Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica
del conocimiento racionalista de la literatura
Pantagruel (1532) y Gargantúa (1534), de François Rabelais.
Contra los agelastos y los enemigos del buen humor
Referencia VI, 15.8
Gargantúa (1534) y Pantagruel (1532)
constituyen ―como díptico perfecto― la obra literaria más valiosa de toda la
literatura francesa, cuya mayor altura se alcanza en el primer tercio del siglo
XVI. El resto de la historia literaria de Francia ha sido un despliegue
incesante de intentos frustrados por ocupar un lugar de referencia en alguna
parte de la literatura universal, sin conseguirlo jamás. Todas sus obras
presuntamente geniales han desembocado en divertículos inertes o, sin más, en
callejones sin salida y sin consecuencias.
No deja de ser irónico que la obra más valiosa de la literatura francesa haya sido un díptico literario compuesto por un puerco, François Rabelais, a los ojos de sus más «finos» contemporáneos. Téngase en cuenta que el hiperexquisito Montaigne nace precisamente entre Pantagruel y Gargantúa ―en términos cronológicos, me refiero―, es decir, en 1533, en medio de las dos obras más soeces de su tiempo. En 1580, cuando Cervantes recupera la libertad del cautiverio argelino, este magistrado y cortesano galo, publica, escritos entre algodones, sus primeros ensayos, fingiendo de este modo la creación de un nuevo género de escritura ―el ensayo―, que sólo Francia y la ignorancia atribuyen a semejante publicista del Humanismo quinientista, borrando de la historia y del pensamiento literario la obra y el nombre de Platón, Epicúreo, Séneca, Cicerón, Plutarco de Queronea, Alfonso X el Sabio, fray Antonio de Guevara, Cristóbal de Villalón, Pedro Mejía o Pedro Sánchez de Acre. Nada menos... Y todo esto se lo ha tragado la filología española, la romanística europea ―toda muy germánica ella―, la filología hispanoamericana tan luminosamente florecida en El Colegio de México, y la filología gringa (si se nos permite este último oxímoron).
Sea como fuere, Francia y su cortesana ―no me hago responsable de la silepsis― historiografía apostaron por Montaigne para solapar y ventilar al mefítico y luzbelino Rabelais. Desde la misma escritura y publicación de Gargantúa y Pantagruel, este impúdico y degenerado autor era algo absolutamente insoportable para Francia y sus áulicos decorados. La «grandeur» de la cosmética gala no ha podido asimilar jamás tal obscenidad literaria y tanta insolencia humana. La cursilería casa mal con la impudicia.
No faltó
teólogo de postín que ejerciera y demostrara el poder de su lengua, su pluma y
su retórica, contra la obra de don Francisco Rabelais, el médico que puso al
cuerpo sobre la mesa de operaciones de la literatura, mucho antes de que la
posmodernidad se dedicara justo a hacer mágicamente lo contrario, esto es, a
convertir, por arte de hechizo académico, el cuerpo en texto. Siempre me hizo
gracia esta forma de exhibir la ignorancia, frisando de modo tan grotesco la
estupidez más desnuda: hablar del cuerpo como texto… Como si los médicos fueran
filólogos, y como si el naturalismo literario y el positivismo filosófico no
hubieran sido sendas vías de extravío, ya transitadas desde la segunda mitad
del siglo más decimonónico de la historia, el XIX.
Nótese
hasta qué punto la propia literatura francesa sepultó para siempre el valor
crítico de la obra de su paisano Rabelais, que cuando se produce la exaltación
máxima del naturalismo zolesco, la crítica literaria oficial de Francia
advierte que Emilio Zola, y sólo Emilio Zola, descubre el cuerpo humano para la
literatura. La cordobesa lozana andaluza de Francisco Delicado no nos había
descubierto, al parecer, nada. La Celestina, tres décadas antes,
tampoco. El libro del arcipreste de Hita, Juan Ruiz, llamado del «buen
amor», nacido en la cuna geográfica de España en la primera mitad del siglo
XIV, tampoco. La vanguardia literaria francesa nos asombra. Pero sus
intérpretes nos asombran aún mucho más.
Rabelais
condena a los agelastos, esos individuos que ni ríen ni comprenden la reacción
orgánica, fisiológica, del placer cómico. La risa. No en vano Calvino, el
reformador de Dios y el libertador del catolicismo, dedica a Rabelais páginas
insólitas en su obra De los escándalos, en 1550, anatematizando y
conjurando por los siglos de los siglos la libertad de la literatura y la
ficción fabulosa de Gargantúa y Pantagruel. Para Calvino, como
para Platón, la ficción era una de las formas más expresivas y operatorias de
la realidad. Ni acaso Putherbeus en su Theotimus, justo un año antes, habría podido superar a Calvino en la censura y
reprobación de la obra de Rabelais. No hay libertad superior a la libertad de
los reformadores calvinistas en sus pretensiones de derogar las libertades de
la literatura. Y, sobre todo, las libertades del prójimo. Lo que Platón
verbalizó políticamente contra los poetas en su República, la Anglosfera
protestante lo impuso letalmente en su geografía política y literaria contra
todo dios.
Descreído por completo de las posibilidades interpretativas de sus
contemporáneos ante su propia obra literaria, Rabelais rechaza y ridiculiza la
hermenéutica alegórica para comprender desde ella el sentido de la vida
literaria de estos dos inocentes y superlativos gigantes protagonistas, que
desbordan, como irreverentes patanes, todas las formas básicas y esenciales de
la conducta humana, desde el honor hasta el comer, de la defecación a la
reproducción, de la mínima fisiología corporal hasta la negación máxima de
cualquier pretensión de dignidad espiritual, absolutamente ausente y desterrada
de la obra.
El imperativo final ―«haz lo que quieras»―, grabado en nombre de una pseudocorporación religiosa, hace pensar en las libertades clericales del catolicismo, abortadas por las sucesivas reformas protestantes. Sorprende cómo las gentes aprecian más el dinero que la libertad. En cierto modo, la obra de François Rabelais es totalmente incompatible con la literatura francesa. Es, de hecho, todo lo contrario de lo que representa un cuentista como Voltaire. Ahora me hago responsable de la silepsis. La obra literaria de Rabelais es un imponente y sonoro sarcasmo contra toda la mixtificación y el trampantojo que fue esa leyenda rosa de la Ilustración francesa. Lean, insilenciablemente, a Rabelais, y dejarán de ser Ilustrados para ser inteligentes. Porque donde hay risa, hay inteligencia. Y libertad.
- MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Pantagruel (1532) y Gargantúa (1534), de François Rabelais. Contra los agelastos y los enemigos del buen humor», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (VI, 15.8), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).
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