IV, 2.25 - Sociedad gentilicia y sociedad política en La ilustre fregona de Cervantes

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Sociedad gentilicia y sociedad política en La ilustre fregona de Cervantes


Referencia IV, 2.25


La salvación de la oligarquía es la eutaxia.

Aristóteles (Política, VI, 6, 1321a).


Es malo lo que introduce la discordia en el Estado.

Baruch Spinoza (Ética, 4, xi).

 

 

Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro

Hay en nuestros días tres tipos de sociedades gentilicias o civiles operando en el seno de nuestras sociedades políticas o estatales: las confesiones religiosas institucionalizadas en Iglesias, los nacionalismos y las multinacionales o grupos financieros supranacionalizados. Estos tres tipos de sociedades, de funcionamiento transestatal y de naturaleza religiosa, política y económica, tienen como objetivo, en la cosmópolis de nuestro mundo contemporáneo y globalizado, la explotación y consumición —evitando siempre el agotamiento— del Estado que surge en la Edad Moderna.

En tiempos de Cervantes —tiempos de sociedades políticas absolutistas, es decir, de Estados fuertemente estructurados—, la sociedades que aquí llamaré gentilicias o civiles eran más abundantes, pero mucho menos poderosas, salvo la Iglesia cristiana (católica, protestante y anglicana), y solían funcionar al modo de las denominadas sociedades naturales, es decir, carecían de una infraestructura solvente, competitiva y con capacidad de integración[1].

Las sociedades naturales humanas son aquellas que no se articulan políticamente. Una sociedad política es una sociedad humana desarrollada, estructurada y fundamentada en un Estado. Una sociedad natural es aquella que no constituye un Estado, y que por tanto carece de formas de organización política orgánicamente desarrolladas. Las sociedades naturales, bien pueden ser previas a la constitución de un Estado, al que dan lugar tras épocas de desarrollo, bien pueden ser contemporáneas a la existencia de un Estado, que con frecuencia las envuelve subordinándolas a las exigencias, necesidades e intereses de la sociedad estatal políticamente constituida. Las sociedades naturales pueden clasificarse u organizarse por relación a la procedencia de sus componentes o individuos, atendiendo a su origen geográfico, a la ascendencia de su familia o linaje, a sus prácticas religiosas no institucionalizadas, a sus costumbres etológicas, etc., es decir, en suma, a lo que podemos considerar como su identidad gentilicia, que será, en este caso, una identidad constitutiva (de su sociedad como tal) y distintiva (frente a otras sociedades políticamente constituidas), de tal modo que lo distintivo se presenta como constitutivo de sus rasgos intensionales, determinantes o esenciales. Así es como este tipo de sociedades humanas constituyen o inventan una identidad o una cultura «de diseño». Las sociedades gentilicias se caracterizarán, pues, por dos atributos fundamentales: en primer lugar, por la carencia —voluntaria o forzosa, según los casos— de una organización política estatalizada y, en segundo lugar, por la insolubilidad de sus estructuras naturales y genuinas en la sociedad política dentro de la cual subsisten, es decir, dentro de cuyo Estado actúan. Las sociedades gentilicias son nuclearmente insolubles en los Estados de las sociedades políticas, aunque sí pueden penetrarlo profundamente, y de hecho lo hacen, a veces de forma muy organizada, en el curso de sus ramificaciones pragmáticas, corporales y operativas, bien de forma parasitaria, bien de forma subversiva, entre otras formas posibles de intromisión, interacción o injerencia (pacifismo, terrorismo, fideísmo, mercantilismo, mano de obra industrial…).

Son sociedades gentilicias en la época histórica de Cervantes varias de las que, como tales, pueblan ficcionalmente sus obras literarias, y en especial sus Novelas ejemplares: gitanos, moriscos, pícaros y rufianes, locos y anómicos, exmilitares, pequeña burguesía urbana, e hidalgos y personajes del más bajo estamento nobiliario, etc. En coexistencia asimétrica con estos referentes históricos y literarios, algunos de ellos auténticos arquetipos culturales, son miembros de pleno derecho, podríamos decir, de la sociedad política aurisecular la milicia, el clero y la alta nobleza. Y cabe advertir que el clero, es decir, la Iglesia, tanto en la época de Cervantes como en el momento de escribir estas líneas, actúa como un tipo de sociedad plenamente mixta, al operar tanto como sociedad gentilicia (que da «a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César», y capaz por tanto de separarse del Estado), cuanto como sociedad política (integrada en el corazón funcional del Estado, bien porque recibe de él subvenciones directas para sus miembros y empresas, bien porque pide a sus fieles el voto para tal o cual partido político en períodos electorales, bien porque se ofrece como intermediario «negociador» entre estados y organizaciones terroristas, etc.).

Examinemos a continuación cómo se configura en La ilustre fregona el dualismo sociedad gentilicia / sociedad política, y qué consecuencias filosóficas y literarias pueden derivarse de tal interpretación de la obra cervantina.



Diego de Carriazo

Este sujeto, uno de los protagonistas nobles de la historia, recibe como nombre de pila el de su padre, de modo que onomásticamente resulta ser un pleonasmo de su progenitor. Es personaje que aparece vinculado al formato picaresco, pero sin ser, valga la redundancia, esencialmente un pícaro[2]. Es un noble que, disfrazado de pícaro, juega a ser un pícaro, sin llegar a serlo realmente.


Trece años, o poco más, tendría Carriazo, cuando, llevado de una inclinación picaresca […] se fue por ese mundo adelante, tan contento de la vida libre, que, en la mitad de las incomodidades y miserias que trae consigo, no echaba menos la abundancia de la casa de su padre, ni el andar a pie le cansaba, ni el frío le ofendía, ni el calor le enfadaba […]. Finalmente, él salió tan bien con el asunto de pícaro, que pudiera leer cátedra en la facultad al famoso Alfarache (372-373).


Cuando Carriazo vuelve a casa de sus padres tiene dieciséis años. Y algunas virtudes singulares, que el narrador atribuye causalmente a las consecuencias de su linaje noble, aristocrático: «mostraba Carriazo ser un príncipe en sus cosas. A tiro de escopeta, en mil señales, descubría ser bien nacido, porque era generoso y bien partido con sus camaradas» (374). En consecuencia, el narrador nos propone un engendro, un personaje estamentalmente travestido, una afirmación disyuntiva, una paradoja social y una figura literaria inédita: el aristócrata que disfruta siendo un pícaro, porque le da la gana. Pronto serán dos, Lope Asturiano y Tomás Pedro.

Sin embargo, Carriazo no es un pícaro, es un impostor. Lo mismo cabe decir de su colega Avendaño. Y no sólo por jugar ambos a la picaresca, sino porque organizan su vida, formal y funcionalmente, desde la impostura más explícita, que el narrador se encarga de sutilizar, sublimar y sofisticar.

El supuesto elogio de la picaresca, que sigue al comienzo de la novela (375 ss), es antes que nada una demostración narrativa de idealismo verosímil, que objetiva, en un sujeto de acciones, por otra parte, nunca detalladas, un despliegue de términos vivamente contradictorios, y por tanto expresivamente llamativos, de modo que «en Carriazo vio el mundo un pícaro virtuoso, limpio, bien criado y más que medianamente discreto» (374). No sorprende en Cervantes esta tendencia a los contrastes semánticos, y menos en una novela titulada precisamente La ilustre fregona.

Cuando Carriazo emerge de su primera estancia en el mundo picaresco, y muda el pseudónimo de Urdiales por su verdadero nombre de pila, se somete a una metamorfosis cutánea, social y económica:


Estúvose allí [allí es Valladolid] quince días para reformar la color del rostro, sacándola de mulata a flamenca, y para trastejarse y sacarse del borrador de pícaro y ponerse en limpio de caballero.

Todo esto hizo según y como le dieron comodidad quinientos reales con que llegó a Valladolid, y aun dellos reservó ciento para alquilar una mula y un mozo, con que se presentó a sus padres honrado y contento (376).


Por si caben dudas sobre su honradez —o su impostura—, el narrador advierte de inmediato cómo «contó Carriazo a sus padres y a todos mil magníficas y luengas mentiras de cosas que le habían sucedido» (377). Desde Ulises, héroe, aventurero y mito, el ingenio siempre ha sido un instrumento grato y simpático, esgrimido con frecuencia como indulto de impostores. El mentiroso, si ingenioso, antes es gracioso que impostor. Tal es don Diego de Carriazo.

Una vez en casa de sus padres, los «pasatiempos» de la nobleza en que vive le fatigan y deprimen, hasta el punto de que decide volver a la vida picaresca de las almadrabas, llevándose consigo a su amigo, y en adelante colega de venturas, Tomás de Avendaño. El narrador, distanciándose aquí astuta y moralmente de los personajes, califica de «baja determinación» (377) la decisión de los aristocráticos pícaros, determinación que, por baja que ha sido objetada, no dejará de ser lúcidamente narrada. Partiendo en dirección a la Universidad de Salamanca, bien equipados de criados y dineros, «los mancebitos —dice el narrador—, que ya tenían hecho su agosto y su vendimia» (378), roban a su mayor cuatrocientos escudos de oro, y dan esquinazo a su ayo mediante un procedimiento que de nuevo los define como impostores profesionales. La carta manuscrita, destinada a este último, el ayo Pedro Alonso, es probablemente el embuste más brutal contenido en la literatura cervantina, si respetamos el de Sancho a don Quijote en el encuentro con las tres labradoras a propósito del encantamiento de Dulcinea (Quijote II, 10):


… considerando —manuscriben Carriazo y Avendaño— cuán más propias son de los caballeros las armas que las letras, habemos determinado de trocar a Salamanca por Bruselas, y a España por Flandes… (380)


Embuste sofisticado y bajeza de las más cínicas —al menos ante los ideales del Renacimiento— permiten a estos pícaros aristocráticos dar al traste con los estudios, las Letras, fingiendo dedicarse heroicamente a las Armas. En verdad, ni lo uno ni lo otro: ni heroísmo flamenco y estudios salmantinos. En su integridad, la carta es una parodia de cualesquiera ideales auriseculares: las armas, las letras, la hidalguía, el heroísmo, la honradez, e incluso la religión…, pues «la vuelta será cuando Dios fuere servido, el cual guarde a vuesa merced [«vuesa merced» es el piadoso ayo] como puede y estos sus menores discípulos deseamos»… ¿Cabe mayor guasa?

Nobles por el azar de su nacimiento, y pícaros arrufianados por la voluntad de su propia persona, Carriazo y Avendaño se han «mudado de manera que no los conociera la propia madre que los había parido» (380) y, de camino a las almadrabas, harán parada y fonda en la toledana posada del Sevillano, a donde Avendaño llega enamorado platónicamente de Costanza, la ilustre fregona[3]. Y sólo por haberla oído nombrar, en boca de mozos de mulas, dicho sea de paso, con ribetes de rufianes, como «la más hermosa fregona que se sabe» (382).

Llegan a la posada mintiendo[4], como ya cabe esperar de un par de pícaros, y no más por su indumentaria que por su persona, pues por su propia iniciativa, y merced a los recursos que les ofrece la nobleza de su condición, han escogido semejante traje y forma de vida. A partir de este momento, los aristocráticos pícaros penetran funcionalmente, ante la mirada del lector, en el seno de una sociedad intersectada por la sociedad natural y gentilicia de pícaros, rufianes, aguadores, tahúres, mozos de mulas y mozas de mesón. En una suerte de polionomasia que nos aproxima a las aventuras bizantinas, Diego de Carriazo y Tomás de Avendaño mudan sus nombres nobles por los de Lope Asturiano y Tomás Pedro, respectivamente. Sin embargo, por más que penetren en la sociedad de la picaresca, uno y otro aristócrata están preservados por el natalicio de su linaje, pues no pueden dejar de ser biológicamente nobles, es decir, «biológicamente correctos»; por la farsa de su conversión, dado que con la picaresca nunca llegan a identificarse constitutivamente, aunque sí lo hagan distintivamente; y por la infraestructura de su riqueza y poder económico, el cual les permite materialmente cumplir con todos sus caprichos. El lector puede comprobar la calidad de los recursos preservativos de que disponen Carriazo y Avendaño, y que impiden su disolución irrecuperable en la sociedad gentilicia de la picaresca, a la que penetran impunemente con toda comodidad y astucia.



La Argüello

En claro contraste dialéctico con la fugacidad inmaculada —que nunca mariológica— de la ilustre fregona, aparecen las rudas y maculadas mozas de mesón que habitan la posada. La insufrible Argüello, cuyo nombre remite a la geografía asturiana, y significa literalmente «porquería», como han anotado diferentes editores, es «una mujer de hasta cuarenta y cinco años» (385), es decir, para la época, una vieja de categoría, por lo demás, presentada pútridamente, y para mayor sarcasmo, responsable, en su miseria física y moral, de la limpieza de las habitaciones de la posada[5].

En la encrucijada de sus intereses —amorosos los de Avendaño, picarescos en las almadrabas de Zahara los de Carriazo—, ambos disputan al respecto retratándose mutuamente en la inversión de sus propios valores:


—¡Gallardo encarecimiento —dijo Carriazo— y determinación digna de un tan generoso pecho como el vuestro! ¡Bien cuadra un don Tomás de Avendaño, hijo de don Juan de Avendaño, caballero, lo que es bueno; rico, lo que basta; mozo, lo que alegra; discreto, lo que admira, con enamorado y perdido por una fregona que sirve en el mesón del Sevillano!

—Lo mismo me parece a mí que es —respondió Avendaño— considerar un don Diego de Carriazo, hijo del mismo, caballero del hábito de Alcántara el padre, y el hijo a pique de heredarle con su mayorazgo, no menos gentil en el cuerpo que en el ánimo, y con todos estos generosos atributos, verle enamorado, ¿de quién si pensáis? ¿De la reina Ginebra? ¡No, por cierto, sino de la almadraba de Zahara, que es más fea, a lo que creo, que un miedo de Santo Antón (386-387).


En el quiasmo de las apelaciones dominan, pese a las apariencias, los elogios mutuos. El lenguaje de los interlocutores recuerda al lector, y también a cada uno de los personajes, quiénes son originariamente, frente a la indumentaria que ostentan y la situación en que se encuentran, aguador el uno, mozo de mulas el otro.



Costanza

Es el nombre de pila de la ilustre fregona. Desde los primeros momentos, Costanza se nos presenta como la perla del muladar. Deseada e indiferente, es la criatura más inverosímil de la novela que lleva sus atributos al título mismo de la narración. Costanza, a diferencia de otros personajes, no padece insomnio alguno: duerme «sin ningún cuidado» (389) de cuantos la cantan durante la noche.

La primera vez que el lector ve a Costanza es fugazmente, en términos más espaciales y temporales que personales y actanciales, y siempre desde los ojos de Avendaño, es decir, desde la focalización equisciente de uno de los personajes de la novela. Con todo, quien habla entonces, aunque desde la visión del enamorado Avendaño, es el narrador:


Y apenas hubo entrado [Avendaño], cuando de una sala que en el patio estaba vio salir una moza, al parecer de quince años, poco más o menos, vestida como labradora, con una vela encendida en un candelero. No puso Avendaño los ojos en el vestido y traje de la moza, sino en su rostro, que le parecía ver en él los que suelen pintar de los ángeles (384)[6].


Algo más adelante el narrador ofrece una descripción demoradamente estática de Costanza, focalizada en su indumentaria, como metáfora de sus virtudes morales y religiosas, de su humildad humana y social, y de su candidez, ingenuidad, inocencia y sumisión. Costanza resulta un icono estático, piadoso y sacro. Nótese que cuanto se describe son cabellos, accesorios e indumento, más nunca el cuerpo propiamente dicho de la mujer (salvo acaso la metáfora blanca del cuello, coluna de alabastro). Costanza permanece como un cuerpo invisible, inconsistente incluso, que únicamente parece percibir un platónico como Avendaño. El lector, y a lo que parece también el narrador, sólo ve su indumentaria —un tanto nazarena—, en una situación fuertemente estática y teatral:


Su vestido era una saya y corpiños de paño verde, con unos ribetes del mismo paño. Los corpiños eran bajos, pero la camisa alta, plegado el cuello, con un cabezón labrado de seda negra, puesta una gargantilla de estrellas de azabache sobre un pedazo de una coluna de alabastro, que no era menos blanca su garganta; ceñida con un cordón de San Francisco, y de una cinta pendiente, al lado derecho, un gran manojo de llaves. No traía chinelas, sino zapatos de dos suelas, colorados, con unas calzas que no se le parecían, sino cuanto por un perfil mostraban también ser coloradas. Traía tranzados los cabellos con unas cintas blancas de hiladillo; pero tan largo el tranzado, que por las espaldas le pasaba de la cintura; el color salía de castaño y tocaba en rubio, pero, al parecer, tan limpio, tan igual y tan peinado, que ninguno, aunque fuera de hebras de oro, se le pudiera comparar. Pendíanle de las orejas dos calabacillas de vidrio que parecían perlas; los mismos cabellos le servían de garbín y de tocas (389-390).


Permanece inmóvil durante la descripción del narrador, y sólo se mueve finalmente para teatralizar —sin palabras— el ritual de la persignación y la reverencia ante el fetiche de una Virgen María, «que en una de las paredes del patio estaba colgada» (390). La escena transcurre bajo la mirada extasiada de Avendaño, al que acompaña Carriazo, cuales mirones indiscretos. La vuelta a la realidad la determina la llamada a voces a la terrenal y somnolienta Argüello:


Cuando salió de la sala se persignó y santiguó, y, con mucha devoción y sosiego, hizo una profunda reverencia a una imagen de Nuestra Señora que en una de las paredes del patio estaba colgada; y alzando los ojos, vio a los dos que mirándola estaban, y apenas los hubo visto, cuando se retiró y volvió a entrar en la sala, desde la cual dio voces a Argüello que se levantase (390).


La secuencia literaria responde a tres referentes sucesivos, que corresponden a: 1) la descripción del indumento de Costanza, que no de su cuerpo, el cual permanece inédito a la vista del lector; el narrador nos ofrece una visión ciega de la fregona: vemos sus vestidos, pero no la vemos a ella; 2) la representación religiosa, en virtud de la cual Costanza actúa confirmando la devoción y la ortodoxia que se espera decorosamente de ella; y 3) el desdén asexual de Carriazo[7], a quien el lector no puede percibir todavía como hermano de la muchacha por parte de padre, indiferencia que el narrador subraya por segunda vez con intensidad creciente.

Hay que decirlo directamente: Costanza no es un personaje, es un arquetipo. La ilustre fregona es una mera figura retórica en la sintaxis de la novela, y no un personaje dotado de relieve —personaje redondo, dirían algunas teorías narratológicas (Forster, 1927)—, ni siquiera de personalidad propia. Hace lo que le mandan siempre, obedece a todo de forma sistemática y nunca demuestra pensar por sí misma. Es el resultado riguroso del orden moral trascendente que las Novelas ejemplares tratan de objetivar de forma literal en algunos personajes. Su vida es resultado de inercia moral. No habla, no ve, no oye...[8] Carece de motu proprio. Costanza es una heroína de catecismo. Y sin embargo, el narrador, deliberadamente, a ojos de moralistas y creyentes, la ha emplazado en el mundo, la ha dotado de carne y hueso, y la ha hecho crecer muy cerca —en un mesón toledano, nada menos— de las tentaciones que promueve el diablo, es decir, la ha puesto a merced de los tres enemigos del alma. Nada más erótico y tentador, por mucho que sea el recato de la moza.

Costanza es, junto con Carriazo y Avendaño, el tercero de los personajes que penetra, en su caso sin posibilidad de elección, en la sociedad natural de los seres humildes, vecina de la picaresca y de la rufianesca, y en inquietante connivencia con criaturas tan indudablemente perniciosas como la Argüello y otras mozas del mesón. El decoro de Costanza —usemos los términos de la poética clásica, idealista y auxiliadora— ha sido preservado por el posadero y su mujer, y sobre todo, desde el idealismo verosímil del relato, por el narrador[9]. Sin embargo, como Carriazo —su medio hermano—, como Avendaño —su futuro esposo—, Costanza es de linaje plenamente noble, es decir, pertenece, incluso desde antes de su nacimiento, a la sociedad política, a la cual tornará de forma definitiva al final de la novela.



Tomás de Avendaño

Hijo de Juan de Avendaño, ha estudiado, al menos, tres años en Salamanca, mientras que su colega, Diego de Carriazo, no parece haber cursado ningún tipo de estudios superiores, pues, cuando se dirigía a la Universidad de Salamanca, troca el camino con el embuste de irse a Flandes, para estarse de aguador en Toledo, «que con sola una carga de agua se podía andar todo el día por la ciudad a sus anchas, mirando bobas» (398). He aquí al noble, y sus pretensiones de mílite y licenciado.

En contraste dialéctico con las pretensiones sexuales de la Argüello por Carriazo[10], se produce la declaración de amor de Avendaño por Costanza, in absentia de su enamorada, la fregona. La declaración de amor, ya no meramente platónico, si bien aún de extraordinario idealismo, muestra a Avendaño decidido a casarse con la moza, a la que atribuye prolépticamente los valores de un tesoro escondido: «… su belleza, su donaire, su sosiego, su honestidad y recogimiento, y me dan a entender que debajo de aquella rústica corteza debe de estar encerrada y escondida alguna mina de gran valor y de merecimiento grande. Finalmente, sea lo que fuere, yo la quiero bien, y no con aquel amor vulgar con que a otras he querido…» (400).


 

Minima moralia.

Observaciones sobre el moralismo literario de la novela

En plena polémica de auxiliis, en la que los dominicos defendían la importancia de la gracia para la salvación, frente a los jesuitas, que defendían el valor de las obras, Avendaño advierte que «tan imposible será apartarme de ver el rostro desta doncella [Costanza] como no es posible ir al cielo sin buenas obras» (386). Queda así probada, en frase atribuida al apóstol Santiago, y en el trasfondo histórico de la Reforma, la ortodoxia formal de Avendaño, cuya heterodoxia pragmática hemos visto acreditada en sus falacias e imposturas varias. No deja de ser irónico, una vez más, que el personaje de conducta más discutible irrumpa la acción narrativa con digresiones moralmente ejemplares.

Paralelamente, como sucede en la mayoría de las Novelas ejemplares, el azar lleva siempre la iniciativa: «ya fuese por esto, o porque la suerte así lo ordenase…» (394). Así se introduce el episodio en el que disputan violentamente los aguadores, y tras el cual Lope Asturiano (Carriazo para los aristócratas) es encarcelado. Semejante episodio permite revelar, en varias ramificaciones, el grado de corrupción existente en la sociedad política. En primer lugar, en lo tocante a la justicia urbana, pues «el alguacil se llevó a su casa los dos asnos, y más cinco reales de a ocho que los corchetes habían quitado a Lope» (396). Y en segundo lugar, en lo tocante al clero, pues el gerente, llamémosle así, del mesón del Sevillano, interviene, en un modesto pero decisivo y revelador tráfico de influencias, para liberar a Lope Asturiano de la opresión de la Justicia, confesando a su colega de aventuras picarescas, Tomás Pedro, «que él [el mesonero] tenía personas en Toledo de tal calidad que valían mucho con la justicia, especialmente una señora monja, parienta del Corregidor, que le mandaba con el pie, y que una lavandera del monasterio de la tal monja tenía una hija que era grandísima amiga de una hermana de un fraile muy familiar y conocido del confesor de la dicha monja, la cual lavandera lavaba la ropa en casa» (397). 

Pese al burlesco envoltorio retórico con el que el narrador comunica, en discurso indirecto y referido, las palabras del huésped, sus contenidos remiten inequívocamente a todo un contubernio erótico-religioso-administrativo del mayor interés cómico y crítico. Y por si al lector se le pasara de largo, el narrador le recuerda, tomando como referencia y centro la competencia interpretativa de Tomás de Avendaño, que las palabras del mesonero no son en absoluto inocentes, pues, «aunque [Tomás Pedro] conoció que antes lo había dicho de socarrón que de inocente, con todo eso, le agradeció su buen ánimo y le entregó el dinero» (398). La disputa de los aguadores se salda corruptamente en todos los ámbitos en que se encuentran los implicados: «por seis ducados se apartó de la querella el herido; en diez y en el asno y las costas, sentenciaron al Asturiano», que «salió de la cárcel» (398). Y paralelamente, el lector es testigo de cómo Avendaño —el mismo que advertía que no por la gracia, sino por las obras, se salva el alma—, «ya había en este tiempo dado traza Tomás cómo le viniesen cincuenta escudos de Sevilla, y sacándolos él de su seno, se los entregó al huésped con cartas y cédula fingida de su amo. Y como al huésped le iba poco en averiguar la verdad de aquella correspondencia, cogía el dinero, que por ser en escudos de oro le alegraba mucho» (398). Avendaño demuestra aquí ser un impostor profesional, tanto o más que su amigo y colega don Diego de Carriazo, alias Lope Asturiano, hijo de don Diego de Carriazo, caballero de la orden de Alcántara, y que no en vano «pudiera leer cátedra en la facultad del famoso Alfarache» (373).



El baile de la chacona

Una de las secuencias sintácticamente centrales, y no por casualidad, de la estructura formal de la novela es la que corresponde a los bailes que, chacona incluida, por supuesto, protagonizan mulantes y fregatrices, actuando don Diego de Carriazo, alias Lope Asturiano, como maestro de ceremonias. Dominan el escenario la germanía y el erotismo subido[11], tan bien aderezado este último por el narrador que durante décadas la crítica conservadora sólo vio en este episodio una lúdica e inocente escena de costumbres.

Cervantes narra aquí la teatralización del canto y la danza de una chacona, que el apicarado Carriazo entona a la puerta de la posada en la que nació y vive la bella Costanza:


Entren, pues, todas las ninfas
y los ninfos que han de entrar,
que el baile de la chacona
es más ancho que la mar […].

Esta indiana amulatada,
de quien la fama pregona
que ha hecho más sacrilegios,
e insultos que hizo Aroba;

ésta, a quien es tributaria
la turba de las fregonas,
la caterva de los pajes
y de lacayos las tropas,

dice, jura y no revienta,
que, a pesar de la persona
del soberbio zambapalo,
ella es la flor de la olla

Y que sola la chacona
encierra la vida bona (404-407).


Sucede que, al final, la «noble señora» a la que aluden los versos se revela como lo que es, una «indiana amulatada» que seduce a los participantes en el frenesí de la danza, provocando sin duda todo tipo de reproches entre los moralistas. Estamos una vez más ante un ejemplo de la inquietud cervantina por narrar, en el formato de la novela, la experiencia festiva y lúdica de una situación eminentemente teatral. Es fenómeno recurrente en Cervantes la presencia de un narrador que cuenta y refiere los pormenores de un pequeño espectáculo teatral (Maestro, 2004a, 2005). Así sucede en el Quijote en el baile de las bodas de Camacho (II, 20), o en el retablo de Maese Pedro (II, 26), y por parte de Chanfalla, en un audaz testimonio metateatral, en el entremés de El retablo de las maravillas[12].

El término «chacona» designa en la España de los Siglos de Oro una danza o baile que, relacionados con frecuencia con las clases más populares e incluso marginales, adquiere cierta expresión poética al formar parte de algunos bailes, jácaras o entremeses representativos de la literatura y el espectáculo de la época. Genuinamente la chacona es una danza de origen hispanoamericano[13], de fuerte connotación étnica y erótica, en cierto modo semejante a la zarabanda[14], con la que aparece frecuentemente relacionada en las formas literarias, musicales y espectaculares de los Siglos de Oro.

La escena de la chacona representa el punto álgido de inmersión de Carriazo y Avendaño en el mundo de los mulantes y las fregatrices. He aquí la destrucción momentánea de todo hiato que separa a dos miembros de la sociedad política de la jábega que constituye, en el seno de aquélla, la sociedad natural y gentilicia de pícaros, rufianes y coimas. Se pone aquí de manifiesto otro punto de importancia en la distinción entre sociedades naturales y sociedades políticas. Me refiero a aquel que hace referencia a su formato holótico. Sucede que el material que Cervantes se dispone a narrar es, en gran medida, el mismo: la sociedad humana que se desarrolla, en su dimensión política y en su dimensión natural, esta última bajo tal o cual referente gentilicio. La sociedad política es la misma sociedad natural, pero reorganizada estatalmente. La sociedad gentilicia es aquella cuyas coordenadas —por las razones que habrá que explicar en cada caso— no se identifican sintéticamente con las del Estado. La diferencia habrá que verla como una diferencia dada entre partes de una misma sociedad.

No en vano una sociedad natural, a diferencia de la sociedad política, es aquella que carece de fines preestablecidos. La sociedad natural dejará de ser —y de funcionar como— gentilicia cuando los fines hayan podido desarrollarse hasta un punto tal en el que se articulen convergencias con la sociedad política o Estado. Entonces podrá entrarse en un nivel que ya no será natural, sino político o estatal. Algo que nunca tendrá lugar, por ejemplo, para sociedades gentilicias auriseculares como los gitanos, los pícaros o los moriscos.

Paralelamente, las sociedades naturales no son sociedades igualitarias, sino filárquicas. Se organizan como filarquías, de modo que la convergencia entre las partes de una sociedad natural —es decir, de grupos que contienen a individuos que a su vez pueden pertenecer simultáneamente a gremios distintos— es siempre resultado de la coerción o presión ejercida por el colectivo dominante. Hay divergencia, pero tiene como característica (si presuponemos la convergencia de las partes sociales) el ser divergencia de individuos entre sí o de individuos con grupos, y sobre todo de individuos que no logran constituirse en grupo disidente con capacidad subversiva propia. En consecuencia, las sociedades naturales humanas no son, pues, sociedades igualitarias en sí mismas, sino sociedades ligadas por relaciones de dominio, asociadas o no a las vinculaciones parentales. En este sentido, no cabe definirlas como sociedades ácratas. No lo son. No son anarquías, ni tampoco son siempre jefaturas. Es preferible el término filarquía, procedente de la Antropología (filarqèo, mando de una tribu), como tecnicismo que designa situaciones genuinamente «dadas a un nivel bajo de las sociedades políticas» (García Sierra, 2000: § 556). 

En todo caso, sociedades naturales, como lo es de facto una jábega, sin dejar de ser filarquías, implican tanto relaciones de subordinación como de coordinación, incluso cuando la subordinación de unos subgrupos a otros en el todo social pueda ser tan convergente, y aceptada por los subordinados, como las relaciones de igualdad, tal como sucede, por ejemplo, en Rinconete y Cortadillo. Dado que el constituyente esencial de la condición humana es la progresiva racionalidad, que aquí de ninguna manera interpreto en su sentido espiritualista, sino haciéndola depender de las características de un sujeto corpóreo dotado de manos y de lenguaje, es decir, de un sujeto operatorio, lo característico de las sociedades humanas es la presencia de un logos normalizado, dotado de finalidad proléptica y manipulable —frente a un logos espontáneo, propio de sociedades zoológicas o botánicas, impulsado por una finalidad lógica o biológica—. Una sociedad natural humana puede definirse entonces como la misma racionalidad o logicidad humana que se aplica precisamente a los contenidos sociales, es decir, a la sociedad misma constituida por esos «animales con logos». Éste es el sentido que da Aristóteles a su concepto de Hombre como «animal político», identificando el adjetivo político como lo relativo a la polis, es decir, a la ciudad (en tanto que política articulada en un Estado), que no a la sociedad (ya que entonces no se distinguiría de un enjambre de abejas o de un rebaño de cabras: los animales pueden constituir una sociedad, pero no una ciudad o Estado, es decir, carecen de facultades para organizarse políticamente).

Tras el canto y los bailes en torno a la chacona, el recitado del ovillejo reitera la sucesión de esquemas dialécticos (culto / popular, alto / bajo, pulcro / soez, etc.) en la trama de la novela. El ovillejo que «escribe» Avendaño —y que, como advierten la mayor parte de los editores del texto, se utiliza por vez primera en la literatura española en el Quijote (I, 27) y en esta novela (Navarro, 1956)—, constituye la segunda declaración amorosa del mozo a la fregona, que esta vez cae en manos del posadero y su mujer, quienes hacen una interpretación rigurosamente moralista de las coplas, y ponen a su artífice en observación, bajo pronóstico reservado. Con todo, el ovillejo no nos devuelve plenamente al decoro la sociedad política, a la tradición culta, o al estilo alto y distinguido, en contrapunto con el soneto que poco antes había cantado a Costanza el hijo del corregidor. Parece que el primer ovillejo se lo debemos a Cardenio, un hombre que, sumido en la frustración amorosa y en la impotencia personal, se destierra de la sociedad política para integrarse neuróticamente en lo más puro y primitivo de una sociedad natural imposible. En realidad, el discurso de Avendaño sólo se reintegra en la sociedad política con la escritura de la carta privada que escribe y entrega personalmente a Costanza, carta en que titula a la fregona de «señora» y en la que él mismo se presenta como «caballero natural de Burgos» y «heredero de un mayorazgo de seis mil ducados de renta» (416). La moza, por su parte, no da ningún crédito a tales declaraciones, y las considera, muy sobriamente, «hechicería y embuste» (417).



Las tres visitas de la sociedad política

La visita del corregidor constituye la primera de las tres visitas que, en la estructura discursiva de la novela (no en el orden cronológico de su historia o trama), reintegra el desarrollo funcional de los hechos en la sociedad política, de la que en su momento partieron. La presencia del corregidor, la visita de la falsa peregrina, en quien se encubre la persona de una mujer noble y decorosa, violada por don Diego de Carriazo, padre, y la aparición codal de este último, junto con Juan de Avendaño, constituyen las tres etapas fundamentales a través de las cuales el relato desemboca finalmente en el seno de la sociedad política. En consecuencia, la novela describe y narra el «paseo», violento en unos casos, ocioso en otros, lúdico con frecuencia, ideal casi siempre, y algunas veces discretamente crítico, que varios miembros de la sociedad política del Estado español aurisecular protagonizan en algunas de sus incursiones e inferencias en las sociedades naturales que alberga ese mismo Estado, especialmente en lo que se refiere a sociedades gentilicias como la constituida por la picaresca.

Así, el corregidor es el primero en plantarse en el mesón del Sevillano para pedir explicaciones acerca de la identidad de Costanza. Es la forma más pacífica de intervención que ejecuta la Justicia de la sociedad política en el seno de la historia de la ilustre fregona. La visita del corregidor inquieta a los gerentes de la posada, en especial a la esposa del mesonero, «que siempre estuvo rezando hasta que se fue el Corregidor y vio salir libre a su marido» (426), pero en absoluto preocupa a la protagonista, que, hablando desde la seguridad de la inocencia, advierte a sus padres adoptivos que «si algún hubiere sucedido, esté segura vuestra merced que no tendré yo la culpa» (425).

La presencia del corregidor impone al relato una analepsis (que los anglosajones modernos llaman flash-back) que nos retrotrae unos tres lustros en el tiempo de la historia. El lector descubre muy tardíamente que la novela que lee ha discurrido hasta el momento in medias res. Como una superfetación, como una novela dentro de la novela, la historia de una inesperada e inexpresiva peregrina emerge metanarrativamente para explicar el desenlace de la historia principal de La ilustre fregona, y para ser objeto de interpretaciones decisivas en la narrativa cervantina que constituyen las Novelas ejemplares.

Hablemos directamente: la supuesta peregrina es una dama noble, viuda y veterana paridora[15], la cual, violada impune y caprichosamente por el padre de don Diego de Carriazo[16], da a luz, oculta en la posada del Sevillano de la vergüenza de la deshonra, una niña que se llamará Costanza, y que adoptada por unos mesoneros, crecerá, moralmente intacta, reconocida con el apodo de la «ilustre fregona».

Lo primero que ha de advertir una interpretación literaria coherente con lo que el texto dice es que la peregrina que aquí aparece no es verdadera, sino falsa. Es un tipo de personaje habitual en la literatura cervantina, que en el Persiles se convierte en protagonista absoluta, en la pareja que forman Periandro y Auristela. Su peregrinatio, como el caso de los fingidos Persiles y Sigismunda, no es fruto de la fe, sino de la astucia. Considerar a la anónima madre de Costanza como una peregrina que sólo por fe visita el monasterio de Nuestra Señora de Guadalupe implica imponer al texto de Cervantes una interpretación fideísta, confesional y dogmática, que, desde criterios filológicos, filosóficos y científicos, resulta por completo fraudulenta y demagógica. La religión es aquí, una vez más en la literatura cervantina, un mito, que permite al personaje de turno actuar impunemente para conseguir sus objetivos —parir discretamente—, ante la falta de libertad que caracteriza a una sociedad en la que la violación de la mujer es algo libérrimo e impune —don Diego de Carriazo, caballero de la orden de Alcántara, la viola, como si tal cosa, en el interludio de una cacería, que acto seguido prosigue sin más consecuencias—. 

La interpretación (emic) que da la mujer violada la expone el mesonero con toda objetividad[17]: «y porque había algunos meses que estaba enferma de hidropesía había ofrecido de ir a Nuestra Señora de Guadalupe en romería, por la cual promesa iba en aquel hábito» (427). La interpretación (etic) que hace el crítico, y también los demás personajes que están al corriente de la causa y consecuencias de la visita de la mujer a la posada del Sevillano, es decir, la violación y el parto secreto de una niña, está determinada por la certeza de que la madre de Costanza ni padece hidropesía alguna ni su cuerpo es objeto de ninguna enfermedad. Simplemente, ha sido violada y va a dar a luz: «sin culpa mía me hallo en el riguroso trance que ahora os diré. Yo estoy preñada. Ninguno de los criados que vienen conmigo saben mi necesidad ni desgracia» (427). Si algunos críticos literarios (y críticas literarias) quieren vivir en la ignorancia en que se encuentran los criados de esta fraudulenta peregrina, háganlo cómodamente, pero abandonen entonces toda pretensión de interpretación literaria seria, porque la literatura no es apta para ingenios ingenuos, y mucho menos para gentes cuyos conocimientos racionales están determinados y limitados por sus creencias irracionales y confesionales. No por fe, sino por astucia declarada, esta mujer se disfraza de peregrina, y así lo sostiene ella misma: «Por huir de los maliciosos ojos de mi tierra y porque esta hora no me tomase en ella, hice voto de ir a Nuestra Señora de Guadalupe» (427). No hay pérdida de fe, pues ni siquiera se ha hablado nunca de su existencia. Hay uso de razón. Un uso muy eficaz y astuto de lo que la razón es. La razón, neutralizadora de la deshonra. Y de la fe.

La visita de los padres de Diego de Carriazo y Tomás de Avendaño precipita el final de la novela, que desemboca en el triunfo de la sociedad política y el éxito de la eutaxia. El relato de la violación de la madre de Costanza, lejos de percibirse ahora como el acontecimiento dramático que fue para una viuda forzada y sola, se interpreta como un exceso juvenil, comprensible y tolerable, del violador, y, desde el punto de vista de la crítica literaria conservadora, como la explicación del posible misterio acerca de los orígenes de la ilustre fregona.



Eutaxia

El final de la novela supone la reversión del mundo invertido, es decir, el triunfo de la sociedad política, algunos de cuyos miembros, por propia voluntad, se han ido de paseo por las sociedades naturales y gentilicias que la política autoriza y controla. El discurso narrativo desemboca en la eutaxia. El mundo invertido, que en su expresión poética ilusiona a los pobres y dignifica a los ricos, tiene una cita con la realidad política sólo desde la eutaxia, es decir, sólo desde el buen orden, desde el orden correcto que dispone la sociedad política dominante y rectora, sociedad política que en el cosmos español aurisecular está constituida por el Estado, la Iglesia y la alta aristocracia.


Entre el Corregidor y don Diego de Carriazo y don Juan de Avendaño se concertaron en que don Tomás se casase con Costanza, dándole su padre los treinta mil escudos que su madre le había dejado, y el aguador don Diego de Carriazo casase con la hija del Corregidor, y don Pedro, el hijo de Corregidor, con una hija de don Juan de Avendaño, que su padre se ofrecía a traer dispensación del parentesco. Desta manera quedaron todos contentos, alegres y satisfechos, y la nueva de los casamientos y de la ventura de la fregona ilustre se estendió por la ciudad, y acudía infinita gente a ver a Costanza en el nuevo hábito, en el cual tan señora se mostraba como se ha dicho (439).


Aristóteles usa el término eutaxia en su Política (VI, 6, 1321a), al afirmar que «la salvación de la oligarquía es la eutaxia»[18]. A este concepto remite el final de la mayor parte de las Novelas ejemplares, y, sobre todo, el final de La ilustre fregona. Un final esencialmente restaurador, aristocrático, ejemplar, moralizante por su desenlace antes que por sus principios y medios. El núcleo de la sociedad política ha sido y es el ejercicio del poder que se orienta objetivamente a la eutaxia, es decir, a la imposición de un concepto de orden correcto sobre cualesquiera formas divergentes de sociedades naturales y gentilicias que puedan desenvolverse en el interior del Estado.

La «política», que es la administración del poder, es decir, la organización de la libertad, hace referencia a una sociedad y sólo a su través a los individuos que la constituyen. 

Ahora bien, si desde las coordenadas aristotélicas fundacionales, sociedad civil y política se identifican, ¿a qué puede deberse esa obstinada tendencia a su distinción? Sin duda a la pretensión, más o menos disimulada, de establecer y mantener una sociedad natural humana al margen del Estado, es decir, al margen de una sociedad política, la cual, en unos casos vive —paradójicamente— de forma parasitaria dentro de las estructuras de un Estado (sucede con conocidas Iglesias y confesiones religiosas), en otros casos trata de afirmarse como algo identitario y corporalmente segregado del Estado que la ha hecho posible (determinados nacionalismos separatistas que encubren y sirven, mitológica o ideológicamente, a intereses económicos de grupos financieros bien definidos).

Bueno ha señalado que desde la Antigüedad puede ya reconocerse la presencia de dos fuentes distintas, pero complementarias, en el origen de la distinción entre una sociedad política y una sociedad natural humana (sociedad gentilicia o apolítica, pretendidamente exenta del ordenamiento jurídico de un Estado)[19]. Estas dos fuentes son el epicureísmo y el cristianismo.

Frente a los estoicos, que propugnaron la identificación de la sociedad humana con una sociedad política que estuviese orientada hacia la constitución de un Estado único universal —una «cosmópolis»—, los epicúreos propugnaron el repliegue de la sociedad política con objeto de constituir comunidades «de derecho privado», en las cuales pudiera llevarse a cabo una vida personal y feliz. Se trataba, sin embargo, de comunidades instaladas parasitariamente en las ciudades, como «jardines» o «huertos», que llegaron a extenderse por todo el Mediterráneo. Este modelo epicúreo de sociedad no política, ni familiar, sino más bien comunal, es uno de los primeros prototipos para la formación de la idea de una sociedad civil o gentilicia distinta y exenta de la sociedad política[20]. Son ideas de Bueno.

La Iglesia romana, por su parte, especialmente después de Constantino, constituyó una sociedad internacional sin precedentes en el mundo antiguo —y hoy sólo comparable a la fuerza de los grupos financieros multinacionales, con no menor poder de globalización—, que no podía circunscribirse a las coordenadas de una sociedad política —porque las rebasaba—, y que tampoco podía considerarse desde las categorías antiguas de la familia —a la que subvertía por completo, puesto que esta sociedad cristiana, a partir de los siglos IV y V, está formada por individuos célibes, los curas o sacerdotes—. De este modo la Iglesia católica, a medida que se consolida en el transcurso de los siglos, se presenta como una alternativa permanente a todo tipo de sociedades políticas sucesoras del imperio romano[21].

Incluso en la propia tradición marxista, la idea de una sociedad civil tiene mucho que ver con estas inspiraciones teológicas secularizadas. El marxismo es, en múltiples sentidos, la secularización de los dogmas cristianos. La cuestión es hasta qué punto cabe sustancializar o hipostasiar la sociedad civil respecto de la sociedad política, y a la inversa, como algunas veces ha llegado a hacerse, desde coordenadas marxistas. El punto principal de la dificultad estriba en la idea misma de sociedad civil entendida como una unidad armónica, que estuviese por sí misma asegurada al margen de toda acción política, y a la cual la sociedad política sólo tuviese que tutelar o asistir subsidiariamente.

La «sociedad civil», que aquí se ha identificado únicamente desde sus contenidos reales, como sociedad gentilicia, es solo un nombre confuso que cubre la realidad de muy heterogéneos y contrapuestos grupos sociales (familias, clases sociales, confesiones, etnias, etc.), que sin embargo conviven entre sí, y que para convivir han necesitado precisamente de su constitución o integración en la sociedad política. Desde este punto de vista resultaría que la sociedad civil sólo tendría posibilidad de desarrollarse frente a la sociedad política a través de esa misma sociedad política. En consecuencia, el llamado enfrentamiento entre la sociedad política y la sociedad civil —en realidad, sociedad gentilicia— es tan solo un modo engañoso de formular el enfrentamiento existente entre diferentes grupos o estratos sociales, alguno de los cuales se ve favorecido o perjudicado, en un momento dado, por el poder político. El feudalismo moderno —de signo nacionalista, sexual, racial, económico, oenegeísta, etc.— se basa precisamente en la fragmentación de la sociedad política y de sus leyes estatales. El debilitamiento del Estado es imprescindible para el bienestar de las minorías, hoy convertidas en principal instrumento de nuevos feudos —feudos posmodernos—. Son las ascuas del imperio democrático, ascuas que se extienden en la medida en que el Estado moderno desaparece.


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NOTAS

[1] Tomo aquí el término gentilicio del antropólogo Lewis H. Morgan, concretamente de su obra Ancient Society (1877), para reconstruirlo y reinterpretarlo desde los presupuestos metodológicos de la Crítica de la razón literaria.

[2] «Lo mismo que ha llevado a la escena en Don Quijote a un falso caballero, crea, en La ilustre fregona, el personaje del falso pícaro. Dos jóvenes, de quienes Cervantes se cuida de precisar desde la primera línea de su novela que son los hijos de «dos caballeros principales y ricos», se prendan de libertad picarescas hasta el punto de huir de su casa para recorrer España vestidos de harapos, pero no sin cuidarse bien de disimular entre los pliegues de sus mentidos andrajos buenas bolsas bien repletas de doblones y de escudos de oro. Carriazo y Avendaño juegan el juego picaresco como don Quijote el de la caballería. Pero se parecen más al don Quijote de la segunda parte: el que, al recobrar poco a poco su lucidez, no será en adelante víctima de su locura, a la que asume ahora como un ruego que le permite alcanzar el pleno dominio de sí mismo. Los falsos pícaros de La ilustre fregona, menos complejos que el Caballero de la Mancha, no se apartan un momento de su divertida sagacidad. Su picarismo reviste de entrada un carácter lúdico, que en la demencia quijotesca no se desvela más que muy progresivamente» (Molho, 1968/1972: 124-125).

[3] Frente al amor platónico de Avendaño por la ignota fregona, Carriazo calificará inicialmente de «pestilente» esta relación amorosa, anteponiendo la inquietud picaresca a la sexual: «salió a dar cuenta Carriazo de lo que había visto y de lo que dejaba negociado; el cual por mil señales conoció cómo su amigo venía herido de la amorosa pestilencia, pero no le quiso decir nada por entonces» (385). ¿Dispone así las cosas Cervantes para evitar el deseo incestuoso entre dos hermanos por parte de padre? La crítica, apresurada a interpretar ejemplarmente las Novelas ejemplares, gusta de decir que sí.

[4] «Tan buen color dio Avendaño a su mentira que a la cuenta del huésped pasó por verdad» (384).

[5] Sobre este personaje el narrador vierte reiterados intentos de animalización. Entre otros, cuando advierte que «la Argüello, poniendo los hocicos por el agujero de la llave» (411), le dice a Carriazo, en señal de desdén propio de despechada, que no se hizo la miel para la boca del asno.

[6] Frente a las lecturas y atribuciones mariológicas, que la crítica iletrada —pues no sabe leer el texto literario— y posmoderna —pues la realidad no textual permanece para ella ilegible— atribuye a cuanto personaje femenino puebla virginalmente las novelas cervantinas, ha de advertirse que la analogía entre el rostro de Costanza y las pinturas angelicales es solamente una apariencia que brota de la mente de Avendaño («…que le parecía ver en él…»), y que como tal el narrador registra explícitamente, al declararla como apariencia e ilusión de los sentidos del enamorado mozo, platónico amante de la fregona, el cual ya de camino venía enamorado de oídas. De ningún modo puede aceptarse aquí la irracional propuesta de lectura, idealista y confesional, argüida por Christina H. Lee (2005).

[7] «No digo más —señala el narrador desde la primera persona— sino que a Carriazo le pareció tan bien como a su compañero, pero enamoróle mucho menos, y tan menos que quisiera no anochecer en la posada, sino partirse luego para sus almadrabas» (390).

[8] «Nunca —confiesa Tomás— la he podido hablar una palabra, y a muchas que los huéspedes le dicen, con ninguna otra cosa responde que con bajar los ojos y no desplegar los labios; tal es su honestidad y su recato, que no menos enamora con su recogimiento que con su hermosura» (399).

[9] «Resta ahora, señor Corregidor, decir a vuesa merced, si es posible que yo sepa decirlas, las bondades y las virtudes de Costancica. Ella, lo primero y principal, es devotísima de Nuestra Señora; confiesa y comulga cada mes; sabe escribir y leer; no hay mayor randera en Toledo; canta a la almohadilla como unos ángeles, en ser honesta no hay quien la iguale, pues en lo que toca a ser hermosa, ya vuesa merced lo ha visto. El señor don Pedro, hijo de vuesa merced, en su vida la ha hablado; bien es verdad que de cuando en cuando le da alguna música, que ella jamás escucha. Muchos señores, y de título, han posado en esta posada, y aposta, por hartarse de verla, han detenido su camino muchos días; pero yo sé bien que no habrá ninguno que con verdad se pueda alabar que ella le haya dado lugar de decirle una palabra sola ni acompañada. Ésta es, señor, la verdadera historia de la ilustre fregona, que no friega, en la cual no he salido de la verdad un punto» (430). El idealismo verosímil con el que Cervantes retrata esta verdad literaria solo puede convencer a los idealistas de la fe y de la moral religiosa.

[10] «Una cosa te pido —advierte Carriazo a Avendaño— en recompensa de las muchas que pienso hacer en tu servicio, y es que no me pongas en ocasión de que la Argüello me requiebre ni solicite, porque antes romperé con tu amistad que ponerme a peligro de tener la suya» (401).

[11] Sobre el erotismo de esta escena, vid. el valioso trabajo de Monique Joly (1992): «Aunque Bataillon califica esta grotesca manipulación de los mozos y mozas que participan en el baile de «espectáculo alegre, festivo en sentido etimológico», llegando incluso a hablar tanto a su propósito como a propósito del interludio cantado y bailado de Rinconete y Cortadillo de «sublimación espectacular de la vida picaresca», y aunque Combet, de quien se habría podido esperar una mayor clarividencia, hace hincapié en la «decencia» del baile guiado por Lope (p. 494), la canción que este interpreta reserva unas sorpresas muy parecidas a las que encierra la celebración de los méritos y milagros de la Cueva de Salamanca, estudiada hace poco por Maurice Molho. Piénsese en particular en los versos que Lope canta cuando, tras las coplas del comienzo, dirigidas a la monstruosa Argüello y a su pareja, interpela seguidamente a dos miembros más del conjunto cuya danza está guiando, aunque para asociarlos in fine a la Argüello y a Barrabás. Vuélvase a leer lo que entonces canta Lope: «De las dos mozas gallegas / que en esta posada están, / salga la más carigorda / en cuerpo y sin devantal. / Engarráfela Torote, / y todos cuatro a la par, / con mudanzas y meneos / den principio a un contrapás». ¿Qué otra visión, sino la de un acoplamiento bestial es la que se nos presenta cuando, luego de rogarle a una moza de mesón que se distingue, al parecer, por lo rollizo de sus carnes que salga a bailar en cuerpo y sin devantal, se le incita a un mozo significativamente llamado Torote a que la engarrafe? Y esto, en un contexto en el que, por otra parte, el infierno al que expresivamente ha deseado Lope que fuera llevada la monstruosa Argüello se confunde con uno de los más famosos prostíbulos de la época, como se desprende de las coplas anteriores, que antes he dejado intencionadamente de lado: «Salga la hermosa Argüello, / moza una vez y no más, / y haciendo una reverencia, / dé dos pasos hacia atrás. / De la mano la arrebate / el que llaman Barrabás, / andaluz mozo de mulas, / canónigo del Compás». Que los meneos a los que se refiere aquí Lope estén pensados como unos meneos altamente indecentes, además de obscenos o degradantes, lo confirma el hecho de que sea este uno de los varios lugares de la obra cervantina en los que encontramos una lista significativa de algunos de los más destacados bailes lascivos de la época» (Joly, 1992: 15-16).

[12] Cervantes volverá a mencionar la chacona en comedias como La gran sultana, por boca de Madrigal, en la secuencia de los músicos, con la que se inicia el acto tercero de esta obra: «Mil zarabandas, / mil zambapalos lindos, mil chaconas, / y mil pésame dello, y mil filías» (III, 2114-6); en entremeses como El rufián viudo, La Cueva de Salamanca y El retablo de las maravillas, donde el escribano Capacho exclama: «¡Toma mi abuelo, si es antiguo el baile de la zarabanda y de la chacona!»; y especial trascendencia adquiere en las novelas ejemplares, donde —además del mencionado ejemplo de La ilustre fregona— aparece en La Gitanilla, como un atributo más de la protagonista: «Salió Preciosa rica de villancicos, de coplas, seguidillas y zarabandas, y de otros versos, especialmente de romances, que los cantaba con especial donaire» (29-30).

[13] Según el musicólogo Lorenzo Bianconi (1982: 95), uno de los primeros testimonios literarios en los que se manifiesta la chacona es una letrilla satírica, de carácter social, fechada en Perú en 1598. De un año después data un intermedio burlesco, escrito al parecer para las bodas de Felipe III, en el que se describe cómo una banda de rufianes baila una chacona, entonces danza novísima y desenfrenada, mientras algunos de sus compañeros roban a hurtadillas la platería de un indio ingenuo.

[14] La relación de la chacona con el baile de la zarabanda es especialmente estrecha, y así lo refleja Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la lengua castellana o española (1611), al advertir que la zarabanda es «baile bien conocido en estos tiempos, si no le hubiera desprivado su prima la chacona. Es alegre y lascivo porque se hace con meneos del cuerpo descompuestos […]. Aunque se mueven con todas las partes del cuerpo, los brazos hacen los más ademanes, sonando las castañetas; la que baila la zarabanda, que cierne con el cuerpo a una parte y a otra y va rodeando el teatro, o lugar donde baila, poniendo casi en condición a los que la miran de imitar sus movimientos». Por su parte, el Diccionario de Autoridades (rae, Madrid, 1726-1739) define la chacona como aquel «son o tañido que se toca en varios instrumentos, al cual se baila una danza de cuenta con las castañetas, muy airosa y vistosa». En diferentes piezas dramáticas y musicales del siglo XVII aparecen cantos y danzas de chacona; sus ritmos suelen ser desenfrenados, y su recitado está puesto en boca de personajes rufianescos, próximos al mundo del hampa y la marginalidad social, que sitúan la letra y el espíritu de la chacona en un escenario de resonancias pintorescas y costumbristas. Lope de Vega alude a «los movimientos lascivos de las chaconas» en La Dorotea (Lope de Vega, 1632/1980: 112). No es de extrañar, pues, que el moralismo de la época considerara a la chacona, al igual que a la zarabanda, como una de las danzas más inmorales del momento; pero lo cierto es que este baile, de orígenes oscuramente transoceánicos, gozó de una extraordinaria aceptación social, sobre todo entre las clases más populares. Con todo, la chacona, a los ojos de la Iglesia, se convierte en un baile sacrílego, censurable no solo por su letra, sino sobre todo por su danza y movimiento. En 1599, el fraile Juan de la Cerda (Vida política de todos los estados de mujeres, Alcalá de Henares) previene a las mujeres de la obscenidad que hay en los movimientos corporales de danzas como la chacona y la zarabanda. La fuerza de la censura crecerá progresivamente frente a estos bailes, y en 1615 la chacona se suprime en las representaciones teatrales debido a su irremediable y manifiesta sensualidad. En 1630, por orden del Consejo de Castilla, se prohíben las zarabandas a instancias de teólogos y moralistas. De su impronta nos ha quedado, no obstante, registro y constancia en los tratados de bailes del siglo XVII, y por supuesto en la literatura y el teatro auriseculares.

[15] «Partera no la he menester, ni la quiero; que otros partos más honrados que he tenido me aseguran que con sola la ayuda destas mis criadas facilitaré sus dificultades y ahorraré de un testigo más de mis sucesos» (428).

[16] «Finalmente, yo la gocé contra su voluntad y a pura fuerza mía. Ella, cansada, rendida y turbada, o no pudo o no quiso hablarme palabra, y yo, dejándola como atontada y suspensa, me volví a salir por los mismos pasos donde había entrado…» (435).

[17] Sobre la oposición etic / emic, vid. Bueno (1990a), así como nuestro trabajo sobre El amante liberal (Maestro, 2007) y su aplicación a la Literatura Comparada (Maestro, 2008).

[18] «Eutaxia ha de ser entendida aquí en su contexto formalmente político, y no en un contexto ético, moral o religioso («buen orden» como orden social, santo, justo, &c., según los criterios). «Buen orden» dice en el contexto político, sobre todo, buen ordenamiento, en donde «bueno» significa capaz (en potencia o virtud) para mantenerse en el curso del tiempo. En este sentido, la eutaxia encuentra su mejor medida, si se trata como magnitud, en la duración. Cabe pensar en un sistema político dotado de un alto grado de eutaxia pero fundamentalmente injusto desde el punto de vista moral, si es que los súbditos se han identificado con el régimen, porque se les ha administrado algún «opio del pueblo» o por otros motivos. Definiríamos la eutaxia como una relación circular, propiamente como un conjunto de relaciones entre el sistema proléptico (planes y programas) vigente en una sociedad política en un momento dado y el proceso efectivo real según el cual tal sociedad, dentro del sistema funcional correspondiente, se desenvuelve» (García Sierra, 2000: § 563).

[19] Las organizaciones mafiosas, junto con las religiosas, constituyen uno de los ejemplos más perfectos y acabados del concepto que aquí se expone de sociedades gentilicias o apolíticas, las cuales se articulan y desenvuelven como exentas del ordenamiento jurídico de un Estado, pero muy unidas por razones morales y de cohesión interna o estructural.

[20] Otra cuestión, muy discutible, es hasta que punto las comunidades epicúreas —y análogamente las comunas de nuestros días— sólo son posibles en el marco de una sociedad política que las tolera como tales, y les suministra infraestructura y aun instrumentos de defensa ante terceras sociedades externas.

[21] «La mejor formulación de esta situación nos la ofreció San Agustín en su contraposición entre las dos ciudades, la Ciudad terrena (Babilonia, Roma, es decir, la Sociedad política) y la Ciudad celestial o Ciudad de Dios (Jerusalén). Es precisamente esta Ciudad celestial —que, dicho sea de paso, desde una perspectiva positiva, no tenía nada de celestial puesto que era una «sociedad terrestre», aunque dispersa por el Imperio, y después por los reinos sucesores, a saber, la Iglesia romana— la que habrá que considerar, por consiguiente, como el verdadero núcleo en torno al cual se formará el concepto de sociedad civil. En este sentido el concepto de una sociedad civil, en cuanto contrapuesto al concepto de la sociedad política, manifiesta claramente las huellas de su estirpe teológica. Estas fuentes teológicas del concepto de sociedad civil constituyen la inspiración permanente, incluso en nuestros días, de las democracias cristianas y, en general, de la política preconizada incluso por los teólogos de la liberación, que tienen siempre el pensamiento puesto en la liberación del Estado opresor, del Estado causante del «pecado colectivo», mediante la constitución de una sociedad apolítica entendida como la sociedad verdaderamente viva y espiritual que sería la sociedad civil (sobrentendiendo esta civilidad como la que es propia de las personas que forman la sociedad de la Ciudad de Dios)» (Bueno, 1995c).






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Sociedad gentilicia y sociedad política en La ilustre fregona de Cervantes», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 2.25), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



⸙ Glosario 



⸙ Antología de textos literarios

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Interpretación del Prólogo cervantino a las Novelas ejemplares




Mujeres malvadas en la obra literaria de Cervantes




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Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro