IV, 4.6 - El celoso extremeño de Cervantes: el sarcástico juramento de Loaysa

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





El celoso extremeño de Cervantes: el sarcástico juramento de Loaysa


Referencia IV, 4.6


La discreción, no la fortuna, rige los destinos de los hombres.

Plutarco (Sobre la fortuna, § 1).


 

Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro

Carrizales, el viejo celoso extremeño, es probablemente uno de los personajes patológicos más peligrosos de la literatura cervantina. Los celos, que cuando existen con causa real se llaman cuernos, asolan la vida del viejo y de cuantos están a su alrededor. El celoso extremeño, en su versión impresa de 1613, puede leerse en contrapunto o en symploké con la versión de Porras de la Cámara, con el entremés de El viejo celoso (1615) del propio Cervantes, y también con el Othello (1622) de Shakespeare y el Sganarelle ou le cocu immaginaire (1660) de Molière[1]. Carrizales es un personaje anómico, patológico, irracional. Derrocha vida y dinero entre milicia y mujeres, y en la cúspide de una vejez remozada con lingotes de oro casa con una niña ventanera a la que trata de enterrar en un gineceo indesvirgable. El desenlace será funesto para el viejo y la niña.

Con todo, la muerte de Carrizales, con el reconocimiento de sus errores, su confesión pública, y los contenidos expositivos de una filosofía propia de la stoa, tiene lugar desde un marco estoico, senequista, solemne, incluido un longo parlamento ante su servidumbre y parentela. Es casi el anuncio de su propia muerte: «Morir del propio veneno, y más proclamándolo en público parlamento, es casi un suicidio en forma de muerte natural» (Molho, 1990/2005: 230). Carrizales muere disponiendo de sus bienes de forma generosa, sin rencor ninguno. Pierde la vida cobrando una razón de la que nunca demostró hacer uso con anterioridad. Siempre alimentando sus pasiones y satisfacciones, parece renunciar a todo ante la inminencia de una muerte relativamente voluntaria. Carrizales confiesa que su matrimonio contrarió irracionalmente la ley natural. Su afán posesivo degeneró en patología de celos. Su muerte, al seteno día de su agonía, es, al parecer, racional y serena. Carrizales parece morir sin posteridad ninguna, y al margen de todo protocolo religioso. El viejo moribundo pide por el escribano, no por el cura[2]. In articulo mortis, administra su hacienda, no su alma. No cabe mayor patología por la materia, ni mayor indiferencia por la religión.

La experiencia religiosa en El viejo celoso está determinada formalmente por dos contenidos: las referencias al demonio y el sarcástico juramento de Loaysa.

En el texto se alude con frecuencia al demonio. Muchas de estas menciones, entre ellas la de «sagaz perturbador del género humano» (335), se deben al narrador. Otras, las más a título de voto o juramento, están en boca de los personajes. «Entre con todo diablo» (354), dice la negra Guiomar a propósito de la penetración de Loaysa. Sin embargo, debe advertirse que el «diablo» de Guiomar es la sensualidad, las pasiones, la vida misma. Para ella, que se halla fuera del sistema católico e hispano, no hay en rigor diablo. Para la dueña, su contrario, sí. La dueña Marialonso, personaje identificado por el narrador —y por algunos críticos— como agente demoníaco, conduce a Leonora a los brazos del virote con palabras «que el demonio le puso en la lengua», y tras encerrar a los amantes en su aposento, les echa «la bendición con una falsa risa de demonio» (361), según la versión impresa de 1613, y «dándose la bendición con una falsa risa de mono» (707), en la versión de Porras de la Cámara. La paronimia demonio / mono es significativa desde el momento en que al mono se le consideraba con frecuencia como animal diabólico. En este contexto, Molho (1990/2005: 198, nota 8) advierte que «el gesto de la dueña muestra que el sacrilegio debía ser un ingrediente obligado de la fiesta transgresiva».

El tal demonio no es sino un numen terrestre, por oposición a los númenes celestes, a los que queda subordinado. En realidad, es decir, en la realidad de la literatura cervantina, es una forma sin presencia material, salvo por antropomorfismo que lo identifique con la dueña. El demonio es aquí un mero referente de las religiones terciarias, en virtud del cual se define moralmente un comportamiento negativo. El sentido religioso y originario —primigenio— del numen ha sido, pues, completamente sustituido por el sentido moral y metafísico —terciario— de un referente inmaterial, invisible e inasequible, que, sólo si se identifica con un personaje literario como la dueña Marialonso, cuya inmoralidad es tan intensa como su irreligiosidad, adquiere presencia antropomórfica. El demonio es aquí, como lo es en toda la literatura cervantina, un referente moral, no religioso. Las Novelas ejemplares plantean conflictos morales, pero no religiosos, cuyo marco de referencia es siempre un espacio antropológico, nunca un espacio teológico. Cervantes sustituye la religión por la moral, y la metafísica por la ética.

Por otro lado, hay que advertir que el despertar de Carrizales, «a pesar del ungüento» (362), fue obra del cielo, si se nos permite hablar así, al leer: «ordenó el cielo […] que Carrizales, a pesar del ungüento, despertase». Y la versión de Porras es aún más explícita: «... el cielo, que muchas veces permite el mal de algunos por el bien y beneficio de otros, hizo que Carrizales despertase» (708). «Parece —escribe Molho (1990/2005: 199)— que Carrizales lleva las de perder contra el demonio, y tal vez contra el cielo, que no le da más ventaja que la ocasión de recobrarse y reconocer su error en pública confesión. No cabe duda de que las citadas menciones del infierno y del cielo responden a ese dualismo ético y religioso que, en regla general, es el de las Novelas ejemplares».

Especial mención merece la irreverente y sarcástica parodia de juramento que pronuncia Loaysa ante el senado de mozas, eunuco y dueña:


Por cierto, señoras hermanas y compañeras mías, que nunca mi intento fue, es, ni será otro que daros gusto y contento en cuanto mis fuerzas alcanzaren; y así, no se me hará cuesta arriba este juramento que me piden; pero quisiera yo que se fiara algo de mi palabra, porque dada de tal persona como yo soy, era lo mismo que hacer una obligación guarentigia; y quiero hacer saber a vuesa merced que debajo del sayal hay ál y que debajo de mala capa suele estar un buen bebedor. Mas para que todas estén seguras de mi buen deseo, determino de jurar como católico y buen varón; y así, juro por la intemerata eficacia, donde más santa y largamente se contiene, y por las entradas y salidas del santo Líbano monte, y por todo aquello que en su proemio encierra la verdadera historia de Carlomagno, con la muerte del gigante Fierabrás, de no salir ni pasar del juramento hecho y del mandamiento de la más mínima desechada destas señoras, so pena que si otra cosa hiciere o quisiere hacer, desde ahora para entonces y desde entonces para ahora lo doy por nulo y no hecho ni valedero (354-355).


El paródico juramento de Loaysa se pronuncia como respuesta a la exigencia de la dueña Marialonso de someter formalmente al virote a su propia jurisdicción: «vuesa merced nos ha de hacer, primero que entre en nuestro reino, un muy solene juramento de que no ha de hacer más de lo que nosotras le ordenáremos» (354). De acuerdo con esta fórmula, incluso aunque Loaysa hubiera jurado seria y verdaderamente, aún actuando según la versión del manuscrito de Porras de la Cámara, no habría incurrido en perjurio, pues en ningún punto habría quebrantado su palabra dada. El virote no hará en casa de Carrizales nada que la dueña no haya dispuesto y ordenado previamente.

En consecuencia, si Loaysa obsequia a los lectores con este innecesario simulacro de juramento, no será tanto por su propia necesidad para disponer la acción que pretende llevar a cabo, cuanto por iniciativa del autor, y no del narrador, el cual, anulado por Cervantes, ha cedido enteramente la palabra al personaje. Es el autor quien sí ha querido exponer ante el lector el discurso paródico, e incluso sarcástico, de un juramento —que muy fácilmente podría haber excusado— cuyo objeto de burlas no sólo son las creencias religiosas y el honor de las partes implicadas, lo que no es poca sustancia, sino de forma específica, el catolicismo: «determino de jurar como católico...», etc. Al igual que en Rinconete y Cortadillo, los personajes más católicos son los más desvergonzados.

Si Loaysa hubiera jurado en serio y rigurosamente, el resultado final habría sido el perjurio, al quebrantar la palabra dada a las obligaciones y preceptos asumidos; pero al jurar en vano y en ridículo, no sólo queda exento de cumplir cualquier palabra, pues no ha dado ninguna, sino que además confirma la complicidad de la dueña, quien de este modo advierte a título personal las intenciones del virote. Es Marialonso quien exige el juramento y propone la fórmula. El propósito es captar perlocutivamente las intenciones puntuales de Loaysa. ¿Viene el virote por alguna moza en concreto o puede ser ella una de las afortunadas? Hasta oír el juramento la dueña no dispone de ninguna prueba fehaciente y positiva de las verdaderas intenciones del virote. Segura de ellas, no tardará en querer ser la primera, aunque de inmediato se contentará con ser el segundo plato a condición de servir el primero.

De cuantos personajes asisten al paródico juramento de Loaysa, sólo Marialonso está en condiciones de captar formalmente el disparate de sus contenidos, así como de interpretar funcionalmente las consecuencias prácticas de tal forma de hablar. El resto de las mozas, ingenuas y doncellas —excepto la negra Guiomar, que es doncella pero en absoluto ingenua, pues advierte que ningún valor tendrá tal juramento—, se quedan sin entender nada de cuanto dice el galán. 

El «juramento» de Loaysa es más propio de entremés que de novela ejemplar. ¿Por qué Cervantes hace jurar a Loaysa en tales términos? La dueña le pide que jure para ver en qué medida ella puede aprovecharse o participar de las intenciones de Loaysa, pero, ¿y Cervantes? Incluso en la versión de Porras de la Cámara, tan cruda en otros aspectos, como la consumación del adulterio, y la muerte violenta de Loaysa por un antiheroico disparo de arcabuz, reproduce el paródico juramento en términos mucho más fluidos, retóricos e insulsos. Cervantes hace jurar así a Loaysa, sin interferencias del narrador y a instancias de un personaje no menos corrupto que el propio virote, con el fin de arremeter contra las formas objetivas de expresión religiosa, que se critican de forma constante en la obra literaria de Cervantes, y que en este caso se manifiestan a través de un paródico juramento hecho en nombre de la fe católica, protagonizado por un individuo en el que se amalgaman múltiples atributos moralmente negativos, propios de la picaresca, la delincuencia y el donjuanismo. 

Cervantes no ataca, cuestiona o ridiculiza las formas objetivas de expresión religiosa impunemente, sino sólo encarnándolas en personajes moralmente proscritos en su época, bien como individuos, bien sobre todo como arquetipos sociales (sea el caso de la cofradía de Monipodio). Sin embargo, de un modo u otro, tales formas objetivas de expresión religiosa no salen indemnes de su paso por la literatura cervantina. El «juramento» de Loaysa es una parodia que tiene por artífice a Cervantes, por sujeto a Loaysa, por objeto al honor y a la fe católica, y por código al lenguaje jurídico y al discurso religioso.

Cervantes nunca hará una parodia de las formas objetivas de expresión religiosa tomando como sujeto a un hombre o una mujer virtuosos. Algo así sería un ultraje a la justicia eclesiástica de su tiempo, un delito intolerado. Sin embargo, Cervantes sí parodia estas fórmulas religiosas tomando como sujeto de ellas a personajes viciosos, corruptos o inmorales. ¿Por qué? El creyente dirá, por un lado, que para reprobar la conducta de tales personajes. Interpretación ingenua o confesional. No hace falta acudir a la moral religiosa para censurar la inmoralidad ajena a la misma experiencia religiosa. El crítico dirá, por otro lado, que para cuestionar las formas objetivas de la religión, y acaso también para criticar metonímicamente —en el Siglo de Oro hacerlo de otro modo costaría la vida— los fundamentos positivos de la religión.


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NOTAS

[1] De especial interés resulta en este contexto el trabajo de Di Pinto (1999), al considerar, desde la perspectiva comparatista que ofrecen las literaturas española e italiana del Renacimiento, el tema de los celos y el adulterio en Straparola, Bandello y Cervantes.

[2] «La venida del escribano sea luego, porque la pasión que tengo me aprieta de manera, que a más andar me va acortando los pasos de la vida» (367). Adviértase que esta es una de las pocas novelas ejemplares que concluye sin presencia clerical.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «El celoso extremeño de Cervantes: el sarcástico juramento de Loaysa», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 4.6), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


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