VI, 15.18 - Rimas humanas y divinas del licenciado Tomé de Burguillos (1634), de Félix Lope de Vega. La invención de la heteronimia

  

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices



Rimas humanas y divinas del licenciado Tomé de Burguillos (1634), 

de Félix Lope de Vega

La invención de la heteronimia


Contra los difamadores del éxito ajeno 

y la murmuración del envidioso



Referencia VI, 15.18


La literatura es un juego universal, sí. Un juego, todo hay que decirlo, que juega con fuego. Lope de Vega es el creador de la heteronimia literaria. Y sus Rimas humanas y divinas del licenciado Tomé de Burguillos es, también, la patente de la heteronimia literaria. Es el origen.

En las páginas que siguen vamos a referirnos a Lope de Vega, y concretamente a un singular soneto de su lúdico y crítico poemario Rimas humanas y divinas del licenciado Tomé de Burguillos. El tema protagonista aquí es la envidia y su combustible principal: la maledicencia. El arte de la malsinería, la murmuración y la crítica obtusa del resentido, el hablar mal de los demás y a sus espaldas es hábito común del ser humano incapaz de ser útil. La gente viciosa, víctima de sus miserias personales, sufre muchísimo y de forma crónica e incurable.

Entre otros muchos, este es uno de los temas capitales que trata este poemario, Rimas humanas y divinas del licenciado Tomé de Burguillos, a mi juicio, uno de los más completos, representativos y desbordantes del Siglo de Oro español. Hay innumerables poemarios auriseculares, desde luego, pero este es especialmente importante y relevante. Se publica en 1634, precisamente un año antes de la muerte de Lope de Vega.

Otra de las características fundamentales de este repertorio poético de parénesis y humor es la introducción de la figura de la heteronimia poética. Un heterónimo, para que nos entendamos, es la ficcionalización literaria de una persona real. En suma, la heteronimia consiste en la creación literaria de un personaje que representa, de manera ficticia, a una persona de carne y hueso en una fabulación poética, narrativa o dramática.

Esta figura de la heteronimia —que posteriormente se desarrolla en la obra de otros autores, como es el caso de Fernando Pessoa— se configura por vez primera, como recurso literario plenamente articulado, en este poemario de Lope de Vega: Rimas humanas y divinas del licenciado Tomé de Burguillos. Tomé de Burguillos es, de hecho, el heterónimo de Lope de Vega.

Hay que tener en cuenta que la heteronimia es una de las diversas figuras a través de las cuales el autor puede objetivarse o materializarse en un texto literario. Una de ellas es la anonimia, que consiste simplemente en suprimir el nombre de un autor como artífice de las ideas y las formas objetivadas en unos materiales literarios. La anonimia puede ser voluntaria, como es el caso del Lazarillo de Tormes, o involuntaria o inconsciente, como sucede en muchas otras obras de la literatura medieval. La anonimia resurge en nuestros días, especialmente en la elaboración de múltiples páginas de internet, donde voluntariamente muchas personas escriben sin firmar con su nombre, ni propio ni falso, un texto determinado. El caso de Wikipedia es uno de los más evidentes. La señal de la contribución se limita a una ―teóricamente― anónima IP de ordenador.

Junto a la anonimia tenemos, naturalmente, la pseudonimia, es decir, el uso de un pseudónimo que oculta el nombre verdadero y que pone en circulación un nombre falso, un apócrifo. Los anglosajones al pseudónimo o apodo lo llaman nick. La pseudonimia es una figura pragmática antiquí-sima, desde Alonso Fernández de Avellaneda, el autor del Quijote apócrifo, publicado en 1614, hasta los pseudónimos que utiliza hoy en día comúnmente la gente en internet para decir lo que en su nombre propio les avergonzaría escribir y publicar.

Y por otro lado tenemos, además de la anonimia, la pseudonimia y la heteronimia, la polionomasia. Esta última consiste precisamente en utilizar varios nombres simultánea o sucesivamente, con intención de ocultar a través de ellos, y del uso pseudonímico en el que también se incurre, la verdadera personalidad. Es el caso de Persiles y Sigismunda, que ocultan sus nombres bajo la polionomasia de Periandro y Auristela, a fin de sobrevivir a las múltiples aventuras que se narran en la última de las novelas de Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigismunda.

Sea como fuere, anonimia, pseudonimia, heteronimia y polionomasia son figuras que permiten la representación del autor en las obras literarias y su configuración. En el caso de Rimas humanas y divinas del licenciado Tomé de Burguillos, Lope de Vega opta por la figura de la heteronimia, objetivada en este personaje de fábula poética que es Tomé de Burguillos, un estudiantillo con ribetes apicarados.

Este personaje representa, a lo largo el poemario, una serie de temas formalizados sobre todo en estrofas como el soneto —la estructura métrica más recurrente de estas rimas—, que constituyen todo un repertorio, todo un catálogo, toda una codificación de las formas de conducta propias del Siglo de Oro y, también, universales en los más complejos y representativos tipos humanos.

Téngase en cuenta que el Siglo de Oro español desarrolla la tradición literaria hispanogrecolatina hasta sus últimas consecuencias, y objetiva una de las etapas de la historia de la humanidad en la que se ha gozado de mayor libertad en muchos campos, pese a cuanto falazmente se ha dicho al respecto en nombre de la totalitaria Ilustración dieciochesca. Tal afirmación hoy día no se comprende, entre otras razones porque no se quiere comprender, debido sobre todo a la excesiva atención y al crédito idealista que se ha prestado a la hegemonía protestante, gestora de las ideologías totalitarias de la Edad Contemporánea, blindadas estas creencias políticas bajo la nomenclatura de términos como «democracia» y «posmodernidad».

En realidad, en el Siglo de Oro español se gozó de una libertad que supera con creces todas las libertades vigentes hoy en muchos aspectos, que no en todos, desde luego, tras la Ilustración europeísta, de hechura protestante, anglosajona y luterana. La historia cultural de la tradición hispanogrecolatina ―los llamados clásicos― ha sido una de las más importantes y eficientes a lo largo de la historia de la humanidad. Otra cuestión —insisto— es que esto no se quiera ver o deformar, o simplemente exterminar, bajo el peso de la gestión y propaganda de la cultura anglosajona y luterana, reformada y calvinista.

Con la imposición de la hegemonía protestante, además, llegaron los problemas sexuales. El mundo católico no tuvo nunca problemas sexuales. Mucho menos aún la cultura grecolatina. Los problemas sexuales vinieron de la Europa del Norte, llegaron con el protestantismo, irrumpieron con Lutero. De hecho, Lope de Vega nunca tuvo ningún tipo de conflicto sexual, incluso siendo hombre de Iglesia. No hay ninguna incompatibilidad moral en el catolicismo. Los problemas morales con el sexto mandamiento los trajo Lutero, que fue incapaz de hacer las dos cosas bien: cumplir con la moral y disfrutar de la sexualidad.

Lope de Vega no tenía ningún problema en ninguna de estas dos dimensiones. De hecho, en su poemario Rimas humanas y divinas del licenciado Tomé de Burguillos, plantea, sobre todo en el formato del soneto, todo un catálogo de formas de comportamiento humano que van desde los pecados capitales hasta los veniales, pasando por todo tipo de formas de conducta y maneras de ser inteligente y práctico en el mundo. La vida de Lope es la de un pecador infatigable que demuestra hasta qué punto el concepto de pecado del catolicismo está hecho a la medida del pecador, y para su bien, no para su culpa ni condena. Lope de Vega demostró biográficamente que se puede ser un excelente dramaturgo y poeta, un inmejorable amante y galán y un buen sacerdote. En su vida vivida, la compatibilidad entre pecado y catolicismo es perfecta.

Y esta forma de vida es, en última instancia, la que codifica la poesía española del Siglo de Oro, y toda su literatura: las múltiples formas de ser inteligente en el mundo. Una crítica de la razón práctica que hace prescindible el idealismo kantiano, una filosofía dieciochesca destinada a vivir en un mundo inexistente, por irreal e imaginario. Para que el pensamiento kantiano tenga sentido, es necesario destruir el mundo real y diseñar, utópicamente, una realidad imposible. En el diseño de esa utopía contemporánea se embarcó la Ilustración, y como consecuencia de todo ello hoy estamos más cerca de los mundos de Orwell que de la paz perpetua. Pero los ingenieros anglosajones del mundo ideal siguen trabajando en una inteligencia artificial que suplante, cada vez más definitivamente, la inteligencia natural humana. El viaje hacia el nihilismo está en marcha.

Ese ha sido el objetivo moral de la Reforma religiosa, el idealismo anglosajón y el irracionalismo de la posmodernidad del siglo XXI. El poemario de Lope es, por el contrario, profundamente lúdico, crítico y paródico, y reinterpreta —desde la inteligencia barroca, natural hasta los tuétanos— la disolución de las utopías del Renacimiento. Una disolución que también implica y destruye las utopías de la vanagloriada Ilustración posterior, en cuyas ruinas retozamos.

En definitiva, el Renacimiento no es una invención española; es una invención grecolatina en formato italiano. La invención del Renacimiento remite a Italia, pero su desarrollo y superación, en una mente hispánica y con una visión barroca, exige mirar hacia el Renacimiento desde la experiencia del desengaño, a través de la perspectiva de quien se toma la vida en serio y ha llevado su desarrollo filosófico y científico hasta las últimas consecuencias: el Barroco.

Eso es lo que está objetivado en un poemario como Rimas humanas y divinas del licenciado Tomé de Burguillos, protagonizado por un trasunto literario que atraviesa la experiencia humana con intención de registrar una auténtica auditoría de lo sensible y de lo inteligible en que se sustantiva la vida del hombre en la tierra, de tal manera que los sentimientos y los pensamientos quedan perfectamente objetivados e interpretados según el racionalismo materialista en que vivimos.



La malsinería y los poetas

La malsinería es el arte de hablar mal de los demás con intención de difamarlos de forma explícita e indirecta. Con frecuencia, sin razones. Es el arte de la maledicencia universal. El primero de los poemas los que me voy a referir versa sobre ese tema. Hay que entenderlo en relación con otros tres poemas más de las mismas rimas, porque, aunque el referente principal es una crítica a los murmuradores y difamadores, a aquellas personas que hacen de la vida del prójimo su obsesión, criticándolo constantemente para hacerse simpáticos o ganar cierta fama, este objetivo está enmarcado en un contexto que remite a dos polémicas.

Una de ellas es la polémica contra los culteranistas. Lope de Vega no simpatizó con el culteranismo poético, no empatizó con Góngora. José Pellicer fue uno de sus adversarios en este punto. Lope está más bien en la línea de Quevedo, quien precisamente dio el visto bueno para la publicación de Rimas humanas y divinas del licenciado Tomé de Burguillos. Está más próximo, indudablemente, Lope al conceptismo que al culteranismo. Por supuesto, participó de forma puntual en esas crudas polémicas contra los culteranistas.

Dentro de estos últimos, el blanco habitual fue, además de Góngora, José Pellicer, un hombre desafortunadamente feo, físicamente nada favorecido. Lope de Vega caricaturiza y se burla, muy tangencialmente también hay que decirlo, de Pellicer. No le dedicó más que un par de poemas que, además, sólo con lupa descubrimos que están dirigidos a él. Juan Manuel Rozas sostiene la tesis de que este poema al que me voy a referir apela a José Pellicer, así como a otros autores culteranistas.

Esta es una de las polémicas. La otra es la que tiene que ver con la leyenda negra, en virtud de la cual una serie de individuos procedentes de Italia, como Ottavio de Strada y otros, escriben una serie de pasquines —informes, relaciones, hojas volanderas— en contra de España. En este contexto, Lope de Vega se sirve de esta temática para caricaturizar, con las debidas burlas, y con una displicencia impresionante, a todo género de murmuradores, difamadores y maledicentes. Todos los que incurren en malsinería, en hablar mal de los demás, tratando de hacerse famosos desacreditando a los otros, cuando en realidad no hacen absolutamente nada de provecho, salvo incurrir en una autosatisfacción alucinatoria de su propia envidia.

Esto es lo que plantea Lope de Vega en términos, además, muy agudos y displicentes. Por una parte, en el contexto de la polémica culterana. Y, por otra, contra Estados ―o imperios― potentes y poderosos como la España aurisecular, que fue capaz de organizar todo un continente ―América― cuando otras potencias como Inglaterra o Francia no eran capaces siquiera de llegar al Pacífico. No hablemos de Alemania, un país que se constituye como tal en la retrasadísima fecha de 1871, tras la guerra franco-prusiana, de dimensiones regionales. Los territorios de la actual Alemania se cronificaron en una suerte de Edad Media indefinida, que perdura prácticamente hasta el derrumbe, en 1806, de las últimas ruinas del llamado Sacro Imperio Romano Germánico, cuyo origen suele situarse a mediados del siglo XII, concretamente en el año 1157.

Pero hablemos de Lope y sus sonetos, de los siglos XVI y XVII, cuando prácticamente el único Estado competente y moderno configurado en el mundo era el español. Lo demás era una broma política en aquel entonces. Otra cosa es que «esa broma» hubiera descubierto poco antes o poco después la imprenta, y aprendido a gestionar mejor que nadie la propaganda, como una de las principales formas de diseño de la mentira. Contra los gestores de la paparrucha y la propaganda, la calumnia y la difamación, contra quienes ejercitan la malsinería, en suma, se componen estos poemas de Lope de Vega.

El primero de ellos —que es el poema capital, la matriz que abre la serie— es el que se titula «Lo que han de hacer los ingenios grandes cuando los murmuran». Los poemas del Siglo de Oro, en su mayoría, suelen tener un título que es resumen o síntesis muy telegráfica de su tema o idea central.

Insisto en que este poema ha de leerse en el contexto de la polémica contra los culteranistas, tras la cual está la figura de José Pellicer, contra quien, al parecer —porque algo así no es absolutamente seguro— Lope de Vega lanzaría su desdén. No tanto su crítica, cuanto su desprecio. Porque la única respuesta que se puede dar al calumniador es el desdén o la indiferencia, salvo que vivamos en una sociedad protestante que nos exija una respuesta que ninguna persona inteligente puede rebajarse a dar: la cancelación.

Otra cuestión diferente es la de enfrentarse a la leyenda negra, que veremos inmediatamente después. El caso es que este poema representa una anécdota o fábula consistente en que un perro extranjero —un lebrel irlandés— camina por una calle, y le sale al encuentro un conjunto de perros chicos o gozques, medio psicópatas, podríamos decir, ladrando desaforadamente y sin cuartel. El lebrel irlandés ni los oye ni los ve. Los ignora y desprecia, orina a su paso —metafóricamente sobre ellos— y sigue su camino. La fábula era frecuente en varios relatos del Siglo de Oro, y se reproduce en prosa, en términos casi literales, en uno de los episodios de El diablo cojuelo (1641) de Luis Vélez de Guevara. El poema dice literalmente así:

 


Lo que han de hacer los ingenios grandes cuando los murmuran
 
     Un lebrel Irlandés de hermoso talle,
bayo entre negro de la frente al anca,
labrada en bronce y ante la carlanca
pasaba por la margen de una calle.
 
     Salió confuso ejército a ladralle,
chusma de gozques, negra, roja y blanca,
como de aldea furibunda arranca
para seguir al lobo en monte o valle.
 
     Y como escriben que la Diosa trina,
globo de plata en el celeste raso,
los perros de los montes desatina,
 
     este hidalgo lebrel, sin hacer caso,
alzó la pierna, remojó la esquina,
y por medio se fue su paso a paso[1].



Evidentemente el poema habla por sí solo. Es un apólogo, en el cual el protagonista es un perro, un animal parabólico, pues sus hechos destilan una interpretación moral. El apólogo tiene un contenido que exige el protagonismo animal y que ha de interpretarse metafóricamente como una lección moral, es decir, que se fundamenta en un componente parenético.

En el fondo, toda literatura crítica es parenética, porque toda literatura que objetiva críticamente una serie de ideas, valores y contenidos revela una doctrina orientada a mejorar racionalmente las condiciones de vida. No se trata sólo de subrayar aquí la importancia de la poética horaciana, en virtud de la cual hay que «deleitar enseñando». No es este poema solamente una lección de moralina, sino el contenido de cómo superar una crítica menospreciable e irrelevante.

Es cierto que la literatura crítica nace con un contenido parenético explícito, es decir, con un mensaje que pretende, indudablemente, proporcionar al ser humano una serie de recursos para sobrevivir ante los obstáculos de la vida. Este poema lanza el desprecio a los calumniadores, no el desprecio a la calumnia. Son dos cosas diferentes que hay que distinguir.

Téngase en cuenta que cuando, en La Regenta, doña Paula y el Magistral discuten acerca de los calumniadores que en Vetusta desacreditan su nombre públicamente, don Fermín asegura despreciarlos a todos, porque los puede aplastar con su puño. Sin embargo, doña Paula, su madre, le advierte que ella sí tiene muy en cuenta la calumnia y sus contenidos, simplemente por razones preventivas.

En este poema, Lope de Vega demuestra —a través de su heterónimo Tomé de Burguillos— que es indiferente a los calumniadores, pero no al contenido de la calumnia, como comprobaremos en sonetos sucesivos y afines. En este caso, el heterónimo demuestra un absoluto desprecio hacia la calumnia y hacia la catadura moral de los calumniadores. Por eso se dice: «y este hidalgo lebrel, sin hacer caso, /alzó la pierna, remojó la esquina / y por medio se fue su paso a paso». Metafóricamente, los despreció e ignoró de forma incontestable.

Insisto en que el poema es un apólogo que tiene un contenido parenético. La literatura, a lo largo de su historia, ha tenido como finalidad no ser un libro de autoayuda —que es la idea de literatura con la que se ha quedado el mundo anglosajón—, sino proporcionar al ser humano una serie de recursos para hacer inteligible la vida y abrirse camino a través de ella. Ese es uno de los objetivos fundamentales de la literatura, una de las utilidades clave de los estudios literarios, frente a la degeneración de los denominados estudios culturales.

Cabe decir, aunque sea anecdóticamente, que un lebrel irlandés es uno de los perros de mayor alzada del mundo. No nos sorprenderá el hecho de que la literatura esté llena de perros. Téngase en cuenta que en el caso de Cervantes, por ejemplo, Cipión es un alano, un alano español. Es un perro de presa, de unas dimensiones impresionantes, y mucho más hostil que un lebrel, perro muy pacífico y noble.

No por casualidad, aquí aparece un lebrel irlandés «de hermoso talle», y no un alano español. La característica del alano es la fiereza, mientras que la del lebrel es la calma. De hecho, el lebrel no es un perro que sirva como protección personal. Es muy afectuoso, por naturaleza, cualidad que el alano español en absoluto posee. Y eso es Cipión, en El coloquio de los perros, un alano, cruce de dogo y lebrel.

En este absoluto desprecio hacia los murmuradores y la malsinería está la configuración del apólogo protagonizado por un anónimo y simbólico lebrel, en virtud del cual la literatura presenta un contenido parenético que expresa clarísimamente el desprecio que hay que profesar a quienes no tienen nada inteligente que decir.

 


Lope de Vega y los orígenes
de la leyenda negra contra España

Hay en las Rimas de Lope dos sonetos en los que este autor responde con acritud a uno de los más primerizos escritores negrolegendarios de la Historia de España.

Lope se burla de los que hablan mal de su país por envidia política. La envidia es la forma más siniestra de admiración. Es la obsesión que tienen aquellos que quisieran ser como esa persona a la que envidan, y saben que no lo serán jamás. Es un reconocimiento crudelísimo de la propia miseria. Tratan de sublimar esta deficiencia convirtiéndola en su obsesión permanente. Lope se refiere, en este contexto, al soneto así titulado: «Responde a un amigo que sentía que hablase tan mal de España». Un interlocutor de Burguillos se lamenta mucho de que alguien pueda hablar mal de España. Vamos a ver quién es este personaje.

Este soneto glosa a otro precedente, al que nos referiremos más adelante («A los Raguallos de Boccalini, escritor de sátiras»), donde Lope, siempre a través del heterónimo de Tomé de Burguillos, se burla de los escritos contra España, germen de futuras leyendas negras, debidos a Traiano Boccalini, quien publicó en Venecia, en 1612, un año antes de morir, curiosamente, sus Ragguagli di Parnaso. Consideremos el primero de estos dos sonetos:

 


Responde a un amigo que sentía que hablase tan mal de España
 
     Burguillos, el raguallo no me ofrece
tanta seguridad, ni os la permito;
que la lengua en que viene el libro escrito
peligroso remedio me parece.
 
     Con poco y vil estudio le acontece
difusa fama al sátiro delito;
yo al bien hablar los hombres la remito,
que todo lo demás no la merece.
 
     Los que no saben escribir en ciencia,
por la sátira vana hacia la fama,
que nunca le faltó correspondencia.

     Aunque tiene tal vez el que disfama
con ser para la frente diligencia,
en las espaldas del laurel la rama[2].

 


El soneto expone una situación en la que hablan dos personas, y una dice a otra que no está de acuerdo con las críticas que una tercera hace de España en un libro recientemente publicado. Un libro en vituperio de España. Este ejemplar se titula Ragguagli di Parnaso (Venecia, 1612). Su autor, Traiano Boccalini, fallecido un año después.

Se trata de un temprano panfletillo negrolegendario que puede traducirse como Avisos del Parnaso o Informe del Parnaso. En su descripción de una serie de embajadas o empresas que pasan por el Parnaso, el objetivo de Boccalini es difamar a la monarquía española de los Austrias y desprestigiar la política hegemónica del país de Lope.

Como es bien sabido, en particular tras la publicación de obras como Imperiofobia y leyenda negra y Fracasología, de Elvira Roca Barea, los orígenes de los panfletos antiespañoles están en la Italia del siglo XVI, como consecuencia de la gestión política y económica que España organiza en la península itálica, y cuyo punto de inflexión más temprano culmina en 1527 con el saqueo de Roma, que llevan a cabo tropas suizas, por cierto.

Lope de Vega, en este soneto, simplemente se burla de Boccalino y de su obra, displicentemente. Sin más. Téngase en cuenta que Lope de Vega muere en 1635, y que en esos años el poder político de España es absoluto. Quevedo, sin embargo, que había nacido en 1580, ya tiene una conciencia más honda de lo que es la leyenda negra ―y de la decadencia política española―, y así lo refleja en su literatura, tanto en sus ensayos en prosa como en su obra poética en verso.

En este contexto negrolegendario ha de leerse el soneto, que el propio interlocutor de Burguillos, adiestrado, desautoriza desde el primer cuarteto, alegando que, dada su procedencia ―Italia―, nada bueno puede decir de España un libro así, pues se trata de informaciones de «poco y vil estudio».

El «sátiro delito» apela a la indignidad moral de escribir sátiras sin fundamento ni argumento («con poco y vil estudio»), pese a que la sátira es un género literario muy cultivado en el Siglo de Oro español y de amplísima tradición grecolatina. Lope sugiere que con muy poca inteligencia basta para hacer una sátira. No por casualidad Cervantes rechazó la sátira explícitamente en su obra literaria. En el Coloquio de los perros, Cipión y Berganza —dos canes que, casi como un apólogo, mantienen un larguísimo diálogo en una novela sobre la sociedad de su tiempo— se previenen de hablar libremente de lo que quieran, pero de hacerlo siempre sin malicia, evitando la difamación y la murmuración. En la misma línea, el satírico Quevedo escribe en los Sueños, que es «la murmuración es sarna antigua, pegajosa e incurable de los malos entendimientos y perniciosas voluntades». Asociada a la murmuración, la sátira pierde prestigio y calidad, aunque hayan sido siempre género reído y celebrado públicamente.

La inteligencia, la fama, el crédito, la reputación..., se fundan en el saber hablar correctamente de los seres humanos, no a desprestigiarlos de forma vana y gratuita. La maledicencia no merece el respeto de ningún escritor. Sólo el buen uso de la inteligencia acredita la celebridad del poeta, ensayista u hombre de letras: «Yo al bien hablar los hombres la remito, / que todo lo demás no lo merece». ¿Qué es el buen uso de la inteligencia? Sin duda aquello que se enmarca en las exigencias del precepto clásico horaciano de instruir y deleitar, mas nunca difamar. Por los caminos de la sátira, de espaldas a la ciencia, el escritor no alcanza ni fama ni genialidad. Es el mensaje, sin duda parenético, del acumen o epifonema final y sentencioso: «Los que no saben escribir en ciencia, / por la sátira van hacia la fama».

Estos dos versos revelan claramente los quilates que hay en la mente de cada ser humano. Todos aquellos que se han dedicado a hacer propaganda de la leyenda negra contra España han tenido que acudir a esa gestión de la mentira, porque no hay en realidad una historia negra, sino solamente una leyenda o mitología elaborada como tal en los obradores del protestantismo, incipientemente ideada por algunos italianos del siglo XVI y, sobre todo, promovida por la Francia ilustrada y dieciochesca, de la que brota la dinastía borbónica. Podríamos decir que muchos de estos supuestos ingenios de la sátira, como el propio Voltaire, por la leyenda negra van hacia la fama, desde el momento en que el éxito de la hegemonía protestante debe muchísimo a la propaganda y mixtificación negrolegendarias, «que nunca le faltó correspondencia».

No por casualidad, la sátira se alimenta y retroalimenta de los estímulos que recibe su autor por parte de determinados receptores de los que cree recibir fama y reconocimiento o alguna que otra retribución crematística. Desde los más remotos tiempos la necedad ha hecho famoso a más de un loco y rico a más de un inteligente bufón. Hoy este tipo de figuras proliferan crecientemente en internet: hay personas cuya única posibilidad de que la conozcan… es ser gilipollas, fingiendo una inteligencia que, como la riqueza para el pobre, resulta inalcanzable. Piénsese que el tan celebrado ―a mi juicio en exceso y equivocadamente― Elogio de la locura ―en realidad, Elogio de la necedad o Elogio de la gilipollez de Erasmo― es una guía para alcanzar la fama (o la supervivencia) haciendo el imbécil.

En consecuencia, este primer terceto del soneto es muy expresivo e inteligente, al dejar claro que «los que no saben escribir según razonamientos científicos, buscan fama fácil y reconocimiento entre necios, escribiendo estulticias más o menos graciosas, porque nunca falta público vulgar para su recepción y difusión». El resultado es el narcisismo de la necedad, es decir, lo que un idealizado humanista como Erasmo elogia y otros tantos, acríticos, aplauden. Erasmo, el primer posmoderno.

Concluyamos con el último terceto, en el que se propone apalizar al necio satírico, porque «Aunque tiene tal vez el que disfama / con ser para la frente diligencia, / en las espaldas del laurel la rama». Dicho de otro modo: en lugar de tener el laurel en la frente, como los genios coronados y galardonados, como poeta reconocido, ha de llevar los ramalazos en la espalda, pues lo que merece es recibir un montón de latigazos en sus lomos. Eso ha de ser su único «premio», el castigo escarnecedor.

El soneto de Tomé de Burguillos que antecede al que acabo de explicar se titula así: «A los Raguallos de Boccalini, escritor de sátiras». Han de leerse juntos. Y el primero lo comprendemos mejor después de haber leído el segundo.

Porque ahora sabemos que decir de alguien que, en un contexto como este, es «escritor de sátiras» es lo peor que se puede decir en el Siglo de Oro de ese alguien. Es como si dijéramos hoy que un autor de memes es un autor de memeces, porque el que hace memes es un memo. El meme es una sátira, en definitiva, más o menos inteligente y graciosa, que, sin ciencia, por sus propios caminos busca la fama, repetiríamos parafraseando al propio Lope. Es algo que produce risa —porque los memes son muy chistosos, no podemos negar esto en algún caso—, pero revelan ante todo la parvedad intelectual de la mayoría de sus autores. Cada persona dispone del sentido del humor que su inteligencia le permite. El meme, como la sátira, identifica siempre a un parásito del referente parodiado. Y esto es lo que le ocurre a Traiano Boccalini justamente en este caso con España.

A los Raguallos de este sátiro italiano —«Avisos del Parnaso» o «Relaciones del Parnaso»—, Tomé de Burguillos, heterónimo de Lope de Vega, responde muy paródicamente, y con gran artería, de este modo:

 


A los Raguallos de Bocalini, escritor de sátiras
 
     Señores españoles, ¿qué le hicistes
al Bocalino, o boca del infierno,
que con la espada y militar gobierno,
tanta ocasión de murmurar le distes?
 
     El Alba, con que siempre amanecistes,
noche quiere volver de oscuro invierno,
y aquel Gonzalo, y su laurel eterno,
con quien a Italia y Grecia escurecistes.
 
     Esta frialdad de Apolo y la estafeta
no sé que tenga tanta valentía,
por más que el decir mal se la prometa,
 
     pero sé que un vecino que tenía
de cierta enfermedad sanó, secreta,
poniéndose un raguallo cada día[3].

 


El soneto es totalmente burlesco y despreciativo. Simula un acto de habla, una locución apelativa, donde invoca interrogativamente a los españoles, como si en prosa dijera algo así como «pero, señores españoles, ¿qué le habéis hecho a este tal Boccalini, o boca del infierno, que contra vuestra gestión política murmura tanto, y tanto os difama y odia, y no cesa de hablar mal de vosotros?». La erotema no tiene respuesta posible, como es obvio. Alba y Gonzalo remiten de forma inequívoca al Gran Duque de Alba y al Gran Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba, héroes políticos y militares españoles que conquistaron Milán.

El primer terceto desautoriza los fundamentos de la maledicencia: ¿qué hay de valiente en la malsinería?, ¿qué hay de gallardía en criticar al prójimo sin razones?, ¿qué hay de meritorio en el ejercicio de la leyenda negra?, ¿qué hay de valor en la difamación?, ¿qué queda de la poesía eclipsada por la sátira vana?

El terceto final puede leerse como una ironía médica y satírica dirigida contra el autor y su obra, Traiano Boccalini y sus Ragguagli di Parnaso (los «raguallos», como castellaniza Lope). El giro irónico se radicaliza porque Lope concluye el poema con un remate burlesco y acaso escatológico. Tras haber refutado la crítica de Boccalini a España con argumentos políticos e históricos, acude ahora a un sarcasmo corporal y fisiológico: los «raguallos» (es decir, las sátiras de Boccalini) no sirven como obra literaria ni científica, pero sí como purgante o remedio acaso rectal. La enfermedad secreta a la que se alude con malicia puede ser una dolencia vergonzosa, probablemente venérea (el sentido común de la época cuando se habla de «enfermedades secretas»: sífilis, gonorreas, etc.). En suma, el ponerse o aplicarse un «raguallo cada día» equivale a decir que un español conoció a alguien que se curó de esa dolencia aplicándose, como si fuera un emplasto o cataplasma (o enema), un «raguallo» de Boccalini. Es un sarcasmo muy «recto», si se nos permite la silepsis o dilogía: lo único útil de esos escritos contra España sería su uso como medicina vulgar e indecorosa.

En síntesis, Lope ridiculiza a Boccalini diciendo que sus sátiras, en vez de herir el honor de España, sólo valen como remedio de botica para curar enfermedades vergonzantes. El último terceto convierte la maledicencia del escritor italiano en simple recremento literario, degradado al nivel de un emplasto ridículo o excrementicio.

Por otro lado, cabe advertir que la difamación provoca en sus artífices una especie de droga o efecto lisérgico y narcótico, cada vez más intenso, de modo que el murmurador o difamador, sumido en los efectos de su propia autocelebración, también estimulada por una recepción externa, no se da cuenta de que describe una espiral centrípeta cada vez más obstinada y limitada, hasta el punto de que llega a hacer el ridículo de un modo tan irreversible como imperceptible. Les ocurre a los difamadores y murmuradores patológicos: son inconscientes del ridículo en que incurren. Viven cegados por sus propias patologías y obsesiones.

 


Necios y maldicientes

Vamos ahora al último de los poemas aquí convocados, un soneto sinóptico dedicado a la malsinería, que legitima la explicación de todos los anteriores, con los que está en consonancia, ya que apela directamente al calumniador, protagonista de su dedicatoria: «A un maldiciente». Lope desprecia de forma abierta a quien ejerce la murmuración y la paparrucha, la malsinería, el vicio obstinado ―patológico— de hablar mal de alguien o de algo contra lo que está obsesionado.

En este caso, el maldiciente hace referencia, según Juan Manuel Rozas, de nuevo a José Pellicer, y a la polémica contra los culteranistas, partidarios de la poesía gongorina culterana, frente a los defensores de la poesía conceptista en la línea de Quevedo, hacia la cual Lope de Vega manifiesta una clara empatía.

En este poema se apela a un hipotético Ricardo. Este personaje de ficción es un pseudónimo, un apelativo tras el cual —presuntamente, podríamos decir— se oculta la figura de José Pellicer, defensor del culteranismo. El soneto se basa también en una pequeña anécdota, si bien desacredita terriblemente a los murmuradores, a los que hablan mal del prójimo sin razón, sin fundamento y simplemente por inercia y patología propias.

 


                  A un maldiciente
 
     Ricardo, cuando salgas de esta vida,
tu lengua y pluma de verdades llenas
se volverán dos blancas azucenas:
que nunca el cielo de premiar se olvida.
 
     Como tienes la honra tan perdida,
envidias y persigues las ajenas,
naciendo de saber su nombre apenas,
el ser de tantas honras homicida.
 
     A todos por cualquiera niñería
mandaba un gran señor dar gran dinero,
porque jamás dinero visto había.
 
     Lo mismo de tu lengua considero;
que quien sabe qué es honra, no podía
tenerla en poco, si la vio primero[4].

 


El soneto critica duramente a un ficticio Ricardo, retratado como maldiciente, envidioso y carente de honra. Así lo apostrofa desde la primera palabra. Nótese que los cuartetos funcionan como una exposición de sus vicios: lengua venenosa, pluma malsinera y envidia recalcitrante. Los tercetos, por su parte, rematan la censura del personaje con ejemplos concretos, como el desprecio a la honra ajena y su obsesión por el dinero.

Se apela veladamente ―«cuando salgas de esta vida»― al tópico literario del memento mori (recuerda, hombre, que has de morir), y que entonces sus presuntas verdades, con las que se le llena la boca de malicias, se convertirán en dos «blancas azucenas», es decir, se volverán naturaleza muerta. En realidad, es una manera muy floral y decorosa de decir que se convertirá en todo lo contrario de lo que evoca tan luminosa figura literaria. La metáfora de la azucena remite a una antífrasis elidida que hace ver opuesto: putrefacción, de la que llenado su boca en vida. Las azucenas, como símbolos florales, no son aquí signo de inocencia y pureza —«blancas azucenas»—, sino presagio de corrupción. ¿Por qué? Pues porque la frase irónica apela explícitamente al referente contrario. «Te volverás polvo», verbo maldito, que es lo que son tu lengua y tu pluma: pura difamación.

Y esto será así necesariamente, como justicia poética y teológica, ya «que nunca el cielo de premiar se olvida». El verso ha de entenderse en sentido inversamente contrario al literal. Este «que» es explicativo. Aunque literalmente el verso dice, con una ironía absoluta, «que nunca el cielo de premiar se olvida». En realidad, aquí, los cielos... castigarán la maledicencia de este Ricardo, precito a las penas del infierno.

Diremos, en suma, para concluir, que el soneto «A un maldiciente» constituye una muestra paradigmática de la poesía satírica de Lope de Vega, aun cuando paradójicamente el fénix censure la sátira en otros poetas. En él, el poeta se dirige a un tal Ricardo —nombre tras el que, según algunos críticos, podría ocultarse José Pellicer, defensor de la causa gongorina frente al conceptismo barroco— para fustigar su lengua mordaz y su falta absoluta de honra.

En los cuartetos, Lope presenta al personaje como alguien incapaz de valorar la honra, precisamente porque carece de ella. El verso «Como tienes la honra tan perdida, / envidias y persigues las ajenas» condensa la acusación fundamental: quien no posee crédito propio, se dedica a destruir el de los demás. La formulación, reforzada por un hipérbaton característico del estilo barroco, enfatiza la contradicción moral de un sujeto que desconoce lo que significa la honra y, sin embargo, se erige en juez de la ajena.

El segundo cuarteto («naciendo, de saber su nombre apenas, / el ser de tantas honras homicida») multiplica la dificultad sintáctica. Aquí Lope recurre a un hipérbaton extremo para señalar que la razón de ser del maldiciente —su «homicidio» de las honras— procede de su ignorancia. Dicho de otro modo: la crítica despiadada contra la honra ajena nace de no haber conocido nunca la experiencia de la honra propia.

En los tercetos, Lope introduce una breve anécdota de corte político-social: «A todos, por cualquiera niñería, / mandaba un gran señor dar gran dinero, / porque jamás dinero visto había». El ejemplo funciona como parábola moral: quien no ha tenido nunca algo —dinero u honra—, lo desprecia o lo malgasta al primer contacto. Así sucede con la lengua del maldiciente: incapaz de reconocer el valor de la honra, se complace en su destrucción. El cierre o acumen («que quien sabe qué es honra, no podía / tenerla en poco, si la vio primero») funciona como una sentencia ejemplarizante, con la claridad de una máxima moral.

Este soneto no se reduce a un ajuste de cuentas personal. Se inserta en un contexto más amplio de polémicas literarias y sociales del Siglo de Oro. La sátira contra detractores y rivales literarios —sean culteranos gongorinos, sean propagadores de la leyenda negra— ocupa un espacio relevante en la obra de Lope. No es casual que reaparezca en las Rimas humanas y divinas del licenciado Tomé de Burguillos, donde el poeta multiplica las respuestas ingeniosas contra sus adversarios con una sofisticación formal inigualable.

Conviene recordar que en la época de Lope la llamada leyenda negra apenas se encontraba en germen, con precedentes como las Relaciones de Traiano Boccalini, y no había alcanzado la difusión y eficacia que posteriormente tendría gracias al uso de la imprenta por parte del protestantismo. Sería Quevedo, ya más avanzado el siglo, quien percibiría con mayor claridad el alcance político y cultural de esta propaganda negrolegendaria contra España.

En definitiva, el soneto «A un maldiciente» combina la sátira personal con una meditación moral y social de gran alcance. Bajo la forma clásica del soneto petrarquista, Lope articula una crítica feroz a la ignorancia y a la difamación, mientras perfila, de manera implícita, un diagnóstico del clima literario y político de su tiempo. La burla contra el maldiciente se eleva, así, a categoría universal: el que nunca conoció la honra, no puede sino despreciarla en los demás. Y quien dice honra dice también inteligencia.

 

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NOTAS

[1] Cito según la edición de Félix Lope de Vega, Rimas humanas y divinas del Licenciado Tomé de Burguillos [1634], Salamanca, Ediciones Almar, 2002, pág. 251. Edición de Antonio Carreño.

[2] Ed. de Antonio Carreño, cit. en nota anterior, pág. 285.

[3] Ed. de Antonio Carreño, cit. en nota anterior, pág. 284.

[4] Ed. de Antonio Carreño, cit. en nota anterior, págs. 309-310.






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