IV, 2.31 - El personaje anómico en el Persiles de Cervantes: eros y ethos bajo los imperativos políticos y religiosos de la Edad Moderna

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
__________________________________________________________________________________


Índices





El personaje anómico en el Persiles de Cervantes:

eros
y ethos bajo los imperativos políticos y religiosos de la Edad Moderna



Referencia 
IV, 2.31


Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro

Eroslogos y ethos

En el contexto del ethos y el eros característico de la España de los Siglos de Oro, este trabajo plantea una interpretación de los conflictos generados en la literatura de Cervantes, concretamente en varios de los personajes de su novela Los trabajos de Persiles y Sigismunda, sometidos a una dialéctica entre erotismo personal y logos religioso. La religión, tanto en su variante católica como protestante, reformada o contrarreformista, impone unas normas en la relación amorosa que la literatura cervantina no siempre confirma, sino que incluso parece discutir de forma irónica y crítica, mediante la construcción de personajes que adoptan comportamientos (ethos) anómicos frente a las normas logocéntricas, o teológico-políticas, que parecen someterlos.

La anomia del individuo subyugado por el poder es manifiesta en buena parte de la obra literaria de Cervantes. El personaje anómico trata de desarrollar su libertad, no como lucha por el poder para dominar a los demás, sino como forma de conducta destinada a evitar el dominio ajeno, a través de contextos y comportamientos heterodoxos, en ocasiones incluso punibles en la política y la religión de cada época. La nuestra no es, por democrática, más liberal que otras épocas del pasado.

Como es bien sabido desde Aristóteles, ethos, pathos y logos son tres componentes determinantes del arte verbal, en el ejercicio de sus fines retóricos, comunicativos y persuasivos:

 

De entre las pruebas por persuasión, la que pueden obtenerse mediante el discurso son de tres especies: unas residen en el talante del que habla [ethos], otras en el predisponer al oyente de alguna manera [pathos] y, las últimas, en el discurso mismo, merced a lo que éste demuestra o parece demostrar [logos] (Aristóteles, Retórica I, 2: 1356a).

 

Estos tres componentes, o especies de discurso persuasivo —como las denomina el propio Aristóteles—, son tres clases de demostraciones retóricas que, poéticamente, han influido de forma determinante en toda la literatura posterior, especialmente en la literatura clásica y de los Siglos de Oro. Como Teoría de la Literatura, la Crítica de la razón literaria las ha reinterpretado desde su ontología especial, conforme a los tres géneros de materia, y ha identificado el ethos con el cuerpo del hablante (M1), el pathos su psicología (M2) y el logos con el contenido conceptual o científico de su argumentación (M3).

Durante siglos, la política, que es la organización del poder, es decir, la administración de la libertad —y de la voluntad—, se mantuvo solidariamente unida a la religión en la administración del Estado. Este hecho, que en la anglosfera llega incluso al siglo XX (la reina de Inglaterra es jefa de la Iglesia anglicana), determinó en la creación literaria la construcción de personajes anómicos marcados por su relación patológica con el poder político y con el poder religioso. El discurso a través del que se expresan estos personajes anómicos, discurso que constituye su ethos, y que es constituido desde él, resulta de una muy interesante dialéctica entre poder político-religioso —impuesto sobre el individuo como un orden moral trascendente e inalterable— y voluntad personal e individual. Desde el punto de vista del eros, aspecto que consideraremos de forma específica, el resultado de esta dialéctica es una anomia extraordinaria, de amplia proyección literaria y crítica, sobre todo en el terreno de la heterodoxia política y religiosa.

Si no existiera el poder tampoco existiría la libertad. Como ha escrito Bueno (1996), lo contrario de la libertad no es la esclavitud, sino la impotencia, es decir, la nulidad de poder. Ha de tenerse esto en cuenta cuando se cita a Foucault (1972) acríticamente, desde la inercia de una posmodernidad que se refiere a las ideas al margen de la realidad sobre la que estas ideas se fundamentan y desarrollan. Ocurre que la nulidad o anulación del poder equivale a la nulidad o anulación de la libertad: sin un mínimo de poder no es posible ejercer un mínimo de libertad. Así concebida, la libertad es lo que los demás nos dejan hacer, es decir, la lucha por del poder para dominar al prójimo. Pero el prójimo no siempre se deja dominar y, a su vez, lucha desde el ejercicio de sus propias posibilidades de acción y reacción, es decir, desde sus personales capacidades dialécticas y operatorias. Los personajes literarios saben muy bien que al poder sólo se le puede seducir, vencer o burlar.

 

 

Personajes anómicos en el Persiles de Cervantes

El personaje anómico es aquel que vive —patológicamente— al margen de las normas. El anómico es un heterodoxo patológico, más que un heterodoxo inteligente. La literatura está llena de personajes anómicos y, la literatura cervantina muy en particular, nos ofrece tipos extraordinarios de anomia. Don Quijote es un ejemplo superlativo y genial de personaje anómico. Como también lo es Tomás Rodaja —el licenciado Vidriera—, los cuatro personajes recluidos en el hospital para locos que aparecen en la clausura de El coloquio de los perros —un poeta, un alquimista, un matemático y un arbitrista—, el propio alférez Campuzano, y múltiples figuras de los entremeses cervantinos. Con todo, el Persiles es sin duda la novela de Cervantes que mayor número de personajes anómicos concita y promueve. Vamos a examinar aquí a algunos de estos personajes, y su anomia, desde el punto de vista del ethos, el eros y el logos que los constituye, alimenta y reprime.

La anomia dispone que el personaje literario así concebido, patológicamente, desarrolle sus acciones al margen del poder, en una heterodoxia que pretende sustraerse a lo más represivo de ese poder político, religioso e ideológico, siempre violentamente impuesto, y que, en definitiva, acaba recluyendo —marginando—, a este tipo de personas, de forma crónica, en los límites de su propia anomia, sin posibilidad alguna de superarla a lo largo del tiempo. Ha de advertirse que el personaje anómico tiene en la literatura referentes antiquísimos, como es el caso de Lucio, el protagonista de El asno de oro de Apuleyo, y sobre todo —y antes que él— el celebérrimo Esopo, protagonista de la Vida de Esopo, novela corta anónima del siglo I de nuestra Era, cuyo contenido parenético y cínico se ha puesto en alguna ocasión como referente de la genealogía del Quijote (Adrados, 2013). La anomia remite, pues, bien a una sociedad mermada en sus libertades, bien a una serie de individuos incapaces de abrirse camino en un contexto político y religioso que reprime determinadas libertades. En el mundo contemporáneo, el psicoanálisis encontrará en la anomia su principal arsenal de recursos, y en el personaje anómico su referencia más acusada y recurrente.

En el Persiles cervantino es posible identificar al menos seis tipos o prototipos de personajes que, desde el punto de vista del eros y del ethos, están determinados por la anomia, es decir, por formas de comportamiento desarrolladas de forma patológica respecto a las normas exigidas por el logos político y religioso. Estos personajes representan tendencias y prácticas afines a la brujería y la hechicería, a la intimidación por difamación, a un erotismo y una sexualidad «marginales», a la locura, a pseudociencias como la astrología judiciaria, a la misantropía y a la excentricidad religiosa. Me refiero a personajes como Rutilio, Clodio, Renato, Cenotia, Soldino, un poeta cómico y una peregrina sui generis.

 

 

1. Rutilio: brujería y erotismo femenino (I, 8)

En el relato de su vida, Rutilio cuenta cómo hubo de matar a una hechicera que, en el contexto de una relación erótica, acabó por convertirse en lobo, y a tal respecto, advierte: «Cómo esto pueda ser, yo lo ignoro y, como cristiano que soy católico, no lo creo; pero la esperiencia me muestra lo contrario» (I, 8: 189). En el discurso de este personaje Cervantes enfrenta, deliberadamente, un imperativo religioso y una experiencia increíble. Con toda seguridad Cervantes no se toma en serio esta última, y quizá por eso precisamente, con cierto ludismo muy bien disimulado, la contrasta con la seriedad del dogma, que de otra manera no admitiría burlas con el canon.

Lo cierto es que en toda su producción literaria Cervantes desmitifica formas de discurso y de conducta no confirmadas por la experiencia. La magia, la hipocresía religiosa, vicios individuales y sociales, las pseudociencias, la superstición, etc., son con mucha frecuencia objeto de burla e ironía. Ejemplos de este tipo son habituales en el Persiles, una novela escrita, en cierto modo, contra la magia y otras formas de superstición.

El narrador del Persiles adopta siempre una posición absolutamente racionalista ante todo tipo de hechos y acontecimientos. En muchos casos este racionalismo coincide con el del catolicismo contrarreformista. En otros casos, la razón se impone desde un pensamiento secular, laico, irreligioso, siempre desde la civilización de una sociedad política y meridional frente a una sociedad bárbara y septentrional. Así, desde el comienzo, el narrador asume una perspectiva etic, condenando toda actividad contraria al racionalismo científico del mundo contemporáneo cervantino. En ejemplo condenatorio del ritual de la Isla Bárbara no deja lugar a dudas: «El gobernador […] mandó que al momento se sacrificase aquel mancebo, de cuyo corazón se hiciesen los polvos de la ridícula y engañosa prueba» (Persiles, I, 4: 41, cursiva mía). Se condena así, desde el racionalismo cervantino, uno de los cuatro saberes esenciales de una cultura bárbara, cual es la magia. No tardará en hacerse presente el rechazo del mito irracional y de la religión primaria o numinosa. No se advierten en el Persiles pronunciamientos específicos sobre la idea de técnica en las culturas bárbaras, aunque sí la descripción de algunos de sus procedimientos.

 

 

2. Clodio y la maledicencia (I, 14)

La desmitificación de la realidad a través del discurso de personajes proscritos desde el punto de vista religioso, sea católico, sea protestante, es frecuente por parte del narrador del Persiles. Hay una serie de personajes a la que este narrador presenta deliberadamente como malvada, despreciable, viciosa, etc., y que sin embargo pone de manifiesto la autenticidad de ciertos y esenciales impulsos humanos, entre ellos, la revelación de la verdad. El personaje de Clodio representa la verdad proscrita, incluso por la ironía del propio narrador. El discurso de Rosamunda no es sino una burla de la ejemplar castidad pretendida por las heroínas bizantinas. En este sentido, la ironía es muy reveladora. De todos los personajes que forman el cortejo de peregrinos, cuatro de ellos (y vaya cuatro) sospechan una verdad crucial, la falsa hermandad entre Periandro y Auristela[1]: un nihilista (Clodio)[2], una bruja (Cenotia)[3], un ermitaño (Soldino)[4] y una prostituta (Hipólita)[5].

De todos estos personajes sin duda el más sobresaliente es Clodio. El narrador del Persiles construye esta figura con el fin de descubrir lo que la verdad esconde. La «verdad» de sus declaraciones es tal, que sólo puede calificársele de maldiciente, cuando en realidad es el único que llama a las cosas por su nombre, un nombre que el decoro y la fe, es decir, la poética y la religión, proscriben inmediatamente. La malsinería revela la verdad que la virtud esconde. En este sentido, el narrador del Persiles es un cínico redomado: construye un personaje del que se sirve para afirmar lo que de otro modo jamás se atrevería a escribir. Es un personaje esencial a través del cual el autor declara disidencias y heterodoxias que, en principio, nunca deberían haber estado presentes en una concepción absolutamente ortodoxa del Persiles, cuya poética y teología, según algunos críticos comprometidos con una lectura católica de la novela, serían, respectivamente, clasicista y contrarreformista. Es una hábil y cínica combinación entre autor y narrador. El autor, Cervantes, crea un personaje, Clodio, que revela «verdades» capaces de trastornar el mundo en que vive y sus ideologías fundamentales, y, paralelamente, el mismo autor que crea y desarrolla este personaje, crea también un narrador que acusa a Clodio, de forma tan constante como injustificada, de difamador. El narrador imputa a Clodio calumnias y maledicencias sin pruebas ni razones. El propio Clodio se defiende con notoria eficacia de tales apelaciones. Su diálogo con Rosamunda es una secuencia antológica que lo revela como personaje intrigante, desmitificador, nihilista incluso.

 

No me ataban la lengua prisiones, ni enmudecían destierros, ni atemorizaban amenazas, ni enmendaban castigos […]. Jamás me ha acusado la conciencia de haber dicho alguna mentira […]. Si quieren que no hable o escriba, córtenme la lengua y las manos, y aun entonces pondré la boca en las entrañas de la tierra, y daré voces como pudiere […]. ¿Por qué ha de esperar el que obra mal que digan bien dél? […]. ¿Por qué ha de esperar el que siembra cizaña y maldad, dé buen fruto su cosecha? (I, 14: 99, 100, 101; 16: 110).

 

Libertad y verdad son los objetivos de su discurso. Pocos personajes demuestran comparable valor. El precio que ha de pagar por ello es el de ser considerado injustamente un calumniador. Cínicamente, el mismísimo narrador del Persiles se encarga de ello. El autor, Cervantes, crea al personaje Clodio, con todo el poder subversivo de su verdad, y para disimular su propia responsabilidad autorial, pone en boca del narrador, y de otros personajes supuestamente virtuosos, una serie de acusaciones, no justificadas en la acción de la novela, contra Clodio. Y es que las palabras del autor son explicables, pero las palabras del narrador, como las de los demás personajes, son verificables. En numerosas ocasiones podemos verificar que el narrador del Persiles actúa como un personaje que finge, o miente, al narrar la historia que cuenta, y de la que sólo verbalmente forma parte. Su discurso es el de un fingidor, es decir, sabe lo que disimula, y el porqué, pues sólo se puede silenciar lo que se sabe y evitar lo que se conoce.

El discurso de Clodio ante Arnaldo, quien lo toma bajo su protección, lejos de ser disparatado y maldiciente, constituye una de las interpretaciones más brillantes y subversivas de la tan cacareada peregrinatio de los protagonistas:

 

Tú, señor, amas a Auristela; mal dije amas, adoras, dijera mejor; y, según he sabido, no sabes más de su hacienda, ni de quién es, que aquello que ella ha querido decirte, que no te ha dicho nada. Hasla tenido en tu poder más de dos años, en los cuales has hecho, según se ha de creer, las diligencias posibles por enternecer su dureza, amansar su rigor y rendir su voluntad a la tuya por los medios honestísimos y eficaces del matrimonio, y en la misma entereza se está hoy que el primero día que la solicitaste, de donde arguyo que, cuanto a ti te sobra de paciencia, le falta a ella de conocimiento; y has de considerar que algún gran misterio encierra desechar una mujer un reino y un príncipe que merece ser amado. Misterio también encierra ver una doncella vagamunda, llena de recato de encubrir su linaje, acompañada de un mozo que, como dice que lo es, podría no ser su hermano, de tierra en tierra, de isla en isla, sujeta a las inclemencias del cielo y a las borrascas de la tierra, que suelen ser peores que las del mar alborotado. De los bienes que reparten los cielos entre los mortales, los que más se han de estimar son los de la honra, a quien se posponen los de la vida; los gustos de los discretos hanse de medir con la razón, y no con los mismos gustos» (II, 2: 156-157).

 

Clodio es un racionalista de la sospecha. Es un personaje cuyo discurso no puede prosperar impunemente en una novela como el Persiles. Su maquiavelismo más audaz se pone de manifiesto poco antes de ser asesinado por Antonio, en sus diálogos con Rutilio, al planear la descabellada idea de pretender la voluntad de Auristela (II, 5: 307-310). El nihilista Clodio y la beata Sigismunda pertenecen a dos mundos imposibles en la verosimilitud de un mismo cosmos. Sigismunda es la ficción de la virtud, que sólo existe verbalmente, como mito y como ficción. Clodio es la voz de la complejidad y autenticidad de la vida real, con la fuerza de sus miserias y las calidades de la inteligencia más inmoral. Clodio es una de las grietas del Persiles. No puede prosperar, porque su acción y su verbo, sus obras y sus palabras, ponen en peligro la integridad de toda la novela, del mismo modo que desde muy pronto está en condiciones de arruinar el montaje de la falsa identidad de Periandro y Auristela. El autor, Cervantes, crea a Clodio a la vez que construye también un narrador que lo desprecia y vitupera mucho más de lo que Clodio difama o calumnia a cualquier otro personaje. Expulsado de Inglaterra por dar a luz verdades que al poder interesaba ocultar, Clodio es desterrado del Persiles con una muerte tan simbólica, por el procedimiento azaroso, lleno de significado, como injusta, por no merecida ni esclarecida. El poder político convierte la verdad —y toda posibilidad de declarar la verdad— en una experiencia anómica.

 

 

3. Cenotia: brujería y erotismo masculino (II, 8)

Cenotia es el contrapunto especular de Rutilio. Ya hemos dicho que en el Persiles, como en toda la obra de Cervantes, se desmitifica el valor y poder de la magia. Los hechizos de Cenotia, tan eficaces contra la salud de Auristela, nada pueden contra la ira de Antonio: «Volvió la Cenotia la cabeza, vio el mortal golpe que había hecho la flecha, temió la segunda y, sin aprovecharse de lo mucho que con su ciencia se prometía, llena de confusión y de miedo, tropezando aquí y cayendo allí, salió del aposento, con intención de vengarse del cruel y desamorado mozo» (II, 8: 335).

Lo mismo cabe decir de la revelación que hace el narrador de las intenciones de Constanza, quien finge, al encontrarse con la esposa del polaco Ortel, la de Talavera de la Reina, conocer su identidad a través del arte de la adivinación: «Si yo os dijese cosas pasadas, que no hubiesen llegado ni pudiesen llegar a mi noticia, ¿qué diríades? ¿Queréislo ver?» (III, 16: 585). Constanza está mintiendo a sus compañeros, pero no al lector, a quien en este caso el narrador ha revelado un secreto: «A Constanza le vinieron barruntos de que debía de ser la esposa de Ortel Banedre el polaco, que, por adúltera, quedaba presa en Madrid […]. Y en un instante fabricó en su imaginación un montón de cosas que, puestas en efecto, le sucedieron casi como las había pensado» (III, 16: 584).

Brujería y erotismo se enlazan frecuentemente en la literatura y el Siglo de Oro: Cenotia frente a Antonio representa el uso fracasado de la magia, del mismo modo que ante Rutilio fracasó la superchería de la hechicera metamorfoseada en lobo. El uso de la brujería como instrumento del erotismo delata la anomia, es decir, el ethos patológico, del personaje movido por un eros proscrito.

 

 

4. Renato, ermitaño desterrado (II, 18-21)

La narración que hace Renato de su virginal vida marital con su esposa Eusebia[6], en la isla de las Ermitas, no tarda en contrastarse con un discurso de Mauricio que desmitifica con notoria subversión la autenticidad y la legitimidad de la vida eremita: «Esas consideraciones han de caer sobre grandes sujetos; porque no nos ha de causar maravilla que un rústico pastor se retire a la soledad del campo, ni nos ha de admirar que un pobre, que en la ciudad muere de hambre, se recoja a la soledad donde no le ha de faltar el sustento. Modos hay de vivir que los sustenta la ociosidad y la pereza, y no es pequeña pereza dejar yo el remedio de mis trabajos en las ajenas, aunque misericordiosas manos» (II, 19: 259). No estamos muy lejos, por mucho que lo parezca, del aforismo de Nietzsche que advierte en Die fröhliche Wissenschaft (1887) que es más fácil rezar a un dios que construir un puente. Renato es una especie de pobre diablo de cualquier época: objeto de una calumnia que no es capaz de desmentir, se enfrenta en duelo a su rival y pierde absolutamente todo menos la vida; avergonzado y deprimido, huye de sí mismo hasta dar en el Septentrión, y vive, en compañía de una esposa inverosímil, como un eunuco desesperado al que consuela la fe católica. Es un Cardenio al que una Dorotea no resuelve los problemas a fin de restaurar su relación con una Luscinda. Mauricio tiene razón cuando no interpreta como un mérito de la virtud, sino como una consecuencia del fracaso vital, la vida eremita de Renato.

 

 

5. Anomia y poesía (III, 2)

La desmitificación de poetas, dramaturgos y escritores, era un tópico sobresaliente en la literatura del Siglo de Oro. Estos personajes son objeto de burla, ironía y parodia frecuentes. Así sucede, por ejemplo, al comienzo del libro III, una vez que los peregrinos llegan a Badajoz y se acomodan en un mesón, donde también «se alojaba una compañía de famosos recitantes» (III, 2: 441). Entre ellos, un poeta, «a quien la necesidad había hecho trocar los Parnasos con los mesones y las Castalias y las Aganipes con los charcos y arroyos de los caminos y ventas» (III, 2: 442), consideró que Auristela sería buena para «farsanta». El narrador introducirá a este respecto la siguiente digresión desmitificadora, que implica a poetas y comediantes: «¡Válame Dios, y con cuánta facilidad discurre el ingenio de un poeta y se arroja a romper por mil imposibles! ¡Sobre cuán flacos cimientos levanta grandes quimeras!» (III, 2: 443). En términos semejantes puede interpretarse la presencia y el discurso del «poeta peregrino» (IV, 6: 664 ss) que aparece, con su extravagante historia —y con «la Cruz de Cristo» de por medio—, una vez llegada a Roma la comitiva protagonista.

Y no hay que olvidar, en este contexto, que Rutilio es uno de los primeros personajes objeto de burla debido a su profesión de danzante y bailarín: «Preguntóme si tenía algún oficio en que ganar de comer, mientras llegaba el tiempo de volverme a mi tierra. Díjele que era bailarín y grande hombre de hacer cabriolas, y que sabía jugar de manos sutilísamente. Rióse de gana el hombre y me dijo que aquellos ejercicios, o oficios, o como llamarlos quisiese, no corrían en Noruega ni en todas aquellas partes» (I, 8: 190-191). La vida presuntamente marginal de escritores, poetas y actores nutría de forma explícita la anomia social del mundo anterior a la Ilustración.

 

 

6. La peregrina ociosa: el mito de la peregrinatio (III, 6)

Uno de los momentos más intensamente irónicos del Persiles, por sus formas y consecuencias, lo constituye el episodio en el que los peregrinos se encuentran con un ser claramente grotesco, que se presenta a ellos, a su vez, como peregrina, y cuyo discurso resulta ser de lo más subversivo frente a los idearios y fines de cualquier peregrinatio. Nunca como en este personaje —con la excepción acaso de Renato— la anomia ha estado tan cerca de la religión.

En primer lugar, la peregrina en cuestión viaja sola, lo cual es de por sí completamente heterodoxo, pues es usanza general que la peregrinación ha de hacerse en grupo. En segundo lugar, el personaje constituye físicamente una demostración ostentosa de lo grotesco, o al menos así la describe el narrador: «porque la vista de un lince no alcanzara a verle las narices, porque no las tenía, sino tan chatas y llanas que con unas pinzas no le pudieran asir una brizna de ellas; los ojos les hacían sombra, porque más salían fuera de la cara que ella […]. Saludáronla en llegando y ella les volvió las saludes con la voz que podía prometer la chatedad de sus narices, que fue más gangosa que suave» (III, 6: 484-486). En tercer lugar, el lector constata que es un personaje desacreditado y maltratado, no sólo físicamente, sino también verbalmente, por el narrador. «Toda ella era rota —leemos—, y toda penitente, y (como después se echó de ver) toda de mala condición» (III, 6: 484). El narrador juega aquí con un futuro nunca verificable en el desarrollo de la novela: este personaje no volverá a aparecer, y a pesar de que ahora mismo se le tilda de «mala condición», semejante maldad nunca llega a manifestarse. Y por otro lado, cuando el mismo narrador le cede la palabra, el discurso de la peregrina resulta de lo más subversivo, precisamente contra los fundamentos mismos de la fábula del Persiles: la peregrinatio. He aquí sus palabras (cursiva mía):

 

Mi peregrinación es la que usan algunos peregrinos: quiero decir que siempre es la que más cerca les viene a cuento para disculpar su ociosidad; y así, me parece que será bien deciros que por ahora voy a la gran ciudad de Toledo, a visitar a la devota imagen del Sagrario, y desde allí me iré al Niño de la Guardia, y, dando una punta, como halcón noruego, me entretendré con la santa Verónica de Jaén, hasta hacer tiempo -fol. 141r- de que llegue el último domingo de abril, en cuyo día se celebra en las entrañas de Sierra Morena, tres leguas de la ciudad de Andújar, la fiesta de Nuestra Señora de la Cabeza, que es una de las fiestas que en todo lo descubierto de la tierra se celebra; tal es, según he oído decir, que ni las pasadas fiestas de la gentilidad, a quien imita la de la Monda de Talavera, no le han hecho ni le pueden hacer ventaja. Bien quisiera yo, si fuera posible, sacarla de la imaginación, donde la tengo fija, y pintárosla con palabras, y ponérosla delante de la vista, para que, comprehendiéndola, viérades la mucha razón que tengo de alabárosla; pero esta es carga para otro ingenio no tan estrecho como el mío. En el rico palacio de Madrid, morada de los reyes, en una galería, está retratada esta fiesta con la puntualidad posible: allí está el monte, o por mejor decir, peñasco, en cuya cima está el monasterio que deposita en sí una santa imagen, llamada de la Cabeza, que tomó el nombre de la peña donde habita, que antiguamente se llamó el Cabezo, por estar en la mitad de un llano libre y desembarazado, sólo y señero de otros montes ni peñas que le rodeen, cuya altura será de hasta un cuarto de legua, y cuyo circuito debe de ser de poco más de media. En este espacioso y ameno sitio tiene su asiento, siempre verde y apacible, por el humor que le comunican las aguas del río Jándula, que de paso, como en reverencia, le besa las faldas. El lugar, la peña, la imagen, los milagros, la infinita gente que acude de cerca y lejos, el solemne día que he dicho, le hacen famoso en el mundo y célebre en España sobre cuantos lugares las más estendidas memorias se acuerdan […]. Desde allí —prosiguió la peregrina—, no sé qué viaje será el mío, aunque sé que no me ha de faltar donde ocupe la ociosidad y entretenga el tiempo, como lo hacen, como ya he dicho, algunos peregrinos que se usan (III, 6: 311-312).

 

No creo que sea posible leer este discurso sin reconocer la ironía que sin duda estuvo presente en la intentio de Cervantes al escribirlo. Es una declaración que socava los fundamentos mismos de la peregrinatio persilesca. No ajenos los de la comitiva a las palabras de la peregrina, es Antonio, el padre, quien le dice: «Paréceme, señora peregrina, que os da en el rostro la peregrinación». Declaración que permite al autor del Persiles, muy cervantinamente, como no puede ser menos, introducir una de arena, después de tantas de cal: «Eso no —respondió ella—, que bien sé que es justa, santa y loable, y que siempre la ha habido y la ha de haber en el mundo, pero estoy mal con los malos peregrinos, como son los que hacen granjería de la santidad, y ganancia infame de la virtud loable; con aquellos, digo, que saltean la limosna de los verdaderos pobres. Y no digo más, aunque pudiera» (III, 6: 312). Como de costumbre, los silencios del Persiles son de lo más elocuente (Egido, 1991). El silencio de esta reticencia, con la que concluye su discurso esta grotesca criatura, es mucho más elocuente que el reiterado verbo de la hermosa y falsa Auristela y del valiente y no menos falso Periandro.

 

 

7. Soldino: la astrología judiciaria como pseudociencia (III, 18)

Soldino es un grotesco personaje que se presenta a sí mismo como astrólogo judiciario, revestido de una indumentaria pseudosacerdotal, que, simulando ser peregrino o religioso, no es —en palabras del narrador (III, 18: 394)— ni lo uno ni lo otro[7]. Portador una pseudociencia, la astrología, pronostica un incendio inmediato, que, en efecto, tiene lugar en el espacio —un mesón— en el que se encuentran los peregrinos del Persiles. Soldino les guía hacia su personal morada, una ermita desde la que se accede subterráneamente a una arcadia en la que se objetiva el mito de la naturaleza, el menosprecio de corte y la alabanza de aldea, el elogio de la vida retirada y ascética que conduce a la virtud, y, en suma, la exaltación de la utopía edénica propia de un paraíso terrenal ajeno a toda sociedad humana, política e incluso religiosa. Y todo ello revestido del logos religioso contrarreformista y político de la España aurisecular. Porque Soldino pronuncia ante sus huéspedes una sorprendente «lección magistral» del arte adivinatorio, pronosticando desde triunfos bélicos del Duque de Alba hasta la muerte del rey Sebastián de Portugal, bajo el formato literario de las profecías post eventum.

Este tipo de personaje se inscribe en un amplio intertexto literario nutrido de hechiceros, brujos, astrólogos judiciarios, adivinos, agoreros, chamanes, magos, etc., que pueblan la literatura desde la más remota Antigüedad, y, de forma particular, géneros literarios como la novela de aventuras, la novela pastoril y la tragedia griega, entre otros varios. El teatro de Shakespeare, con todo su fuego de artificio, está saturado de este tipo de personajes. Pero Cervantes no escribe el Persiles para confirmar de forma fija e inmutable la originalidad de estos géneros literarios, sino para subvertirlos. Los personajes cervantinos son siempre una subversión literaria de los modelos preexistentes que los inspiran, y en los que se basa el autor para llevar a cabo la desmitificación de los contenidos puestos en boca de estas figuras grotescas, excéntricas y siempre ridículas. Pero este tipo de personajes anómicos está cuidadosamente revestido de un logos aurisecular, político y religioso, que parece brindarlo ante la posible censura e intervención inquisitorial. Cervantes desmitifica los valores de la sociedad política y religiosa de su tiempo, pero con un cinismo crítico y literario extraordinariamente sofisticado. De ahí la ambigüedad de toda su obra, y de ahí también la dificultad para objetivar, desde la ironía cervantina, el poder crítico y devastador de su literatura.

El propio Soldino, grotesco y excéntrico ermitaño, enuncia un discurso que pone bajo sospecha toda forma de virtud: «que tal vez la buena fama se engendra de la mala mentira. No la entrada, sino la salida, hace a los hombres venturosos. La virtud que tiene por remate el vicio, no es virtud, sino vicio» (III, 18: 394). De nuevo el lector se topa con la desmitificación de la virtud. En términos generales, podemos decir que la acción del Persiles se construye sobre el anuncio, e incluso desarrollo, de determinadas hipérboles. Algunas de estas hipérboles resultan formalmente cómicas[8], no tanto por el modo en que finalmente se realizan, si es que al cabo se ejecutan, sino sobre todo por la forma en que los personajes las anuncian y comunican. Así, por ejemplo, en el relato inicial que Taurisa hace a Periandro sobre Auristela en su relación con el pretendiente Arnaldo, se insiste en el voto de virginidad perpetua de la protagonista: «Pero ella se defendía, diciendo no ser posible romper un voto que tenía hecho de guardar virginidad toda su vida, y que no pensaba quebrarle en ninguna manera, si bien la solicitasen promesas o la amenazasen muertes» (I, 2: 29). La virtud siempre buscará la mayor amenaza para tratar de sobrevivir en ella.

Por eso no debe sorprender que el episodio del Persiles protagonizado por el adivino Soldino esté sometido a un procedimiento de extrañamiento o distanciación por parte del silente y cínico narrador de la novela, quien advierte: «Otra vez se ha dicho que no todas las acciones no verisímiles ni probables se han de contar en las historias, porque si no se les da crédito, pierden su valor; pero al historiador no le conviene más de decir la verdad, parézcalo o no lo parezca» (III, 18: 396). El narrador, trasunto cervantino, quiere desentenderse de la veracidad de los hechos expuestos. Los lectores de Cervantes sabemos que este autor desmitifica y critica todo aquello que niegue o discuta las verdades científicas: «[...] porque cierto está que este mono no es astrólogo, ni su amo ni él alzan ni saben alzar estas figuras que llaman «judiciarias», que tanto ahora se usan en España, que no hay mujercilla, ni paje, ni zapatero de viejo que no presuma de alzar una figura, como si fuera una sota de naipes del suelo, echando a perder con sus mentiras e ignorancias la verdad maravillosa de la ciencia» (Quijote, II, 25). El racionalismo literario de estas palabras contra el mono adivino de maese Pedro (II, 25-27), el galeote ilegalmente liberado por don Quijote, revelan, junto con episodios como el de la cabeza encantada (II, 62-63), la actitud cervantina contraria a las pseudociencias, la magia, la superstición religiosa de tipo numinoso, y las técnicas propias de chamanes, agoreros o arúspices.

Del mismo modo, el discurso de Leoncio a Morandro en la tragedia Numancia enfrentaba la voluntad humana con la metafísica religiosa, y negaba el valor del destino trascendente y sus imperativos supraterrenales sobre las facultades volitivas del ser humano, presididas siempre, desde el punto de vista cervantino, por el ejercicio de la libertad. Ni Edipo, ni Electra, ni Orestes, se atreverían jamás a repetir estas palabras sobre la existencia y el poder del orden moral trascendente que guiaba sus vidas:

 

Que todas son ilusiones,
quimeras y fantasías,
agüeros y hechicerías,
diabólicas invenciones.
No muestres que tienes poca
ciencia en creer desconciertos;
que poco cuidan los muertos
de lo que a los vivos toca.
(Numancia, II, vv. 1097-1104)

 

Los ejemplos pueden multiplicarse a lo largo de la obra literaria cervantina. Piénsese, por ejemplo, en el episodio de la grotesca bruja Cañizares de El coloquio de los perros. En esta última novela ejemplar, la brujería está completamente desmitificada. Así lo sentencia Cipión: «Que la Camacha fue burladora falsa, y la Cañizares embustera, y la Montiela tonta, maliciosa y bellaca» (Coloquio, 605).

Se confirma de este modo que Cervantes se sitúa en el contexto de una literatura crítica o indicativa, caracterizada por basarse en cuatro tipos esenciales de conocimiento —la ciencia, la filosofía, la desmitificación de creencias infundadas y la crítica de los dogmas—, en medio de los cuales se yergue, subvirtiéndolo todo, la figura literaria, singular y extraordinaria, del personaje anómico.

 

________________________

NOTAS

[1] El motivo de la hermandad fingida es ancestral en la literatura, y caracteriza a parejas sumamente célebres: Abraham y Sara (Génesis, 20); las parejas protagonistas en Leucipe y Clitofonte, y Teágenes y Cariclea, en Clareo y Florisea, de Alonso Núñez de Reinoso; en Pánfilo y Nise, en El peregrino en su patria, de Lope de Vega, etc.

[2] «Misterio también encierra ver una doncella vagabunda, llena de recato de encubrir su linaje, acompañada de un mozo que, como dice que lo es, podría no ser su hermano» (II, 2: 290).

[3] «Y ¿cómo querrá ella [Auristela] cumplir su palabra, volviendo a tomar por esposo a un varón anciano (que en efeto lo eres: que las verdades que uno conoce de sí mismo no nos pueden engañar), teniéndose ella de su mano a Periandro, que podría ser que no fuese su hermano...?» (II, 11: 355).

[4] «Y a ti, Periandro, te aseguro, buen suceso de tu peregrinación: tu hermana Auristela no lo será presto, y no porque ha de perder la vida con brevedad» (III, 18: 603).

[5] «¿No sería posible que este mozo tuviese en otra parte ocupada el alma? ¿No sería posible que esta Auristela no fuese su hermana?» (IV, 8: 676).

[6] «Dímonos las manos de legítimos esposos, enterramos el fuego en la nieve, y en paz y en amor, como dos estatuas movibles, ha que vivimos en este lugar casi diez años, en los cuales no se ha pasado ninguno en que mis criados no vuelvan a verme, proveyéndome de algunas cosas que en esta soledad es forzoso que me falten. Traen alguna vez consigo algún religioso que nos confiese; tenemos en la ermita suficientes ornamentos para celebrar los divinos oficios; dormimos aparte, comemos juntos, hablamos del cielo, menospreciamos la tierra, y, confiados en la misericordia de Dios, esperamos la vida eterna» (II, 19: 258).

[7] «Venía vestido ni como peregrino, ni como religioso, puesto que lo uno y lo otro parecía» (III, 18: 394).

[8] Quizá tiene razón Notter (Cervantes, 1617a: I, 5) cuando, al hablar de la «hipérbole de las lágrimas» en el Persiles, considera que Cervantes ironiza sobre determinadas circunstancias que ponen en evidencia, o en entredicho, el ostentoso sentimentalismo de los personajes. Es, por ejemplo, el caso de la muerte de Cloelia (I, 5).






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada



⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



⸙ Glosario 



⸙ Antología de textos literarios

⸙ Enlaces recomendados 



⸙ Vídeos recomendados


El narrador en el Persiles de Cervantes.
Un ateo católico en el Siglo de Oro




La risa en el Persiles:
el humor de Cervantes que la crítica se negó a reconocer




La ironía en el Persiles:
Cervantes se burla de las normas de la literatura y de la religión




La revolución religiosa del Persiles




*     *     *

 



Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro