

El amante liberal es una novela en la que el narrador, formalmente al menos, cuenta desde el eticismo de su cultura nativa (cristianismo), y para sus propios conterráneos y contemporáneos, los contenidos émicos de una cultura alógena y hostil (el imperio otomano). Si éste es el planteamiento que puede aducirse desde un punto de vista formal, resulta innegable que, desde un punto de vista semántico, la situación se complica de un modo deliberado, desde el momento en que el narrador dota al discurso literario de un mythos y una lexis, es decir, de una fábula y de un lenguaje que, destinados en apariencia a desacreditar el imperio otomano (emic), cuestionan irónicamente valores fundamentales del mundo cristiano (etic) —desde el que formalmente habla el narrador—, valores que atañen de modo directo a las creencias y a las ideologías, es decir, a la religión y al Estado. Vamos a verlo.


 

Estatuto gnoseológico de la oposición emic / etic

La configuración que asume la Crítica de la razón literaria, como Teoría de la Literatura, para hacer operativa en el discurso de la novela la oposición emic / etic se basa en la relación semiológica (sintáctica, semántica y pragmática) que existe entre el personaje que actúa (sujeto agente: SA) y el personaje que interpreta (sujeto gnoseológico: SG) del relato. Con frecuencia, el personaje que interpreta es el propio narrador de la novela, al desarrollar sus funciones no sólo épicas (diégesis), sino también reflexivas (parénesis). Más allá del relato y sus ficciones literaria, juzga, sin duda, el lector en tanto que intérprete o incluso transducción. En este último caso, nos situamos entre el narrador que organiza funcionalmente los materiales literarios y formalmente los expone (SA), y el lector que, de acuerdo con sus competencias cognoscitivas, los interpreta desde el mundo real y efectivamente existente (SG), al cual también pertenece, o ha pertenecido, histórica y filológicamente, el autor[3]. La fórmula sería la siguiente:


Antropología: emic / etic
Gnoseología: SA / SG
Narratología: Narrador / Lector


El sujeto agente de un campo antropológico actúa como actante o sujeto ejecutor de contenidos o formaciones culturales. Desarrolla una actividad émica comparable a la de un narrador que ejecuta el relato de una historia formalmente organizada desde su propia perspectiva, como sujeto agente de ella. Por su parte, el sujeto gnoseológico de un campo antropológico se dispone a tratar e interpretar a los sujetos agentes que en él intervienen, con objeto de construir una interpretación eticista de lo que recibe, tal como procede gnoseológicamente el lector de una novela[4].

Justificado su estatuto gnoseológico, es necesario identificar ahora, desde las posibilidades de la Teoría de la Literatura, una figura gnoseológica[5] que caracterice el núcleo de la oposición emic / etic[6]. Desde la Crítica de la razón literaria se considera que la figura gnoseológica más adecuada para una interpretación de la oposición emic / etic en narratología es la del narrador que, como sujeto agente, incorpora, traslada, convierte, traduce y transduce, masas de innumerables materiales empíricos a estructuras fenoménicas que un lector, como sujeto gnoseológico, ha de interpretar a partir del lenguaje literario (forma) y de los referentes objetivos en él contenidos (materia).

Resulta curioso observar que, en Física, un colimador es el instrumento que facilita o dispone un enfoque[7]. Por analogía puede identificarse en Teoría de la Literatura al narrador de una novela como un colimador que dispone para el lector el enfoque, visión o comunicación de los hechos, es decir, el resultado de una organización de los materiales o contenidos formalmente narrados, en los cuales se hallan los referentes objetivos de la fábula. Desde la teoría literaria, es posible codificar e interpretar estos referentes objetivos a través de figuras gnoseológicas. En una novela, el narrador funciona como un colimador desde el momento en que condensa, orienta, normaliza y protocoliza formalmente los materiales derivados de los múltiples discursos que interactúan verbalmente en el relato, así como de los numerosos referentes objetivos que codeterminan funcionalmente la fábula en él contenida.

 


Gnoseología literaria contra hermenéutica literaria

Enfrentemos ahora, en la interpretación crítica de El amante liberal, la gnoseología literaria a la hermenéutica literaria, con objeto de descartar esta última modalidad, impregnada de retórica y doxografía, en favor de la primera, la gnoseología, que permitirá objetivar nuestro análisis sobre la oposición dada entre materia literaria, como objeto de estudio, y forma metodológica, como criterio formal y lógico de análisis.

Con frecuencia esta novela se ha interpretado, bien desde las características de la narración bizantina, bien desde los criterios de una lectura alegórica y católica. Cuando se habla de El amante liberal como narración bizantina, siempre se nos recuerdan los rasgos habituales de este género novelesco: comienzo in medias res, multiplicidad de episodios y accidentes en la fábula, atmósfera y espacios geográficos propios del Mediterráneo, el cautiverio de los amantes, la polionomasia o cambio de nombre de los personajes, la anagnórisis o reconocimiento, el fervor religioso como motivo poético (nunca es exigencia moral extraliteraria), la falsa muerte de la heroína y, por supuesto, la conservación intacta de su virginidad, pese a las innumerables amenazas[8]. Por otro lado, la interpretación alegórica y moral, desde la religión católica, ha seducido, o comprometido, a abundantes críticos, partidarios de esta lectura moralista, que identifica en el viaje de los protagonistas una suma de trabajos cuya recompensa será el matrimonio cristiano[9] (Cervantes, 1613/2002: introd. de Avalle-Arce; Casalduero, 1974; El Saffar, 1974)[10].

La hermenéutica literaria es una forma de ejercer y entender la crítica de la literatura como algo ajeno al presente, y que nos remite en todo caso a un mundo en cierto modo intemporal, pretérito, histórico o prehistórico. Sus contenidos son ideas o datos ya formulados, o que se han incorporado a la historiografía de la literatura, a la filología sobre todo, o a la doxosofía literaria. Reducir la crítica de los textos literarios a una exégesis o hermenéutica que se limita a sustituir los textos objeto de estudio por la erudición teórica o historiográfica del intérprete de turno es hacer de la interpretación literaria una especie de escolástica de la lectura. El intérprete cifrará su misión en la hermenéutica, etiquetada de forma cada vez más profunda (histórica, filológica, alegórica…), de tales o cuales obras, etc., si bien el interés de sus trabajos dependerá, obviamente, de sus recursos expresivos o emotivos, y sobre todo de sus figuras retóricas, cuando lo que realmente debe ofrecernos la interpretación de la literatura, es decir, la teoría literaria, son figuras gnoseológicas (Maestro, 2006).

La lectura que aquí se propone de El amante liberal está determinada por la identificación en el texto de una figura gnoseológica clave, que es el narrador como sujeto colimador de formas y referentes objetivos, constitutivos y distintivos, de los materiales literarios contenidos en esta novela, y confrontados en la oposición emic / etic, desde la cual se construye, percibe e interpreta la relación entre el mundo cristiano y el mundo otomano. Como sujeto colimador, el narrador dispone la interpretación de los hechos literarios que él mismo expone, comunica y protocoliza. Concretamente, el narrador de El amante liberal enfrenta, con frecuencia de forma dialéctica, yuxtapuesta e isomórfica, dos modos de concebir la sociedad, la religión y el estado, que identifica con el cristianismo y el imperio otomano. El mismo narrador simula adoptar un discurso (etic) desde el que enjuicia, como sujeto gnoseológico, la acción (emic) de los personajes de la novela, que se ven involucrados, en unos casos voluntariamente (renegados como Halima o Mahamut), en otros involuntariamente (esclavos como Ricardo / Mario o Leonisa), y en otros genuinamente (Alí Bajá, Hazán Bajá o el Cadí), en el mundo —émico para el cristianismo— del imperio turco.

La crítica literaria debe estar implantada e inmersa en el presente, en un presente práctico, social, político, científico…, como ámbito propio y suyo, ajeno a toda hermenéutica doxográfica. Y en este contexto crítico, determinado por una gnoseología materialista, se hace imprescindible la disolución de los conceptos Verstehen y Erklären, introducidos por Droysen (1882), y asumidos por Dilthey (1883), quien les infundió una aceptación que prosperó hasta las primeras décadas del siglo XX.

Esta distinción, entre lo que se puede explicar y lo que se puede comprender, se basa más en criterios epistemológicos, e incluso psicológicos, que gnoseológicos[11]. Si existe una diferencia profunda entre estas dos familias de ciencias, las que responden al Verstehen y las que obedecen al Erklären, ésta reside más bien en las facultades u órganos de captación que en la naturaleza ontológica de sus objetos respectivos (cultura / naturaleza), o incluso que en su estructura lógica (donde opera la distinción de Windelband entre individual / universal, ciencias idiográficas / ciencias nomotéticas). Estas facultades, que actuarían como órganos de captación, serían la comprensión y la explicación. Evidentemente, se trata de un puro idealismo decimonónico que aún persiste entre algunos humanistas y hermeneutas de nuestro tiempo.

Desde los presupuestos de la Crítica de la razón literaria, la «comprensión» no constituye por sí misma una metodología que tenga significado gnoseológico. Por otro lado, no cabe dar por buena la analogía entre «comprensión» y órganos sensoriales o instrumentos científicos, puesto que éstos son operadores o relatores, y aquéllos no.

Todas las ciencias se constituyen como tales en el momento de la construcción operatoria de estructuras esenciales, y no en el momento de la comprensión o descripción de los fenómenos. Las ciencias adquieren significado gnoseológico cuando son construcciones, o reconstrucciones (re-enactement de Collingwood, nacherleben de Dilthey), que la teoría del cierre categorial entiende como el tratamiento b-operatorio de los propios materiales estudiados por esas ciencias. Esas reconstrucciones tienen que tener lugar en un escenario físico, pues han de estar en contacto con la propia praxis, política o tecnológica, característica de cada campo.

En consecuencia, desde la Crítica de la razón literaria, el objeto de la comprensión no es propiamente la conducta de los sujetos —algo que es tan sólo el momento etológico de un complejo de estructuras institucionales, sociales o culturales, dentro de las cuales se inserta siempre la conducta humana—, sino los complejos estructurales y la praxis ligada a ellos —praxis económica, política, tecnológica, praxis engranada con la praxis del científico— los que han de comprenderse en sus ámbitos respectivos, es decir, en perspectiva emic. El ámbito o interior o endonímico de una cultura sólo puede comprenderse desde las categorías de otra cultura más compleja.



El narrador en El amante liberal

Examinemos ahora la figura del narrador en El amante liberal como sujeto colimador de la relación dialéctica, y no menos irónica, entre dos concepciones culturales —la cristiana (etic) y la otomana (emic)— de la sociedad, la religión y el Estado.

En sus interpretaciones sobre esta novela, Güntert (1993) ha identificado en el narrador las principales complejidades y originalidades del relato como estructura narrativa y como discurso literario. Su trabajo es uno de los mejores que se han escrito hasta el momento sobre El amante liberal. Güntert distingue dos lecturas posibles en esta novela. La primera correspondería a una lectura ejemplar, considerada desde presupuestos neoplatónicos y cristianos; la segunda sería una lectura irónica, capaz de subvertir la anterior, y fundamentada en la percepción de la novela como fábula de un simulacro de ejemplaridad[12].

El amante liberal contiene dos actitudes morales en las intervenciones del narrador. Se ha hablado, en primer lugar, de «un modo de narrar apasionado», que comparten tanto Ricardo, en su relato personal ante Mahamut, como el narrador de la novela, que habla inicialmente confirmando cierto fanatismo y prejuicio frente al turco, y, en segundo lugar, de «un modo de narrar desapasionado y libre de prejuicios» (Güntert, 1993: 133). En el proceso que conduce de una a otra moralidad narrativa se objetiva una parte esencial del sentido de esta novela.

Güntert distingue en el relato dos macrosecuencias, a las que denomina A y B, separadas por un hiato constituido por el comentario metapoético de Mahamut sobre el llorar endechas, cantar himnos y decir versos (Cervantes, 1613/2001: 137).

El narrador de la primera macrosecuencia (A) sería, según Güntert, contrario a turcos y hebreos, al hablar desde la ideología y los prejuicios del cristianismo, y reproduciría los ideales del patriota español aurisecular:


En A, la narración queda atribuida a un narrador razonable (en el sentido cervantino de «cuerdo»), bien pensante, patriota y por supuesto cristiano, pero también antiturco y moderadamente antisemita. Al ser así, hace suyos todos los prejuicios y lugares comunes propios del discurso mayoritario de la sociedad española de entonces, tal como se manifestaba en escritores tendenciosos, por ejemplo en Fray Juan de Salazar o en Fray Diego de Haedo. Un narrador dominado por sus creencias es un narrador apasionado —por no decir fanático— y es todo lo contrario de una voz imparcial, distanciada, reflexiva, como tratará de ser el narrador de B. Víctima de sus prejuicios, el primer narrador considera a los turcos como seres crueles, sensuales, viciosos y por tanto inferiores a los cristianos (Güntert, 1993: 136).


En efecto, el narrador de la macrosecuencia A, reprocha el sentimentalismo de quienes se entregan al mundo interior, seres humanos —a los cuales pertenecería Ricardo— que «llevados de sus imaginaciones, hacen y dicen cosas ajenas de toda razón y buen discurso» (Cervantes, 1613/2001: 110); califica en varios momentos de «dañada» a la «secta» musulmana[13] (132); y tilda de «codicioso» (130) al judío que compra y vende a Leonisa, si bien el mismo narrador lo introduce primero sin adjetivos, y a continuación con el calificativo de «venerable judío que traía de la mano a una mujer vestida en hábito berberisco» (129). Las punzadas contra el mundo musulmán son frecuentes a lo largo de esta primera macrosecuencia narrativa. El narrador también se permite juicios morales y globales sobre la mujer, que son eco de los tópicos socialmente sustentados por los moralistas de la época, con los que esta voz narrativa parece querer identificarse por momentos[14]

Sin embargo, el narrador de la macrosecuencia B muestra una actitud notoriamente diferente al de A[15], en primer lugar, porque sugiere que la conducta de los musulmanes, en este caso la «sociedad extraña», puede tener sus razones de ser («...quizá debe de ser que por ser cautivos no los tiene por hombres cabales...»), y en segundo lugar, porque de los corsarios, implicando tanto a cristianos como a musulmanes, advierte que suelen ser de ánimo cruel y de condición insolente, «de cualquiera ley o nación que sea» (150). La conclusión de Güntert es certera:


El amante liberal es también esta acusación contra el discurso de la mayoría, aunque el ataque nunca sea frontal. Así pues, el atento examen del plano de la narración confirma una vez más la interpretación poco ortodoxa que hemos propuesto de este cuento e impide considerar la lectura ejemplar como la predilecta de Cervantes (Güntert, 1993: 140, cursiva mía).


El narrador de El amante liberal cuenta, desde una perspectiva formalmente cristiana (etic) una serie de hechos y acontecimientos que tienen lugar en un mundo otomano (emic). Ambos contextos —cristianismo e imperio turco— se encuentran interrelacionados en la narración literaria, merced a la intervención de un narrador, que actúa como sujeto colimador de todos los elementos formales y referentes materiales constitutivos del relato y en él integrados. La exposición (etic) que el narrador ofrece del turco (emic) se objetiva, en primer lugar, en contenidos culturales que definen aspectos esenciales de la sociedad, el Estado y la religión, no sólo islámicos, sino también —dada su interacción crítica e irónica— cristianos, y, en segundo lugar, se objetiva en la acción de los personajes literarios, como sujetos agentes de los contenidos émicos de los que da cuenta el narrador. Comienzo primero por los personajes, para referirme después a la crítica (eticista) que puede identificarse en los referentes (émicos) de la sociedad, la religión y el Estado alógenos, en este caso, otomanos.



Los personajes de El amante liberal

Desde el punto de vista de la posición etic / emic, los personajes protagonistas de El amante liberal pueden clasificarse en cuatro grupos, atendiendo a los siguientes criterios sociales, políticos y religiosos: cristianos —libres y cautivos—, musulmanes, judíos y renegados. Son cristianos (y cautivos) Ricardo / Mario y Leonisa; son musulmanes, el Cadí, Hazán Bajá («virrey» entrante de Nicosia y amo inicial de Ricardo), y Alí Bajá («virrey» saliente); es judío el mercader, carente de nombre propio, que compra y vende a Leonisa, cual traficante de mujeres; y son renegados Mahamut y Halima, sirviente y esposa, respectivamente, del Cadí, cuyo nombre propio nunca se revela.

Ricardo / Mario, protagonista de la acción, cuyos impulsos y formas de conducta dan título a la novela, encarna en sí mismo una complejidad y una polionomasia muy propia del héroe de los relatos bizantinos. Enamorado de Leonisa hasta la patología, actúa antes de su cautiverio como un neurótico agresivo y colérico. Durante su estancia en Nicosia, cautivo y oprimido, se muestra un dechado del sentimentalismo más pasional y nostálgico. Finalmente, sin duda por influjo del raciocinio y la astucia del renegado Mahamut, parece imponerse en él la lógica y la templanza del discurso racionalista. No es casual que la novela comience con una cita sintáctica de los relatos bizantinos, es decir, con un íncipit in medias res, que el narrador utiliza para presentar a un personaje inicialmente anónimo, al que zahiere desde la distancia al atribuirle «cosas ajenas de toda razón y buen discurso», abandonado en unas ruinas —prosopopéyicas— que fueron cristianas, privado de libertad en su soledad, y aquejado, para mayor inri, de mal de amores:


—¡Oh lamentables ruinas de la desdichada Nicosia, apenas enjutas de la sangre de vuestros valerosos y mal afortunados defensores! Si como carecéis de sentido, le tuviérades ahora, en esta soledad donde estamos, pudiéramos lamentar juntas nuestras desgracias, y quizá el haber hallado compañía en ellas aliviara nuestro tormento. Esta esperanza os puede haber quedado, mal derribados torreones, que otra vez, aunque no para tan justa defensa como la en que os derribaron, os podéis ver levantados. Mas yo, desdichado, ¿qué bien podré esperar en la miserable estrecheza en que me hallo, aunque vuelva al estado en que estaba antes desde en que me veo? Tal es mi desdicha, que en la libertad fui sin ventura, y en el cautiverio ni la tengo ni la espero.

Estas razones decía un cautivo cristiano, mirando desde un recuesto las murallas derribadas de la ya perdida Nicosia, y así hablaba con ellas, y hacía comparación de sus miserias a las suyas, como si ellas fueran capaces de entenderle; propia condición de afligidos, que, llevados de sus imaginaciones, hacen y dicen cosas ajenas de toda razón y buen discurso.

En esto salió de un pabellón o tienda, de cuatro que estaban en aquella campaña puestas, un turco, mancebo de muy buena disposición y gallardía, y llegándose al cristiano le dijo:

—Apostaría yo, Ricardo amigo, que te traen por esos lugares tus continuos pensamientos (Cervantes, 1613/2001: 109-110).


El monólogo busca siempre el contacto con el lector, es decir, con esa figura materialmente ausente y sin embargo imprescindible para cualquier autor. Aunque este monólogo determina el comienzo de la novela en la mitad de su historia, de modo funcionalmente abrupto, formalmente resulta muy suavizado, pues el personaje que habla monologa en solitario, de forma lírica en la retaguardia de la épica; es un cautivo, y habla como tal, marcado por la pérdida de su libertad; contempla el cosmos a través de unas ruinas jóvenes, valga el oxímoron, que son las de Nicosia, en la isla de Chipre, recién caída en manos turcas; y además es un airado y colérico sentimental[16], que vive enamorado de una mujer de la que carece, y cuyo paradero, creyéndola muerta, ignora por completo. Inicialmente el narrador maltrata a este personaje de forma notoria, sin duda para distanciarse de él, con cinismo, ante un lector recién llegado a la novela. Sin embargo, el mismo narrador premiará finalmente a Ricardo, en un epinicio codal exaltado por la unión amorosa con Leonisa.

El discurso de Ricardo admite el impacto de lo autobiográfico cervantino: el cautiverio bajo el turco[17]. Si conservaba la vida, la pérdida de la guerra implicaba para el derrotado la pérdida de la libertad. El narrador emplaza al personaje en el grupo de los pensativos, pensierosi, próximos a lo irracional y destemplado, pues, «llevados de sus imaginaciones, hacen y dicen cosas ajenas de toda razón y buen discurso» (110). Es una figura de melancolía. El narrador se sitúa, en estos momentos del relato, al lado de un mundo social crítico con los temperamentos solitarios, sentimentales, contemplativos[18]. Acaso también abúlicos. Sin embargo, Ricardo / Mario es quizá el personaje que experimenta una mayor evolución, ya que parte del sentimentalismo contemplativo para concluir en el pragmatismo racionalista.

Mahamut aparece de inmediato en la novela, y su presencia es siempre tranquilizadora y eficiente. Mahamut sabe que, como las personas, los personajes son de dos tipos: los que forman parte del problema o los que forman parte de la solución. Él pertenece al último grupo. Representa al personaje cuya acción codetermina el carácter de Ricardo, quien pasa de expresar verbalmente su dolor a objetivarlo en un relato razonado. La expresividad del verbo se convierte en referencia fabulada. En el tránsito, Ricardo evoluciona desde la soledad y el diálogo, desde la contemplación emotiva de las ruinas de Nicosia, junto a Mahamut, hacia la vida social y de palacio, ámbitos de lo colectivo y lo político. Su razón se torna sofística, sus sentimientos se disimulan, y su voluntad, desarrollada en cautividad, se hace cargo de todos los objetivos: la recuperación de la libertad y la consecución del amor de Leonisa. En este punto de la novela, Güntert (1993: 142) habla sabiamente del arte de «comunicar como si uno estuviera vigilado». Es la situación en que actúan los personajes de Cervantes, y desde la que habla el propio Cervantes. De nuevo esta novela ejemplar vuelve a colocar sus elementos constitutivos sobre «una mesa de trucos», descubierta desde el prólogo, y a entreverar simulaciones y exhibiciones, realidades y apariencias, voluntades contrapuestas en cautiverios y en libertades, pasiones y razones, prejuicios y revelaciones que desnudan el laberinto de la vida.

Cabe añadir que, inicialmente, Ricardo se expresa en los términos de un monomaníaco, con actitudes de suicida pasivo: «Y si es verdad que los continos dolores forzosamente se han de acabar o acabar a quien a los padece, los míos no podrán dejar de hacello, porque pienso darles rienda de manera que a pocos días den alcance a la miserable vida que contra mi voluntad sostengo» (125). Incluso pide a Mahamut consejo acerca de cómo precipitar una suerte de homicidio sobre él, de modo que pueda morirse sin asumir la culpabilidad de un suicidio: «Lo que has de hacer, amigo, es aconsejarme qué haré yo para caer en desgracia de mi amo y de todos aquellos con quien yo comunicare, para que, siendo aborrecido dél y dellos, los unos y los otros me maltraten y persigan de suerte que, añadiendo dolor a dolor y pena a pena, alcance con brevedad lo que deseo, que es acabar la vida» (126). Ricardo desea morir sin suicidarse. Es decir, quiere matarse, pero evitando la responsabilidad moral que implica religiosamente el acto del suicidio[19].

Frente a Ricardo, Cornelio es probablemente el único personaje cristiano y libre que alcanza cierta singularidad en la novela. Adverso contrapunto de Ricardo en sus amores por Leonisa, se presenta al lector a través de los ojos de su enemigo, como hombre cobarde de cualidades homosexuales[20]: «mancebo galán, atildado, de blandas manos y rizos cabellos, de voz meliflua y de amorosas palabras, y, finalmente, todo hecho de ámbar y de alfeñique» (114-115). Personaje flemático y en cierto modo ajeno a la trama, dada su pasividad[21], parece gozar de una posición social y económica mejor dispuesta que la de Ricardo, pues los padres de Leonisa consideran que con él «granjearían yerno más rico que conmigo» (115), según declara su enemigo en amores.

Leonisa, por su parte, lleva nombre de hembra felina e indómita, que el propio Ricardo no duda en ratificar: «para mí leona, y mansa cordera para otro» (114), en alusión a Cornelio. Leonisa es heroína arquetípica de relato bizantino, inseparable de su luminosa virginidad, que la acompaña en todos los peligros, y de su dios verdadero, dios terciario, trascendente y personalizado, dos referentes, físico el primero, metafísico el segundo, con quienes vive en la plenitud de sus satisfacciones: «por muy muchos y varios casos he venido a este miserable estado en que me veo; y aunque es tan peligroso, siempre por favor del cielo he conservado en él la entereza de mi honor, con la cual vivo contenta en mi miseria» (135). Leonisa se comporta como una mujer-objeto, no tanto de los hombres que la rodean, sino de la fábula de la novela, al actuar como un arquetipo lógico de formas de conducta exigidas por el género de la novela de aventuras. Con todo, no hay que olvidar que su intervención es decisiva para que el renegado Yzuf, arráez del bajel que los atrapa, no ahorque a Ricardo en la página 119 de la novela (de acuerdo con la edición que manejamos). Además —hablando ahora con menos ironía—, es con frecuencia puntual sujeto de su propio discurso, marcando distancias e imponiendo exigencias personales a su pretendiente Ricardo, incluso en las más adversas condiciones para ella, como cautiva entre moros. Indudablemente, la fuerza perlocutiva de sus palabras, especialmente ante Ricardo, recuerda en varios momentos a la Auristela del Persiles en sus puntuales distancias frente a Periandro:


El hablarnos será fácil, y a mí será de grandísimo gusto el hacello, con presupuesto que jamás me has de tratar cosa que a tu declarada pretensión pertenezca, que en la hora que tal hicieres, en la misma me despediré de verte, porque no quiero que pienses que es de tan pocos quilates mi valor que ha de hacer con él la cautividad lo que la libertad no pudo; como el oro tengo de ser, con el favor del cielo, que mientras más se acrisola, queda con más pureza y más limpio (145).


Las autoridades musulmanas se objetivan en tres personajes: el Cadí, Alí Bajá y Hazán Bajá, los cuales disputan hipócrita y violentamente por el cuerpo de la cristiana que les vende un judío: «y así, sin querer saber el cómo, ni el dónde, ni el cuándo había venido a poder del judío, le preguntaron el precio que por ella quería» (129). Estos tres personajes se comportan de forma un tanto ridícula[22] y finalmente con violencia mortal, llevados por impulsos simples de ambición, hipocresía y sexualidad. El cadí es uno de los personajes árabes al que más palabras dedica el narrador de El amante liberal. Con frecuencia para devaluarlo y ridiculizarlo[23].

El judío que aparece en El amante liberal es un arquetipo puro. Carece de toda onomástica. El autor niega al narrador el uso del cualquier autónimo o patrónimo que identifique a este personaje, dedicado a la compra-venta de seres humanos, en este caso de lo que podría llamarse «trata de mujeres», concretamente de cristianas. Con todo, este judío está delimitado formal y funcionalmente por una serie de proposiciones disyuntivas que expresan, hasta cierto punto, la incompatibilidad de dos o más predicados en el mismo sujeto, algo que, en el caso de Cervantes, no deja de ser, una vez más, sumamente irónico y frecuente. En primer lugar, porque el judío se nos presenta en principio como «un venerable judío que traía de la mano a una mujer vestida en hábito berberisco» (129). Nada aparentemente más inocente, si no fuera porque se trata de una mujer-objeto destinada a la compra-venta, determinada por la oferta y la demanda, respectivamente, de dinero y de sexo. El judío actúa aquí al modo de un proxeneta de alto nivel, que surte a cadíes y bajaes del imperio turco. Más adelante sabremos, por boca de la propia Leonisa, que trató, sin éxito, de satisfacerse sexualmente en ella («el judío dio en solicitarme descaradamente», 144), y que al no poder conseguirlo «determinó de deshacerse de mí [Leonisa] en la primera ocasión que se le ofreciese» (144). El «venerable» y anónimo judío es un lujurioso tratante de mujeres. Sin embargo, la codicia de este traficante resulta por momentos contradictoria. «El codicioso judío», que vende a Leonisa por «cuatro mil doblas» o monedas de oro (unos dos mil escudos), finalmente, pide por el indumento de la cristiana cautiva una cantidad tal —dos mil doblas— que, «en fin, les pareció a todos que el judío anduvo corto en el precio que pidió por el vestido» (132), cuya riqueza de aderezos, accesorios y abalorios, el narrador describe con sensual detenimiento en un par de ocasiones (129 y 132). Cumple así, sobrada y ambiguamente, El amante liberal con la requerida dosis de antisemitismo exigida por la corrección política no sólo de la España aurisecular, sino de todo el orbe seiscentista[24], con la que, irónicamente, tiende a identificarse, en unos momentos más que en otros, el narrador de las doce Novelas ejemplares.

Hay dos cristianos renegados: Mahamut y Halima. Sutilmente, forman pareja desde el momento en que aparecen. Mahamut es uno de los personajes clave de la acción narrativa. De origen cristiano, natural de Trápana, amigo y conterráneo de Ricardo desde la infancia de ambos[25], no conocemos de él su nombre de pila —nunca mejor dicho—, y apenas sabemos sino que se trata de un renegado astuto y discreto, que habla y actúa desde el racionalismo cristiano (es decir, con la doble, o triple, moral que haga falta)[26], moralismo al que sin duda ha traicionado religiosamente, y al que pretende volver antes de concluir sus días en este mundo[27]. Junto con Halima, Mahamut es el personaje que más intensamente ha penetrado en el mundo otomano. Sin duda es el hombre que mejor conoce émicamente la sociedad, el Estado y la religión musulmanes. A su través, cual lente o instrumento óptico, el narrador «colima» y «protocoliza» el relato (etic) de los hechos acaecidos en el imperio turco, ese imperio que puebla, en libertad, un mundo que, en El amante liberal, tiene cautiva y en acecho a toda la cristiandad.

Mahamut es sirviente de un amo manipulable e influyente. Como renegado que es (del catolicismo al islam), y será (del islam al catolicismo), está acostumbrado al tráfico de influencias, al doble lenguaje y al travestismo cultural, político y religioso. Y lo sabe: «No hay en toda esta ciudad —confiesa a Ricardo— quien pueda ni valga más que el cadí, mi amo, ni aun el tuyo, que viene por visorrey della, ha de poder tanto; y siendo esto así, como lo es, yo puedo decir que soy el que más puede en la ciudad, pues puedo con mi patrón todo lo que quiero» (126). Al demagogo siempre le ha interesado más el uso del poder que su posesión. Mahamut se comportará desde muy pronto como un sacerdote del destino, como un maestro de ceremonias capaz de intervenir en el azar y de manipularlo en favor de sus intereses, propios o colectivos. Así hace a Ricardo entrar en razones, introduce a Leonisa en casa del cadí, disponiendo su relación estratégica con Halima, y remata el final del viaje a Constantinopla planeando la muerte de su amo. Mahamut es un pequeño y racionalista demiurgo de los azares humanos. Y tiene éxito.

Halima, por su parte, es un personaje que aparece tardíamente en la novela, si bien desempeña en ella un papel decisivo. Cristiana conversa, hija de cristianos griegos, está casada con el cadí de Nicosia —una suerte de líder sacerdotal y político—, quien pretende asesinarla de camino a Constantinopla para reemplazarla por Leonisa. Halima será también el nombre de una de las protagonistas de Los baños de Argel, quien al igual que en El amante liberal se enamora de su esclavo y cautivo. Movida —como la Zoraida del Quijote— de su «voluntad de irse a tierra de cristianos, y volverse lo que primero había sido, y casarse con Ricardo», «era la intención de Halima la misma que la de Mahamut: hacer con él y con Ricardo que en el camino se alzasen con el bergantín» (148). El cadí uxoricida encuentra en su esposa el contrapunto homicida más equilibrado a sus merecimientos. Dada la religión mahometana del cadí, se explica, desde la perspectiva (etic) cristiana, su deseo uxoricida; sin embargo, ¿cómo justificar moralmente, desde el emicismo cristiano, el deseo de Halima de matar a su esposo para casarse con otro, y reintegrarse de este modo, con semejante tributo, al seno de cristianismo?[28]. Doctores tiene la Iglesia que sabrán responder… Hablemos ahora de cuestiones sociales, políticas y religiosas.


 

Tres dimensiones en El amante liberal: sociedad, Estado y religión

El punto de partida es la visión etic, desde la perspectiva cristiana, del mundo emic que constituye la sociedad, el Estado y la religión otomanos. Cristianismo e imperio otomano son dos cosmos sociales, políticos y religiosos constantemente contrastados e interrelacionados en El amante liberal.



Sociedad

Los cristianos de la ciudad de Trápani, ciudad siciliana entonces perteneciente al imperio español, se contraponen a los musulmanes de Chipre, espacio insular recientemente conquistado por el turco. Hablamos de 1570. Lo primero que llama la atención es que, si en los contenidos de la fábula narrativa los cristianos son los cautivos del imperio otomano, en las formas de la narración es el mundo musulmán (emic) el cautivo del discurso (etic) cristiano, discurso que profesa —sólo formalmente— el narrador de las ejemplares[29].

En este contexto, la polionomasia de Ricardo, tan propia del héroe bizantino, se acompaña de un comentario (etic) sobre la sociedad musulmana (emic) de cierta significación —que parece minusvalorar la relevancia humana y sexual del hombre privado de libertad—, el cual también se reitera en el Quijote (I, 41), en el relato que el cautivo hace de su vida, y en la comedia Los baños de Argel:


Mudóse Ricardo el nombre en el de Mario, porque no llegase el suyo a oídos de Leonisa antes que él la viese, y el verla era muy dificultoso, a causa que los moros son en extremo celosos y encubren de todos los hombres los rostros de sus mujeres, puesto que en mostrarse ellas a los cristianos no se les hace de mal; quizá debe de ser que por ser cautivos no los tienen por hombres cabales (138).


Desde la óptica de Mahamut —«ven, pues, Ricardo, y verás las ceremonias con que se reciben, que sé que gustarás de verlas» (127)—, el narrador ofrece a sus lectores la visión (etic) de la ceremonia (no ritual) de traslado de poderes del antiguo al nuevo bajá de Nicosia, como un acto característico de la sociedad y la milicia musulmanas. Las ceremonias son figuras normativas que expresan acciones y prácticas esenciales de la vida humana socialmente organizada. La que aquí presenta el narrador de El amante liberal, que es quien habla, es una ceremonia social, militar y política, de carácter circular, pues corresponde a un quehacer político (y no radial, ya que no se basa en ciclo natural o estacional), y de orden social o multipersonal, dados los sujetos que en ella intervienen:


Venía acompañado Alí Bajá, que así se llamaba el que dejaba el gobierno, de todos los jenízaros que de ordinario están de presidio en Nicosia después que los turcos la ganaron, que serían hasta quinientos. Venían en dos alas o hileras, los unos con escopetas y los otros con alfanjes desnudos. Llegaron a la puerta del nuevo bajá Hazán, la rodearon todos, y Alí Bajá, inclinando el cuerpo, hizo reverencia a Hazán, y él, con menos inclinación, le saludó. Luego se entró Alí en el pabellón de Hazán, y los turcos le subieron sobre un poderoso caballo, ricamente aderezado, y trayéndole a la redonda de las tiendas y por todo un buen espacio de la campaña daban voces y gritos, diciendo en su lengua: —¡Viva, viva, Solimán sultán, y Hazán Bajá en su nombre! (128).


El narrador ha ofrecido valoraciones morales del mundo otomano como un espacio característico de la arbitrariedad y del gusto más personalista. Sin embargo, a medida que se aproxima el final de la novela, el mismo narrador adopta posiciones cada vez más neutrales, y también muy respetuosas, en la visión (etic) cristiana del mundo musulmán. Es lo que sucede, por ejemplo, respecto al juicio moral que emite sobre los corsarios —sean cristianos o musulmanes— que pueden atacar la embarcación en que han salido de Nicosia:

 

Temieron fuese de cosarios cristianos, de los cuales ni los unos ni los otros podían esperar buen suceso; porque, de serlo, se temía ser los moros cautivos, y los cristianos, aunque quedasen con libertad, quedarían desnudos y robados […], temían la insolencia de la gente cosaria, pues jamás la que se da a tales ejercicios, de cualquiera ley o nación que sea, deja de tener un ánimo cruel y una condición insolente (150).


Como advierte Güntert, no por casualidad «entre Ricardo y el mundo oriental corren interesantes paralelos, y aún al final este entra en el puerto de Trápani en traje turco» (Güntert, 1993: 132). Y es que, en efecto, tras los ataques navales, el lector asiste a una suerte de travestismo cultural entre lo turco y lo cristiano, que comienza con la llegada del bajel de Alí Bajá, el cual «venía con insignias y banderas cristianescas» (151), y se intensifica con el retorno al punto de partida de la novela, precisamente cuando Ricardo sustituye, en territorio cristiano, la autoridad y la intervención que hasta entonces había ostentado Mahamut: «Habíase hallado en la galeota una caja llena de banderas y flámulas de diversas colores de sedas, con las cuales hizo Ricardo adornar la galeota […]. En esto entretanto había Ricardo pedido y suplicado a Leonisa que se adornase y vistiese de la misma manera que cuando entró en la tienda de los bajaes, porque quería hacer una graciosa burla a sus padres» (154-155). Ricardo manda, Leonisa obedece, Mahamut calla, Halima observa, el narrador cuenta... Todo ha cambiado.



Estado

«[…] que es mi amo el cadí desta ciudad, que es lo mismo que ser su obispo» (111), dice Mahamut a Ricardo al comienzo de la novela, para describirnos el estatuto del cadí musulmán, como intérprete de la ley coránica y juez con potestad civil y religiosa. El renegado no tardará en anunciar que él tiene sobre su amo más poder que ninguna otra persona que le rodea. Al sofista, como al demagogo —lo hemos dicho—, no le interesa la posesión del poder, sino su manipulación. He aquí la descripción etic que un cristiano converso, y a la vez moro fingido, da de la organización política emic de una de las ciudades estado del imperio otomano, Nicosia:


Es costumbre entre los turcos que los que van por virreyes de alguna provincia no entran en la ciudad donde su antecesor habita hasta que él salga della y deje hacer libremente al que viene la residencia; y en tanto que el bajá nuevo la hace, el antiguo se está en la campaña esperando lo que resulta de sus cargos, los cuales se le hacen sin que él pueda intervenir a valerse de sobornos ni amistades, si ya primero no lo ha hecho. Hecha, pues, la residencia, se la dan al que deja el cargo en un pergamino cerrado y sellado, y con ella se presenta a la Puerta del Gran Señor, que es como decir en la corte ante el Gran Consejo del Turco; la cual, vista por el visir bajá, y por los otros cuatro bajaes menores, como si dijesemos ante el Presidente del Real Consejo y oidores, o le premian o le castigan, según la relación de la residencia; puesto que si viene culpado, con dineros rescata y escusa el castigo; si no viene culpado y no le premian, como sucede de ordinario, con dádivas y presentes alcanza el cargo que más se le antoja, porque no se dan allí los cargos y oficios por merecimientos, sino por dineros; todo se vende y todo se compra. Los proveedores de los cargos roban los proveídos en ellos y los desuellan; deste oficio comprado sale la sustancia para comprar otro que más ganancia promete. Todo va como digo, todo este imperio es violento, señal que prometía no ser durable; pero a lo que yo creo, y así debe de ser verdad, le tienen sobre sus hombros nuestros pecados… (113).


El personaje que describe los hechos, diríamos que cristiano y moro simultáneamente, incorpora el contenido musulmán (emic) al discurso cristiano (etic), de tal modo que este último contiene comparativamente al primero. Así, por ejemplo, se habla de «residencia», término genuino de la administración estatal española, para designar ante un juez el estado de cuentas de un funcionario público que abandona su cargo, y no se nos facilita el término arábigo correspondiente, que permanece para nosotros en un estado emic latente. Las relaciones que se establecen entre el contenido émico y turquesco y el continente ético y cristiano son de comparación y semejanza, dado que el uno se ilustra a través del otro, y en ningún caso se establecen diferencias discriminatorias, ni distintivas ni constitutivas, salvo en la autenticidad de la fe religiosa. Los paralelismos en la administración del Estado son visibles, y los procedimientos de ascenso y promoción resultan no menos analógicos: «todo se vende y todo se compra». La ambigüedad de la deixis espacial no puede ser más expresiva: «porque no se dan allí los cargos y oficios por merecimientos, sino por dineros». Allí pueden ser muchos lugares: la Puerta del Gran Señor, «que es como decir en la corte ante el Gran Consejo del Turco», esto es, «como si dijesemos ante el Presidente del Real Consejo y oidores» de Castilla.

Se advierte además que el juez musulmán resuelve las causas «más a juicio de buen varón que por ley alguna». ¿Se insinúa de este modo que la observancia de las leyes es prerrogativa del mundo cristiano —como sugiere Güntert (1993: 132)—, o más bien que el ordenamiento jurídico exige juzgar conforme a Derecho y no conforme a verdad? Me inclino por ambas interpretaciones. No hay que olvidar que Sancho en la ínsula Barataria juzga más como «buen varón que por ley alguna», es decir, conforme a verdad, y no conforme a Derecho, cuyas Leyes y Letras el escudero nunca ha estudiado (Maestro, 2006a, 2006b). Cervantes no se sirve del narrador de El amante liberal para discutir la organización estatal del imperio otomano. Incluso cabría pensar, a juzgar por algunas palabras de Mahamut sobre este imperio, «que prometía no ser durable» (113), que Cervantes lo percibe, en muchos aspectos, como una administración mucho más próspera y mejor organizada que la cristiana y española, al menos en términos militares. Pero algo así no es cierto: esta supuesta y aparente percepción positiva es resultado de un enfoque irónico e incluso paródico, muy sutilmente trazado por el narrador de El amante liberal. Nótese el modo en que procede el cadí al administrar su justicia y su gracia:


Entraron a pedir justicia, así griegos cristianos como algunos turcos, y todos de cosas de tan poca importancia, que las más despachó el cadí sin dar traslado a la parte, sin autos, demandas ni respuestas, que todas las causas, si no son las matrimoniales, se despachan en pie y en un punto, más a juicio de buen varón que por ley alguna. Y entre aquellos bárbaros, si lo son en esto, el cadí es el juez competente de todas las causas, que las abrevia en la uña y las sentencia en un soplo, sin que haya apelación de su sentencia para otro tribunal (128).


Esta exposición del narrador no está exenta de explícita ironía. ¿Seguro que, salvo las demandas de divorcio, todos los conflictos jurídicos se despachan en un santiamén? Este narrador, creado por el Cervantes entremesista, no ha leído El juez de los divorcios. Por otro lado, esa autocorrección atenuadora —«y entre aquellos bárbaros, si lo son en esto…»—, ¿qué quiere expresar al lector? Ante todo, semejante epanortosis revela que el narrador de El amante liberal habla siempre desde una perspectiva (etic) cristiana y moralizante en lo que a las formas se refiere, pese a que, en asuntos de contenido, los materiales que expone en su novela desmienten con frecuencia el sentido de las palabras que los designa. Las culturas bárbaras lo son, explícitamente, por carecer de un ordenamiento jurídico materializado en las instituciones de un Estado. No era en absoluto el caso del imperio otomano. 



Religión

La referencia a la religión es una característica de la antigua novela griega de aventuras. Con frecuencia, se ha interpretado como un motivo poético de este género literario (Güntert, 1993; Lozano Renieblas, 1998; Maestro, 2003a), y no como una exigencia alegórica y moral desde la cual la interpretación de la novela queda absolutamente comprometida o subordinada. Las referencias religiosas son recurrentes, y con frecuencia se limitan a implorar la protección divina ante las innumerables adversidades y aventuras inesperadas: «hacía una plegaria y oración a Dios para que le diese libertad» (146), «y encomendándose a Dios, esperaban el día de la partida» (148), «y estaban suspensos, sin saber lo que harían, temiendo y esperando el suceso que Dios quisiese darles» (150), etc.

Mahamut, cristiano renegado, y una suerte de espía-doble en el juego que por recuperar la libertad representan Ricardo y los demás cristianos, habla en El amante liberal del Dios católico como entidad de la que depende el azaroso destino de los cristianos cautivos. Naturalmente, Mahamut habla de su causa como una empresa con Dios propio y verdadero: «tenía esperanza en el verdadero Dios, en quien él creía, aunque mal cristiano, que lo había de disponer de otra manera, y que la aconsejaba [a Leonisa] se hubiese bien con Halima, la mujer del cadí...» (135).

Leonisa, por su parte, afirma falazmente que Mario reza en un momento dado para que su Dios le conceda la libertad: «hacía una plegaria y oración a Dios para que le diese libertad» (146). Sin embargo, no deja de ser irónico que esta apelación a la oración religiosa católica tenga lugar precisamente para engañar a Halima, a quien una católica Leonisa miente maquiavélicamente respecto a sus pretensiones y esperanzas amorosas con Mario: «Leonisa acrecentó en Halima el torpe deseo y el amor, dándole muy buenas esperanzas que Mario haría todo lo que pidiese; pero que había de dejar pasar primero dos lunes antes que concediese con lo que deseaba él mucho más que ella, y este tiempo y término pedía a causa que hacía una plegaria y oración a Dios para que le diese libertad» (146). La religión católica sirve aquí para conferir verosimilitud a la mentira de una cristiana. Lo cierto es que la farsa y embuste en el que se mueven unos y otros personajes, tanto moros como cristianos, se desenvuelve por momentos bajo la exhibición del politeísmo más luminoso, entre Dios y Mahoma, especialmente, pues la figura de Alá no se menciona en toda la novela.

En definitiva, la religión, tanto desde la perspectiva (etic) cristiana como desde la perspectiva (emic) turca, sirve de escenario, pretexto y cobertura a la mentira convicta y confesa, a la farsa moral más explícita, y a un sin fin de intentos de homicidio, ya previstos, ya frustrados, que nutren toda la digestión de la novela. Y lo que es más sorprendentemente cínico: en medio de todos estos episodios narrativos, en los que la religión debiera desempeñar el papel de un discurso virtuoso, tal como el narrador lo anuncia y esgrime, es precisamente el narrador de las llamadas —por el autor— Novelas ejemplares quien añade, al discurso literario, palabras moralmente conservadoras para contar hechos religiosamente inmorales: Halima, la mora conversa que quiere volver a ser cristiana, miente a su marido, cadí (obispo) de Nicosia, con palabras zalameras y falsas («que el amor que os tengo no me dará licencia para estar tanto ausente y sin veros», 140), cuando lo que pretende es unirse a otro hombre y matar a su esposo; el narrador se toma la libertad de introducir comentarios machistas y misóginos sobre el comportamiento femenino de Halima (quien «como mujer, cuya naturaleza es fácil y arrojadiza para todo aquello que es de su gusto», 140), cuando lo verdaderamente grave es, en cualquier caso, el plan homicida de unos y otros personajes; por no citar los comentarios (etic) cristianos sobre «el fingido paraíso de Mahoma» (140), lo que implica dar por verdadero —desde la misma perspectiva (etic) del narrador— el no menos mitológico y fingido paraíso cristiano; o la secuencia, indudablemente cómica, en que la brava Leonisa, al ver al inesperado Ricardo / Mario, «sacando una pequeña cruz del seno, la besaba muchas veces, y se santiguó infinitas, como si alguna fantasma o otra cosa del otro mundo estuviera mirando» (141), es decir, como si los espectros huyeran de uno por sólo besar un teoplasma. Si algo muestra el escenario y referente religioso de El amante liberal es que el cristiano es mejor fingidor que el moro, y que el narrador es mucho mejor fingidor que el cristiano. Nadie como Leonisa expresa, para todos nosotros, lectores de El amante liberal, esta forma de comportamiento característico de los cristianos de la novela: «es menester usar en esto lo que de nuestra condición no se puede esperar, que es el fingimiento y engaño» (145).



Conclusión

Las ideas, fuera de un contexto gnoseológico, es decir, fuera de unas coordenadas que las definan en sus relaciones formales y materiales, son confusas y resultan indefinidas. En un caso así las ideas son sólo palabras, retórica sin contenidos conceptuales. En estas páginas se ha tratado de exponer el desarrollo gnoseológico que la oposición etic / emic de Pike, reconstruida formalmente desde su tratamiento en la Crítica de la razón literaria como teoría y crítica de la literatura, puede ofrecer en el análisis de los materiales literarios de una novela como El amante liberal. Con todo, se hace imprescindible una conclusión que, a la vista del análisis literario expuesto, delimite y defina el regressus filosófico al germen esencial de estos conceptos.

El emicismo, desde esta perspectiva «adentrista», no sólo defiende la tesis de que el objetivo de una disciplina científica (Sociología, Lingüística, Antropología…), o una ideología gremial (feminismo, socialismo, neonazismo, racismo, nacionalismo…), es reconstruir la realidad de aquello a lo que se refiere (sociedad, lengua, cultura, mujer, raza, organización política, pueblo singular…), desde el punto de vista del sujeto agente que forma parte del referente que es objeto de estudio (el nativo, el indígena, la feminista, el socialista, el neonazi, el negro, el nacionalista…); y exige también aceptar que esta reconstrucción e interpretación sólo puede llevarse a cabo por personas que forman parte émica del propio grupo social objeto de estudio. El nativo desconfiará siempre del antropólogo, la mujer del hombre, el blanco del negro…, y a la inversa. No cabe autismo más onanista. En consecuencia, sólo los franceses podrían entender a los franceses, los de Getafe a los Getafe, las mujeres a las mujeres, los jóvenes a los jóvenes, los viejos a los viejos, los hombres del medioevo a sus contemporáneos, un romántico no podría comprender a un renacentista, Wagner no podría ejecutar la música de Vivaldi, y sólo un loco podría ofrecer una interpretación coherente del Quijote.

En relación con los problemas gnoseológicos implicados en la oposición etic / emic de Pike, y las premisas ontológicas relativas al tipo de unidad que media entre las diversas culturas posibles, se han distinguido tres tipos generales de ontología: monista (todo está relacionado con todo, bajo un término dominante), atomista (nada está relacionada con nada, pues no hay ningún referente dominante) y dialéctica (unos elementos están relacionados con otros, de modo que ninguno domina sobre todo, ni ninguna está totalmente aislado de los demás: es la ontología basada en el principio platónico de symploké). En su novela El amante liberal, Cervantes expone la tercera y última de estas ontologías, la dialéctica entre el cristianismo y el imperio turco, como dos realidades insolubles e incompatibles.

La ontología monista es la ontología subyacente al racionalismo idealista, el cual considera que, en su esencia, todas las culturas son idénticas, y por tanto traducibles las unas a las otras. Esta ontología está detrás de los análisis de los lenguajes al modo de Aristóteles, Kant, Piaget o Chomsky. Desde sus coordenadas, este monismo postula que el plano emic es el plano de los fenómenos, el cual nos conduce al plano de las esencias. La ontología monista se basa en la equivalencia de todas las culturas, en la existencia de universales lingüísticos, y de una suerte de patrón universal o tabla de categorías culturales. Habría unas leyes generales, o esenciales, isovalentes o idénticas en todas y cada una de las culturas. El límite de esta visión idealista está en la proclamación de la isonomía y la isovalencia de las culturas, que, al margen de toda realidad material, exhibe el idealismo posmoderno.

La ontología atomista considera, por su parte, que todas las culturas son esencialmente diferentes, heterogéneas e irreductibles. En relación con esta ontología podría hablarse de relativismo, y también de megarismo. Las diversas culturas —incluida la propia, y en particular la «comunidad de antropólogos»— se comportan como entidades independientes, como sistemas clausurados, sin perjuicio de las conexiones interculturales a posteriori. Esta ontología «megárica» o atomista inspira la teoría de las culturas de Spengler, cuyo paralelo biológico es la concepción de las especies de Von Uexküll, en virtud de la cual los «mundos en torno» (Umwelt) de cada especie son introducibles y ajenos propiamente a la teoría de la evolución». En lingüística y en antropología el atomismo es la ontología que subyace a la concepción de Whorf (1956).

La ontología dialéctica, que Cervantes sostiene en El amante liberal, rechaza de plano la ontología de la uniformidad, monista, propia del racionalismo idealista, y subraya además la diferenciación y la heterogeneidad entre las culturas. Sin embargo, la ontología dialéctica no es atomista, porque se aparta de los supuestos megáricos o autárquicos, reconoce la doctrina de la evolución y establece relaciones explícitas entre culturas, como de hecho muestra Cervantes en esta novela. 

El ser humano comprende mejor aquello que le resulta emic desde el punto de vista de su propia cultura. En la ontología dialéctica, característica de El amante liberal, lo etic (el mundo cristiano) es lo único que puede entender a lo emic (el mundo otomano). El amante liberal contiene una explicación (etic) cristiana de la cultura musulmana (emic): una explicación literaria que, en el caso de Cervantes, no necesitó jamás incurrir en maurofobia.


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NOTAS

[1] Es pertinente aquí recuperar la idea de «falsa conciencia», que usan, aunque nunca definen, Marx y Engels en el contexto de sus análisis de las ideologías, a las que consideran como resultado de «un proceso realizado conscientemente por el así llamado pensador, en efecto, pero con una conciencia falsa; por ello su carácter ideológico no se manifiesta inmediatamente, sino a través de un esfuerzo analítico y en el umbral de una nueva coyuntura histórica que permite comprender la naturaleza ilusoria del universo mental del período precedente» (carta de Engels a Mehring, 14 de junio de 1893). Tomo la cita de García Sierra («Falsa conciencia», § 297), quien añade al respecto el siguiente comentario: «Marx entendió las ideologías como determinaciones particulares, propias (idiologias) de la conciencia, no como determinaciones universales, al modo de Desttut de Tracy. Y no sólo esto: particulares o propias, no ya de un individuo, sino de un grupo social (en términos de Bacon: idola fori, no idola specus). La gran transformación que Marx y Engels imprimieron al problema de las ideologías, consistió en haber puesto la temática de ellas en el contexto de la dialéctica de los procesos sociales e históricos, sacándolas del contexto abstracto, meramente subjetivo individual, dentro del cual eran tratadas por los «ideólogos» y, antes aún, por la «Teoría de las Ideas trascendentales» de Kant. Las ideologías, según su concepto funcional, quedarán adscritas, desde Marx y Engels, no ya a una mente (o a una clase distributiva de mentes subjetivas), sino a una parte de la sociedad, en tanto se enfrenta a otras partes (sea para controlarlas, dentro del orden social, sea para desplazarlas de su posición dominante, sea simplemente para definir una situación de adaptación). Lo que caracteriza, pues, la teoría de Marx y Engels, frente a otras teorías de las ideologías, es el haber tomado como «parámetros» suyos a las clases sociales («ideología burguesa» frente al «proletariado»); pero también pueden tomarse como parámetros a otras formaciones o instituciones que forman parte de una sociedad política dada, profesiones (gremios, ejército, Iglesia). Y, asimismo, podrá ser un «parámetro» la propia sociedad política («Roma», «Norteamérica», «Rusia») en cuanto es una parte de la sociedad universal, enfrentada a otras sociedades políticas (y así hablaremos de «ideología romana», «ideología yanqui», o «ideología soviética»). En cualquier caso, el concepto de ideología debe ser coordinado con el concepto de «conciencia objetiva» (conciencia social, supraindividual, no en el sentido de una conciencia sin «sujeto», sino en el sentido de una conciencia que viene impuesta al sujeto en tanto este está siendo moldeado por otros sujetos del grupo social). Y debe ser desconectado del concepto de conciencia subjetiva, que nos remite a una conciencia individual, perceptual, distinta y opuesta a la conciencia objetiva».

[2] Uso los términos de Pike (1954), emic / etic, a través de Bueno (1990a), desde los criterios de la Crítica de la razón literaria como Teoría de la Literatura.

[3] No hay texto sin autor, es decir, sin un ser humano corpóreo y operatorio que lo haya redactado o escrito. Hablar de la «muerte del autor», tal como hizo Barthes (1968), equivale, en el mejor de los casos, a hacer pública una boutade de las más llamativas, en un determinado momento histórico de la evolución de las teorías literarias formalistas y posformalistas. En el peor de los casos, tal como hizo Foucault (1969), supone la imposición de una falacia interpretativa, de una falsa conciencia objetiva, que, basándose en una metafísica del lenguaje, exige la hipostasía del discurso, cuya génesis queda sustraída de toda realidad efectivamente existente. No es de extrañar, pues, que más de un posmoderno, emocionado con la metafísica de Barthes o Foucault, confunda la anonimia con la inexistencia cuando lee el Lazarillo.

[4] Como teoría literaria, la Crítica de la razón literaria evita términos tales como «lector ideal», «lector modelo», «archilector», «lector implícito», «lector explícito», «lector implicado», etc., al considerarlos invenciones retóricas de determinados teorizadores de la literatura. Son figuras retóricas, pero no figuras gnoseológicas, ya que carecen de contenido material. En realidad funcionan como una añagaza, o una simple falacia, detrás de la cual la única realidad existente es la del crítico literario, quien propugna, por un lado, «la muerte del autor» y, por otro, el idealismo de un receptor con el que el propio crítico acaba siempre por identificarse. El único lector, posible y factible, es el lector real, apelación en sí misma pleonástica, pues no hay lectores irreales, si exceptuamos los inventados por Eco, Riffaterre o Iser —y el propio Gadamer desde su hermenéutica—, entre otros, para justificar el idealismo racionalista de sus interpretaciones literarias, cuyo objetivo último consistió en instaurar la supremacía del crítico como intérprete y como transductor (Maestro, 2001, 2002, 2004c).

[5] La gnoseología procede mediante el desarrollo de figuras gnoseológicas (definiciones, premisas, axiomas, operaciones, conclusiones, modelos, contextos determinantes, paradojas, teoremas…). El punto de vista gnoseológico tiene que ver con la estructura lógico-material de las ciencias, la cual incluye siempre una determinada concepción de verdad. Por su parte, el punto de vista ontológico se refiere a las realidades que se esconden o se revelan en los conocimientos, es decir, se trata de realidades contenidas en el conocimiento. La epistemología es una teoría del conocimiento basada en la oposición objeto / sujeto, mientras que la gnoseología es una teoría del conocimiento construida sobre la oposición materia / forma. Será primordial, pues, que la teoría (en el plano formal o lógico) responda adecuadamente a los hechos literarios (que se sitúan en el plano material), estableciendo entre ellos relaciones gnoseológicas de muy diversos tipos. Sólo así se evitará la caída en mitologías, ideologías o teologías de la literatura, carentes por completo de contenidos materiales, como por ejemplo el alegorismo cristiano, la deconstrucción derridiana o la metafísica posmoderna.

[6] El discurso literario, por sí sólo, no explica nada, ni contiene en sí mismo ninguna explicación. A los ojos del lector la obra literaria es, inicialmente, un fenómeno, y no una explicación, sino un explicandum, es decir, algo que tiene que ser explicado, un problema que exige una explicación. El fenómeno, lo fenoménico, es la apariencia de la realidad tal como se presenta al sujeto cognoscente en cuanto se diferencia de la apariencia recibida por otros sujetos. Los fenómenos son plurales siempre, tanto por la diversidad de las condiciones de aparición del objeto como por la multiplicidad de sujetos gnoseológicos que pueden percibirlo. Sin embargo, su pluralidad y diversidad quedan neutralizadas por procedimientos de objetividad operatoria, que dan lugar a estructuras esenciales. El fenómeno se puede conceptualizar mediante operaciones. Un determinado sonido se puede objetivar en un si bemol, y una determinada sustancia se puede objetivar en la fórmula C6H12O6. En la medida en que un contenido emic no se asimila o traduce en un contenido etic, el intérprete permanece en el ámbito de los fenómenos. En la tradición kantiana fenómeno se opone a noúmeno. En la tradición platónica, al igual que en el pensamiento de Bueno (1992), fenómeno se opone a esencia. Husserl recupera la tradición platónica en su Idea de la fenomenología, 1907), donde incluso señala la necesidad de eliminar el sujeto para alcanzar la esencia. Sin embargo, la eliminación de la existencia del sujeto, de la existencia de la cogitatio, para alcanzar las esencias plantea problemas muy difíciles a la teoría de las ciencias humanas. En la teoría del cierre categorial el concepto de fenómeno se opone a la esencia y a la referencia física. Los «hechos» son ante todo referencias. Y las referencias físicas se nos comunican a través de operaciones manuales, por tanto, operaciones distributivas, ya que cada individuo o grupo las reproduce distributivamente. Ningún hecho constituye una realidad absoluta, pues siempre tendrá lugar en un horizonte fenoménico, determinado por un contexto cultural e histórico.

[7] De hecho, colimar es obtener un haz de rayos paralelos a partir de un foco luminoso. En términos ópticos, un colimador es un anteojo que va montado sobre grandes telescopios astronómicos para facilitar su enfoque. En ciertos aparatos, como espectroscopios y goniómetros, funciona como un instrumento cuya misión es colimar los rayos luminosos.

[8] «Considerar esta obra [El amante liberal] una mera imitación moderna de Heliodoro y de Aquiles Tacio equivale a tratarla de innocua novela de aventuras y a verla como paradigma de una convención» (Güntert, 1993: 127). De El amante liberal como novela bizantina se han ocupado específicamente, entre otros, Avalle-Arce (Cervantes, 1613/2002: 30 ss) y Zimic (1989). Vid. también a este respecto Riley (2001).

[9] Como sucede en las novelas bizantinas, y también en buena parte de la comedia nueva lopesca, la historia acaba en matrimonio. Nótese que en casi todas las Novelas ejemplares hay siempre un cura —a veces incluso escondido, en acecho, como sucede en La fuerza de la sangre— que aparece al final, justo cuando se le necesita para casar a la pareja: «Hallóse presente el obispo o arzobispo de la ciudad, y con su bendición y licencia los llevó al templo, y dispensando en el tiempo, los desposó en el mismo punto» (159). El en el caso de La fuerza de la sangre, el acecho es mucho más crudo: «... los padres de Leocadia, que […] los tenía doña Estefanía escondidos. Los cuales, con el cura de la parroquia, que ansimismo con ellos estaba, rompiendo el orden de Estefanía, salieron a la sala. Llegó el cura presto, por ver si por algunas señales daba indicios de arrepentirse de sus pecados...» (321). Situación semejante se da al final de Las dos doncellas, en que Teodosia y Marco Antonio de inmediato «por mano de clérigo estaban desposados, que a persuasión de Teodosia, temerosa que algún contrario acidente no le turbase el bien que había hallado, el caballero envió luego quien los desposase…» (476).

[10] Como bien advierte Güntert (1993: 128-129), «es significativo que Casalduero pase por alto los recursos moralmente discutibles (simulación, mentiras y ficciones varias) que los amantes emplean para conseguir su libertad)». El hispanista suizo advierte, con toda razón, que la interpretación alegórica y católica «no nos autoriza a leer El amante liberal como un edificante itinerario moral destinado a la formación de los novios cristianos» (128). Y cabe citar a este respecto que una de las características esenciales de los personajes cristianos es el fingimiento y el engaño, que consideran perfectamente legítimos con el fin de justificar su libertad: «Sólo decir [habla Leonisa] que es menester usar en esto lo que de nuestra condición no se puede esperar, que es el fingimiento y engaño» (145).

[11] La perspectiva epistemológica hace referencia principal al eje pragmático, especialmente a su momento normativo, que afecta al sujeto cognoscente (del cual es un caso particular el sujeto gnoseológico). Las cuestiones epistemológicas giran en torno a los procesos que determinan normativamente la actitud del sujeto cognoscente (estados de duda o certeza). La perspectiva gnoseológica hace referencia al eje semántico, y en especial a su momento ontológico. Las cuestiones gnoseológicas giran en torno a los procesos que determinan la «identidad sintética» de unas partes objetivas del campo respecto a otras. Entre los criterios que permiten distinguir el espacio gnoseológico del espacio epistemológico, figuran los tres ejes siguientes, de carácter semiológico: a) eje sintáctico, que considera los signos desde el punto de vista de su relación con sujetos y objetos (consta de tres sectores: términos, relaciones y operaciones); b) eje semántico, que considera a los objetos desde el punto de vista de su relación a través de los signos (sus tres sectores son: referenciales, fenómenos y esencias); c) eje pragmático, que considera los sujetos en la medida en que se relacionan a través de signos (sus tres sectores son: autologismos, dialogismos y normas).

[12] La interpretación de Güntert, en suma, pretende «destacar el hecho de que el estado «desapasionado», que supuestamente el héroe alcanza al fin, no significa superación o sublimación de las pasiones en el sentido platónico, sino libertad interior, disposición lúdica e ironía […]. Este criterio nos lleva a una visión distinta de la obra, obligándonos a disociarnos de la interpretación ejemplar de quienes la han propuesto como única posible, a la vez que nos sugiere otra lectura y otra imagen del autor. En vez de denunciar las pasiones y de considerarlas como la parte inferior del hombre, Cervantes aboga por ellas desafiando la tónica de los Discursos dominantes (aristocrático-católico, cristiano-burgués, ascético, etc.) de su época» (Güntert, 1993: 131). Queda así al descubierto la falacia de la liberalidad del amante, que autores como Díaz Migoyo han desmitificado con claridad, al subrayar cómo, al final de la novela, Ricardo pretende disponer personalmente de la voluntad de Leonisa antes de que esta le hubiera autorizado a hacerlo: «La antonomástica liberalidad del amante no es sino una ficción irónica, la ironía misma: un enunciado aparentemente aceptable, pero realmente inaceptable. En vez de liberalidad, es un simulacro de liberalidad; en vez de dar hace como si diera. No sólo porque no puede dar lo que no tiene, como él dice, sino porque no es posible que nadie pueda demostrarse liberal de aquello que sigue deseando —imposibilidad, esta vez, lógica, situación materialmente inconcebible, cuya existencia sólo puede ser verbal» (Díaz Migoyo, 1987: 147).

[13] Cabe advertir, de cualquier modo, que tal apelación del narrador se inscribe en un contexto realmente decoroso y de respeto hacia la autoridad de los mayores, investidos, como es este caso, de un cargo político y religioso de máxima autoridad: «A las palabras del cadí, obedecieron luego, y aun si otra cosa más dificultosa les mandara, hicieran lo mismo, tanto es el respeto que tienen a sus canas los de aquella dañada secta» (131).

[14] «Tomando, pues, entre los tres este apuntamiento, quien primero le puso en plática fue Halima, bien así como mujer, cuya naturaleza es fácil y arrojadiza para todo aquello que es de su gusto» (140).

[15] «Es evidente que el primer modo de narrar, por tendencioso que sea, corresponde a los postulados del Discurso social, de ascendencia católico-nacionalista y tradicional […]. Pero lo que nos induce a hablar de fanatismo oficial y de estilo propagandista es el gran número de prevenciones xenófobas que jalonan el discurso del narrador y, algunas veces también, el de Mahamut […]. El segundo modo de narrar, propio de un humanista moderno, educado en la escuela de Erasmo y de López de Hoyos, representa, frente al primero, el estado libre de prejuicios, ‘desapasionado’» (Güntert, 1993: 139-140). Cabe advertir que la educación en la escuela de Erasmo es, sin duda ninguna, la vivencia en una torre de marfil desconectada de la realidad, un idealismo emocional y una fabulación intelectual. Sin duda, muy propia de humanistas cuya relación con la realidad es completamente libresca y filológica, es decir, idealista y fabulosa.

[16] La cólera y la violencia de Ricardo están más que probadas y confesadas: «Me ocupó el alma una furia, una rabia y un infierno de celos, con tanta vehemencia y rigor, que me sacó de mis sentidos, como lo verás por lo que luego hice, que fue irme al jardín donde me dijeron que estaban, y hallé a la más de la gente solazándose, y debajo de un nogal sentados a Cornelio y a Leonisa, aunque desviados un poco. Cuál ellos quedaron de mi vista no lo sé; de mí se decir que quedé tal con la suya, que perdí la de mis ojos, y me quedé como estatua sin voz ni movimiento alguno. Pero no tardó mucho en despertar el enojo a la cólera, y la cólera a la sangre del corazón, y la sangre a la ira, y la ira a las manos y la lengua» (116). Nótese que la pasión ciega al personaje: «Cuál ellos quedaron de mi vista no lo sé». Literalmente, puede decirse que no ve más allá de las apariencias. Y más adelante, él mismo reitera su belicosidad: «Puse mano a mi espada y acometíle, no sólo a él [Cornelio], sino a todos cuantos allí estaban» (118).

[17] Vid. a este respecto el libro decisivo de Garcés (2005) sobre Cervantes y el cautiverio argelino.

[18] No menos sentimentalista será en su momento la imagen de Leonisa, mímesis del retrato de la mujer pensativa y melancólica, si bien más efímero que consistente: «Estaba Leonisa del mismo modo y traje que cuando entró en la tienda del bajá, sentada al pie de una escalera grande de mármol que a los corredores subía. Tenía la cabeza inclinada sobre la palma de la mano derecha y el brazo sobre las rodillas, los ojos a la parte contraria de la puerta por donde entró Mario, de manera que, aunque él iba hacia la parte donde ella estaba, ella no le veía. Así como entró Ricardo, paseó toda la casa con los ojos, y no vio en toda ella sino un mudo y sosegado silencio, hasta que paró la vista donde Leonisa estaba» (141). Figuras representativas de lo pensieroso y sentimental se encuentran en los frescos de la Capilla Sixtina (la célebre figura pensativa y desesperanzada del condenado), en la Escuela de Atenas de Rafael (es la postura del filósofo Heráclito), en la imagen de la Melancolía de Durero, etc. Vid. a este respecto Klibanski (et al., 1990: esp. 409-412), sobre el motivo de las ruinas y el atributo figurativo de la «cabeza apoyada en la mano».

[19] Está claro que Ricardo ni es el príncipe Constante calderoniano, ni piensa en absoluto como él. No en vano el martirio es la única forma de suicidio autorizada por las religiones y la guerra una de las formas de homicidio legalizada por las democracias (Maestro, 2003).

[20] La analogía con Gaminedes confirma las atribuciones de homosexualidad (116).

[21] Sorprende Cornelio por su inmovilismo y pusilanimidad, pues tras ser agredido en su propia casa por Ricardo, «jamás se levantó Cornelio —en palabras de su denostador— del lugar donde le hallé sentado, antes se estuvo quedo, mirándome como embelesado» (117). Y más adelante se subraya su cobardía: «A Cornelio le valió su buena diligencia, pues fue tanta la que puso en los pies, huyendo, que se escapó de mis manos» (118).

[22] El caso del cadí resulta especialmente visible y cómico, amén de uxoricida, embargado por la lujuria y dispuesto a servirse de todo su poder para asesinar a su esposa legítima, quedarse con el cuerpo de la cristiana, y mentir nada menos que al Gran Turco: «Estaba tan ciego el mísero y anciano cadí, que si otros mil disparates le dijeran, como fueran encaminados a cumplir sus esperanzas, todos los creyera, cuanto más que le pareció que todo lo que le decían llevaba buen camino y prometía próspero suceso; y así era la verdad, si la intención de los dos consejeros no fuera levantarse con el bajel y darle a él la muerte en pago de sus locos pensamientos. Ofreciósele al cadí otra dificultad, a su parece mayor de las que en aquel caso se le podía ofrecer; y era pensar que su mujer Halima no le había de dejar ir a Constantinopla si no la llevaba consigo; pero presto la facilitó, diciendo que en cambio de la cristiana que habían de comprar para que muriese por Leonisa, serviría Halima, de quien deseaba librarse más que de la muerte» (147).

[23] «Prometióselo el cadí con traidoras entrañas, porque las tenía hechas ceniza por la cautiva» [Leonisa] (138); «quizá poco contenta [Halima] de los abrazos flojos de su anciano marido»[el cadí] (138).

[24] El resto de Europa, en particular Venecia o Amsterdan, no era menos antisemita que España: simplemente era más amiga del comercio. De esta cuestión, Escohotado no dijo ni una palabra en su perilulstre trilogía sobre Los enemigos del comercio, ni en su tomo 1, ni en su tomo 2, ni en su tomo 3

[25] «Y así te ruego, por lo que debes a la buena voluntad que te he mostrado, y por lo que te obliga el ser entrambos de una misma patria, y habernos criado en nuestra niñez juntos, que me digas qué es la causa que te trae tan demasiadamente triste» (111).

[26] Ningún personaje supera la frialdad racionalista de Mahamut, que se impone sobre el airado Ricardo, sobre la indómita Leonisa y, por supuesto, sobre el incauto Cadí. A Ricardo le indica que no se presente ante Leonisa, «que podría ser que redundase en perjuicio de mi designio» (133); a Leonisa la interroga sutilmente y obtiene de ella, mediante mentiras, sofismas y falacias, la información que necesita para hacer prosperar su «designio» (134-135); y respecto al cadí, baste decir que dispone su asesinato en pleno Mediterráneo, camino de Constantinopla: «y así era la verdad, si la intención de los dos consejeros [Ricardo y Mahamut] no fuera levantarse con el bajel y darle a él muerte [al Cadí]» (147).

[27] «Quizá para que yo te sirva ha traído la fortuna este rodeo de haberme hecho vestir desde hábito que aborrezco […]. No ignoras el deseo encendido que tengo de no morir en este estado que parece que profeso, pues cuando más no pueda, tengo de confesar y publicar a voces la fe en Jesucristo, de quien me apartó mi poca edad y menos entendimiento» (111).

[28] Cabe advertir que el narrador revela muy tardíamente el estatuto converso de Halima, así como el origen cristiano de sus padres. Cuando se habla de las intenciones adúlteras de Halima, el lector sólo sabe de ella que es la esposa del cadí, y no tiene razón alguna para vislumbrar sus orígenes cristianos. El «mal deseo» (138) que le atribuye el narrador es, pues, en una primera lectura de la novela, el mal deseo de una mora, no de una cristiana. Que sus padres son «griegos cristianos» (140) es algo que el lector sólo sabrá más adelante, y que ella misma es renegada sólo se declarará muy avanzada la novela, y de forma muy discreta por un narrador apresurado en los preparativos de un viaje a Constantinopla que no alcanza su destino. Sólo entonces se confiesa su «voluntad de irse a tierra de cristianos, y volverse a lo que primera había sido» (148).

[29] Así, por ejemplo, «los muertos eran cuatro soldados de aquellos que ellos llaman leventes» (119), dice Ricardo a Mahamut, usando un término de origen turco, lāwandī, que penetra en español, como corrupción de levantino, con el significado de guerrero; «los turcos saltaron en tierra a hacer leña y carne, como ellos dicen» (121); el cadí hace «la zalá en la mezquita» (139), es decir, reza; «un bajel de moros que ellos llaman caramuzales» (143), etc. Además, el narrador, sobre todo en la segunda mitad de la novela, introduce enunciados que contienen juicios disyuntivos sobre el imperio otomano, en los que simultáneamente se elogia y denigra a los turcos. Así, advierte que los bajaes Alí y Hazán «a las palabras del cadí obedecieron luego, y aun si otra cosa más dificultosa les mandara, hicieran lo mismo, tanto es el respeto que tienen a sus canas los de aquella dañada secta» (131). No deja de ser llamativo, e incluso irónico, que un grupo humano «dañado», suponemos que ante todo por la fe en un falso dios (como si hubiera alguno verdadero), profese hacia sus mayores un respeto tan ejemplar y eficaz. También se habla en El amante liberal de «aquella mezcla de lenguas que se usa, con que todos nos entendemos» (145), en alusión a la lengua franca mediterránea, de simplicidad sintáctica y amalgama de léxico ribereño, que permitía la comunicación en todas las ciudades portuarias del Mediterráneo. Cervantes refiere comentarios sobre esta lengua franca en diferentes momentos de su obra (Los baños de Argel, II, 1226-1228; Quijote I, 41, p. 474; La cueva de Salamanca...). Acaso uno de los momentos más expresivos es el que tiene lugar en La gran sultana, durante el diálogo entre el cautivo Roberto y el renegado Salec, quien dice: «Aquí todo es confusión, / y todos nos entendemos / con una lengua mezclada / que ignoramos y sabemos» (I, 178-181). La lengua franca aparece aquí asociada tanto a la comunicación como a la confusión y la incertidumbre, cuanto más que un personaje como Salec, renegado y misterioso, se presenta como una criatura amenazante, necesaria y nihilista (Maestro, 2001).






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Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro