Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica
del conocimiento racionalista de la literatura
Novelas ejemplares (1613), de Miguel de Cervantes.
El triunfo de la razón antropológica sobre la razón teológica
Referencia VI, 15.15
Las Novelas ejemplares de Miguel de Cervantes constituyen la expresión formalmente ortodoxa de un contenido funcionalmente intolerable, por heterodoxo y subversivo, para un pletórico siglo XVII hispánico, superior e irreductible a cualesquiera dogmas políticos y teologías religiosas de más diverso signo: las Novelas ejemplares constituyen y contienen el triunfo del discurso antropológico frente al discurso teológico[1].
Son el triunfo de lo
humano frente a lo divino, son la secularización de todos valores, son la
heterodoxia con piel de cordero, son la libertad frente al determinismo cósmico
y en contra de la causalidad teológicamente anunciada, son la desmitificación
del miedo y la anulación de la esperanza como cercos que conducen al ser humano
a los dominios de la religión, son el triunfo de la razón frente a los
disparates de la superstición, son el éxito de las posibilidades humanas en su
intervención frente al imperativo de las leyes del honor aurisecular; son la
racionalización de la guerra y de la paz; son la dialéctica entre el
cristianismo y el islam, entre el luteranismo y el judaísmo; son la conjugación
sofística entre un autor que aporta mordazmente materiales muy conflictivos y
un narrador que los presenta formalmente desde el idealismo moral de un mundo
satisfecho y feliz; son las ascuas de un imperio cuya eutaxia y artificios
políticos comienzan a resultar insostenibles; son la afirmación de un espacio
antropológico unidimensional, en el que el ser humano gestiona, para bien y
para mal, todos los movimientos y prolepsis; son la sinrazón humana
ridiculizada, cuestionada y delatada por una razón animal antropomórfica; son
la «disimulación provechosa», son el engaño a los ojos de la moral
seiscentista, son el triunfo de la heterodoxia y el deicidio, son la antesala
del ateísmo espinosista, son el triunfo del Hombre sobre Dios.
Ni una sola idea
metafísica actúa causalmente a través de las ideas corpóreas y operatorias que
mueven el universo de las Ejemplares. No hay ideas trascendentes que, de
modo irracional, protagonicen, ni sean consecuencias, de ningún hecho humano y
político. Cervantes construye un discurso literario en el que el Hombre es un
Dios para el Hombre y un lobo para Dios. Cervantes, lo hemos dicho, no es el
edulcorante Erasmo europeísta, sino más bien el deicida Spinoza de la
literatura. Un escritor que no es soluble en agua bendita.
La gitanilla
Un patriarca, es
decir, «un gitano viejo» toma la palabra en un momento clave de esta novela para
exponer, longamente, las normas morales de los zíngaros. Andrés Caballero, noble
transformado en gitano por el amor de la protagonista, y convertido en un
prototipo de novela sentimental, asume de pleno todo cuanto se le indica. Es,
sin embargo, Preciosa, la gitanilla, quien desde su racionalismo personal
yuxtapone, casi dialécticamente, sus propias normas éticas a la fuerza
tradicional de las normas morales enunciadas por el patriarca. La gitanilla
habla aquí «por la ley de mi voluntad, que es la más fuerte de todas» (74).
¿Qué personaje hay, en toda la literatura universal, en pleno siglo XVII, y
XVIII, y XIX, y XX..., con mayor fuerza que esta criatura, que impone su
voluntad individual sobre el orden moral trascendente de cualquier credo
adverso?
La ética de Preciosa
impugna la moral de su aduar. Y desde esta convicción afirma un postulado
materialista: «Condiciones rompen leyes», es decir, que el cumplimiento de una
ley se basa en el mantenimiento de determinadas condiciones materiales. En este
caso, tales condiciones serán aquellas que aseguren su libertad individual:
«Estos señores bien pueden entregarte mi cuerpo, pero no mi alma, que es libre
y nació libre, y ha de ser libre en tanto que yo quisiere […], los ímpetus
amorosos corren a rienda suelta, hasta que encuentran con la razón o con el
desengaño […]; que yo no me rijo por la bárbara e insolente licencia que estos
mis parientes se han tomado de dejar las mujeres o castigarlas, cuando se les
antoja; y como yo no pienso hacer cosa que llame al castigo, no quiero tomar
compañía que por su gusto me deseche» (74-75). Pese a que Preciosa esgrime —muy
singularmente— la independencia de su «alma» y la entrega de su «cuerpo», mal
podrá Andrés, o cualquier otro, recibir la materialidad de este último, si su
dueña no lo da voluntariamente. Antes a la inversa: lo que sucede en la novela
es que Preciosa entrega a Andrés todo excepto su cuerpo. Las palabras de la
gitanilla siguen siendo de un racionalismo cuyas calidades discursivas frisan
la inverosimilitud de la literatura. No importa demasiado: aquí el lector se
deja seducir más por el contenido racional que por la forma poética, del mismo
modo que al final de la novela, en su desenlace, se dejará persuadir más por el
confort formalista de la anagnórisis que por la verosimilitud fabulosa de los
hechos.
Preciosa no confía en
las normas morales. Ni en la moral de los gitanos, contra la que apostilla con
su propia normativa ética, ni en la moral aristocrática, de la que procede don
Juan, y de la que ella misma brota por su nacimiento biológico. Si creyera en
esta última, le bastarían las palabras y promesas de amor de su enamorado, y no
reaccionaría ante ellas con el racionalismo del desengaño y con la austeridad
de la stoa y el epicureísmo. Preciosa no cree ni siquiera en la fuerza
moral a que obliga un juramento. Por eso no hay en La gitanilla ningún
juramento posible. Preciosa no es la dueña Marialonso, ni permite que su don
Juan se comporte como un virote, cual Loaysa en El celoso extremeño:
«Los juramentos y promesas que hace el cautivo porque le den libertad pocas
veces se cumplen con ella […]. No quiero juramentos, señor Andrés, ni quiero
promesas; sólo quiero remitirlo todo a la esperiencia deste noviciado, y a mí
se me quedará el cargo de guardarme, cuando vos le tuviéredes de ofenderme»
(75).
Consideremos, desde
el realismo antropológico a que remite el drama social de la novela, el
racionalismo de Preciosa. Esta gitanilla es, probablemente, el personaje más
racionalista de toda la literatura cervantina. Su racionalismo es, acaso,
inverosímil. Pero convincente. El discurso más razonado, y más decisivo
respecto a su propia persona, es sin duda el que le dirige a su don Juan, que
habrá de convertirse en el gitano Andrés Caballero para ganarse con seguridad
el amor de la Preciosa.
La gitanilla habla
aquí desde una sobriedad y una razón que son más propias de la stoa que
del decoro de la poética clásica, y más afines al estoicismo y al epicureísmo
que al erasmismo o al cristianismo, cuya mística es incompatible con la
austeridad racional de la protagonista: «A mí ni me mueven promesas, ni me
desmoronan dádivas, ni me inclinan sumisiones, ni me espantan finezas
enamoradas […], soy ya vieja en los pensamientos y alcanzo más de aquello que
mi edad promete, más por mi buen natural que por la experiencia. Pero con lo
uno o con lo otro sé que las pasiones amorosas en los recién enamorados son
como ímpetus indiscretos que hacen salir a la voluntad de sus quicios […],
ningunas palabras creo y de muchas obras dudo. Una sola joya tengo, que la
estimo en más que a la vida, que es la de mi entereza y virginidad […], y si
puede ser comprada, será de muy poca estima» (54). Insensible a la seducción,
ajena al misticismo y al arrobo, indiferente a la exhibición de la riqueza,
desengañada en la cúspide de una adolescencia jamás desequilibrada, la
gitanilla enfría con sus razones la declaración pasional de don Juan, que se
convierte desde ese momento en un personaje de novela sentimental o melodrama
arcádico, renunciando estamentalmente a su nobleza por el amor de la gitana.
El racionalismo sirve
a la libertad. Nada más propio de un ideal ilustrado europeísta, de esos que
Europa descubrió en el siglo XVIII, cuando España ya lo conocía y utilizaba
desde el siglo XV: «Sepa que conmigo ha de andar siempre la libertad desenfadada»
(56). Este ideal, tan cervantino, rige el discurso formal y funcional de
Preciosa, acaso hasta el momento en que vuelve a ser Constanza.
El amante liberal
El amante liberal es un himen narrativo que pronto cumplirá intacto cuatrocientos
años, y en el que confluyen, no sólo eróticamente, sino también desde impulsos
políticos, sociales y culturales de primer orden, los dos sistemas de
pensamiento más poderosos e influyentes de comienzos del siglo XXI: el
cristianismo y el islam. Uno y otro sistema de creencias e ideas son
completamente ajenos a cualquier forma de pensiero debole, sobre el que
la falacia teórica de la posmodernidad construye sus ilusiones ideológicas y su
falsa conciencia interpretativa (falsches Bewusstsein) de nuestro mundo
contemporáneo, si bien el cristianismo, desde finales del siglo XX, parece
discurrir, al menos en alguna de sus variantes, por un laberinto cuyo desenlace
resulta hoy sumamente incierto.
El amante liberal es una novela en la que el narrador, formalmente al menos, cuenta
desde el punto de vista de su cultura nativa (cristianismo), y para sus propios
conterráneos y contemporáneos, los contenidos ajenos de una cultura alógena y
hostil (el imperio otomano). Si éste es el planteamiento que puede aducirse
desde un punto de vista formal, resulta innegable que, desde un punto de vista
semántico, la situación se complica de un modo deliberado, desde el momento en
que el narrador dota al discurso literario de un mythos y una lexis,
es decir, de una fábula y de un lenguaje que, destinados en apariencia a
desacreditar el imperio otomano, cuestionan irónicamente valores fundamentales
del mundo cristiano —desde el que formalmente habla el narrador—, valores que
atañen de modo directo a las creencias y a las ideologías, es decir, a la
religión y al Estado.
Rinconete y Cortadillo
Dos prácticas morales
caracterizan el desarrollo de las normas y actividades profesionales que, en
esta novela pseudopicaresca, protagonizan Monipodio y sus fraternales súbditos:
la comisión de delitos y crímenes sociales, nunca contra los estamentos
nobiliarios ni eclesiásticos, y la práctica de la devoción religiosa, siempre
observada y cumplida por los criminales cofrades. Se observa, desde este punto
de vista, que las normas del mundo de Monipodio no son tan ajenas, y mucho
menos tan antitéticas, a las del mundo exterior, esto es, a la sociedad
constituida por la jurisprudencia del Rey y de la Iglesia, en otras palabras,
al Estado contemporáneo a Rincón y Cortado, y al propio Cervantes, donde el
respeto a la nobleza, a la corona y a la Iglesia eran, como en la mafiosa
familia monipódica, y como en toda la Europa del Antiguo Régimen, riguroso
objeto de Ley.
La moralidad del
mundo al revés coincide con la moralidad del mundo oficial. Uno y otro mundo
sólo difieren en los sujetos que ejecutan la praxis del orden moral: rufianes
en un caso, autoridades civiles y eclesiásticas en el otro. El objeto de la
praxis moral es, en ambos mundos, el mismo: la clase media burguesa. En esta
novela —titulada, para mayor ironía, de ejemplar—, ni rufianes, ni
nobles, ni curas, son objeto de agresión, ni por la jurisprudencia criminal de
Monipodio, ni por la jurisprudencia estatal de la Corona. Vemos aquí,
sutilmente coordinadas, las tres grandes instituciones humanas que, de forma
irónica o paródica, pueblan una y otra vez la literatura cervantina: parias,
aristócratas y eclesiásticos.
Rufianes, nobles y
curas. Todos ellos viven, de hecho, protegidos unos por otros. Los delincuentes
son devotos, religiosos, misericordiosos. No forman una banda cualquiera, sino
una hermandad, esto es, una cofradía, un grupo ejemplar de devotos criminales.
En absoluto son enemigos de la Iglesia, donde siempre podrán encontrar acomodo
y refugio, si llega el caso, acogiéndose a sagrado. Algunos de los chivatos más
eficaces de Monipodio son personas de suprema devoción eclesiástica.
Escandalosa resulta, sin duda, la descripción de los avispones, que
el autor pone en boca de Monipodio:
Rinconete, que de suyo era curioso, pidiendo primero perdón y licencia, preguntó a Monipodio que de qué servían en la cofradía dos personajes tan canos, tan graves y apersonados. A lo cual respondió Monipodio que aquellos, en su germanía y manera de hablar, se llamaban avispones, y que servían de andar de día por toda la ciudad, avispando en qué casas se podía dar tiento de noche, y en seguir los que sacaban dinero de la Contratación o Casa de la Moneda, para ver dónde lo llevaban, y aun dónde lo ponían; y en sabiéndolo, tanteaban la groseza del muro de la tal casa y diseñaban el lugar más conveniente para hacer los guzpátaros —que son agujeros— para facilitar la entrada. En resolución, dijo que era la gente de más o de tanto provecho que había en su hermandad, y que de todo aquello que por su industria se hurtaba llevaban el quinto, como su Majestad de los tesoros; y que, con todo esto, eran hombres de mucha verdad, y muy honrados, y de buena vida y fama, temerosos de Dios y de sus conciencias, y cada día oían misa con estraña devoción (200).
A su vez, los
principales clientes del mafioso sevillano son nobles, que necesitan ajustar
cuentas con ciertos comerciantes, mercaderes u otros modestos agentes
financieros. Los tres estamentos ―Iglesia, delincuentes y nobles― son
declarados enemigos del comercio, y aliados ―entre sí― contra la burguesía
urbana y laboriosa.
La justicia, por su
parte, sabe que puede acudir a Monipodio, si algún robo afrentoso afecta a la
Iglesia católica o a la nobleza sevillana. El contenido del hurto siempre será
justamente retribuido. Curas, hidalgos y rufianes viven mutuamente protegidos.
La novela no disimula ni un ápice el escandaloso contubernio entre Iglesia,
nobleza y delincuencia organizada. Esto es Cervantes. Un conflicto entre amigos
y enemigos del comercio. Esto es Rinconete y Cortadillo.
La española inglesa
Muestra esta novela
que el viaje de la vida humana puede convertirse en cualquier momento en una
amarga aventura. Isabel, la «española inglesa» secuestrada por Clotaldo, contra
la ley dictada incluso por los propios ingleses saqueadores de los bienes de su
familia, es producto del contrabando de un católico inglés que practica contra
los católicos españoles la piratería de Estado, tan habitual en la Historia de
la Anglosfera. Aunque el narrador evita esta denominación ―piratería―, Isabel
penetra en Inglaterra como esclava, como cautiva de alto standing,
botín de razia, a la que sin embargo enseñan a leer y escribir, como a
sirvienta de alzados aristócratas. La niña, hermosa, dócil e inteligente, crece
sumisa y obediente, pero sin libertad. Como la mayoría de las heroínas de
las Novelas ejemplares, Isabel carece de motu proprio. Es un
personaje plano, pero no porque carezca de voluntad, sino porque no puede
ejercerla más allá de unos límites estrechísimos, que son, sucesivamente, los
del cautiverio doméstico en casa de Clotaldo y Catalina, los del cautiverio
dorado en la corte de Isabel de Inglaterra, y los del cautiverio religioso en
su «casa principal, frontero [el monasterio] de Santa Paula» (252) en Cádiz,
esperando la llegada de su amado Ricaredo. He aquí las aventuras, ajenas
siempre a la voluntad de Isabel, que sufre a lo largo de su vida, hasta que
finalmente logra casarse con su marido, y cesan viajes, aventuras y novela.
Que Isabel carezca de
posibilidades de ejercer su voluntad no autoriza a pensar que carezca
plenamente de ella, y ni mucho menos permite afirmar que carezca de
sentimientos, si bien estos últimos se manifiestan igualmente de forma muy
atenuada, apenas en la experiencia fugaz de recuerdos muy infantiles y de
una espontánea anagnórisis que protagoniza con sus auténticos padres.
La vida de Isabela es
una vida mucho más trágica que dramática, pese a que el narrador se empeña en
dar cuenta de ella de forma incesantemente melodramática. Las consecuencias de
lo melodramático son inmediatas. El melodrama es incompatible con la tragedia.
Y paralelamente, anula toda posibilidad de interpretar en términos críticos
cualquier referencia contenida en el formato de su fábula. En suma, donde hay
melodrama, tragedia y crítica social son imperceptibles, inexistentes o
imposibles.
En tres ocasiones al
menos Isabela es objeto de situaciones —o aventuras, si se prefiere— de
consecuencias dramáticas que, acaso perceptibles como tragedias, el narrador
las expone en formas y términos melodramáticos. Me refiero, en primer lugar, al
hecho mismo de su secuestro, que para los padres genuinos supone la «muerte» de
la hija, su bien más querido; en segundo lugar, a la decisión de la reina de
separarla de su prometido, justo antes de su boda, y de sus amos o padres
adoptivos, equivale a una segunda orfandad: «quedó
Isabela como huérfana que acaba de enterrar sus padres, y con temor que la
nueva señora [ahora la reina de Inglaterra] quisiese que mudase las costumbres
en que la primera la había criado» (227); y en tercer lugar, al
envenenamiento que sufre, con las consecuencias que de él se derivan (riesgo de
la propia vida, absoluto deterioro de su aspecto físico, pérdida supuestamente
definitiva de su prometido, y repatriación a España promovida por quienes
iban a ser su suegros y habían sido sus «padres adoptivos»), constituye sin
lugar a dudas un espectáculo de contenidos eminentemente trágicos, que, sin
embargo, el narrador expone en los términos acomodados de formas, más o menos
intensamente, melodramáticas, ambientándolo todo en una atmósfera «de compasión, de despecho, y de lágrimas» (227).
Con todo, el
cautiverio religioso de Isabel merece algunos comentarios. Es probablemente el
cautiverio más intenso de todos y, de forma paradójica, el único que parece
haber sido «libremente» asumido por ella, inducida, naturalmente, por las
circunstancias envolventes, entre ellas, la afinidad de su prima monja, en el
monasterio de santa Paula, y el hecho de que su padre alquilara una casa
principal que será habitada como una metonimia conventual del susodicho
monasterio, pues Isabel
pocas o ninguna vez salía de su casa, si no para el monasterio; no ganaba otros jubileos que aquellos que en el monasterio se ganaban. Desde su casa y desde su oratorio andaba con el pensamiento los viernes de Cuaresma la santísima estación de la Cruz, y los siete venideros del Espíritu Santo. Jamás visitó el río, ni pasó a Triana, ni vio el común regocijo en el campo de Tablada y puerta de Jerez el día, si le hace claro, de San Sebastián, celebrado de tanta gente que apenas se puede reducir a número. Finalmente, no vio regocijo público ni otra fiesta en Sevilla; todo lo libraba en su recogimiento, y en sus oraciones y buenos deseos esperando a Ricaredo (253).
Nótese que todo este
ascetismo religioso pivota sobre un objetivo secular: «... esperando a
Ricaredo». Isabel se ha convertido en una Penélope cristianamente adjetivada.
Incluso no faltan pretendientes, y celestinas hechiceras, que burdamente pretendan
seducirla.
Agotadas las
posibilidades reales de regreso del héroe, tras la carta de Catalina y el
anuncio de la muerte de Ricaredo, Isabel decide hacer voto de ser monja.
Acabada de leer la carta, sin derramar lágrimas ni dar señales de doloroso sentimiento, con sesgo rostro y, al parecer, con sosegado pecho, se levantó de un estrado donde estaba sentada y se entró en un oratorio, y hincándose de rodillas ante la imagen de un devoto crucifijo hizo voto de ser monja, pues lo podía ser teniéndose por viuda (255).
Sólo la intervención
de sus padres demora un tanto el cumplimiento de este voto. Con todo, cabe
preguntarse abiertamente, Isabel adopta esta decisión, ¿por fe religiosa o por
renunciar al mundo que, en ausencia de Ricaredo, le toca vivir? Está claro que por
esta última razón. De hecho, la aparición de su enamorado da al traste con el
monasterio y toda su vida conventual, ejercicios espirituales incluidos, «dejando a las monjas tristes, confusas y llorando por lo
que perdían en no tener en su compañía a la hermosa Isabela» (258).
La novela, en suma,
proclama finalmente el triunfo de la vida secular. La aventura que Isabel
estaba a punto de iniciar, adentrándose en el eje angular del espacio antropológico,
reduciendo su vida a la vida religiosa, queda absolutamente abolida por el
desenlace de la fábula. El amor humano impide la «cristiana
determinación» (257). Entre los mensajes que pueden identificarse
en La española inglesa, y bajo toda la apariencia y la retórica del
supuesto bizantinismo, que tanto entretiene a la crítica de todos los tiempos y
credos, es innegable el discurso que objetiva en la religión y en la política
de los estados absolutistas los principales obstáculos para el desarrollo en
libertad de la vida humana.
El licenciado Vidriera
Como casi todos los referentes
cervantinos, este personaje, protagonista de la novela a la que da nombre uno
de sus nombres, se nos presenta desde varios apelativos formales: Tomás Rodaja,
licenciado Vidriera y Tomás Rueda. La crítica ha interpretado con detalle, y
con acierto, el contenido semántico de tales nominaciones. Sin embargo, y una
vez más, lo importante en estos casos no es tanto, con serlo mucho, el sentido
que cada nominación tributa al individuo, cuanto el hecho de que la objetividad
del personaje se fragmenta creativamente en manos del autor, y se diluye
interpretativamente ante los métodos que utiliza cada crítico literario. El
lector se enfrenta a una objetividad virtual, a una materia en perpetua
transformación: rodaja, vidrio, rueda... Ésta es probablemente la novela más
dialéctica que ha escrito Cervantes. Y lo es gracias a la esencia de su
personaje, que oscila —o rueda— incesantemente, sin posibilidad de lograr una
síntesis, entre múltiples dualismos que se manifiestan a lo largo de su
trayectoria vital, circular y dialéctica.
Esta novela es una
suma dialéctica de materiales dinámicos enfrentados. De materiales, pero no de
formas. Lo cual constituye uno de los más graves y esenciales contrastes del
relato, porque instaura precisamente una dialéctica fundamental e inmanente, una
antífrasis específica, entre la semántica de los contenidos narrativos y la
sintaxis de su formalización literaria. Las formas literarias son aquí
depositarias de contenidos materiales que resultan incompatibles entre sí
(cordura / locura, vulgaridad / ingenio, religioso / profano, armas / letras,
razón / irracionalismo...), y que sólo cabe asumir alternativamente en la
realidad verosímil de un personaje como este licenciado
Rodaja-Vidriera-Rueda.
Las formas literarias
expresan linealmente contenidos circulares. Es decir, por un lado, las formas
literarias se exponen adecuándose a un orden cronológico, sucesivo, rectilíneo,
a lo largo del tiempo de una historia inalterable —no hay una sola analepsis
(que los anglosajones llaman flash-back), no hay regresos, el
relato no admite comienzos ni episodios in medias res—, que da
cuenta de segmentos completos de la vida del licenciado, desde sus once años
hasta su muerte en edad madura como militar lustroso.
Sin embargo, por otro
lado, los contenidos materiales y referentes objetivos de estas formas
literarias, tan lineales y naturales en su dispositio, remiten a una inventio
llena de yuxtaposiciones, alternativas y contracciones, un conjunto de sístoles
y diástoles que hacen posible el avance de la narración a cambio de
determinarla dialécticamente hasta el final, sin permitir en ningún momento una
síntesis estable entre ninguno de los polos en conflicto.
La locura no es
compatible con la razón, sino con el chiste bobo y manido que imita o refleja
cierto moralismo de época, bastante pobre y arquetípico, cuando no agresivo;
las armas ya no son compatibles con las letras, porque la disolución de los
ideales renacentistas ha exigido la subordinación —como igualmente se
advierte en el Quijote (I, 37-38)— de la vigencia de las leyes
a la fuerza de la milicia, de tal modo que la ley sólo existe como tal en la
medida en que un ejército lo permite y la defiende, por supuesto con violencia
(exactamente igual que en nuestros días); el individuo es incompatible con la
sociedad que ríe sus locuras o se burla de ellas, obligándole a aislarse
anómicamente, y planteando con gravedad el conflicto entre la moral y la ética,
esto es, entre las normas del grupo y las condiciones mínimas que un individuo
necesita para sobrevivir; finalmente, lo religioso es incompatible con lo
profano, porque la experiencia de la religión exige la presencia de númenes
reales, dotados de realidad física y capaces de confirmar empíricamente la
vivencia religiosa que inspiran, pero de ningún modo dioses que, aun
declarándose personales, son irreales (porque carecen de atributos concretos),
y se objetivan sólo a través de referentes morales, políticos y psicológicos,
elaborados e institucionalizados por seres humanos, que hacen de lo sagrado un
objeto profanable, es decir, que convierten a la religión en una mitología
(para el consumidor o creyente) y en una antropología (para el intérprete o
científico).
Generalmente se
interpreta el personaje protagonista de El licenciado Vidriera reduciéndolo
a los referentes objetivos de tres formas literarias, ya apuntadas: rodaja,
vidriera y rueda. Esta interpretación, semánticamente satisfactoria, es en sí
misma insuficiente, porque aísla al personaje de su vinculación sintáctica en
la gramática de la novela, y porque además no considera dialécticamente la
realidad que motiva, transforma y explica cada uno de estos tres estados. El
esquema inicial, tripartito y semántico, debe situarse en un esquema funcional
y narrativo, el que objetiva la propia novela en su discurso, y que resulta
dialéctico, semiótico y pentagramático, desde el momento en que da cuenta de
las yuxtaposiciones e incompatibilidades de los elementos que afectan al
protagonista (no se limita a enumerarlos, sino a relacionarlos
conflictivamente), se desenvuelve en los tres ejes semiológicos del espacio
literario (sintaxis, semántica y pragmática, y no sólo en uno de ellos), y
exige para su articulación y comprensión cinco líneas o referentes esenciales
en la constitución de la novela. He aquí el pentagrama en el que Cervantes
compone la línea melódica y el círculo armónico de los hechos narrados
dialécticamente en El licenciado Vidriera:
1. Sueño................................................................................................................................... 2. Rodaja................................3. Locura Vítrea.................................................... 3. Vidriera................................................ 4. Rueda.................................5. Muerte.................................................................................
La fuerza de la sangre
Hablemos de la
religión en La fuerza de la sangre. Cabe advertir que no son
aceptables las interpretaciones alegóricas y cristianas de esta novela desde el
momento en que ningún referente sobrenatural interviene en el desenvolvimiento
de la acción. Todo cuanto sucede se debe a la acción humana y sólo a
través de ella puede explicarse coherentemente lo que en ella tiene cabida y
lugar. Como el resto de las Novelas ejemplares, La fuerza
de la sangre constituye y expone el triunfo y la afirmación del
antropomorfismo más radical. El ser humano, en codeterminación con el azar, es
la única realidad dominante. El deus ex machina es un
referente siempre ausente. No se trata de un conjunto vacío, sino un referente
inexistente.
Con frecuencia se ha
hablado del crucifijo que roba Leocadia como una muestra del sentido alegórico
y cristiano que adquieren en la novela algunas secuencias o acciones. Tal
atribución sólo puede ser resultado de una ilusión crítica, de una falsa
conciencia interpretativa, de la ansiedad de una crítica literaria confesional,
que induce al lector a vislumbrar la presencia de un dios en la materialidad de
un mero fetiche, en este caso de un teoplasma, es decir, de un objeto —el
crucifijo— que actúa como la manifestación inerte de una divinidad.
En este punto, se ha
hablado también de la posibilidad de una conversión, merced a la intercesión
del Cristo, etc., en Rodolfo, que pasa del mal al bien, al precipitar un
sorprendente final, en el que la mujer violada acaba por enamorarse del hombre
que siete años atrás la había raptado y violado. En realidad lo único que
sucede es que semejante conversio la ejecuta el narrador,
satisfaciendo, por una parte, los gustos de Rodolfo, que gozará nuevamente,
aunque ahora bajo el marco de la legalidad, de la mujer que le place, y, por
otra parte, los gustos —moralmente ejemplares— de un público al que se supone
va dirigido el título de las doce novelitas. Queda muy claro a los ojos del
narrador, y así debe quedar también a los del lector, que Leocadia no es devota
en absoluto:
En un escritorio, que estaba junto a la ventana, vio un crucifijo pequeño todo de plata, el cual tomó y se le puso en la manga de la ropa, no por devoción ni por hurto, sino llevada de un discreto designio suyo (309).
Leocadia no se lleva
el Cristo ni por hurto —sería ridículo—, ni por devoción —lo cual es de lo más
significativo—. El Cristo, en las manos de la moza, queda reducido a un objeto
vulgar, común, material. Un sucedáneo de adn probatorio. Un
objeto al que ella dará el valor funcional que en griego tenía etimológicamente
el símbolo, es decir, un trozo de materia (madera, metal, cerámica...) que se
corta en dos pedazos compartidos por sendas personas, las cuales posteriormente
podrán volver a unirlos en señal de reconocimiento. Leocadia, al final de la
novela, tornará al aposento —espacio con el que experimenta una particular
anagnórisis— con el Cristo de plata. En ningún momento de la novela este Cristo
será objeto de culto o devoción por parte de su hurtadora. La vivencia
religiosa está excluida de la fábula, tanto formal como funcionalmente. Y esta
exclusión es decisivamente significativa desde el punto de vista de cualquier
interpretación religiosa de las Novelas ejemplares. El Cristo de
plata sólo es aquí una divinidad inerte. Ni siquiera un fetiche. Funciona como
una prueba adevota e irreligiosa de la violación sufrida por Leocadia. Con
todo, voy a entrar en detalles.
¿Cuál es el «discreto designio» en virtud del cual Leocadia, «no por devoción ni por hurto», se apodera del
crucifijo de plata? Ella misma lo expone ante sus padres y ante los lectores:
Les mostró el crucifijo que había traído, ante cuya imagen se renovaron las lágrimas, se hicieron deprecaciones, se pidieron venganzas y desearon milagrosos castigos. Dijo, ansimismo, que aunque ella no deseaba venir en conocimiento de su ofensor, que si a sus padres les parecía ser bien conocelle, que por medio de aquella imagen podrían, haciendo que los sacristanes dijesen, en los púlpitos de todas las parroquias de la ciudad, que el que hubiese perdido tal imagen la hallaría en poder del religioso que ellos señalasen, y que ansí, sabiendo el dueño de la imagen, se sabría la casa y aun la persona de su enemigo (310).
El lector sabe que
Leocadia no se llevó el crucifijo «con propósito»
de recordarle a Dios el agravio de que fue víctima. De hecho en la novela no se
vuelve a hablar del crucifijo para nada hasta ahora. Y esta interpretación aquí
aducida por Leocadia es una interpretación a posteriori,
reconstruida retrospectivamente, determinada por el discurso de su padre
anciano, e implantada con el fin de exponer lo sucedido para acomodarlo a la
resignación moral de la derrota que supone vivir en una secreta deshonra. Leocadia
se llevó el Cristo de plata con intención de identificar a su violador sin
identificarse ella como sabedora de él. No quiso conocer a Rodolfo el día de
marras porque no quería hacerle saber a él que ella disponía del conocimiento
de su identidad como violador, pero no porque renunciara para siempre a
identificarle como su violador. Ella quería saber, pero sin delatar la posesión
de sus conocimientos. Tal era su estrategia, y para ejecutarla materialmente
quiso disponer del Cristo, que «no por devoción ni
por hurto» (309).
El celoso extremeño
Carrizales, el viejo
celoso extremeño, es probablemente uno de los personajes patológicos más
peligrosos de la literatura cervantina. Los celos, que cuando existen con causa
real se llaman cuernos, asolan la vida del viejo y de cuantos están a su
alrededor. El celoso extremeño, en su versión impresa de 1613,
puede leerse en contrapunto o en symploké con la versión de
Porras de la Cámara, con el entremés de El viejo celoso (1615)
del propio Cervantes, y también con el Othello (1622) de
Shakespeare y el Sganarelle ou le cocu immaginaire (1660) de
Molière. Carrizales es un personaje anómico, patológico, irracional. Derrocha
vida y dinero entre milicia y mujeres, y en la cúspide de una vejez remozada
con lingotes de oro casa con una niña ventanera a la que trata de enterrar en
un gineceo indesvirgable. El desenlace será funesto para el viejo y la niña.
Especial mención
merece la irreverente y sarcástica parodia de juramento que pronuncia Loaysa
ante el senado de mozas, eunuco y dueña:
Por cierto, señoras hermanas y compañeras mías, que nunca mi intento fue, es, ni será otro que daros gusto y contento en cuanto mis fuerzas alcanzaren; y así, no se me hará cuesta arriba este juramento que me piden; pero quisiera yo que se fiara algo de mi palabra, porque dada de tal persona como yo soy, era lo mismo que hacer una obligación guarentigia; y quiero hacer saber a vuesa merced que debajo del sayal hay ál y que debajo de mala capa suele estar un buen bebedor. Mas para que todas estén seguras de mi buen deseo, determino de jurar como católico y buen varón; y así, juro por la intemerata eficacia, donde más santa y largamente se contiene, y por las entradas y salidas del santo Líbano monte, y por todo aquello que en su proemio encierra la verdadera historia de Carlomagno, con la muerte del gigante Fierabrás, de no salir ni pasar del juramento hecho y del mandamiento de la más mínima desechada destas señoras, so pena que si otra cosa hiciere o quisiere hacer, desde ahora para entonces y desde entonces para ahora lo doy por nulo y no hecho ni valedero (354-355).
El paródico juramento
de Loaysa se pronuncia como respuesta a la exigencia de la dueña Marialonso de
someter formalmente al virote a su propia jurisdicción: «vuesa merced nos ha de hacer, primero que entre en
nuestro reino, un muy solene juramento de que no ha de hacer más de lo que
nosotras le ordenáremos» (354). De acuerdo con esta fórmula, incluso
aunque Loaysa hubiera jurado seria y verdaderamente, aún actuando según la
versión del manuscrito de Porras de la Cámara, no habría incurrido en perjurio,
pues en ningún punto habría quebrantado su palabra dada. El virote no hará en
casa de Carrizales nada que la dueña no haya dispuesto y ordenado previamente.
En consecuencia, si
Loaysa obsequia a los lectores con este innecesario simulacro de juramento, no
será tanto por su propia necesidad para disponer la acción que pretende llevar
a cabo, cuanto por iniciativa del autor, y no del narrador, el cual, anulado
por Cervantes, ha cedido enteramente la palabra al personaje. Es el autor quien
sí ha querido exponer ante el lector el discurso paródico, e incluso
sarcástico, de un juramento —que muy fácilmente podría haber excusado— cuyo
objeto de burlas no sólo son las creencias religiosas y el honor de las partes
implicadas, lo que no es poca sustancia, sino de forma específica, el
catolicismo: «determino de jurar como católico...»,
etc. Al igual que en Rinconete y Cortadillo, los personajes más
católicos son los más desvergonzados.
Si Loaysa hubiera
jurado en serio y rigurosamente, el resultado final habría sido el perjurio, al
quebrantar la palabra dada a las obligaciones y preceptos asumidos; pero al
jurar en vano y en ridículo, no sólo queda exento de cumplir cualquier
palabra, pues no ha dado ninguna, sino que además confirma la complicidad de la
dueña, quien de este modo advierte a título personal las intenciones del
virote. Es Marialonso quien exige el juramento y propone la fórmula. El
propósito es captar perlocutivamente las intenciones puntuales de Loaysa.
¿Viene el virote por alguna moza en concreto o puede ser ella una de las
afortunadas? Hasta oír el juramento la dueña no dispone de ninguna prueba
fehaciente y positiva de las verdaderas intenciones del virote. Segura de ellas,
no tardará en querer ser la primera, aunque de inmediato se contentará con ser
el segundo plato a condición de servir el primero.
De cuantos personajes
asisten al paródico juramento de Loaysa, sólo Marialonso está en condiciones de
captar formalmente el disparate de sus contenidos, así como de interpretar
funcionalmente las consecuencias prácticas de tal forma de hablar. El resto de
las mozas, ingenuas y doncellas —excepto la negra Guiomar, que es doncella pero
en absoluto ingenua, pues advierte que ningún valor tendrá tal juramento—, se
quedan sin entender nada de cuanto dice el galán.
El «juramento» de
Loaysa es más propio de entremés que de novela ejemplar. ¿Por qué
Cervantes hace jurar a Loaysa en tales términos? La dueña le pide que jure para
ver en qué medida ella puede aprovecharse o participar de las intenciones de
Loaysa, pero, ¿y Cervantes? Incluso en la versión de Porras de la Cámara, tan
cruda en otros aspectos, como la consumación del adulterio, y la muerte
violenta de Loaysa por un antiheroico disparo de arcabuz, reproduce el paródico
juramento en términos mucho más fluidos, retóricos e insulsos. Cervantes hace
jurar así a Loaysa, sin interferencias del narrador y a instancias de un
personaje no menos corrupto que el propio virote, con el fin de arremeter
contra las formas objetivas de expresión religiosa, que se critican de forma
constante en la obra literaria de Cervantes, y que en este caso se manifiestan
a través de un paródico juramento hecho en nombre de la fe católica,
protagonizado por un individuo en el que se amalgaman múltiples atributos
moralmente negativos, propios de la picaresca, la delincuencia y el
donjuanismo.
Cervantes no ataca,
cuestiona o ridiculiza las formas objetivas de expresión religiosa impunemente,
sino sólo encarnándolas en personajes moralmente proscritos en su época, bien
como individuos, bien sobre todo como arquetipos sociales (sea el caso de la
cofradía de Monipodio). Sin embargo, de un modo u otro, tales formas objetivas
de expresión religiosa no salen indemnes de su paso por la literatura
cervantina. El «juramento» de Loaysa es una parodia que tiene por artífice a
Cervantes, por sujeto a Loaysa, por objeto al honor y a la fe católica, y por
código al lenguaje jurídico y al discurso religioso.
Cervantes nunca hará
una parodia de las formas objetivas de expresión religiosa tomando como sujeto
a un hombre o una mujer virtuosos. Algo así sería un ultraje a la justicia
eclesiástica de su tiempo, un delito intolerado. Sin embargo, Cervantes sí parodia
estas fórmulas religiosas tomando como sujeto de ellas a personajes viciosos,
corruptos o inmorales. ¿Por qué? El creyente dirá, por un lado, que para
reprobar la conducta de tales personajes. Interpretación ingenua o confesional.
No hace falta acudir a la moral religiosa para censurar la inmoralidad ajena a
la misma experiencia religiosa. El crítico dirá, por otro lado, que para
cuestionar las formas objetivas de la religión, y acaso también para criticar
metonímicamente —en el Siglo de Oro hacerlo de otro modo costaría la vida— los
fundamentos positivos de la religión.
La ilustre fregona
Esta novela presenta
un dualismo entre sociedad gentilicia y sociedad política, con importantes consecuencias
filosóficas y literarias muy cervantinas. Las sociedades gentilicias o
supragentilicias son grupos humanos que, con derechos específicos, es decir,
con privilegios, operan en el seno de sociedades políticas, de modo que
actúan con importantes prerrogativas dentro de las normas del Estado.
La visita que en esta
novela protagoniza el corregidor constituye la primera de las tres visitas de
la sociedad gentilicia de los nobles en la sociedad gentilicia de pícaros y plebeyos.
La presencia del corregidor, la visita de la falsa peregrina, en quien se
encubre la persona de una mujer noble y decorosa, violada por don Diego de
Carriazo, padre, y la aparición codal de este último, junto con Juan de
Avendaño, constituyen las tres etapas fundamentales a través de las cuales el
relato desemboca finalmente en el seno de la sociedad política. En
consecuencia, la novela describe y narra el «paseo», violento en unos casos,
ocioso en otros, lúdico con frecuencia, ideal casi siempre, y algunas veces
discretamente crítico, que varios miembros de la sociedad política del Estado
español aurisecular protagonizan en algunas de sus incursiones e inferencias en
sociedades gentilicias que alberga ese mismo Estado, especialmente en lo que se
refiere a sociedades gentilicias como la constituida por la picaresca.
Así, el corregidor es
el primero en plantarse en el mesón del Sevillano para pedir explicaciones
acerca de la identidad de Costanza. Es la forma más pacífica de intervención
que ejecuta la Justicia de la sociedad política en el seno de la historia de la
ilustre fregona. La visita del corregidor inquieta a los gerentes de la posada,
en especial a la esposa del mesonero, «que siempre
estuvo rezando hasta que se fue el Corregidor y vio salir libre a su marido»
(426), pero en absoluto preocupa a la protagonista, que, hablando desde la
seguridad de la inocencia, advierte a sus padres adoptivos que «si algún hubiere sucedido, esté segura vuestra merced que
no tendré yo la culpa» (425).
La presencia del
corregidor impone al relato una analepsis (que los anglosajones modernos
llaman flash-back) que nos retrotrae unos tres lustros en el tiempo
de la historia. El lector descubre muy tardíamente que la novela que lee ha
discurrido hasta el momento in medias res. Como una superfetación,
como una novela dentro de la novela, la historia de una inesperada e
inexpresiva peregrina emerge metanarrativamente para explicar el desenlace de
la historia principal de La ilustre fregona, y para ser objeto de
interpretaciones decisivas en la narrativa cervantina que constituyen las Novelas
ejemplares.
Hablemos
directamente: la supuesta peregrina es una dama noble, viuda y veterana
paridora, la cual, violada impune y caprichosamente por el padre de don Diego
de Carriazo, da a luz, oculta en la posada del Sevillano de la vergüenza de la
deshonra, una niña que se llamará Costanza, y que adoptada por unos mesoneros,
crecerá, moralmente intacta, reconocida con el apodo de la «ilustre fregona».
Lo primero que ha de
advertir una interpretación literaria coherente con lo que el texto dice es que
la peregrina que aquí aparece no es verdadera, sino falsa. Es un tipo de
personaje habitual en la literatura cervantina, que en el Persiles se
convierte en protagonista absoluto, en la pareja que forman Periandro y
Auristela. Su peregrinatio, como el caso de los fingidos Persiles y
Sigismunda, no es fruto de la fe, sino de la astucia. Considerar a la anónima
madre de Costanza como una peregrina que sólo por fe visita el monasterio de
Nuestra Señora de Guadalupe implica imponer al texto de Cervantes una
interpretación fideísta, confesional y dogmática, que, desde criterios
filológicos, filosóficos y científicos, resulta por completo fraudulenta y
demagógica. La religión es aquí, una vez más en la literatura cervantina, un
mito, que permite al personaje de turno actuar impunemente para conseguir sus
objetivos —parir discretamente—, ante la falta de libertad que caracteriza a
una sociedad en la que la violación de la mujer es algo libérrimo e impune —don
Diego de Carriazo, caballero de la orden de Alcántara, la viola, como si tal
cosa, en el interludio de una cacería, que acto seguido prosigue sin más
consecuencias—.
La interpretación (emic)
que da la mujer violada la expone el mesonero con toda objetividad: «y porque había algunos meses que estaba enferma de
hidropesía había ofrecido de ir a Nuestra Señora de Guadalupe en romería, por
la cual promesa iba en aquel hábito» (427). La interpretación (etic) que
hace el crítico, y también los demás personajes que están al corriente de la
causa y consecuencias de la visita de la mujer a la posada del Sevillano, es
decir, la violación y el parto secreto de una niña, está determinada por la
certeza de que la madre de Costanza ni padece hidropesía alguna ni su cuerpo es
objeto de ninguna enfermedad. Simplemente, ha sido violada y va a dar a luz: «sin culpa mía me hallo en el riguroso trance que ahora os
diré. Yo estoy preñada. Ninguno de los criados que vienen conmigo saben mi
necesidad ni desgracia» (427). Si algunos críticos literarios (y
críticas literarias) quieren vivir en la ignorancia en que se encuentran los
criados de esta fraudulenta peregrina, háganlo cómodamente, pero abandonen
entonces toda pretensión de interpretación literaria seria, porque la
literatura no es apta para ingenios ingenuos, y mucho menos para gentes cuyos
conocimientos racionales están determinados y limitados por sus creencias
irracionales y confesionales. No por fe, sino por astucia declarada, esta mujer
se disfraza de peregrina, y así lo sostiene ella misma: «Por huir de los maliciosos ojos de mi tierra y porque
esta hora no me tomase en ella, hice voto de ir a Nuestra Señora de Guadalupe»
(427). No hay pérdida de fe, pues ni siquiera se ha hablado nunca de su
existencia. Hay uso de razón. Un uso muy eficaz y astuto de lo que la razón es.
La razón, neutralizadora de la deshonra. Y de la fe.
La visita de los
padres de Diego de Carriazo y Tomás de Avendaño precipita el final de la
novela, que desemboca en el triunfo de la sociedad política y el éxito de la
eutaxia. El relato de la violación de la madre de Costanza, lejos de percibirse
ahora como el acontecimiento dramático que fue para una viuda forzada y sola,
se interpreta como un exceso juvenil, comprensible y tolerable, del violador,
y, desde el punto de vista de la crítica literaria conservadora, como la
explicación del posible misterio acerca de los orígenes de la ilustre fregona.
El final de la novela
supone la reversión del mundo invertido, es decir, el triunfo de la sociedad
política, algunos de cuyos miembros, por propia voluntad, se han ido de
paseo por las sociedades naturales y gentilicias que la política
autoriza y controla. El discurso narrativo desemboca en la eutaxia. El mundo
invertido, que en su expresión poética ilusiona a los pobres y dignifica a los
ricos, tiene una cita con la realidad política sólo desde la eutaxia, es decir,
sólo desde el buen orden, desde el orden correcto que dispone la sociedad
política dominante y rectora, sociedad política que en el cosmos español
aurisecular está constituida por el Estado, la Iglesia y la alta aristocracia.
Entre el Corregidor y don Diego de Carriazo y don Juan de Avendaño se concertaron en que don Tomás se casase con Costanza, dándole su padre los treinta mil escudos que su madre le había dejado, y el aguador don Diego de Carriazo casase con la hija del Corregidor, y don Pedro, el hijo de Corregidor, con una hija de don Juan de Avendaño, que su padre se ofrecía a traer dispensación del parentesco. Desta manera quedaron todos contentos, alegres y satisfechos, y la nueva de los casamientos y de la ventura de la fregona ilustre se estendió por la ciudad, y acudía infinita gente a ver a Costanza en el nuevo hábito, en el cual tan señora se mostraba como se ha dicho (439).
Aristóteles usa el
término eutaxia en su Política (VI, 6, 1321a), al afirmar que
«la salvación de la oligarquía es la eutaxia». A este concepto remite el final
de la mayor parte de las Novelas ejemplares, y, sobre todo, el
final de La ilustre fregona. Un final esencialmente restaurador,
aristocrático, ejemplar, moralizante por su desenlace antes que por sus
principios y medios. El núcleo de la sociedad política ha sido y es el
ejercicio del poder que se orienta objetivamente a la eutaxia, es decir, a la
imposición de un concepto de orden correcto sobre cualesquiera formas
divergentes de sociedades naturales y gentilicias que puedan desenvolverse en
el interior del Estado.
Las dos doncellas
Secreto y curiosidad
son dos de los móviles fundamentales en la acción de Las dos doncellas.
Secreto es todo aquello cuyo contenido o materia real es, aun conocido por una
o varias personas, inaccesible a la mayoría de los seres humanos, incluso entre
aquellos seres humanos cuyo oficio o profesión consiste en «gestionar» los
contenidos secretos.
El secretismo
caracteriza de forma manifiesta la llegada y estancia de Teodosia en el mesón
de Castilblanco: «Preguntóle [la huéspeda a
Teodosia] si quería cenar y respondió que no, mas que sólo quería que se
tuviese gran cuidado con su cuartago. Pidió la llave del aposento, y llevando
consigo unas bolsas grandes de cuero, se entró en él y cerró tras sí la puerta
con llave, y aun, a lo que después se supo, arrimó a ella dos sillas»
(442). Teodosia es el único personaje capaz de mantener, con la complicidad de
su hermano, el secretismo de su personalidad. No lo logrará Leocadia, por
ejemplo, quien pese a sus cuidados y a sus embustes no puede conservar en
secreto ni su identidad ni sus intenciones.
Frente al secretismo
que caracteriza singularmente a los personajes femeninos de la novela, con
frecuencia sistemática se impone la curiosidad de todos ellos. Así sucede desde
el mismo momento en que Teodosia, disfrazada de hombre, llega a la posada, de modo
que los huéspedes «tanteáronle la edad y se
resolvieron que tendría de diez a seis y siete años. Fueron y vinieron y dieron
y tomaron, como suele decirse, sobre qué podía haber sido la causa del desmayo
que le dio, pero como no la alcanzaron, quedáronse con la admiración de su
gentileza» (442). La curiosidad siempre está determinada por su objeto
de conocimiento, sea lo absoluto o trascendente del mundo, sea lo particular o
inmanente de un hecho concreto. De un modo u otro, la curiosidad es causa de
conductas exploratorias, que con frecuencia revelan cómo el ser humano se
interesa constantemente por asuntos que no le conciernen en absoluto.
Así, por ejemplo, la
curiosidad del segundo visitante de la posada, que resulta ser el hermano de
Teodosia, crece con la indiscreción de la posadera, hasta el punto de que el
recién llegado don Rafael concluye diciendo: «tengo
de ver hombre tan alabado» (443). Y de este modo «volvieron a las alabanzas del huésped encerrado, y
contaron de su desmayo y encerramiento, y de que no había querido cenar cosa
alguna […]. Todas estas exageraciones pusieron nuevo deseo de verle y rogó al
mesonero hiciese de modo como él entrase a dormir en la otra cama»
(444).
Como sabemos, poco
después Rafael consigue entrar en el aposento reservado por su hermana, a la
que el lector todavía no ha identificado como tal, sino como un joven que actúa
en el secretismo más riguroso. Rafael ocupa la otra cama del aposento, «pero ni el otro [Teodosia] le respondió palabra, ni menos
se dejó ver el rostro, porque apenas hubo abierto cuando se fue a su cama, y
vuelta la cara a la pared, por no responder hizo que dormía» (444-445).
Sin embargo, el monólogo de su duermevela delata a Teodosia ante su hermano
Rafael. Se objetiva en este monólogo el comienzo de lo que ha de ser la crítica
de la culpa, como ejercicio y como representación.
No perdamos de vista
a Rafael. La curiosidad es uno de los impulsos más notables en la configuración
actancial de este personaje. Podría decirse que es un prototipo que se mueve
casi exclusivamente por la curiosidad, si no fuera porque su comportamiento se
modula desde la prudencia, la discreción y la razón. Así sucede cuando descubre
en la posada que «era mujer la que se quejaba, cosa que le avivó más el deseo
de conocella» (446). Comparable curiosidad mostrará desde el primer momento
Teodosia frente a Leocadia, vestidos ambos de hombre, al ayudarle tras el
desventurado encuentro con los bandoleros, «preguntándole de dónde era, de
dónde venía y a dónde caminaba» (455). Igualmente, la curiosidad de Rafael está
detrás del hallazgo de Marco Antonio en Barcelona. Y asimismo al final de la
novela, de regreso a su lugar de origen, cuando divisan en lontananza el
combate caballeresco que protagonizan sus respectivos padres, antes incluso de
identificarlos como tales, es Rafael quien «no pudiendo […] sufrir estar tan
lejos, mirando aquella tan reñida y singular batalla, a todo correr bajó del
recuesto, siguiéndole su hermana y su esposa, y en poco tiempo se puso junto a
los dos combatientes» (478).
La curiosidad es
en Las dos doncellas un factor referencial que, en alianza con
el azar, y con una disposición de la acción orientada hacia el logro de los
objetivos por parte de los protagonistas, Cervantes pone a disposición del
narrador con objeto de organizar y concatenar funcionalmente los materiales
narrativos.
El secreto y el deseo
—curiositas— resultan ser conceptos conjugados en el discurso literario
de la novela. En esta conjugación narrativa, Teodosia es el secreto, y
Leocadia, la mentira. El secreto es y no lo parece, frente a la mentira, que
sin ser ella misma un secreto parece ocultar y contener más de un secreto.
Rafael es el deseo y la imaginación, que revierte una y otra vez en afinidad
con la ficción literaria. Por su parte, Teodosia trata de averiguar la verdad,
que Marco Antonio declara in articulo mortis.
Su discurso
representa la interpretación racional de la verdad ante la inmediatez de la
muerte. En el discurso narrativo de Las dos doncellas, el concepto
de «verdad» pertenece al discurso social, y no al literario. No hemos llegado
todavía a El casamiento engañoso. El narrador miente a su vez,
inventando cada vez nuevos nombres para designar al padre de Leocadia —hasta la
escena final—, continuando, así, las mentiras de la muchacha. La «verdad» es
aquí jurisdicción del discurso social, católico y aristocrático, frente a la
mentira, el deseo, la imaginación, que están presentes, indudablemente, en ese
mismo mundo, pero sin gozar de análoga prosperidad ni alcanzar idéntico
triunfo.
La señora Cornelia
Cervantes parece
contraponer en La señora Cornelia el drama a la tragedia, la
información a la desinformación, el racionalismo al indeterminismo, la
discreción y la prudencia a la fuerza de las armas y a los violentos resortes
del código del honor, el control de los hechos al acausalismo de los posibles
desenlaces. Cervantes pone en manos del narrador el relato de un drama que
podría haber sido muy fácilmente una tragedia por causa de honor. La novela, en
realidad, contiene cinco relatos del mismo hecho, que expone cada uno de sus
protagonistas, en la medida en que participan del desarrollo nuclear de los
acontecimientos: Juan de Gamboa (488-489) y Antonio de Isunza (487-488),
Cornelia (493-495) y Lorenzo Bentibolli (498-500), y finalmente el duque de
Ferrara, don Alfonso de Este (507-508). El perspectivismo es manifiesto, y
sobre él se construye formalmente la dispositio del discurso,
en el cual se contiene una idea de libertad caracterizada por la causalidad
humana, es decir, una idea de libertad determinada por la secularización.
Cada uno de estos
personajes se identificará en la evolución de la fábula por su concepto de la
solución del problema, es decir, por su interpretación y actuación material en
el desenlace de los hechos. Así, los españoles Antonio y Juan actuarán desde la
razón de la discreción y la prudencia, recopilando información y disponiendo la
causalidad de los hechos hacia una solución real del problema. Cornelia,
carente con frecuencia y casi por completo de libertad, es decir, de
posibilidades personales de convertirse ella misma en causa de hechos, actúa
—con temor y limitada personalidad— siempre por reacción, inducida y conducida
por los demás. Como su ama, Cornelia actúa para huir. Y yerra sucesivamente. Su
hermano Lorenzo actúa igualmente por reacción, aunque en su caso muy masculina
y aurisecularmente: quiere matar al duque. Es decir, actúa desde la ignorancia
de los hechos acaecidos e inducido por el determinismo del código del honor. Su
libertad es escasa. Tan escasa como su conocimiento y tan limitada como su
capacidad para generar causas de hechos que neutralicen o interfieran en el
determinismo del código del honor. Parece un personaje calderoniano.
Serán los españoles,
Antonio y Juan, quienes hagan acopio de la información necesaria, para
clarificar lo que realmente ha sucedido y para justificar explicativamente cómo
ha tenido lugar; y no sólo eso, sino que además tendrán potencia y facultades
suficientes para generar una serie de hechos cuya causalidad impide un
desenlace en el que triunfe el previsto determinismo de las leyes auriseculares
del honor. Es decir, serán los españoles quienes eviten que el drama se
convierta en tragedia. Se comportan con la capacidad y el racionalismo de quien
puede manipular el curso de la Fortuna. El duque, por su parte, está a la
altura de su futuro cuñado: actúa un tanto a lo loco, por una parte, y, por
otra, parece temer más a su madre moribunda que a Lorenzo Bentibolli
enfurecido. Los españoles forman parte de la solución; los italianos —esta
vez—, parte del problema. El narrador, indudablemente, gusta de sugerirlo cada
dos por tres.
Todos los usos de la
idea de libertad pueden organizarse o declinarse en tres casos fundamentales,
que denominaré genitivo —libertad de—, dativo —libertad para— y
ablativo —libertad en—. Los tres casos están concatenados entre sí, y se
desarrollan de forma integradora, pues siempre que un sujeto existe, dispone, o
no, es decir, positiva o negativamente, de libertad de hacer
algo para algo o alguien en un contexto o
circunstancia dados.
En el primero de
estos casos, la libertad genitiva, o libertad de, expresa ante todo
la idea de libertad como posesión del sujeto, como atributo del yo,
al contener el conjunto de potencias (poder), facultades (saber) y voliciones
(querer) que capacitan a un yo para hacer, o no hacer, algo en
un contexto determinado. Lo que enfatiza la libertad genitiva son las
cualidades del sujeto en tanto que emanan del propio sujeto. La fuerza de la
libertad está, en este caso, en las fuerzas materiales de que dispone una
persona: sus posibilidades físicas, sus competencias cognoscitivas, sus
recursos volitivos.
En el segundo caso,
la libertad dativa, o libertad para, implica e integra la libertad
genitiva, es decir, la acción de un sujeto, determinado por sus potencias,
facultades y voliciones, para destinar los contenidos materiales de la acción
ejecutada hacia una finalidad proléptica, la cual imprime a la libertad una
dimensión teleológica, de cuyo éxito o fracaso dependerán futuras condiciones
evolutivas, en las que, como destinatarios, pueden estar implicados tanto
sujetos humanos como objetivos operatorios.
El tercer caso es el
de la libertad ablativa, o libertad en, la cual implica e integra
las dos anteriores, esto es, la libertad genitiva de un sujeto y la libertad
dativa de las consecuencias de su acción, que, en términos de libertad
ablativa, resulta contextualizada o circunstancializada en una codeterminación
de fuerzas, las cuales actúan materialmente sancionando y clausurando el estado
de la acción ejecutada. La libertad ablativa, o libertad en,
representa siempre una concepción negativa de la libertad, porque en todo
contexto en el que se manifieste la libertad, ésta habrá de enfrentarse a
fuerzas negativas, resistencias ante sujetos, objetos o situaciones.
La libertad ablativa
representa el espacio de la confrontación, los límites de la libertad genitiva
—los límites de la fuerza, la necesidad, el entusiasmo, el saber— y la
comprobación de las consecuencias de la libertad dativa —los resultados de
éxito o fracaso a los que ha conducido la prudencia o imprudencia de una
acción—, el grado de inmunidad frente a la resistencia que hay que superar, es
decir, el precio del ejercicio de la libertad, el coste de la acción, la
hipoteca de los hechos. En una palabra: el número y el coste de las bajas. La
libertad ablativa es, en suma, una expresión acaso oximorónica, que remite sin
duda a los cércenos que ha de padecer el sujeto libre.
En suma, libertad
genitiva es la libertad de que dispone el yo a la hora de
actuar y de ejecutar determinadas acciones. Libertad dativa sería la que ese
mismo yo desarrolla para conseguir determinados logros
materiales. Por último, libertad ablativa será aquella que limita la libertad
genitiva y la libertad dativa de ese yo, es decir, la libertad que
contrarresta las acciones (desde el punto de vista de su grado de posibilidad,
conocimiento y volición) y los objetivos de ese yo. La libertad
ablativa no es solamente la libertad de los demás tratando de actuar sobre la
mía, lo que nos sitúa en el eje circular (humano, personal, social) del espacio
antropológico, sino también el contexto en el que yo actúo, con toda la
codeterminación de fuerzas que operan en él, erosionando mi capacidad y mis
posibilidades de acción, es decir, desde los referentes que se objetivan en el
eje radial del espacio antropológico (la naturaleza y sus fuerzas físicas, las
cuales sin duda ofrecen mayor o menor resistencia a las acciones de un sujeto
operatorio humano).
Sólo cuando se
proyecta una acción (libertad dativa) de la que el sujeto se siente capaz
(libertad genitiva) se podrá advertir con precisión las trabas que impiden
ejercerla (libertad ablativa). Incluso cabe hablar de tales obstáculos, es
decir, de la ablación de la libertad, como de un despliegue de dificultades
objetivas que se objetivan precisamente por el hecho mismo de ejercer la
libertad (genitiva) con fines prolépticos o intencionales (dativa). Es, pues,
evidente, que la libertad ablativa se manifiesta en el proceso de vencer o
dominar las trabas y dificultades inherentes a todo ejercicio de libertad, el
cual, al brotar del sujeto y pretender fines objetivos, califico
respectivamente de genitivo y de dativo. Si la libertad (genitiva) de un
individuo nos impide hacer lo que las leyes nos permiten (es decir, amenaza
nuestra propia libertad genitiva), podremos resistirla contando con la ayuda
del Estado, el cual en este caso ejercerá para nosotros una libertad dativa, y
para el individuo que nos oprime una libertad ablativa. En consecuencia, en las
sociedades civilizadas no cabe hablar propiamente de libertad al margen del
Estado. Es obvio que el Estado libera (dativamente) al ser humano de las
amenazas que serían propias en el «estado de la naturaleza», y que de forma
simultánea le impone (ablativamente) unos límites que recortan y organizan sus
formas de conducta, de tal forma que el resultado es un sistema de deberes y
derechos objetivados en un ordenamiento jurídico. Todo lo cual supone una razón
social y política de ser, es decir, una educación, un Estado y un gobierno
libremente elegido, es decir, una sociedad política.
En el Antiguo
Régimen, la ablación de la libertad, aunque ejercida por el Estado, o por la
Iglesia a través del Estado, proyectaba sus fundamentos en la legitimidad de un
supuesto orden moral trascendente y metafísico. En el Nuevo Régimen, este
fundamento es esencialmente estatal y político.
Sea como fuere, desde
la perspectiva ablativa, la libertad humana queda gravemente comprometida,
incluso hasta su disolución, en el mundo antiguo, por el determinismo numinoso
o metafísico, cuya emanación se atribuía a un orden moral trascendente, objetivado
en la idea de uno o varios dioses dominantes; y en el mundo moderno, por
los totalitarismos políticos, que pueden anular completamente la libertad
humana, es decir, alcanzar su ablación absoluta.
Esta interpretación
metafísica o teológica, de la libertad es la que contiene y expresa casi toda
la literatura europea anterior al siglo XVIII, salvo excepciones fundamentales
de la literatura española, como obras cuyos protagonistas son Celestina, don Juan
o don Quijote.
El personaje
literario de la Antigüedad interpreta su vida con el fin de justificar la
legalidad y la coherencia de un orden moral trascendente. Tal es la
interpretación desde la que Edipo explica la causalidad de su vida y su
destino, en el marco de las religiones secundarias o mitológicas del mundo
griego. Lo mismo podemos decir de todos los personajes que pueblan la Divina
commedia de Dante, y de los numerosos dramas de Calderón, desde La
vida es sueño hasta melodramas martirológicos como El príncipe
Constante, en el marco —Dante y Calderón— de las religiones terciarias,
monoteístas y teológicas.
El casamiento engañoso
Partiré de este
postulado materialista: la verdad está en los hechos; la mentira, en las
palabras de los sofistas. El casamiento engañoso es una obra
narrativa que se construye literariamente sobre el despliegue y la formulación
de varias realizaciones de la idea de mentira. Se trata de un cuento que
contiene al menos un drama, un entremés y una novela corta. Es decir, el drama
de un soldado grotesco y consumido, el entremés de un «casamiento engañoso» y
la novela corta que —bajo el título Coloquio de los perros— expone,
a modo de retablo expósito, abandonado por su trujamán, los contenidos de una
fábula cínica, imposible y verosímil, cuyos protagonistas son dos perros
locuaces. La idea de mentira es el resultado de múltiples elementos
constitutivos y distintivos de El casamiento engañoso. Su
realización y desenvolvimiento se manifiestan en diversos ámbitos, que remiten
a tres fundamentales: la moral, la ética y la literatura.
El casamiento
engañoso concluye cediendo la palabra al
antropomorfismo animal, en el que se deposita, para mayor ridículo de la
especie humana, el discurso más racional y la moral mejor definida. El animal
es depositario de los valores más preciadamente humanos y logocéntricos: el
lenguaje y la razón. Irónicamente, habla desde la oscuridad de la noche, acaso
desde un cosmos onírico, y siempre rodeado de enfermos, locos o necios, gentes
aisladas de la sociedad, de la ley incluso, y por supuesto de los ideales del
Estado.
Con mucha frecuencia
se ha hablado del cinismo en relación con El coloquio de los perros.
Casi nada a propósito de El casamiento engañoso. Además, siempre se
trae a colación en tales casos el cinismo de los antiguos griegos, más como una
suerte de retórica ilustrativa de la crítica literaria que como lo que
realmente fue: una filosofía y una forma de vida. Por otra parte, nunca he
leído nada relativo a las Novelas ejemplares de Cervantes que
considere el cinismo desde el punto de vista de su implantación en el presente
crítico, es decir, siempre se aborda como algo exento del presente de la
interpretación literaria. En este sentido, cuando se habla del cinismo de El
coloquio de los perros se suele incurrir, sin duda de forma
inconsciente, en una reiterada doxografía o doxosofía sobre los tópicos
cínicos.
La etimología que
siempre se aduce para señalar los orígenes del cinismo filosófico parte del
término griego kyón (perro). No obstante, Diógenes Laercio
sugiere el término cinosargo (perro ágil) para designar a
los cínicos, los cuales habrían recibido estas denominaciones como un atributo
honroso, pues reflejaría con la mayor autenticidad el tipo de vida que deseaban
seguir: vivir conforme a la naturaleza, vivir del modo más natural posible.
Como viven de hecho Cipión y Berganza, por ejemplo, siendo testigos
privilegiados e intérpretes singulares de cuantos «secretos» encierra la vida
real.
La filosofía cínica
exhibe un discurso contra la civilización que nace del seno mismo de las
sociedades culturalmente más civilizadas, desarrolladas y sofisticadas. En este
sentido, el cinismo es un producto cultural más de las sociedades avanzadas,
que no existiría sin el lujo y la comodidad que lo hacen materialmente visible
y factible. Difícilmente podemos imaginarnos un diálogo de cínicos en el
Pleistoceno superior.
Con todo, lo que se
pretende subrayar aquí es que la filosofía cínica, que se manifiesta más por lo
que niega —la civilización— que por lo que afirma —la naturaleza en su estadio
de barbarie—, se fundamenta —al igual que la deconstrucción derridiana— sobre
una contradicción insuperable: niega los medios que hacen posible sus fines.
Bien conocida es la imagen que ofrece Diógenes Laercio de Diógenes el Cínico,
quien, al ver a un muchacho beber agua del arroyo con las manos, arroja su
cuenco con el fin de adoptar una forma de comportamiento más próxima a la
naturaleza. Lo que podría preguntársele entonces al cínico de Diógenes, como
—en términos igualmente filosóficos— al cínico de Derrida, es por qué no
renuncian también al lenguaje y a la razón para expresarse, y así alcanzar un
estado mucho más próximo entre Hombre y Naturaleza. Los póngidos y los
homínidos, primeros antropoides del Oligoceno, estaban mucho más próximos a la
naturaleza que cualquiera de los cínicos griegos o de los deconstructivistas
contemporáneos. Ellos apenas disponían de recursos racionales, mientras que los
cínicos y los deconstructivistas, poseyéndolos en grado sumo, actúan para
inducir y educar a los demás en el abandono, respectivamente, de la
civilización y del racionalismo.
El cinismo
contemporáneo —y es el cinismo que caracteriza igualmente a los personajes
de El coloquio de los perros—, finge despreciar las convenciones
morales y sociales, pero —frente a la escuela griega de filosofía cínica— las
acepta plenamente. El cínico contemporáneo, al igual que los cínicos que
protagonizan los relatos de la vida de Berganza, fingen aceptar lo
«políticamente correcto» para introducirse de lleno en la sociedad y,
confundiéndose con el medio, disponer de inmunidad moral para despreciar y
burlarse de todas las convenciones que dicen respetar. Las únicas fidelidades
del cínico son sus intereses prácticos, nunca las normas morales. La ideología
que el cínico contemporáneo dice poseer no es más que un salvoconducto
retórico, un discurso que exhibe para codificarse socialmente como alguien
respetable. En El coloquio de los perros los cínicos no son
Cipión y Berganza, sino todos los demás. A Cipión y Berganza corresponde la
manifestación, nada cínica, dicho sea de paso, del desencanto, el descreimiento
y la desmitificación del comportamiento humano. Su crítica ni siquiera es
denuncia, evita en lo posible la murmuración, y jamás se permite el sarcasmo,
ni la sátira o la risa sardonia.
Cipión y Berganza
hablan incluso como dos ingenuos, cuyas palabras carecen por completo de ironía
—salvo por el intertexto literario en que se sitúa su autor, Cervantes—, y sólo
tienen en común con los auténticos cínicos la obscenidad, es decir, el hecho de
mostrarse a sí mismos, en calidad de mensajeros o relatores —y por la acción
transcriptora, mediadora o transductora de Campuzano—, publicando sin reservas
ni reticencias todo aquello que es moralmente reprobable en una determinada
sociedad. Desde este punto de vista, el cínico se comporta como un moralista
supremacista que critica y denuncia los vicios que impiden la prosperidad de
una sociedad humana. El único cinismo que poseen Cipión y Berganza es el
cinismo que pone de manifiesto la falsa moral, el fraude de las convenciones
sociales y la falacia de lo políticamente correcto en las ascuas imperiales de
la Edad Moderna. Cervantes no quiso poner en boca de personajes humanos el
relato de semejante ruina. En tal caso, habría sido inevitable crear la figura
de un pícaro adulto, en la órbita de Guzmán de Alfarache, o al menos
considerando las leyes gravitatorias generadas por la novela picaresca de Mateo
Alemán. No son los objetivos de Cervantes.
El cinismo del autor
de El casamiento engañoso y El coloquio de los perros no
descubre nada que no se sepa sobradamente. Su crítica no revela ninguna
dimensión moral inédita, ni tampoco inmoralidades incógnitas. Ni siquiera pone
al descubierto la fragilidad ignorada de las convenciones sociales. Cervantes
hace algo mucho más sencillo, dentro de su amplia complejidad, al idear la
aventura de la frustrante relación entre el alférez Campuzano y doña Estefanía,
y al abatir al soldado en el delirio onírico de dos perros locuaces, cuyos
coloquios relata a un no menos singular licenciado Peralta. Cervantes dice en
público lo que tácitamente se silencia. Lo que todos sabemos y nadie se atreve
a decir. El coloquio de los perros es su obra más valiente, la
mejor elaborada —junto al Quijote— en términos literarios
y, pese a ser la más artificiosa de todas sus creaciones, la más íntimamente
ligada a la verdad. Al fin y al cabo, la verdad del mundo es una mentira que
estamos obligados a creer sólo en la medida en que participamos en ella. Sólo
los cínicos, los que se sustraen a ella, al no participar en sus estructuras,
con frecuencia civilizadas y políticas, pueden criticarla libre y obscenamente.
Es el privilegio de la independencia, es decir, el privilegio de quienes viven
emancipados de la vanidad propia y del poder ajeno.
El coloquio de los perros
Me pregunto qué es
más difícil, hacer un milagro o contarlo. El dramaturgo es autor de prodigios;
el novelista, cantor épico en su origen, es un relator, un narrador
sorprendente de hechos igualmente extraordinarios. El poeta, por su parte,
actúa como un chamán, una suerte de mago o hechicero que atribuye a las
palabras de su canto un poder eufórico, capaz de inducir en el oyente una
experiencia sobrenatural, trascendente. Dioses, profetas y magos cumplen
funciones distintas. Dramaturgos, novelistas y poetas, también. No es lo mismo
obrar como un dios que hablar como un profeta. El dramaturgo hace prodigios,
obra milagros; el narrador los cuenta. El primero asombra nuestros sentidos, ha
de provocar espectaculares milagros escénicos que atrapen la atención del
espectador, mediante el uso de sistemas de signos que se objetivan
fundamentalmente en accesorios y palabras; el segundo dispone sólo de palabras,
y de nuestra experiencia en la interpretación de las palabras, para
sorprendernos con una fábula. El poeta, a su vez, actúa como un chamán cuyos
principales prodigios son, casi exclusivamente, sus propias palabras. De un
modo u otro, el milagro inviste de autoridad a quien lo ejecuta. El milagro es
el uso de la magia por delegación o mandato de un dios. Esta magia pertenece
con frecuencia al ámbito de la moral: a menudo nos preguntamos si los magos son
buenos o malos, si sirven al bien o al mal. Ante los profetas, sin embargo, la pregunta
es si mienten o si dicen la verdad. Con una prosa así se seduce fácilmente al
lector anglosajón. La tradición literaria hispanogrecolatina exige algo más.
Dejemos, pues, el estilo de T. S. Eliot, George Steiner o Harold Bloom.
Siempre que se
interpreta se interpreta para alguien. Recepción e interpretación
son actos distintos, como la lectura y el comentario son experiencias
diferentes y disociables. Toda interpretación es, de hecho, una experiencia
dativa. Una transducción. Toda narración lo es también. Se narra para
alguien. Cuando la narración, es decir, el contenido de la fábula, evoluciona
de forma dialogada, este valor dativo se intensifica, resulta aún más dominante
y recursivo, más recurrente que de costumbre. Tal es lo que sucede en la novela
de El coloquio de los perros. Cipión y Berganza se convierten,
hablante y oyente, en el motor dialógico de una fábula cuyo contenido crece en
la medida en que discurre un diálogo. Fábula y dialogía son aquí, una vez más
en Cervantes, conceptos esenciales.
El personaje
barroco es, de este modo, un personaje complejo en la medida en que está
implicado en una narración compleja. Es una criatura que se complica por causa
de la comunicación del relato del que forma parte, bien como protagonista, bien
como narrador, bien como uno y otro juntamente. Se trata con frecuencia de
personajes imbricados en relatos y procesos narrativos especialmente irónicos
en su propia génesis y desarrollo. El coloquio de los perros, como
también el Quijote, constituye en este sentido una obra
paradigmática. La novela es ambigua desde su mismo título. Se nos presenta como
«novela y coloquio». De este modo se
objetiva, desde el título, la complejidad de todo un proceso destinado a la
comunicación narrada de un diálogo imposible, milagroso y verosímil.
El episodio de la
bruja Cañizares se ha considerado, en ocasiones, como el momento nuclear
de El coloquio de los perros. Incluso se ha llegado a hablar de
novela interpolada dentro de la narración de Berganza, y se ha querido ver en
las palabras de la hechicera una metáfora del mismo Coloquio y
aun de toda la ficción novelística de Cervantes. Berganza relata el episodio de
la Cañizares como una explicación auténtica y verosímil acerca de su origen,
supuestamente humano, como hijo de la bruja Montiela. Sólo algo así podría
«explicar» el habla y el discurso de que son sujetos Cipión y Berganza. De
todos modos, que así lo crean Cañizares, Berganza, y algunos críticos
contemporáneos, no nos obliga a los demás a suponer que Cervantes también lo
creía.
¿Eres tú, hijo Montiel? ¿Eres tú, por ventura, hijo? […], hijo mío […], que sé que eres persona racional y te veo en semejanza de perro, si ya no es que esto se hace con aquella ciencia que llaman tropelía, que hace parecer una cosa por otra […]. Tu madre, hijo, se llamó la Montiela, que después de la Camacha fue famosa; yo me llamo la Cañizares, si ya no tan sabia como las dos, a lo menos de tan buenos deseos como cualquiera de ellas […]. Estando tu madre preñada y llegándose la hora del parto, fue su comadre la Camacha, la cual recibió en sus manos lo que tu madre parió, mostróle que había parido dos perritos […]. Llegóse el fin de la Camacha, y estando en la última hora de su vida llamó a tu madre y le dijo cómo ella había convertido a sus hijos en perros por cierto enojo que con ella tuvo (590-594).
Poco antes la
Cañizares ha rechazado la interpretación literaria o simbolista de los poderes
reales de la brujería. Ahora, hablando a un perro —imagínense la escena...— al
que considera hijo de su difunta colega, califica de «ciencia»
a la que llaman «tropelía», una suerte de
juego, engaño, trampa o ardid, practicado por los tropelistas, malabaristas y
embaucadores ambulantes. En los países subyugados por el protestantismo se
polemizaba acerca de si las brujas volaban realmente desde lejanas tierras para
celebrar sus aquelarres o si, por el contrario, sufrían alucinaciones
provocadas por drogas. En el Siglo de Oro español, el racionalismo literario se
burlaba de la brujería y de cuantos en ella creían. Con todo, al margen de los
referentes antropológicos de la fábula, nos interesa aquí, en el seno de la
poética del Barroco, una poderosa referencia a la negación de los valores
morales más ortodoxos e inviolables. La Cañizares, personaje grotesco y
esquizoide, por boca de Berganza, según el relato de Campuzano, que en última
instancia nos comunica Cervantes, dice:
Rezo poco, y en público; murmuro mucho, y en secreto; vame mejor con ser hipócrita que con ser pecadora declarada; las apariencias de mis buenas obras presentes van borrando en la memoria de los que me conocen las malas obras pasadas. En efeto, la santidad fingida no hace daño a ningún tercero, sino al que la usa […]. Bruja soy, no te lo niego; bruja y hechicera fue tu madre, que tampoco te lo puedo negar; pero las buenas apariencias de las dos podían acreditarnos en todo el mundo […]. Yo tengo una destas almas que te he pintado. Todo lo veo y todo lo entiendo, y como el deleite me tiene echados grillos a la voluntad, siempre he sido y seré mala (597-599).
Esta negación de
valores morales sitúa a la Cañizares en una suerte de nihilismo moral,
comparable en cierto modo al de Celestina. Con todo, Celestina fracasa al final
de sus días, pese a la puesta en escena de sus magias y conjuros, pero la
Cañizares no deja de ser sino una bruja de novela, es decir, una criatura
desmitificada, ridícula, paranoica, e inútil en sus artes de hechicería. Toda
su acción se limita a hablar a un can, a untarse con aceites, y a ser
arrostrada por el animal a un patio exterior, para acabar al amanecer siendo
objeto de burla y escarnio públicos. La descripción física de
Cañizares, tendida y untada, confirma el retrato de un personaje
monstruoso, grotesco y degradante, descomposición barroca del desnudo
de un cuerpo femenino envejecido, cuyo fondo primigenio no fue otro que la
pintura del Renacimiento:
Ella era larga de más de siete pies; toda era notomía de huesos cubiertos con una piel negra, vellosa y curtida; con la barriga, que era de badana, se cubría las partes deshonestas, y aun le colgaba hasta la mitad de los muslos; las tetas semejaban dos vejigas de vaca secas y arrugadas; denegridos los labios, traspillados los dientes, la nariz corva y entablada, desencasados los ojos, la cabeza desgreñada, la mejillas chupadas, angosta la garganta y los pechos sumidos; finalmente, toda era flaca y endemoniada (601).
Mediante la
configuración e interpretación de las formas poéticas más elaboradas, la
literatura sólo habla de realidades. Diríamos, incluso, que con frecuencia la
literatura constituye una prueba cierta de la falta de vida de la que, en el
caso de muchas personas, la realidad adolece. La acción de Dante en los
Infiernos, de don Quijote en sus trascendentes aventuras, de Fausto en
sus pretensiones humanas y metafísicas..., no es sino el resultado de un
intento, más o menos frustrante y subversivo, de dar vida en la realidad a lo
que dicen los libros, las escrituras, las leyes, los cánones, los ideales
eternos. Que se haga verdad lo transcrito en los textos, y que cobre vida
la ficción del más allá, del cielo y sus infiernos, de una edad
dorada y de unos tiempos dichosos, de una juventud recuperable y de un
pretérito tan imaginario como tangible, de una verdad asequible al conocimiento
humano, etc. La vida se deja seducir por las palabras, pero no se transforma
con ellas, en cada acto de lenguaje y de escritura, en lo que ellas dicen, o
quieren decir, para nosotros: la magia es sólo verbo, nada más, un verbo que
nunca ha de hacerse carne. Las palabras se burlan de los objetos; se burlan
también de los sujetos que las utilizan, a los que traicionan constantemente.
Cervantes es muy consciente de este divorcio entre la letra y el ser, entre la
filología y la ontología, y se complace estimulando ante el lector las
posibilidades irónicas del lenguaje, la fábula y la escena, es decir, de la
poesía, la novela y el teatro. La narrativa de Cervantes se nos ofrece como
demostración de que la verdad no es una cualidad de las cosas, sino de la
inteligencia y el racionalismo humanos. Y la inteligencia, fuera del discurso,
no es nada. Porque nada, ninguna relación, puede verificarse sin haber vivido
previamente. La verdad, en suma, es el resultado de un enorme esfuerzo
racional, de dimensiones históricas, geográficas y políticas, en los que la
ciencia y la literatura desempeñan un papel fundamental. Que el racionalismo
literario esté dado a una escala diferente de otros racionalismos, como el
matemático o el químico, no le resta ningún valor, salvo si nos situamos en
un tercer mundo semántico a la hora de juzgar lo que la literatura
es.
________________________
NOTAS
[1] Cito según la edición de las Novelas ejemplares de Cervantes llevada a cabo por Jorge García López, con estudio preliminar de Javier Blasco (Barcelona, Crítica, 2001).
- MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Novelas ejemplares (1613), de Miguel de Cervantes. El triunfo de la razón antropológica sobre la razón teológica», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (VI, 15.15), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).
⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria
- III, 3.4.2 - Literatura crítica o indicativa.
- III, 3.4.4 - Literatura sofisticada o reconstructivista.
- III, 4.5 - Teoría del genio. Explicación y justificación de la genialidad en el arte y la literatura.
- V, 5.4.5 - Novela renacentista italiana, novela sentimental o cortesana en el Quijote.
- V, 5.5.3 - Facultades cervantinas de la poesía como género literario en el Quijote.
- V, 5.5.3.3 - La máxima expresión cervantina de la poesía como «artificio» está en el Quijote: dos sonetos en El curioso impertinente.
- Cervantes, Miguel de: Prólogo a las Novelas ejemplares (1613).
- Cervantes, Miguel de: La gitanilla.
- Cervantes, Miguel de: El amante liberal.
- Cervantes, Miguel de: Rinconete y Cortadillo.
- Cervantes, Miguel de: La española inglesa.
- Cervantes, Miguel de: El licenciado Vidriera.
- Cervantes, Miguel de: La fuerza de la sangre.
- Cervantes, Miguel de: El celoso extremeño.
- Cervantes, Miguel de: La ilustre fregona.
- Cervantes, Miguel de: Las dos doncellas.
- Cervantes, Miguel de: La señora Cornelia.
- Cervantes, Miguel de: El casamiento engañoso.
- Cervantes, Miguel de: El coloquio de los perros.
- Ilíada y Odisea de Homero.
- Antiguo Testamento.
- Edipo, rey de Sófocles.
- Divina commedia de Dante Alighieri.
- Decamerón de Giovanni Boccaccio.
- Cuentos de Canterbury de Geoffrey Chaucer.
- La Celestina de Fernando de Rojas.
- Gargantúa y Pantagruel de François Rabelais.
- Lazarillo de Tormes.
- Cántico espiritual de Juan de la Cruz.
- La Numancia de Miguel de Cervantes.
- Ricardo III de William Shakespeare.
- Don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes.
- Fábula de Polifemo y Galatea de Luis de Góngora.
- Novelas ejemplares de Miguel de Cervantes.
- El burlador de Sevilla, atribuida a Tirso de Molina.
- ¿Por qué en el Quijote de Cervantes está el genoma de la literatura universal?
- ¿Quién es y cómo actúa el narrador del Quijote?
- Gramática del Quijote: personajes, funciones, tiempos, espacios y lenguaje.
- ¿Por qué el Quijote es una parodia contra los idealistas?
- Los 10 principales géneros literarios del Quijote.
- Novela, teatro y poesía: transformación cervantina de los géneros literarios en el Quijote.
- ¿En qué consiste la locura literaria de don Quijote? Literatura y psicopatología
- El don Quijote de Cervantes frente al don Quijote de Avellaneda. ¿Por qué las élites españolas ignoran el Quijote?
- Política y religión en el Quijote: Cervantes no es soluble en agua bendita.
- Todas las formas de la materia cómica en el Quijote: causas y consecuencias de la risa en Cervantes.
- Respuesta de Jesús G. Maestro a 13 preguntas clave sobre la interpretación del Quijote. Presenta y modera: Ramón de Rubinat.
- 10 claves para entender el Quijote. Curso universitario completo impartido por Jesús G. Maestro.
- ¿Cómo leer a Cervantes en las Universidades del siglo XXI? Conferencia en la Fundación Adolfo Domínguez.
- Cervantes, el Quijote y la Filosofía en la novela y teatro cervantinos según la Crítica de la razón literaria.
- 1. La Galatea de Cervantes o cómo preservar la literatura de la religión.
- 2. Cervantes y La Numancia: hacia una poética moderna y contemporánea de la tragedia.
- 2.1. Presencia de La Numancia en diferentes modelos de dramaturgia trágica.
- 2.2. Idea de libertad en La Numancia de Cervantes.
- 3. El personaje teatral en las comedias de Cervantes.
- 4. Los entremeses de Cervantes: ¿ridiculización o comprensión del ser humano?
- 5. Introducción al Quijote. Nueve criterios para interpretar el Quijote.
- 5.0. Filosofía y liderazgo en el Quijote.
- 5.1.1. El narrador del Quijote (1 de 4). Los autores ficticios del Quijote.
- 5.1.2. El narrador del Quijote (2 de 4). ¿Quién es Cide Hamete Benengeli?
- 5.1.3. El narrador del Quijote (3 de 4). Cervantes niega la certidumbre de un mundo unitario.
- 5.1.4. El narrador del Quijote (4 de 4): un cínico y un fingidor. Las mentiras del narrador del Quijote.
- 5.2.1. Suicidas y misántropos: Grisóstomo y Marcela, dos personajes anómicos o patológicos del Quijote.
- 5.2.2. El suicidio de Grisóstomo: el entierro civil más espectacular de la Literatura Española.
- 5.2.3. El mito de la pastora Marcela: la falacia de la libertad y la falacia del feminismo.
- 5.3. La parodia en el Quijote: Cervantes se burla de todos los idealistas.
- 5.4.1. El Quijote y los libros de caballerías.
- 5.4.2. El Quijote y la novela pastoril: un género literario bajo la dialéctica del realismo.
- 5.4.3. El Quijote y la novela bizantina: la caricatura del heroísmo idealista.
- 5.4.4. La novela morisca en el Quijote: la verosimilitud es un concepto inútil a la teoría literaria.
- 5.4.5. El Quijote y la novela cortesana: de las novelle italianas a la novela perspectivista española.
- 5.4.6. El Quijote y la novela picaresca.
- 5.4.7. Lo fantástico y lo maravilloso en el Quijote de Cervantes.
- 5.4.8. El Quijote y la novela autobiográfica: la realidad personal de la ficción en la novela moderna.
- 5.4.9. La novela epistolar en el Quijote: la carta como origen y modelo del ensayo.
- 5.4.10. El Quijote de Cervantes y la literatura sapiencial.
- 5.5.1. Don Quijote y su discurso sobre la Edad de Oro: una completa parodia del idealismo político.
- 5.5.2. La cara oculta del Quijote: originalidad del teatro de Cervantes intercalado en el Quijote.
- 5.5.2.1. Cervantes construye en el Quijote el teatro épico que, sin razón literaria, se atribuye a Bertolt Brecht.
- 5.5.2.2. Cómo interpretar las apariencias de la realidad a través de la literatura: don Quijote y el carro de las cortes de la muerte.
- 5.5.2.3. Cervantes, censor de obras literarias ajenas: el arte sin normas es un timo ideológico y un fraude cultural.
- 5.5.2.4. La vida humana como autoengaño individual y colectivo: la narración del Quijote como puro espectáculo teatral.
- 5.5.2.5. Cómo integrar el teatro en la novela moderna desde la comedia renacentista y barroca: así supera Cervantes la dramaturgia de Shakespeare.
- 5.5.3.1. Introducción a la poesía de Cervantes: idea de la lírica según don Quijote.
- 5.5.3.2. Cervantes y la poesía como artificio de ficciones: amar en verso en más importante que amar (sin más).
- 5.5.3.3.1 Secretos de la poesía: Argensola y Cervantes o cómo engañar con la verdad haciendo versos.
- 5.5.3.3.2. Las 5 características esenciales de la poesía de Miguel de Cervantes.
- 5.5.3.3.3. Cervantes, en la poesía, reemplaza la biografía personal y la verdad por el artificio y la mentira.
- 5.5.3.4.1. Más allá de la poesía del Quijote: introducción al Viaje del Parnaso de Cervantes.
- 5.5.3.4.2. Autorretrato literario de Cervantes: poeta cínico y filósofo burlón. Sobre el Viaje del Parnaso.
- 5.5.3.4.3. Cervantes insiste hasta la muerte en que la literatura es una lucha de la civilización contra la barbarie.
- 5.6.0.1. La locura de don Quijote es un artificio lúdico y crítico de Cervantes.
- 5.6.0.2. Don Quijote es un cuerdo que se finge loco para actuar con mayor libertad política.
- 5.6.1. Juego, fuero y locura en el Quijote: 3 trucos no literarios para sustraerse a las normas y a la ley.
- 5.6.2. La locura de don Quijote como eximente de responsabilidades: perdona a tus enemigos, pero no a los enemigos de tu lengua.
- 5.6.3. Así se divierte un «loco» como don Quijote: la locura como un uso lúdico de la razón.
- 5.6.4. Un envidioso es alguien que ha fracasado en su deseo de ser original: La locura de Cardenio frente a don Quijote.
- 5.6.5. La locura no es objeto de la medicina, sino de la literatura: don Quijote y el uso patológico de la razón.
- 5.6.6. La locura es la forma de cinismo preferida por las personas inteligentes: Don Quijote, el mayor cínico de la literatura universal.
- 5.6.7. ¿Por qué los locos necesitan público para teatralizar su locura? Don Quijote y la complicidad social de la locura.
- 5.6.8. ¿Por qué don Quijote no está realmente loco, sino que finge su locura?
- 5.6.9. El Quijote y las 4 ideas de locura presentes en la Literatura Universal.
- 5.7.1. Don Quijote como prototipo literario: el don Quijote de Avellaneda contra Cervantes y su filosofía.
- 5.7.2. La dialéctica entre Quijotes: Avellaneda contra Cervantes.
- 5.7.3. Don Quijote como personaje literario: Cervantes contra Avellaneda.
- 5.7.4. El Quijote de Avellaneda como parodia del Quijote de Cervantes.
- 5.7.5. El Quijote de Avellaneda como interpretación contrarreformista del Quijote de Cervantes: una transducción aberrante.
- 5.8.1. Contra las interpretaciones que hablan del Quijote como una obra literaria en la que todo es relativo.
- 5.8.2. Cómo explicar las ideas religiosas de Cervantes en el Quijote y su obra literaria.
- 5.8.2.1. El idealismo es una insatisfacción permanente: lo numinoso en el Quijote o las consecuencias del desengaño.
- 5.8.2.2. Autoengaño político y religioso: la mitología en el Quijote o la farsa del espectáculo.
- 5.8.2.3. Cervantes no es soluble en agua bendita: lo teológico en el Quijote o la antesala del ateísmo cervantino.
- 5.8.2.3.1. Cervantes y la Iglesia: don Quijote es el personaje que más curas apalea de la literatura universal.
- 5.8.2.3.2. Cervantes juega contra la religión: don Quijote hace un uso profano e indecoroso del rosario.
- 5.8.2.3.3. Cervantes juega con el suicidio y contra los sacramentos: Quiteria y Basilio, la farsa de un suicida astuto impostor e inconfeso.
- 5.8.2.3.4. 10 razones por las que Cervantes no es soluble en agua bendita y el Quijote es obra de un ateo.
- 5.8.3. Sobre las ideas políticas de Cervantes en el Quijote: objetivo de la crítica literaria posmoderna.
- 5.8.3.1. Las llamadas «minorías» en el Quijote y la literatura de Cervantes. Negocio de la crítica literaria posmoderna.
- 5.8.3.2. El morisco Ricote y los amigos del comercio: contrabandistas alemanes en un Quijote muy cervantino y muy antierasmista.
- 5.8.3.3. El Quijote y la libertad: la guerra es la distancia que separa a los idealistas de la realidad.
- 5.8.3.4. Zoraida y el cautivo, una extraña historia de amor y libertad en un Quijote sin dioses ni milagros.
- 5.8.3.5. Cervantes y sus ideas sobre la libertad y la justicia en el Quijote: la liberación de los galeotes.
- 5.9.1. La risa en el Quijote: al poder solo se le puede seducir, vencer o burlar.
- 5.9.2. La esencia de lo cómico en el Quijote de Cervantes: la experiencia cómica siempre contiene una experiencia crítica.
- 5.9.3. Lo grotesco, lo ridículo y la caricatura en el Quijote: lo paranormal como objeto de risa.
- 5.9.4. Escarnio y sarcasmo en el Quijote: las dos formas más violentas de lo cómico.
- 5.9.5. La negación del carnaval en el Quijote: contra Bajtín y los cervantistas carnavalescos.
- 5.9.6. En el Quijote no hay humor, ni sátira, sino ironía.
- 6. Crítica al Prólogo de las Novelas ejemplares de Cervantes.
- 6.0.1. Mujeres malvadas en la obra literaria de Miguel de Cervantes.
- 6.1. La gitanilla de Cervantes: la ética contra la moral.
- 6.2. Política y religión en El amante liberal de Cervantes.
- 6.3. Iglesia, nobleza y delincuencia organizada en Rinconete y Cortadillo de Cervantes.
- 6.4. El triunfo de la libertad humana en La española inglesa de Cervantes.
- 6.5. El individuo contra la sociedad en El licenciado Vidriera de Cervantes.
- 6.6. Fuerza y materia en La fuerza de la sangre de Miguel de Cervantes.
- 6.6.1. El patriarcado contra la violación aristocrática de la mujer en la literatura de Cervantes: La fuerza de la sangre.
- 6.7. Sarcasmo, parodia y celos en El celoso extremeño de Cervantes.
- 6.8. El Estado y el individuo ante las sociedades gentilicias: sobre La ilustre fregona de Cervantes.
- 6.9. Culpa, responsabilidad y arrepentimiento en Las dos doncellas de Cervantes.
- 6.10. ¿Qué es la libertad y para qué sirve? Sobre La señora Cornelia de Cervantes.
- 6.11. La mentira en El casamiento engañoso de Cervantes.
- 6.12. El coloquio de los perros: desmitificación crítica de todos los idealismos.
- 8.2. El narrador en el Persiles de Cervantes. Un ateo católico en el Siglo de Oro.
- 8.3. La risa en el Persiles: el humor de Cervantes que la crítica se negó a reconocer.
- 8.4. La ironía en el Persiles: Cervantes se burla de las normas de la literatura y de la religión.
- 8.5. La revolución religiosa del Persiles de Cervantes.
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