V, 5.5.3.3 - La máxima expresión cervantina de la poesía como «artificio» está en el Quijote: dos sonetos en El curioso impertinente

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





La máxima expresión cervantina de la poesía como «artificio» está en el Quijote:
dos sonetos en El curioso impertinente


Referencia V, 5.5.3.3

 

la poesía como «artificio» está en el Quijote: dos sonetos en El curioso impertinente; Jesús G. Maestro

Y lo está concretamente en los sonetos de Lotario a Clori, trasunto literario de Camila, la mujer del curioso impertinente, Anselmo. Los dos sonetos de Lotario condensan el mayor artificio poético de la literatura universal, al objetivar un recurso muy caro al Barroco hispano, como prototipo de una sofística igualmente universal: el engaño a través de la declaración de la verdad. Y todo ello desde la ingeniería de una ficción literaria formalizada en tres niveles de recursividad metaliteraria o literatura envolvente e integradora: 1) la ficción del Quijote, que circunscribe y condensa la ficción del relato intercalado de El curioso impertinente ―en connivencia, además, con 2) otra novelita sentimental o italiana, imbricada en la fábula principal, como es la de Luscinda, Cardenio, don Fernando y Dorotea―, 3) dentro del cual relato de El curioso impertinente tiene lugar la farsa de los amores disimulados entre Lotario y Camila, cuya representación acontece ante los cinco sentidos del imprudente e insensato Anselmo, el amigo indiscreto, por sí solo engañado y al fin traicionado por su esposa Camila, en brazos de Lotario, 4) artificioso poeta y franco enamorado. Está claro que el artificio de la poesía cervantina no se limita al lenguaje, a la retórica de la literatura, en sentido estricto o literal, sino que implica también, y de forma decisiva, la poética de la fábula literaria, en la que este tipo de poesía se inserta, resemantizando la misma literatura que la envuelve, y con la que interactúa de forma literariamente plena. Los sonetos de Lotario a Clori ―esto es, a Camila― no se pueden extraer del contexto narrativo en que se encuentran. Y no deja de ser irónico que, con apenas una mínima variante de autor, uno y otro soneto procedan de una obra literaria precedente, La casa de los celos, una comedia cervantina de exigente complejidad constructiva y de no menor enredo en cuanto a interpretación teatral y literaria. El artificio del lenguaje poético resulta aquí extremadamente potenciado y galvanizado por el barroquismo ―en relieve y profundidad― de la poética literaria, la implicación de la metaliteratura y la dramatización escénica de los hechos, que, para mayor ironía, se objetivan ―en boca de un cura de aldea― en la lectura en alta voz de una novela olvidada en la maleta de un anónimo huésped de paso por una venta manchega.

Como se ha dicho, Cervantes objetiva aquí una idea muy recurrente en el Barroco hispánico: la intención lúdica y crítica de engañar con la verdad. No cabe mayor cinismo. Ni más alta sofistería literaria. Nadie espera que la verdad sea mentira. Sin embargo, éste es un hecho que todo lector de obras literarias debe tener muy claro. Porque la literatura no sólo es una trampa para quien no sabe razonar, sino que es también, con frecuencia, la negación de su sentido literal. Si algo nos enseña el Barroco, en particular, y la literatura española e hispanoamericana muy en particular, es a interpretar y a asimilar un desengaño. Y a prevenirlo. Anselmo, el insensato e impertinente curioso, ni lo advierte ni lo interpreta. Todo lo contrario, lo provoca y se equivoca. Ociosa y gratuitamente. No cabe mayor autoengaño. El desenlace es el de una tragedia inevitable. Todo desengaño remite, obviamente, a una experiencia humana consistente en ser consciente, de forma más o menos puntual o inmediata, tardía o retardada, de un engaño previo, cuyas consecuencias dependerán de diferentes variables, y cuya superación pone a prueba las competencias y facultades humanas de cada uno. El desengaño implica una cita directa y sin intermediarios con la realidad. Implica, ante todo, la destrucción de todo idealismo. Aquí reside fundamentalmente su esencia literaria hispanogrecolatina, frente a una literatura que, como la anglosajona, se ha orientado desde la Edad Moderna a estimular todo lo relacionado con el idealismo, el autoengaño y la evasión de la realidad, hasta desembocar en un Romanticismo del que la Anglosfera, casi en pleno siglo XXI, se esfuerza por mantener activo en todos los órdenes de la vida, la cultura y la democracia posmodernas.

Todo el sistema educativo de las democracias occidentales se basa hoy en día en el autoengaño colectivo y en el idealismo democrático de diseño posmoderno. Es una ideología totalmente incompatible con la esencia crítica del pensamiento clásico y de la tradición literaria hispanogrecolatina, cuyo objetivo era educar al ser humano en el desengaño frente a las apariencias de la realidad y contra sus falacias[1]. El desengaño implica y exige, ante todo, identificar y reconocer el «artificio». Saber interpretar sus recursos y ser capaz de gobernar todas sus posibilidades de seducción. En una palabra: sobrevivir al idealismo. Hacerse compatible con la realidad y evitar de este modo el fracaso. La conciencia del desengaño, tan genuinamente barroca, preserva la vida humana en mejores condiciones de las que ofrece el idealismo, esa caverna platónica contemporánea, ese tercer mundo semántico de nuestro tiempo: la filosofía alemana ilustrada, romántica y posmoderna, de Kant a Freud y de Marx a Habermas. Este hecho permite explicar muy nítidamente diferencias dialécticas fundamentales entre Hispanosfera y Anglosfera. La cultura anglosajona vive bajo la hipnosis del idealismo. Un idealismo que desde la Ilustración europea ha exportado al resto del mundo, y que Estados Unidos ha globalizado ―hasta la degradación― desde la segunda mitad del siglo XX.

Con todo, no deja de ser igualmente irónico que tengamos que acudir a Lupercio Leonardo de Argensola (1559-1613) para explicitar lo más claramente posible esta idea de «artificio» que ―si bien está presente en la poesía de Cervantes de forma mucho más compleja y profunda― el soneto del aragonés objetiva, por lo que se refiere a la retórica de la literatura, mejor que nadie. Me refiero al célebre soneto XLV, dedicado «A una mujer que se afeitaba y estaba hermosa»[2]:

 

    Yo os quiero confesar, don Juan, primero:
que aquel blanco y color de doña Elvira
no tiene de ella más, si bien se mira,
que el haberle costado su dinero.       
 
    Pero tras eso confesaros quiero      
que es tanta la beldad de su mentira
que en vano a competir con ella aspira
belleza igual de rostro verdadero.
 
   Mas, ¿qué mucho que yo perdido ande    
por un engaño tal, pues que sabemos
que nos engaña así Naturaleza?
 
    Porque ese cielo azul que todos vemos
ni es cielo ni es azul: ¡Lástima grande
que no sea verdad tanta belleza!

 

La belleza de la naturaleza es una ilusión óptica, un espejismo, una alucinación. Y lo sabemos, somos conscientes de ello, no nos engañamos, pero reconocemos el valor de ese diseño, sea obra de la naturaleza, en el caso de ese «cielo azul», sea obra de un artificio, en el caso de esa apariencia sofisticada que se objetiva en la belleza de una dama que se acicala. Se advierte además que nada nuevo hay en algo así, pues si la belleza de la naturaleza es desde siempre resultado de un engaño a los sentidos, aunque ese engaño se obre de forma natural, como ilusión sensorial, alucinamiento o espejismo, la belleza de cualquier otro artificio ―sea verbal, sea cosmético...― sigue mutatis mutandis un procedimiento equivalente o análogo. No por casualidad el soneto se construye argumentativamente sobre un símil (la naturaleza funciona como funciona un artificio). De cualquier modo, el artificio protagonista, la belleza femenina de diseño artificial, supera y perfecciona la aparente belleza natural del orbe. Ésta es ya una tesis manierista y barroca, y en absoluto renacentista.

El soneto de Leonardo de Argensola se sitúa en el contexto de un coloquio o diálogo franco y confidencial ―una communicatio―, entre un hablante que apela amistosamente a un interlocutor que escucha y cuyo silencio otorga validez, sin réplica alguna, a la argumentación esencial del discurso poético. El soneto, en sí, es una argumentatio, adscribible al género retórico y poético de las probationes argumentativas, no exento de configuraciones dialécticas que enfrentan lo natural a lo artificial para sintetizarlos o conciliarlos finalmente (conciliatio). De hecho, podemos distinguir con claridad cuatro partes muy explícitas, conforme a la retórica de la argumentación clásica: exordium o presentación (primer cuarteto), narratio o exposición (segundo cuarteto), argumentatio o argumentación (primer terceto), y peroratio o conclusión (segundo terceto) con intención conativa o persuasiva, en este caso bajo la forma de epifonema codal y sentencioso: «​¡Lástima grande / que no sea verdad tanta belleza!». La argumentación se ilustra con una comparación o símil (similitudo), entre la belleza natural, en realidad un engaño a los sentidos, y la belleza artificial, que igualmente se reconoce e identifica como otro engaño a los sentidos, capaz de competir, y de superar, «belleza igual de rostro verdadero». Es una forma, sin duda inteligente y aguda, de hacerse compatible con el desengaño. Y de demostrar que se es consciente de él.

Ocurre, sin embargo, que este soneto no argumenta cualquier cosa. Ni de cualquier modo. Lo que argumenta Leonardo de Argensola es la disolución de las ilusiones renacentistas, la deslegitimación del neoplatonismo y la instauración de la poética del desengaño barroco, en términos de un optimismo que poetas posteriores irán disolviendo paulatinamente. Las ideas de verdad y belleza, idealmente unidas e insolubles en la poética renacentista y la filosofía neoplatónica, se divorcian aquí para no volver a reconciliarse literariamente jamás de forma genuina. Cuando la unidad se rompe, la posible restauración posterior nunca recupera la realidad original. En adelante, la belleza es mentira, porque se percibe ya como resultado de un artificio, sea natural ―por engaño de los sentidos―, sea artificial ―igualmente por engaño de los sentidos―. Tanto engaña sensorialmente la naturaleza como el artificio humano. Ambas comparten un mismo objetivo: el asedio de lo sensible y la exigencia de lo inteligible. Dicho de otro modo: la superación del idealismo que nos hace incompatibles con la realidad y la interpretación compleja de esa realidad, que, recíprocamente, nos hace interpretar el desengaño mediante el conocimiento racionalista, crítico y dialéctico de los hechos falaces. Sorprende que, después de este legado de la tradición literaria hispanogrecolatina, la exacerbada y publicitada «Ilustración» dieciochesca, europeísta y afrancesada, concluyera en un Romanticismo anglosajón y germano que proclamara el triunfo de un idealismo tal que sitúa de nuevo al ser humano en posiciones absolutamente incompatibles con la realidad del presente y de la Historia. Esto es la posmodernidad de la Anglosfera: un ser un humano incompatible consigo mismo. Y con el mundo que habita y construye. Inconsciente del engaño en que vive y educado irrevocablemente para protagonizar su propio fracaso.  

La conclusión del poema es un ideario barroco, según el cual no toda belleza es real en tanto que verdadera o genuina, porque en el fondo toda belleza es resultado siempre de una apariencia, natural en unos casos (el cielo azul), artificiosa en otros (el rostro de una mujer bajo los efectos del maquillaje). En suma, el soneto remite a la fórmula general de una paradiástole o distinctio, que vendría a decir que no es oro todo lo que reluce. Porque la esencia de la belleza no es la verdad, sino el artificio, esto es, el engaño hecho arte. Dicho de otro modo: lo inteligible no se puede reducir a lo sensible. Los sentidos, por sí solos, son insuficientes para explicar la compleja realidad (engañosa) de la ontología. Porque la ontología no puede reducirse a psicología. Nótese que éste es precisamente el imperativo más contrariamente radical al pensamiento posmoderno, que exige al ser humano contemporáneo reducir la vida a sentimiento, restringir los hechos a una sensación de los mismos hechos ―a interpretaciones (imaginarias o morales), diría Nietzsche― y reducir la realidad a un ideal desiderativo. La realidad de vivir se sustituye por la «sensación de vivir». No estamos lejos de formular el imperativo categórico kantiano, una auténtica jibarización monista y omnímoda de la moral humana. En lugar de convertir el deseo en realidad, resulta que es la realidad la que se convierte en un deseo. Con frecuencia, inmaterializable, utópico y ucrónico. He aquí la razón de ser del idealismo. La consecuencia es inmediata: un ser humano incapaz de vivir en su propio mundo su propia vida. ¿Es ésta la educación de la Anglosfera, basada en la idealización del dinero ―a través del comercio―, en la idealización del trabajo ―a través de la figura del líder empresarial o emprendedor―, y en la idealización de la felicidad ―a través del autoengaño colectivo―? Pues sí, así es. ¿Cuál es, si no, el objetivo posmoderno de las redes sociales? Redes posmodernas, pescadoras de incautos. Caer en la red es ser presa del idealismo, no de la comunicación. Y aún menos del conocimiento.

Volvamos a Cervantes y a su poesía. Concretamente, a su «artificio», donde estimamos reside la originalidad nuclear de su quehacer como poeta. Evitemos caer en el tópico, ya excesivamente manido, de si Cervantes es buen o mal poeta, si ha sido o no ha sido considerado como buen o mal poeta por sus contemporáneos o los nuestros, etc. Esas consideraciones las ha hecho ya la crítica con harta frecuencia, y no nos han conducido a ninguna parte. De todos los poetas podemos decir que tienen versos mejores y peores. ¿Acaso Unamuno fue mejor poeta que Cervantes en su tiempo? ¿Acaso Valle-Inclán ha sido aún hoy debidamente estudiado como poeta? ¿Acaso todos los poemas de Antonio Machado ofrecen la misma calidad? ¿Acaso la poesía de Ramón de Campoamor merece más atención que la de Cervantes? ¿Fueron más originales ―haciendo versos― Jovellanos, Iriarte o Meléndez Valdés, y los poetas ilustrados, que el autor del Quijote? Sí me parecen acertadas estas palabras de Mata Induráin:

 

En verso está escrita buena parte de su teatro, el Viaje del Parnaso y unas 200 composiciones líricas, sueltas o intercaladas en su narrativa. Como indicara Gerardo Diego, no se puede prescindir de la obra versificada de Cervantes «sin cercenar el alma del glorioso poeta mutilado». Pensemos que fue poeta épico, lírico y dramático (o, en expresión de Cernuda, poeta meditativo, poeta cantor y poeta retórico), y que cuantitativamente escribió más poesía que Garcilaso, Fray Luis de León, San Juan de la Cruz o Góngora. Analizando el conjunto de esa producción, vemos que Cervantes destaca especialmente como poeta lírico, popular, cultivador de formas tradicionales españolas (letrillas, seguidillas, romances, glosas...) y también en la vena satírico-burlesca[3] (Mata Induráin, 2005: 59).

 

Nótese que el comentario de Gerardo Diego, como el de tantos otros poetas, y también eruditos, que se han referido a la poesía de Cervantes, sigue la fórmula de interpretar la literatura escribiendo literatura, con términos bombásticos a más no poder, para, en realidad, no decir nada: «cercenar», «alma», «glorioso», «poeta», «mutilado»... Dejemos estos asuntos a los eruditos de la literatura y a los amantes de datos o florituras de inflación retórica, y vayamos directamente a identificar las que podríamos considerar características de la poesía de Cervantes, las cuales, a mi juicio, son las siguientes.

En primer lugar, cabe hablar de un manierismo, apuntado ante todos por Pedro Ruiz (1985, 1997), que supera el idealismo renacentista de la lírica de Garcilaso y que discurre por los caminos de la poesía de Fernando de Herrera.

En segundo lugar, cabe hablar estrictamente del artificio poético de Cervantes, propio y genuino de su poesía, como de un discurso formalmente lírico pero entreverado funcionalmente de componentes narrativos o diegéticos (se cuentan unos hechos), dramáticos o teatralizados (se representan unos hechos), reflexivos o parenéticos (se juzgan o valoran unos hechos), y ―ampliamente― irónicos, humorísticos y cínicos, en consonancia intertextual con la sátira menipea (se critican y contrastan con agudeza y gravedad unos hechos).

En tercer lugar, hay que advertir en la lírica de Cervantes la presencia de una fuerte dialéctica, que no sólo se objetiva en el uso de tropos y figuras retóricas de fuerte valor antinómico, contrastivo y oximorónico, sino sobre todo en un enfoque explícitamente conflictivo de contenidos, referentes y situaciones, que exigen al lector una visión de la realidad dada entre términos distantes, discordantes e incluso enfrentados entre sí, bajo un efecto de distanciamiento y extrañamiento. Se trata de hechos que, literaturizados o poetizados, requieren en muchos casos una interpretación muy diferente a la de las apariencias, es decir, una interpretación de la realidad que conduce a la desmitificación, el desengaño y la extinción del idealismo, el cual resulta revertido desde una visión materialista de la vida atenta a las posibilidades de supervivencia humana.

En cuarto lugar, la poesía de Cervantes, en particular sus poemas insertados en obras literarias mayores o envolventes, provocan una resemantización o transducción de la literatura que los contiene, y de la que estos poemas forman parte esencial o intensional (núcleo), integrante o extensional (cuerpo) y específica o distintiva (curso). Son materiales literarios nucleares, porque sin ellos las obras que los contienen pierden significado y valor esenciales; son cuerpo, porque estructuralmente son parte de su vertebración literaria, y no se pueden disociar ni desmembrar de la obra que los contiene; y son, finalmente, materiales literarios determinantes del curso literario de la obra en que se insertan porque, con su significado poético y retórico, objetivan, glosan y explican el sentido de la fábula ―de la novela, poema o comedia―, determinado por su valor funcional en el texto continente.

Y en quinto lugar, como consecuencia de las anteriores características, hay que reconocer y señalar el valor metaliterario de la poesía de Cervantes, cuya exigencia interpretativa va mucho más allá de su sentido literal, de su contexto literario inmanente (el poema en sí mismo), y de su cronotopo o intertexto espacial (la literatura española) y temporal (los Siglos de Oro). Limitar la poesía de Cervantes a sus presuntos valores inmanentes, su época o su país, es negarse a interpretar su literatura. La poesía de Cervantes es ante todo una poesía metaliteraria, con implicaciones, referencias y alusiones intertextuales que intervienen y comprometen la literatura precedente y posterior a él, con una semántica literaria en estéreo, no sólo porque está inserta ―a través de formas muy complejas― en obras literarias mayores, como se ha dicho, sino porque con su enfoque lúdico, cínico y burlesco (propio de la sátira menipea) provoca un desajuste crítico y dialéctico con la realidad a la que apela, mediante un distanciamiento y un extrañamiento muy exigentes a la interpretación de cualquier lector. La presunta seriedad de la poesía cervantina es sólo aparente y artificial. Si sus versos «suenan a hueco» es porque así lo quiere y dispone su autor de forma totalmente consciente, voluntaria y premeditada.

Cervantes no se toma la poesía con la seriedad que sus lectores se imponen a sí mismos a la hora de leerla. Cervantes es un poeta lúdico y dialéctico, artificioso y cínico. Cervantes quiebra en la práctica literaria la poesía que él mismo idealiza en su propia literatura: léase el discurso sobre la poesía en boca del mismísimo don Quijote ante don Lorenzo (II, 16). Y digo más. Cervantes sabe algo importante, algo que ninguna sociedad se atreve a reconocer en público: que el heroísmo no se valora políticamente, sino sólo circunstancialmente. Cervantes sabe que la verdad no sobrevive en público, no es aliada de la política, y no se la estima como la mejor compañera o carta de presentación. La verdad no es el deseo de los poderosos. Y no se la desea, porque la constatación de la verdad desacredita al ser humano, y con frecuencia objetiva sus limitaciones, deficiencias y amorfias. A los filósofos como Platón corresponde el engreimiento histórico de apropiarse de la idea verdad, y de anteponerla incluso a la idea de amistad (Amicus Plato, sed magis amica veritas), como si algo así convirtiera al presunto filósofo en un representante de la verdad. Con la irrupción de las ciencias modernas, son estas últimas las que se hacen con la gestión de la «verdad», que pasa ahora a ser científica, y no filosófica, para quedar la filosofía relegada a los rebojos de las ideologías. La literatura, por su parte, siempre se sustrajo a la dialéctica verdad / mentira mediante la institución de una propiedad genuinamente suya, que filósofos, teólogos y científicos a duras penas son capaces de comprender: la ficción. En realidad, Cervantes sabe que el mérito no se reconoce jamás entre contemporáneos ni entre paisanos. Nadie es profeta en su tierra. Y aún menos en su tiempo. Éste es el mensaje del Viaje del Parnaso, como el de casi toda su obra poética. Una inversión dialéctica de la positividad que el Renacimiento ha mitificado, idealizado y consagrado, valores sobre los que el Romanticismo volverá a insistir, desde la estética anglogermánica de la derrota, lo fantasmagórico y la patología de lo absoluto.

Leamos ahora, desde tales apreciaciones, los siguientes tercetos de Viaje del Parnaso.

 

    Yo, que siempre trabajo y me desvelo      
por parecer que tengo de poeta
la gracia que no quiso darme el cielo,
    
    quisiera despachar a la estafeta
mi alma, o por los aires, y ponella
sobre las cumbres del nombrado Oeta,
 
    pues, descubriendo desde allí la bella     
corriente de Aganipe, en un saltico
pudiera el labio remojar en ella,
 
    y quedar del licor süave y rico        
el pancho lleno, y ser de allí adelante
poeta ilustre, o al menos magnifico[4].

 

Estos versos parecen recitados por un tahúr profesional, por un cínico veterano, acaso por un adiestrado gracioso de comedia nueva aurisecular que sabe, además, interpretar muchos otros papeles en la misma comedia. Late, sin duda, el formato de la sátira menipea. Se orquesta el discurso en términos deliberadamente vulgares o humildes, como «pancho» por barriga o panza, diminutivos cómicos en rima de intención artificiosa (saltico / rico), que rematan en una diástole o éctasis final totalmente burlesca («magnifico» por magnífico), hasta parodiar al máximo la dialéctica entre la forma de imitación burlesca («despachar a la estafeta») y el contenido pretendidamente serio de los terceros (Oeta, Aganipe, licor suave, poeta ilustre...). Es la declaración entreverada de un cínico. Pero de un cínico de categoría, extremadamente diestro en su arte. Si tenemos en cuenta que el Oeta es una de las cumbres helénicas en las que la mitología sitúa la muerte de Hércules, y que el Aganipe es una de las fuentes del Parnaso que, en honor a las musas, toma su nombre de una ninfa, la hija del río Terneso, e inspira a los poetas que beben de sus aguas, la imagen de un bergante literario ―quien pretende remojar su labio en ella...― resulta muy grotesca en un contexto de esta naturaleza.

El Cervantes del Viaje del Parnaso es el más procaz e inaudito de todos los Cervantes posibles que hemos conocido leyendo la totalidad de su obra literaria. Se supera a sí mismo en cinismo. Cuando escribe en prosa, Cervantes es mucho más prudente, cauteloso y disimulador, que cuando usa el verso. También lo es en su teatro, sobre todo en sus comedias, y también en sus más audaces entremeses, en los que los personajes, pícaros y maliciosos, se encargan de escenificar lo que el autor mismo jamás se atribuiría de forma directa. Sin embargo, en el Viaje del Parnaso nos encontramos con un Cervantes cínico, directamente arrojado, que, sin ser imprudente, entrevera declaraciones parenéticas y sentenciosas con afirmaciones y adagios propios de la más cínica de las filosofías. La sátira menipea late en cada verso, ha de insistirse en ello.

Reparemos en algunas citas de referencia que ilustran esta imagen de un Cervantes en extremo lúdico y cínico, en el uso de una poesía cuya esticomitia advierte con severidad y cuya retórica se torna admonitoria, y a veces hasta desafiante, en la declaración de verdades difíciles de asumir.

Léanse estos versos teniendo en cuenta la idea nuclear de nuestra exposición crítica, es decir, la idea de poesía como «artificio»: «¿Por qué con tus mentiras nos diviertes?» (III, 325). «Que entonces la mentira satisface / cuando verdad parece y está escrita / con gracia, que al discreto y simple aplace» (VI, 58-63). ¿Cabe, pues, tomarse en serio, la afirmación del terceto inicialmente citado (I, 28-30), en que el autor del Quijote apela a «la gracia que no quiso darme el cielo»? Por otra parte, las glosas a las veleidades de la (diosa) Fortuna no son pocas, ni exentas de lúdica y crítica hondura: «Fortuna airada, / que ofende a muchos, y a ninguno teme» (III, 473-474), pues, al fin y al cabo, «el modo no ha de ser a tu contento» (V, 176). Hasta reiterar una y otra vez el adagio clásico, en virtud del cual la razón antropológica se impone siempre a la idea pagana de destino gentil o incluso religiosa de Providencia contrarreformista (una afirmación radicalmente opuesta a los imperativos deterministas y luteranos de la Reforma): «Tú mismo te has formado tu ventura» (IV, 79)[5]. Y añadir poco más adelante: «que tal vez suele un venturoso estado, / cuando le niega sin razón la suerte, / honrar más merecido que alcanzado» (IV, 85-87). Asimismo, las declaraciones propias de un cínico criado, con heriles modales de pícaro, cual Esopo en su vida homónima[6], son harto frecuentes: «Con poco me contento, aunque deseo / mucho» (IV, 67-68), o «También tiene el ingenio su codicia» (IV, 334), en una dialéctica de valores que no siempre casan bien con el mismo decoro. No salen mejor parados los poetas, ante el cinismo del viajero protagonista: «y, sin que lo entendiesen los poetas» (V, 5). Y en el mismo libro: «[…], y los poetas transformados / en tan vanas y huecas apariencias» (V, 151-252). Y en el siguiente, respecto al arte de la poesía: «con galas que descubren su ignorancia» (VI, 78). Ni los dioses del arte, pues ante el mismo Apolo el cervantino protagonista advierte: «Señor, repliqué yo, creí que ajenos / eran de las deidades los engaños» (VII, 134). Poema de burlas y veras, «Hace el ingenio alguna vez que queden / las verdades sin crédito ninguno» (VIII, 241-242). ¿Acaso el ingenio cervantino es más amigo de Aristófanes o de Menipo de Gadara que de Platón y de todas sus excentricidades filosóficas? Ingenio ―en verdad― más de gracioso y cínico que de sabio que sabe ―discreto― callar las gracias. Con todo, los límites de la sátira, el humor y la crítica, quedan determinados por la discreción y sindéresis cervantinas: «son, por la mayor parte, siempre escasos / de razón los juïcios maliciosos» (VI, 97-98).

Pues bien, todo este artificio de la poesía cervantina alcanza su expresión más superlativa en los sonetos de Lotario a Clori, en realidad Camila, insertos en la novela El curioso impertinente, a su vez integrada en el corazón de la primera parte del Quijote. Fabula intra fabula al cubo.

Todo lo que envuelve a esta novelita es de un singular artificio ―término, por lo demás, muy recurrente a lo largo del propio relato intercalado[7]―, procedente de un fértil intertexto literario, que arranca del Orlando furioso (1516-1532: XLIII) de Ludovico Ariosto, y que en encuentra en la tradición cuentística y la narrativa popular un cultivado repertorio[8]. Cervantes incrementa la complejidad de la fábula ―el marido que, patológicamente, quiere poner a prueba la fidelidad de su propia esposa sirviéndose como cebo de su más íntimo amigo― al imbricarla en un contexto literario de representaciones teatrales (acciones fingidas dentro de la propia ficción narrativa)[9] y poéticas (versos que engañan declarando la verdad) extremadamente artificiosas y verosímiles, entre las cuales los dos sonetos de Lotario a Clori, trasunto literario de Camila, constituyen la expresión más sobresaliente.

El radio de la circunferencia metaliteraria de Cervantes es en esta parte de su obra ―Quijote, I, 34― el mayor que se ha alcanzado en la literatura universal. Nunca antes, ni después, la metaliteratura ha llegado tan lejos. En forma y en contenido, porque las reflexiones acerca de la propia naturaleza de la ficción, de la poesía y de la literatura son de insólita recurrencia y extremada recursividad. Cuando Lotario advierte a Anselmo, haciendo un uso muy parenético de la literatura clásica y renacentista, «que puesto que aquello sea ficción poética, tiene en sí encerrados secretos morales dignos de ser advertidos y entendidos e imitados», le formula la idea de poesía ―esto es, la idea de literatura en los siglos XVI y XVII― que se sostiene desde la Antigüedad clásica, y que de forma predominante se mantuvo vigente hasta el Romanticismo. Su subraya así el valor parenético del discurso literario, tan caro a los clásicos y, por supuesto, al propio Cervantes. Se advierte asimismo un imperativo genuinamente barroco: que la ficción literaria es un artificio útil para reconocer la verdad que se oculta tras las apariencias de la realidad. Quien no vive en el desengaño (de la apariencia) vive en la ignorancia (de la realidad). Bajo esta clave semántica han de interpretarse los sonetos insertos en la fábula de El curioso impertinente, a su vez intercalado en el seno del Quijote.

Como hemos señalado anteriormente, todos los personajes de esta novela intercalada son actores redomados, astutos fingidores de sus intenciones y actos, de modo que todos se engañan entre sí, hasta perder el control del guion de su propia representación.

 

[Díjole Anselmo a Lotario] que solo quería que le escribiese algunos versos en su alabanza, debajo del nombre de Clori, porque él le daría a entender a Camila que andaba enamorado de una dama a quien le había puesto aquel nombre, por poder celebrarla con el decoro que a su honestidad se le debía; y que cuando Lotario no quisiera tomar trabajo de escribir los versos, que él los haría.

—No será menester eso —dijo Lotario—, pues no me son tan enemigas las musas, que algunos ratos del año no me visiten. Dile tú a Camila lo que has dicho del fingimiento de mis amores, que los versos yo los haré: si no tan buenos como el subjeto merece, serán por lo menos los mejores que yo pudiere [...].

Díjole Anselmo [a Camila] [...] que Lotario andaba enamorado de una doncella principal de la ciudad, a quien él celebraba debajo del nombre de Clori, y que, aunque no lo estuviera, no había que temer de la verdad de Lotario y de la mucha amistad de entrambos. Y a no estar avisada Camila de Lotario de que eran fingidos aquellos amores de Clori, y que él se lo había dicho a Anselmo por poder ocuparse algunos ratos en las mismas alabanzas de Camila, ella sin duda cayera en la desesperada red de los celos; mas, por estar ya advertida, pasó aquel sobresalto sin pesadumbre (Quijote, I, 34).

 

En este contexto, tan extremadamente falaz de engaños superpuestos, tiene lugar el recitado de los poemas. Pocas veces la ficción ―antes de la invención o artificio de la publicidad, la prensa y la propaganda (los tres grandes géneros de la mentira contemporánea)― engañó tanto y tantos con la declaración de la verdad. Ambos sonetos exponen el tópico literario de la enfermedad o mal de amor (aegritudo amoris o amor hereos), de antiquísima tradición hispanogrecolatina (Cabello Pino, 2012, 2012a; Lacarra Lanz, 2015). He aquí el primero de los sonetos de Lotario a Clori (pseudónimo de Camila en la apelación retórica)[10].

 

    En el silencio de la noche, cuando
ocupa el dulce sueño a los mortales,
la pobre cuenta de mis ricos males
estoy al cielo y a mi Clori dando.
 
    Y al tiempo cuando el sol se va mostrando
por las rosadas puertas orientales,
con suspiros[11] y acentos desiguales[12]
voy la antigua querella renovando[13].
 
    Y cuando el sol, de su estrellado asiento
derechos rayos a la tierra envía,
el llanto crece y doblo los gemidos.
 
    Vuelve la noche, y vuelvo al triste cuento
y siempre hallo, en mi mortal porfía,
al cielo sordo, a Clori sin oídos.

 

Muy seguramente en la fecha de publicación del primer Quijote este soneto podría leerse, bien como un Kitsch, bien como una parodia de la forma en que el Renacimiento trató el tópico literario de la aegritudo amoris. El soneto es un correcto ejercicio de retórica literaria en que se codifican, desde una perspectiva manierista, tópicos de fuerte elaboración clasicista y renacentista. Con una estructura cíclica que remite invariable e indolentemente a los rituales de un amor desdeñado día tras día, el poeta parte del conticinio más íntimo de la noche para atravesar el amanecer y la longura del día, y concluir de nuevo, una jornada más, en las cuitas de amor de la nocturnancia. Y así sucesivamente. Todo el soneto es una estructura antitética de términos enfrentados verbalmente, desde la antítesis de genitivo inicial, tan manierista («la pobre cuenta de mis ricos males»), hasta el quiasmo del verso que cierra el primer terceto («el llanto crece y doblo los gemidos»), antesala de la conclusión en isodinamia: «al cielo sordo, a Clori sin oídos». Pese a la recurrencia de estructuras bimembres y oximorónicas, Clori y el cielo tienden a la síntesis, apuntada desde el comienzo, a través de una suerte de tmesis o encabalgamiento léxico («estoy al cielo y a mi Clori dando»), más allá incluso de una anástrofe. Nótese que, frente a lo que ocurrirá en el Romanticismo, la naturaleza es por completo indolente al estado de ánimo del enamorado. Ni la noche ni el día, ni el sol ni los astros, ni el curso natural de los ciclos, acompañan al poeta en sus tópicos epítetos: «el sol se va mostrando», «rosadas puertas orientales» , «el sol, de su estrellado asiento» , «vuelve la noche» / «suspiros y acentos desiguales» , «antigua querella renovando», «doblo los gemidos», «vuelvo al triste cuento», / «cielo sordo»... Con todo, los personajes oyentes alaban el soneto de Lotario, cuyos tópicos literarios aseguran su comunicación y compresión, y Camila, movida por la ansiedad de adverar las afirmaciones de un Lotario verdaderamente enamorado, se pregunta ―más allá del sentido literal de los versos― sobre la verdad de los enamorados y la artificiosidad de la poesía.

 

Bien le pareció el soneto a Camila, pero mejor a Anselmo, pues le alabó y dijo que era demasiadamente cruel la dama que a tan claras verdades no correspondía. A lo que dijo Camila:

—Luego ¿todo aquello que los poetas enamorados dicen es verdad?

—En cuanto poetas, no la dicen —respondió Lotario—; mas en cuanto enamorados, siempre quedan tan cortos como verdaderos.

—No hay duda deso —replicó Anselmo, todo por apoyar y acreditar los pensamientos de Lotario con Camila, tan descuidada del artificio de Anselmo como ya enamorada de Lotario (Quijote, I, 33, cursiva mía).

 

Aquí está la originalidad del autor del Quijote como poeta. Con Cervantes la poesía deja de ser expresión de sentimiento subjetivo y verdadero para ser expresión de artificio objetivo y consumado. Dicho de otro modo: la ficción literaria reemplaza, acaso por vez primera en la Historia de la Literatura, y concretamente en la Historia de la poesía lírica, al biografismo personal. Más crudamente: la burla reemplaza al sentimiento. La ironía del poeta subroga y eclipsa la biografía del autor: le arrebata su lugar y su trono en la literatura. El protagonismo del poema ya no reside en la vida sentimental o emocional del poeta, sino en el artificio mismo ―irónico, incluso, sobre todo en el caso de Cervantes― de su construcción literaria, retórica y poética. La poesía ya no busca sus fuentes de inspiración en lo sensible, en lo vivido, en lo sentimental, sino en lo inteligible, en lo pensado, en lo artificial y sofisticado de la retórica y de la poética literarias. Se impone en la poesía la sofística del simulacro. En Cervantes, el artificio cómico y burlesco, irónico siempre, reemplaza el contenido biográficamente emocional o sentimental heredado del pretarquismo renacentista. El poeta manierista no ha de ser diestro en el sentimiento, sino en el artificio. Es más importante la retórica literaria que el sentimiento vital. Nótese que la archifamosa «poesía de la experiencia», tan celebrada durante la segunda mitad del siglo XX, es justo lo contrario: la saturación de las formas poéticas mediante sentimientos atribuidos a una presunta experiencia, desposeída de todo artificio, hasta carecer de la rima más elemental y facilona. La llamada «poesía de la experiencia» suele ser una retahíla de enunciados, una expolitio vulgaris o una conglobación de cualesquiera cosas. Con frecuencia tiene muy poco de poesía, y realmente nada de experiencia. ¿Poesía de la experiencia? ¿«Experiencia»... de qué? «Poesía» de una experiencia nula, nihilista o vacía, que se limita a ver o sentir «cosas» inanes, insignificantes o irrelevantes, cuyo artificio es igual a cero, al ser con frecuencia resultado de un no hacer nada. Paradójicamente, se trata de una poesía cuya experiencia de la vida es precisamente carecer de toda experiencia. De hecho, si nos preguntamos cuál es el contenido empírico de la poesía de la experiencia la respuesta es cómica: ninguno. Y lo es porque con frecuencia se trata de poetas cuya experiencia en la vida se limita a los umbrales más elementales y paupérrimos de la sensibilidad. Un cardiólogo, un registrador de la propiedad o un ingeniero naval que escribieran sus informes laborales o periciales en versículos más o menos explícitos podría componer una antología de poesía de la experiencia mucho más enriquecedora que muchos de los poetas adscritos a esta presunta corriente o tendencia literaria que, a mi juicio, constituye uno de los mayores timos literarios de la Historia. Nunca la poesía ha estado tan alejada del Siglo de Oro y de la tradición literaria hispanogrecolatina ―así como de la propia naturaleza de la poesía― como en nuestro tiempo.

 

Y así, con el gusto que de sus cosas tenía, y más teniendo por entendido que sus deseos y escritos a ella se encaminaban y que ella era la verdadera Clori, le rogó [Camila] que si otro soneto o otros versos sabía, los dijese (Quijote, I, 33).

 

De este modo nos situamos casi sin solución de continuidad ante el segundo soneto de Lotario a Clori[14] (Quijote, I, 34), que insiste de nuevo en el tópico literario de la aegritudo amoris, y postula, en los umbrales de una concepción barroca, la idea de un amor más fuerte que la muerte. De hecho, el poema se inicia con una afirmación retórica, en tono de admonición trágica incluso, que anuncia la propia muerte, por enfermedad, o mal de amores, que padece el enamorado ante el desdén o indiferencia de la amada. De nuevo estamos ante un soneto que es códice o compendio de tópicos literarios, elaborados por el Renacimiento y la tradición clásica, y enfrentados a una recepción manierista y barroca: displicencia de la amada, evocación de su imagen grabada o representada, y alegoría de la vida como navegación hacia un destino desamparado («de favor desierto»), a través de espacios ignotos («por mar no usado») y sin esperanza de amor («adonde norte o puerto no se ofrece»).

 

    Yo sé que muero, y si no soy creído,
es más cierto el morir, como es más cierto
verme a tus pies, ¡oh bella ingrata!, muerto,
antes que de adorarte arrepentido.
 
    Podré yo verme en la región de olvido,
de vida y gloria y de favor desierto,
y allí verse podrá en mi pecho abierto
como tu hermoso rostro está esculpido[15].
 
    Que esta reliquia guardo para el duro[16]
trance que me amenaza mi porfía,
que en tu mismo rigor se fortalece.
 
    ¡Ay de aquel que navega, el cielo escuro,
por mar no usado y peligrosa vía,
adonde norte o puerto no se ofrece![17]

 

Ambos sonetos son, en su recitado dentro de la novela de la que forman parte ―El curioso impertinente―, la objetivación literaria del engaño y la falsificación de la apariencia, que se vierte sobre las inicialmente verdaderas relaciones de amistad ―bastante patológica, por cierto― (entre Anselmo y Lotario) y de amor ―más fabuloso que real― (entre Lotario y Camila). Al final, como sabe todo lector, la amistad se corrompe hasta la ruptura y el amor se destruye en un pretendido adulterio, que, lejos de toda visible consumación, desemboca trágicamente en la muerte de un hombre deshonrado y destruido por sus propias patologías maritales y amistosas. Al poco tiempo Lotario muere en una batalla y Camila, recluida en un convento, y habiendo rechazado hacerse monja hasta saber de la muerte de su amante, fallece de «melancolía» o ―tal como diríamos hoy― por depresión[18].

Así es como, ante lectores y espectadores muy anteriores a Brecht ―hablamos de unos 300 años―, Cervantes ha narrado el teatro de «la mentira y la verdad más disimulada que jamás pudiera imaginarse» (Quijote, I, 34).

 

________________________

NOTAS

[1] Piénsese que todo el proceso que conduce al exterminio del Humanismo en las aulas universitarias, a la extinción del estudio de las lenguas latina y griega en todos los niveles de enseñanza, y a la supresión de los estudios literarios, reemplazados por los estudios culturales (cultural studies), es un largo proceso que de hecho comienza en la Anglosfera con el Romanticismo, cuyas primeras reacciones académicas se urden y conjuran contra los estudios de retórica clásica. Sin embargo, hay un hecho curioso: mientras el profesorado que está en su trinchera ve mermadas día a día sus posibilidades laborales y académicas en la enseñanza de las Humanidades y los estudios literarios y grecolatinos, algunos de los presuntamente «grandes humanistas» siguen ―ajenos a la realidad de esa trinchera académica y educativa― coleccionando premios y galardones (que les otorgan políticos de todas las especies), recitando discursos desde los que lamentan lo mal que está la educación ―de cuyo sistema llevan formando parte activa y elitista durante décadas―, y congraciándose siempre con lo políticamente correcto de cada ocasión, para mayor bienestar de su propia gloria y sustento mediático. Entre tanto, el exterminio progresivo de la tradición literaria y humanista de genealogía hispanogrecolatina tiene en los estudios culturales anglosajones su último eslabón ―por el momento―, actual y posmoderno. ¿Qué vendrá después? China. Pero... ¿y la literatura? ¿Qué tiene previsto hacer China con la literatura? ¿De qué se hablará en el futuro cuando se hable de literatura? Sólo hay dos posibilidades. O bien se habla de tonterías, más o menos sofisticadas e ideológicamente suculentas, como de hecho ya se hace hoy en múltiples medios (incluidas las instituciones académicas, universitarias y sobre todo de enseñanza media, paradójicamente todas ellas «educativas»), o bien se habla de la historia y genealogía de tres países: Grecia, Italia y España. En consecuencia, todo induce a suponer que los próximos siglos serán de un eclipse literario casi absoluto.

[2] Sigo la edición de Elías L. Rivers, en Poesía lírica del Siglo de Oro (Madrid, Cátedra, 1994, pp. 199-200).

[3] Y en nota a pie de página, añade: «Es aspecto que merecería un estudio detallado y una antología».

[4] Cervantes, Viaje del Parnaso (1614, I, vv. 28-36), ed. de F. Sevilla, Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001, en línea.

[5] Es tópico recurrente en Cervantes y en múltiples autores clásicos. No se olviden las palabras de Escipión en La Numancia: «Cada cual se fabrica su destino / no tiene aquí Fortuna alguna parte» (I, 157-158).

[6] Vid. Vida de Esopo (Esopo, 1978). Cfr. también Rodríguez Adrados (1976, 2004).

[7] El término artificio se reitera de forma múltiple a lo largo de El curioso impertinente: «y que cuando quieren cazarle los cazadores, usan deste artificio», «Así que es menester usar de algún artificio para que yo sane...», «le podrás decir la pura verdad de nuestro artificio, con que volverá tu crédito al ser primero», «usando en esto del artificio que el demonio usa cuando quiere engañar a alguno», «y dijo que cada día daría el mesmo lugar, aunque no saliese de casa, porque en ella se ocuparía en cosas que Camila no pudiese venir en conocimiento de su artificio», «[...] Camila, tan descuidada del artificio de Anselmo como ya enamorada de Lotario», «creyó Lotario que era artificio para desmentille», «hasta que al cabo de pocos meses volvió Fortuna su rueda y salió a plaza la maldad con tanto artificio hasta allí cubierta, y a Anselmo le costó la vida su impertinente curiosidad» (Quijote, I, 33 y 34).

[8] El ejemplo más renombrado es el del cuento popular titulado precisamente Los dos amigos, del que se hace eco El Crotalón (IX) de Cristóbal de Villalón, en torno a Alberto y Arnao, y en cierto modo también el propio Cervantes en La Galatea (II-III), en las relaciones entre Timbrio y Silerio.

[9] Todos los personajes de El curioso impertinente actúan como actores profesionales, al saber fingir sus actos con más autenticidad que si fueran naturales. Así, Anselmo «supo tan bien fingir la necesidad o necedad de su ausencia, que nadie pudiera entender que era fingida» (Quijote, I, 33). La culminación de todo este artificio teatral tiene lugar al final del capítulo 34 del Quijote, poco antes de la interrupción que supone en la lectura de la novelita el episodio de los cueros de vino tinto del ventero. En estos pasajes que precipitan el nudo de la acción, Camila, en complicidad con su criada Leonela, pronuncia un soliloquio fingido ante un Anselmo que la observa oculto, en el contexto de una acción teatral a la que se incorpora Lotario como deuteragonista: «—¡Válame Dios! ¿No fuera más acertado haber despedido a Lotario, como otras muchas veces lo he hecho, que no ponerle en condición, como ya le he puesto, que me tenga por deshonesta y mala, siquiera este tiempo que he de tardar en desengañarle? Mejor fuera, sin duda, pero no quedara yo vengada, ni la honra de mi marido satisfecha, si tan a manos lavadas y tan a paso llano se volviera a salir de donde sus malos pensamientos le entraron. Pague el traidor con la vida lo que intentó con tan lascivo deseo: sepa el mundo, si acaso llegare a saberlo, de que Camila no solo guardó la lealtad a su esposo, sino que le dio venganza del que se atrevió a ofendelle. Mas, con todo, creo que fuera mejor dar cuenta desto a Anselmo; pero ya se la apunté a dar en la carta que le escribí al aldea, y creo que el no acudir él al remedio del daño que allí le señalé debió de ser que de puro bueno y confiado no quiso ni pudo creer que en el pecho de su tan firme amigo pudiese caber género de pensamiento que contra su honra fuese; ni aun yo lo creí después por muchos días, ni lo creyera jamás, si su insolencia no llegara a tanto, que las manifiestas dádivas y las largas promesas y las continuas lágrimas no me lo manifestaran. Mas ¿para qué hago yo ahora estos discursos? ¿Tiene por ventura una resolución gallarda necesidad de consejo alguno? No, por cierto. ¡Afuera, pues, traidores! ¡Aquí, venganzas! ¡Entre el falso, venga, llegue, muera y acabe, y suceda lo que sucediere! Limpia entré en poder del que el cielo me dio por mío, limpia he de salir dél; y, cuando mucho, saldré bañada en mi casta sangre y en la impura del más falso amigo que vio la amistad en el mundo. / Y diciendo esto se paseaba por la sala con la daga desenvainada, dando tan desconcertados y desaforados pasos y haciendo tales ademanes, que no parecía sino que le faltaba el juicio y que no era mujer delicada, sino un rufián desesperado. / Todo lo miraba Anselmo, cubierto detrás de unos tapices donde se había escondido, y de todo se admiraba, y ya le parecía que lo que había visto y oído era bastante satisfación para mayores sospechas y ya quisiera que la prueba de venir Lotario faltara, temeroso de algún mal repentino suceso. Y estando ya para manifestarse y salir, para abrazar y desengañar a su esposa, se detuvo porque vio que Leonela volvía con Lotario de la mano; y así como Camila le vio, haciendo con la daga en el suelo una gran raya delante della, le dijo: —Lotario, advierte lo que te digo: si a dicha te atrevieres a pasar desta raya que ves, ni aun llegar a ella, en el punto que viere que lo intentas, en ese mismo me pasaré el pecho con esta daga que en las manos tengo. Y antes que a esto me respondas palabra, quiero que otras algunas me escuches, que después responderás lo que más te agradare. Lo primero, quiero, Lotario, que me digas si conoces a Anselmo, mi marido, y en qué opinión le tienes; y lo segundo, quiero saber también si me conoces a mí. Respóndeme a esto y no te turbes ni pienses mucho lo que has de responder, pues no son dificultades las que te pregunto. / No era tan ignorante Lotario, que desde el primer punto que Camila le dijo que hiciese esconder a Anselmo no hubiese dado en la cuenta de lo que ella pensaba hacer, y, así, correspondió con su intención tan discretamente y tan a tiempo, que hicieran los dos pasar aquella mentira por más que cierta verdad» (Quijote, I, 34, cursiva mía). Ha de insistirse aquí una vez más en la destreza con la que Cervantes narra el teatro, mucho antes de que Brecht se atribuyera la invención de su teoría del teatro épico, realmente ya presente en múltiples obras y momentos de la literatura cervantina. De hecho, El curioso impertinente es una completa demostración de teatro narrado: «Atentísimo había estado Anselmo a escuchar y a ver representar la tragedia de la muerte de su honra, la cual con tan estraños y eficaces afectos la representaron los personajes della, que pareció que se habían transformado en la misma verdad de lo que fingían» (Quijote, I, 34).

[10] Cervantes reproduce en el primero de estos sonetos, con alguna variante de autor, el que, en boca de Lauso, abre la jornada tercera de su comedia La casa de los celos. Como todos los comentaristas repiten, el poema se apoya en Petrarca, Canzoniere, CCXVI.

[11] Este mismo soneto se reproduce en La casa de los celos (III, ff. 48v-49), donde se lee «gemidos» por «suspiros». Podría hablarse de una mesodiplosis o ploce, respecto a la reiteración del mismo término al final del primer terceto.

[12] Metáfora embellecedora de lo que en realidad es una voz quebrada por el llanto, incapaz de firmeza en sus flexiones tonales.

[13] Ansiedad recurrente («antigua querella renovando») que no cesa. El tópico del mal de amores o enfermedad de amor se reanuda cada día, cíclicamente, como un ritual de la naturaleza: noche, amanecer, mediodía, atardecer, medianoche, conticinio, galicinio, y así sucesivamente, sin que nada pueda remediarlo.

[14] Este soneto presenta varios ecos de Garcilaso, señalados por todos los comentaristas del Quijote. Mata Induráin comenta respecto a este soneto: «En otro orden de cosas, como se anota en la edición coordinada por Rico, los versos 1 y 8 son ecos de Garcilaso, sonetos I, verso 7, «sé que me acabo, y más he yo sentido», y V, verso 1, «Escrito'stá en mi alma vuestro gesto». Añadiré, por mi parte, que el verso 5, «Podré yo verme en la región de olvido», es otro claro eco garcilasista que evoca el verso 14 del soneto XXXVIII, «por la oscura región de vuestro olvido»» (Mata Induráin, 2005a: 154).

[15] Es tópico neoplatónico la imagen dibujada relativa al rostro o cualidades prosopográficas de la amada. Aquí la imagen de la belleza se simula esculpida en el pecho, lugar en que habita o late el corazón, del enamorado.

[16] El «duro / trance» resuena como una hipálage del no menos duro «rigor» en que «se fortalece» el corazón de la amada ante la enfermedad de amor del enamorado.

[17] El poema concluye con el motivo retórico del viaje cuyo destino nunca se alcanza, dadas las limitaciones de la vida. La imagen de la navegación es explícita, frente a la adversidad de las fuerzas naturales: cielo oscuromar no usado o desconocidopeligrosa vía o itinerariosin norte o destino visible, y donde no es posible encontrar puerto, descanso o reposo. El tópico perdura hasta poemas como la célebre «Canción de jinete» de García Lorca (1964: 380): «Aunque sepa los caminos / yo nunca llegaré a Córdoba. /... / ¡Ay que la muerte me espera, / antes de llegar a Córdoba! / Córdoba. / Lejana y sola».

[18] «Dícese que, aunque se vio viuda, no quiso salir del monesterio, ni menos hacer profesión de monja, hasta que no de allí a muchos días le vinieron nuevas que Lotario había muerto en una batalla que en aquel tiempo dio monsiur de Lautrec al Gran Capitán Gonzalo Fernández de Córdoba en el reino de Nápoles, donde había ido a parar el tarde arrepentido amigo; lo cual sabido por Camila, hizo profesión y acabó en breves días la vida a las rigurosas manos de tristezas y melancolías. Este fue el fin que tuvieron todos, nacido de un tan desatinado principio» (Quijote, I, 34).






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