VI, 15.14 - Fábula de Polifemo y Galatea (1597), de Luis de Góngora: toda mitología está destinada a poblar un mundo visible


Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Fábula de Polifemo y Galatea (1597), de Luis de Góngora. 


Toda mitología está destinada a poblar un mundo visible



Referencia 
VI, 15.14


Acis y Galatea de Alexandre Charles Guillemot (1827)

Góngora es precursor y artífice de la poesía pura, del poema intelectual y de la totalidad de las Vanguardias del siglo XX. No en vano los poetas de la Generación de 1927 lo convirtieron en su patrono. En Góngora está ya la semilla del simbolismo y el parnasianismo de Baudelaire, Rambaud, Mallarmé o Verlaine y Gautier o Leconte de Lisle, el precedente del Modernismo de Rubén y el racionalismo latebroso de surrealismo, creacionismo y ultraísmo. Este clérigo y poeta se sustrae al racionalismo convencional de sus contemporáneos auriseculares por la vía de un culteranismo que derrota toda posibilidad de censura. Comprender e interpretar la genialidad racionalista de su verso costó la friolera de más de 300 años. Tres siglos de pereza académica ―y debates estériles, valga la redundancia― bajo los cuales la poesía gongorina permaneció, en buena parte, silente. El racionalismo de la literatura dispone de libertades que a otras formas de racionalismo ―como el matemático, químico o jurídico, por ejemplo― no le están permitidas. Góngora abre la razón literaria hacia formas y contenidos inéditos.

La mitología es una ventana hacia la libertad. El cultismo, un salvoconducto. ¿Qué esconden, en Góngora, mitología y culteranismo? Para un español del Siglo de Oro, la realidad nunca es lo que parece: la verdad nunca está en la apariencia. Para un ilustrado anglosajón, como para la anglosfera entera, la realidad es precisamente lo contrario, es decir, que la realidad es lo que parece, porque ―para ellos― en la apariencia está la verdad. Semejante planteamiento equivale a afirmar que el mundo anglosajón distingue entre realidad y apariencia, como quien separa el trigo de la paja, para vivir en la apariencia y desechar la realidad, es decir, para alimentarse de paja y quemar el trigo. Kant ―y el idealismo alemán en pleno― hizo el resto. Ortega, en funciones de mascota de Kant, fue su rapsoda y recitador.

La literatura da muchas sorpresas... Pero sólo a las personas inteligentes. Quienes ignoran casi a todo acerca de la literatura, el racionalismo de las artes verbales y poéticas les resultará una página en blanco.

Digo esto porque el término «culto» entra en la lengua española, entre otros cauces acaso menos relevantes, a través de la poesía, y concretamente a través de la poesía de Garcilaso de la Vega. Este adjetivo, «culto», es vocablo español de importación italiana, que Garcilaso introduce «como calificativo que aplica a los versos pulcramente limados, extendiéndose a los poetas que los escriben» (Collard, 1967: 2-5; Carreño, 1998/2002: 269, nota 4). Se adentra en la poética española, y en su léxico, con el sentido originario de pulido, limado, trabajado, artificioso: sofisticado. Desde el principio, lo culto ha estado estrechamente unido a la sofística y al artificio.

En el poema de Lope de Vega, titulado «Díjole una dama que para qué escribía disparates», el término culto se define por contraposición al de locura, y apela al campo semántico de la cordura y el racionalismo, la discreción y la corrección decorosa de la expresión verbal, conforme a normas elaboradas y sofisticadas. Lope desarrolla en este soneto el tópico literario del mundo al revés (cordura / locura, culto / necio), bajo el imperativo siguiente: «culto me vuelva y el estilo enmiende» (Lope de Vega, 1634/2002: 269).

A través de la poesía de Góngora, desde el verso segundo de la Fábula de Polifemo y Galatea, el término culto ya adquiere y consolida el significado de docto: «Culta sí aunque bucólica, Talía...». Talía, a posteriori convertida en musa de la comedia, lo fue primeramente de la poesía pastoril, en la lírica de Virgilio y Horacio. Góngora escribe, culteranamente, un poema pastoril y una tragedia mitológica: su héroe, Polifemo, es un pastor de extrema fealdad y zafiedad. Frente a él, la hermosísima e impoluta ninfa Galatea. Y el singular Acis, único en su originalidad masculina. Sólo él ha enamorado decisivamente a la ninfa. Es, también, el moderno mito de la bella y la bestia. La Fábula gongorina —pletórica de barroca dialéctica— es así un culto estuche de rudeza. Ha de advertirse que, a través del cultismo, Góngora sitúa la lírica del Siglo de Oro español a la altura de la poesía clásica de Homero, Ovidio, Horacio y Virgilio. Góngora sella la tradición hispanogrecolatina. Bien sabemos que, sobre caminos bien labrados, un paso más lo da sor Juana Inés de la Cruz, al hacer compatible lo imposible: culturalismo y conceptismo.

Nótese, pues, la importancia de la literatura en la semantización de las palabras, más allá de la poética y la poesía. No en vano hemos dicho con frecuencia que la literatura mide y objetiva el grado de racionalismo del que dispone una sociedad política. Y del que cada ser humano es usuario, intérprete y testigo. Góngora es el simbolismo, el parnasianismo, el modernismo y hasta el surrealismo de la filología. Cada día estoy más convencido de que después del Siglo de Oro español todo lo que se ha hecho en literatura es un descenso desintegrador, una catábasis hacia el vacío literario. Hoy, nuestros coetáneos, habitantes de un necio siglo XXI, ya no hablan de literatura cuando quieren o creen referirse a la literatura, sino de «escritura creativa», es decir, de una cursilada, de ocurrencias y vacuidades al más puro estilo imitativo de lo estadounidense. Un ridículo completo, al cual cada día prestan más atención las universidades de nuestro tiempo, llenas de estudios culturales y vacías ―e ignorantes― de estudios literarios.

Volvamos a Góngora y a su Fábula de Polifemo y Galatea, ilegible hoy en sus exigencias originales. Esta fábula es un poema de amor, total y absolutamente profano:


No a las palomas concedió Cupido
juntar de sus dos picos los rubíes,
cuando al clavel el joven atrevido,
las dos hojas le chupa carmesíes.
Cuantas produce Pafo, engendra Gnido,
negras vïolas, blancos alhelíes,
llueven sobre el que Amor quiere que sea
tálamo de Acis y de Galatea.

 

Es, también, una tragedia, que sin embargo no se percibe ni se transmite como tal. Góngora es poeta insensible. Algo así puede resultar una ofensa para un romántico, pero no lo es en absoluto para un poeta anterior al siglo XIX, y en particular para un escritor aurisecular, entregado al artificio de la poesía y a la orfebrería del arte literario. Góngora puede referir una tragedia sin derramar una sola lágrima. Ni él, como poeta, ni sus personajes, como protagonistas. Ni siquiera Galatea llora la muerte de Acis, muy ambiguamente, más allá de un único endecasílabo.

 

Con violencia desgajó infinita,
la mayor punta de la excelsa roca,
que al joven, sobre quien la precipita,
urna es mucha, pirámide no poca.
Con lágrimas la ninfa solicita
las deidades del mar, que Acis invoca:
concurren todas, y el peñasco duro
la sangre que exprimió, cristal fue puro.
 
 
Sus miembros lastimosamente opresos
del escollo fatal fueron apenas,
que los pies de los árboles más gruesos
calzó el líquido aljófar de sus venas.
Corriente plata al fin sus blancos huesos,
lamiendo flores y argentando arenas,
a Doris llega, que, con llanto pío,
yerno lo saludó, lo aclamó río.

 

La deshumanización del arte está objetivada en la literatura de Góngora tres siglos antes de que Ortega la plateara con su filosofía ensayística, tan narcisista para lectores emocionalmente deficitarios, en 1925. Góngora lleva la poesía al acmé de su artificio. Escribe lo que no siente, ni sentirá jamás, mejor aún que quien lo vive incluso en sus propias carnes. Lo inteligible está muy por encima de todo lo sensible. Nunca hemos estado tan lejos del Romanticismo. Nunca, como en el Romanticismo, hemos estado tan lejos de lo inteligible. Y de la orfebrería poética ―conceptual y culterana― del Siglo de Oro.

El Romanticismo, ese producto de la anglosfera, que una y otra vez nos aleja de la realidad... y de sus Siglos de Oro. Piénsese que los Siglos de Oro fueron mucho más que literatura. No sólo fueron la época aurisecular de España, sino una cita con la realidad como la que históricamente alcanzaron la Grecia clásica o la Roma singular de César o Augusto. Los Siglos de Oro españoles fueron los Siglos de Oro de la realidad. La Ilustración y el Romanticismo anglosajones no han sido sino cismas entre la realidad imprescindible e inderogable y el ser humano, extraviado en ella como psicópata idealista en un laberinto posmoderno de imposible escapatoria. Sólo el racionalismo literario puede disponer y permitir la fuga y salida de este laberinto. Y sin el Siglo de Oro es imposible saber qué es la literatura. Sin literatura, no hay libertad.

Nótese el materialismo antirromántico de Góngora. El centro de gravedad de la belleza del cosmos es la mujer, humana, mítica, divina. En la figura femenina se materializan y condensan todas las poéticas de lo bello y lo juvenil, el erotismo y la hermosura. Su obra es la materialización literaria de la belleza en la mujer como arquetipo de la belleza inteligible de lo sensible. Si Hegel hubiera sido capaz de leer a Góngora, habría renunciado a escribir una obra fantasmagórica e irreal como Fenomenología del espíritu (1807), al resultar redundante e innecesaria. Además de apabullante. Y estridulante. Del mismo modo, si Kant hubiera leído el Polifemo se habría ahorrado la Crítica del juicio (1790) y su manoseada idea, que nace vieja y sin vida, a fines de un prematuramente vetusto siglo XVIII: la valetudinaria idea del arte por el arte.

Esa imagen del arte sin una finalidad pragmática y utilitarista en sí misma ya está objetivada en la lírica Góngora. Pero en el cordobés de forma mucho más atractiva y salerosa que en el regiomontano o kaliningradense Kant. Sólo en comparación con el magnetismo de la ambición mercantilista anglosajona, la filosofía del idealismo alemán comienza a percibir el arte de forma completamente inversa a como desde sus orígenes lo ejecutaron buena parte de sus artífices: como un desafío a la inteligencia humana, y no como un valor de cambio ni de uso. La teoría kantiana del arte ―el arte por el arte― es la teoría de los amigos del comercio, la estética mercantil de un gestor financiero. Lo que no produce dinero no tiene valor. Las masas no consumen obras de arte, sino simulacros estéticos, esto es, Kitsch. No en vano el término es genuinamente alemán: la imitación o reproducción sin valor de una obra de arte original y única. La estética kantiana es un producto del Derecho Mercantil y de la economía anglosajona. Y con ese criterio incontables papanatas se han enfrentado a la interpretación de la Ilíada, la Divina comedia o el Quijote. Y no han faltado quienes ―poniéndose estupendos― han negado, exultantes de ignorancia, la posibilidad de estudiar científicamente la literatura. La creencia en las propias mentiras permite recorrer luengos espacios, a lomos de clavileños anglosajones.

Pero el poeta aurisecular es un prestidigitador de las palabras, insensible a sus contenidos. Recordemos la declaración decisiva y delatora de Lotario a Camila en la novela cervantina de El curioso impertinente:

 

—Luego ¿todo aquello que los poetas enamorados dicen es verdad?

—En cuanto poetas, no la dicen —respondió Lotario—; mas en cuanto enamorados, siempre quedan tan cortos como verdaderos (Quijote, I, 33).

 

Esta disociación entre el poeta, como artífice de la obra literaria, y el ser humano, como individuo sensible, sujeto de emociones comunes o particulares, queda totalmente difundida con la irrupción del Romanticismo. Esta confusión no se ha superado aún, y el arte sobrevive hoy saturado más de sensiblería vacua que de ideas racionales y originales. Hoy el artista ha perdido de vista la objetividad y la realidad. Y hasta tal punto las ha perdido de vista que niega incluso que sea posible identificarlas y reproducirlas. De espaldas a la realidad, el arte, como la vida humana, no es más que un conjunto inestable de ocurrencias incoherentes.

El Siglo de Oro es más racionalista que la Ilustración. La Edad Contemporánea, consecuencia de ello, es un estertor de idealismos.

Sin duda el racionalismo poético de Góngora rebasó las posibilidades de sus contemporáneos y, para su propio detrimento, la de nuestros propios contemporáneos. Ángel Valbuena Prat fue muy duro al juzgar en estos términos una obra como las Soledades, un poemario cenital e inacabado:

 

Las Soledades son más un fracaso que una culminación. La poesía «críptica» es esencialmente falsa. Contribuyó al «antigongorismo» aun entre los influidos por el Góngora anterior. ¿Cabe en una poesía, por bellezas que contenga, tener que ser traducida en prosa, en su misma lengua? ¿En qué gran poema ha ocurrido esto? Respetamos sus bellezas, y las saboreamos; pero nuestro juicio es, en definitiva, negativo (Prat, 1982: 286). 

 

Admitimos que, en cierto modo, Prat tiene razón. Pero lo que dice de las Soledades, aplicable también al Polifemo, podría decirse, mutatis mutandis, de todo poema valioso, capaz de exigir al racionalismo del lector un racionalismo superior y más complejo. ¿Qué decir a este respecto de autores mucho más contemporáneos a nosotros como Vicente Aleixandre en su Pasión de la Tierra, de César Vallejo en su Trilce o de Camilo José Cela en su Oficio de tinieblas 5? La literatura no es música de salón. La literatura es uno de los mayores desafíos de la inteligencia humana.

Sí es cierto también que Góngora es un poeta de menor combustible ideológico que el que nos ofrece Quevedo, con todo su arte narrativo, entremesil y ensayístico, relativo a la política, el desengaño, el senequismo, el humanismo, la teología, el existencialismo, a la acritud y desmitificación sin esperanza de todo cuanto existe. Góngora es poeta de formas y mitos, escenas costumbristas y eventos muy de circunstancias. Es un orfebre de la filología clásica en lengua española y un artesano de la más compleja poética. Pero el peso de sus ideas originales es mucho más liviano que el de otros autores del Barroco tardío. Góngora no es Quevedo. No hace falta que lo sea, pero... cada uno, lo suyo.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada



⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



⸙ Glosario 



⸙ Antología de textos literarios

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