IV, 4.5 - Viaje y aventura en el espacio antropológico de La española inglesa de Cervantes

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Viaje y aventura en el espacio antropológico de La española inglesa de Cervantes


Referencia IV, 4.5


Un héroe en la perspectiva etic de la cultura A es acaso un pirata en la perspectiva etic de la cultura B respecto de la A (Drake en Inglaterra y en España).

Gustavo Bueno (1990a: 74).


Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro

Del concepto de aventura puede enunciarse una definición lexicográfica o convencional, es decir, desde criterios basados en usos meramente coloquiales, cotidianos u ordinarios, o una definición filosófica, objetivada en la idea de lo que una aventura es, como resultante de la intersección de varios campos categoriales o científicos (lingüística, antropología, Historia, geografía, Teoría de la Literatura, etc.) en los que el concepto de aventura desempeña un papel formal y funcionalmente específico. Cada ciencia, como campo categorial, posee un determinado concepto de sus términos y referentes[1]. El agua no significa científicamente lo mismo para un historiador que para un geólogo, del mismo modo que el petróleo no tiene en Antropología el mismo valor que adquiere en la Economía de los mercados financieros, ni en estos últimos su concepción es la misma que manejan la Química, por un lado, o la Termodinámica, por otro. Asimismo, en el idealismo de la literatura renacentista el agua no tiene el mismo sentido que en la poesía lorquiana, por ejemplo. Lorca no es Garcilaso.

El concepto de aventura, tal como se interpreta en Lingüística, Economía o Historia, por poner el ejemplo de tres ciencias categoriales[2], no tiene por qué coincidir. De hecho, en el marco de la lexicografía española, el término aventura registra cuatro acepciones, que remiten al acaecimiento de sucesos extraños o inesperados, a casualidades o contingencias, a empresas de resultados inciertos y arriesgados, e incluso a una relación amorosa ocasional (que los angloamericanos llaman affaire). Desde las ciencias económicas, el concepto de aventura carece de valor positivo, dado que la naturaleza normativa de los planes y programas económicos percibe como negativa toda actividad no reglada apriorísticamente sobre la fase de formas lógicas y materiales, cuya finalidad proléptica no asegure en cierto modo un éxito financiero o mercantil. Desde el punto de vista de la Historia, se interpreta como aventura todo acontecimiento cuya finalidad lógica, en el momento de su ejecución, carece de posibilidades fácticas reales, lo cual no siempre se percibe en sus deficiencias por los sujetos que las protagonizan, ordenan o ejecutan (es por ejemplo el caso de un golpe de estado que fracasa, como el intentado por algunos militares y civiles españoles el 23 de febrero de 1981).

Los ejemplos podrían sucederse en cada una de las ciencias categoriales. Aquí, sin embargo, interesa demostrar que el concepto de aventura que utiliza la crítica literaria para interpretar diferentes novelas, en las que fenomenológicamente se narran o refieren hechos insólitos, casuales, arriesgados o inesperados, es un concepto insuficiente y ambiguo, por borroso y ordinario, cuando no por relativo y carente de valor universal. En este sentido se advierte que la crítica literaria, e incluso a veces la Teoría de la Literatura —es el caso de la tan admirada narratología bajtiniana[3]—, cuando trata de analizar el concepto de aventura en el discurso literario, se basa en definiciones de aventura fácilmente impugnables, bien porque se trata de definiciones estipulativas, es decir, definiciones propuestas sólo para ser consensuadas en un momento dado («aventura es lo que le sucede a la ranita que se convierte en príncipe», o al hombre que se metamorfosea en asno de oro); bien porque se trata de una definición basada en usos lingüísticos propios de una sociedad determinada, y que no pueden aplicarse universalmente al resto de las culturas (para un neoyorquino sería una aventura remontar el Amazonas, pero no lo sería para un indígena, del mismo modo que para un personaje como Tarzán residir en Nueva York supondría una aventura que en absoluto lo sería para un agente financiero de Manhattan); bien porque no son definiciones gnoseológicamente operatorias, capaces de dar cuenta de los rasgos lógico-materiales constitutivos y distintivos de lo que una aventura es, frente a otros hechos que, pareciendo ser aventuras, no lo son ni formal ni funcionalmente; bien porque son definiciones replicativas en tanto que redundantes, que incurren en conmoración o expolitio, en las que el definiendum tiene como referencia propia la misma definición («aventura es el hecho protagonizado por un aventurero»), o definiciones inductivas, en las que el definiendum tiene como referencia un término agente o canónico, en el que se supone se identifican los rasgos distintivos de lo definido («aventura es el relato que protagonizan Ulises y todos los personajes semejantes a Ulises»); bien porque se trata de definiciones basadas en un sentido léxico, ordinario o convencional —no científico o categorial, ni filosófico o gnoseológico— del término («aventura es una empresa de resultado incierto o que presenta riesgos»), tal como pueden recoger los diccionarios y repertorios lexicográficos de las lenguas naturales; bien porque se trata de definiciones ad hoc, fruto de una teoría literaria particular, propuestas con el fin de interpretar un determinado tipo o subgrupo de géneros literarios, como la «novela bizantina», la «novela de caballerías», las «crónicas de indias» o los «libros de viajes».


 

Definición de aventura

Procede plantear una definición de aventura capaz de envolver y asumir críticamente las múltiples concepciones particulares que, desde las diferentes ciencias y ámbitos categoriales, incluida la Teoría de la literatura, pueden enunciarse sobre este término, a fin de adentrarnos en una lectura de La española inglesa de Cervantes como novela en la que este concepto resulta determinante para cualquier interpretación posterior[4]

Aquí se considerará que aventura es toda aquella experiencia humana que, carente de finalidad proléptica, está protagonizada por uno o varios sujetos operatorios que sufren la acción de agentes externos, acción que está a su vez determinada por una finalidad lógica sólo revelable e interpretable a partir de sus efectos últimos y de sus consecuencias definitivas, siempre verificables en términos objetivos o positivos. La aventura estará determinada, pues, por su desenlace, por sus valores finales, es decir, por su destino o consecuencias, ciertamente imprevisibles, las cuales permanecen ignotas a sus protagonistas hasta la conclusión misma de todos los hechos funcionalmente relevantes. El valor de la aventura es, en consecuencia, el valor del destino o consecuencias hacia las que los hechos que jalonan la aventura hayan podido conducir a los sujetos en ella implicados.

Lo primero que se advierte al examinar el término aventura desde criterios lógico-materiales es que, en sí mismo, no posee concepto positivo alguno, de modo que para abordarlo es necesario partir de aquellos conceptos positivos en los que la experiencia de la aventura se apoya con objeto de hacerse posible. Así pues, toda aventura requiere de a) un sujeto operatorio (o varios), que recibe, con frecuencia de forma inesperada, b) la acción de agentes externos (habitualmente otros sujetos operatorios), acción que c) provoca una serie de transformaciones formales y funcionales en el espacio antropológico en que se sitúan tales sujetos[5]. Los seres humanos (sujetos operatorios) que sufren el impacto de la acción, así como los que la generan, desconocen con frecuencia los resultados de las transformaciones en curso, dado que no es lo mismo el finis operantis (objetivo o intención de una acción) que el finis operis (resultado efectivo de esa acción). La intención con la que se actúa no siempre da lugar al objetivo pretendido. El finis operantis responde a una finalidad proléptica, que el ser humano, como sujeto operatorio, cree poder controlar en todo momento —incluso cuando no es así—, mientras que el finis operis responde a una finalidad lógica —no siempre esperable u observable a priori, cuyas consecuencias decisivas pueden resultar imperceptibles e imprevisibles para el ser humano, de modo que permanezcan en estado latente o de ignorancia, hasta que se revelan finalmente de forma irremediable, o incluso irreversible. No es casualidad, pues, que una tragedia sólo sea previsible cuando resulta inevitable.

La lógica de la filosofía escolástica consideraba que la idea de fin tenía que ver con el designio de una mente (nous), que se proponía, mediante prolepsis o proyectos, antes de proceder a su ejecución, determinados objetivos situados en un futuro. «El fin es primero en la intención y último en la ejecución», decía el adagio escolástico. El axioma metafísico establecía que todo lo que existe lo hace con arreglo a un fin. Y de ahí se postulaba la existencia metafísica de una mente, un demiurgo o un nous divino que actuaba como agente de fines, planes, proyectos y programas. Las filosofías materialistas niegan la existencia de entidades metafísicas, pero no siempre niegan las categorías teleológicas o finalistas. El marxismo incluso postulaba, como si no se tratara de una ficción, la meta final de un paraíso socialista en el curso de la Historia determinada por la lucha entre la burguesía y el proletariado, por ejemplo. La Reforma luterana imponía, de forma no menos ficticia, la idea de un providencialismo determinista, orientado desde antes incluso de la concepción misma del ser humano a su total predestinación vital y posmortuoria.

Desde los presupuestos de la Crítica de la razón literaria nos basta con reinterpretar estas categorías como lo que son, ficciones de la filosofía, y situarnos en una perspectiva por completo ajena metafísica y al idealismo, y en cierto modo también ajena a la propia filosofía. Nos basta, simplemente, con adoptar una posición científica, propia de una Teoría de la Literatura fundamentada en un racionalismo materialista y fuertemente operatorio ante los materiales literarios[6].

Paralelamente, la idea de aventura, tal como se ha definido anteriormente, está asociada a dos conceptos fundamentales, sin los cuales no es perceptible ni factible como tal, y que permiten su contextualización en diferentes campos categoriales (antropología, Historia, literatura, geografía, economía, astrofísica, etc.). Me refiero, en primer lugar, al concepto mismo de vida humana, considerada aquí en su aspecto durativo como curso de acontecimientos humanos, y, en segundo lugar, al concepto de homo viator, en tanto que viajero. La primera de estas figuras, la vida como decurso, envuelve esencialmente toda realización de la idea de aventura; la segunda, el homo viator, constituye su accidente fundamental. 

En consecuencia, desde un punto de vista programático, puede afirmarse que la vida humana, como decurso de acontecimientos, puede concebirse, expresarse o interpretarse, especialmente en el campo de las formas narrativas, bien como un viaje, bien como una aventura. El viaje está determinado por una finalidad proléptica explícita, con un itinerario definido, una geografía precisa, un tiempo marcado y previsto, una organización social y política bien establecida, incluso dotado el homo viator de seguros médicos y de vida, etc. La aventura, por su parte, se caracterizará esencialmente por su finalidad lógica —al carecer de una finalidad proléptica reconocible—, sólo manifiesta de forma plena en el momento de su conclusión. Las relaciones vitales que pueden darse entre viaje y aventura dan lugar a tres combinaciones posibles, muy simples en su formulación más elemental: 1) viaje sin aventura, 2) viaje y aventura, y 3) aventura sin viaje.

La primera de estas opciones no es pertinente aquí, pues se analiza la aventura, no el viaje que carece de ella. Con todo, un ejemplo de viaje sin aventura es el que constituye, en el ámbito de las Novelas ejemplares, la mayor parte de los cuadros que describen el paso por Italia de Tomás Rodaja

La segunda categoría, en la que viaje y aventura se desenvuelven de forma asociada y coordinada, es la que se manifiesta sobre todo en el Persiles, novela en la que los protagonistas, Periandro y Auristela, desarrollan un viaje con doble finalidad proléptica —una falsa (peregrinar a Roma religiosamente como hermanos) y otra auténtica (evitar la boda de Auristela con el hermano de Periandro, quien la pretende como mandatario de un Estado)—, pero ambas definidas, y una larga serie de aventuras, cuyo desenlace resulta siempre imprevisible, y su explicación lógica sólo viene dada en el momento de su conclusión. 

La tercera y última categoría encuentra en el Quijote su expresión mejor definida, al tratarse de una novela cuyo protagonista es objeto sistemático de aventuras, incluso sin necesidad de viajar a ninguna parte, pues la aventura acontece espontáneamente allí donde don Quijote está, y no necesariamente allí por donde don Quijote viaja. Don Quijote no es un viajero, sino un aventurero. Periandro y Auristela son viajeros y aventureros. Tomas Rueda es, como se ha explicado en el capítulo correspondiente (IV, 2.28), un vulgar flâneur aurisecular, viajero común de la Italia posrenacentista. Adviértase que la segunda de las categorías apuntadas, que asocia viaje y aventura, permite hablar de una aventura itinerante o sistemática, determinada por el camino o itinerario que siguen los personajes o sujetos operatorios, mientras que la tercera categoría, la que protagonizan prototipos como don Quijote, exige hablar de una aventura espontánea o automática, inducida ya no por el camino o itinerario que se sigue, sino por el automatismo del propio personaje o sujeto operatorio, que genera la aventura allí donde está, y no necesariamente allí donde va.



Viaje y espacio antropológico

El concepto de viajero (homo viator) implica un concepto positivo que no exige la aventura. El viajero exige un itinerario previo, objetivable geográficamente en un camino, así como incluso un tiempo definido, registrable en un cronograma, de los que el aventurero prescinde por completo. Técnicamente, la idea de camino es postula un itinerario que, establecido previamente al sujeto, conduce con seguridad y sin error a un lugar, es decir, permite, en materia de rutas, culminar sin sorpresas una trayectoria. En este sentido, el camino no se hace, pues, al andar[7] —no hablamos del camino de los poetas, la vida como camino, tópico de la retórica clásica y de la poética moderna, ya que para que, al margen del arte y la literatura, un itinerario se convierta en camino será preciso que pueda ser objeto de un recorrido previsible, es decir, ha de estar comprobada su viabilidad pública, la viabilidad reiterable del itinerario y la normalización de su trazado como camino[8]. Pero no exijamos a la poética de la literatura una ingeniería de caminos, canales y puertos. No nos tomemos la ficción en serio. No confundamos, por favor, la literatura con la ingeniería. El camino de los poetas no es el camino de los ingenieros.

Camino es, pues, una de las normas del viaje, uno de sus conceptos positivos. Viajero será, en consecuencia, quien recorre un camino, esto es, quien viaja por un itinerario ya establecido y reglado, y quien viaja además con una intención o finis operantis (finalidad proléptica), y no al azar. Con todo, el viajero puede ser objeto de aventuras, pero mientras conserve la intención proléptica de su viaje (finis operantis), y mientras el azar de la aventura no le extravíe, es decir, no le sitúe fuera de su vía, ni le aparte definitivamente del itinerario previsto, seguirá siendo esencialmente un viajero, con independencia del protagonismo que adquiera de forma puntual en una o varias aventuras. Ahora bien, la literatura no es un camino exento de aventuras.

Un itinerario es siempre un trayecto cronotópico, es decir, una secuencia lineal en el tiempo y en el espacio. La cronología será humana, es decir, delimitada y finita (no metafísica), y el espacio será un espacio antropológico (no trascendente), en el que, como se ha señalado, es posible distinguir tres dimensiones o ejes: el eje circular, que comprende las relaciones de los seres humanos entre sí (lo humano); el eje radial, referido a las relaciones de los seres humanos con las realidades físicas naturales (lo inanimado inhumano); el eje angular, que se proyecta sobre las relaciones entre los seres humanos y las realidades numinosas, cuyo origen está en los animales (lo animado inhumano). El eje circular remitiría al viaje que puede desarrollarse a través del espacio social y humano (el viaje a Italia, tan frecuente en el hombre del Renacimiento); el eje radial corresponde al viaje que discurre por espacios no sólo geográficos u orográficos, sino físicos o incluso astrofísicos (desde el fingido Voyage dans la Lune de Savinien de Cyrano de Bergerac hasta el alunizaje real del los astronautas del Apolo XI); y el eje angular permite describir, en el marco de un espacio praeterhumano habitado por dioses, númenes o criaturas mágicas, el prototipo del viaje místico o astral, que dicen vivir algunas personas, bien bajo los efectos de drogas y narcóticos, bien bajo los efectos de determinadas experiencias religiosas. Es el caso de Viaje del Parnaso (1614) de Miguel de Cervantes, entre tantos que podrían citarse en literatura, desde el descenso de Ulises al Hades en Odisea hasta el itinerario dantesco de la Divina commedia


 

Aventura y espacio antropológico

En el ámbito del espacio antropológico, la aventura es en cierto modo la contrafigura del viaje, como el aventurero es el alter ego del viajero u homo viator. La aventura objetiva es, como en un fotograma, la negatividad del viaje. El aventurero es el hombre que, saliéndose de los caminos normales o habituales, de los itinerarios normalizados, genera itinerarios nuevos y extraordinarios, es decir, o bien abre caminos inéditos, o bien transita circuitos irrepetibles. El aventurero se mueve por rutas inseguras, en las cuales lo habitual es la sorpresa. Se opone a la rutina característica o prevista del viaje, bien porque protagoniza aventuras espontáneas o automáticas, que determinan azarosamente su trayecto o derrotero («aventura sin viaje», al estilo de don Quijote), bien porque protagoniza aventuras itinerantes o sistemáticas, que impactan en el trayecto o itinerario previsto por el sujeto, extraviándolo ocasionalmente, y haciéndole perder el rumbo, que siempre recuperará más tarde o más temprano («viaje con aventura», al modo de Periandro y Auristela). En términos geométricos, el aventurero espontáneo, como don Quijote, se enfrenta, con frecuencia porque las busca, encuentra o genera de forma espontánea o sistemática, con aventuras lineales, mientras que el aventurero itinerante, como los falsos peregrinos del Persiles, son protagonistas de aventuras angulares o perpendiculares, que, con frecuencia sin que las busquen ni deseen, se interponen en su camino previsto, en su itinerario intencional hacia un destino concreto, al que finalmente llegan a pesar de estas múltiples y extraviadoras aventuras.

1. Aventura itinerante o sistemática («viaje con aventura»). Es la protagonizada por un sujeto operatorio (Periandro y Auristela) que realiza un viaje cuyo finis operantis (finalidad proléptica) se cumple finalmente pese a la injerencia, angular o perpendicular, que extravían sistemáticamente su rumbo o itinerario previsto.

En el eje radial del espacio antropológico, aventurero itinerante es aquel a quien la aventura inesperada, interpuesta en su camino, y con frecuencia no pretendidamente, conduce hacia itinerarios inéditos, caminos extravagantes, ajenos a su rumbo previsto e intencional. En este sentido, Colón fue mucho más aventurero que Armstrong, quien no lo fue en absoluto, pues estaba mucho más y mejor teledirigido por la nasa de lo que lo estaba Colón por la Corona de Castilla. El viaje del Apolo XI respondió a un itinerario perfectamente calculado si lo comparamos con el primer viaje del almirante, que murió sin saber que lo que había descubierto era un nuevo continente, geográficamente interpuesto entre Europa y las Indias Orientales.

En el eje circular del espacio antropológico, el aventurero itinerante se mueve sobre todo en el espacio social, bien en el ámbito de la ciudad o polis, bien en el dominio del Estado, en todos sus órdenes y categorías: económicas, legales, médicas, universitarias, militares, estamentales, informativas, etc. Cualquier sujeto puede ser objeto de una aventura que, impactando en su trayectoria social ordinaria, le obligue a alterar su itinerario, incluso a modificar sus intenciones o fines prolépticos (desarrollos y crisis económicas, fracaso académico, enfermedades, guerras, etc.), extraviándolo de los caminos por él previstos, es decir, derrotándolo hacia nuevas direcciones, no siempre deseadas. El viaje de la vida puede convertirse en cualquier momento en una aventura. Es la lección que, según el género de la novela bizantina o de aventuras, puede derivarse de la lectura de La española inglesa.

En el eje angular del espacio antropológico, el aventurero itinerante es el que transita por itinerarios praeterhumanos, de tipo metafísico o alegórico, pues no son ni geográficos ni humanos, sino religiosos o trascendentes. Tales itinerarios, junto con sus transformaciones, siguen con frecuencia a ideologías, credos o impulsos espiritualistas, que en unos casos se desenvuelven dentro de los límites de una misma religión (misticismo, metempsicosis, resurrecciones…), o en otros casos desbordan los límites de unas u otras religiones (el caso de los conversos, que cambian de confesión según diferentes causas, circunstancias o intereses, y de los que la literatura cervantina está bien servida: Salec, Mahamut, Zoraida, Halima…).

2. Aventura espontánea o automática («aventura sin viaje»). Es la protagonizada por un sujeto operatorio (don Quijote, por ejemplo) que se desplaza geográfica o físicamente sin rumbo normalizado o itinerario predeterminado, y cuyo objetivo fundamental no es recorrer un camino, sino únicamente buscar, generar y protagonizar aventuras o hechos insólitos y extraordinarios. Aquí el fin no es un camino, ni mucho menos una meta o destino, sino la aventura en sí.

Todo aventurero, por naturaleza, tiene mucho de imprudente y temerario. A estas cualidades hay que añadir, por paradójico que resulte, una deficiencia que sin duda sorprenderá, y es su falta de libertad. El aventurero circula por los márgenes en que suele moverse la libertad humana, especialmente porque su radio de acción se desarrolla a una escala muy distinta de la que se desarrolla el ritmo y el alcance de los movimientos libres. El aventurero, especialmente el aventurero espontáneo o automático, no conoce los fines de los acontecimientos o aventuras que genera y protagoniza, pues carece de finalidad proléptica, y sólo dispone de finalidad lógica, revelable únicamente en la conclusión definitiva de todos los actos. El aventurero espontáneo, como don Quijote, carece de lo que los maestros del Derecho Penal denominan el «dominio del hecho». Este tipo de conocimiento sólo es, y siempre relativamente, posible en los caminos definidos y en las órbitas regulares, es decir, en itinerarios normalizados. Los senderos extravagantes, los caminos no reglamentarios, conducen al aventurero hacia acciones imprudentes, temerarias, o incluso ilegales, al margen de la Ley y en el terreno de las libertades proscritas. La aventura de la liberación de los galeotes que lleva a cabo don Quijote se sitúa precisamente en este contexto.

Al aventurero espontáneo le mueven deseos de evasión: desea salirse de los caminos ordinarios, de los rumbos establecidos, de las órbitas reglamentarias. Esta liberación de la rutina tiene más que ver con un impulso libertario que con una afirmación de libertad. Paralelamente, semejante evasión libertaria de la vida común puede disfrazarse muy sofísticamente de idearios muy diversos, desde lo «políticamente correcto» (alguien que abandona a su familia, o simplemente renuncia a abrirse camino en las dificultades de la sociedad occidental, para irse a servir a una ONG en África central), o lo «religiosamente admirado» (es decir, la expresión teológica de la versión anterior: el misionero que cuida de los pobres en nombre de Dios), hasta lo «legalmente prohibido» (integrarse en una organización terrorista o mafiosa, para beneficiar económicamente a un grupo familiar o liberar políticamente un territorio que quiere constituirse en Estado). La experiencia de la aventura muy pocas veces tiene que ver con un ejercicio de libertad. Desconocedor de las consecuencias de sus actos, el aventurero espontáneo está limitado por objetivos que son necesariamente borrosos o impredecibles. En la experiencia de la aventura, la libertad no es la medida del valor. El valor no está en la libertad, sino en la fortuna o azar de las consecuencias de la acción, y sólo tendrá consistencia si es un valor benigno, es decir, si el resultado es bueno o positivo para el aventurero, no para la sociedad. Toda aventura depende, en suma, de la ventura, suerte o fortuna del aventurero.

A continuación, voy a aplicar estas categorías a los sujetos y funciones narratológicos de La española inglesa, es decir, a sus personajes y acciones discursivos, con objeto de ofrecer una interpretación de la novela desde los presupuestos de la Crítica de la razón literaria.



Clotaldo

Junto con su esposa Catalina, Clotaldo es uno de los personajes clave de la novela. Aguda y religiosamente contradictorio, dadas sus incompatibilidades morales y éticas, es un personaje que, sin embargo, resulta irreflexivamente simpático o indistinto a la mayor parte de la crítica. Clotaldo, además de ser un católico virtuoso[9] (entre anglicanos), es un saqueador de propiedades y bienes de católicos (entre católicos) —cosa que su hijo Ricaredo se negará siempre a hacer[10]—, es también un secuestrador de niñas, es un insumiso ante las exigencias y las órdenes de sus superiores[11], y es finalmente un individuo capaz de romper sus compromisos y su palabra dada según las conveniencias que le vengan bien o mal, hechos todos estos que se objetivan, de forma respectiva, en el catolicismo que practica subrepticiamente en el seno de la sociedad anglicana, en su participación muy activa en el saqueo de Cádiz con el que arranca la novela[12], en el rapto de Isabel[13], en la negativa a devolver a la niña a sus padres por orden del conde de Leste[14], y en la ligereza y eficacia con que dispone la repatriación a España de la propia Isabel y sus padres, una vez que, para la ejecución de sus planes, estas tres personas son un estorbo visible, de tal modo que, enferma la mujer que iba a ser su nuera, rehabilita el compromiso de matrimonio —que él mismo había roto anteriormente— de su hijo Ricaredo con una aristócrata escocesa llamada Clisterna[15], a la sazón católica y doncella[16]. Este personaje tan «ejemplar» —y tan católico es Clotaldo.


 

Ricaredo

Es el hijo que en nada se parece a su padre. Asume la religión que le dan, y parece ser tan discreto en el credo católico como sus padres lo son simuladamente en el anglicano. Más fiel que Clotaldo a la moral católica, Ricaredo se negará tanto a agredir a católicos como a saquear sus propiedades, bien al contrario que su propio padre. Gracias a Ricaredo, Isabela dejará de ser la cautiva[17] de sus padres para llegar a convertirse en su nuera, si bien ellos nunca sabrán que son suegros de la española, pues su hijo, curiosamente, les deja para siempre en la certeza de su falsa muerte, a manos del conde Arnesto[18], en una hostería o posada de Aquapendente, en los límites entre Florencia y los Estados Vaticanos. Ricaredo nunca volvió a dirigirse a sus padres ni a acordarse de ellos. Éste es un hecho que habla por sí mismo, y que no puede menoscabarse en la interpretación de la novela, al subrayar radicales diferencias entre este personaje protagonista, inglés y católico, y la sociedad, familiar y política, de la que genuinamente procede.

Ricaredo es personaje en cuya vida impactan viajes y aventuras que ni busca, ni pretende, ni desea. Y que sin embargo se ve obligado a cumplir y a sufrir. Ricaredo no es un viajero vocacional, y mucho menos aún un aventurero. Como en el caso de Periandro y Auristela, su peregrinación a Roma responde a una estrategia personal, y no fideísta, que se sirve de la religión como pretexto —del que nadie se atreverá a dudar o sospechar[19]— para evitar ante todo la boda con la católica escocesa[20], y conseguir sin nuevos obstáculos la unión con Isabel, a la que directa e indirectamente se han opuesto, la reina de Inglaterra primero, el conde Arnesto y su madre después, y sus propios padres, Clotaldo y Catalina, finalmente, al disponer de nuevo su matrimonio con Clisterna. 

En consecuencia, la vida de Ricaredo se halla impugnada una y otra vez por sucesivos viajes y aventuras indeseados, que lo apartan una y otra vez de su enamorada: capitanea naves corsarias por orden de la reina de Inglaterra, ve imposibilitado su matrimonio con Isabel por culpa de la madre del conde Arnesto, que envenena a su prometida, dispone una peregrinatio a Roma para escabullirse de la boda concertada por sus padres con Clisterna, sobrevive de casualidad al intento de asesinato por parte de Arnesto, cae cautivo de corsarios musulmanes y, por último, liberado por frailes trinitarios a precio miserable (trescientos ducados era rescate para personas de baja extracción social)[21], llega a Cádiz a punto de impedir la irrecuperable entrada de Isabel en el monasterio de santa Paula. Finalmente, el producto supera la prueba, y Ricaredo consigue, intacto, su finis operantis: el amor matrimonial de Isabel.

Al final del trayecto narrativo, Ricaredo ha recorrido como viajero y como aventurero —tanto itinerante como espontáneo— los tres ejes del espacio antropológico. En el ámbito del eje circular, ha conseguido hazañas que le confirman triunfos políticos —el favor de la reina— y éxitos personales —el amor de Isabel—, ha abatido naves otomanas y se ha apoderado de sus riquezas, ha demostrado que sabe combatir con liberalidad, pues libera a cristianos e indulta a musulmanes, y ha unido a Isabela con sus progenitores, restableciendo la unión familiar que había quebrado caprichosamente, contra toda ética y ley moral, su propio padre. En el ámbito del eje radial, ha puesto su industria y cualidades personales a disposición del poder político de su Estado, contribuyendo puntualmente a su enriquecimiento, si bien mediante el ejercicio de la piratería, que, en todo caso, ha reportado beneficios tanto a la corona de Inglaterra como a él mismo. En el ámbito del eje angular, su protagonismo es mayor, ya que dispone un viaje como peregrino a Roma, cuya causa, como he señalado, no es la religión, sino la astucia. Dicho sea de nuevo con otras palabras: si no se viera obligado a evitar su matrimonio con Clisterna, Ricaredo no habría organizado nunca un viaje a los Estados Vaticanos[22]. Este viaje se ve impactado en su itinerario por una serie de aventuras, que van desde el intento de asesinato que sufre en Italia hasta el cautiverio africano y su reconciliación final con la religión católica en la ciudad de Cádiz. Se trata de un muy completo periplo religioso, si pensamos que Ricaredo ha vivido políticamente entre anglicanos, subrepticiamente entre católicos, y cautivamente entre musulmanes. La religión y la política, en lugar de facilitar la vida, la han complicado amargamente. Ésta es una de las interpretaciones más visibles que contiene el texto de La española inglesa.


 

La novelesca reina de Inglaterra

La reina Isabel[23] es un personaje que, como todo monarca, está exento de responsabilidad, resulta simpático en el ejercicio de sus exigencias —sean procedentes o no—, y desaparece finalmente en el más absoluto silencio[24], aún por detrás de los padres de Ricaredo, que escriben a Isabela para anunciarle equivocadamente una muerte de la que su propio hijo no los desengañará jamás.

Lo que acaso más sorprenda de esta reina de Inglaterra es la facilidad con la que subvierte las leyes del Estado, entre mercaderes y agentes financieros —de intermediación francesa, dada la prohibición de relaciones comerciales entre España e Inglaterra—, para traficar con la suma de diez mil escudos, con los que tan ricamente indemniza y despacha con destino a Cádiz a la tan querida Isabela y a sus padres, en medio de un gineceo de envidiosas y rupestres cortesanas a las que la española, fea y enferma, ya no eclipsa con sus gracias y sus méritos.


 

Isabel / Isabela

Al igual que Ricaredo, la trayectoria narrativa de Isabel demuestra que el viaje de la vida puede convertirse en cualquier momento en una amarga aventura. Secuestrada por Clotaldo contra la ley dictada incluso por los propios saqueadores de los bienes de su familia, Isabel es producto del contrabando de un católico inglés que practica contra los católicos españoles la piratería de Estado[25], tan habitual en la Historia de la Anglosfera. Aunque el narrador evita esta denominación, Isabel penetra en Inglaterra como esclava, como cautiva de alto standing, botín de razia, a la que sin embargo enseñan a leer y escribir, como a sirvienta de alzados aristócratas. La niña, hermosa, dócil e inteligente, crece sumisa y obediente, pero sin libertad. Como la mayoría de las heroínas de las Novelas ejemplares, Isabel carece de motu proprio[26]. Es un personaje plano, pero no porque carezca de voluntad, sino porque no puede ejercerla más allá de unos límites estrechísimos, que son, sucesivamente, los del cautiverio doméstico en casa de Clotaldo y Catalina, los del cautiverio dorado en la corte de Isabel de Inglaterra, y los del cautiverio religioso en su «casa principal, frontero [el monasterio] de Santa Paula» (252) en Cádiz, esperando la llegada de su amado Ricaredo. He aquí las aventuras, ajenas siempre a la voluntad de Isabel, que sufre a lo largo de su vida, hasta que finalmente logra casarse con su marido, y cesan viajes, aventuras y novela.

Que Isabel carezca de posibilidades de ejercer su voluntad no autoriza a pensar que carezca plenamente de ella, y ni mucho menos permite afirmar que carezca de sentimientos, si bien estos últimos se manifiestan igualmente de forma muy atenuada, apenas en la experiencia fugaz de recuerdos muy infantiles[27] y de una espontánea anagnórisis que protagoniza con sus auténticos padres[28].

La vida de Isabela es una vida mucho más trágica que dramática, pese a que el narrador se empeña en dar cuenta de ella de forma incesantemente melodramática. Las consecuencias de lo melodramático son inmediatas. El melodrama es incompatible con la tragedia. Y paralelamente, anula toda posibilidad de interpretar en términos críticos cualquier referencia contenida en el formato de su fábula. En suma, donde hay melodrama, tragedia y crítica social son imperceptibles, inexistentes o imposibles.

En tres ocasiones al menos Isabela es objeto de situaciones —o aventuras, si se prefiere— de consecuencias dramáticas que, acaso perceptibles como tragedias, el narrador las expone en formas y términos melodramáticos. Me refiero, en primer lugar, al hecho mismo de su secuestro, que para los padres genuinos supone la «muerte» de la hija, su bien más querido[29]; en segundo lugar, a la decisión de la reina de separarla de su prometido, justo antes de su boda, y de sus amos o padres adoptivos, equivale a una segunda orfandad: «quedó Isabela como huérfana que acaba de enterrar sus padres, y con temor que la nueva señora [ahora la reina de Inglaterra] quisiese que mudase las costumbres en que la primera la había criado» (227); y en tercer lugar, al envenenamiento que sufre[30], con las consecuencias que de él se derivan (riesgo de la propia vida, absoluto deterioro de su aspecto físico[31], pérdida supuestamente definitiva de su prometido, y repatriación a España[32] promovida por quienes iban a ser su suegros y habían sido sus «padres adoptivos»), constituye sin lugar a dudas un espectáculo de contenidos eminentemente trágicos, que, sin embargo, el narrador expone en los términos acomodados de formas, más o menos intensamente, melodramáticas, ambientándolo todo en una atmósfera «de compasión, de despecho, y de lágrimas» (227).

Con todo, el cautiverio religioso de Isabel merece algunos comentarios. Es probablemente el cautiverio más intenso de todos y, de forma paradójica, el único que parece haber sido «libremente» asumido por ella, inducida, naturalmente, por las circunstancias envolventes, entre ellas, la afinidad de su prima monja, en el monasterio de santa Paula, y el hecho de que su padre alquilara una casa principal que será habitada como una metonimia conventual del susodicho monasterio, pues Isabel


pocas o ninguna vez salía de su casa, si no para el monasterio; no ganaba otros jubileos que aquellos que en el monasterio se ganaban. Desde su casa y desde su oratorio andaba con el pensamiento los viernes de Cuaresma la santísima estación de la Cruz, y los siete venideros del Espíritu Santo. Jamás visitó el río, ni pasó a Triana, ni vio el común regocijo en el campo de Tablada y puerta de Jerez el día, si le hace claro, de San Sebastián, celebrado de tanta gente que apenas se puede reducir a número. Finalmente, no vio regocijo público ni otra fiesta en Sevilla; todo lo libraba en su recogimiento, y en sus oraciones y buenos deseos esperando a Ricaredo (253).


Nótese que todo este ascetismo religioso pivota sobre un objetivo secular: «... esperando a Ricaredo». Isabel se ha convertido en una Penélope cristianamente adjetivada. Incluso no faltan pretendientes, y celestinas hechiceras, que burdamente pretendan seducirla[33].

Agotadas las posibilidades reales de regreso del héroe, tras la carta de Catalina y el anuncio de la muerte de Ricaredo, Isabel decide hacer voto de ser monja.


Acabada de leer la carta, sin derramar lágrimas ni dar señales de doloroso sentimiento, con sesgo rostro y, al parecer, con sosegado pecho, se levantó de un estrado donde estaba sentada y se entró en un oratorio, y hincándose de rodillas ante la imagen de un devoto crucifijo hizo voto de ser monja, pues lo podía ser teniéndose por viuda (255).


Sólo la intervención de sus padres demora un tanto el cumplimiento de este voto. Con todo, cabe preguntarse abiertamente, Isabel adopta esta decisión, ¿por fe religiosa o por renunciar al mundo que, en ausencia de Ricaredo, le toca vivir? Está claro que por esta última razón. De hecho, la aparición de su enamorado da al traste con el monasterio y toda su vida conventual, ejercicios espirituales incluidos, «dejando a las monjas tristes, confusas y llorando por lo que perdían en no tener en su compañía a la hermosa Isabela» (258).

La novela, en suma, proclama finalmente el triunfo de la vida secular. La aventura que Isabel estaba a punto de iniciar, adentrándose en el eje angular del espacio antropológico, reduciendo su vida a la vida religiosa, queda absolutamente abolida por el desenlace de la fábula. El amor humano impide la «cristiana determinación» (257). Entre los mensajes que pueden identificarse en La española inglesa, y bajo toda la apariencia y la retórica del supuesto bizantinismo, que tanto entretiene a la crítica de todos los tiempos y credos, es innegable el discurso que objetiva en la religión y en la política de los estados absolutistas los principales obstáculos para el desarrollo en libertad de la vida humana[34].


 

Coda desde la Teoría de la Literatura

No quiero concluir esta interpretación de La española inglesa sin hacer una referencia crítica a la importancia que, desde la teoría literaria contemporánea, se ha atribuido a la obra de Mijail Bajtín en relación con la denominada «novela de aventuras».

La doctrina teórico-literaria de Bajtín queda atrapada gnoseológicamente en la cuarta de las coordenadas en las que el materialismo filosófico clasifica la idea de Materia Ontológico General (M) en sus relaciones con el Mundo[35]

Estas cuatro categorías o coordenadas gnoseológicas son las que se refieren, en primer lugar, al materialismo cosmológico, que considera que la materia es el origen del universo y, como tal, sustrato y fundamento de toda realidad (Demócrito, Epicuro, Positivismo decimonónico, Ostwald, Einstein…). 

En segundo lugar, cabe referirse al materialismo antropológico, que interpreta la naturaleza humana desde sus realidades físicas y fisiológicas (cuyos antecedentes se encuentran en la discriminación cartesiana entre rex cogitans —alma— y rex extensa —cuerpo—, y a cuyo desarrollo histórico han contribuido más o menos intensamente pensadores y biólogos como De la Mettrie, David Hartley, D’Holbach, Helvetius, Kant, Kart Vogt, Darwin, Henry Huxley, Ernst Haeckel, Albert Lange y, en nuestros días, Paul Kurtz, con su obra Eupraxophia, de 1988). 

En tercer lugar, debe mencionarse el materialismo histórico (Hismat), denominación que Federico Engels aplica a la concepción de la Historia desde el punto de vista de su desarrollo social, tal como la sistematiza Carlos Marx en el prefacio de 1859 a su Crítica de la economía política. Marx y Engels dotan al concepto de «materia» de una complejidad real y una pluralidad objetiva, al subrayar su naturaleza dinámica y evolutiva. La idea de «materia» se sustrae de este modo de la subjetividad y del idealismo en el que la había sumido la filosofía de la Historia de Hegel, a la cual el marxismo da una eversión o vuelta del revés (Umstülpung), al afirmar que no es el ser humano el que determina la materia, sino que son las condiciones materiales de la vida social las que determinan a cada ser humano. 

En cuarto lugar —y aquí queda envuelta la doctrina bajtiniana—, he de referirme al materialismo formalista, posición gnoseológica en que se sitúan todos aquellos que tratan de explicar las entidades abstractas de la materia desde el punto de vista de su naturaleza formalmente ideal o esencial. Para Bajtín, lo consciente y comprensible sólo puede interpretarse mediante el análisis formal de materiales sígnicos, análisis que siempre será resultado de relaciones diaméricas, es decir, de relaciones que permiten analizar el proceso de interconexión de unos sistemas sígnicos (culturas, en sentido amplio) con otros, de acuerdo con la potencia abarcadora de las distintas culturas o sistemas sígnicos[36].

Definido el espacio gnoseológico en el que se sitúa la obra de Bajtín, desde las coordenadas de la teoría de la ciencia desarrolladas que desarrolla Bueno (1992), y que desde la Crítica de la razón literaria reinterpretamos según las exigencias de la literatura que no son ya las de la filosofía buenista, voy a explicar ahora el modo desde el que opera sobre los materiales literarios nuestro propio sistema de pensamiento.

Advierte Bueno que es posible distinguir al menos cuatro corrientes gnoseológicas de la idea de ciencia[37], las cuales implican a la Teoría de la Literatura, como ciencia categorial ampliada, y a los materiales literarios, como realidad material que constituye el campo categorial de su investigación. Estas cuatro corrientes gnoseológicas son descriptivismo, teoreticismo[38], adecuacionismo y circularismo. El pensamiento literario de Mijail Bajtín se sitúa en la primera de ellas, el descriptivismo.

Como descriptivista[39], Bajtín[40] considera que la ciencia literaria estaría constituida por una teoría, es decir, por una forma, que habrá de dar cuenta de unos hechos o materiales a los que supone objetivos y externos. Se trataría, pues, de una ciencia constituida por un tipo de conocimiento referido a una experiencia. El descriptivismo bajtiniano, como la mayor parte de las hechizantes teorías de la literatura formalistas y posformalistas —por no citar a las posmodernas (a las que no considero teorías, sino ideologías de la literatura)—, hace un uso muy relajado del término ciencia, como cuerpo organizado de conocimientos, algo que en sí mismo es equívoco e inútil. Se trata más bien de un sinónimo del término disciplina, que incorpora a sus contenidos una segunda acepción de ciencia, como cuerpo de conocimientos históricamente desarrollados. Además, excluye dos atributos esenciales de toda ciencia, que, desde Descartes, se reconocen como ineludibles: su carácter necesario y verdadero. 

El descriptivismo bajtiniano se basa en una concepción dualista de la ciencia, que descansa en la mera discriminación formal entre un objeto y un método. Ofrece un espacio gnoseológico bidimensional. De este modo, los contenidos de una ciencia se entienden como reproducción o reflejo teórico y formal de un material objetivo y externo, que se supone previamente dado y autónomo. Bajtín describe formalmente unos contenidos, y basa la naturaleza científica de su proceder en un mero descriptivismo. Supone que la verdad reside en la materia y que el científico no hace sino descubrirla, desvelarla, esto es, describirla. La materia, el objeto, es el lugar en el que reside la ciencia, y la forma (matemática, lógica, lingüística) no hace más que reflejarla o representarla. 

El punto débil de esta idea de ciencia, sobre la que descansa la obra teórico-literaria de Mijail Bajtín, es que carece de posibilidades para discriminar conocimientos cuyo estatuto gnoseológico es ontológicamente diferente, ya que —in extremis— podrían aplicarse por igual tanto al lenguaje literario como al lenguaje matemático, o lo que sería equivalente desde un punto de vista gnoseológico, tanto a la química como a la Historia, la jurisprudencia o la teología (aun cuando esta última no es una ciencia). 

Y paralelamente pueden plantearse incluso otras dos objeciones muy importantes. En primer lugar, hay que aceptar que el descriptivismo científico no da cuenta del proceso efectivo, operativo y constructivista, de las ciencias positivas, ya que ninguna ley universal puede derivarse de un número finito de datos experimentales (la inferencia por abstracción no basta para fundamentar un conocimiento objetivo, verdadero y necesario). Y en segundo lugar, es pura ingenuidad gnoseológica pretender que, por un lado, hay unos hechos (materia) y, por otro, una teoría (forma); es decir, que es posible operar con unos hechos sensoriales y, simultáneamente, sobrevalorándolos, interpretarlos desde una construcción racional (de apariencia lingüística, lógica o matemática). Muy al contrario de lo que suponen estas dos limitaciones, la razón, la construcción racional, es la reorganización misma de las percepciones, de los preceptos, que son los objetos mismos. La verdad está en los hechos, tal como reconoce la tradición filosófica racionalista y tal como postula la filosofía buenista, con la que en este punto, no así en otros estamos totalmente de acuerdo: Verum est Factum[41].

Los materiales literarios que describe la teoría bajtiniana son cuerpos de novelas de los que el crítico ruso extrae formalmente tipologías de gran interés para la historia y la morfología de la literatura. Estas tipologías están determinadas por las configuraciones históricas desde las que Bajtín interpreta el concepto de cronotopo[42], término procedente de las ciencias matemáticas, introducido y fundamentado por la teoría de la relatividad de Einstein. El cronotopo expresa el carácter indisoluble del espacio y el tiempo —concretamente del tiempo como cuarta dimensión del espacio—. En la teoría literaria bajtiniana, este concepto dará cuenta de la «conexión esencial de relaciones temporales y espaciales asimiladas artísticamente en la literatura» (Bajtín, 1975/1989: 237)[43]. Tres tipos fundamentales de cronotopo determinarán, en la primera versión de Teoría y estética de la novela, los tres géneros esenciales de unidad novelesca que Bajtín identifica en la Antigüedad: la novela griega de aventuras y pruebas, la novela costumbrista de aventuras, y la novela antigua biográfica y autobiográfica

Bajtín identifica un conjunto de novelas, señala unas características y describe a partir de este corpus una morfología de al menos tres cronotopos, a los que hace corresponder una determinada imagen del Hombre.

Así, por ejemplo, la novela griega que se desarrolla y configura durante los siglos II-IV de nuestra Era, Bajtín la considera cronológicamente como el primer tipo de novela antigua, y lo denomina convencionalmente «novela de aventuras o de pruebas»[44]. Este tipo de novela se caracteriza porque todos sus elementos se disponen en un cronotopo absolutamente nuevo, en el que el mundo es ajeno al tiempo de la aventura, y la aventura misma se sitúa fuera del tiempo biográfico, el cual no se inscribe ni refleja en la trayectoria actancial de los protagonistas. Entre el comienzo y el final de la novela, los personajes no acusan el paso del tiempo. Por esta razón Bajtín advierte a propósito de la novela griega que «hay en ella un hiato completamente puro entre los dos momentos del tiempo biográfico, que no deja ninguna huella en la vida y el carácter de los héroes. Todos los acontecimientos de la novela que rellenan ese hiato son pura digresión del curso normal de la vida; digresión que carece de duración real, de añadidos a la biografía» (Bajtín, 1975/1989: 243). El tiempo de la aventura carece por completo de la ciclicidad de la naturaleza. En todo el universo de la novela griega no hay en absoluto ningún indicio de tiempo histórico, ninguna huella de la época[45]. No en vano el cronotopo de la novela griega es el más abstracto y estático de los grandes cronotopos novelescos identificados por el crítico ruso: «en él, el universo y el hombre aparecen como productos totalmente acabados e inmutables. No existe aquí ningún tipo de potencia que forme, desarrolle y modifique. Como resultado de la acción representada en la novela, nada en este universo es destruido, rehecho, modificado, creado de nuevo. Tan sólo se confirma la identidad de todo lo que había al comienzo. El tiempo de la aventura no deja huellas» (Bajtín, 1975/1989: 263).

El concepto de Hombre en esta modalidad literaria se caracteriza por la carencia absoluta de huellas temporales, por su religación a la simultaneidad y no simultaneidad casuales, y por un extraordinario protagonismo del suceso. Es decir: la fábula supera al sujeto, y el prototipo al personaje. Ante esta forma de cronotopo, el ser humano se configura como una criatura pasiva e inmutable, a la que —sin consecuencias existenciales— puede sucederle de todo. Es el sujeto reducido a sujeto físico de la acción, que carece por completo de iniciativa, y cuyo papel se limita a una suerte de movimiento forzado en el espacio, cuyos cambios y distancias proporcionan las normas principales de medida del cronotopo en que se sitúa el personaje. En consecuencia, para Bajtín, el sentido artístico e ideológico de este tipo de novela griega consiste en demostrar que, a través del conjunto de sucesos y acontecimientos por los que atraviesa el personaje, el producto resiste la prueba, de modo que la imagen del hombre es resistente. El término «novela de prueba» (Prüfungsroman) fue adoptado durante el siglo XIX por los historiadores de la literatura a propósito de la novela barroca del siglo XVII, que representa para algunos la evolución posterior en la tradición hispanogrecolatina de la novela griega de aventuras.

En el género de la novela costumbrista de aventuras, Bajtín identifica sólo dos obras: El Satiricón de Petronio y El asno de oro de Apuleyo. Estas novelas representarían la combinación del tiempo de la aventura con el de las costumbres, al configurar «un nuevo tipo de tiempo de la aventura —claramente diferente del griego—, así como un tipo especial de tiempo de las costumbres» (Bajtín, 1975/1989: 264). Los acontecimientos que se presentan en este tipo de novela determinan de forma esencial la vida del héroe. No se trata de la representación de toda su vida, sino sólo de uno o dos momentos decisivos que explican su trayectoria vital y justifican la formación de su carácter[46]. El tiempo presenta ahora un carácter irreversible y unitario, y la narración se expone cerrada y aislada en sí misma, ya que en ningún momento se inscribe o implica en el tiempo de la historia, aunque sí se relaciona de forma eficaz con el tiempo de la vida corriente[47]. La imagen del hombre es aquí la que aparece en todas las variedades del folclore fantástico, y se estructura siempre sobre dos motivos: la metamorfosis y la identidad. El curso de los acontecimientos transforma al personaje y su destino, de modo que «la serie de aventuras vividas por el héroe no conduce a la simple confirmación de su identidad, sino a la construcción de una nueva imagen del héroe purificado y regenerado» (Bajtín, 1975/1989: 270).

El tercero de los cronotopos que describe Bajtín, mencionado por vez primera en su trabajo sobre «Las formas del tiempo y del cronotopo en la novela», cuya redacción data de 1937-1938, fue una de las aportaciones iniciales de lo que, décadas después, sería su Teoría y estética de la novela (1975). El cronotopo de la novela antigua biográfica y autobiográfica dispone una nueva imagen del Hombre, que recorre el camino de la vida, en consonancia con un tiempo biográfico. Bajtín señala en la novela de la Grecia clásica dos tipos de autobiografía[48]: a) la conciencia autobiográfica del hombre, ligada a las formas estrictas de la metamorfosis mitológica, y cuyo cronotopo corresponde al camino de la vida del héroe que busca el verdadero conocimiento (Apología de Sócrates y Fedón, de Platón); y b) la autobiografía y biografía retóricas, formas que no eran obras clásicas de carácter libresco, sino que estaban determinadas por su naturaleza de acontecimiento público, como manifestación verbal, de carácter cívico y político, «de glorificación pública o de autojustificación pública de personas reales». 

Éste es un cronotopo real, que se identifica con la plaza pública, con el ágora, donde cristaliza por vez primera la conciencia biográfica y autobiográfica del hombre y de su vida en la época clásica. Todo este cronotopo revela que para el hombre de la antigüedad clásica no existían diferencias entre su mundo interior y exterior; la unidad entre ambos era indiscutible, ya que la única conciencia de sí que poseía el hombre antiguo era una conciencia pública, exterior, objetiva: «Nuestro ‘interior’ se encontraba para el griego en el mismo plano que nuestro ‘exterior’, es decir, era igual de visible y sonoro, y existía fuera, tanto para los demás como para sí. En este sentido, todos los aspectos de la imagen del hombre eran idénticos [...]. La unidad de la integridad exteriorizada del hombre tenía carácter público» (Bajtín, 1975/1989: 287).

Más allá del ámbito histórico y literario de la narrativa helénica, Bajtín continúa sus descripciones del tiempo y del espacio en la configuración de los géneros novelescos, adentrándose sobre todo en los siglos del Renacimiento y Barroco hispanogrecolatinos. Se refiere de este modo a diferentes tipos de novela a los que él mismo denomina «novela caballeresca», «novela rabelasiana», «novela idílica», «novela regional», «novela pedagógica», «novela sentimental», «novela familiar», cuyas descripciones espacio-temporales enriquece con observaciones sobre prototipos novelescos como el pícaro, el bufón y el tonto, hasta que incluso, en sus adiciones de 1973 a su Teoría y estética de la novela, habla de «espacios de interés», en los que identifica el camino, el castillo, la ciudad provinciana y el umbral. Son, en suma, clasificaciones adjetivas de la morfología histórica de la novela, de enorme interés descriptivo, e incluso crítico. No exijamos más. Cervantes es superior e irreductible al descriptivismo bajtiniano.


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NOTAS

[1] Los términos constituyen el primer ámbito del eje sintáctico del espacio gnoseológico, al tratarse de elementos que configuran y componen los respectivos campos de la actividad categorial. Por su parte, los referentes constituyen el primer ámbito del eje semántico del espacio gnoseológico, al constituir los elementos físicos explícitos de toda actividad científica (Bueno, 1992).

[2] Aduzco aquí, a título de ejemplo, tres ciencias categoriales ampliadas, es decir, basadas en metodologías beta-operatorias, las cuales están determinadas gnoseológicamente por la presencia del intérprete o sujeto cognoscente en el desarrollo lógico-material de las investigaciones, esto es, en la manipulación de los términos y referentes que se analizan. Vid. al respecto Bueno (1990a, 1992), Maestro (2015, 2019) y Moradiellos (2001: 49-84), así como la interpretación de El amante liberal que se expone en este mismo estudio (IV, 2.23).

[3] Bajtín nunca ofrece una «teoría» de la novela de aventuras, ni tampoco una «teoría de la aventura» en las formas históricas de la novela. Lo que expone, sobre todo, en su Teoría y estética de la novela es propiamente un descriptivismo pragmático de ciertos géneros y materiales narrativos, del cual se deriva, a partir de una metodología de notoria rentabilidad expositiva, una tipología más de lo que los relatos —novelas y cuentos, principalmente— son. Para una crítica al descriptivismo de la teoría literaria de Mijail Bajtín, vid. el último epígrafe de este mismo capítulo, «Coda desde la Teoría de la Literatura».

[4] La española inglesa es una amalgama cervantina de múltiples elementos formales y genológicos sumamente heterogéneos entre sí: cuento tradicional, novela bizantina, relato autobiográfico (Ricaredo), narración histórica en varios momentos... Sin embargo, las expectativas de cada uno de estos géneros y formas narrativas resultan apuradas y defraudadas, pues La española inglesa no responde exactamente al modelo canónico de ninguna de ellas. En sus comienzos, la novela anuncia conflictos bélicos y religiosos entre España e Inglaterra, que sin embargo nunca tendrán lugar. En este contexto, Güntert escribe: «El autor de las Novelas ejemplares no hace suyo ningún tipo de Discurso político mayoritario: no comparte el nacionalismo ciego de las masas ni se hace promotor de una alianza con Inglaterra. Su distanciamiento se manifiesta ya en ese soneto, osadamente crítico, de 1596, que cita también Lapesa («Vimos, en julio, otra Semana Santa»), sobre la aparatosa entrada del Duque de Medina en Cádiz, en el cual, en vez de criticar a los ingleses, como uno podría esperarse, denuncia la ostentación española y la ingenuidad del vulgo que se deja impresionar por un espectáculo semejante. Lejos de «reflejar» la situación política de su tiempo, Cervantes trata —en tanto que escritor— de aprovecharla estratégicamente, concibiendo una intriga conciliadora y filobritánica, contraria al fanatismo de los demás. Y mientras hace concesiones al optimismo de los espíritus más tolerantes, ganando su benevolencia y estima con una novela aparentemente sólo ejemplar, se permite dirigir toda la carga crítica de su historia contra la sociedad actual, mostrando qué valores son los que efectivamente tiene validez para ella» (Güntert, 1993: 146).

[5] El espacio antropológico es el lugar en el que está incluido el material antropológico. Tradicionalmente se ha interpretado este lugar como un escenario que hay que entender desde la Naturaleza, desde Dios o desde el Hombre mismo. Sin embargo, el espacio antropológico no es un lugar metafísico, hipostasiado, monista, sino un lugar físico y material. No es posible entender al ser humano sólo desde la Naturaleza, o sólo desde Dios, ni tampoco desde el Hombre mismo. De este modo, el espacio antropológico se concibe gnoseológicamente como un contexto en el que no sólo reside el ser humano, sino también los campos y materiales antropológicos que hacen posible su subsistencia, como conjunto de entidades que no son humanas (plantas, animales, astros, minerales, lenguaje...), pero sin las cuales el ser humano no existiría tal como es. Al aceptar estas entidades no antropológicas como esenciales en la constitución del espacio antropológico admito que el ser humano no es un absoluto, que no está aislado del mundo material del que forma parte, y que está rodeado, envuelto y codeterminado, por una compleja interacción de realidades antropológicas, al margen de las cuales él mismo no existiría como ser humano. Con el fin de organizar e interpretar esa compleja interacción de materiales antropológicos, se distinguen tres ejes en el espacio antropológico (Bueno, 1978): 1) el eje circular, o eje de los seres humanos; 2) el eje radial, o eje de la naturaleza, constituido por entidades no humanas (minerales, vegetación, agua, fuego...); y 3) el eje angular, o eje de las experiencias numinosas —fuente de las religiones—, constituido por entidades animadas pero inhumanas, esto es, los animales en tanto que percibidos como criaturas numinosas. El espacio antropológico que expone el Materialismo Filosófico, pues, es tridimensional, y se diferencia de otros propuestos, binarios o también ternarios, por Aristóteles (substancia inmaterial / material incorruptible / material corruptible), Bacon (Dios / Mundo / Hombre), Fichte (Yo / No-Yo), Hegel (Naturaleza / Espíritu) o Bergson (Materia / Memoria).

[6] En palabras de Aristóteles (Física II, 200a), «donde quiera que haya finalidad, las cosas no se mantienen al margen del orden de la necesidad». Sí, pero el «orden de la necesidad» sólo se nos revela cuando el desenlace se hace operatoriamente explícito. Y, en muchos casos, los desenlaces son, por imprevisibles, inéditos. Y catastróficos. Si todo fuera fácilmente predecible, el conocimiento científico resultaría innecesario. De hecho, sólo cuando la realidad se detenga definitivamente, será posible predecirlo todo, porque entonces no habrá nada que predecir, ni que hacer.

[7] Los célebres versos de Antonio Machado («Caminante, son tus huellas, / el camino, y nada más; / caminante, no hay camino, / se hace camino al andar…», «Proverbios y Cantares, XXIX, 1-4) son una figura retórica, no una figura gnoseológica. Son poesía, es decir, ficción, y no filosofía dogmática, ni cabe interpretarlos desde ninguna suerte de dogmatismo filosófico ni preceptiva científica desde las que se trate de verificar la ingeniería industrial de tales «caminos».

[8] Esta concepción del término camino está muy presente en Sebastián de Covarrubias (1611/2006: 418), y sobre todo en el Diccionario de Autoridades (1726-1739), que define camino como «la tierra hollada de los que pasan de un lugar a otro a manera de calle o lista que atraviesa los campos, y va a parar a ciertos sitios y lugares». Con anterioridad, el propio fray Luis de León, en De los nombres de Cristo, al comentar el nombre «Camino», había advertido: «Por manera que este nombre, camino, de más de lo que significa con propiedad, que es aquello por donde se va a algún lugar sin error» (León, 1583/1997: 209).

[9] «Quiso la buena suerte que todos los de la casa de Clotaldo eran católicos secretos, aunque en lo público mostraban seguir la opinión de su reina» (218).

[10] «Ricaredo se hizo a la vela, combatido, entre otros muchos, de dos pensamientos que le tenían fuera de sí. Era el uno considerar que le convenía hacer hazañas que le hiciesen merecedor de Isabela, y el otro, que no podía hacer ninguna si había de responder a su católico intento, que le impedía no desenvainar la espada contra católicos» (227). Y más adelante: «Luego conocieron ser galeras, y turquescas, por las medias lunas que en las banderas traían, de que recibió gran gusto Ricaredo, pareciéndole que aquella presa, si el cielo se la concediese, sería de consideración, sin haber ofendido a ningún católico» (229). Si la conciencia del padre, Clotaldo, fuera tan escrupulosa como la del hijo, Ricaredo, la historia de La española inglesa nunca habría tenido lugar: la niña no habría sido objeto de secuestro.

[11] Al margen de su desacato a las órdenes del conde de Leste, lo que de por sí podría haberle costado la vida, Clotaldo se salta a la torera, podríamos decir, las licencias de matrimonio que, como alto aristócrata inglés que es, debería dispensarle sólo la reina, y así se lo hace saber la propia soberana, a través de un discreto y adversativo reproche: «pero advertid, Clotaldo, que sé que sin mi licencia la teníades prometida a vuestro hijo» (225).

[12] «Entre los despojos que los ingleses llevaron de la ciudad de Cádiz, Clotaldo, un caballero inglés, capitán de una escuadra de navíos, llevó a Londres una niña de edad de siete años…» (217).

[12] En ningún momento de la narración se aduce ni un sólo argumento que pretenda o que pueda justificar el rapto de Isabel por parte de Clotaldo, ejecutado en contra de todo orden ético —el bienestar de la vida de la niña y de sus padres— y en contra de todo orden moral —el desacato a las leyes dictadas por el conde de Leste—. A falta de justificación, sólo se aduce una explicación completamente caprichosa: «aficionado [Clotaldo], aunque cristianamente [como si los contenidos de este sintagma tuvieran un valor concesivo tolerable], a la incomparable hermosura de Isabel» (218). En suma, le gustó la niña, y se la llevó como botín. Con el paso del tiempo, el rapto de Isabel quedará completamente impune. El narrador, ni siquiera el narrador moralista y católico, lo califica en ningún momento de secuestro o de rapto, pues simplemente dice, sin comunicar ninguna valoración al respecto, que «Clotaldo, un caballero inglés, capitán de una escuadra de navíos, llevó a Londres una niña de edad de siete años» (217). El narrador de La española inglesa no condena en ningún momento el crimen de Clotaldo. Y este silencio, respecto a un hecho tan grave y decisivo en la acción de la novela, sólo puede interpretarse como un signo de complicidad entre el narrador, como personaje que cuenta la historia, y Clotaldo, como católico que, no obstante, practica contra católicos la piratería de Estado, en beneficio y bajo patronato de la Corona de Inglaterra.

[14] Clotaldo desobedece, y desafía subrepticiamente, las órdenes de su superior el conde de Leste, quien, bajo pena de muerte, ordena —sin éxito— la inmediata devolución de Isabel a sus padres legítimos y naturales. El conde de Leste «con gran diligencia hizo buscar la niña para volvérsela a sus padres […]. Mandó el conde echar bando por toda su armada que, so pena de la vida, volviese la niña cualquiera que la tuviese; mas ningunas penas ni temores fueron bastantes a que Clotaldo obedeciese» (217). No en vano Clotaldo es católico entre anglicanos: sabe vivir subrepticiamente una doble vida, y por supuesto una doble moral.

[15] «Una muy rica y principal doncella escocesa, asimismo secreta cristiana como ellos» (220).

[16] «En este tiempo, los padres de Ricaredo, pareciéndoles no ser posible que Isabela en sí volviese, determinaron enviar por la doncella de Escocia con quien primero que con Isabela tenían concertado de casar a Ricaredo, y esto sin que él lo supiese, no dudando que la hermosura presente de la nueva esposa hiciese olvidar a su hijo la ya pasada de Isabela, a la cual pensaban enviar a España con sus padres, dándoles tanto haber y riquezas, que recompensasen sus pasadas pérdidas» (247). Así demuestran los católicos Clotaldo y Catalina su amor por Isabel.

[17] Cual botín de razia, o correría en país enemigo, Isabel vive y sirve en casa de Clotaldo y Catalina.

[18] El conde Arnesto representa ese personaje «arrogante, altivo y confiado» (242) que siempre tenemos como colega o vecino de aventuras, y que naturalmente acaba por interponerse en el camino del protagonista. Personaje retorcido e irracional, amenaza a su madre con suicidarse si no se satisfacen sus caprichos con Isabel. A tiempo acaba en la cárcel, por orden directa de la reina, y a destiempo, con una cuadrilla de secuaces, deja por muerto a Ricaredo.

[19] «Como todos eran católicos, fácilmente las creyeron» (249).

[20] «Ricaredo salió a decir a sus padres como en ninguna manera se casaría, ni daría la mano a su esposa la escocesa sin haber primero ido a Roma a asegurar su conciencia» (249).

[21] La cuestión económica no debe minusvalorarse. Bravo como Marte y atractivo como Venus —advierte Güntert (1993)—, Ricaredo también se constituye como una figura ideal del discurso aristocrático, en este caso noble desde su nacimiento, que sin embargo se convierte en objeto del discurso mercantil (capturado y vendido como esclavo por 300 ducados, un precio de pobres; se identifica personalmente mediante sus letras de cambio y cédulas bancarias, en un mundo cuyo valor fundamental es el dinero y las transacciones). El dinero es el lenguaje que mejor entiende cualquier tipo de sociedad moderna: «El relato comienza por simular una oposición profunda entre la católica España y la herética Inglaterra; en realidad, nos muestra una Inglaterra aristocrática, que sabe servirse hábilmente de los recursos del sistema capitalista, frente a una España algo hipócrita que, si bien ostenta sumisión a los ideales nacionales, predica la guerra religiosa contra los herejes y continúa sosteniendo la absoluta superioridad de los valores ideales con respecto a los materiales, resulta ser en el fondo la España de las letrillas satíricas de Góngora y de Quevedo, dominada por Don Dinero» (Güntert, 1993: 152-153).

[22] «Besé los pies al Sumo Pontífice, confesé mis pecados con el mayor penitenciero, absolvióme dellos, y diome los recaudos necesarios que diesen fe de mi confesión y penitencia, y de la reducción que había hecho a nuestra universal madre la Iglesia» (259). Éstos son los trámites que Ricaredo necesita para entrar en España y poder contraer matrimonio con Isabel. ¿Son fruto de la fe o consecuencia de las exigencias político-religiosas, a las que el desarrollo de la acción, y los movimientos de los personajes, están sistemáticamente vinculados?

[23] Adelanto que no soy de los que identifican a la reina Isabel de Inglaterra con la Virgen María. Me resulta francamente cómico, a estas alturas, confirmar que no hay acaso novela ejemplar de Cervantes en la que algún crítico, o alguna crítica, no haya visto a la Virgen María. O al mismísimo Jesucristo. En el caso de esta novela, la visión corresponde a Mar Martínez-Góngora (2000: 28), quien afirma: «A mi juicio, la novela cervantina presenta a la histórica reina Isabel, no sólo tal como es percibida entre sus contemporáneos, sino que le son transferidos una serie de poderes que el culto católico había atribuido a la Virgen María en el contexto de la tradición hispánica mariana». Parece ser que, con anterioridad, también Collins (1996) había visto, identificada con la reina Isabel de Inglaterra, a la Virgen María. En el caso de La ilustre fregona, corresponde a Lee (2006) la visión de la Virgen María, ahora en la figura de la madre biológica de Costanza, veterana paridora, antes de ser violada por don Diego de Carriazo: «Costanza’s mother fits the archetypal characteristics of the widow / virgin saint and the structure of her biography also follows the pattern of a hagiographical story […].What is striking about Costanza’s mother’s behavior is how self-consciously she fashions herself after the ultimate female exemplar of Christian virtue, the Virgin Mary» (Lee, 2006: 51-52). Por su parte, Walter Marx, en su trabajo titulado «Johannesminne. Eine ikonologische Interpretation der Novela de la gitanilla» (Ehrlicher y Poppenberg, 2006), convierte a Preciosa en Jesucristo, y al agitanado Andrés en el apóstol san Juan. Lo cual no estaría nada mal, si no fuera porque se trata de Cervantes y de una obra literaria. Las «visiones» de este tipo podrían multiplicarse, mas baste aducir estos ejemplos como muestra del ilusionismo de la crítica literaria contemporánea, en sus pasos —indudablemente peregrinos— por la novelística cervantina. Amén.

[24] «De la reina no tuvieron respuesta, pero de Clotaldo y de su mujer sí» (253).

[25] Así parece reprochárselo la reina a Clotaldo, al advertirle claramente: «Clotaldo, agravio me habéis hecho en tenerme este tesoro tantos años ha encubierto» (225).

[26] Isabel confesará abiertamente a Ricaredo, tras la declaración de amor de este último: «desde aquí os ofrezco la voluntad que ellos [sus amos, Clotaldo y Catalina] me dieren» (221).

[27] «Con el tiempo y con los regalos, fue olvidando los que sus padres verdaderos le habían hecho, pero no tanto que dejase de acordarse y suspirar por ellos muchas veces; y aunque iba aprendiendo la lengua inglesa, no perdía la española» (219).

[28] «Ansí como Isabela alzó los ojos, los puso en ella su madre, y detuvo el paso para mirarla más atentamente, y en la memoria de Isabela se comenzaron a despertar unas confusas noticias que le querían dar a entender que en otro tiempo ella había visto aquella mujer que delante tenía. Su padre estaba en la misma confusión, sin osar determinarse a dar crédito a la verdad que sus ojos le mostraban […]. En esto deseaba Isabela que hablase la que pensaba ser su madre: quizá los oídos la sacarían de la duda en que sus ojos la habían puesto […]. Su padre, no menos tierno que prudente, dio muestras de su sentimiento no con otras palabras que con derramar lágrimas, que, sesgadamente, su venerable rostro y barbas le bañaron. Juntó Isabela su rostro con el de su madre, y volviendo los ojos a su padre, de tal manera le miró que le dio a entender el gusto y el descontento que de verlos allí su alma tenía» (240-241). Es evidente que escenas como esta, donde el drama sustituye a la tragedia, contienen el germen de lo que a partir de la Ilustración europea será el teatro melodramático.

[29] «En la pérdida de Cádiz, que sucedió habrá quince años, perdí una hija que los ingleses debieron de llevar a Inglaterra, y con ella perdí el descanso de mi vejez y la luz de mis ojos; que, después que no la vieron, nunca han visto cosa que de su gusto sea» (232-233).

[30] El envenenamiento de Isabela, por parte de una camarera de la reina —madre del conde Arnesto— es en realidad un intento de homicidio frustrado: «Con esta resolución de la reina quedó la camarera tan desconsolada, que no replicó palabra. Y pareciéndole lo que ya le había parecido, que si no era quitando a Isabela de por medio no había de haber medio alguno que la rigurosa condición de su hijo ablandase ni redujese a tener paz con Ricaredo, determinó de hacer una de las mayores crueldades que pudo caber jamás en pensamiento de mujer principal, y tanto como ella lo era. Y fue su determinación matar con tósigo a Isabela» (245-246).

[31] Al igual que Auristela en el Persiles, la destrucción de su belleza física es total, al quedar convertida temporalmente en un monstruo, pese a lo cual el amor de Ricaredo persistirá intacto: «Finalmente, Isabela no perdió la vida; que el quedar con ella la naturaleza lo comutó en dejarla sin cejas, pestañas y sin cabello, el rostro hinchado, la tez perdida, los cueros levantados y los ojos lagrimosos. Finalmente, quedó tan fea, que como hasta allí había parecido un milagro de hermosura, entonces parecía un monstruo de fealdad» (247).

[32] Las palabras del narrador a propósito de los preparativos últimos de la repatriación de Isabel y sus padres, promovida por Clotaldo y Catalina, habida cuenta de las causas que la han provocado, y que el lector sabe se deben al deterioro físico de la prometida de su hijo, suenan, francamente, a puro escarnio, al estar atribuidas a un matrimonio que, por hermosa, se la arrebatan a sus padres legítimos, y por enferma, la destierran a su patria genuina (que quien esto haga alardee de católico entre anglicanos sólo puede interpretarse como un sarcasmo por parte de quien cuenta la historia y compone la fábula): «Los regalos que la señora Catalina dio a Isabela para el viaje fueron muchos; los abrazos, infinitos; las lágrimas, en abundancia; las encomiendas de que la escribiese, sin número, y los agradecimientos de Isabela y de sus padres correspondieron a todo; de suerte que, aunque llorando, los dejaron satisfechos» (251).

[33] «Y no faltó quien se quiso aprovechar de lo que llaman hechizos, que no son sino embustes y disparates» (254).

[34] Ni Isabel ni Ricaredo se identifican con ninguna sociedad, ni española ni inglesa. Es también la idea de Güntert (1993: 147), quien distingue dos sociedades diferentes, la española y la inglesa, y una pareja que, si bien inicialmente pertenece a ambas, al final no se identifica con ninguna de las dos. Advierte Güntert que los amantes, una vez establecidos en España, siguen manteniendo entre sí relaciones ideales, que no son de tipo burgués, sino más bien aristocrático. El mismo crítico distingue en la estructura de la novela criterios de tipo discursivo, que relaciona con dos sistemas de valores, los cuales se objetivan en sendas macrosecuencias narrativas: la aristocrático-feudal y la capitalista-burguesa. El hispanista suizo subraya una de las ideas a nuestro juicio más relevantes en la interpretación de La española inglesa, y es el divorcio existente entre los valores que sostienen los personajes protagonistas y los que caracterizan a la sociedad en que viven: «Los valores estimados por los individuos han dejado de ser los mismos que reconoce la Sociedad. El último episodio revela una preocupante no-coincidencia entre el Discurso social y el individual de los amantes, entre los tipos de verdad reconocidos en el mundo y la verdad de la pareja, que configura, ella sola, la relación ideal, ejemplar, basada en la mutua confianza y en el reconocimiento del ser del otro. Al mismo tiempo, este desenlace hace sentir la distancia entre el texto cervantino y aquellos lectores que quedan apegados a la verdad referencial de la literatura, sin captar la ironía que acompaña el uso provocativo de la verosimilitud. Para que una lectura resulte compatible con este texto, tendrá que destacar no sólo su ejemplaridad, como se ha hecho hasta ahora, sino también su ironía y su actitud crítica» (Güntert, 1993: 155).

[35] La idea de Materia Ontológico General puede relacionarse con las ideas de Mundo —tal como expongo a continuación siguiendo y citando a Bueno (1972)—, y también con las ideas de Dios y de Conocimiento, aspectos que no voy a desarrollar aquí, por no ser objeto de este estudio. Vid. al respecto Bueno (1990), Jiménez Pérez (2004) e Hidalgo (2006). La idea de Materia Ontológico General (M) se define como pluralidad, exterioridad e indeterminación, y constituye el plano de la Ontología General de la ontología materialista. El otro de los planos de la ontología materialista está constituido por la Ontología Especial, cuya realidad positiva son tres géneros de materialidad, los cuales constituyen el campo de variabilidad empírico-trascendental del Mundo (Mi), y son los siguientes: (M1) primer género de materia, o realidades físicas; (M2) segundo género de materia, o realidades fenomenológicas; y (M3) tercer género de materia, o realidades lógicas. La arquitectura trimembre de la Ontología Especial mantiene una estrecha correspondencia con la estructura ternaria del eje sintáctico del espacio gnoseológico, cuyos sectores son los términos de las ciencias (realidades físicas), las operaciones que ejecutan los sujetos gnoseológicos (realidades fenomenológicas), y las relaciones que permiten a los sujetos operatorios la manipulación de los términos, de acuerdo con criterios sistemáticos, normativos, estructurales, preceptivos, legales, etc. (relaciones lógicas).

[36] Las relaciones diaméricas (diá, a través de, y meros, parte) se oponen a las metaméricas (metá, más allá de, y meros, parte). Las relaciones metaméricas constituyen un esquema de conexión entre dos conceptos conjugados (A / B) como todos enterizos, sin analizarlos en sus componentes o partes. Las relaciones metaméricas son holistas y globales. Sería el caso, por ejemplo de una cultura abarcadora de todas las demás.

[37] Vid. al respecto el concepto de ciencia desarrollado en la Teoría del cierre categorial de Bueno (1992), así como la obra epistemológica de Losee (1981), Newton-Smith (1987), Pérez Herránz (1999) y Velarde Lombraña (1982, 1993).

[38] La idea teoreticista de ciencia está ligada, como advierte Bueno (1992) a quien seguimos aquí, a la escuela del filósofo Carlos Popper. El teoreticismo subraya la primacía de la forma sobre la materia en su definición de ciencia y de conocimiento científico, intensificando el componente teórico constructivo y operativo que se da de facto en la investigación científica. Considera los contenidos de una ciencia como algo esencialmente vinculado a las estructuras operatorias sintácticas, lingüísticas y lógico-formales, las cuales no se resolverían en el campo de los «datos» empíricos y materiales. El conocimiento científico no procedería, pues, por inducción, sino por operaciones hipotético-deductivas, formuladas para dar cuenta y razón de los fenómenos materiales. Sin embargo, el punto débil del teoreticismo reside precisamente en la conexión entre la ciencia, que se concibe como mundo autónomo y creador (ámbito de la forma vivificadora), y la realidad, el mundo de los hechos (que se concibe como un mundo inerte o de materia inerte ante las formas vivas de la ciencia). Un nexo negativo une las teorías a los hechos. La teoría se desarrolla en virtud de su propia fuerza y coherencia interna, y cuando alguna de sus proposiciones no se ajusta o adapta al plano de los hechos, resulta desmentida, refutada, falsada, hasta que se adapte. No deja de ser irónico, para el teoreticismo, que las matemáticas, ciencias exactas por excelencia, no puedan nunca ser desmentidas por los hechos, habida cuenta de su naturaleza formal y abstracta. Popper concibe la naturaleza como algo eterno (ucrónico) y sin lugar de reposo (utópico). Frente a Popper y su concepción teoreticista de la razón y la ciencia abstractas, utópicas y ucrónicas, que sobrevuelan la materia y la informan desde el exterior, cabe advertir que la racionalidad efectiva humana es propia de sujetos corpóreos individuales, que operan e interactúan en el medio exterior, circundante y envolvente. La racionalidad tecnológica, científica y filosófica, no puede pensarse sin el lenguaje, pero esta misma racionalidad no puede reducirse exclusivamente al lenguaje. Tan racional es el sistema métrico de numeración decimal como el uso humano de la pentadactilia para manipular objetos corpóreos y tangibles. El concepto de racionalidad está vinculado al concepto del comportamiento individual independiente, es decir, al sujeto humano corpóreo y operatorio, tal como propugna Gustavo Bueno (1972, 1992).

[39] El adecuacionismo es heredero de las formulaciones originales de Aristóteles. Esta tendencia gnoseológica supone que el conocimiento científico descansa de igual modo y en igualdad de condiciones sobre los dos fundamentos de toda ciencia: los componentes formales (teoría) y los componentes materiales (empiria). La verdad científica se define así por la relación de adecuación o correspondencia (isomorfismo) entre la forma proposicional desplegada por la lógica científica y la materia inerte a la que aquella forma va referida y referenciada. Es el caso de la conocida «teoría semántica de la verdad» formulada por Alfred Tarski. El adecuacionismo, con su postulado de la exacta correspondencia entre forma y materia, se presenta como una conjunción de la hipóstasis (sustantivación metafísica) de la materia practicada por el descriptivismo y de la hipóstasis de la forma proyectada por el teoreticismo.

[40] El circularismo es la teoría de la ciencia que ofrece la gnoseología materialista desarrollada por la teoría del cierre categorial (Bueno, 1992). La teoría del cierre categorial asume, del descriptivismo, la exigencia de una presencia positiva del material empírico de una ciencia, y del teoreticismo, su afirmación de una realidad constructiva, operatoria, lógico-formal en toda ciencia. Sin embargo, el circularismo pretende superar las limitaciones de estas concepciones gnoseológicas mediante el dualismo entre materia y forma, y a través de la disociación entre una «forma lógica», supuesta depositaria de una racionalidad que se aplica a diferentes materias o contenidos empíricos. La teoría del cierre categorial considera que la forma lógica es sólo el modo de organizarse ciertos contenidos, el modo de establecerse la conexión de unos materiales con otros en un contexto social. La racionalidad incluye la referencia a la materia, y no es disociable de ella de ningún modo. Porque materia y forma son conceptos conjugados, es decir, conexos internamente, e indisolubles, pues no pueden darse por separado ni autónomamente (como sucede con otros conceptos conjugados: reposo / movimiento, espacio / tiempo, padre / hijo…)

[41] Vid. a este respecto la obra de Mondolfo (1971), quien recoge abundantes conceptos que apuntan en esta dirección, desde Anaxágoras («el hombre piensa porque tiene manos») hasta Vico («el criterio de tener ciencia de una cosa es efectuarla»). En este mismo contexto cabe recordar las declaraciones de Pierre-Gilles de Gennes, Premio Nobel de Física (1991), al diario El País (22 de mayo de 1993): «Para pensar hace falta estar en contacto con la realidad».

[42] «No puede haber, en absoluto, reflejo de una época fuera del curso del tiempo» (Bajtín, 1975/1989: 298).

[43] Más precisamente: «El cronotopo determina la unidad artística de la obra literaria en sus relaciones con la realidad [...]. En el arte y en la literatura, todas las determinaciones espacio-temporales son inseparables, y siempre matizadas desde el punto de vista emotivo-valorativo» (Bajtín, 1975/1989: 393).

[44] Entre los títulos que Bajtín identifica en este género, figuran Las aventuras de Leucipo y Clitofonte de Aquiles Tacio, Las aventuras de Querea y Calirroe de Caritón, Novela etiópica o Las etiópicas de Heliodoro, Las efesíacas de Jenofonte de Éfeso, y Dafnis y Cloe de Longo. Estas novelas se caracterizarían, según Bajtín, por un trasfondo geográfico muy amplio y variado (su acción discurre habitualmente entre tres o cuatro países separados por el mar), por una estructura tendente hacia un cierto enciclopedismo, propio de su género, y porque entre sus motivos principales figuran el amor, la angustia, la pasión instantánea y, por otro lado, elaborados según la época antigua, las tempestades, naufragios, guerras, raptos, anagnórisis, descripciones, reflexiones y demás motivos desarrollados en los géneros retóricos. A los personajes de este género de novelas no les pertenece ni les corresponde ninguna iniciativa. Todo parece estarles aguardando azarosamente.

[45] «Toda la acción de la novela griega, todos los acontecimientos y aventuras que la componen no forman parte de la serie temporal histórica, ni de la vida corriente, ni de la biográfica, ni de la biológica elemental de la edad. Están situados fuera de esas series, y fuera de las leyes y normas de medida humanas, propia de tales series. En ese tiempo no se modifica nada: el mundo permanece como era, tampoco cambia la vida de los héroes desde el punto de vista biográfico, sus sentimientos permanecen invariables, y las personas ni siquiera envejecen» (Bajtín, 1975/1989: 244).

[46] «La novela de este tipo no se desarrolla en un tiempo biográfico, en sentido estricto. Representa sólo los momentos excepcionales, totalmente insólitos, de la vida humana, y muy cortos en duración, comparados con el curso de la vida en su conjunto. Pero tales momentos determinan tanto la imagen definitiva del hombre mismo, como el carácter de toda su vida posterior » (Bajtín, 1975/1989: 269).

[47] «La característica primera de la novela es la confluencia del curso de la vida del hombre (en sus momentos cruciales) con su camino espacial real» (273); y algo más adelante: «La vida corriente que observa y estudia Lucius es una vida exclusivamente personal, privada. En esencia, no tiene nada de pública. Todos los acontecimientos que ocurren en ella son problemas personales de personas aisladas: no pueden acontecer «a los ojos de la gente», públicamente, en presencia del coro; no son objeto de informe público en la plaza» (275).

[48] Como el propio Bajtín llega a reconocer, la novela biográfica extensa propiamente dicha no la ha creado la Antigüedad, por más que en ella se haya elaborado una serie de formas biográficas y autobiográficas cuya importancia ha sido decisiva en el desarrollo de la novela europea.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Viaje y aventura en el espacio antropológico de La española inglesa de Cervantes», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 4.5), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


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