VI, 15.12 - Ricardo III (1597), de William Shakespeare. La impotencia shakesperiana para entrar en la modernidad


Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Ricardo III (1597),  de William Shakespeare. 


La impotencia shakesperiana  para entrar en la modernidad



Referencia 
VI, 15.12


Crítica de la razón literaria Jesús G. Maestro

La mayor parte de los personajes y protagonistas del teatro de Shakespeare son psicópatas. Extremos. Sin duda el más intenso y radical ―y acaso también el más lúcido y seductor, pese a sus monstruosidades, o precisamente por ellas― es Ricardo III. Pero todos estos personajes shakesperianos fracasan. De hecho, todos los psicópatas fracasan, tanto en la ficción literaria como en la realidad de la vida histórica y cotidiana. La psicopatía no ofrece ninguna victoria efectiva. La psicopatía sólo ofrece apariencias, de las que el arte y la literatura cuentan, únicamente, grandiosidades ―en realidad― muy fraudulentas. La poética, como la estética, es un intenso embellecedor de la locura. Los verdaderos psicópatas no disponen del encanto y seducción de los personajes shakesperianos.

Es cierto que la literatura confunde, con frecuencia deliberadamente, psicopatía y psicosis. La psiquiatría, científicamente, dirime con claridad ambas patologías, de modo tal que el psicópata es alguien que, carente de sentimientos y empatía, vive un trastorno de personalidad, mientras que la psicosis remite a una experiencia de idealismos y delirios en la que el ser humano pierde el contacto con la realidad. La psicosis guarda relación con alucinaciones y esquizofrenias, y en la literatura invita a hablar, como en el caso de don Quijote, de locura. La psicopatía, sin embargo, no es propiamente una locura, aunque sea una patología psíquica, sino una forma de conducta que, de forma extrema, Ricardo III lleva a su cénit trágico. 

No obstante, en el teatro y la literatura, las psicopatologías más importantes y valiosas son aquellas que desencadenan desenlaces imprevisibles e irreversibles, es decir, aquellas que dan lugar a una tragedia. En literatura, los psicópatas, o son trágicos, o no son nada útil. Lo cómico no culmina jamás en el retrato de un psicópata. Ni siquiera lo grotesco es una forma de materia cómica que disponga del alcance y la profundidad suficientes como para agotar las posibilidades artísticas del más poderoso y expresivo de los tronados. La psicopatía exige siempre una tragedia. La psicosis, no necesariamente. Y en el arte, la tragedia explora y demanda siempre su propia narración ―a través de la novela o el cuento (géneros literarios que Shakespeare nunca supo cultivar)― o su propia dramatización y escenificación ―bajo las más dialécticas y seductoras formas teatrales y antagónicas―.

Dos son en este punto las obras capitales de Shakespeare. Se trata de dos piezas imprescindibles: la ambiciosa y febricitante maldad ―encarnada en el duque de Gloucester― y la superlativa e irascible ignorancia que rodea al poder supremo de un monarca que desconoce todo acerca del mundo en que vive, y supuestamente reina y gobierna. Hablamos, naturalmente, de Ricardo III y de Rey Lear, tragedias que se componen respectivamente en 1593 y 1605. El resto de obras teatrales de este dramaturgo isabelino ―o del grupo de personas que se ocultaran tras este nombre suyo― son paráfrasis de una de estas dos tragedias, excepto Romeo y Julieta, que es un Kitsch muy ameno, apto para todo tipo de lectores inmaduros, a la altura de Alicia en el país de las maravillas (1865) de Lewis Carroll, en su tiempo, o de El principito (1943), de Antoine de Saint-Exupéry, en el suyo[1]. Por no hablar de la microliteratura de Augusto Monterroso («Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí»).

En literatura, las normas sólo las cumple quien no puede ser genial ni sabe ser original. En estas dos tragedias antemencionadas, Shakespeare no cumplió con las normas de su tiempo, si bien estableció reglas que, con mayor o menor fidelidad, siguió rigurosamente en el resto de sus obras, preservando siempre las propiedades, características y exigencias del Antiguo Régimen. La Edad Contemporánea es la Tierra Prometida a la que no llega jamás ningún personaje shakesperiano. Mientras todas las figuras y construcciones literarias cervantinas tienen un lugar operativo en nuestro tiempo, ni uno solo de los personajes de Shakespeare puede ser hoy nuestro contemporáneo.

Ricardo III es un tragicómico psicópata. Narcisista de la modestia como el mejor intelectual de la Historia de Occidente, placenta de infamias y difamaciones, fingidor de virtudes teologales y políticas, maldito por su propia madre en la madurez de su propia vida y por la misma naturaleza desde el momento mismo de su nacimiento y concepción, gestor plenipotenciario de la mentira ―sólo él, como necio, puede hablar bien de sí mismo―, mata con gracia y con desgracia vive. Y así dispone la muerte de sus deudos y prójimos:


Necio y sencillo Clarens... Te amo tanto
que tu alma al cielo mandaré muy pronto... (I, 1)[2].


                   Eduardo vive.
Pensad que más diré... (IV, 2).


No cabe mayor conceptismo ni más criminal y elocuente aposiopesis. Toda la vida de este hombre es una venganza contra el mundo ―la venganza de los idealistas, es decir, el fracaso personal y la calamidad de cuantos le rodean―, consciente de sus absolutas miserias etopéyicas y prosopográficas:


De distinción, deforme, de repente
a medio hacer encaminado al mundo,
y eso tan mal y de tan torpe modo
que el can me ladra al divisar mi garbo [...].
Y así, pues ser amado no es posible, [...]
determinado tengo ser infame
y odiar los vanos goces de estos días.
Asechanzas tendía, planes arteros,
por torpes profecías secundados,
por libelos y sueños... (I, 1).


Shakespeare no construye personajes valientes ni heroicos en sus tragedias ―ver tal cosa es un ilusionismo grandilocuente muy propio de sus intérpretes, que parecen competir entre sí a ver quién llega más lejos en sus admirativos orgasmos isabelinos―, sino incautos fracasados y cobardes figuras, mujeres plañideras y antiheroicas (nada que ver con las cervantinas heroínas), y un sinfín de ficciones inocentes y criaturas anómicas, pasto de burlas, divertimientos y ocios varios. La derrota ―entretenida únicamente para el espectador― es el destino de todos ellos. He aquí el retrato de uno de estos «héroes» shakesperianos:


Tú, quimérico aborto, cerdo inmundo; 
tú, sellado al nacer cual vil esclavo
de la tierra, cual hijo del infierno;
tú, calumnia de entrañas maternales;
tú, de tu padre engendro aborrecido;
tú, del honor andrajo, ser odioso... (I, 3).


El antihéroe se embellece en las sociedades fracasadas, degeneradas, inútiles. Aflora ―coronado― en la literatura de Dostoievski, y en todas las democracias del siglo XX. Cesa en el siglo XXI, en que la literatura se viste de fiesta, de trampantojo, el escritor ―convertido en un terapeuta social― promueve la felicidad del lector y el moralismo de las masas, encenagadas en su particular tercer mundo semántico. El Kitsch reemplaza hoy a la literatura. Shakespeare y sus antiheroicos personajes teatrales están muy lejos de nuestro presente.

Un desfile de espectros preludia el desenlace final de la tragedia. Ricardo III y su adversario Richmond sueñan el mismo sueño. Una pesadilla de maldiciones para el primero y una prolepsis de la victoria para el segundo. Es una inquietante farsa fúnebre de figuras. Es farsa, porque es un sueño, pese a sus implicaciones reales en la última metabolé de la tragedia. El repertorio fantasmagórico acicala a los muertos e intimida a los vivos: Eduardo, Enrique, Clarens, Rivers, Grey, Vogan, Hastines, los infantiles y pueriles príncipes, la reina Ana, la sombra de Buckingham... Ricardo despierta ―inquietante―, y le basta con maldecir la conciencia, tildándola de cobarde: la conjura y la extirpa. No hay sentimientos. Los psicópatas ―como los imbéciles― no sufren: hacen sufrir a quien no es capaz de detenerlos.

Todas las obras de Shakespeare tienen una cita fiel, fideísta y crediticia, con el «más allá». Voces y fantasmas, espectros y brujas, almas en pena, magos y arúspices, hechiceros y chamanes, adivinos, augures y profetas, videntes y nigromantes y todo tipo de hermeneutas y agoreros del más allá emergen en su teatro, evocadores de la nostalgia de un mundo bárbaro, idealista y fabuloso, es decir, de un mundo, en suma, arcaico y superado, que el idealismo anglosajón trató de perpetuar frente a toda razón, hasta el Romanticismo más contemporáneo, con la poesía de William Blake y toda su descendencia, saturada de literatura fantástica y de hedonismo metafísico. La aruspicina convive con Julio César en la tragedia homónima. Macbeth está determinado por las brujas. Hamlet oye voces como acoasmas de espectro que es alma paterna en pena. Lear se comunica con fuerzas ultrasensibles en boscajes y tempestades, con la sola compañía de su bufón. Timón de Atenas enloquece en prosopopeyas cósmicas, erotemas infinitos y anatemas recurrentes de saturada misantropía. Son personajes que no caben ni en el mundo real ni ―lo que es aún peor― en la realidad del mundo. Son personajes cuyo irracionalismo les hace ser ―como la filosofía del idealismo alemán― incompatibles con la realidad.

Lear es el rey de la ira, la ignorancia y el fracaso. Es también la locura y la desesperación por impotencia. Primo hermano de Timón de Atenas. Es la conjura de la naturaleza y su prosopopeya, con esa estentórea maldición contra su propia hija:

 

Escucha, Naturaleza, diosa venerada, ¡óyeme!
Revoca tu propósito, si era tu intención
hacer fecunda a esta criatura.
Llena su útero de esterilidad,
deja yermo su vientre,
que de su cuerpo degradado nunca surja
un fruto que la honre. Y si ha de concebir,
sea un hijo del odio, que viva para ella
como un tormento perverso y desnaturalizado (I, 4)[3].

 

En el caso de Rey Lear, el «colega» de Ricardo III es el nihilista Edmund. Ambos se sirven de los mismos procedimientos: el instinto del mal que se impone ante la molicie e inacción de todos los demás. La literatura de Dostoievski, como la sociedad posmoderna del siglo XXI, y como buena parte del posromanticismo más degenerado, los idolatra hasta la canonización y santidad. El Antiguo Régimen, no: los condena al fracaso, por idealistas, psicópatas e irracionales. En nuestro tiempo serían, como Platón, gestores de la República, en nombre del idealismo, la anomia y la utopía. Hoy Europa es una República platónica invertida.

Edmund es el hijo bastardo de Gloucester, el noble asistente de Lear. Un psicópata que no respeta a nada ni a nadie, y que vive para matar a cuantos se le oponen. Puede inscribirse en el intertexto literario de los personajes nihilistas, negadores de órdenes morales y principios fundamentales de convivencia, heredados para una interpretación y percepción del mundo antiguo, y de los que se alimentaba entonces el Renacimiento inglés, completamente imitador ―como sus mismos antecedentes medievales― de la literatura de tradición hispanogrecolatina. Edmund encuentra entre sus precursores a dos personajes clave de Los cuentos de Canterbury: la Comadre de Bath y el Bulero.

Es un personaje embellecido por la perversidad y la vesania. Gozosamente maligno, trata de demostrar cómo la experiencia humana puede conducirse, mediante objetivos patológicos, hacia formas de conducta que se justifiquen por sí solas, desafiando y negando los fundamentos de cualquier orden moral vigente más allá del propio individualismo. Sus propios soliloquios lo definen de modo inequívoco:

 

Un padre crédulo y un noble hermano,
cuya naturaleza está tan lejos de hacer mal
que no sospecha nada, y sobre cuya necia honestidad
cabalgan mis intrigas libremente. Ya veo la jugada;
obtenga tierras yo por el ingenio, que no por nacimiento;
todo bueno será si puedo conformarlo a mi deseo (I, 2).

 

Ricardo III es un compendio de toda la obra literaria y teatral de Shakespeare. Estamos ante un escritor que objetivó como nadie las impotencias de su país ―la Inglaterra de los siglos XVI y XVII, con su calendario juliano a cuestas... ¡hasta 1752!― para incorporarse a la modernidad de forma extremadamente tardía. Nos han contado siempre todo lo contrario. Pero, como Isabel, la viuda esposa del rey Eduardo IV, le dirá al propio Ricardo III, «suenan mal sin adornos las mentiras» (IV, 4). Lo cierto es que ni un sólo personaje de Shakespeare logra superar los límites del Antiguo Régimen. Todos los intentos de Ricardo III, Macbeth, Hamlet ―ese superlativo impotente, embellecido por todas las hermenéuticas―, Timón de Atenas, Othelo, toda la malsinería de un Yago, la astucia de un Julio César, el carnavalesco Calibán, el meridional Falstaff, los tan tórpidos como nefastos amantes Romeo y Julieta, el equívoco mercader de Venecia, el tarugo rey Lear, y todos cuantos lúdicos soñadores estivales pueblan el escenario del tragicómico inglés, todas estas pretensiones ―digo― por superar los límites de su tiempo y de su espacio fracasan de forma previsible, determinante e irrevocable. Siempre.

Ni un sólo personaje shakesperiano llega vivo a la Edad Moderna. No son nuestros contemporáneos. Se nos ha contado siempre lo contrario. Mienten estos intérpretes como lo que son: intérpretes del fracaso. Y lo contrario, sin embargo, ha sido y es Cervantes. Ese Cervantes de quien Harold Bloom no ha sabido escribir ni una sola palabra original. Shakespeare se disuelve bajo las exigencias mitológicas que de él ha hecho, en términos ideales, el imperialismo anglosajón. Fue un escritor enamorado de la Europa meridional, de un mundo proscrito en su país; acaso fue también un criptocatólico cuyo teatro es la objetivación de un orbe libre, imposible en su propia y anglicana sociedad política: la atrasada Inglaterra de los siglos XVI y XVII. Todo su teatro está destinado a exterminar ―sin salida posible― a sus propios protagonistas. Y a exterminarlos precisamente por pretender vivir en un mundo en el que las libertades que exigen y se procuran para sí están proscritas o, simplemente, son imposibles. Todo lo que hacen los peleles shakesperianos termina en un cementerio. En un cementerio anglicano, por supuesto. Es el de Shakespeare un teatro de antihéroes fugitivos. Descansen en paz.

 

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NOTAS

[1] La propaganda cultural y literaria francesa ha promovido una obra como El Principito solamente porque está escrita en francés. Su contenido es de una vacuidad atronadora. ¿Se imaginan lo que sería Platero y yo (1914), de Juan Ramón Jiménez, si las élites culturales españolas hubieran leído alguna vez ―verdaderamente― la obra en prosa de este Premio Nobel para Literatura Española?

[2] Cito según la edición de Antonio Ballesteros (Madrid, Edaf, 1997), señalada en la bibliografía literaria final de la Crítica de la razón literaria.

[3] Cito según la traducción española del Instituto Shakespeare, dirigida por M. A. Conejero (Madrid, Cátedra, 1995), señalada en la bibliografía literaria final.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada



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