IV, 4.7 - La mentira en El casamiento engañoso de Cervantes

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





La mentira en El casamiento engañoso de Cervantes


Referencia IV, 4.7

 

La primera de todas las fuerzas que dirigen el mundo es la mentira. 

Jean-François Revel (1988/1989: 9).

 

La palabra es un poderoso soberano que, con un cuerpo pequeñísimo y completamente invisible, lleva a cabo obras sumamente divinas. Puede, por ejemplo, acabar con el miedo, desterrar la aflicción, producir la alegría o intensificar la compasión […]. Los encantamientos inspirados, gracias a las palabras, aportan placer y apartan el dolor. Efectivamente, al confundirse el poder del encantamiento con la opinión del alma, la seduce, persuade y transforma mediante la fascinación. De la fascinación y de la magia se han inventado dos artes, que inducen errores del alma y engaños de la opinión. ¡Cuántos persuadieron —y aún siguen persuadiendo— a tantos y sobre tantas cuestiones, con sólo modelar un discurso falso!

Gorgias, Encomio de Helena (en AA.VV., 1996: 205-208).



Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro

Partiré de este postulado materialista: la verdad está en los hechos; la mentira, en las palabras de los sofistas[1]. El casamiento engañoso es una obra narrativa que se construye literariamente sobre el despliegue y la formulación de varias realizaciones de la idea de mentira. Se trata de un cuento que contiene al menos un drama, un entremés y una novela corta. Es decir, el drama de un soldado grotesco y consumido, el entremés de un «casamiento engañoso» y la novela corta que —bajo el título Coloquio de los perros— expone, a modo de retablo expósito, abandonado por su trujamán, los contenidos de una fábula cínica, imposible y verosímil, cuyos protagonistas son dos perros locuaces. La idea de mentira es el resultado de múltiples elementos constitutivos y distintivos de El casamiento engañoso. Su realización y desenvolvimiento se manifiestan en diversos ámbitos, que remiten a tres fundamentales: la moral, la ética y la literatura. Vamos a verlos.

Moralmente hablando, la mentira es siempre una traición al grupo, una traición a los fundamentos esenciales de una sociedad. Desde un punto de vista ético, la mentira equivale a la alienación de los individuos crédulos, que asumen la falacia como verdad y viven en la ignorancia del mundo real. Finalmente, en el ámbito de la poética, la mentira constituyó durante siglos el núcleo esencial de la inventiva literaria, frente a la supuesta verdad de la filosofía y de la Historia, de los dogmas de la teología e incluso de los postulados de la ciencia. Hoy, la «verdad» de la literatura compite con múltiples formas de mixtificación, que van desde el discurso periodístico —consagrado a las falacias más sofisticadas— hasta el religioso —que sitúa retóricamente la mentira incluso más allá de este mundo—, pasando de forma inevitable por el discurso de la crítica literaria posmoderna —auténtica teología de las formas verbales, cuya irrealidad es sin duda más ficticia que la propia literatura a la que pretende referirse—. En este contexto, la literatura no deja de ser una mentira poéticamente desarrollada.



Idea de mentira[2]

En términos filosóficos puede afirmarse que la esencia de la mentira es la voluntad de engañar, la voluntas fallendi. Un sujeto no es sincero sólo porque sus palabras sean ciertas, pues hay mentira siempre que hay intención de engañar a una persona. La mentira representa siempre un engaño, es decir, el deseo de hacer creer verdadero o falso algo que, en realidad, no se considera ni lo uno ni lo otro, al margen de que lo sea. La mentira se basa en la intención de engañar, independientemente de la veracidad de su contenido. Se puede mentir diciendo la verdad. El teatro y la literatura española de los Siglos de Oro ofrecen ejemplos recurrentes de este tipo de situaciones.

Ningún testimonio, ningún discurso, corresponde jamás a la reproducción exacta del acontecimiento al que se refiere. Sea cual sea el modo en que un testigo llega a tener conciencia del desarrollo de un acontecimiento, verdadero o falso, diré in extremis que miente sólo por el hecho de narrarlo, es decir, por situar la verdad en el discurso de su perspectiva y experiencia personales (White, 1981). La mentira es siempre resultado del acto voluntario de un sujeto libre. Ahora bien, la intención de engañar supone siempre la promoción de intereses específicos. Pensemos en la esencia de la publicidad, la propaganda o, simplemente, la educación posmoderna. Recordemos las palabras de Roca Barea, en el contexto mixtificador de la leyenda negra antiespañola, cuando advierte que la propaganda es la gestión de la mentira.

Desde el pensamiento griego clásico, en los orígenes de la civilización occidental, el ser humano ha hecho de la verdad un objetivo irrenunciable, de tal modo que todas las formas de conocimiento están organizadas en función del conocimiento de la verdad. Con frecuencia, está asociada a la verdad a la belleza y el bien, en la doctrina de la kalokagathía. Platón advierte en el Sofista (260 c 3-4) que la falsedad que se expresa en las palabras resulta de la falsedad que se genera en el pensamiento. De cualquier modo, la mentira ha sido y es una actividad específicamente humana, resultado del uso de los medios de la mímesis o imitación, nunca algo genuino de la naturaleza, y en absoluto de la realidad suprasensible. El origen de la mentira está en pensar y decir lo que no es con intención de engañar.

La verdad, como la mentira, sólo existe allí donde es posible la comunicación. Sin sociedad, sin comunicación, no puede haber interacción ni intercambio de nada. La comunicación literaria es una suerte de mentira muy sofisticada. Por otro lado, si todos mintiéramos al hablar, lo que en cierto modo siempre sucede inevitablemente, el lenguaje no cumpliría nunca de forma plena con su función interpretativa. Y, de hecho, no siempre la cumple. El lenguaje es el primer simulacro de conocimiento. Y de veracidad. El mentiroso afirma de verdad lo falso[3]. Sucede que al mentiroso declarado se le entiende cuando habla, pero no se le cree, porque el uso del lenguaje ha perdido en este sujeto toda posibilidad de proporcionar un conocimiento fiable. La fábula literaria otorga veracidad a una ficción, es decir, hace verosímil una mentira, que por eso mismo resulta mucho más creíble y convincente que la propia verdad. La realidad desconcierta, con frecuencia es imprevisible, y nunca admite una vuelta atrás en el tiempo. No puede ser ensayada como una sesión teatral. La falacia tiende a convertirse en algo natural, inevitable, muy humano, acaso una de las formas de convivencia cotidiana más eficiente. Más eficiente que la verdad, sin duda. La realidad de los hechos es imprevisible, y por eso misma indigna de fe. Por otro lado, una vez consumada, la realidad es irreversible, y con frecuencia nos responsabiliza de alguna manera en consecuencias no deseadas, que requieren por nuestra parte una interpretación en cierto modo falsa, ficticia, capaz de salvaguardar nuestra imagen y posición ante los demás.



Las mentiras de El casamiento engañoso[4]

En consecuencia, desde los presupuestos de la Crítica de la razón literaria, puede afirmarse que la mentira es la expresión o interpretación formal que se ejecuta funcionalmente con intención de engañar. La mentira, si lo es verdaderamente, siempre tiene consecuencias. Y, por supuesto, también causas.

Una de las causas más frecuentes de la mentira —y es la que se manifiesta en el motor de la fábula de El casamiento engañoso— obedece al impulso de aparentar lo que no se es. No es ésta una cuestión que deba limitarse a la mera disimulación, pues se trata de la expresión negativa de la propia personalidad. En este sentido, la mentira supone el reconocimiento implícito de la insignificancia propia, de las deficiencias o limitaciones personales que tratan de simularse, o de la íntima sospecha —en el mejor de los casos— de la carencia de tales o cuales atributos. La mentira sería en este contexto una forma pervertida de la humildad, una expresión negativa del verdadero yo. Así, por ejemplo, una persona bien pagada de sí misma no necesitará mentir para sentirse satisfecha, pues vive convencida de su perfección o satisfacción: es decir, vive crédulamente en la ficción que le depara su soberbia. El soberbio no es un mentiroso, sino un ignorante. Un desconocedor de la fatuidad de su propio yo. Desde esta perspectiva se explica que una de las virtudes esgrimidas por el soberbio sea la de afirmar que él no miente nunca. En realidad, el soberbio no tiene conciencia de necesidades que puedan inducirle al embuste.

Con todo, la mentira, en su más amplio sentido, es decir, como acción que se ejecuta con intención de engañar, es un fenómeno muy frecuente en el mundo animal, y de forma especialmente relevante entre la especie humana. Entre los animales, el engaño más recurrente tiene lugar en las relaciones interespecíficas, es decir, entre los miembros de especies distintas, y disminuye sensiblemente en las relaciones intraespecíficas, dadas entre miembros de la misma especie. Todo lo contrario sucede con el ser humano. Entre las personas, la mentira es un recurso esencialmente intraespecífico. Los seres humanos no sólo son capaces de engañar a otras especies, sino sobre todo son profesionales en el engaño a sus propios congéneres. En ocasiones, incluso sin motivos aparentes, de forma por completo gratuita, como si la mentira fuese un fin en sí mismo y no un medio para obtener determinados objetivos.

En la novela que nos ocupa pueden distinguirse al menos, como se ha sugerido con anterioridad, tres tipos de mentira, según los tres ámbitos en que opera, y de acuerdo con los cuales pueden interpretarse los materiales literarios, tanto formal como funcionalmente: la moral, la ética y la literatura.

De acuerdo con la distinción entre ética y moral (Bueno, 1996), distingo dos realizaciones en la idea de mentira, según sus causas y consecuencias sean éticas o morales. La moral hace referencia al conjunto de leyes cuya finalidad es mantener unido, estructurado y protegido, un grupo humano, cuya expresión natural es la sociedad, y cuya expresión política es el Estado. Por su parte, la ética designa el sistema de normas destinado a preservar la vida de los individuos por encima de cualesquiera otras disposiciones. Mientras la ética esté por encima de la moral, un asesino en serie nunca será ejecutado, porque éticamente la vida de un criminal es más importante que la protección del grupo social. Por el contrario, cuando la moral está por encima de la ética, el grupo puede disponer la muerte de uno de sus miembros para garantizar la supervivencia social de los demás (la mafia, el ejército o la Iglesia, por ejemplo).

Llegados a este punto conviene advertir que una mentira requiere al menos cuatro elementos: la mentira formalmente expresada, el sujeto que miente o mentiroso, el sujeto que la cree o crédulo, y el sujeto que no la cree o incrédulo. Las relaciones entre estos elementos pueden presentar variaciones desde criterios morales, éticos y literarios. Así, pues, desde el punto de vista del mentiroso, la mentira es el medio de expresión natural; para el crédulo, el sujeto que engañar; y para el incrédulo, el sujeto que evitar. Desde el punto de vista de la mentira, el mentiroso es el sujeto operatorio; el crédulo es el objeto y el medio de transmisión, mientras que el incrédulo funcionará siempre como una suerte de interruptor del discurso falaz. Desde el punto de vista del crédulo, el mentiroso será un maestro, la mentira será una verdad, y el incrédulo será un excéntrico, un heterodoxo o simplemente un inadaptado. Por fin, desde el punto de vista del incrédulo, el mentiroso es un impostor, la mentira es un error y el incrédulo una víctima incauta. El crédulo nunca sabe que habita un tercer mundo semántico.

Cuando leemos El casamiento engañoso, se observa que en su discurso tienen lugar tres hechos o situaciones perceptibles como mentiras o engaños: la burla que doña Estefanía hace al alférez Campuzano; la confesión de éste al licenciado Peralta, según la cual ha oído hablar a dos perros durante alguna de las noches en que ha pernoctado en el hospital de la Resurrección de Valladolid; y la novela titulada El coloquio de los perros, que se introduce en El casamiento engañoso. La primera muestra el desenlace de una mentira ética, cuyas consecuencias acaban por deteriorar severamente la vida del sujeto engañado; la segunda se manifiesta como una mentira moral, que quebranta la confianza del licenciado Peralta en el discurso de su amigo el alférez Campuzano; y la tercera se plantea como una mentira poética implicada en la symploké de la literatura, al relacionar la trama de El casamiento engañoso con el relato de los hechos contenidos en la Novela y coloquio que pasó entre Cipión y Berganza, en la cual, además, aparecen personajes y escenarios presentes en otras Novelas ejemplares de Cervantes[5].



La mentira ética

Consideramos ética toda mentira cuyas consecuencias afectan negativamente a las condiciones físicas de la vida de los seres humanos. Son mentiras éticas, por tanto, aquellas que se ejecutan con el fin de contrariar los principios éticos destinados a preservar la vida de los individuos. In extremis la mentira ética supone un intento, más o menos deliberado, de despojar al crédulo de su humanidad, hasta convertirlo en un simple medio a merced de los fines del mentiroso. Desde un punto de vista ético, la mentira equivale a rebajar al prójimo a un papel meramente instrumental, inhumano, haciendo de él no ya un receptor, sino la caja de resonancia de un tercer mundo semántico. Por sus consecuencias éticas, la mentira despoja al individuo crédulo de una función específicamente humana, como es la facultad de juzgar, negándole cualesquiera otras opciones, excepto el asentimiento o acaso la sospecha.

El límite de las consecuencias éticas de la mentira es la alienación y la anomia. Es el estado en el que se encuentran varios personajes de El casamiento engañoso y de El coloquio de los perros. El primero de ellos es el alférez Campuzano, que, tras el engaño de doña Estefanía, da con su cuerpo sifilítico en el hospital vallisoletano de la Resurrección, del que sale delirante y consumido. Por su parte, El coloquio de los perros concluye con una escena de cuatro personajes, si cabe aún más alienados y anómicos, encerrados en el mismo hospital, y cuyas actividades seculares —poesía, química, matemática y economía— los alejan marginal y conflictivamente de los saberes que conducen a Dios.

No estamos aquí muy lejos del entremés de El hospital de los podridos, cuyo desenlace viene provocado por la reflexividad en la aplicación de la ley[6]. Los representantes de la justicia se acusan entre sí de padecer el mismo mal que ellos mismos proscriben. Todo está subvertido, y el espacio que ocupan los seres humanos sanos queda definitivamente clausurado, salvo por la presencia del flemático Villaverde, que concluye la pieza cantando un romance en el que la vida humana «es como juego naipes, / donde todas son figuras, / y el mejor, mejor lo hace» (152). El lector o espectador encuentra aquí el tópico de la vida como teatro del mundo. La misma o semejante imagen transmite el Quijote (II, 12), cuando tras el episodio de la carreta de las Cortes de la Muerte, Sancho compara la vida de los seres humanos con el papel que las piezas del juego de ajedrez desempeñan efímeramente sobre el tablero[7]

La moraleja que parece imponer Villaverde en El hospital de los podridos es doble. Por un lado, desde una perspectiva social, rechaza controlar políticamente la conducta de las gentes: «dejemos a cada uno / viva en la ley que gustare». Por otro lado, y a título personal, propugna evitar toda implicación o indignación personales ante lo que le rodea, por absurdo y disparatado que sea el entorno: «Parezca bien la comedia, / o digan que es disparate; / venga o no venga la gente, / oigan con silencio o parlen, / yo no me pienso pudrir, / ni que el contento me acabe, / aunque abadejo de digan / y aunque bacallao me llamen» (153). La eutaxia, es decir, el bien del Estado, su armonía y equilibrio sociales, conseguida mediante el cumplimiento de las leyes, es el objetivo de los funcionarios de justicia en El hospital de los podridos. El resultado, sin embargo, será todo lo contrario a la eutaxia. Y no por incumplimiento de la ley, sino porque nadie puede sustraerse a ella, lo cual la convierte en un arma contraria a los intereses de sus propios administradores. Los jueces son objeto de juicio, es decir, sujetos de las patologías que persiguen. La mayor ironía: es un podrido, Villaverde, quien acusa y encierra al último de ellos, el secretario del tribunal.



La mentira moral

Mentira moral es toda mentira cuyas consecuencias afectan específica y negativamente a las relaciones entre dos o más seres humanos en tanto que miembros de un grupo o sociedad, cuya mínima expresión es la pareja y cuya máxima organización estructural es el Estado. No por casualidad algunas Constituciones tipifican como delito de perjurio la mentira proferida por una autoridad del Estado, como juramento en falso que, en determinadas situaciones, afecta a la evolución de una sociedad política. Desde un punto de vista moral, la mentira es un acto que, por entrar en conflicto con un derecho ajeno, se considera moralmente inadmisible.

La mentira incesante —al igual que la verdad— haría imposible la vida social. Si la mentira ética desemboca en la enajenación del individuo y en la constitución de un tercer mundo semántico, la mentira moral desemboca en la anomia política, en la destrucción de la eutaxia, en la imposibilidad de la convivencia social, y en última instancia en la negación del Estado. La mentira moral destruiría in extremis todo principio y posibilidad de cooperación y ayuda mutua entre los seres humanos.

No hay que olvidar algo decisivo al hablar de la mentira en términos morales: la mentira moral puede beneficiar la supervivencia de un grupo frente a otro. No en vano entre los Padres de la Iglesia se aceptó el hecho de que mentir era lícito, si la mentira —indudablemente moral, en este caso— suponía proteger a la Iglesia de sus enemigos o perseguidores. Con todo, Agustín de Hipona (395) reprobó esta postura al considerar que la mentira era condenable en todas las circunstancias, planteamiento que persiste hasta el imperativo categórico kantiano y sus exigencias de universalidad y validez incondicionada y apriorística.

En El casamiento engañoso la mentira moral es la menos desarrollada, y desde luego no alcanza ninguna evolución institucional, más allá de la relación confidencial y amistosa que mantienen entre sí los dos personajes protagonistas. Suponemos que el consumido militar es objeto de burla y de engaño, y no es fácil para ningún lector sostener que Campuzano, gratuitamente, se ha inventado el embuste —posible— de su matrimonio y la fábula —completamente inaudita— de los canes parlantes. El lector cree al alférez, y no duda de su palabra. El narrador primero, y a su zaga el lector, no atribuyen al pobre enfermo ninguna intención de engañar. En consecuencia, se acepta que pueda decir verdaderamente una mentira. Campuzano, dada su falta de salud, o por su simple demencia, sería un mero objeto o transmisor de una o varias experiencias falaces, imaginarias, fingidas: sería su reproductor, pero no su creador. En el peor de los casos, Campuzano no es un mentiroso, sino un enfermo, crédulo de sus propios delirios.

Este soldado grotesco, auténtico Marte de Carnaval y relator de historias extraordinarias[8], ignora que es el protagonista de una farsa. Todo es un teatro. Toda apariencia es falsa. Incluso más: la verdad misma es una ilustración de la mentira. Todo es falaz y adúltero: las joyas del alférez, la fortuna de la esposa, las intenciones de ambos, la vivienda de ella, los méritos de él, el matrimonio consumado, su profanado sacramento... La única autenticidad reside en la lujuria del militar y en la avaricia de la meretriz. Y pese a todo suponemos que el relato del alférez, como narrador autodiegético, protagonista de la historia que cuenta, no es una mentira, tal como en un momento dado sugiere su interlocutor el licenciado[9]. Suponemos que Campuzano no miente a Peralta, ni tampoco al lector, si bien aquel mantiene sus dudas razonables, y el lector —a solas— queda a merced del texto. Y a expensas de los cervantistas.

Nadie puede permitir que el discurso del alférez Campuzano, el personaje clave de El casamiento engañoso y El coloquio de los perros, se interprete como una mentira. Si así sucediera, lo que ahora percibimos como el principio lógico de la poética, la verosimilitud, quedaría reducido a un fraude insípido. La literatura no se manifiesta ni como verdad —no es un axioma (ciencia), ni un dogma (teología), ni una lógica (filosofía), ni un hecho empírico (Historia)—, ni como mentira —no pretende engañar a nadie, pese a que los moralistas de todos los tiempos (filósofos socráticos, creyentes católicos y protestantes, fundamentalistas religiosos, teólogas feministas y demás posmodernidades…) se tomen en serio toda la realidad virtual de sus contenidos imaginarios—. Si Campuzano miente, todo sería una farsa desde dentro de la literatura, y el discurso cervantino perdería todo anclaje, toda implicación, en la realidad. Sin El casamiento engañoso, es decir, sin el enfermo y delirante Campuzano, El coloquio de los perros sería inverosímil, ya que carecería de su único punto de apoyo en la convicción de la realidad. No creemos a Cipión y a Berganza, creemos a Campuzano. ¿Son los perros los artífices del Coloquio o lo es únicamente el alférez? La credulidad del lector es el precio de la verosimilitud de la literatura. En suma, el crédito de Campuzano es el único fundamento de la realidad del Coloquio.



La mentira poética

Novelas como El casamiento engañoso y El coloquio de los perros, plantean hondos problemas relativos a la esencia misma del concepto de ficción literaria. La idea de mentira poética, reinterpretada desde la teoría de la ficción de la Crítica de la razón literaria, se ha expuesto anteriormente, dedicadas a «El concepto de ficción en la Literatura» (III, 6).

Sin embargo, hay una segunda dimensión relativa a la idea de mentira poética, y de la que aquí vamos a ocuparnos, dada su especial relevancia en las dos últimas Novelas ejemplares. Me refiero a la impronta del cinismo en la literatura cervantina.



Los cínicos no mienten

El casamiento engañoso concluye cediendo la palabra al antropomorfismo animal, en el que se deposita, para mayor ridículo de la especie humana, el discurso más racional y la moral mejor definida. El animal es depositario de los valores más preciadamente humanos y logocéntricos: el lenguaje y la razón. Irónicamente, habla desde la oscuridad de la noche, acaso desde un cosmos onírico, y siempre rodeado de enfermos, locos o necios, gentes aisladas de la sociedad, de la ley incluso, y por supuesto de los ideales del Estado.

Con mucha frecuencia se ha hablado del cinismo en relación con El coloquio de los perros. Casi nada a propósito de El casamiento engañoso. Además, siempre se trae a colación en tales casos el cinismo de los antiguos griegos, más como una suerte de retórica ilustrativa de la crítica literaria que como lo que realmente fue: una filosofía y una forma de vida. Por otra parte, nunca he leído nada relativo a las Novelas ejemplares de Cervantes que considere el cinismo desde el punto de vista de su implantación en el presente crítico, es decir, siempre se aborda como algo exento del presente de la interpretación literaria. En este sentido, cuando se habla del cinismo de El coloquio de los perros se suele incurrir, sin duda de forma inconsciente, en una reiterada doxografía o doxosofía sobre los tópicos cínicos.

La etimología que siempre se aduce para señalar los orígenes del cinismo filosófico parte del término griego kyón (perro). No obstante, Diógenes Laercio sugiere el término cinosargo (perro ágil)[10] para designar a los cínicos, los cuales habrían recibido estas denominaciones como un atributo honroso, pues reflejaría con la mayor autenticidad el tipo de vida que deseaban seguir: vivir conforme a la naturaleza, vivir del modo más natural posible. Como viven de hecho Cipión y Berganza, por ejemplo, siendo testigos privilegiados e intérpretes singulares de cuantos «secretos» encierra la vida real.

De un modo u otro, es aceptable suponer que la filosofía cínica tiene su origen en el ideal de un modo de vida que pretende identificarse lo más posible con la naturaleza. Este ideal de vida, basado en un proyecto de retorno a la naturaleza desde las leyes de la polis, implica que es más natural para el ser humano vivir a imitación de los animales que vivir conforme a las leyes del Estado. El proyecto de los cínicos es, pues, posible únicamente desde la civilización. No se puede regresar a la naturaleza cuando todavía no se ha salido de ella. Por ello no es casualidad que la filosofía cínica surja precisamente en un momento histórico de deterioro de la polis griega. Estas escuelas son posteriores a la entrada en escena de Macedonia en el panorama griego. Filipo y Alejandro acabaron con la idea de polis, ya que eliminaron la independencia política de las ciudades-estado. Atenas siguió conservando su fama de lugar relevante para la educación, pero la cultura helenística tiene ya otros protagonistas. Los cínicos son la respuesta a esta decadencia política. Es una filosofía que quiere alejarse de todos los asuntos de la polis, una polis debilitada y frágil. Los cínicos toman a Sócrates como uno de sus referentes, con cuya imagen pretenden recuperar en cierto modo el estilo del filósofo mendicante y gualdrapero, y su concepción de filosofía como autarquía y virtud, en el sentido de fortaleza del individuo. La filosofía —decían— nos hace indemnes a la fortuna. El cinismo es, en suma, una forma de supremacismo.

Las ideas de los cínicos están rehabilitadas en buena parte de la obra de Rousseau, al propugnar la reducción del hombre al Estado y condiciones de la naturaleza pura, negando los valores de la civilización y las ventajas del progreso. Las leyes del Estado se discuten, y se propugna una suerte de panfilismo cuyo desenvolvimiento sólo puede darse en una naturaleza, por supuesto más imaginaria que real. Con todo, los cínicos no pretendieron nunca la Arcadia que siguen buscando los seguidores de Rousseau, al plantear contemporáneamente, en términos teológicos, la subordinación o reducción del Hombre a un naturaleza idealista y fabulosa, la cual desempeñaría las funciones de un Dios ultrajado, consumido y explotado por los seres humanos. Desde un punto de vista político, el referente inmediato es el ecologismo trascendental de nuestros días. El rechazo de los cínicos por la polis tiene su correlato contemporáneo, mutatis mutandis, en el mismo recelo con el que los grupos sociales separatistas pretenden la fragmentación feudalista del Estado del que forman parte: la desconfianza en las normas morales que nos hacen a todos iguales ante una ley estatal.

Al margen del cinismo compartido por Antístenes, Rousseau y los movimientos ecologistas y nacionalistas contemporáneos, hay que afirmar que la filosofía cínica exhibe un discurso contracultural que nace del seno mismo de las sociedades culturalmente más desarrolladas y sofisticadas. En este sentido, el cinismo es un producto cultural más de las sociedades avanzadas, que no existiría sin el lujo y la comodidad que lo hacen materialmente visible y factible. Difícilmente podemos imaginarnos un diálogo de cínicos en el Pleistoceno superior.

Con todo, lo que se pretende subrayar aquí es que la filosofía cínica, que se manifiesta más por lo que niega —la civilización— que por lo que afirma —la naturaleza en su estadio de barbarie—, se fundamenta —al igual que la deconstrucción derridiana— sobre una contradicción insuperable: niega los medios que hacen posible sus fines. Bien conocida es la imagen que ofrece Diógenes Laercio de Diógenes el Cínico, quien, al ver a un muchacho beber agua del arroyo con las manos, arroja su cuenco con el fin de adoptar una forma de comportamiento más próxima a la naturaleza. Lo que podría preguntársele entonces al cínico de Diógenes, como —en términos igualmente filosóficos— al cínico de Derrida, es por qué no renuncian también al lenguaje y a la razón para expresarse, y así alcanzar un estado mucho más próximo entre Hombre y Naturaleza. Los póngidos y los homínidos, primeros antropoides del Oligoceno, estaban mucho más próximos a la naturaleza que cualquiera de los cínicos griegos o de los deconstructivistas contemporáneos. Ellos apenas disponían de recursos racionales, mientras que los cínicos y los deconstructivistas, poseyéndolos en grado sumo, actúan para inducir y educar a los demás en el abandono, respectivamente, de la civilización y del racionalismo.

El cinismo contemporáneo —y es el cinismo que caracteriza igualmente a los personajes de El coloquio de los perros—, finge despreciar las convenciones morales y sociales, pero —frente a la escuela griega de filosofía cínica— las acepta plenamente. El cínico contemporáneo, al igual que los cínicos que protagonizan los relatos de la vida de Berganza, fingen aceptar lo «políticamente correcto» para introducirse de lleno en la sociedad y, confundiéndose con el medio, disponer de inmunidad moral para despreciar y burlarse de todas las convenciones que dicen respetar. Las únicas fidelidades del cínico son sus intereses prácticos, nunca las normas morales. La ideología que el cínico contemporáneo dice poseer no es más que un salvoconducto retórico, un discurso que exhibe para codificarse socialmente como alguien respetable. En El coloquio de los perros los cínicos no son Cipión y Berganza, sino todos los demás. A Cipión y Berganza corresponde la manifestación, nada cínica, dicho sea de paso, del desencanto, el descreimiento y la desmitificación del comportamiento humano. Su crítica ni siquiera es denuncia, evita en lo posible la murmuración, y jamás se permite el sarcasmo, ni la sátira o la risa sardonia. 

Cipión y Berganza hablan incluso como dos ingenuos, cuyas palabras carecen por completo de ironía —salvo por el intertexto literario en que se sitúa su autor, Cervantes—, y sólo tienen en común con los auténticos cínicos la obscenidad, es decir, el hecho de mostrarse a sí mismos, en calidad de mensajeros o relatores —y por la acción transcriptora, mediadora o transductora de Campuzano—, publicando sin reservas ni reticencias todo aquello que es moralmente reprobable en una determinada sociedad. Desde este punto de vista, el cínico se comporta como un moralista supremacista que critica y denuncia los vicios que impiden la prosperidad de una sociedad humana. El único cinismo que poseen Cipión y Berganza es el cinismo que pone de manifiesto la falsa moral, el fraude de las convenciones sociales y la falacia de lo políticamente correcto en las ascuas imperiales de la Edad Moderna. Cervantes no quiso poner en boca de personajes humanos el relato de semejante ruina. En tal caso, habría sido inevitable crear la figura de un pícaro adulto, en la órbita de Guzmán, o al menos considerando las leyes gravitatorias generadas por la novela picaresca de Mateo Alemán. No son los objetivos de Cervantes.

El cinismo del autor de El coloquio de los perros no descubre nada que no se sepa sobradamente. Su crítica no revela ninguna dimensión moral inédita, ni tampoco inmoralidades incógnitas. Ni siquiera pone al descubierto la fragilidad ignorada de las convenciones sociales. Cervantes hace algo mucho más sencillo, dentro de su amplia complejidad, al idear la aventura de la frustrante relación entre el alférez Campuzano y doña Estefanía, y al abatir al soldado en el delirio onírico de dos perros locuaces, cuyos coloquios relata a un no menos singular licenciado Peralta. Cervantes dice en público lo que tácitamente se silencia. Lo que todos sabemos y nadie se atreve a decir. El coloquio de los perros es su obra más valiente, la mejor elaborada —junto al Quijote— en términos literarios y, pese a ser la más artificiosa de todas sus creaciones, la más íntimamente ligada a la verdad. Al fin y al cabo, la verdad del mundo es una mentira que estamos obligados a creer sólo en la medida en que participamos en ella. Sólo los cínicos, los que se sustraen a ella, al no participar en sus estructuras, con frecuencia civilizadas y políticas, pueden criticarla libre y obscenamente. Es el privilegio de la independencia, es decir, el privilegio de quienes viven emancipados de la vanidad propia y del poder ajeno.


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NOTAS

[1] La falacia de las palabras es una cualidad distintiva que la filosofía socrática atribuye a la sofística (Platón, Sofista), y que no conviene extrapolar inadvertidamente a otro tipo de formas discursivas o usos del lenguaje. Debo a Georges Güntert una observación filológica digna de interés en este punto. El término Wahrheit, «verdad» en alemán, deriva de «guardar» (bewahren). Semejante analogía etimológica postula que hay una verdad como correspondencia entre lo que se dice (palabra) y lo que es (hechos), así como también hay una verdad entre lo que uno dice (palabra) y lo que otros han dicho (palabras). Por lo tanto, como en los hechos, en la palabra cabe, también, la expresión de la verdad. Respecto a la verdad de la literatura, frente a la verdad de la Historia o de la filosofía, vid. las reflexiones ofrecidas al final de este capítulo en relación con la idea y concepto de ficción en la literatura.

[2] Sobre la mentira en la tradición cultural occidental, es de referencia el libro de Maria Bettetine titulado Breve storia della bugia. Da Ulisse a Pinocchio (2001), cuyas ideas citamos y reproducimos con asiduidad a lo largo de estas páginas.

[3] Vid. la antemencionada obra de Bettetini (2001).

[4] El casamiento engañoso pertenece a esa gran familia de obras literarias cuyos protagonistas o personajes relevantes son genuinamente mentirosos (El amante de las mentiras de Luciano de Samósata, La verdad sospechosa (1634) de Juan Ruiz de Alarcón, Le menteur (1643) de Corneille —tan criticada por Voltaire en Remarque su ‘Le menteur’—, Il bugiardo (1750) de Goldoni, Le menteur de Cocteau…). Y no olvidemos al gran mentiroso de la literatura universal: Ulises u Odiseo.

[5] No es frívola la denominación de los personajes, ni la poliédrica intertextualidad de algunos de ellos. Como ha advertido Molho, en El casamiento engañoso los personajes protagonistas no llevan más que patrónimo. El autónimo les es vedado, y se sustituye por su grado o título, como signo funcional: Campuzano, alférez, y Peralta, licenciado. A su vez, en El coloquio de los perros algunos personajes aparecen designados solamente por su condición (el bretón, el morisco), su función (pastores, sargento, atambor), o su figura (negra): «Los ónoma ficcionales funcionan en su espacio textual algo así como los apodos o motes en el terreno social: definen a los individuos por algún rasgo saliente de su persona o de su conducta. En otros términos, son signos motivados [...]. El nombre, pues, no miente, sino que descubre su significativa verdad al onomántico que lo sabe descriptar» (Molho, 1983/2005: 307-308). Los personajes históricos, por su parte, desempeñan la función de concatenar la ficción de la literatura con la realidad empírica de la Historia: «Obsérvese por fin que la onomástica del Coloquio funciona creando relaciones intertextuales: el sargento (IV) refiere a Nicolás del Romo (I), y Monipodio conecta el Coloquio con Rinconete y Cortadillo, consagrando el primer intento, anterior a Balzac, de innovar una novelística fundada en la circulación y retorno de los personajes» (Molho, 1983/2005: 313).

[6] El hospital de los podridos sigue inocentemente el modelo de un entremés de figuras, para presentar una serie de personajes afectados por un impulso emocional, percibido socialmente como un grave problema que hay que corregir. En los términos de la época, «estar podrido» equivalía a sufrir una suerte patología o neurosis insoportable, causada por la percepción molesta e irritante de una determinada acción o acontecimiento, y que se manifiesta en una irritabilidad incontenible e incurable por sí sola. La obra plantea un problema esencialmente moral, social y práctico, esto es, político, que exige el establecimiento de una serie de medidas destinadas a preservar el correcto funcionamiento de la sociedad, cuya expresión máxima es la República o el Estado. La moral funciona aquí como un conjunto de normas destinadas a conservar la unidad del grupo, evitando la proliferación de conductas heterodoxas que puedan disgregar la configuración social y política ya establecida. En palabras del rector: «Era tanta la pudrición que había en este lugar, que corría gran peligro de engendrarse una peste, que muriera más gente que el año de las landres; y así, han acordado en la república, por vía de buen gobierno, de fundar un hospital para que se curen los heridos desta enfermedad o pestilencia, y a mí me han hecho rector» (Souto, 1968: 145).

[7] «Brava comparación —dijo Sancho—, aunque no tan nueva, que yo no la haya oído muchas y diversas veces, como aquella del juego del ajedrez, que mientras dura el juego cada pieza tiene su particular oficio, y en acabándose el juego todas se mezclan, juntan y barajan, y dan con ellas en una bolsa, que es como dar con la vida en la sepultura» (Quijote, II, 12).

[8] No deja de ser curioso para nuestro tiempo que el hombre de armas muestre más calidad que el hombre de letras en lo relativo a contar historias. Cabe suponer que para Cervantes Armas y Letras son dos vocaciones distintas del entendimiento, y que la preeminencia se la llevan las Armas, porque de ellas depende el sustento de las Letras, así como también una suerte de lucidez superior. Don Quijote niega (Quijote I, 38) la tesis humanista defendida por Erasmo, y expresada con nitidez por Castiglione, según la cual «las Letras, por sí solas y sin otra compañía, llevan tanta ventaja a las cosas de la guerra, cuanta es la que el alma lleva al cuerpo» (apud Molho (1983/2005: 301), El cortesano (I, 9), trad. esp. de Juan Boscán). La ley, como la razón, siempre se ha impuesto por la fuerza, naturalmente, de las armas. Suponer lo contrario es un idealismo que ignora la realidad y la Historia de la vida humana. El pacifismo ha sido —y sigue siendo— una ideología de ficción, de grandes consecuencias pragmáticas, sin embargo, pero de contenidos completamente imaginarios, cuyo único fundamento real es un misticismo secular y una suerte de alegoría colombofílica.

[9] «Vuesa merced quede mucho en buen hora, señor Campuzano, que hasta aquí estaba en duda si creería o no lo que de su casamiento me había contado, y esto que ahora me cuenta de que oyó hablar los perros me ha hecho declarar por la parte de no creelle ninguna cosa. Por amor de Dios, señor alférez, que no cuente estos disparates a persona alguna, si ya no fuere a quien sea tan su amigo como yo» (535).

[10] Cinosargo era también el nombre de la ciudad en que Antístenes fundó de la escuela cínica, según Diógenes Laercio (1887/2004: 324): «Disputaba en el Cinosargo, gimnasio cercano á la ciudad, de dónde dicen algunos tomó nombre la secta Cínica». Si esto fuera cierto, los cínicos procederían directamente de Sócrates, de quien Antístenes fue discípulo, y formarían, así, parte de los llamados «socráticos menores», de los que Diógenes de Sinope fue la figura más relevante.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «La mentira en El casamiento engañoso de Cervantes», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 4.7), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


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