IV, 2.22 - Ética y moral en La gitanilla de Cervantes


Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Ética y moral en La gitanilla de Cervantes


Referencia IV, 2.22


Los gitanos se comportan claramente como materialistas, sin hacer ningún misterio de su necesidad.

Georges Güntert (1993: 115).


 

Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro

La gitanilla es la primera de las Novelas ejemplares de Miguel de Cervantes. En ella el autor convierte en materia literaria a los gitanos, grupo social que carecía de tradición y presencia en la literatura. Los gitanos son un grupo humano que penetra en Europa a mediados del siglo XV. A lo largo del XVI aparecen ocasionalmente como personajes cómicos en el teatro prelopesco, y de forma esporádica también en la novela picaresca. El terreno sobre el que actúa Cervantes es en cierto modo virgen.


Comencemos con algunas observaciones preliminares sobre los personajes. Preciosa es el nombre que su «abuela» da a la gitanilla, una adolescente singular por sus cualidades extraordinarias en el discurso, el baile, la danza y la moral virtuosa. Es una criatura inverosímil, pues los materiales o partes extra partes que la conforman como unidad sintética son de muy difícil combinación, acaso en algunos aspectos incompatibles entre sí, y por ende su crédito resulta tan dudoso como admirable. La verdad de la fábula se impone en esta novela a la verosimilitud de la literatura.

En Pedro de Urdemalas Cervantes crea en la figura de Belica el personaje de una gitana a la que finalmente se revela su origen noble. Belica y Preciosa son personajes con grandes diferencias, aunque ambas mujeres, adolescentes y «gitanas» de origen noble. Cabe tener presente que Constanza, el nombre de pila de la gitanilla, es también el nombre de la protagonista de La ilustre fregona.

El lector conoce a Preciosa admirándola: «El cantar de Preciosa fue para admirar a cuantos la escuchaban» (33). Literariamente, Preciosa ejecuta el tópico decoroso del puer senex[1], cuya tradición retórica dota al personaje de la verosimilitud necesaria a la fábula. Paralelamente, el personaje de la gitanilla cumple con todos los requisitos del decoro que competen a los miembros de los altos estamentos sociales. No canta sino letras «de romances y de cantarcillos alegres, pero todos honestos; que no consentía Preciosa que las que fuesen en su compañía cantasen cantares descompuestos, ni ella los cantó jamás; y muchos miraron en ello» (33). Además, Preciosa sabe leer y escribir, saberes inauditos para una mujer que no perteneciera a la nobleza o a la alta burguesía. Preciosa sólo puede aceptarse, bien como un personaje inverosímil, bien como un personaje extraordinaria o excepcionalmente verosímil:


—Y, ¿sabes tú leer, hija? —dijo uno. 
—Y escribir —respondió la vieja—; que a mi nieta hela criado yo como si fuera hija de un letrado (41).


La gitana vieja, «abuela» de la gitanilla, actúa como un personaje clave de la acción narrativa. Usurpa la hija a sus padres nobles, al poco de haber nacido, y a ellos la devuelve, al final de novela, con el fin de salvar la vida de Andrés, el novio-marido de Preciosa[2]. Este último se convierte en un segundo personaje clave, aunque mucho más plano. Es el joven don Juan, noble enamorado de Preciosa, por cuyo amor se convierte en el gitano Andrés Caballero. Es un personaje más de novela sentimental, o incluso bizantina, que de novela picaresca. Cervantes cuida de que nunca robe ni hurte, y dispone que como gitano destaque públicamente por sus habilidades físicas en juegos acrobáticos y competiciones festivas[3]. Como noble se comporta en todo momento, y como noble asesina a quien le abofetea[4].

Anotemos algunas indicaciones respecto a la fábula y el discurso narrativos. La verdad de la fábula —lo hemos dicho— se impone a la verosimilitud de la literatura. Romance puede definirse como una narración idealista. La gitanilla es, en buena medida, un romance (Riley, 2001). La obra arranca con un «Parece...», como si todo el contenido de esa declaración inicial se basara en la apariencia, y no en la realidad[5]. La narración está nutrida de prolepsis, lo que sin duda revela cómo Cervantes la ha configurado desde el desenlace o finis operis, y no desde el finis operantis, como objeto de una o varias acciones aisladas. Todas estas prolepsis apuntan al finalmente recobrado origen noble de Preciosa / Constanza, con lo que de alguna manera restablecen y explican un principio del decoro, subvertido funcionalmente a lo largo de la narración, pero que al fin y al cabo se objetiva para confirmar de forma sustantiva las diferencias sociales y estamentales entre linajes nobles y serviles.


—«¡Lástima es que esta mozuela sea gitana! En verdad, en verdad, que merecía ser hija de un gran señor!» (3).

—«[…] la crianza tosca en que se criaba no descubría en ella sino ser nacida de mayores prendas que de gitana, porque era en extremo cortés y bien razonada» (29).

—«Yo daré traza que sus majestades te vean, porque eres pieza de reyes» (51).


Algunos críticos como Riley (1962: 287) y Laffranque (1977: 561) han discutido el final que Cervantes impone a Preciosa, al convertirla en Constanza Acevedo, joven sumisa de familia acomodada, cuyo asentimiento estaría justificado por el determinismo del linaje.

Consideremos críticamente algunos aspectos relativos a los materiales religiosos objetivamente referidos en las formas literarias de la novela. Preciosa entra en Madrid un día de santa Ana, esto es, un 26 de julio[6]. Es la fiesta de la patrona de la ciudad. Preciosa baila y entona un romance hexasílabo, de rimas sacras y folclóricas, propias de un pueblo que canta feliz sus miserias a Dios. Nuevamente, la religión sirve aquí de salvoconducto: los gitanos son ladrones, pero devotos. Asumir una apariencia políticamente correcta permite, a quien la manifiesta, disculpar, practicar o encubrir otras faltas, del mismo modo que hoy día declararse solidario, ecologista o cooperante de alguna causa bien vista es una etiqueta de «corrección pública» frente a otros que no la ostentan o declaran.

El romance de la salida a «misa de parida», de contenido religioso, monárquico y político, que canta Preciosa en el primer tercio de la novela, durante su estancia en Madrid, se considera fue escrito por Cervantes para la celebración de las fiestas regias acaecidas en Valladolid con motivo del nacimiento del futuro Felipe IV. Se ha visto en este romance una visión crítica de la corrupción de la corte de Felipe III. Como ha señalado a este respecto Güntert (1993: 125), Iglesia, monarquía y familia son los tres pilares de una sociedad referida respectivamente en los poemas de santa Ana, «la misa de parida» y la buenaventura de Preciosa.

En este contexto, la gitanilla es un personaje sobresaliente por una serie de cualidades que se nos presentan como admirables porque de hecho admiran a quienes la rodean, como público de sus bailes, danzas, cantos y locuacidades verbales, todas bien desenvueltas, llenas de agudeza, razones e inteligencia. Con todo, sus palabras y actos revelan más astucia que devoción, más racionalismo que sumisión, y más inverosimilitud que moralismo consecuente con su modo de vida. ¿Quién ha conformado la educación de Preciosa? ¿La abuela gitana, tras habérsela hurtado a sus padres biológicos y legítimos? No exclusivamente. ¿El entorno social en que ha crecido Preciosa? El texto no lo desmiente, y la propia gitanilla parece sugerirlo, concretamente en estos términos, donde el diablo hace de nuevo acto de aparición retórica. Pero el decoro literario impone su norma: la educación de preciosa viene determinada por la nobleza de sangre. Otra cosa son las palabras de la propia Preciosa, que atribuye irónicamente las cualidades de la sangre noble a la forma de vida gitanesca. No cabe mayor ironía.


¿Quién me lo ha de enseñar? —respondió Preciosa—. ¿No tengo yo mi alma en el cuerpo? ¿No tengo ya quince años? Y no soy manca, ni renca, ni estropeada del entendimiento. Los ingenios de las gitanas van por otro norte que los de las demás gentes: siempre se adelantan a sus años; no hay gitano necio, ni gitana lerda. Que como el sustentar su vida consiste en ser agudos, astutos y embusteros, despabilan el ingenio a cada paso, y no dejan que críe moho en ninguna manera. ¿Ven estas muchachas, mis compañeras, que están callando y parecen bobas? Pues éntrenles el dedo en la boca y tiéntenlas las cordales, y verán lo que verán. No hay muchacha de doce que no sepa lo que de veinte y cinco, porque tiene por maestros y preceptores al diablo y al uso, que les enseña en una hora lo que habían de aprender en un año (44).


He aquí a los preceptores de Preciosa, dos figuras eufémicas: el Diablo y la Necesidad, esto es —por sus nombres reales—, la astucia y el hambre. Cierto que no se advierte que ella haya pasado hambre alguna vez, como tampoco se sugiere nunca que haya faltado a la verdad en lo más mínimo de su discurso. La educación es un conocimiento adquirido y artificial, que, desde una perspectiva antropológica y etológica, constituye la inserción de los individuos en un medio social y cultural mediante un aprendizaje difuso o reglado, y siempre sofisticado. Hay en el discurso de Preciosa una enorme capacidad para objetivar lo que su propia vida es en relación con la vida colectiva de los gitanos con los que ha crecido, y en cuyo grupo está inserta. Preciosa sabe más de lo que le han enseñado[7]. Su formación no se ha limitado a la educación ficticia que todo ser humano recibe, es decir, a la educación basada en la idea del bien moral. Preciosa ha aprendido las astucias que sólo enseña la educación real, menos sofisticada, pero más cruda, y que requiere el conocimiento de lo moralmente proscrito por el grupo dominante: el embuste, el hurto, la agudeza, la astucia, el ingenio..., cuyos «maestros y preceptores» son el diablo y el uso, esto es, la maldad y la experiencia. 

La educación real se impone funcionalmente a los formalismos de la educación ficticia. Nuevamente el diablo desempeña aquí el mismo papel que en el resto de las Novelas ejemplares. No es propiamente un numen terrestre de carácter religioso, sino sólo un referente moral. Es una forma cuyos contenidos no son religiosos, sino morales. Su moralidad es negativa, pero imprescindible para la supervivencia de los individuos que pertenecen a grupos marginales. El diablo desempeña aquí un valor simbólico, cuyos referentes son irreligiosos o ateístas, porque los materiales objetivos a los que remite su apelación pertenecen al mundo de la moral, es decir, al ámbito de las normas de supervivencia de un grupo marginal, en este caso el de los gitanos con los que se educa Preciosa, cuyo fin en la vida es sobrevivir en una sociedad ajena y adversa, y no afirmarse religiosamente en ella. 

La religión será, en todo caso, un medio o instrumento ocasional de explotación económica, para obtener algún «doblón de dos caras» (con todo lo que esto significa), pero en absoluto un fin en sí mismo. No hay creencias, no hay fe, en la organización del aduar de los gitanos, sino normas morales de cohesión y estructuración del grupo, que el viejo gitano expone puntualmente al novicio Andrés Caballero, y frente a las cuales la propia Preciosa antepone sus propias normas éticas. No hay, pues, experiencia religiosa, sino experiencia moral. Y fuera del mundo gitano, los personajes no muestran su devoción, y mucho menos su voluntad, sino su sumisión y su astucia. Así como las posibilidades de que disponen para sobornar y corromper a la justicia. Los requisitos y fórmulas del matrimonio cristiano entre Constanza y Juan brotan de la Contrarreforma, no de la voluntad ni de la devoción de los personajes. No estamos ante el cinismo religioso y la astucia personal de una pareja como Periandro y Auristela en el Persiles. Preciosa sólo se concibe a sí misma como gitana hasta la anagnórisis final, y don Juan no se disfraza de zíngaro para peregrinar a Roma, sino que se convierte en gitano por el amor de una gitana.

Cabe advertir que el Diablo y Dios —y el Diablo mucho más que Dios— son los únicos númenes que aparecen en las Novelas ejemplares. Uno y otro representan contenidos morales abstractos, el uno, los negativos, y el otro, los positivos. El narrador los menciona para proyectar sobre la secuencia o episodio que va a narrar un valor moral benigno o maligno, según el acontecer. Así, el diablo se menciona especialmente con la presencia e intervención de la Carducha: «Juana Carducha […], habiendo visto bailar a las gitanas y gitanos, la tomó el diablo, y se enamoró de Andrés», y este, «como discreto, determinó de poner tierra en medio y desviarse de aquella ocasión que el diablo le ofrecía» (94-95). Y del mismo modo Dios aparece cuando hay que reconciliarse con algún tipo de desenlace que requiere el visto bueno del altísimo numen. Así sucede cuando Andrés, homicida encadenado ante el corregidor, habla de su relación con Preciosa, revertida en Constanza: «yo adoro a esa gitana; moriré contento si muero en su gracia, y sé que no nos ha de faltar la de Dios, pues entrambos habremos guardado honestamente y con puntualidad lo que nos prometimos» (104). Y en términos análogos el corregidor respondió «que se encomendase a Dios de todo corazón», etc., no siendo Dios, sino la «abuela» de Preciosa —su hurtadora—, quien actúa de manera tal que evita la tragedia.

Don Juan se convierte en Andrés Caballero mediante una ceremonia, gitana y pagana, que acredita su ingreso en el aduar de Preciosa. Asistimos aquí a una ceremonia social y pública, dentro del gremio gitano, que se desarrolla a través del eje circular del espacio antropológico, esto es, se trata de un ceremonial estrictamente humano, sin dioses ni númenes naturales. Nada religioso hay en este ritual. Desde el punto de vista que mantienen entre sí los sujetos actanciales y los contenidos ceremoniales, pronto nos damos cuenta de que se trata más de un acto que responde a normas morales, no a normas éticas. Los compromisos adquiridos están destinados a preservar la estructura y organización del grupo, y no tanto la vida de sus miembros, incapaces de sobrevivir aisladamente. 

Por si quedaran dudas, «un gitano viejo» toma la palabra para exponer, longamente, las normas morales de los zíngaros. Andrés Caballero, convertido —por el momento— en un prototipo de novela sentimental, asume de pleno todo cuanto se le indica. Es, sin embargo, Preciosa, quien desde su racionalismo personal yuxtapone, casi dialécticamente, sus propias normas éticas a la fuerza tradicional de las normas morales enunciadas por el patriarca. La gitanilla habla aquí «por la ley de mi voluntad, que es la más fuerte de todas» (74). ¿Qué personaje hay, en toda la literatura universal, en pleno siglo XVII, y XVIII, y XIX, y XX..., con mayor fuerza que esta criatura, que impone su voluntad individual sobre el orden moral trascendente de cualquier credo adverso?  

La ética de Preciosa impugna la moral de su aduar. Y desde esta convicción afirma un postulado materialista: «Condiciones rompen leyes», es decir, que el cumplimiento de una ley se basa en el mantenimiento de determinadas condiciones materiales[8]. En este caso, tales condiciones serán aquellas que aseguren su libertad individual: «Estos señores bien pueden entregarte mi cuerpo, pero no mi alma, que es libre y nació libre, y ha de ser libre en tanto que yo quisiere […], los ímpetus amorosos corren a rienda suelta, hasta que encuentran con la razón o con el desengaño […]; que yo no me rijo por la bárbara e insolente licencia que estos mis parientes se han tomado de dejar las mujeres o castigarlas, cuando se les antoja; y como yo no pienso hacer cosa que llame al castigo, no quiero tomar compañía que por su gusto me deseche» (74-75). Pese a que Preciosa esgrime —muy singularmente— la independencia de su «alma» y la entrega de su «cuerpo», mal podrá Andrés, o cualquier otro, recibir la materialidad de este último, si su dueña no lo da voluntariamente. Antes a la inversa: lo que sucede en la novela es que Preciosa entrega a Andrés todo excepto su cuerpo. Las palabras de la gitanilla siguen siendo de un racionalismo cuyas calidades discursivas frisan la inverosimilitud de la literatura. No importa demasiado: aquí el lector se deja seducir más por el contenido racional que por la forma poética, del mismo modo que al final de la novela, en su desenlace, se dejará persuadir más por el confort formalista de la anagnórisis que por la verosimilitud fabulosa de los hechos. 

Preciosa no confía en las normas morales. Ni en la moral de los gitanos, contra la que apostilla con su propia normativa ética, ni en la moral aristocrática, de la que procede don Juan, y de la que ella misma brota por su nacimiento biológico. Si creyera en esta última, le bastarían las palabras y promesas de amor de su enamorado, y no reaccionaría ante ellas con el racionalismo del desengaño y con la austeridad de la stoa y el epicureísmo. Preciosa no cree ni siquiera en la fuerza moral a que obliga un juramento. Por eso no hay en La gitanilla ningún juramento posible. Preciosa no es la dueña Marialonso, ni permite que su don Juan se comporte como un virote, cual Loaysa en El celoso extremeño: «Los juramentos y promesas que hace el cautivo porque le den libertad pocas veces se cumplen con ella […]. No quiero juramentos, señor Andrés, ni quiero promesas; sólo quiero remitirlo todo a la esperiencia deste noviciado, y a mí se me quedará el cargo de guardarme, cuando vos le tuviéredes de ofenderme» (75).

Consideremos, desde el realismo antropológico a que remite el drama social de la novela, el racionalismo de Preciosa. Esta gitanilla es, probablemente, el personaje más racionalista de toda la literatura cervantina. Su racionalismo es, acaso, inverosímil. Pero convincente. El discurso más razonado, y más decisivo respecto a su propia persona, es sin duda el que le dirige a su don Juan, que habrá de convertirse en el gitano Andrés Caballero para ganarse con seguridad el amor de la Preciosa[9]. La gitanilla habla aquí desde una sobriedad y una razón que son más propias de la stoa que del decoro de la poética clásica, y más afines al estoicismo y al epicureísmo que al erasmismo o al cristianismo, cuya mística es incompatible con la austeridad racional de la protagonista: «A mí ni me mueven promesas, ni me desmoronan dádivas, ni me inclinan sumisiones, ni me espantan finezas enamoradas […], soy ya vieja en los pensamientos y alcanzo más de aquello que mi edad promete, más por mi buen natural que por la experiencia. Pero con lo uno o con lo otro sé que las pasiones amorosas en los recién enamorados son como ímpetus indiscretos que hacen salir a la voluntad de sus quicios […], ningunas palabras creo y de muchas obras dudo. Una sola joya tengo, que la estimo en más que a la vida, que es la de mi entereza y virginidad […], y si puede ser comprada, será de muy poca estima» (54). Insensible a la seducción, ajena al misticismo y al arrobo, indiferente a la exhibición de la riqueza, desengañada en la cúspide de una adolescencia jamás desequilibrada, la gitanilla enfría con sus razones la declaración pasional de don Juan, que se convierte desde ese momento en un personaje de novela sentimental o melodrama arcádico, renunciando estamentalmente a su nobleza por el amor de la gitana.

El racionalismo sirve a la libertad. Nada más propio de un ideal ilustrado europeísta, de esos que Europa descubrió en el siglo XVIII, cuando España ya lo conocía y utilizaba desde el siglo XV: «Sepa que conmigo ha de andar siempre la libertad desenfadada» (56). Este ideal, tan cervantino, rige el discurso formal y funcional de Preciosa, acaso hasta el momento en que vuelve a ser Constanza.

En la última escena bucólica de la novela, protagonizada por Clemente, Andrés y Preciosa, la niña responde al lirismo de los enamorados con una redondilla que reproduce el contenido de un adagio clásico muy reiterado por Cervantes, y que es afirmación secular y laica de la libertad individual, e incluso de postulados fundamentales del pensamiento ilustrado: Faber est suae quisque fortunae. Y así, oímos proferir a Preciosa: «que yo pienso fabricarme / mi suerte y ventura buena» (94)[10].

Dediquemos las últimas palabras a la corrupción de la justicia. Cervantes no parece perder ocasión para reflejar el estado de putrefacción en que parece encontrarse la justicia de su tiempo y de todos los tiempos. Así sucede en diferentes momentos, y desde diferentes ámbitos estamentales, a lo largo de esta novela. Y de muchas otras novelas de Cervantes, no sólo en su apelación al Siglo de Oro, sino a la idea misma de justicia.

En un primer momento, la «abuela» de Preciosa advierte de la importancia del dinero para sobornar a la justicia en caso de apresamiento de alguno de los gitanos del aduar: «¿Cien escudos quieres tú que deseche, Preciosa […]? Y si alguno de nuestros hijos, nietos o parientes cayere, por alguna desgracia, en manos de la justicia, ¿habrá favor tan bueno que llegue a la oreja del juez y del escribano como destos escudos, si llegan a sus bolsas? Tres veces, por tres delitos diferentes, me he visto casi puesta en el asno para ser azotada, y de la una me libró un jarro de plata, y de la otra una sarta de perlas, y de la otra cuarenta reales de a ocho que había trocado por cuartos, dando veinte reales más por el cambio. Mira, niña, que andamos en oficio muy peligroso y lleno de tropiezos y de ocasiones forzosas, y no hay defensas que más presto nos amparen y socorran como las armas invencibles del gran Filipo», es decir, del dinero. «Filipo» era, como sabemos, el nombre que recibieron popularmente algunas monedas acuñadas en tiempos del rey Felipe III.

En un segundo momento, Cervantes tampoco pierde ocasión de poner en complicidad a la Iglesia y al crimen cometido por miembros del estamento nobiliario. El paje madrileño y principesco que escribe amorosos poemas a Preciosa huye de la justicia tras cometer un doble asesinato. Sobrevive entre los gitanos con el nombre de Clemente, mientras que su compañero de homicidio, «en hábito de fraile, con otro fraile se fue la vuelta de Aragón, con intención de pasarse a Italia, y desde allí a Flandes, hasta ver en qué paraba el caso» (86). Con anterioridad, él y su «pariente» estuvieron «quince días […] escondidos en el monasterio» de los religiosos, no tanto refugiados en sagrado cuanto escondidos en secreto de la justicia que los buscaba. La referencia a la Iglesia católica como institución que oculta, auxilia y protege a homicidas es aquí absolutamente explícita e inequívoca.

En un tercer y último momento, el desenlace confirma cómo el dinero que recibe el alcalde y tío del militar asesinado dispone materialmente la desintegración de la causa contra el noble homicida don Juan de Cárcano, nunca más Andrés Caballero: «pues no había de tener lugar el rigor de la justicia para ejecutarla en el yerno del Corregidor […], recibió el tío del muerto la promesa de dos mil ducados que le hicieron, porque bajase la querella y perdonase a don Juan» (107). El paje «Clemente» y el hidalgo «Andrés» están ahora más cerca quizás de lo que antes habían estado, pese a que el primero haya huido de la justicia «en una de dos galeras de Génova que estaban en el puerto de Cartagena» (107) y el segundo se haya librado igualmente de ella merced al pago de dos mil ducados. Uno y otro son homicidas impunes. Cada cual se fabrica su destino, ¿no tiene aquí Justicia alguna parte?


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NOTAS

[1] «Soy ya vieja en los pensamientos y alcanzo más de aquello que mi edad promete» (54).

[2] «Que yo la hurté en Madrid de vuestra casa el día y hora que ese papel dice» (101).

[3] «A doquiera que llegaban, él se llevaba el precio y las apuestas de corredor y de saltar más que ninguno; jugaba a los bolos y a la pelota estremadamente; tiraba la barra con mucha fuerza y singular destreza; finalmente, en poco tiempo voló su fama...» (79).

[4] «Y arremetiendo al soldado con mucha presteza y más cólera, le arrancó su misma espada de la vaina y se la envainó en el cuerpo, dando con él muerto en tierra» (97).

[5] El narrador es una de las figuras más sofisticadas de la novela, fingiendo con frecuencia la adopción de criterios contradictorios o incluso incompatibles. En el párrafo inicial de la novela, simula discretamente asumir los juicios de la sociedad estamental frente a los gitanos: «Parece que los gitanos solamente nacieron en el mundo para ser ladrones...». Sin embargo, en el proceso mismo de la narración y sus referentes materiales, descubre una y otra vez la conducta falaz, contradictoria e hipócrita de la nobleza, e incluso, sumariamente, de la Iglesia. En este sentido, La gitanilla es una novela que narra un proceso de veridicción, tal como sugiere Güntert (1993: 118). Lo cual no debe sorprender, ya que la novela se construye sobre un despliegue de falacias y apariencias: «Preciosa es una falsa gitana, a quien la vieja ha ocultado su origen; Andrés, falso gitano a su vez, engaña a sus padres y finge ante los gitanos para no tener que robar; el paje-poeta, que como criado de un noble pertenece a la sociedad urbana, también anda disfrazado y miente a Andrés, y este a él, por no nombrar sino las mentiras más significativas de la trama» (Güntert, 1993: 118). La única relación relativamente verdadera es la que mantienen Andrés y Preciosa, relación que parece ser la de un caballero con una gitana. Preciosa no confía en nada: ni siquiera en las palabras de los nobles, que se supone son las más firmes, pues, por naturaleza y linaje, un caballero es hombre de palabra. Esta desconfianza muestra con claridad que los valores de un grupo —la aristocracia— no son reconocidos (salvo el dinero), por el otro —los parias—.

[6] El papa Julio II instituye esta celebración en 1510. Adviértase que los gitanos entran en Madrid como unos «invasores pacíficos» (Güntert, 1993: 123). Se les permite estar en la ciudad durante las horas del día, para abandonarla obligatoriamente con la llegada de la noche, a la hora del Avemaría. Una señal religiosa impone su expulsión de la urbe: «Fuéronse, y juntáronse con las muchas labradoras que a la hora de las avemarías suelen salir de Madrid para volverse a sus aldeas» (51).

[7] «No hables más, que has hablado mucho, y sabes más de lo que yo te he enseñado. No te asotiles tanto que te despuntarás; habla de aquello que tus años permiten, y no te metas en altanerías, que no hay ninguna que no amenace caída» (51).

[8] No en vano, como advierte Güntert, Preciosa se ha educado con gitanos, los cuales «se comportan claramente como materialistas sin hacer ningún misterio de su necesidad diaria de recoger alimentos o fondos» (Güntert, 1993: 115).

[9] Preciosa ha sido educada entre gitanos, y como ellos razona en muchos aspectos de la vida. Sin embargo, «al imponer un prolongado período de prueba a su amante, la gitanilla se comporta aristocráticamente» (Güntert, 1993: 121). En efecto, sus condiciones rompen leyes. El materialismo de las pruebas que exige al héroe masculino es el contrapunto del idealismo de las pruebas que los relatos fantásticos y maravillosos de la tradición legendaria y popular imponen a sus protagonistas. Los libros de caballerías aún ofrecían en la época de Cervantes algunos de estos testimonios, en los relatos de Chrétien y de Amadís.

[10] El mismo contenido, con análoga forma, vemos reproducido por boca de Escipión en el cerco de Numancia: «Cada cual se fabrica su destino / no tiene aquí fortuna alguna parte» (Numancia, I, 156-157). Es lugar común en la literatura cervantina.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Ética y moral en La gitanilla de Cervantes», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 2.22), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


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