Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica
del conocimiento racionalista de la literatura
Sueños (1627) de Francisco de Quevedo.
La literatura siempre narra la originalidad de un desengaño
Si yo hubiera de seleccionar una frase de los Sueños de Quevedo, mi cita de referencia sería esta: «Yo te enseñaré el mundo como es: que tú no alcanzas a ver sino lo que parece» (Quevedo, 1627/1984: 162)[1]. Semejante declaración de realismo y racionalismo escrutadores está en boca de un alegórico y anciano personaje, venerable y despreciado a la vez por unos y otros: el Desengaño. Su protagonismo pertenece al discurso titulado «El mundo por de dentro», que correspondería al penúltimo de los sueños narrados, anterior al postrero «Sueño de la muerte».
Desde el albañal de la Ilustración europea, las apariencias no han
hecho más que potenciarse en detrimento de la realidad. Y del ser humano que la
habita, cada vez más extraviado y desasistido. El siglo XXI ha sepultado la
realidad ―y los accesos a ella― bajo miles y múltiples apariencias. Y lo que es
peor: la educación ―desde la enseñanza primaria a la universitaria― es un
sistema organizado para adulterar por completo el conocimiento científico de la
realidad en manos del pueblo llano. El conocimiento ―como su organización y
administración― está reservado a las élites. A la plebe sólo llegan las
ideologías. Y las emociones baratas. El pueblo vive intoxicado por las
apariencias: en un tercer mundo semántico.
El título
completo de esta obra de Quevedo debe citarse íntegramente, pues habla por sí
mismo y constituye una declaración completa de sus intenciones: Sueños de
verdades descubridoras de abusos, vicios y engaños en todo género de estados y
oficios. Debería sorprendernos que, con posterioridad a 1700, el mundo todo
se orientara justamente a lo contrario, es decir, al encubrimiento global de
engaños y fraudes y a la promoción de la mentira como forma de comunicación
ilustrada y soberana. También global.
Nunca la realidad
quedó tan silenciada y eclipsada bajo el poder de la apariencia como desde la
segunda mitad del siglo XVIII, con la entronización creciente y omnímoda del
idealismo alemán, esa filosofía absolutamente incompatible con las verdades de
la naturaleza y sus realidades operatorias, esas mismas que la ciencia
ilustrada trató ―y trata aún hoy― de cambiar impunemente, como si el mundo
fuera un palimpsesto de palabras o de imágenes, susceptibles de cualesquiera
escrituras y borrados. La idea estúpida de que la realidad está hecha de
palabras es genuinamente ilustrada y romántica. Representa el estadio más
degenerado de la filosofía, sobajada a onanismo filológico. En el Barroco no
era posible concebir ni plantear aberraciones de ese tipo. Entonces la
filología era una ciencia, no un meme posmoderno ni una filosofía convertida en
hermenéutica de sí misma.
En una de las
dedicatorias de los Sueños, la referida a don Francisco Jiménez de
Urrea, Quevedo escribe una atestación sumamente actual: «En este siglo,
en que sólo se estima la lisonja, la ignorancia y el vicio, y sólo valen los
entremetidos y artificiosos embusteros...» (74). Todas las palabras del
mundo hablan de ellas: mentira, falacia, apariencia. El idealismo del impostor
y la miseria del engañado. El trampantojo del mundo. La literatura del Siglo de
Oro no es un libro de autoayuda: es la realidad del desengaño. La inteligencia
que la anglosfera oculta a sus víctimas: incautos demócratas que sobreviven
bajo el totalitarismo contemporáneo. ¿Había más libertad en el siglo XVII
español que en la Europa globalista y democrática del siglo XXI? Es posible. En
todo caso, entonces había una libertad diferente. Y en varios aspectos
mucho más amplia.
Uno de los impulsos
acaso más admirables de Quevedo es su insólita capacidad para despreciar a sus
lectores menos inteligentes. El autor de los Sueños no se adapta al
público ni al lector. No hace concesiones. Mantiene con todo posible
interlocutor una dialéctica y un enfrentamiento. No escribe para el mercado, ni
para el vulgo, ni para amigos ni enemigos. Escribe para personas inteligentes y
realistas, desengañadas y críticas. Y así lo declara en la última de sus
redondillas, donde habla «El autor al vulgo» (78). Estamos aquí lejos del Lope
que confesaba «escribo por el arte que inventaron / los que el vulgar aplauso
pretendieron; / porque, como las paga el vulgo, es justo / hablar en necio para
darle gusto» (Arte nuevo, vv. 33-48). Fíjense en los términos de
Quevedo y compárenlos con los de Lope de Vega:
Mas, vulgo, pues sé quien eresa la larga o a la corta,diga yo lo que me importay di tú lo que quisieres.
Entre el repertorio
de figuras y personajes satirizados que desfilan por los sueños, los filósofos
ocupan un lugar singularmente cómico y feral. Pese al contenido filosófico que
pesa en la obra poética, narrativa y ensayística de Quevedo, el autor de la Política
de Dios, gobierno de Cristo y tiranía de satanás (1626) los ridiculiza de
modo extremo. Y nótese que los poetas están aún peor tratados por la pluma del propio
poeta que los retrata y satiriza:
Fueron juzgados filósofos, y fue de ver cómo ocupaban sus entendimientos en hacer silogismos contra su salvación. Mas lo de los poetas fue de notar, que de puro locos querían hacer creer a Dios que era Júpiter y que por él decían ellos todas las cosas. Y Virgilio andaba con sus Sicelides musae, diciendo que era el nacimiento de Cristo; mas saltó un diablo y dijo no sé qué de Mecenas y Octavia, y que había mil veces adorado unos cuernecillos suyos, que los traía por ser día de más fiesta; contó no sé qué cosas. Y al fin, llegando Orfeo, como más antiguo, a hablar por todos, le mandaron que se volviese otra vez a hacer el experimento de entrar en el infierno para salir, y a los demás, por hacérseles camino, que le acompañasen (95).
Y en consonancia
con los filósofos, lunáticos y demás orates, irrumpe la figura de un
estrafalario astrólogo, que asegura aún no llegado el día de juicio final, pese
a ser uno más entre los convocados a él. Sorprende cómo Quevedo delata el
fanatismo de estos seres que, movidos por el idealismo de sus creencias y
presuntos saberes, corrigen el orden operatorio de la realidad, de modo que es
tal la obsesión que de sí mismos los posee que viven convencidos de que, si
algo está mal, la culpa la tiene la realidad, pero no ellos.
La fe del fanático ―sea filósofo, religioso o ideólogo― está por encima de la realidad. Y no admite pulso alguno con la razón humana. Ni con la realidad misma a la que se enfrenta y de la que se alimenta. La fe ciega del bobo o simple, incluso en la cúspide de su más vanidoso y engreído conocimiento, no conoce límites ni reconoce interlocutores.
No bien lo dijeron, cuando, cargado de astrolabios y globos, entró un astrólogo dando voces y diciendo que se habían engañado, que no había de ser aquel día el del Juicio, porque Saturno no había acabado sus movimientos ni el de trepidación el suyo. Volvióse un diablo y viéndole tan cargado de madera y papel, le dijo:
―¡Ya os traéis la leña con vos! Como si supiérades que de cuantos cielos habéis tratado en vida, estáis de manera que, por la falta de uno solo, en muerte, os iréis al infierno.
―Eso no iré yo― dijo él.
―Pues llevaros han―. Y así se hizo (99).
La cosa no termina ahí, sino que ese tipo de burla se reitera de nuevo en el «Sueño del infierno» con un quiromántico, cuyos procedimientos adivinatorios y fideístas no distan mucho del ergotismo de los filósofos:
Otro que estaba a gatas con un compás, midiendo alturas y notando estrellas, cercado de efemérides y tablas, se levantó y dijo en altas voces:
―¡Vive Dios que si me pariera mi madre medio minuto antes, que me salvo, porque Saturno, en aquel punto, mudaba el aspecto y Marte se pasaba a la casa de la vida, el Escorpión perdía su malicia, y yo, como di en procurador, fui pobre mendigo.
Otro, tras él, andaba diciendo a los diablos que le mortificaban que mirasen bien si era verdad que él había muerto, que no podía ser, a causa que tenía Júpiter por ascendente y a Venus en la casa de la vida, sin aspecto ninguno malo, y que era fuerza que viviese noventa años (150).
Así razona un filósofo: su sistema ideal de pensamiento, que con frecuencia no dista mucho del horóscopo, es más certero que la realidad misma. Esto es el idealismo filosófico: sobreestimar todo sistema por encima incluso de la realidad a la que dice interpretar. Con todo, el remate crítico respecto a la filosofía y sus prácticas acontece algo más adelante, en «El mundo por de dentro», y está en boca del Desengaño: «No es filósofo el que sabe dónde está el tesoro, sino el que trabaja y le saca». Se censura de este modo el pensamiento que se desarrolla a expensas de la voluntad. No basta la razón teórica: es imprescindible la razón práctica. Dicho de otro modo: la filosofía se hace preguntas que sólo la ciencia puede responder, por lo que la filosofía, en la práctica, puede resultar innecesaria ante el desarrollo de los conocimientos y prácticas científicos. Y a este prototipo de personajes y personas, alquimistas, astrólogos, nigromantes y filósofos, Quevedo torna nuevamente, más adelante, en uno de los pasajes de mayor sátira y acritud: el logro de la piedra filosofal.
―¿Queréis saber cuál es la cosa más vil? Los alquimistas. Y así, porque se haga la piedra, es menester quemaros a todos.
Diéronles fuego y ardían casi de buena gana, solo por ver la piedra filosofal.
Al otro lado no era menos la trulla de astrólogos y supersticiosos. Un quiromántico iba tomando las manos a todos los otros que se habían condenado, diciendo:
―¡Qué claro que se ve que se habían de condenar estos, por el monte de Saturno!
Otro que estaba a gatas con un compás, midiendo alturas y notando estrellas, cercado de efemérides y tablas, se levantó y dijo en altas voces:
―¡Vive Dios que si me pariera mi madre medio minuto antes, que me salvo, porque Saturno, en aquel punto, mudaba el aspecto y Marte se pasaba a la casa de la vida; el escorpión perdía su malicia, y yo, como di en procurador, fui pobre mendigo.
Otro, tras él, andaba diciendo a los diablos que le mortificaban que mirasen bien si era verdad que él había muerto; que no podía ser, a causa que tenía Júpiter por ascendente y a Venus en la casa de la vida, sin aspecto ninguno malo, y que era fuerza que viviese noventa años.
―Miren ―decía― que les notifico que miren bien si soy difunto, porque por mi cuenta es imposible que pueda ser esto.
En esto iba y venía, sin poderlo nadie sacar de aquí (149-150).
No cabe, en la
literatura, demostración mayor ―y más crudamente sarcástica― del fanatismo
filosófico, en el que confluyen astrólogos, alquimistas y ergotistas de todos
los géneros y especies.
Conocida es la aversión de Quevedo por el comercio, el dinero como instrumento de corrupción general y el oficio de mercader. Quevedo identifica a los «amigos del comercio» con Judas, al que sin la menor duda consideraría su patrón universal y eviterno: «Los mercaderes, que se condenan por vender, están con Judas» (107). No cabe mayor conceptismo. La condena del dinero es triple, al considerarlo Quevedo síntesis de los tres enemigos del alma, según la teología cristiana: mundo, demonio y carne.
―¿Quién es ―dije yo― aquel que está allí apartado ,haciéndose pedazos con estos tres, con tantas caras y figuras?
―Ese es ―dijo la Muerte― el Dinero, que tiene puesto pleito a los tres enemigos del alma, diciendo que quiere ahorrar de émulos y que a donde él está no son menester, porque él solo es todos los tres enemigos. Y fúndase para decir que el dinero es el diablo en que todos decís «diablo es el dinero», y que «Lo que no hiciere el dinero no lo hará el diablo», «Endiablada cosa es el dinero».
Para ser el Mundo dice que vosotros decís que «No hay más mundo que el dinero», «Quien no tiene dinero váyase del mundo»; al que le quitan el dinero decís «Que le echen del mundo», y que «Todo se da por el dinero». Para decir que es la Carne el dinero, dice el Dinero: «Dígalo la carne»; y remítese a las putas y mujeres malas, que es lo mismo que interesadas (193-194).
A Quevedo, la
realidad no le deja mentir. Ni la de su Siglo de Oro ni la de nuestro siglo de
heces.
La idea que de la
Justicia tiene Quevedo puede sintetizarse en la siguiente afirmación: a la
Justicia «le usurpaban su nombre para honrar tiranías» (111). Si quieren
actualizar la frase hoy, léanla de este modo: a la democracia le expropiaron
el nombre para legitimar totalitarismos. En la literatura de Quevedo no
caben idealismos frente a los grandes valores e instrumentos de gobierno.
Piénsese que la Ilustración hará todo lo con-trario: exaltará hasta la idolatría
más intocable los ideales del Estado democrático. Hoy, esos «ideales» han
pasado de las manos del Estado a las de los «amigos del comercio», más diestras
y sutiles que las de un pianista. Hoy al Estado lo gobierna el mercado. Y a
nosotros, evidentemente, también.
A diferencia de
Cervantes, que tan discretamente irónico se mostró en sus burlas a la
Universidad en El licenciado Vidriera, Quevedo es más satírico y cínico
al referirse a sus miembros, a los que sitúa, junto a los jueces, en el
camino del vicio que conduce, apacible,
al infierno: «No digo eso porque fuese menor el batallón de los doctores, a quien nueva
elocuencia llama ponzoñas graduadas, pues se sabe que en sus universidades se
estudia para tósigos» (118).
La entrada en escena de la figura alegórica del Desengaño es, a mi juicio, el punto decisivo de la totalidad de los Sueños. Término clave en el Barroco, el desengaño nos hace compatibles con la realidad y es prueba de fuego de racionalismo y madurez humanos. Nótese cómo el personaje se presenta, deteriorado, silenciado y hasta gualdrapero, no por vocación ni pose filosófica, cual Diógenes entonelado, sino por desprecio y anatema de la opinión pública y dominante. Adviértase nuestra cursiva:
―Mi hábito y traje dice que soy hombre de bien y amigo de decir verdades, en lo roto y poco medrado; y lo peor que tu vida tiene es no haberme visto la cara hasta ahora. Yo soy el Desengaño. Estos rasgones de la ropa son de los tirones que dan de mí los que dicen en el mundo que me quieren, y estos cardenales del rostro, estos golpes y coces me dan, en llegando, porque vine y porque me vaya. Que en el mundo todos decís que queréis desengaño, y, en teniéndole, unos os desesperáis, otros maldecís a quien os le dio, y los más corteses no le creéis. Si tú quieres, hijo, ver el mundo, ven conmigo, que yo te llevaré a la calle mayor, que es adonde salen todas las figuras, y allí verás juntos los que por aquí van divididos sin cansarte; yo te enseñaré el mundo como es, que tú no alcanzas a ver sino lo que parece.
―¿Y cómo se llama ―dije yo― la calle mayor del mundo, donde hemos de ir?
―Llámase ―respondió― Hipocresía. Calle que empieza con el mundo y se acabará con él, y no hay nadie casi que no tenga, si no una casa, un cuarto o un aposento en ella. Unos son vecinos y otros paseantes: que hay muchas diferencias de hipócritas, y todos cuantos ves por ahí lo son (161-163).
A una declaración
de este tipo un lector posmoderno, formado en redes sociales, lo llamará
«autoayuda». Una persona inteligente lo reconoce como literatura parenética.
No encontraremos
en toda la Ilustración europea y europeísta una sola obra literaria, ni tampoco
filosófica, de esta altura y profundidad. El humanismo ilustrado y posilustrado
será solamente un idealismo extremo de un concepto imposible y fabuloso de humanismo:
el sabio que es sabio sólo por ser pobre, exhibirse humilde y vivir rodeado de
libros, ni que lee ni conoce. El sabio que vive en una biblioteca infinita,
como Google, pero que no sabe nada de cuantos supuestos saberes preserva cada
libro que le rodea, y que ―además― no hará nunca nada con ninguno de los libros
que tiene a su disposición: salvo exhibirlos narcisistamente, cual Borges
laberíntico, ultraísta y memorioso. Un sabio a la medida de ese Borges que
llenaba sus noches ―vacías― con Virgilio. Una sabiduría narcisista e idealista,
y por completo inútil a la literatura, a las artes y a las ciencias. Este es el
ideal del humanismo ilustrado: la falsificación de la tradición literaria
hispanogrecolatina, disuelta en la cultura anglosajona y ―hoy― posmoderna.
Nada. Un hipócrita que vive en internet: la calle mayor del mundo del siglo
XXI. Y no olvidemos el final declarado del último sueño: «gente sin pretensión
y desengañada, más atiende a enseñar que a entretener» (233).
Si hoy viviera
Quevedo, la mayor parte de su obra estaría proscrita. En plena democracia. Me
atrevo a asegurar que su literatura, en el posmoderno siglo XXI, sufriría más
interdicciones que en el absolutista Siglo de Oro. Una declaración como esta,
que antepone la ontología a la psicología, se da de bruces con cualesquiera
imperativos posmodernos de genealogía gringa: «Verás con cuánta verdad el ser
desmiente a las apariencias» (166). Quevedo sostiene aquí que la esencia de la
realidad no cabe en la psicología individual. Es la negación radical del
idealismo alemán kantiano. Quevedo no habla de objetividad, sino de algo muy
superior y mucho más poderoso que lo axiomáticamente objetivo: la ontología. El
ser de cada «cosa». Las sensaciones, imaginaciones, sentimientos... no
determinan lo que somos. Sentir no es pensar. Ni mucho menos ser.
Y lo que realmente se es no puede reducirse a lo que se piensa, por lúcido que
sea nuestro pensamiento. El cartesianismo es el idealismo del siglo XVII. Sentirse
extraterrestre no nos exime jamás de ser lo que ontológicamente somos:
terrestres. Dicho de otro modo: todo aquello en lo que nos hace creer la
posmodernidad anglosajona es un nimbo de apariencias y un cúmulo de mentiras.
No por casualidad
Quevedo pone en relación la riqueza con la adulación y la mentira. La falacia
sobre el propio ego y el narcisismo de sentirse valorado por el prójimo: «¿Qué más
miseria quieres de estos ricos, que todo el año andan comprando mentiras y
adulaciones, y gastan sus haciendas en falsos testimonios? Va aquel tan
contento porque el truhan le ha dicho que no hay tal príncipe como él, y que
todos los demás son unos escuderos, como si ello fuera así, y diferencian muy
poco, porque el uno es juglar del otro. De esta suerte el rico se ríe con el
bufón, y el bufón se ríe del rico, porque hace caso de lo que lisonjea»
(173). Ocurre en todos los ámbitos de la vida. Y en las redes sociales, entre
narcisos y necios, más recurrentemente que en ningún otro lugar. De hecho, la
mentira, la voluntas fallendi o intención de engañar y hacer caer en el
error, enriquece a quien la practica, en lugar de perjudicarle: «Venían [...]
los mentirosos, contentos, muy gordos, risueños y bien vestidos y medrados,
que, no teniendo otro oficio, son milagro del mundo, con un gran auditorio de
mentecatos y ruines» (190).
No hay mayor fracaso en el seno de una sociedad política que el
triunfo de la mentira. Si tras una obra como la de Quevedo, el ser humano no se
ha convencido de lo relevante que es el desengaño, sino que, antes al
contrario, el siglo XVIII fue el triunfo del idealismo ―alemán en filosofía,
francés en política e inglés en mercadotecnia―, no es posible plantear una
alternativa. Ni la más cruenta de las guerras podría convencer a los idealistas
del fracaso de sus posiciones. Dos guerras mundiales desencadenó Alemania en
nombre de sus más variopintos y esperpénticos idealismos. En ambas fracasó. Pero
Ortega y tantos otros siguieron enamorados de todos los idealismos germanos.
Como si nada. Tuvieron delante ambos fracasos históricos (1918 y 1945), pero en
estos raciovitalistas el éxtasis germánico siguió en erección filosófica. Y el
siglo XXI, con su idolatría de la democracia, es aún más idealista que el XX
con sus fanatismos fascista y marxista. El idealismo no conoce antídoto. La fe
desembocaba y sublimaba antaño todos sus idealismos en el martirio, única forma
de suicidio reconocida por las religiones, como la guerra es hoy la única forma
de homicidio legitimada por las democracias.
La educación colectiva,
sea pública o privada, es un idealismo. Su éxito, supuestamente colectivo, se
basa en idealizarla una y otra vez, y, sobre todo, en silenciar su estentóreo
fracaso. Da igual que sus protagonistas lo tengan delante: no se enteran de
nada, ni asumen la responsabilidad de ninguna derrota. El idealismo es un
antídoto contra el fracaso: el idealista renuncia a la propia vida antes que
aceptar el sentido de la realidad y sus consecuencias. Los títulos, los
certificados, las calificaciones hiperbólicas, las ceremonias de fin de grado,
los trajes de noche a plena luz del día, el autoengaño individual y colectivo,
resuelven, inicialmente, toda posible frustración y todo síntoma patognomónico
de narcisismo y tragedia. La catástrofe viene después, y no se cuenta. Nunca.
El éxito de la educación científica, universitaria y profesional, es un
autodidactismo encubierto. Lo ha sido siempre. En la era de la comunicación, la
inteligencia no sirve para comunicarse con nadie. Las personas inteligentes que
ostentan el poder mandan, sólo se comunican entre sí y no dialogan con nadie. Y
les importa un bledo el fracaso del prójimo.
Quevedo expresó
todo este sistema de ideas desde una genealogía literaria de honda tradición
hispanogrecolatina, procedente de los Diálogos de Luciano de Samosata,
el Asno de oro de Apuleyo y la anónima Vida de Esopo, entre otras
innúmeras fuentes clásicas.
La idea de que lo
fantástico es un género literario que desde finales del siglo XVIII, a través
de la secularización, busca alternativas de mayor libertad a las emociones
religiosas impuestas en la cultura protestante no es tema menor. Lo fantástico,
siempre presente en la tradición literaria hispanogrecolatina, se incorpora
siglos después, coincidiendo ya con el Romanticismo, a las literaturas de las
sociedades luteranas y reformadas.
En las sociedades
católicas, la religión no monopolizó la imaginación ―que discurrió muy
libremente― del mismo modo que el protestantismo: la Reforma ejerció sobre la
imaginación humana una presión inquisitiva sin precedentes históricos. No hay
en las literaturas anglosajonas una obra equivalente a la de Quevedo.
El catolicismo
iba hacia los hechos, las leyes y las normas, donde en términos
político-teológicos impuso un absolutismo bien conocido. Lutero, por el
contrario, intervino con obsesión en la fe, despreciando totalmente la razón.
En el
protestantismo, el objetivo de la libertad fue la conciencia: el territorio
humano más duramente intervenido por la religión. Y paradójicamente, en nombre
de la libertad. En el arte y la literatura ―las actividades humanas que mayor
libertad exigen a la imaginación― el resultado fue desastroso. Así se
pulverizaron las posibilidades, muy limitadas, de la literatura y de la
imaginación literaria en los países intervenidos por el protestantismo.
La literatura
fantástica fue la principal línea de fuga desde finales del siglo XVIII.
William Blake abrió la espita que otros seguirían.
Cervantes, Lope de Vega, Quevedo, Calderón de la Barca, no conocieron jamás tales limitaciones. Ni ellos, ni su obra, ni su público. El Quijote es un derroche de libertad, de racionalismo, de imaginación... y de literatura fantástica. La obra de Cervantes, como todo el Siglo de Oro español, fue la escuela de los románticos anglosajones. Ningún escritor posterior a Quevedo pudo superar a Quevedo.
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NOTAS
[1] Cito según la edición de Mercedes Etreros Mena: Sueños (1627) de Francisco de Quevedo, Barcelona, Plaza y Janés, 1984.
- MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Sueños (1627) de Francisco de Quevedo. La literatura siempre narra la originalidad de un desengaño», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (VI, 15.17), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).
⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria
- Poemas de Quevedo en la Antología de textos literarios.
- Clases universitarias grabadas en vídeo sobre la poesía de Quevedo.
- Ilíada y Odisea de Homero.
- Antiguo Testamento.
- Edipo, rey de Sófocles.
- Divina commedia de Dante Alighieri.
- Decamerón de Giovanni Boccaccio.
- Cuentos de Canterbury de Geoffrey Chaucer.
- La Celestina de Fernando de Rojas.
- Gargantúa y Pantagruel de François Rabelais.
- Lazarillo de Tormes.
- Cántico espiritual de Juan de la Cruz.
- La Numancia de Miguel de Cervantes.
- Ricardo III de William Shakespeare.
- Don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes.
- Fábula de Polifemo y Galatea de Luis de Góngora.
- Novelas ejemplares de Miguel de Cervantes.
- El burlador de Sevilla, atribuida a Tirso de Molina.
- Sueños de Francisco de Quevedo.
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