Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica
del conocimiento racionalista de la literatura
La risa en el Persiles de Cervantes
La disimulación es provechosa.
Miguel de Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigismunda (I, 12).
Quiso enmendar su descuido, pero no acertó, pues, para soldar una mentira, por muchas se atropella, y siempre queda la verdad en duda, aunque más viva la sospecha.
Miguel de Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigismunda (IV, 11).
El Persiles y la experiencia lúdica
Publicado
póstumamente en 1617, el Persiles desaparece de la escena literaria
hacia 1630. En nuestro tiempo, esta obra ha sido recuperada para su
interpretación, básicamente limitada a los especialistas en Cervantes.
Durante
el último tercio del siglo XX lo más valioso de la bibliografía cervantina
sobre el Persiles no ha manifestado «una
voluntad de abrir nuevas perspectivas hermenéuticas» (Lozano, 1998: 11). La
mayoría de los investigadores «vinculan los principios artísticos de Cervantes
a la corriente neoaristotélica, como representante de los ideales estéticos de
la Contrarreforma, comparten la preocupación por el significado
simbólico-alegórico o por la fecha de composición del Persiles» (id.). Tradicionalmente la crítica se ha ocupado
del Persiles desde tres grandes
orientaciones, a veces complementarias entre sí: lectura realista[1],
lectura tropológica[2] y lectura alegórica[3].
Hay una pregunta un tanto ingenua que plantea Lozano: «¿Por qué si Cervantes escribió claramente que el Persiles era un libro de entretenimiento, la crítica lo ha interpretado casi de manera unívoca como un libro serio y edificante que expresa la ideología del propio autor?» (Lozano, 1998: 17). Sorprende que alguien que haya leído a Cervantes con atención pueda afirmar que Cervantes escribe «claramente», es decir, sin dejar lugar a dudas. Cervantes no escribió jamás nada «claramente». Según ese argumento, podemos afirmar que «si Cervantes escribió claramente que el Quijote era un libro contra los libros de caballerías, ¿por qué la crítica lo ha interpretado casi de manera unívoca como un libro serio y edificante que expresa la ideología del propio autor?». Y aun admitiendo esa hipotética «claridad», que habrá que explicar en qué consiste, cuál es y en dónde está, aun admitiéndola —pregunto—, ¿cuál es la ideología del autor del Persiles?, ¿cuál la del autor del Quijote?
La mayor
parte de los estudiosos tradicionales del Persiles han rechazado una
interpretación del libro como un discurso irónico. No han visto en esta novela
de Cervantes una experiencia risible o humorística (Forcione, 1970, 1972; El
Saffar, 1975; Navarro, 1981). De muy
contraria opinión a estas lecturas tradicionales es Williamsen: «Curiously,
relatively few critics have addressed the question of humor in the Persiles.
Yet, if one listens as individuals read and discuss the text, one often
hears ripples of laughter. Ripples, not peals. Perhaps this suggests one of the
characteristics of the work’s humor: rather than eliciting sudden outbursts, it
yields lingering laughter indicative of a more reflective response»
(Williamsen, 1994: 89)[4].
Los críticos católicos y religiosos no le han visto la gracia al Persiles. No les causa risa alguna. Los ateos —al menos algunos de ellos— lo limitan a una experiencia risible, pero no siempre la explican de forma precisa. La risa es el efecto orgánico de una interpretación cómica que, como toda interpretación, está concebida, construida y dirigida contra alguien. La risa es dialéctica siempre. Y esta dialéctica es la que hay que afrontar cuando hablamos del Persiles como una obra cuyo contenido crítico y fabuloso tiene una cita con la experiencia cómica.
Voy a plantear aquí la posibilidad de interpretar el Persiles desde
el punto de vista de la experiencia cómica[5],
del papel que en el desarrollo de su fábula narrativa desempeñan la risa y la
ironía, y su desembocadura en la desmitificación de muchos de esos ideales que,
cierta crítica tradicional, ha querido ver en esta obra. Hay una figura clave
en este proceso: el narrador. Su análisis ha de ser previo a cualquier otra
consideración.
El
narrador es un fingidor
Cervantes convierte el prólogo al Persiles en el relato de una escena en la que el humor y la gravedad dominan el protagonismo del autor. Cervantes es aquí autor, narrador y personaje. La situación desde la que se comunica el mensaje forma parte del mensaje mismo. Realidad y ficción se objetivan en el mismo lenguaje, en el mismo contexto, en la misma consecuencia. La realidad está aquí muy cerca de la ficción, y sus ligamentos resultan formalmente irónicos, humorísticos, casi lúdicos, mientras que desde el punto de vista del contenido el referente al que se alude es la enfermedad incurable y la muerte inminente. El contraste es muy acusado. Y sin embargo, Cervantes matiza con seriedad algunas opiniones contemporáneas sobre su persona y su obra literaria.
Importa recordar las
palabras literales entre el estudiante, presentado un tanto ridículamente, y el
propio Cervantes. Dice el estudiante: «¡Sí, sí, éste, éste es el manco sano, el
famoso todo, el escritor alegre y, finalmente, el regocijo de las musas!». A lo
que directamente responde el autor: «Ése es un error donde han caído muchos
aficionados ignorantes. Yo, señor, soy Cervantes, pero no el regocijo de las
musas, ni ninguna de las demás baratijas que ha dicho» (Prólogo, 121). «Error»
de «aficionados» y de «ignorantes» será considerar la obra de Cervantes como
una creación literaria meramente cómica o divertida, sin hallar en ella
implicaciones de mayor trascendencia (Arbó, 1951: 435). Cervantes no se
identifica con «el regocijo de las musas», ni tampoco con lo que él mismo
califica de «demás baratijas»: «manco sano», «famoso todo», «escritor alegre»...
Cervantes no es sólo eso, no es exactamente eso. Su concepto del humor y de la
risa trasciende las apariencias. En 1615, en la dedicatoria de la segunda parte
del Quijote al conde de Lemos, había escrito: «Los Trabajos de Persiles y Sigismunda, libro
a quien daré fin dentro de cuatro meses, Deo
volente, el cual ha de ser o el más malo, o el mejor que en nuestra
lengua se haya compuesto, quiero decir de los de entretenimiento» (Quijote,
II, «Dedicatoria al Conde de Lemos», 623). En este sentido, parece que
Cervantes apunta —como siempre— hacia la composición de un libro de amenidad y de humor. Cervantes se escuda en el humor, el ocio y el deleite, como si éstas fueran experiencias humanas inocentes y sin consecuencias serias. Cervantes no quiere que su obra se tome excesivamente en serio, por si acaso... ¿Por
qué entonces la crítica ha tratado de ver, acaso con mayor insistencia que la
necesaria, un libro serio, de rigor moral y sentido ortodoxamente religioso? En primer lugar, hay que advertir que la crítica ha visto de todo en Cervantes, tanto en el Persiles como en el resto de su obra literaria, y que cada crítico lo ha visto a su modo y manera. Y en segundo lugar, hay que señalar que si un sector de la crítica ha visto en el Persiles una obra seria, por una serie de razones, o sinrazones, otro sector ha visto en el mismo Persiles una obra cómica, por otras tantas razones, o sinrazones. Finalmente, recordemos que el relato del prólogo concluye con una reticencia insoluble: «Tiempo
vendrá, quizá, donde, anudando este roto hilo, diga lo que aquí me falta y lo
que sé convenía» (Prólogo, 123). Lo cierto es que en la vida de Cervantes
no hubo tiempo para más[6].
Digamos, con permiso de Pessoa, que el
narrador del Persiles es un fingidor. Como el del Quijote. Como todos los narradores de Cervantes. La complejidad de esta novela, así como la
destreza de Cervantes como narrador, bien puesta de manifiesto en la
composición del Quijote, nos obliga a distinguir en su obra póstuma al autor,
Cervantes, del narrador, una voz omnisciente y extremadamente hábil,
dotada de múltiples y complejas competencias, y de muy sutiles y disimulados
atributos. El autor de la novela elige las formas, y las manipula por medio del
narrador, que se constituye en la forma decisiva y determinante de la materia literaria. El narrador del Persiles es una de las obras maestras de la
creación literaria cervantina. Consideremos algunas de sus características.
En primer
lugar, es una voz aparentemente muy distanciada de la historia que cuenta. Sin
embargo, esta distancia frente al contenido no debe confundirse con su fuerte y
estrecha relación con las formas a la hora de relatarnos los hechos. El
narrador del Persiles no forma parte de la historia que cuenta, pero,
sin embargo, sólo existe en el lenguaje del que se sirve para contar la
historia. El narrador es el lenguaje de la novela. Su implicación formal
es absoluta.
En
segundo lugar, este narrador, en su relación tan estrecha con el lenguaje,
comunica de forma muy distante muchos de los acontecimientos acaecidos:
distancia en el espacio (historia septentrional), distancia en el relato
de aventuras (son los propios personajes los que casi siempre cuentan
directamente sus peripecias), distancia frente a los hechos (expresados con
frecuencia desde la hipérbole y la improbabilidad), distancia entre los
espectadores de una escena y sus protagonistas, etc. En este sentido, el
narrador hace uso de una triple facultad: épica, cuenta una historia, en
muchos momentos francamente difícil de creer con naturalidad; dramática,
cede la palabra a los personajes, que representan episodios cómicos con cierta
recurrencia; y reflexiva, introduce comentarios y digresiones, en varios
momentos de carácter moral, como si creyera firmemente en lo que está diciendo,
con una ostentación y una elevación que torna su palabra en un discurso
sutilmente sospechoso, entre otras cosas, porque desmiente afirmaciones
contenidas en otras obras del propio Cervantes.
En tercer
lugar, el narrador del Persiles muestra en varios momentos decisivos
cierto divorcio entre lo que dice y lo que sucede, más
precisamente, entre los hechos relatados y la interpretación que
el propio narrador hace de los hechos relatados. Una vez más se observa cierta
distancia entre lo literalmente contado y lo semánticamente interpretado por el
mismo narrador. En el desarrollo de su facultad épica, el narrador cuenta los
hechos de una manera y los interpreta de otra. Así, por ejemplo, el personaje
Clodio, el único que advierte ciertas verdades esenciales, y que declara la
realidad de determinadas actitudes humanas, resulta sistemáticamente
despreciado y vituperado por el narrador. Algo semejante sucede con otros
personajes, cuyo discurso, proscrito verbalmente por el narrador, resulta
justificado no sólo en la autenticidad y complejidad de la vida real, sino
también en el desarrollo de la fábula del Persiles.
En cuarto
lugar, el narrador, en el desarrollo de su capacidad dramática, al ceder la
palabra a los personajes reproduciendo los hechos miméticamente, tiende a
mezclar con todo descaro burlas y veras de la forma más cruda. Con frecuencia,
Cervantes dispone que el narrador ponga en boca de un personaje el relato de
acontecimientos muy dramáticos en medio de un discurso completamente lúdico o
de contenidos abiertamente rechazables desde los presupuestos y valores en que
se sitúa el propio narrador. Tal es lo que sucede, por ejemplo, cuando Taurisa
relata a Periandro las desgracias de su vida, atribuyéndolas a una
desafortunada configuración de las estrellas en el día de su nacimiento,
creencia que Cervantes desmitifica y parodia en más de una ocasión, para
concluir en una afirmación que nos sitúa ante la tragedia de la esclavitud,
experiencia con la que Cervantes nunca ironizó:
En triste y menguado signo mis padres me engendraron, y en no benigna estrella mi madre me arrojó, porque nacimiento como el mío antes se puede decir arrojar que nacer. Libre pensé yo que gozara de la luz del sol en esta vida, pero engañóme mi pensamiento, pues me veo a pique de ser vendida por esclava: desventura a quien ninguna puede compararse (I, 2: 134).
En quinto lugar, el narrador del Persiles tiende a introducir consideraciones o reflexiones de tipo moral que, en más de una ocasión, entran en conflicto o discuten declaraciones enunciadas por el propio Cervantes en obras literarias anteriores. Es lo que sucede, por ejemplo, cuando habla de la vida como un destino fijado previamente por la Fortuna. Escribe Avalle-Arce, a este respecto, que «a la diosa Fortuna le queda muy poco de pagana (pronto dirá Calderón: No hay más fortuna que Dios), se ha convertido, en general, en instrumento de la Providencia cristiana»[7]. Bien, en el caso de Cervantes, especialmente en el Persiles, la cristianización de la Fortuna no resulta ni tan clara ni, mucho menos, tan uniforme. Son varias las referencias a este motivo (I, 5: 163; II, 5: 308; y IV, 1: 629), y con frecuencia difieren entre sí, según hable uno u otro personaje, o el propio narrador, quien también se toma bastantes libertades según la perspectiva en que se sitúe. Así, cuando Antonio el bárbaro cuenta su vida, dice «pero esta que llaman fortuna, que yo no sé lo que sea» (I, 5: 163); justo lo contrario de lo que se declara en La Numancia: «Cada cual se fabrica su destino, / no tiene aquí Fortuna alguna parte: / la pereza fortuna baja cría...» (I, 157-159). Con el mismo sentido, Periandro lo reitera en el luengo relato de su viaje: «La baja fortuna jamás se enmendó con la ociosidad ni con la pereza; en los ánimos encogidos nunca tuvo lugar la buena dicha; nosotros mismos nos fabricamos nuestra ventura, y no hay alma que no sea capaz de levantarse a su asiento» (II, 12: 360). Y con anterioridad, Clodio esgrime el mismo mensaje censurando ante Rutilio la actitud de Arnaldo: «¿Qué hace aquí este Arnaldo […], lamentándose amargamente de la fortuna que él mismo se fabrica?» (II, 5: 308). Con ciertas contradicciones respecto a la fábula y la teleología de La Numancia, el Cervantes del Persiles pone en boca de Periandro, durante el relato de su viaje, la siguiente afirmación: «Les dije que la mayor cobardía del mundo era el matarse, porque el homicida de sí mismo es señal que le falta el ánimo para sufrir los males que teme» (II, 13: 366). Valores muy contrarios justifican la fábula de La Numancia. El heroísmo de los numantinos consiste precisamente en su valor para suicidarse como pueblo, en un acto que la muerte de Bariato confirma de forma individual.
En sexto
lugar, resulta muy fácilmente observable confirmar cómo el narrador del Persiles
no deja de manifestar su retranca a la hora de describir momentos de
especial seriedad o dramatismo protagonizados por los personajes. Así, por
ejemplo, cuando Sigismunda aguarda a que Sinforosa le comunique el amor de su
padre Policarpo, y su personal pretensión de solicitar a Persiles en
matrimonio, el narrador dice: «Entendióla Auristela y, a media risa (quiero
decir, con muestras alegres), le dijo...» (II, 7: 323). Lo mismo podemos decir
cuando se relata cómo el corregidor que en Cáceres detiene a los peregrinos lee
la carta autógrafa del cadáver de cuya muerte se les acusa. En ese proceso, el
narrador se inmiscuye en el acto de lectura que protagoniza el personaje sólo
para mencionar, sin declararla, la fecha de escritura de la carta. Así, lee el
corregidor y dice: «Yo, don Diego de Parraces, salí de la corte de su Majestad
tal día –y venía puesto el día– en compañía de don Sebastián de
Soranzo...» (III, 4: 468). En el momento de presentar a uno de los personajes
más grotescos del relato, la peregrina cuyos ojos, por saltones, daban sombra a
la nariz, por chata, el narrador escribe: «Delante de sí vieron que caminaba
una peregrina, tan peregrina, que iba sola...» (III, 6: 484). Lo habitual en
los peregrinos es ir en grupo, que no en soledad, atributo reservado a los
eremitas, por demás, sedentarios. Al comienzo del capítulo décimo del libro
tercero, el narrador se despacha con un párrafo en que parodia su propio
procedimiento de relator de la historia. E inmediatamente, al situar a los
peregrinos a la entrada de una nueva localidad, dice con total desenvoltura,
que «llegó a un lugar [el escuadrón de peregrinos], no muy pequeño ni muy
grande, de cuyo nombre no me acuerdo» (III, 10: 527). En otros casos, como en
el episodio de Ruperta, el narrador dice con total naturalidad: «y no sé cómo
se supo que había hablado a solas estas o otras semejantes razones» (III, 17:
592). Obviamente, ¿quién mejor que el narrador puede saberlo, a menos que esté
jugando una vez más con el lector?
Las
burlas de este narrador alcanzan en más de una ocasión a los protagonistas, Periandro
y Auristela, y alguna vez en momentos sumamente delicados. Así sucede, por
ejemplo, cuando Persiles se cae de la torre muy mal herido, y en el furor de la
escena Sigismunda habla de su linaje y del dolor que «tendrá la reina vuestra
madre, cuando a sus oídos llegue vuestra no pensada muerte», etc. (III, 14:
577). El narrador se distancia aquí de Sigismunda para situarse en la
perspectiva de los personajes que rodean a los protagonistas de la escena, y
así, escribe: «Estas palabras de reina, de montes y grandezas tenía atentos los
oídos de los circunstantes que les escuchaban, y aumentóles la admiración...»
Pícaramente, por sus consecuencias lúdicas –los circunstantes se quedan medio
pasmados más por el discurso que Auristela que por la caída de Periandro, mucho
menos sorprendente, pese a todo–, el narrador introduce un efecto de
distanciamiento que resulta irónico precisamente en un momento de innegable
inquietud. Y el tono jocoso persiste discretamente, incluso cuando llegan los
médicos: «Dióselas [las manos] Félix Flora, adelantándose a Constanza, que se
las iba a dar, y aun se las dio, y los cirujanos las tomaron de entrambas, por
no ser nada escrupulosos» (III, 15: 580).
En
séptimo lugar, y por si todo esto fuera poco, el narrador, al comienzo del libro
segundo, finge llevar a cabo una labor de traducción del
manuscrito de la historia, cual nuevo Cide Hamete. El recurso del autor ficticio, sin embargo, no parece prosperar en otros capítulos, a diferencia de
lo que sucede en el Quijote, de modo que se limita a un breve parlamento
de carácter metanarrativo: «Parece que el autor desta historia sabía más de
enamorado que de historiador, porque casi este primer capítulo de la entrada
del segundo libro le gasta todo en una difinición de celos, ocasionados de los
que mostró tener Auristela por lo que le contó el capitán del navío; pero en
esta tradución (que lo es) se quita, por prolija y por cosa en muchas partes
referida y ventilada, y se viene a la verdad del caso, que fue que, cambiándose
el viento y enmarañándose las nubes, cerró la noche...» (II, 1: 279)[8].
Todas
estas son cualidades del narrador del Persiles: 1) se apoya en el lenguaje
antes que en la realidad, 2) no se identifica plenamente, no muestra ninguna
relación, con lo que está sucediendo, 3) su discurso interpreta de forma
deliberadamente inexacta la acción que ejecutan ciertos personajes, 4) dispone
que los interlocutores mezclen en sus diálogos interpretaciones trágicas y
cómicas respecto a una misma experiencia humana, de modo que no queden muy
claras ni las burlas ni las veras, y 5) introduce digresiones que contrastan y
desmienten otras que el mismo autor ha plasmado en obras anteriores. Todas
estas cualidades, en suma, hacen que el narrador pueda considerarse, con
toda legitimidad, un fingidor. Se trata con toda probabilidad de un
narrador comprometido con una determinada interpretación del texto de la que el
propio autor desconfía, en la que el propio autor, Cervantes, no cree. El
narrador del Persiles es un auténtico intermediario entre el autor,
Cervantes, y el público lector del primer tercio del siglo XVII español. El
narrador, en su intermediación, propone una interpretación del Persiles
abiertamente contrarreformista, pero sólo desde un punto de vista referencial o
de contenido, que alcanza en la historia o fábula de la peregrinatio su
principal exponente, porque desde el punto de vista formal, en su discurso se
objetiva una estrategia de ironía, burla y disimulación, que revela un
fingimiento de lo más sofisticado.
El narrador del Persiles se reserva para sí las mayores libertades expresivas, y se convierte en el demiurgo absoluto del relato. La importancia de los valores psíquicos e inconscientes no existe. La confianza de la palabra exterior como resultado del lenguaje, y no como proceso de pensamiento, es constante. La presencia de un receptor meramente virtual, que no real, y que no condiciona, sino que consolida, la posición, competencia y modalidades del narrador, se convierte en un requisito primordial para confirmar la interpretación contrarreformista de la fábula protagonizada por Periandro y Auristela. La seguridad que el personaje protagonista posee de sí mismo constituye una invariable alternativa, desmitificada por su propia inverosimilitud, a la autenticidad y la complejidad de la vida real.
Por otro lado, el contraste de
objetividades limita y ordena la participación activa del lector, quien no
tiene más alternativa que asentir la «coherencia», ficcional y lúdica, de la
fábula. El narrador decide la forma en que desea exponer los hechos. Reproduce
lo que sucede desde una visión estoica y fabulosa, y en ella les confiere una
forma lingüística y literaria. Tal procedimiento se desarrolla a partir de dos
mecanismos formales: 1) la sacralización de una historia que se reproduce en
sus propios términos, una aventura que se cuenta o se presenta
como una peregrinatio, y 2) la narración de esa aventura en un
lenguaje que se reproduce con disonancias muy acusadas, y que puede
interpretase semántica y pragmáticamente desde la ironía y la desmitificación.
Hay en el Persiles una narración, la de una historia o trama, una
supuesta peregrinación, y una metanarración: la del proceso de su
comunicación por parte del narrador. Se trata de una comunicación formalmente
lúdica de contenidos indiscutidamente serios. Los hechos se sacralizan en un
lenguaje de desmitificación irónica. La fábula se convierte en una ficción
lingüística. El narrador resulta ser un fingidor. La peregrinación, una
farsa.
Una de
las cuestiones más debatidas en la poética del Persiles es la de la
verosimilitud con la que el narrador cuenta la historia. Y a veces se olvida
que en esta historia la primera inverosimilitud la constituye el narrador como
tal.
Con la
difusión de la Poética de
Aristóteles, a través de Italia, a partir de la segunda mitad del siglo XVI, la
ficción poética adquiere cierta legitimidad y diferencia respecto a la
historia. Con todo, los debates poéticos estuvieron muy lejos de alcanzar
posturas unánimes a este respecto.
A
diferencia de lo que sucede a lo largo de la segunda mitad del siglo XVI, y
sobre todo en la época en que escribe Cervantes, los escritores de ficciones
del siglo XV y comienzos del XVI no disponían de la justificación aristotélica
de la ficción poética. El público culto contemporáneo les acusaba, razonable y
desdeñosamente, de ser autores de mentiras y disparates. La literatura de esos
años ha de defenderse, sin argumentos, de un grave anatema: la falsificación de
la realidad. Una acusación semejante brotaba en los tiempos antiguos de la
filosofía platónica. Con el agotamiento de las ilusiones renacentistas,
semejante acusación resurgirá de nuevo, esta vez con el apoyo de la moral
religiosa, que veía en la literatura un discurso heterodoxo, perverso y falaz.
En
efecto, como ha estudiado Riley (1962/1971: 262 ss), se observa en los autores
del siglo XVI que escriben antes de la difusión de la Poética de Aristóteles la conciencia de que el discurso poético es
inferior al discurso histórico[9].
Esta devaluación de la poesía se debe a su estatuto ficcional, frente a la
expresión de verdad que se atribuye a la historiografía. No se concede a la
ficción valor o crédito alguno. Hasta que no se toma conciencia del concepto de
verosimilitud, procedente de la doctrina aristotélica, la ficción poética no
adquiere carta de legitimidad. Antes de ese momento, la alternativa que se
proponía como aceptable para la creación literaria era la prosa épica, cuyo
ejemplo más notable era la Historia
etiópica, y después de esta circunstancia, y bajo la creciente presencia
del dogmatismo religioso, que alcanzará en Trento su mejor exponente, la
fórmula que se pretenderá como dominante será la de la sacralización
contrarreformista de las formas literarias, entre cuyos ejemplos más avanzados
se encuentra buena parte del teatro calderoniano. Historia y moralidad
constituyeron, durante mucho tiempo, las dos limitaciones más imperativas que
hubieron de sufrir la poética y la literatura.
En su
libro sobre el Persiles, Lozano desarrolla todas sus interpretaciones
desde «el convencimiento de que el Persiles
tiene una profunda unidad estética» (Lozano, 1998: 120). Sería preferible utilizar el término poética al de estética. La estética es vocablo propio del idealismo alemán, no de la tradición literaria hispanogrecolatina, y no explica la realidad de los hechos literarios anteriores a la Ilustración anglosajona. Con todo, Lozano se basa de
forma específica en el papel que desempeña la verosimilitud en toda la novela.
Haciéndose eco de algunas citas de Lázaro Carreter, quien sugiere que Cervantes
trata en esta obra de hacer posible lo improbable, Lozano considera que el Persiles es una obra que reviste de
verosimilitud todos los hechos narrados. Obviamente. Lo mismo ocurre con 1984 de Orwell. Se trataría, sin duda, de una verosimilitud idealista, apreciable en
la poética de la literatura desde el desarrollo de la filosofía romántica
alemana. Naturalmente esta concepción privilegia la perspectiva del lector
contemporáneo, frente a la perspectiva del autor (Cervantes) o de los intermediarios
(críticos en general, preceptistas neoaristotélicos, cervantistas
decimonónicos, etc.). Durante los siglos XVI y XVII, la verosimilitud se
consideraba como un criterio ontológico de valoración literaria, por relación a
los conceptos de mímesis, como principio generador del arte, y de decoro, como
sistema formal de las normas morales de la estética[10].
Semejante interpretación de la verosimilitud en el arte se ve favorecida por el
pensamiento bajtiniano, que interpreta lo verosímil como el resultado de una
asimilación, en el discurso de la ficción novelística, del tiempo y del espacio
reales de la historia humana.
Lozano
considera que en la narración del Persiles
todo apunta, en última instancia, hacia la verosimilitud. Cierto, en la del Persiles y en la que cualquier obra literaria. Son frecuentes los
argumentos en favor de esta idea. Frecuentes y coherentes. Por obvios. Esta autora
considera que Cervantes «establece una dialéctica entre el espacio conocido y
el desconocido que le permite ampliar los límites de lo verosímil, sometiendo
lo maravilloso al rigor de la verosimilitud y avanzando en la conquista del
realismo» (1998: 124). Isabel Lozano tiene razón. Insiste una y otra vez en la
verosimilitud del Persiles mediante
al contextualización histórica, cultural y literaria de los hechos narrados.
Subraya con acierto cómo Cervantes, y a veces también Periandro, no describe
los objetos de que se sirven los
personajes en el desarrollo de la acción, sino el procedimiento que se percibe en la ejecución de tales acciones.
Llega a nosotros un mundo contado, es decir, un conjunto de hechos no
contemplados directamente. Por esta razón, muchos de los fenómenos que describe
Periandro son verosímiles, aunque en la imaginación de sus oyentes provoquen
admiración ante lo extraño: «sobre lo que nadie ha visto es posible contar
prodigios y es esto lo que espera el que escucha» (1998: 171). Nada, pues, más
lejos del Persiles que ser un texto
destinado a estimular interpretaciones alegóricas. Con el Persiles Cervantes recuperaría para la ficción verosímil aquello
que pertenecía al dominio de la libre imaginación, es decir, que representa un
avance en la construcción del realismo. Acepto las ideas de Lozano, según las
cuales Cervantes orienta la narración del Persiles hacia el realismo,
desde una verosimilitud que integra lo maravilloso, pero añadiría por mi cuenta
algo que me parece esencial: esta integración de lo maravilloso en lo verosímil
Cervantes la realiza de forma absolutamente lúdica e irónica.
La risa
La risa es el efecto orgánico del placer cómico. En el comienzo del capítulo quinto del libro segundo,
Cervantes nos recuerda que sólo los seres humanos ríen, a diferencia de otras
criaturas: «Una de las difiniciones del hombre es decir que es animal risible;
y yo digo que también se puede decir que es animal llorable», etc. (II, 5:
302). Semejante idea, «homo
animal risibile», expuesta originariamente por Aristóteles, será tópico
repetido por los escolares medievales[11].
Son recurrentes las situaciones cómicas y risibles que en ciertos momentos
determinan la trama del Persiles. Veamos algunos ejemplos.
Cuando Periandro cae apresado por Arnaldo, pronto se
dispone a disfrazarse de mujer para rescatar a Auristela de los bárbaros. La
situación no puede ser más cómica, en el contenido y en la forma de su desarrollo:
Cuadráronle a Arnaldo las razones de Periandro y, sin reparar en algunos inconvenientes que se le ofrecían, las puso en obra y, de muchos y ricos vestidos de que venía proveído, por si hallaba a Auristela, vistió a Periandro, que quedó al parecer la más gallarda y hermosa mujer que hasta entonces ojos humanos habían visto, pues, si no era la hermosura de Auristela, ninguno otra podría igualársele. Los del navío quedaron admirados; Taurisa, atónita; el príncipe, confuso» (I, 2: 143).
La comicidad de la secuencia se prolonga notoriamente. En
primer lugar, Periandro, disfrazado de moza, es vendido ostentosamente
como hermosa cautiva: «Y, entre otras presas que a nuestras manos han venido,
ha sido la de esta doncella –y señaló a Periandro–, la cual, por ser una de las
más hermosas, o, por mejor decir, la más hermosa del mundo, os la traemos a
vender, que ya sabemos el efeto para que las compran en esta isla» (I, 3: 147).
Las gracias no acaban aquí, porque, en segundo lugar, resulta que uno de los
bárbaros más bárbaros, Bradamiro[12],
se enamora perdidamente del hombre vestido de mujer, con tal energía que se
origina un enfrentamiento cuya consecuencia es el incendio de la Isla Bárbara.
Y en tercer lugar, la comicidad se perpetúa en la huida de los protagonistas,
cuando todos echan a correr: Periandro, vestido de mujer cual «hermosa doncella»,
llevando a la espalda a Auristela, que va vestida de hombre: «Los muchos años
de Cloelia y los pocos de Auristela no permitían que al paso de su guía
tendiesen el suyo; viendo lo cual el bárbaro, robusto y de fuerzas, asió de
Cloelia y se la echó al hombro, y Periandro hizo lo mismo de Auristela; la
intérprete, menos tierna, más animosa, con varonil brío los seguía» (I, 3: 157)[13].
Y durante largo rato persiste nuestro protagonista en esa pose: «No quiso dejar
Periandro la hermosa carga que llevaba, por no ser posible que le diese
pesadumbre, siendo Auristela único bien suyo en la tierra» (I, 3: 158).
Los personajes del Persiles, sin embargo, no se
ríen demasiado, y cuando lo hacen, a veces amalgaman la risa con el llanto,
confirmando una tradición literaria cuyo topos resulta antiquísimo[14].
Es lo que sucede cuando los prisioneros liberados de la Isla Bárbara relatan al
cortejo de peregrinos algunas de sus aventuras: «Los sucesos que contaron
fueron tan diferentes, tan estraños y tan desdichados que, unos, les sacaban
las lágrimas a los ojos y, otros, la risa del pecho» (I, 6: 181). Experiencia
semejante protagoniza Auristela al despedirse del sepulcro que guarda los
restos de Cloelia: «Acompañáronla todos; lloró sobre la sepultura y, entre
lágrimas de tristeza y entre muestras de alegría, volvieron a embarcarse» (I,
6: 181).
Hay una escena cómica en el Persiles que sobresale
precisamente por ser grotesca[15].
Me refiero al episodio de la peregrina que viaja sola, y al que volveré más
adelante con mayor detalle. Baste ahora apuntar que «la vista
de un lince no alcanzara a verle las narices, porque no las tenía, sino tan
chatas y llanas que con unas pinzas no le pudieran asir una brizna de ellas» (III, 6: 484).
Los elementos carnavalescos del Persiles son
recurrentes. Williamsen ha hablado de tres tipos fundamentales de recursos
carnavalescos en esta obra de Cervantes, a los que ha agrupado en el ámbito de
la parodia, el refrán y el espectáculo. Ciertos episodios del Persiles
pueden considerarse auténticas mascaradas, como por ejemplo el que protagonizan
los dos estudiantes que fingen haber sufrido cautiverio en Argel, y que salen
descubiertos y burlados por el alcalde que fuera verdadero cautivo de moros. El
episodio de Isabela Castrucho, al igual que el de Tozuelo y Mari Cobeña, puede
considerarse como otros de esos interludios o farsas carnavalescas. Sin
embargo, en lo referente al episodio del alcalde y los estudiantes, las
consecuencias, así cómicas como sociales, resultan de amplia envergadura. No
podemos calificar esta escena de mero entremés, más o menos simpático o
entretenido, y quedarnos tan felices, porque sus referentes trascienden el
contexto literario y poético en el que los sitúa el autor, de tal modo que su
significado requiere una interpretación algo más demorada. El desenlace y las
consecuencias de este episodio son más propios de El coloquio de los perros,
y sus tonos sombríamente decepcionantes, que del Persiles, con todo su
ideario de éxitos y superación de obstáculos en nombre de la fe y la virtud. Al
final, resulta que los pícaros estudiantes no sólo no renuncian a seguir con su
engaño, sino que además van «industriados del alcalde, de modo que de allí
adelante no los podían coger en mentira acerca de las cosas de Argel […], que,
alguna vez, los malos ministros della [de la justicia] se hacen a una con los
delincuentes, para que todos coman» (III, 11: 540)[16].
No es, sin duda, el Persiles, una obra tan ortodoxa, tan pura, tan
virtuosa, tan libre de pecado, como nos la han querido pintar algunas veces.
En Roma persisten igualmente los instantes cómicos.
Recordemos cuando el príncipe Arnaldo y el duque de Namur, vestidos de
peregrinos, pujan fuertes cantidades de dinero en su disputa por ver quién de
los dos se lleva el retrato de Auristela: «A estas pláticas estaba atenta mucha
gente, esperando en qué había de parar aquella compra: porque ver ofrecer millaradas
de ducados a dos, al parecer, pobres peregrinos parecíales cosa de burla» (IV,
6: 661). En efecto, como el mismo narrador señala, con cierto distanciamiento
entre espectadores y protagonistas, la escena no deja de ofrecer visos de
comicidad.
La ironía
Pocos autores han interpretado el Persiles como una obra irónica. Sí lo ha hecho Zimic (1970), por ejemplo, al considerarlo como una parodia de la novela bizantina. Pero la ironía del Persiles rebasa los límites de la literatura. Cervantes no escribió ni ésta ni ninguna otra obra literaria para recrearse lúdicamente en géneros literarios anteriores. Cervantes va mucho más allá. Por el contrario, Forcione (1970, 1972), El Saffar (1975) o Navarro (1981), llevados por el peso de sus creencias religiosas y su propia ideología, tienden a negar en el Persiles cualquier posibilidad de ironía. Frente a estos autores, Williamsen considera que «irony in the Persiles functions as a compass that guides the reader toward an interpretation of the text as metafictional parody» (Williamsen, 1994: 130). Esta perspectiva es más coherente. Considero, además, que la lectura del Persiles como una obra que explica la trayectoria literaria de Cervantes desde la novela realista hacia el idealismo del romance debe ser desestimada, porque equivale a neutralizar o disolver el potencial crítico de la última de las obras del autor del Quijote.
Cervantes no abandona la
ironía en ningún momento de su creación literaria, ni en el teatro, ni en la
poesía, ni en la narrativa, desde el Quijote hasta el Persiles.
En efecto, el Persiles es superior e irreductible a la expresión de un romance
literario, en la evolución del idealismo de la novela bizantina bajo el formato
de la narración barroca, sino que es algo mucho más genuinamente cervantino: es
el discurso irónico de un género narrativo (la novela bizantina)[17],
de una concepción poética (la preceptiva clásica) y de unos valores religiosos
(la normativa contrarreformista) que el autor revoluciona contra la realidad de su tiempo. El Persiles es una obra que demuestra,
a través de la ironía de su lenguaje y de su fábula, la doble naturaleza de
cuantas realidades y conceptos resultan referidos y objetivados en la ficción
de la novela. Y no lo olvidemos: la ficción está llena de realidades.
El Persiles,
en sus inferencias con la novela bizantina, presenta numerosos episodios y
aventuras, pero, frente a la novela antigua de aventuras, los incorpora en la
fábula para convertirlos en un problema, para presentarlos
problemáticamente en el curso extraordinario de los acontecimientos. Piénsese,
por ejemplo, en el episodio del morisco, y su relato y mención, en un oxímoron
desmitificador, de «los nuevos cristianos viejos...» (Persiles, III,11).
La sutil presencia y manipulación de la ironía, en la fábula y en el discurso,
sirve para exponer de forma problemática consideraciones sobre poética,
religión, ética, diferencias raciales, etc.
El Quijote
es un libro lleno de huellas formales que reflejan irónicamente heterodoxias en
la expresión y en el contenido. El Persiles, sin embargo, disimula
formalmente cualquier heterodoxia. En esta última obra de Cervantes, la ironía,
como la heterodoxia, no reside tanto en las formas, en el lenguaje o en la lexis,
sino sobre todo en la compositio, es decir, en la fábula, en el
modo de percibir, y de exponer para el lector, para el intérprete, la acción
fundamental de la obra, engendrada en una seductora e irónica relación en que
se unen la religión y la improbabilidad, la épica y la reflexión moral, lo
grotesco y lo virtuoso, lo risible y lo sagrado, la preceptiva y la sospecha.
La ironía del Persiles no se manifestará formalmente, sino sobre todo funcionalmente. Los hechos, determinados por su valor funcional en la historia, resultarán con frecuencia irónicos. Relatados en un tono formalmente serio, y con pretensiones de virtud religiosa, evolucionan en la práctica hacia las consecuencias de su propia desmitificación e inverosimilitud. La ortodoxia del Persiles se objetiva sobre todo en su construcción formal. Personajes, acciones, diálogos, tiempos y espacios se construyen mediante el uso de formas esmeradamente verosímiles, a partir de recursos completamente convencionales y por entero codificados de modo estable y seguro para el público del primer tercio del siglo XVII español.
Formalmente hablando, el Persiles es una
auténtico kitsch para su tiempo, un perfecto romance, para el
común lector de 1617. Pero esta lectura no basta a los cervantistas de hoy y a los lectores inteligentes de los siglos XX y XXI. Defensores o detractores del contrarreformismo del Persiles, nos
resistimos a explicar esta obra como un mero relato de aventuras, al estilo de
las novelas bizantinas o las narraciones caballerescas. Sabemos que la obra
encierra algo más, aunque disputemos sobre su posible significado y sobre su
más que controvertida interpretación. Insisto en que formalmente el Persiles
es una obra que responde a los códigos de la ortodoxia literaria, pues cumple,
de modo muy sofisticado, teniendo en cuenta que su autor es Cervantes[18],
con la preceptiva de su tiempo. Todo cuanto en el Persiles tiende a
presentarse formalmente desde la estabilidad de la ortodoxia resulta, en
términos funcionales, es decir, desde el punto de vista de sus consecuencias y
su pragmatismo, una provocación y una heterodoxia. Ni un desliz en las formas,
pero ni una sola intención inocente en el modo de actuar.
El Persiles
no empieza, a diferencia del Quijote y de casi todas las Novelas
ejemplares, ab ovo, sino in medias res. Cervantes se muestra
aquí sumamente conservador, al utilizar una técnica presente desde Homero,
Virgilio, Heliodoro..., y muy recomendada por los preceptistas del siglo XVI,
especialmente por Pinciano. Cervantes inicia su obra ostentando una fuerte voluntad
de perfección formal. Sin embargo, este cumplimiento en cuanto a las formas no
va acompañado, como sería de esperar, de un desarrollo funcional igualmente
preceptivo y ortodoxo. La perfección de las formas disimula en el fondo, en el
contenido, una provocación muy sofisticada y cervantina. En este sentido, el Persiles
es ante todo, desde el punto de vista de su construcción formal, la ficción de
una ortodoxia. La figura delatora de esta ficción es, sin duda, su responsable
máximo: el narrador. El narrador del Persiles es –como hemos indicado–
un fingidor, un prestidigitador de mucho cuidado.
La poca
confianza que, desde el punto de vista de la creación literaria, tenía
Cervantes en la Teoría de la Literatura se pone de manifiesto con frecuencia.
No deja de resultar irónico que el narrador del Persiles ponga en boca
del aristotélico Mauricio unas palabras de desaprobación del relato que
Periandro hace de su vida: «Paréceme, Transila, que con menos palabras y más
sucintos discursos pudiera Periandro contar los de su vida; porque no había
para qué detenerse en decirnos tan por estenso las fiestas de las barcas, ni
aun los casamientos de los pescadores, porque los episodios, que para ornato de
las historias se ponen, no han de ser tan grandes como la misma historia» (II,
14: 372)[19].
Del mismo modo, críticos como Romero (ed. 2002) han considerado que la serie
de sentencias con las que adereza Periandro su relato son prueba de «haber
aprendido [Cervantes] la lección de los teóricos, que aconsejan la abundancia en
este campo» (Romero, ed. 2002: 373)[20].
No puedo creer en esta sumisión cervantina a los preceptos. De nuevo me inclino
a suponer un fingimiento, una ironía, en el aprendizaje de esa supuesta
lección. La obra de Cervantes sólo cumple con la poética y sus decoros en
apariencia. Realmente, toda su literatura es en buena medida una parodia de
cualquier forma de canon o preceptiva (Maestro, 2000).
En este
sentido, no conviene olvidar que casi todas las voces del Persiles,
personajes y narradores, insisten en dar crédito a cuanto forma parte de
su experiencia verbal. Narran, ante todo, acciones vividas, increíbles con
frecuencia, pero siempre acreditadas por el relato del propio sujeto que dice
haberlas vivido. Así sucede, por ejemplo, con el vuelco del navío, al que
sobreviven los peregrinos, en la costa de la isla del rey Policarpo, cuando un
cortesano advierte: «No se ha de tener a milagro, sino a misterio, que los
milagros suceden fuera del orden de la naturaleza, y los misterios son aquellos
que parecen milagros y no lo son, sino casos que acontecen raras veces» (II, 2:
285). Sin embargo, este tipo de declaraciones se tornan sospechosas, en algunos
momentos, cuando están en boca del narrador.
Muchos comentarios, más numerosos en cantidad que en diferencias entre sí, ha suscitado el episodio del saqueo de la aldea morisca, y la supervivencia de los peregrinos cobijados en la iglesia, «que no ardió, no por milagro, sino porque las puertas eran de hierro y porque fue poco el fuego que se les aplicó» (III, 11: 551). Cervantes impone una explicación racional a la teleología de la fábula. El desenlace excluye la ironía y lo sobrenatural, porque ahora lo que interesa es demostrar que el autor no escribe un libro en el que los dioses intervienen para resolver los problemas humanos. Cervantes no cede la palabra a los dioses. No lo hizo en La Numancia, donde las convenciones del género lo favorecían aún más que en el Persiles, si acaso, y las necesidades de los protagonistas cercados no lo requerían menos. Las palabras del narrador no están aquí expuestas sólo para defender la verosimilitud o las ideas de don Alonso López Pinciano. Cervantes no escribe para justificar o defender una teoría literaria, la clasicista, por ejemplo, ni para derribar o desacreditar una poética teatral, como la lopesca; no, Cervantes escribe para expresar una heterodoxia, un conflicto, un cosmos imperfecto, un mundo barroco en pletórica inquietud.
La verosimilitud para Cervantes no se agota en
una explicación teórico-literaria, meramente poética, sino en una concepción
abiertamente moral, de dimensiones éticas y pragmáticas. Por eso la iglesia no
arde: no porque un dios no intervenga para apagar el fuego, sino simplemente
porque «fue poco el fuego» que le aplicaron los salteadores. En la práctica de
los hechos, Cervantes nunca ha puesto a un dios para solucionar un problema. El
milagro inviste de autoridad a quien lo ejecuta. El milagro es el uso de la
magia por delegación o mandato de un dios. Cervantes renuncia al milagro, y no
porque esté a favor de la verosimilitud (cuando le apetece hace hablar a dos
perros como si tal cosa), sino porque no cree en la necesidad de
atribuir tales hechos a la existencia de un dios. Cervantes no cree en las
soluciones metafísicas[21].
La Numancia es en este sentido una de sus declaraciones más obstinadas
(Maestro, 2000). Cervantes no es soluble en agua bendita.
Una
prueba de la actitud fingida del narrador, que confirma su capacidad de
burlarse, cuando quiere y le conviene, del concepto de verosimilitud, por más
que en otros lugares diga respetarlo, es la que se manifiesta con motivo de la
mujer que «baja volando del cielo» y llega inmune a la tierra: «mujer
hermosísima que, habiendo sido arrojada desde lo alto de la torre, sirviéndole
de campana y de alas sus mismos vestidos, la puso de pies y en el suelo sin
daño alguno: cosa posible, sin ser milagro» (III, 14: 573). Aunque la crítica
ha tratado de explicar esta forma de narración como un nuevo ejemplo de
racionalización de un hecho a primera vista milagroso, considero que el
narrador del Persiles puede creerlo como «cosa posible», pero estoy
seguro de que Cervantes, no. No creo decir un disparate si afirmo que, con toda
probabilidad, Cervantes no creería nunca que alguien pudiera tirarse de una
torre abajo utilizando sólo su ropa como paracaídas. O bien el narrador está
comportándose lúdicamente con el lector, o bien cuenta las cosas como se las
contaron, en una actitud no menos lúdica, irónica o burlesca, para con el que
recibe la historia de los hechos, a través de sus palabras, que él dice amparar
tanto bajo la autoridad y el crédito de la verosimilitud. El narrador del Persiles
es un irónico relator de exageraciones, en las que pretende hacernos creer una
y otra vez. Y en la consecución de este crédito reside mucha de su habilidad. Piénsese que este motivo de la narración hiperbólica es igualmente constante y recurrente en una obra tan actual como Cien años de soledad de Gabriel García Márquez.
Otro ejemplo
del mismo cariz lo encontramos en el comienzo del capítulo dieciséis del libro
tercero, donde el narrador se atribuye crédito y coherencia, cuando él
demuestra saber de sobra que está quebrantando a cada paso tales premisas: «Cosas
y casos suceden en el mundo que, si la imaginación, antes de suceder, pudiera
hacer que así sucediera, no acertara a trazarlos y, así, muchos, por la raridad
con que acontecen, pasan plaza de apócrifos y no son tenidos tan verdaderos
como lo son. Y, así, es menester que les ayuden juramentos o, a lo menos, el
buen crédito de quien los cuenta; aunque digo que mejor sería no contarlos,
según aconsejan aquellos antiguos versos castellanos...» (III, 16: 583). Y otro
ejemplo, aun más cínico si cabe que los demás: «Otra vez se ha dicho que [no]
todas las acciones no verisímiles ni probables se han de contar en las
historias, porque si no se les da crédito, pierden de su valor; pero al
historiador no le conviene más de decir la verdad, parézcalo o no lo parezca»
(III, 18: 600-601). Cervantes dispone que el narrador del Persiles se
denomine, una y otra vez, «historiador», cuando el autor sabe de sobra que la
labor que desempeña es la de «poeta». Sin duda una forma muy simpática
de embaucar a los preceptistas.
La improbabilidad de los acontecimientos que articulan la historia o fábula es una de las demostraciones más evidentes de que una lectura irónica del Persiles es posible y coherente. La experiencia cómica encuentra en esta novela una cita con la improbabilidad de la acción, la narración de lo extraordinario y la expresión de lo maravilloso. La ironía surge especialmente allí donde pretende explicarse de un modo racional la inusitada improbabilidad de lo que sucede y se narra. En tales casos, Cervantes dispone que el narrador, a la vez que describe los hechos como objeto de la fábula, los explique también como procedimiento del discurso. Es decir: Cervantes cuenta deliberadamente cosas extraordinarias e improbables, a la vez que como narrador muestra con ostentación una lúdica responsabilidad por exponerlas de forma creíble y verosímil. Cervantes en el Persiles finge tomarse en serio las normas del arte, especialmente la verosimilitud y el decoro, que, con toda franqueza, resultan ser al fin y al cabo las más burladas por el narrador.
El narrador del Persiles trata de explicar responsablemente, como verosímiles, episodios que narra, de forma tan deliberada como descarada, como demostraciones de lo imposible e improbable literario. Muchas de estas explicaciones se convierten en las secuencias más cómicas que contiene esta obra póstuma de Cervantes. Una explicación que pretende ser razonable homologa verdad y falacia, realidad e improbabilidad. Lo imposible se hace real sólo por arte del verbo. Sólo el lenguaje permite la visión de lo increíble. Todos los esfuerzos del narrador por razonar, desde la verosimilitud, las improbabilidades de cuanto él mismo nos cuenta son la muestra más provocativa de su sentido del humor contra la poética y contra la teología. Su literatura es una burla hacia la teoría literaria y hacia la religión.
Cervantes no permite en ningún momento que el lector se escape de la exigencia de contrastar con la realidad la improbabilidad de lo que sucede. Esa distancia entre lo real y lo improbable determina la intensidad de la ironía de las palabras del narrador. Justificar lo increíble es irónico sólo si el narrador, como el poeta, es un fingidor. Si el narrador es un ser crédulo, lo imposible no requiere ningún tipo de justificación o verificación. Lo mismo podemos decir de un narrador sincero. Cervantes interpreta en el Persiles el papel de un narrador cuyo fin primordial es, por un lado, contar al lector una historia en su tiempo entretenida, y por otro lado, fingir ante el crítico una actitud de respeto hacia las normas del arte y de la fe, una actitud normativa y religiosa que en realidad nunca tuvo ni confirmación textual en su obra, ni originalidad explícita en su vida personal.
Numerosos críticos han verificado en la poética y la teología del Persiles la preceptiva pincianesca y la Contrarreforma religiosa y, naturalmente, han acertado, porque Cervantes escribe esta obra confiriendo en su texto a tales ideas y perspectivas el valor de estrategias objetivas de interpretación. El lector se queda con la historia de los peregrinos, y el crítico confirma las ideas poéticas y teológicas de la poética aurisecular, a la vez que se reconforta con su propia conciencia religiosa. Sin embargo, una lectura subversiva es posible. Una interpretación heterodoxa no está desmentida, sino confirmada, por la distancia que separa los hechos de la historia de la forma de contarlos, el objeto de la fábula de los procedimientos discursivos, la conciencia del narrador de la falsa inocencia de los personajes.
El narrador del Persiles es el actor principal de esta comedia contada como peregrinación cristiana, peregrinatio tan seria en el desarrollo del discurso como falaz en el desenlace de la historia. La acción de los personajes desmiente la autenticidad de sus palabras, porque la fábula deslegitima la forma del discurso y la historia desmitifica la sinceridad del lenguaje en que la acción misma se expresa y desarrolla: la lexis se burla de la fábula, sin reservas, pero con hábil disimulo halagador. El propio lenguaje se burla de lo que el mismo lenguaje narra, expresa y objetiva. El narrador interpreta cínicamente el papel que los preceptistas del arte y los teólogos de la Contrarreforma deseaban ver: decoro, virtud, inocencia, franqueza, heroísmo, peregrinación, santidad... Sólo la palabra de los niños contiene la verdad de la inocencia. No es el caso del narrador del Persiles, ni de sus personajes pretendidamente más decorosos. Qué pocos han visto en ese decoro una fosilización de la retórica, una disección de los recursos del lenguaje al servicio de una fábula y de unos personajes que son parodia de su mismo desarrollo y de sus propios arquetipos literarios. Qué pocos han visto en la virtud de Periandro la inmodestia de un engreído[22], y en su supuesto heroísmo los intereses de un egoísmo intensamente bélico. Qué pocos han visto en la aparente inocencia de Auristela la disimulación de un carácter que, muy lejos de la pastora Marcela, es incapaz de articular un gesto de independencia y autenticidad personales, entregada como está a vanidades varias y celos intermitentes. Tanto el uno como la otra malinterpretan la verdad que no les interesa tener en cuenta, y se muestran insensibles con quienes carecen de poder para ayudarles o, simplemente, se convierten para ellos en un problema o en un obstáculo circunstancial[23].
La peregrinación es una farsa que se construye sobre una huida cuyo artífice es
la madre de Periandro. Los dos protagonistas son intérpretes de sendas y
alternativas personalidades, en cuyo fingimiento basan la falacia de su
legitimidad a lo largo de toda la obra. En este contexto, la santidad es una ficción
prosaica. A la interpretación de los protagonistas se suma cínicamente la farsa
del narrador, la más fingida de cuantas voces proliferan en el Persiles,
que no duda en presentar como malvados y perversos precisamente a los
personajes más inteligentes y valientes de la novela, entre los que sobresale
el singular Clodio y la no menos subversiva Rosamunda. A diferencia de la
pareja protagonista, sus personalidades no se basan en sendas mentiras, sino en la afirmación de verdades intolerables.
La cuestión morisca no está en Cervantes exenta de discusiones.
El desconcierto de algunos críticos trata de justificarse insistiendo en que
las declaraciones de Cervantes respecto al problema morisco son
contradictorias, si comparamos lo escrito en el Quijote, El coloquio de los perros y el Persiles. Ciertamente, la literatura está llena
de incertidumbres y contradicciones. En Cervantes lo está especialmente. No
cabe esperar del arte del verbo otra cosa, y sorprenderse o ruborizarse por
ello revela, a estas alturas, cierta ingenuidad. Si el encuentro de Sancho con
Ricote revela una actitud cervantina de sensibilidad y heterodoxia frente al
problema morisco, no encuentro en las restantes obras del autor razones que
desautoricen esta idea primigenia y fundamental que transmite el Quijote.
La caracterización negativa, depravada, que hace Berganza del morisco al que circunstancialmente sirve es por completo tópica, al recoger una acumulación de lugares comunes plenamente vigentes en la opinión social del vulgo en la España de principios del siglo XVII[24]. Pero que sea tópica no la convierte en un razonamiento injustificado ni carente de fundamentos. Los reproches de Berganza son atribuciones colectivas, recurrentes y francamente superficiales: pero verdaderas. El can lo ilustra con ejemplos concretos decisivos: el morisco lo mata de hambre, y por ello se ve obligado a abandonarlo. Se censura un género a través de un personaje. Esta crítica expone una opinión común ilustrada literariamente en una experiencia particular; un eco, mediante una afirmación reiterada. Dudo mucho de que Cervantes piense realmente todo lo que Berganza afirma con tanta generalidad. Pero también dudo mucho de que todo el pasaje antimorisco puede leerse como una pura ironía. Sólo es coherente una lectura capaz de descubrir la doble ironía que se encierra en tales palabras, en un duplicado sentido de ida y vuelta[25]. No hay que olvidar que, en la misma narración del Coloquio, Cervantes, también por boca de Berganza, advierte que los «comisarios», o comisionados encargados de ejecutar las requisitorias, es decir, responsables de confiscar determinados bienes en calidad de impuestos, son los que «destruyen la república», a causa de la corrupción que con frecuencia envuelve este trabajo. Cervantes sabía bien lo que escribía; él mismo había sido comisario de abastos para la flota que la leyenda negra anglosajona calificó de «armada invencible».
Francamente, los mismos tópicos de descrédito a los
moriscos se reiteran en el Persiles, pero esta vez parte de la ironía
literaria se objetiva en la acción o fábula: la persona que libra a los
peregrinos de caer como cautivos en manos de los musulmanes saqueadores es
precisamente una mujer morisca. Mujer y morisca: un referente de 24 quilates para la crítica posmoderna. Por otra parte, lo primero que advierten los
peregrinos a su llegada al pueblo de los moriscos es que «hallaron en él, no
mesón en que albergarse, sino todas las casas del lugar con agradable hospicio
los convidaban; viendo lo cual Antonio, dijo: Yo no sé quién dice mal desta
gente, que todos me parecen unos santos» (III, 11: 545). Apurando las
contradicciones, Cervantes pone en boca del jadraque declaraciones a las que,
por otra parte, nuestro autor nos tiene muy acostumbrados: «Morisco soy,
señores, y ojalá que negarlo pudiera; pero no por esto dejo de ser cristiano,
que las divinas gracias las da Dios a quien él es servido» (III, 11: 548).
¡Buen momento para doctrinas erasmistas!, amén de la síntesis de contrarios:
morisco y cristiano. Lo menos que podemos reconocer es que Cervantes ofrece de
la cuestión morisca una visión contradictoria, es decir, problemática,
conflictiva, en absoluto resuelta, y muy lejos de descansar en una ortodoxia
complacida y sin fisuras. Una vez más, en Cervantes, el dogma se discute y, por
eso mismo, se seculariza.
La heterodoxia de Cervantes se manifiesta en su misma concepción del arte. Por mucho que suscriba en teoría la preceptiva literaria, su obra creativa discurre por un camino ciertamente diferente. No sólo se consagra a un género literario no previsto por la poética clásica, como es la novela, sino que además, cuando compone una tragedia, como La Numancia, el resultado es muy contrario a la confirmación de los presupuestos clasicistas (Maestro, 1999, 2001, 2013).
El capítulo catorce del libro tercero del Persiles
se inicia con una digresión ut pictura poiesis que, enunciada desde la
segunda persona, y burla burlando, desemboca en una declaración sumamente
reveladora: «la poesía, tal vez se realza cantando cosas humildes». Cervantes
ofrece aquí el fragmento de un ideario del arte impuro, en la línea que gustaba
Bajtín, sin duda, y que probablemente no concibió Aristóteles: «La historia, la
poesía y la pintura simbolizan entre sí y se parecen tanto que, cuando escribes
historia, pintas y, cuando pintas, compones. No siempre va en un mismo peso la
historia, ni la pintura pinta cosas grandes y magníficas, ni la poesía conversa
siempre por los cielos. Bajezas admite la historia; la pintura, hierbas y
retamas en sus cuadros y, la poesía, tal vez se realza cantando cosas humildes»
(III, 14: 570-571). En efecto, La Numancia es una demostración de tal
aserto: los protagonistas de la tragedia no son nobles ni aristócratas, sino
plebeyos vulgares y corrientes. Don Quijote y Sancho, Dulcinea y Aldonza
Lorenzo, Maritornes y sus damas, etc. Es imposible decir lo mismo de Shakespeare:
Hamlet, sudoroso y gordo, es un príncipe; Julio César, al que desmaya el hedor de
la multitud que lo aclama, es el emperador romano por excelencia; Enrique V, rey de Inglaterra con el curriculum vitae propio de un ladrón y colega de Falstaff... Shakespeare representa la bajeza y vulgaridad del noble; Cervantes, la dignidad de los seres humildes. ¿Y
el Persiles? Veamos cuáles son algunas de sus desmitificaciones.
La
desmitificación
Son
numerosos los valores y referentes que resultan desmitificados a lo largo de la
narración del Persiles, mediante el uso de recursos formalmente muy
diversos. Veamos algunos ejemplos.
Desmitificación
de la virtud
En términos generales, podemos decir que la
acción del Persiles se construye sobre el anuncio, e incluso desarrollo,
de determinadas hipérboles. Algunas de estas hipérboles resultan
formalmente cómicas[26],
no tanto por el modo en que finalmente se realizan, si es que al cabo se
ejecutan, sino sobre todo por la forma en que los personajes las anuncian y
comunican. Así, por ejemplo, en el relato inicial que Taurisa hace a Periandro
sobre Auristela en su relación con el pretendiente Arnaldo, se insiste en el
voto de virginidad perpetua de la protagonista: «Pero ella se defendía,
diciendo no ser posible romper un voto que tenía hecho de guardar virginidad
toda su vida, y que no pensaba quebrarle en ninguna manera, si bien la
solicitase promesas o la amenazasen muertes» (I, 2: 136). La virtud siempre
buscará la mayor amenaza para tratar de sobrevivir en ella. Siempre y cuando
sea posible contarlo, por supuesto. De otro modo, no valdría la pena.
La
inquietud amorosa del viejo rey Policarpo por la joven y castísima Auristela
está narrada de forma especialmente graciosa. No sólo se concita el apoyo de
fuentes religiosas, en la paráfrasis de la declaración del evangelio paulino
(es mejor casarse que abrasarse...), sino que se propone como solución que,
dada la pasión carnal de Policarpo, lo mejor es que la sacie en su matrimonio
con Auristela. La diferencia de casi medio siglo entre los contrayentes puede
menos que el imperativo neotestamentario de Pablo. La mayor de las ironías está
dramatizada en la actitud de Policarpo, que busca la confidencia de su propia
hija Sinforosa, a la que pretende utilizar como ingenua celestina de sus
apetencias sexuales: «Hija, puesto que tus pocos años no están obligados a
saber qué cosa sea esto que llaman amor, ni los muchos míos estén ya sujetos a
su jurisdicción, todavía tal vez sale de su curso la naturaleza y se abrasan
las niñas verdes y se secan y consumen los viejos ancianos» (II, 5: 304).
La
narración que hace Renato de su virginal vida marital con su esposa[27],
en la isla de las Ermitas, no tarda en contrastarse con un discurso de
Mauricio, que desmitifica con notoria subversión la autenticidad y la
legitimidad de la vida eremita: «Esas consideraciones han de caer sobre grandes
sujetos, porque no nos ha de causar maravilla que un rústico pastor se retire a
la soledad del campo, ni nos ha de admirar que un pobre, que en la ciudad muere
de hambre, se recoja a la soledad, donde no le ha de faltar el sustento. Modos
hay de vivir que los sustenta la ociosidad y la pereza, y no es pequeña pereza
dejar yo el remedio de mis trabajos en las ajenas aunque misericordiosas manos»
(II, 19: 413). No estamos muy lejos, por mucho que lo parezca, del aforismo de
Nietzsche que advierte en Die fröhliche Wissenschaft (1887) que es más
fácil rezar a un dios que construir un puente. Renato es una especie de pobre
diablo de cualquier época: objeto de una calumnia que no es capaz de desmentir,
se enfrenta en duelo a su rival y pierde absolutamente todo menos la vida;
avergonzado y deprimido, huye de sí mismo hasta dar en el Septentrión, y vive,
en compañía de una esposa inverosímil, como un eunuco desesperado al que
consuela la fe católica. Mauricio tiene razón cuando no interpreta como un
mérito de la virtud, sino como una consecuencia del fracaso vital, la vida
eremita de Renato.
El propio
Soldino, grotesco ermitaño, enuncia un discurso que pone bajo sospecha toda
forma de virtud: «Que tal vez la buena fama se engendra de la mala mentira. No
la entrada, sino la salida, hace a los hombres venturosos; la virtud que tiene por
remate el vicio no es virtud, sino vicio» (III, 18: 598).
Desmitificación
de prototipos
Son varios los personajes que representan
arquetipos literarios sometidos a burla, parodia o ironía en la trama del Persiles.
La Santa Hermandad no escapa a las burlas e dobleces del narrador, ni en la
fábula ni en el discurso. Así, por ejemplo, al paso de los peregrinos por
Extremadura, el narrador nos dice, a propósito del altercando con Antonio: «Y
mostróse ser santa la hermandad que apellidaban, porque en un instante, como
por milagro, se juntaron más de veinte cuadrilleros, los cuales, encarando sus
ballestas y sus saetas a los que no se defendían, los prendieron y
aprisionaron, sin respetar la belleza de Auristela ni las demás peregrinas...»
(III, 4: 467). Con la llegada a Cáceres, y la presencia del escribano y demás
justicias, la corrupción se manifiesta sin reticencias: «Ricla, la tesorera,
que sabía muy poco o nada de la condición de escribanos y procuradores, ofreció
a uno, de secreto, que andaba allí en público, dando muestras de ayudarles, no
sé qué cantidad de dineros porque tomase a cargo su negocio. Lo echó a perder
del todo, porque, en oliendo los sátrapas de la pluma que tenían lana los
peregrinos, quisieron trasquilarlos, como es uso y costumbre, hasta los huesos»
(III, 4: 467). La secuencia no puede interpretarse solamente como una sátira, o
una burla, más o menos lúdica por sus consecuencias literarias, sino como una
auténtica expresión de la corrupción de la administración burocrática.
Las supuestas «gracias» cervantinas no son simplemente críticas simpáticas o
intrascendentes. El propio Cervantes rechazaba en el prólogo al Persiles
ser considerado un «regocijador de las musas». Cuando alguien señala a la luna,
sólo el simple se queda mirando al dedo. La ironía de Cervantes tiene como
destino y objetivo un referente metaliterario, con frecuencia crítico y social.
La escena preludia otra que ha de producirse más adelante, cuando en Roma
Periandro es arrestado y golpeado duramente, tras la falsa acusación de la
prostituta a la que visita. En este caso la justicia es la policía del
Vaticano: «Acertaron a estar en la calle dos de la guarda del Pontífice, que
dicen pueden prender en fragante, y como la voz era de ladrón, facilitaron su
dudosa potestad y prendieron a Periandro; echáronle mano al pecho y, quitándole
la cruz le santiaguaron con poca decencia: paga que da la justicia a los nuevos
delincuentes, aunque no se les averigüe el delito» (IV, 7: 673).
La
desmitificación de los prototipos literarios alcanza incluso, en varios
aspectos, a la pareja protagonista. Si Persiles se caracteriza por cierta
vanidad y egocentrismo, Sigismunda no se queda atrás, incorporando a su
carácter celotipia y veleidad. Por otro lado, la Auristela que dialoga con Sinforosa,
y dispone un plan para huir de la isla del rey Policarpo, muestra una habilidad
embaucadora y una capacidad manipuladora muy estimables, ante la simpleza de su
interlocutora. En ese momento (II, 7: 324), la virtuosa y beatífica Auristela
no duda en servirse de la religión como instrumento y pretexto, una vez más, de
engaño y mentira, con el fin de lograr sus objetivos. Así nos lo confirma el
narrador: «Despidióse Sinforosa, más alegre y más engañada que cuando había
entrado» (II, 7: 325). Y es que su veleidad se manifiesta sobre todo en su
actitud ante la religión. A decir verdad, Sigismunda manifiesta una inquietud
por la fe de la que Persiles carece abiertamente. En dos ocasiones Sigismunda
decide renunciar a Persiles en favor de una vida exclusivamente religiosa. La
primera de estas ocasiones tiene lugar durante su estancia en la isla del rey
Policarpo (II, 4: 301)[28];
la segunda, una vez llegados a Roma (IV, 9: 690-692). En ambos casos los
objetivos religiosos se quedan en un mero discurso verbal, precedido de un
estado de enfermedad y cierto delirio.
Este
segundo discurso de Auristela, en favor de la virginidad, la fe, el celibato,
la religión, etc., pone de manifiesto algunas cualidades de su carácter que
confirman de nuevo cierta veleidad y capricho transitorios. Formulado en un
estado enfermizo, de cierto onirismo incluso y destemplanza anímica, Sigismunda
no tarda, poco más adelante, en cambiar de opinión. Contrastemos brevemente lo
que dice con lo que hace, y notemos que la distancia, una vez más,
no deja de ser sino cervantinamente irónica. Sigismunda, medio enferma aún por
el hechizo de la mujer del judío Zabulón, dice a Persiles: «Querría agora, sin
fuese posible, irme al cielo sin rodeos, sin sobresaltos y sin cuidados, y esto
no podrá ser si tú no me dejas la parte que yo misma te he dado, que es la
palabra y la voluntad de ser tu esposa […]. Yo no te quiero dejar por otro; por
quien te dejo es por Dios, que te dará a sí mismo, cuya recompensa
infinitamente excede a que me dejes por él» (IV, 9: 691-692). A continuación,
Persiles se va con sus silencios (Egido, 1991), y sola en su duermevela,
Sigismunda se confirma en su egolatría bajo el nombre de la religión católica: «Sí,
que más me debo yo a mí que no a otro, y al interese del cielo y de gloria se
ha de posponer los del parentesco; cuanto más, que yo no tengo ninguno con
Periandro» (IV, 10: 694)[29].
Hasta aquí, lo que dice. Veamos ahora lo que hace.
La
aparición de Maximino borra de un plumazo todo lo dicho y pensado por
Sigismunda. Parece que ahora más se debe a Persiles que a Dios, a quien no se
encomienda precisamente para que le resuelva el problema de su nada deseado
pretendiente recién aparecido. Uno más, dicho sea de paso, entre los habidos,
si no fuera porque se trata del causante primigenio de la acción o fábula
principal de la novela. No hay dudas al respecto: «Pasmóse Auristela con las no
esperadas nuevas; despareciéronse en un punto así las esperanzas de guardar su
integridad y buen propósito como de alcanzar por más llano camino la compañía
de su querido Periandro» (IV, 13: 708). De este modo, la siempre virtuosa y
cándida doncella «Auristela, arrepentida de haber declarado su pensamiento a
Periandro, volvió a buscarle alegre, por pensar que en su mano y en su
arrepentimiento estaba el volver a la parte que quisiese la voluntad de
Periandro» (IV, 14: 710).
Desmitificación
de poetas, dramaturgos, escritores
Estos
prototipos son ocasionalmente objeto de burla, ironía o incluso parodia. Así
sucede, por ejemplo, al comienzo del libro tercero, una vez que los peregrinos
llegan a Badajoz y se acomodan en un mesón, donde también «se alojaba una
compañía de famosos recitantes» (III, 2: 441), Entre ellos, un poeta, «a quien
la necesidad había hecho trocar los Parnasos con los mesones y las Castalias y
las Aganipes con los charcos y arroyos de los caminos y ventas» (III, 2: 442),
consideró que Auristela sería buena para «farsanta». El narrador introducirá a
este respecto la siguiente digresión desmitificadora, que implica a poetas,
cómicos y actores: «¡Válame Dios, y con cuánta facilidad discurre el ingenio de
un poeta y se arroja a romper por mil imposibles! ¡Sobre cuán flacos cimientos
levanta grandes quimeras!» (III, 2: 443). En términos semejantes puede
interpretarse la presencia y el discurso del «poeta peregrino» (IV, 6: 664 ss)
que aparece, con su extravagante historia –y con «la Cruz de Cristo» de por
medio–, una vez llegados a Roma los peregrinos.
Rutilio
es uno de los primeros personajes que es objeto de burla debido a su profesión
de danzante y bailarín: «Preguntóme si tenía algún oficio en que ganar de
comer, mientras llegaba el tiempo de volverme a mi tierra. Díjele que era
bailarín y grande hombre de hacer cabriolas, y que sabía jugar de manos
sutilísamente. Rióse de gana el hombre y me dijo que aquellos ejercicios, o
oficios, o como llamarlos quisiese, no corrían en Noruega ni en todas aquellas
partes» (I, 8: 190-191).
Tampoco
falta –no faltó en el Quijote– la desmitificación del mundo académico: «Oyeron
decir a un huésped suyo que lo más que había que ver en aquella ciudad era la
Academia de los Entronados, que estaba adornada de eminentísimos académicos,
cuyos sutiles entendimientos daban que hacer a la fama todas horas y por todas
las partes del mundo» (III, 18: 609). Palabras de una actualidad prodigiosa,
sin duda.
Desmitificación
de formas de discurso y de conducta no confirmadas por la experiencia
La magia, la hipocresía religiosa, diversos vicios individuales y sociales, las
pseudociencias, la superstición, etc., son con mucha frecuencia objeto de burla
e ironía.
En el
relato que hace Rutilio de la historia de su vida, cuenta cómo hubo de matar a
una hechicera que acabó por convertirse en lobo, y a tal respecto, advierte: «Cómo
esto pueda ser, yo lo ignoro y, como cristiano que soy católico, no lo creo;
pero la esperiencia me muestra lo contrario» (I, 8: 189). En el discurso de
este personaje Cervantes enfrenta, deliberadamente, un imperativo religioso y
una experiencia increíble. Con toda seguridad Cervantes no se toma en serio
esta última, y quizá por eso precisamente, con cierto ludismo muy bien
disimulado, la contrasta con la seriedad del dogma, que de otra manera no
admitiría burlas con el canon.
Del mismo
modo, los hechizos de Cenotia, tan eficaces contra la salud de Auristela, nada
pueden contra la ira de Antonio: «Volvió la Cenotia la cabeza, vio el mortal
golpe que había hecho la flecha, temió la segunda y, sin aprovecharse de lo
mucho que con su ciencia se prometía, llena de confusión y de miedo, tropezando
aquí y cayendo allí, salió del aposento, con intención de vengarse del cruel y
desamorado mozo» (II, 8: 335).
Lo mismo
cabe decir de la revelación que hace el narrador de las intenciones de
Constanza, quien finge, al encontrarse con la esposa del polaco Ortel, la de
Talavera de la Reina, conocer su identidad a través del arte de la adivinación:
«Si yo os dijese cosas pasadas, que no hubiesen llegado ni pudiesen llegar a mi
noticia, ¿qué diríades? ¿Queréislo ver?» (III, 16: 585). Constanza está
mintiendo a sus compañeros, pero no al lector, a quien en este caso el narrador
ha revelado un secreto: «A Constanza le vinieron barruntos de que debía de ser
la esposa de Ortel Banedre el polaco, que, por adúltera, quedaba presa en
Madrid […]. Y en un instante fabricó en su imaginación un montón de cosas que,
puestas en efecto, le sucedieron casi como las había pensado» (III, 16: 584).
Desmitificación
de la novela bizantina
La novela bizantina misma, con
todos sus procedimientos, como hemos indicado anteriormente, es objeto de burla
y parodia a todo lo largo del Persiles. El narrador se burla de las
convenciones narrativas de la novela bizantina. Numerosas referencias e
intervenciones del narrador subvierten el idealismo de los relatos heroicos
referidos por Periandro y otros personajes. La parodia es imitación burlesca de
algo serio. Y esta imitación, esta mímesis, incorpora sin duda una diferencia
no sólo formal, no sólo léxica, sino también sustancial, de contenido, que
afecta a la fábula y su evolución tanto como a sus posibilidades de percepción
e interpretación. El lector contempla el objeto en su doble contextualización,
es decir, percibe la fábula y su lexis, la acción y su lenguaje,
desde el tránsito de su transcontextualización: el referente histórico y
poético es la novela bizantina, mientras que el objeto referido es la falsa peregrinatio
de los no menos falsos «Periandro» y «Auristela».
La
miseria social
La fábula del Persiles retrata hechos extremos, dados en el siglo XVII y en cualquier otra época. Siempre hay gentes que padecen hambre y viven entre
miserias. El episodio del padre de familia que, al jugar su vida y libertad,
las pierde y ha de ir a galeras, abandonando a su mujer y sus «cinco o seis
criaturas de edad de cuatro a siete años» (III, 13: 564), constituye por sí
mismo un cuadro crudamente dramático. No se explica nada en el texto relativo a cómo se ha llegado a esa situación. Es como si la única forma de
prosperidad social fuera el juego, consentido institucionalmente por la
monarquía: «de los que jugaban, el perdidoso perdía la libertad y se hacía
prenda del rey para bogar el remo seis meses y, el que ganaba, ganaba veinte
ducados, que los ministros del rey habían dado al perdidoso para que probase en
el juego su ventura» (III, 13: 565). La crudeza y el dramatismo de la verdad social
queda reflejada en el discurso de la mujer: «Tomad, señores, vuestros dineros y
volvedme a mi marido, pues no el vicio sino la necesidad le hizo tomar este
dinero; él no se ha jugado, sino vendido, porque quiere, a costa de su trabajo,
sustentarme a mí y a sus hijos. ¡Amargo sustento y amarga comida para mí y para
ellos!» (III, 13: 566).
Desmitificación
de la supuesta verdad a través del discurso de personajes proscritos
Hay una serie de personajes a los que el narrador del Persiles presenta
deliberadamente como malvados, despreciables, viciosos, etc., y que sin embargo
ponen de manifiesto la autenticidad de ciertos y esenciales impulsos humanos,
entre ellos, la revelación de la verdad. El personaje de Clodio no es sino la
verdad proscrita, incluso por la ironía del propio narrador. El discurso de
Rosamunda no es sino una burla de la ejemplar castidad pretendida por las
heroínas bizantinas. En este sentido, la ironía es muy reveladora. De todos los
personajes que forman el cortejo de peregrinos, junto con los que con ellos se
encuentran y relacionan, cuatro (y vaya cuatro) sospechan una verdad, la falsa
hermandad entre Periandro y Auristela[30]:
un nihilista (Clodio)[31],
una bruja (Cenotia)[32],
un ermitaño (Soldino)[33] y una puta (Hipólita)[34].
De todos
estos personajes sin duda el más sobresaliente es Clodio. El narrador del Persiles
construye este personaje con el fin de descubrir lo que la verdad esconde. La «verdad»
de sus declaraciones es tal que sólo puede ser calificado de maldiciente,
cuando en realidad es el único que llama a las cosas por su nombre, un nombre
que el decoro y la fe, es decir, la poética y la religión, proscriben
inmediatamente. En este sentido, el narrador del Persiles es un cínico
redomado: construye un personaje del que se sirve para afirmar lo que de otro
modo jamás se atrevería a escribir. Es un personaje esencial a través del cual
el autor declara disidencias y heterodoxias que, en principio, nunca deberían
haber estado presentes en una concepción absolutamente ortodoxa del Persiles,
cuya poética y teología, según algunos críticos comprometidos con una lectura
católica de la novela, sería, respectivamente, clasicista y contrarreformista.
Es una hábil y cínica combinación entre autor y narrador. El autor, Cervantes,
crea un personaje, Clodio, que revela «verdades» capaces de trastornar el mundo
en que vive y sus ideologías fundamentales; y paralelamente, el mismo autor que
concibe este personaje, crea también un narrador que acusa a Clodio, de
forma tan constante como injustificada, de difamador. El narrador tilda a
Clodio de calumniador y maldiciente sin pruebas ni razones. El propio Clodio se
defiende con notoria eficacia de tales apelaciones. Su diálogo con Rosamunda es
una secuencia antológica que lo revela como personaje shakesperiano,
desmitificador, nihilista incluso.
No me ataban la lengua prisiones, ni enmudecían destierros, ni atemorizaban amenazas, ni enmendaban castigos […]. Jamás me ha acusado la conciencia de haber dicho alguna mentira […]. Si quieren que no hable o escriba, córtenme la lengua y las manos, y aun entonces pondré la boca en las entrañas de la tierra, y daré voces como pudiere […]. ¿Por qué ha de esperar el que obra mal que digan bien dél? […]. ¿Por qué ha de esperar el que siembra cizaña y maldad dé buen fruto su cosecha? (I, 14: 223-226; 16: 234).
Libertad
y verdad son los objetivos de su discurso. Pocos personajes demuestran
comparable valor. El precio que ha de pagar por ello es el de ser considerado
injustamente un calumniador. Cínicamente el narrador del Persiles se
encarga de ello. El autor, Cervantes, crea al personaje Clodio, con todo el
poder subversivo de su verdad, y para disimular su personal responsabilidad
autorial, pone en boca del narrador, y de otros personajes supuestamente
virtuosos, una serie de acusaciones, no justificadas en la acción de la novela,
contra Clodio. Y es que las palabras del autor son explicables, pero las
palabras del narrador, como las de los demás personajes, son verificables.
En numerosas ocasiones podemos verificar que el narrador del Persiles
actúa como un personaje que finge, o miente, al narrar la historia que cuenta,
y de la que sólo verbalmente forma parte. Su discurso es el de un fingidor,
es decir, sabe lo que disimula, y el porqué, pues sólo se puede silenciar lo
que se sabe y evitar lo que se conoce.
El
discurso de Clodio ante Arnaldo, quien le toma bajo su protección, lejos de ser
disparatado y maldiciente, constituye una de las interpretaciones más
brillantes y subversivas de la tan cacareada peregrinatio de los
protagonistas:
Tú, señor, amas a Auristela (mal dije amas: adoras, dijera mejor) y, según he sabido, no sabes más de su hacienda ni de quién es que aquello que ella ha querido decirte, que no te ha dicho nada. Hasla tenido en tu poder más de dos años, en los cuales has hecho, según se ha de creer, las diligencias posibles por enternecer su dureza, amansar su rigor y rendir su voluntad a la tuya por los medios honestísimos y eficaces del matrimonio, y en la misma entereza se está hoy que el primero día que la solicitaste, de donde arguyo que cuanto a ti te sobra de paciencia le falta a ella de conocimiento. Y has de considerar que algún gran misterio encierra desechar una mujer un reino y un príncipe que merece ser amado. Misterio también encierra ver una doncella vagabunda, llena de recato de encubrir su linaje, acompañada de un mozo que, como dice que lo es, podría no ser su hermano, de tierra en tierra, de isla en isla, sujeta a las inclemencias del cielo y a las borrascas de la tierra, que suelen ser peores que las del mal alborotado. De los bienes que reparten los cielos entre los mortales, los que más se han de estimar son los de la honra, a quien se posponen los de la vida; los gustos de los discretos hanse de medir con la razón y no con los mismos gustos» (II, 2: 290-291)[35].
Clodio es
un racionalista de la sospecha. Es un personaje cuyo discurso no puede
prosperar impunemente en una novela como el Persiles. Su maquiavelismo
más audaz se pone de manifiesto poco antes de ser asesinado por Antonio, en sus
diálogos con Rutilio, al planear la descabellada idea de pretender la voluntad
de Auristela (II, 5: 307-310). El nihilista Clodio y la beata Sigismunda
pertenecen a dos mundos imposibles en la verosimilitud de un mismo cosmos.
Sigismunda es la ficción de la virtud, que sólo existe verbalmente, como mito,
como ficción. Clodio es la voz de la complejidad y autenticidad de la vida
real, con la fuerza de sus miserias y las calidades de la inteligencia más
inmoral. Clodio es una de las grietas del Persiles. No puede prosperar,
porque su acción y su verbo, sus obras y sus palabras, pueden poner en peligro
la integridad de toda la novela, del mismo modo que desde muy pronto está en
condiciones de arruinar el montaje de la falsa identidad de Periandro y
Auristela. El autor, Cervantes, crea a Clodio a la vez que crea también un
narrador que lo desprecia y vitupera mucho más de lo que Clodio difama o
calumnia a cualquier otro personaje. Expulsado de Inglaterra por dar a luz
verdades que al poder interesaba ocultar, Clodio es desterrado del Persiles
con una muerte tan simbólica, por el procedimiento azaroso, lleno de
significado, como injusta, por no merecida ni esclarecida.
El
mito de la peregrinatio y su desmitificación en la novela
Los falsos problemas se caracterizan porque exigen soluciones también falsas. La fábula aparente del Persiles se construye sobre una falacia. La aventura de los protagonistas es un fraude, del mismo modo que ellos, en la medida en que fingen lo que no son, resultan unos farsantes. Por si esto fuera poco, el narrador es su principal cómplice a lo largo de todo el trayecto, al apoyar con su forma de narrar todo cuanto hace y dice la pajera protagonista, y sobre todo al presentar como malvados y proscritos a personajes que, como Clodio o Rosamunda, son capaces de revelar la verdad de los hechos ocultos y la autenticidad de los caracteres hipócritas. Como Ulises, como don Juan, como tantos y tantos, Periandro es el héroe respetado por su astucia.
Sus actos se interpretan como heroicos, y su malicia como
astucia, gracias al intertexto o género literario en que se sitúa el relato de
sus aventuras. Por su forma de ser, las cualidades de Periandro podrían
resultar plenamente efectivas a Lázaro de Tormes, a Pablos o a Guzmán de
Alfarache, pero estos últimos personajes forman parte de otro intertexto
literario, el de los pícaros. Se distinguen de Periandro por el género
literario en el que se han situado, pero no por la forma de ser, no como actuantes,
no como sujetos que actúan, en una fábula literaria. El Persiles,
más que presentar el progreso de una peregrinación cristiana, que evoluciona
desde la barbarie hasta la santidad, revela el itinerario de una serie de
inquietudes humanas, realmente muy humanas (celos, lujuria, egoísmo, vanidad,
insensibilidad, astucia...), que ante todo enfatizan las grietas de esa
alegoría de la vida como peregrinatio religiosa, a la vez que
cuestionan, dada la fingida personalidad de los personajes, la autenticidad de
sus peregrinos propósitos.
La
religión es un tema específico del género literario que constituye la novela
griega de aventuras, en cuya evolución si sitúa la escritura del Persiles. El hecho de que la
religiosidad y la prueba de castidad de los amantes protagonistas sean
características presentes en esta novela cervantina debe explicarse por razones de género literario, y no como un acto autorial de
profesión de fe contrarreformista, como muchas veces, y por prestigiosos
críticos, se ha querido ver. «La presencia de la divinidad como consejera de
los personajes es una de las convenciones» de este género al que se suscribe el
Persiles (Lozano, 1998: 173; Maestro,
2003). La religión es un motivo estético en el género de la novela de
aventuras. Cervantes se sirve de este recurso para disponer su concepción de la
novela. Por eso la religión se convierte en una cualidad importante en la
configuración de los personajes, pero no como objetivo moral, sino como recurso
estético inherente al género literario propio de este tipo de narraciones. En
palabras de Lozano, «el Persiles es
la historia de una pareja de beatos procedentes de Tule que emprenden el camino
hacia Roma huyendo de Magsimino», hermano y pretendiente no deseado... El
motivo de esta peregrinación es político y personal, en absoluto religioso o
moralista. Obviamente.
Lozano
advierte, en pasiva anglosajona, que «la presencia de la religión en el Persiles no ha sido interpretada como
una necesidad artística», es decir, como un recurso propio del género, sino
como una apología de la fe religiosa de Cervantes. Lo cierto es que este tipo
de crítica es más bien resultado que justifica la posición moral del crítico
antes que la que realidad poética del Persiles.
Lozano lo detalla: «Ha sido la lectura
alegórica del Persiles la que ha
visto en las diversas manifestaciones religiosas un acto de adhesión a la
ortodoxia católica (Lapesa 1950, Avalle Arce 1969, Casalduero 1947, Forcione
1972 o Vilanova 1949), e incluso éstas se han relacionado con aspectos
biográficos como la ordenación de Cervantes. Esta aproximación hace de la
religión el valor máximo y exige una lectura apologética de los elementos
religiosos, porque desconoce su dimensión estética. Y si bien es cierto que la
palabra barroca tiene una marcada orientación apologética (esto significa la
intromisión del autor en la obra), en la palabra cervantina esta dimensión se
atempera y rara vez se trasluce la ideología de Cervantes» (173-174). Lozano se
explica bien, pero incluso se queda corta en esta interpretación secular del
texto del Persiles. Los datos e ideas
de su trabajo la autorizan a mucho más que a acudir a una sencilla teoría de la
enunciación (1998: 174-175), que distingue la voz del narrador de la de los
protagonistas, para constatar que la mayoría de los personajes del Persiles son «personajes planos», de una
sola expresión dominante, despersonalizados, y completamente sometidos a la
voluntad trascendente de un orden moral superior, desde el que se organiza
religiosamente (por motivos de género, como se ha dicho) la teleología de la
fábula, que culmina con esa —tan políticamente interesada—, peregrinatio, a una Roma, por cierto,
tan eficazmente prostibularia como enfáticamente cristiana[36].
Confirma Lozano que el fervor religioso de los personajes es «disonante» y «mimético»:
«La religiosidad del Persiles no hay
que comprenderla como un acto apologético. Las convenciones del género y la
orientación de la palabra cervantina indican que forma parte del contenido
temático del Persiles, pero
desprovista de toda significación apologética que la vincule a la ideología de
Cervantes» (176).
Aparentemente,
el Persiles es ortodoxo, es incluso
súper o hiperortodoxo, como recuerda Antonio Márquez (1985)[37].
Hay un constante alarde de profesiones y actos de fe de los personajes, alardes
que en la mayoría de los casos no vienen a cuento. Como hemos señalado, cuando
el dogma se discute, se seculariza. En este contexto, la risa destruye toda
alegoría, toda creación e interpretación alegóricas. No hay que olvidar que
Cervantes es un gran humorista, quizá el mayor humorista, y de mejores
recursos, de todos los tiempos. Cervantes se burla de la literatura alegórica
(vid. el episodio de la Camacha en El
coloquio de los perros). En esta actitud antialegórica,
Cervantes no está sólo, ya que se trata de una postura común a casi todos los
neoaristotélicos. Pigna escribe en I
romanzi (Venezia, 1551, p. 22), que «la mentira alegórica es la sepultura
de la verdad» (apud Márquez, 1985: 13). Carballo en su Cisne de Apolo llama «fábulas
metafísicas» a las alegorías (Carballo, 1602/1997: 105). Pinciano, cuando las
considera negativamente, las califica de «burlas» y «disparates» (Pinciano,
1596/1998: 201). En el mejor de los casos, las identifica con el apólogo, y las
limita a un recurso importante, pero accesorio. Pese a la calidad de los trabajos de Riley, lo cierto es que Cervantes mantiene una
actitud muy escéptica respecto a toda la teoría literaria de su época.
En
consecuencia, la peregrinación, que podría considerarse como la fuerza motriz
del Persiles, no tiene en absoluto
una causa religiosa, sino un motivo político o sucesorio, familiar o maternal.
La peregrinatio es un ingenium, que idea la madre de Persiles para
que su hijo pueda huir con su amante Sigismunda, y así evitar su matrimonio con
Maximino. Nada más lejos que la fe como objetivo.
Eustoquia habló a Sigismunda, encareciéndole lo que se perdía en perder la vida Persiles, sujeto donde todas las gracias del mundo tenían su asiento, bien al revés del de Maximino, a quien la aspereza de sus costumbres en algún modo le hacían aborrecible. Levantóle en esto algo más testimonios de los que debiera y subió de punto, con los hipérboles que pudo, las bondades de Persiles […]. Abrazóla la reina, contó su respuesta a Persiles y, entre los dos, concertaron que se ausentasen de la isla antes que su hermano viniese, a quien darían por disculpa, cuando no la hallase, que había hecho voto de venir a Roma a enterarse en ella de la fe católica, que en aquellas partes setentrionales andaba algo de quiebra» (IV, 12: 702-703).
Hay
evidencias que no pueden negarse: la madre de Persiles es la primera en
manipular la presentación desacreditadora de Maximino («la aspereza de sus
costumbres...»), en malinterpretar la fábula del Persiles («darían por
disculpa […] que había hecho voto de venir a Roma a enterarse en ella de la fe
católica»), y en mitificar la figura de Persiles «con los hipérboles que
pudo». No está mal tanto poder e influencia para un personaje que nunca
aparecerá en escena.
Una vez
en Roma, San Pedro no se menciona jamás[38].
La visita de Sigismunda al papa se despacha en una línea: «y, habiendo besado
los pies al pontífice, sosegó su espíritu» (IV, 14: 713). Persiles, ni eso[39].
Incluso se ve envuelto, al parecer ingenuamente, en líos con una
prostituta de la alta sociedad: «[Periandro] se recató [de Auristela] para ir a
ver a Hipólita, a quien el judío le llevó más por engaño que por voluntad» (IV,
6: 666). Muy buena la habilidad del narrador para echar en este momento un
capote a la virtud de Persiles, tan astuto en todas las ocasiones, y tan
ingenuo en ésta. Con todo, su «ingenuidad» fue lo suficientemente hábil como
para recatarse de su amada Sigismunda. Sin duda él sabía por qué. «La
obra de Cervantes –escribe Antonio Márquez (1985: 13)– es ciertamente una obra
cristiana. Pero puesta en la picota». La última frase de la novela es una
desmitificación de toda la fábula narrativa: «Y vivió en compañía de su esposo
Persiles hasta que bisnietos le alargaron los días, pues los vio en su larga y
feliz posteridad» (IV, 14: 714). ¿Ubi sunt virginidades y demás entregas
a la vida religiosa de las que hablara la hermosa Auristela?
Una gran
distancia irónica separa la simbología religiosa de la realidad literaria. El
pasaje con el que se inicia el capítulo quinto del libro tercero ejemplifica
esta afirmación.
Apenas hubieron puesto los pies los devotos peregrinos en una de las dos entradas que guían al valle que forman y cierran las altísimas sierras de Guadalupe, cuando, con cada paso que daban, nacían en sus corazones nuevas ocasiones de admirarse, pero allí llegó la admiración a su punto cuando vieron el grande y suntuoso monasterio, cuyas murallas encierran la santísima imagen de la emperadora de los cielos; la santísima imagen, otra vez, que es libertad de los cautivos, lima de sus hierros y alivio de sus pasiones; la santísima imagen que es salud de las enfermedades, consuelo de los afligidos, madre de los huérfanos y reparo de las desgracias. Entraron en su templo, y donde pensaron hallar por sus paredes, pendientes por adorno, las púrpuras de Tiro, los damascos de Siria, los brocados de Milán, hallaron en lugar suyo muletas que dejaron los cojos, ojos de cera que dejaron los ciegos, brazos que colgaron los mancos, mortajas de que se desnudaron los muertos, todos, después de haber caído en el suelo de las miserias, ya vivos, ya sanos, ya libres y ya contentos, merced a la larga misericordia de la madre de las misericordias, que en aquel pequeño lugar hace campear a su benditísimo hijo con el escuadrón de sus infinitas misericordias (III, 5: 471).
Aunque autores tan castizos como Carlos Romero rechazan una interpretación irónica de esta secuencia, personalmente creo que no es posible comprenderla sin acudir a la ironía[40]. El texto es genuinamente barroco, disolución de todas las utopías, incluidas las religiosas, y exposición de la realidad más imperfecta y terrenal. El discurso del narrador delata cierta decepción en las expectativas de los peregrinos: «donde pensaron hallar...» una cosa, hallaron otra, muñones, ojos de cera, mortajas, miserias... El arte manierista se caracteriza por su pretensión de ocultar los problemas y las crisis de los personajes detrás de una acción sensacional, o incluso extraordinaria, de modo que el protagonista no se manifiesta como responsable de una relación lógica entre su yo y su circunstancia. Semejante ocultación o disimulación se objetiva formalmente en una distancia irónica entre la idea deseada y la realización material. La interacción de planos variables de la realidad, entre los que se interpenetran lo real y lo ficticio, lo fantástico y lo maravilloso, lo natural y lo sobrenatural, es una consecuencia de estos contrastes. Este retablo de mortajas y muñones que aquí nos ofrece Cervantes a la vista de los peregrinos es un ejemplo deformante y en cierto modo grotesco de la belleza que esperaban hallar en el interior de la capilla.
Estamos aquí muy lejos de la
idealización de la belleza funeraria encarnada en pinturas como El entierro del Conde de Orgaz. Los
peregrinos, en palabras del irónico narrador del Persiles, están «en el
suelo de las miserias» (III, 5: 471). Es lo que escribe Cervantes. He aquí la
muestra de una sensibilidad religiosa exasperada, que desplaza toda belleza o
deleite, en favor de una decoración funeraria y lúgubre, de miembros y
mutilaciones, de mortajas y miserias. Imposible no recordar en esta escena las
palabras que un sofista como Carlos Fuentes dedica a la necrofilia del célebre Felipe II, buscando de este modo la simpatía de un lector educado en la anglofilia de la leyenda negra construida contra el Hispanismo: «En
1598, Felipe II, llamado ‘El Prudente’ por su dificultad en tomar decisiones,
muere de una muerte atrozmente dolorosa y excrementicia en el sombrío palacio,
monasterio y necrópolis de El Escorial. Le rodean los tesoros que el Monarca
aprecia por encima de toda la plata y el oro del mundo: las calaveras, las
canillas y las manos disecadas de santos y mártires, las reliquias de la corona
de espinas y de la cruz del Calvario» (Fuentes, 1976/1994: 65). Sin duda se
trata de objetos y signos análogos a los referidos por el narrador del Persiles
en la capilla del monasterio que visitan los peregrinos. Pero es evidente que Fuentes no es Cervantes. Una cosa es ser original y otra muy diferente es buscar clientela negrolegendaria. Es la diferencia entre un genio y un sofista.
Por si
todo esto fuera poco, uno de los momentos más intensamente irónicos del Persiles,
por sus formas y consecuencias, lo constituye el episodio en el que los
peregrinos se encuentran con un ser claramente grotesco, que se presenta a
ellos, a su vez, como peregrina, y cuyo discurso resulta ser de lo más
subversivo frente a los idearios y fines de cualquier peregrinatio. En
primer lugar, la peregrina en cuestión viaja sola, lo cual es de por sí
completamente heterodoxo, pues es usanza general que la peregrinación ha de
hacerse en grupo. En segundo lugar, el personaje constituye físicamente una
demostración ostentosa de lo grotesco, o al menos así la describe el narrador: «porque
la vista de un lince no alcanzara a verle las narices, porque no las tenía,
sino tan chatas y llanas que con unas pinzas no le pudieran asir una brizna de
ellas; los ojos les hacían sombra, porque más salían fuera de la cara que ella
[…]. Saludáronla en llegando y ella les volvió las saludes con la voz que podía
prometer la chatedad de sus narices, que fue más gangosa que suave» (III, 6:
484-486). En tercer lugar, el lector constata que es un personaje desacreditado
y maltratado, no sólo físicamente, sino también verbalmente, por el narrador. «Toda
ella era rota –leemos–, y toda penitente, y (como después se echó de ver) toda
de mala condición» (III, 6: 484). El narrador juega aquí con un futuro nunca
verificable en el desarrollo de la novela: este personaje no volverá a
aparecer, y a pesar de que ahora mismo se le tilda de «mala condición»,
semejante maldad nunca llega a manifestarse. Y por otro lado, cuando el mismo
narrador le cede la palabra, el discurso de la peregrina resulta de lo más
subversivo, precisamente contra los fundamentos mismos de la fábula del Persiles:
la peregrinatio. He aquí su discurso (cursiva mía):
Mi peregrinación es la que usan algunos peregrinos, quiero decir que siempre es la que más cerca les viene a cuento para disculpar su ociosidad y, así, me parece que será bien deciros que por ahora voy a la gran ciudad de Toledo, a visitar a la devota imagen del Sagrario, y desde allí, me iré al Niño de la Guardia y, dando una punta, como halcón noruego, me entretendré con la santa Verónica de Jaén, hasta hacer tiempo de que llegue el último domingo de abril, en cuyo día se celebra en las entrañas de Sierra Morena, tres leguas de la ciudad de Andújar, la fiesta de Nuestra Señora de la Cabeza, que es una de las fiestas que en todo lo descubierto de la tierra se celebra. Tal es, según he oído decir, que ni las pasadas fiestas de la gentilidad, a quien imita la de la Monda de Talavera, no le han hecho ni le pueden hacer ventaja. Bien quisiera yo, si fuera posible, sacarla de la imaginación, donde la tengo fija, y pintárosla con palabras y ponérosla delante de la vista, para que, comprehendiéndola, viéredes la mucha razón que tengo de alabárosla; pero esta es carga para otro ingenio no tan estrecho como el mío. En el rico palacio de Madrid, morada de los reyes, en una galería, está retratada esta fiesta con la puntualidad posible: allí está el monte, o por mejor decir, peñasco, en cuya cima está el monasterio que deposita en sí una santa imagen llamada de la Cabeza, que tomó el nombre de la peña donde habita, que antiguamente se llamó el Cabezo, por estar en la mitad de un llano libre y desembarazado, solo y señero de otros montes ni peñas que le rodeen, cuya altura será de hasta un cuarto de legua, y cuyo circuito debe de ser de poco más de media. En este espacioso y ameno sitio tiene su asiento, siempre verde y apacible, por el humor que le comunican las aguas del río Jándula, que, de paso, como en reverencia, le besa las faldas. El lugar, la peña, la imagen, los milagros, la infinita gente que acude de cerca y lejos el solemne día que he dicho le hacen famoso en el mundo y célebre en España sobre cuantos lugares las más estendidas memorias se acuerdan […]. Desde allí –prosiguió la peregrina– no sé qué viaje será el mío, aunque sé que no me ha de faltar donde ocupe la ociosidad y entretenga el tiempo, como lo hacen, como ya he dicho, algunos peregrinos que se usan (III, 6: 487-488).
No creo
que sea posible leer este discurso sin reconocer la ironía que sin duda estuvo
presente en la intentio de Cervantes al escribirlo. Es una declaración
que socava los fundamentos mismos de la peregrinatio persilesca. No
ajenos los de la comitiva a las palabras de la peregrina, es Antonio, el padre,
quien le dice: «Paréceme, señora peregrina, que os da en el rostro la
peregrinación». Declaración que permite al autor del Persiles, muy
cervantinamente, como no puede ser menos, introducir una de arena, después de
tantas de cal: «Eso no –respondió ella–, que bien sé que es justa, santa y
loable, y que siempre la ha habido y la ha de haber en el mundo; pero estoy mal
con los malos peregrinos, como son los que hacen granjería de la santidad, y
ganancia infame de la virtud loable; con aquellos, digo, que saltean la limosna
de los verdaderos pobres. Y no digo más, aunque pudiera» (III, 6: 488). Como de
costumbre, los silencios del Persiles son de lo más elocuente (Egido,
1991). El silencio de esta reticencia, con la que concluye su discurso esta
grotesca criatura, es mucho más elocuente que el reiterado verbo de la hermosa
y falsa Auristela y del valiente y no menos falso Periandro.
________________________
NOTAS
[2] Aquí prima
el interés por la ideología del escritor sobre la propia obra. Se ha querido
ver en el Persiles el pensamiento de
Cervantes, desde un punto de vista religioso, retórico o poético. Stegmann
(1971), Atkinson (1948) y Riley (1962) consideran que la Philosophía Antigua Poética de Pinciano es el modelo teórico del Persiles, mientras que las Etiópicas de Heliodoro son el modelo
práctico. Hoy se admite que la teoría literaria forma parte del contenido
temático del Persiles (Forcione,
1970). Todos quieren ver en Cervantes unas influencias en las que, posiblemente, Cervantes no pensó jamás. Es curioso cómo la crítica literaria adolece de una cruda miopía a la hora de ver la originalidad de un genio.
[3] Ésta es una interpretación desde la que se tiende a confirmar el sentido religioso y moralista de la novela. Desde este punto de vista, se considera que el Persiles «simboliza en la figura del peregrino el carácter más universal y permanente de la condición del hombre» (Lozano, 1998: 15). Lozano advierte que tal interpretación alegórica del texto cervantino no ofrece ninguna novedad, y tras subrayar los inconvenientes que impiden hacer compatible las lecturas poética y alegórica, advierte que el argumento de las novelas de aventuras «contradice la alegoría de la vida humana, pues los hechos acaecidos transcurren siempre fuera del curso normal de una vida y, cuando se reanuda la normalidad, se acaba la novela» (1998: 15). Para autores como Canavaggio, las cosas, en este punto, están definitivamente claras (y tiene razón): «No es cierto, pese a lo que se ha dicho, que la progresión del relato [del Persiles] sea el movimiento de una alegoría cristiana de la vida humana elevándose hasta la perfección» (Canavaggio, 1986/2003: 413).
[4] Coincido con Williamsen cuando afirma: «I would contend
that, rather than representing isolated elements and impertinent assertions,
manifestations of the ‘macrocode’ of humor inform both the discourse and the
story of the Persiles» (Williamsen, 1994: 91). Williamsen
clasifica en cuatro apartados diferentes los distintos hechos y episodios
cómicos presentes en el Persiles: 1) expresiones humorísticas del
discurso del narrador; 2) la improbabilidad de los hechos como expresión
irónica de la historia o fábula; 3) la expresión de lo grotesco como recurso
humorístico; y 4) lo carnavalesco como experiencia cómica.
[5] Por el contrario, en ninguna parte del Persiles se ofrece una visión o
interpretación trágica de los hechos. Hay numerosas muertes, crímenes,
agresiones, pero en ningún caso creo que pueda hablarse de tragedia.
Uno de los primeros crímenes es el de la muerte de Bradamiro, que preludia la
destrucción de la Isla Bárbara. Nada trágico hay en esa muerte, ni en sus
consecuencias: «Y disparó la flecha [el bárbaro gobernador], con tan buen tino
y con tanta furia que en un instante llego a la boca de Bradamiro y se la
cerró, quitándole el movimiento de la lengua y sacándole el alma, con que dejó
admirados, atónitos y suspensos a cuantos allí estaban» (I, 3: 155). La misma
valoración podría darse de los demás episodios mortuorios.
[6] Alban
Forcione (1970) interpreta este prólogo desde una luminosa síntesis de ficción
y alegoría que estamos muy lejos de compartir. Por su parte, Anthony
Close (2003) ha escrito algunas ideas de interés: «Su
tendencia [de Cervantes] a asociar la risa a la amistad se manifiesta de
diversas maneras en su obra. Los citados adioses del prólogo al Persiles
vienen al final de un texto que describe su divertido encuentro con un
estudiante con quien se topó cuando volvía de Esquivias a Madrid en compañía de
dos amigos. Dicho personaje, nada más darse cuenta que tiene delante al famoso
Miguel de Cervantes, lo saluda con una serie de epítetos que, sin duda,
reflejan su «imagen de marca» popular de escritor genialmente divertido: «¡Sí,
sí, éste es el manco sano, el famoso todo, el escritor alegre y, finalmente, el
regozijo de las Musas!». Cervantes y el estudiante se abrazan, traban amistad,
y pasan el resto de viaje charlando. Es decir, todo el prólogo, y no sólo su
citada conclusión, sirve para imponer a la imagen de marca el sello de aprobación
de su autor. La razón por la que quiso darle tal relieve fue sin duda porque
las palabras del estudiante definen certeramente el ethos de la risa
cervantina, una hilaridad sana, reparadora, y democrática, que une a todos los
personajes, y con ellos, a sus lectores, anulando momentáneamente penas,
rencores y jerarquías. Están conformes, además, con el efecto que el mismo
Cervantes atribuye al Quijote en el Viaje del Parnaso, capítulo
cuarto: «Yo he dado en Don Quijote pasatiempo / al pecho melancólico y
mohíno / en cualquiera sazón, en todo tiempo», afirmación orgullosa que
entronca con el valor positivo asignado a la risa por Rabelais, Vives y la
tradición hipocrática. Y como hemos visto ya, las ideas de Cervantes sobre la
risa, incluida su relación con os lectores, repercuten profundamente en ellas;
por ejemplo, en el enfoque del patio de Monipodio, que lo baña en un ambiente
de fiesta alegre y lúdica, y en el hecho de que los ademanes y comportamientos
de la mafia sevillana se presentan desde la perspectiva de dos amigos
perspicaces, que la contemplan con una mezcla de curiosidad, ironía e
hilaridad. El tema hubiera podido incitar a Cervantes a insistir en la miseria
hominis, pero su temperamento de novelista, gustos personales y valores
éticos le llevaron por otros derroteros, aquí y en otras partes de su obra»
(Close, 2003: 33).
[7] Apud.
Romero (ed. 2002: 163, nota 13).
[8] Algo
semejante sucede al comienzo del capítulo segundo del libro segundo, en que el
narrador del Persiles de nuevo introduce una digresión metanarrativa con
el fin de desdoblarse lúdicamente en una suerte de narrador, por un lado, y
traductor o historiador de la acción, por otro: «Parece que el volcar de la
nave volcó o, por mejor decir, turbó el juicio del autor de esta historia,
porque a este segundo capítulo le dio cuatro o cinco principios, casi como
dudando qué fin en él tomaría. En fin, se resolvió diciendo que las dichas y
las desdichas suelen andar tan juntas, que tal vez no hay medio que las divida;
andan el pesar y el placer tan apareados que es simple el triste que se
desespera y el alegre que se confía, como lo da fácilmente a entender este
estraño suceso» (II, 2: 282).
[9] Escribe
Riley respecto a la verosimilitud en Cervantes: «Los críticos modernos han
interpretado equivocadamente el concepto de verosimilitud en Cervantes por una
razón fundamental: olvidan la insistencia con que las teorías poéticas exigían
lo maravilloso (exigencias que se oponían a aquellas otras que la verosimilitud
reclamaba)» (Riley, 1962/1971: 279). Una de las cualidades de la literatura es
que ha de provocar admiración; pero
lo admirable debe estar provocado por lo maravilloso,
y lo maravilloso con frecuencia puede
resultar increíble, que es algo completamente antipoético. Los aristotelistas
coincidían en que no se puede admirar aquello que resulta increíble. La ficción
no es admirable si no es verosímil. Cervantes nunca estuvo dispuesto a conferir
a la novela una excesiva función instructiva o didáctica. «Por muy edificante
que sea el Persiles, sigue siendo una
novela y no un tratado moral» (Riley, 1962/1971: 289).
[10] Los
conceptos de posibilidad e imposibilidad pertenecen a la lógica; lo
creíble o increíble pertenece a la experiencia. Eikós era el término que en griego expresaba
el concepto de verosimilitud. Literalmente significa «semejanza con lo
verdadero». Verosímil es lo que, sin ser ni verdadero ni falso, porque es
ficción, parece verdadero, por la forma en que se expresa, comunica o
interpreta. De todos modos, es observable cómo las oposiciones conceptuales que
juzgan e interpretan categorías poéticas se han ido transformando a la par que
evoluciona la crítica que las formula. Al menos, en el caso del Persiles la diferencia entre
verosimilitud e inverosimilitud se transforma en la Edad Contemporánea en la
oposición entre realismo e idealismo, que en las últimas décadas, debido sobre
todo al cervantismo anglo-americano (Riley, Avalle-Arce, El Saffar...), se ha
transformado en una nueva dialéctica, si cabe más reveladora: romance frente a novela.
[11] Sin
embargo, como ha sucedido siempre en casi todas las facetas, la posición de la
Iglesia cristiana ante la risa fue ambivalente. La risa, aunque en sí misma no
constituyera un pecado, podía fácilmente ser causa o semilla de pecado. No hay
indicaciones de que Cristo se hubiera reído nunca. Sí parece que lloró, sin
embargo. En consecuencia, la ausencia de risa, la negación de la experiencia
cómica, puede considerarse como un indicio de santidad. El movimiento
espiritual del siglo XII trae consigo una nueva discusión sobre la licitud de
la risa. Tomando como referencia un versículo del Eclesiastés (III, 4),
se acepta en determinadas condiciones: «Hay un tiempo para reír y un tiempo
para llorar». La carcajada, no obstante, se presenta como algo propio del
diablo, como reflejo del triunfo del mal. En la Regla de San Benito,
leemos: «No decir palabras […] que muevan a risa» (Libro IV, apartado 54). La
condena de la risa está directamente vinculada con la condena de la causa que
la origina. La dignidad del santo se contrapone a la vulgaridad de la risa
diabólica. El diablo se presenta como vencedor y como vencido. Como vencedor
provoca terror y miedo; como vencido, resulta vituperable, despreciado, cómico
(Adolf, 1947; Bouché y Charpentier, 1990; Curtius, 1948/1989: 598-691; Isidoro
de Sevilla, 1983; López Estrada, 1989; Ménard, 1969; Resnick, 1987; Tatlock,
1946).
[12] «Éste, pues,
desde el punto que vio a Periandro, creyendo ser mujer, como todos lo creyeron,
hizo disinio en su pensamiento de escogerla para sí, sin esperar a que las
leyes del vaticinio se probasen o cumpliesen» (I, 3: 150). Cierta crítica ha
interpretado este episodio de forma seria y sesuda. Casalduero acude a la
alegoría católica, y habla nada menos que de la «naturaleza indiferenciada de
los ángeles rebeldes» (Casalduero, 1947). Por su parte, autores tan respetables
y valiosos como Molho (ed. 1994: 48), han ofrecido una interpretación
homosexualista, a la que se han adherido críticos como Eduardo González (1979:
233) o Wilson (1991: 158). No veo demasiada pertinencia en ninguna de las dos
lecturas. Creo que hablar de este episodio, en sí mismo tan cómico, desde
interpretaciones alegóricas y sexuales no hace sino confirmar las consecuencias
y los efectos de la ironía cervantina en las obsesiones de los críticos. Unos defienden la fe católica, otros defienden la homosexualidad. Bien. Pero ni la literatura es una iglesia ni una basílica ni tampoco un tribunal de derechos sexuales. La literatura no es el terreno de juego de los problemas político-religioso-personales de cada cual. Es
probable que a Cervantes le hiciera más gracia la interpretación que estos
críticos han hecho de esta aventura que a nosotros, lectores, la lectura misma
de tal secuencia persilesca. No se puede leer a Cervantes, ni siquiera el Persiles,
sin un sentido del humor muy sostenido.
[13] El primero
en apreciar el valor cómico de tal escena fue Notter, en su versión alemana del
Persiles, en 1839.
[14] Presente
en las Etiópicas (IV, 155) de Heliodoro, E.R. Curtius (1948/1989:
598-611) le dedica interesantes páginas, así como J. Huizinga (1944: 9).
Cervantes volverá más adelante en el Persiles (II, 14: 378) sobre el
mismo topos.
[15] Vid. a este respecto W. Kayser (1963).
[16] Esta
desmitificación de la justicia no es un caso aislado en el Persiles. En
Roma, en medio de la disputa por el retrato de Auristela, que acaba siendo
confiscado por el gobernador, el narrador dice: «Quedóse el pintor confuso,
viendo menoscabadas sus esperanzas y su hacienda en poder de la justicia, donde
jamás entró alguna que, si saliese, fuese con aquel lustre con que había
entrado» (IV, 6: 663). Y poco más adelante, arrestado Periandro tras visitar a
la prostituta Hipólita, «echáronle mano al pecho [dos de la guarda del
Pontífice] y, quitándole la cruz le santiaguaron con poca decencia: paga que da
la justicia a los nuevos delincuentes, aunque no se les averigüe el delito»
(IV, 7: 673)
[17] Para una
lectura del Persiles como parodia de la novela bizantina, vid., entre
otros, los trabajos de Zimic (1970). Una interpretación
afín la observamos en las siguientes palabras de Williamsen: «The critical
distinction between ‘story’ and ‘discourse’ as defined by Seymour Chatman
provides a way of penetrating the dialogical relationship between the Byzantine
romance and the Persiles. For Chatman, who draws upon the similar
differentiation established by the Formalists, ‘story’ consists of narrative
content (the events, characters and setting) whereas ‘discourse’ refers to
narrative expression. Although many components of the Persiles’s ‘story’
(the lovers, their travels and the obstacles they overcome) appear identical to
those of the Byzantine romance, their ironic presentation in the Cervantine
discourse establishes a parodic rather than a merely imitative relationship»
(Williamsen, 1994: 133).
[18] En otros
lugares me he referido muy por extenso a las diferencias que separan a
Cervantes de la teoría literaria de su tiempo. Pese a cuanto se ha escrito,
sigo pensando que Cervantes es uno de los autores menos aristotélicos de la literatura
española del Siglo de Oro. Alguien que configura la novela como género genuino
de la modernidad, y que escribe un teatro en absoluto conformista con la
preceptiva tradicional, tiene francamente muy poco de aristotélico. Cfr. a este
respecto Maestro (2000, 2013).
[19] Lo mismo
podríamos decir respecto al momento en que Periandro relata cómo se cae del
caballo impunemente: «Duro se le hizo a Mauricio el terrible salto del caballo
tan sin lisión, que quisiera él, por lo menos, que se hubiera quebrado tres o
cuatro piernas, porque no dejara Periandro tan a la cortesía de los que le
escuchaban la creencia de tan desaforado salto, pero el crédito que todos
tenían de Periandro les hizo no pasar adelante con la duda del no creerle, que,
así como es pena del mentiroso que, cuando diga verdad, no se le crea, así es
gloria del bien acreditado el ser creído cuando diga mentira» (II, 20: 415).
Nótese, de paso, cómo, burla burlando, como siempre, el narrador del Persiles
califica al «virtuoso» Periandro de acreditado mentiroso.
[20] «El pobre a
quien la virtud enriquece suele llegar a ser famoso, como el rico, si es
vicioso, puede venir y viene a ser infame; la liberalidad es una de las más
agradables virtudes, de quien se engendra la buena fama, y es tan verdad esto,
que no hay liberal mal puesto, como hay avaro que no lo sea...» (II, 14: 373).
[21] Los
hechos prodigiosos invisten de autoridad no sólo a quien los realiza, sino
también a quien los interpreta. Al igual que los dioses, los prodigios y los
profetas sobreviven en la escritura. Dioses, prodigios y profetas necesitan la
escritura para su transmisión y supervivencia. Como advierte Vega Ramos, «los
fieles –los escritores, los lectores de las crónicas– creen vivir en un momento
de proliferación de signos y portentos, pero viven realmente en un momento en
el que prolifera la escritura del prodigio, la descripción de los signos, su
repetición y reelaboración» (Vega, 2002: 14). En los países católicos y
contrarreformistas, como España e Italia, la presencia y difusión de libros de
prodigios y adivinación es muy escasa, debido a la prohibición inquisitorial y
tridentina de los prodigiorun libri germánicos. Sin embargo, a lo largo
del siglo XVI, el desarrollo de la imprenta favoreció, sobre todo en Alemania,
la difusión e impresión no sólo de estos libros de prodigios, sino también de
los libelli y pagellae. Estos últimos impresos fueron uno de los
instrumentos propagandísticos más importantes de los reformadores. Se trataba
de una hoja suelta, impresa por una de sus caras. Reproducía una xilografía en
la parte superior o central, acompañada de un texto breve, en verso o prosa,
que narraba o interpretaba el contenido de la ilustración.
[22] «Yo soy de
parecer que ninguna persona hará esa diligencia tan bien como yo, pues mi edad,
mi rostro, el interés que se me sigue, juntamente con el conocimiento que tengo
de Auristela, me está incitando a aconsejarme que tome sobre mis hombros esta
empresa» (I, 2: 143).
[23] La
superficialidad y planicie de los protagonistas literarios del Persiles
está fuera de toda duda: «El Persiles está en los antípodas de nuestra
propia concepción de la novela. A buen seguro encontramos en él los
procedimientos narrativos, los artificios de escritura a que nos han habituado
las demás ficciones cervantinas. Pero carece de algo esencial a nuestros ojos:
la forma en que un héroe interioriza los acontecimientos en que se encuentra
mezclado para hacer de ellos la trama de su existencia, la materia de una vida
imaginaria. Los obstáculos que halla, los conflictos que resiente, lo modifican
poco a poco, lo transforman incluso al término de su recorrido. Don Quijote en
Barcelona es más don Quijote que nunca, aunque no sea exactamente el mismo ser
que a su inicio. Nada de eso ocurre con Persiles y Sigismunda; sean testigos o
actores de las peripecias que jalonan su aventura, son seres que no
evolucionan. De las cárceles subterráneas de la Isla Bárbara hasta la estancia
gloriosa en la Villa Eterna, las pruebas que afrontan los confirman en su
identidad, en su firmeza y en su constancia; pero no los modifican. Inmutables,
permanecen inacabados, y su destino, en última instancia, nos resulta
irremediablemente extraño: en el espacio sideral del Persiles,
contemplamos sin decir palabra la carrera majestuosa de dos abstracciones»
(Canavaggio, 1986/2003: 415).
[24] «Por
maravilla se hallará entre tantos uno que crea derechamente en la sagrada ley
cristiana; todo su intento es acuñar y guardar dinero acuñado; y para
conseguirle trabajan, y no comen; en entrando el real en su poder, como no sea
sencillo, le condenan a cárcel perpetua y a escuridad eterna; de modo que
ganando siempre y gastando nunca, llegan y amontonan la mayor cantidad de
dinero que hay en España. Ellos son su hucha, su polilla, sus picazas y sus
comadrejas; todo lo llegan, todo lo esconden y todo lo tragan. Considérese que
ellos son muchos y que cada día ganan y esconden poco o mucho y que una
calentura lenta acaba la vida como la de un tabardillo; y como van creciendo,
se van aumentando los escondedores, que crecen y han de crecer en infinito,
como la experiencia lo muestra. Entre ellos no hay castidad, ni entran en
religión ellos, ni ellas: todos se casan, todos multiplican, porque el vivir
sobriamente aumenta las causas de la generación. No los consume la guerra, ni
ejercicio que demasiadamente los trabaje; róbannos a pie quedo, y con los
frutos de nuestras heredades, que nos revenden, se hacen ricos. No tienen
criados, porque todos lo son de sí mismos; no gastan con sus hijos en los
estudios, porque su ciencia no es otra que la del robarnos. De los doce hijos
de Jacob que he oído decir que entraron en Egipto, cuando los sacó Moisén de
aquel cautiverio, salieron seiscientos mil varones, sin niños y mujeres; de
aquí se podrá inferir lo que multiplicarán las déstos, que, sin comparación,
son en mayor número» (El coloquio de los perros, 610-611).
[25] Canavaggio,
en este sentido, escribe, entregándose a lo políticamente correcto, y renunciando a una interpretación literaria atenta al texto, lo siguiente: «La diatriba antimorisca que pronuncia Berganza, en El
coloquio de los perros, es por sí sola una obra maestra de ironía:
suponiendo que resuma las quejas de los cristianos viejos frente a una minoría
activa y prolífica, expresa una visión de las cosas harto más compleja que el
discurso oficial, basado en una argumentación exclusivamente religiosa. Detalle
revelador: esa «morisca canalla» a la que vitupera Berganza se encarna en el
hortelano andaluz que la ha recogido generosamente» (Canavaggio, 1986/2003:
328). No es cierto que el morisco haya recogido al can generosamente: lo mata de hambre. Berganza sobrevive comiendo mendrugos de pan duro que comparte con él un poeta. Y cuando el poeta desaparece, y con él el mendrugo de pan diario, el perro abandona al morisco para no morir de hambre. ¿Qué ha leído Canavaggio?
[26] Quizá tiene
razón Notter cuando, al hablar de la «hipérbole de las lágrimas» en el Persiles,
considera que Cervantes está ironizando sobre determinadas circunstancias que
ponen en evidencia, o en entredicho, el ostentoso sentimentalismo de los personajes.
Es, por ejemplo, el caso de la muerte de Cloelia (I, 5: 171).
[27] «Dímonos las
manos de legítimos esposos, enterramos el fuego en la nieve y, en paz y en
amor, como dos estatuas movibles, ha que vivimos en este lugar casi diez años
[…]. Tenemos en la ermita suficientes ornamentos para celebrar los divinos
oficios; dormimos aparte, comemos juntos, hablamos del cielo, menospreciamos la
tierra y, confiados en la misericordia de Dios, esperamos la vida eterna» (II,
19: 412-413).
[28] «Fuera
estamos de nuestra patria; tú, perseguido de tu hermano y, yo, de mi corta
suerte; nuestro camino a Roma, cuanto más le procuramos, más se dificulta y
alarga; mi intención no se muda, pero tiembla, y no querría que, entre temores
y peligros, me saltease la muerte y, así, pienso acabar la vida en religión, y
querría que tú la acabases en buen estado. / Aquí dio fin Auristela a su
razonamiento y principio a unas lágrimas que desdecían y borraban todo cuanto
había dicho» (II, 4: 301). Nótese cómo Sigismunda admite, en esta declaración,
que su pretendida peregrinación a Roma tiene una motivación política y
familiar.
[29] Vamos, que
poco menos que no le debe nada, al que hasta ahora ha sido su enamorado del
alma. Francamente, algunos momentos del discurso de Sigismunda son más propios
de una estulta que de una heroína. Hay, con todo, una atenuante: está recuperándose
de una grave enfermedad.
[30] El motivo de
la hermandad fingida es ancestral en la literatura, y caracteriza a parejas
sumamente célebres: Abraham y Sara (Génesis, 20); las parejas
protagonistas en Leucipe y Clitofonte, y en Teágenes y Cariclea,
en Clareo y Florisea de Alonso Núñez de Reinoso; en Pánfilo y Nise, en El
peregrino en su patria de Lope de Vega.
[31]«Misterio
también encierra ver una doncella vagabunda, llena de recato de encubrir su
linaje, acompañada de un mozo que, como dice que lo es, podría no ser su
hermano» (II, 2: 290).
[32] «Y ¿cómo
querrá ella [Auristela] cumplir su palabra, volviendo a tomar por esposo a un
varón anciano (que en efeto lo eres: que las verdades que uno conoce de sí
mismo no nos pueden engañar), teniéndose ella de su mano a Periandro, que
podría ser que no fuese su hermano...?» (II, 11: 355).
[33] «Y a ti,
Periandro, te aseguro, buen suceso de tu peregrinación: tu hermana Auristela no
lo será presto, y no porque ha de perder la vida con brevedad» (III, 18: 603).
[34] «¿No sería posible
que este mozo tuviese en otra parte ocupada el alma? ¿No sería posible que esta
Auristela no fuese su hermana?» (IV, 8: 676).
[35] Este
discurso de Clodio a Arnaldo, lleno, por otra parte de sensatez, desarrolla una
segunda parte en II (4: 298-299) si cabe aún más práctica y racional, exenta
por completo de calumnia o maledicencia alguna: «El otro día te dije, señor, la
poca seguridad que se puede tener de [la] voluble condición de las mujeres, y
que Auristela, en efeto, es mujer, aunque parece un ángel, y que Periandro es
hombre, aunque sea su hermano; y no por esto quiero decir que engendres en tu
pecho alguna mala sospecha, sino que críes algún discreto recato y, si por
ventura te dieren lugar de que discurras por el camino de la razón, quiero que tal
vez consideres quién eres, la soledad de tu padre, la falta que haces a tus
vasallos, la contingencia en que te pones de perder tu reino, que es la misma
en que está la nave donde falta el piloto que la gobierne. Mira que los reyes
están obligados a casarse, no con la hermosura, sino con el linaje; no con la
riqueza, sino con la virtud, por la obligación que tienen de dar buenos
sucesores a sus reinos. Desmengua y apoca el respeto que se debe al príncipe el
verle cojear en la sangre, y no basta decir que la grandeza de rey es en sí tan
poderosa que iguala consigo misma la bajeza de la mujer que escogiere. El
caballo y la yegua de casta generosa y conocida prometen crías de valor
admirable, más que las no conocidas y de baja estirpe; entre la gente común tiene
lugar de mostrarse poderoso el gusto, pero no le ha de tener entre la noble;
así que, ¡oh señor mío!, o te vuelve a tu reino, o procura con el recato no
dejar engañarte. Y perdona este atrevimiento, que, ya que tengo fama de
maldiciente y murmurador, no la quiero tener de malintencionado; debajo de tu
amparo me traes, al escudo de tu valor se ampara mi vida; con tu sombra no temo
las inclemencias del cielo, que ya con mejores estrellas parece que va
mejorando mi condición, hasta aquí depravada».
[36] «Pero la
Roma que presenta Cervantes, como viera con acierto Meregalli (1987-88), no es
la Roma papal que ha querido ver la crítica (Banal 1923, 43), ni la Roma santa
que auguraban los devotos deseos de los personajes, sino la otra cara de Roma,
la que más le interesaba para poner a prueba a su protagonista: la Roma de la
prostitución» (Lozano, 1998: 185).
[37] Antonio
Márquez califica interpretaciones como la de Forcione de «hermosa y falsa». Y
concluye en que «según esta interpretación, de gran ópera, el Persiles, se puede considerar como la Divina comedia de Cervantes, sólo que
sus acciones están confinadas al mundo real»
(Márquez, 1985: 12).
[38] No hay que
olvidar, como señala Lozano (1998: 186), «los beatos Persiles y Sigismunda
entran en Roma por el Hortacho: el lugar destinado a las prostitutas. Un aviso
de 1592 constata que el recinto destinado a las prostitutas no era capaz de
acogerlas por su gran número y por ello fue necesario ensanchar los límites dell’Ortaccio
[…]. Por esa entrada hacen su aparición los peregrinos».
[39] En palabras
de Romero a su edición de la novela, «en [Periandro-Persiles] el motivo
religioso aparece ‘mitigado’, y sin duda es más implícito que explícito»
(Romero, ed. 2002: 435). Más adelante, el mismo crítico insistirá de nuevo en
que el pretextado sentido religioso del viaje se dice sobre todo a propósito de
Auristela, «nunca, si bien se piensa, de Periandro, cuyo viaje parece tener una
menor relevancia religiosa, e incluso agotarse en los términos de acompañar
hasta Roma a la joven amada» (Romero, ed. 2002: 707, nota 7).
[40] Son partidarios de una lectura irónica de este pasaje Castro (1925: 359) y Blanco (1995: 632-633).
- MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «La risa en el Persiles de Cervantes», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 2.32), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).
⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria
- ¿Cómo leer a Cervantes en las Universidades del siglo XXI? Conferencia en la Fundación Adolfo Domínguez.
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- La Galatea de Cervantes o cómo preservar la literatura de la religión.
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- Idea de libertad en La Numancia de Cervantes.
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- El triunfo de la libertad humana en La española inglesa.
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- El narrador en el Persiles de Cervantes. Un ateo católico en el Siglo de Oro.
- La risa en el Persiles: el humor de Cervantes que la crítica se negó a reconocer.
- La ironía en el Persiles: Cervantes se burla de las normas de la literatura y de la religión.
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El narrador en el Persiles de Cervantes.
Un ateo católico en el Siglo de Oro
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La ironía en el Persiles:
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