VI, 15.8 - Pantagruel (1532) y Gargantúa (1534), de François Rabelais. Contra los agelastos y los enemigos del buen humor


Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
__________________________________________________________________________________


Índices





Pantagruel (1532) y Gargantúa (1534), de François Rabelais.

Contra los agelastos y los enemigos del buen humor



Referencia 
VI, 15.8


Crítica de la razón literaria Jesús G. Maestro

Gargantúa (1534) y Pantagruel (1532) constituyen ―como díptico perfecto― la obra literaria más valiosa de toda la literatura francesa, cuya mayor altura se alcanza en el primer tercio del siglo XVI. El resto de la historia literaria de Francia ha sido un despliegue incesante de intentos frustrados por ocupar un lugar de referencia en alguna parte de la literatura universal, sin conseguirlo jamás. Todas sus obras presuntamente geniales han desembocado en divertículos inertes o, sin más, en callejones sin salida y sin consecuencias.

No deja de ser irónico que la obra más valiosa de la literatura francesa haya sido un díptico literario compuesto por un puerco, François Rabelais, a los ojos de sus más «finos» contemporáneos. Téngase en cuenta que el hiperexquisito Montaigne nace precisamente entre Pantagruel y Gargantúa ―en términos cronológicos, me refiero―, es decir, en 1533, en medio de las dos obras más soeces de su tiempo. En 1580, cuando Cervantes recupera la libertad del cautiverio argelino, este magistrado y cortesano galo, publica, escritos entre algodones, sus primeros ensayos, fingiendo de este modo la creación de un nuevo género de escritura ―el ensayo―, que sólo Francia y la ignorancia atribuyen a semejante publicista del Humanismo quinientista, borrando de la historia y del pensamiento literario la obra y el nombre de Platón, Epicúreo, Séneca, Cicerón, Plutarco de Queronea, Alfonso X el Sabio, fray Antonio de Guevara, Cristóbal de Villalón, Pedro Mejía o Pedro Sánchez de Acre. Nada menos... Y todo esto se lo ha tragado la filología española, la romanística europea ―toda muy germánica ella―, la filología hispanoamericana tan luminosamente florecida en El Colegio de México, y la filología gringa (si se nos permite este último oxímoron).

Sea como fuere, Francia y su cortesana ―no me hago responsable de la silepsis historiografía apostaron por Montaigne para solapar y ventilar al mefítico y luzbelino Rabelais. Desde la misma escritura y publicación de Gargantúa y Pantagruel, este impúdico y degenerado autor era algo absolutamente insoportable para Francia y sus áulicos decorados. La «grandeur» de la cosmética gala no ha podido asimilar jamás tal obscenidad literaria y tanta insolencia humana. La cursilería casa mal con la impudicia.

No faltó teólogo de postín que ejerciera y demostrara el poder de su lengua, su pluma y su retórica, contra la obra de don Francisco Rabelais, el médico que puso al cuerpo sobre la mesa de operaciones de la literatura, mucho antes de que la posmodernidad se dedicara justo a hacer mágicamente lo contrario, esto es, a convertir, por arte de hechizo académico, el cuerpo en texto. Siempre me hizo gracia esta forma de exhibir la ignorancia, frisando de modo tan grotesco la estupidez más desnuda: hablar del cuerpo como texto… Como si los médicos fueran filólogos, y como si el naturalismo literario y el positivismo filosófico no hubieran sido sendas vías de extravío, ya transitadas desde la segunda mitad del siglo más decimonónico de la historia, el XIX.

Nótese hasta qué punto la propia literatura francesa sepultó para siempre el valor crítico de la obra de su paisano Rabelais, que cuando se produce la exaltación máxima del naturalismo zolesco, la crítica literaria oficial de Francia advierte que Emilio Zola, y sólo Emilio Zola, descubre el cuerpo humano para la literatura. La cordobesa lozana andaluza de Francisco Delicado no nos había descubierto, al parecer, nada. La Celestina, tres décadas antes, tampoco. El libro del arcipreste de Hita, Juan Ruiz, llamado del «buen amor», nacido en la cuna geográfica de España en la primera mitad del siglo XIV, tampoco. La vanguardia literaria francesa nos asombra. Pero sus intérpretes nos asombran aún mucho más.

Rabelais condena a los agelastos, esos individuos que ni ríen ni comprenden la reacción orgánica, fisiológica, del placer cómico. La risa. No en vano Calvino, el reformador de Dios y el libertador del catolicismo, dedica a Rabelais páginas insólitas en su obra De los escándalos, en 1550, anatematizando y conjurando por los siglos de los siglos la libertad de la literatura y la ficción fabulosa de Gargantúa y Pantagruel. Para Calvino, como para Platón, la ficción era una de las formas más expresivas y operatorias de la realidad. Ni acaso Putherbeus en su Theotimus, justo un año antes, habría podido superar a Calvino en la censura y reprobación de la obra de Rabelais. No hay libertad superior a la libertad de los reformadores calvinistas en sus pretensiones de derogar las libertades de la literatura. Y, sobre todo, las libertades del prójimo. Lo que Platón verbalizó políticamente contra los poetas en su República, la Anglosfera protestante lo impuso letalmente en su geografía política y literaria contra todo dios.

Descreído por completo de las posibilidades interpretativas de sus contemporáneos ante su propia obra literaria, Rabelais rechaza y ridiculiza la hermenéutica alegórica para comprender desde ella el sentido de la vida literaria de estos dos inocentes y superlativos gigantes protagonistas, que desbordan, como irreverentes patanes, todas las formas básicas y esenciales de la conducta humana, desde el honor hasta el comer, de la defecación a la reproducción, de la mínima fisiología corporal hasta la negación máxima de cualquier pretensión de dignidad espiritual, absolutamente ausente y desterrada de la obra.

El imperativo final ―«haz lo que quieras»―, grabado en nombre de una pseudocorporación religiosa, hace pensar en las libertades clericales del catolicismo, abortadas por las sucesivas reformas protestantes. Sorprende cómo las gentes aprecian más el dinero que la libertad. En cierto modo, la obra de François Rabelais es totalmente incompatible con la literatura francesa. Es, de hecho, todo lo contrario de lo que representa un cuentista como Voltaire. Ahora me hago responsable de la silepsis. La obra literaria de Rabelais es un imponente y sonoro sarcasmo contra toda la mixtificación y el trampantojo que fue esa leyenda rosa de la Ilustración francesa. Lean, insilenciablemente, a Rabelais, y dejarán de ser Ilustrados para ser inteligentes. Porque donde hay risa, hay inteligencia. Y libertad.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada



⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



⸙ Glosario 



⸙ Antología de textos literarios

⸙ Capítulos relacionados




Gargantúa y Pantagruel de Rabelais:
entre las 30 obras más importantes de la literatura universal




*     *     *

 



Cervantes, Jesús Maestro, Crítica de la razón literaria