VI, 15.9 - La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades (1554), anónimo. Los placeres del parasitismo


Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades (1554), anónimo.

Los placeres del parasitismo



Referencia 
VI, 15.9


Crítica de la razón literaria Jesús G. Maestro

Muchas personas leen el Lazarillo de Tormes como si lo hubiera escrito Erasmo de Roterdam. La verdad es que se trata de una alucinación tan frecuente como reputada ―y ridícula― entre hispanistas. En realidad, es un fracasado y recurrente intento por europeizar el Siglo de Oro español. Una labor a la que se entregaron con esmero servil los hispanistas afrancesados por Marcelo Bataillon a lo largo del siglo XX. Víctimas del fetichismo erasmista, leen la obra anónima como un grimorio del que emergen las virtudes erasmistas y la currutaca sabiduría moral de un impostor, fruto de la idealización del Humanismo y de una ignorancia desde la que se desprecia conocer racionalmente la complejidad de la vida real española en los Siglos de Oro. Entre otras cosas, porque la virtud sólo se exhibe allí donde hay un vicio que ocultar. Y el roterodamo, por cierto, exhibía todas las virtudes de la Humanidad de su tiempo, y algunas más también, sólo superadas por un Montaigne, un Rousseau, un Krause, y acaso, en nuestros días, por un Emilio Lledó. Ya he dicho que la virtud sólo se exhibe allí donde hay un vicio que ocultar.

Pues ahora resulta que, ante los ojos de alinde de nuestros renacientes humanistas y hermeneutas, Lázaro de Tormes, que no es un pícaro, en principio, sino un niño que crece ―como todo el mundo, dicho sea de paso― rodeado de pícaros, y que cita, desde su analfabetismo supino, nada menos que a Tulio y a Plinio el Joven, es erasmista. El hambre que pasa es hambre erasmista, la experiencia que adquiere es experiencia erasmista y, por supuesto, los cuernos que ostenta al final de su vida, como no podía ser de otro modo, en una obra tan roterodamense, son cuernos erasmistas. Y todos contentos: Lázaro, el Arcipreste, su inconsútil esposa y sus lectores más académicos. Porque, tal como nos exigen jurar los erasmistas, Lázaro es erasmista, pero Spinoza no es cervantista. Ni la literatura racionalista de Cervantes es preludio del ateísmo y del materialismo de Spinoza. Tal es la clarividencia del Hispanismo contemporáneo: una caja de resonancia de cuanto los extranjeros escriben sobre nosotros.

No sólo el Hispanismo del siglo XX ha impuesto la idea de que Lázaro y su epístola son erasmistas, sino que todo cuando este personaje hace y hace saber es erasmismo puro. Porque, a lo que parece, nacer inocente, pero hacerse un pícaro, crecer como un antihéroe y vivir como un parásito, consentir plácidamente cuernos y deshonra, conformarse con no ser más de lo imprescindible, quejarse con razón o sin ella, y degenerar hasta el inconformismo más incompatible con la dignidad personal, además de renunciar, desde una impotencia explícita, a superar el determinismo de un origen vil y de una vida envilecedora, todo esto, bien contado, como corresponde a un cínico profesional y a un pícaro papandujo, ha de infundir incluso piedad, y ha de interpretarse, también, como erasmismo. En la exhibición de la vileza está la virtud. Nada más democrático, contemporáneo y posmoderno. La culpa ―lo sabemos desde los célebres programas televisivos de aquella tal Mercedes Milá― la tiene la sociedad. La solución, la tiene Erasmo. Y los erasmistas. Los malos hemos sido siempre los demás. El pícaro es la víctima (del sistema, malvado y opresor, por supuesto).

Sea como fuere, en esta autobiografía ficticia ―e idealizada fraudulentamente desde su propio relato y desde su más personal interpretación― se objetiva, en la literatura española aurisecular, la primera novela de autoformación o aprendizaje ―que los alemanes llamaron, siglos después, Bildungsroman―, de la Historia de la Literatura, bajo el sello de la picaresca y del hispanismo crítico. Su autor fue más prudente que vanidoso, y mucho menos erasmista que sus más sesudos intérpretes y dogmáticos lectores académicos. Lazarillo de Tormes es una obra superior e irreductible al erasmismo.

Epístola cínica, dirigida a un ignoto «Vuestra Merced», la novelita es una astuta autobiografía, tan delusoria como atractiva, saturada de literatura sapiencial y contenido gnómico, amalgama de ensayo y parénesis. Está en la genealogía del Quijote, y tiene como antecedente, al igual que la novela mayor de Cervantes, la anónima Vida de Esopo, obra clave de la literatura cínica, parenética y también prepicaresca.

Hay, además, en el Lazarillo de Tormes, un realismo que no se corresponde con la realidad. En muchos casos, es un realismo imaginario: ni el más ingenuo lector puede confiar en la realidad de una llave sibilante que se esconde en la boca del protagonista, y que delata su pericia para saquear el arca panera del clérigo de Maqueda; ni la pericia de un buldero que es mejor cómico y farsante que vendedor de bulas; nadie se cree en absoluto la ingenuidad del protagonista que teme la llegada del cadáver a la casa del escudero: «¡A la casa triste y desdichada, a la casa lóbrega y oscura, a la casa donde nunca comen ni beben!». Es un realismo no operatorio, es decir, un realismo imposible. Pero convincente, porque la literatura todo lo torna verosímil. Porque a los lectores literarios les encanta, desde siempre, legitimar el atractivo de lo imposible, dado, sobre todo, en el contexto de la vida cotidiana. 

Y ésta es, entre otras muchas, la gran originalidad del Lazarillo de Tormes: la inserción de lo extraordinario, con todos sus atractivos, en las miserias de la vida ordinaria como contenido dominante, determinante y también seductor. Es la relación pervertidamente ideal que el escritor anónimo establece entre términos degradadamente reales. Lázaro habla como un sabio ―cínico y modesto―, cuando es en realidad un truhanesco bellaco y un sofisticado rufián. Porque estamos ante una literatura que no ha puesto jamás el lenguaje en el lodazal de quien lo habla. Aquí no se cumple con el decoro por la sencilla razón de que todo es decoro y nada lo es. Lázaro habla como un noble que sabe comportase como un sabio, cuando ―insisto― en realidad es un ladino gallofero. Sólo con la literatura del siglo XX el personaje narrativo degenera lingüísticamente hasta la vulgaridad más explícita. En el lenguaje degradado, el arte ya no se sostiene. Lo que salvaguarda a la mayor parte de los personajes de la literatura anterior al mundo contemporáneo es la poética de sus palabras y la forma correctísima y sapiencial de su lenguaje. De hecho, el periodismo actual no es más que pseudoliteratura de mercado común expresada en un lenguaje ordinario, vulgar e irrelevante.

Toda picaresca guarda además una estrecha relación con una idea de libertad destinada muy en particular a evitar el trabajo y el sobreesfuerzo, a traicionar la solidaridad humana y a desarrollar una relación sofisticadamente fraudulenta con el prójimo. Evitar el trabajo es la más rotunda negación de la solidaridad humana. La picaresca, desde luego, es una forma cínica y lúcida de parasitismo, que cuenta, también, con el beneplácito de la tradición literaria y con la simpatía ―desde Ulises―, que despiertan y estimulan tanto la mentira como el éxito que con el embuste se granjea el tramposo. La picaresca corteja siempre ―evitando el trabajo― la riqueza ajena. A la que mira, sin pausa, con ojos de alinde.

La literatura picaresca nace en España, no sólo porque países como Alemania e Italia no existían en el siglo XVI ―de hecho no se constituyen como Estados hasta finales del siglo XIX, cuando logran superar el feudalismo bajo el que vivían históricamente lastrados―, sino porque tampoco naciones como Francia o Inglaterra tenían capacidad literaria para expresar un conflicto tan complejo y profundo como el que escenifica social y políticamente la vida del pícaro. La España del siglo XVI dispone de una libertad y de un racionalismo que otras sociedades políticas entonces contemporáneas, rudamente feudalizadas, como ocurría sobre todo en la Europa septentrional, y sobre todo en Sajonia, estaban muy lejos de alcanzar. Inglaterra prefirió la piratería a la picaresca, desde la talasocracia hasta el internet contemporáneo y posmoderno. Pese a todo, la historiografía protestante ha impuesto una propaganda contraria, en la que han creído y siguen creyendo muchos hispanistas, seducidos por las presuntas virtudes erasmistas, luteranas y calvinistas. Virtudes propias de quienes viven en un mundo de palabras, de espaldas a las realidades de la guerra y de la política, y amancebados con el comercio entre feudos ―que no entre Estados―, las Humanidades intervenidas por parásitos y lagoteros moralistas ―que no por críticos valientes ni originales―, y la camaleónica Iglesia cristiana ―tanto la reformada como la contrarreformada―. Esto es el erasmismo: la matriz de la posmodernidad. Erasmo, Montaigne, Rousseau, Habermas... Bien predica quien bien vive.

Hoy en día, Erasmo es un autor más conocido por la importancia y el poder de la literatura española que por su propia obra. Nadie lee a Erasmo, pero la literatura española sí se lee. Erasmo, como sus intérpretes, es un parásito del Hispanismo. Y lo es gracias sobre todo a los hispanistas del siglo XX, más erasmistas que Erasmo ―más papistas que el papa, como todo buen discípulo pésimo―, quienes han convertido la obra de este comodín del Humanismo europeísta en punto de encuentro, carta de presentación personal y trofeo curricular de casi todas sus investigaciones académicas sobre España: con el paradójico fin de desespañolizarla para disolverla en una Europa ideal, pisaverde y cursi. Tal parece que no se puede hablar de la literatura española del Siglo de Oro sin erasmizarla ―o europeizarla― de principio a fin. 

La literatura española no está erasmizada, ¿quién la erasmizará...? El erasmista que la erasmice buen erasmizador será. Bajo este imperativo, tan grotesco y gomoso, se nos ha impuesto, desde el siglo XX, la lectura e interpretación de una obra como el Lazarillo de Tormes. Y de varias más. Hasta tal punto esto ha sido así, que podríamos decir incluso que Erasmo sobrevive hoy gracias a la Literatura Española, y a los hispanistas erasmizados, «chusma de gozques, negra, roja y blanca», que diría Lope de Vega en uno de sus más reveladores sonetos. Sorprende, pues, cómo estos hispanistas, cegados por el erasmismo, no son capaces de ver la originalidad superlativa de una literatura única, la literatura española, con una genealogía más que propia y singular. Movidos por la inercia europeísta que arranca, desde el siglo XVIII, con la Ilustración afrancesada y el idealismo germanizante, tratan de eclipsar de forma anacrónica y extemporánea la originalidad de la literatura española del primer Siglo de Oro. Educados para no ser originales, ni para comprender la singular genialidad del Hispanismo, no son capaces de ver la originalidad de quienes vivieron, pensaron y actuaron para no ser jamás imitadores, sino modelo, de las potencias extranjeras al Hispanismo.

Erasmo ha influido más en los hispanistas del siglo XX que en los autores y literatos españoles de los Siglos de Oro. Y esto es algo que debería avergonzar a la mayor parte de estos presuntos hispanistas. En realidad, no habría que llamarles hispanistas, sino lo que son: erasmistas ellos mismos, erasmizadores de una España idealizada e imposible. Neoerasmistas extemporáneos del Hispanismo. Los europeizadores anacrónicos de la España del Siglo de Oro.

Baste un ejemplo. ¿Hablamos de naturalismo y literatura antes de Emilio Zola? Hablemos, entonces, del Lazarillo de Tormes. El naturalismo de la literatura española está en el episodio de la longaniza y el ciego, tan goyesco, caricaturesco y valleinclanesco en su esperpento. El determinismo de la desdicha eviterna y de la desventura permanente es otro rastro naturalista, que la Francia de la segunda mitad del XIX cree descubrir en un Mediterráneo europeo que era español desde, por lo menos, el siglo XVI. Más rasgos de este tipo: la imposibilidad de mejorar estamentalmente, y la reiteración de la deshonra familiar, transmitida de generación en generación. El maltrato físico infantil, hasta los extremos más silenciados y reticentes de la pederastia, así como la explotación laboral en la extrema miseria de la puericia humana. Ir a buscar, desde España, como una ingenua novedad, el naturalismo en la literatura francesa del XIX es como ir a buscar la libertad a París, y encontrarse con la guillotina en la plaza de la Revolución, hoy llamada de la Concordia, no se sabe si por vergüenza, palinodia o cinismo fruto de la más gala impotencia. Es como ir a buscar la libertad en el pensamiento protestante y desembocar en las puertas de Auschwitz. Europa ―como la democracia posmoderna― es una trampa para el que no sabe lo que es la libertad. La verdadera libertad es meridional, mediterránea, helena, latina y, por supuesto, hispánica. Aunque la propaganda contraria la haya monopolizado históricamente el protestantismo más aberrante.

Se habla de Lázaro de Tormes como alguien corrompido por malos maestros. ¿Sólo Lázaro de Tormes? No quiero competir con Rousseau, pero todos nosotros hemos sido corrompidos por pésimos maestros y profesores. Porque, salvo excepciones, no hemos tenido otra cosa. Decidme que no: ¿cuántos maestros buenos habéis tenido en vuestra infancia? ¿Acaso la educación que hemos recibido en la primera década de nuestra vida se corresponde con la realidad a la que hubimos de enfrentarnos en la década siguiente, y así sucesivamente, década tras década? ¿Acaso aceptamos que nos eduquen para obedecer? ¿Acaso la educación no consiste precisamente en desarrollar una estrategia personal y propia para sustraerse a los imperativos y exigencias de esa educación que se nos impone sin que la hayamos elegido y que pretende domeñarnos sin que la hayamos suscrito jamás? ¿Acaso no recibimos siempre una educación que está muy por debajo de la realidad a la que, superados los años de formación, hemos de hacer frente? ¿Desde cuándo hemos tenido maestros virtuosos y profesores perfectos? ¿En qué mundo han estudiado y viven los intérpretes del Lazarillo de Tormes? Si has permitido que te eduquen para obedecer, debes saber algo importante: nunca jamás serás original, ni harás ni dirás nada valioso por ti mismo. Un discípulo es siempre un Kitsch de su maestro. Un intérprete es la negación de todo discipulado. Y de todo magisterio.

Su madre, la penosa madre de Lázaro, le despide con el imperativo que, sólo siglos después de un uso más que universal, explicitado de forma patente en esta primigenia novela española de autoformación, el perilustre Kant de la Ilustración prealemana descubre cual Mediterráneo protestante: «¡Válete por ti!». Mucho antes de que los ilustrados europeístas formularan el sapere aude, la analfabeta y amancebada madre de Lázaro de Tormes ya conocía esta filosofía, y usaba de ella para con los suyos.

No por casualidad, la relación de Lázaro con el anónimo escudero nos remite, de forma nuevamente ridícula, a las élites cortesanas y a los funcionarios áulicos. Nótese que ninguno de los amos de Lazarillo tiene nombre propio. Todos son prototipos sociales: el ciego, el clérigo, el escudero, el fraile de la Merced, el buldero, el capellán, el alguacil, el arcipreste... El escudero es una suerte de brújula que apunta a las vanidades y pretensiones, frustradas, de cuantos tratan de medrar en los ambientes cortesanos y políticos. Este personaje es el mayor parásito de la obra. Un vago de diseño y un cobarde de marca. Un pretencioso haragán y un inútil redomado. Su moral es la del cínico servil y miserable. La del funcionario envilecido en el ejercicio de su lagotería. Con todo, engreído y fracasado, es el modelo de las élites del Estado, al codificar en su discurso y pensamiento ―léase la confesión ante Lázaro― el oportunismo y el pancismo que caracterizarán, sobre todo, a los funcionarios áulicos de la dinastía borbónica, con la irrupción en el siglo XVIII del primero de ellos, el afrancesado Borbón Felipe V. Será también el modelo que imitará el propio Lázaro al final de su epístola vital, hecho pregonero ―y cornudo― en Toledo, «en la cumbre de toda buena fortuna».

Que Lázaro no es una persona ambiciosa resulta evidente. Lucha por lo mínimo: «Mi boca era medida», confiesa. Esto no significa solamente que él sea hombre prudente: significa ante todo que es una criatura conformista. No se esforzará ni un ápice más allá de lo imprescindible. Es hombre de mínimos, en el que no caben, ni en sueños, mayores aspiraciones. Esta limitación suele presentarse con frecuencia bendecida y bienaventurada por el ascetismo del Humanismo filológico y de las filosofías cristianas de todos los tiempos. De nuevo, Erasmo. De nuevo, el siniestro pacto entre la Cruz y la Pluma, el contubernio lagotero entre los Humanistas y los hombres de Iglesia. El pacto de los parásitos, el concierto de los mogrollos. Sólo desde el cinismo ―y en consecuencia también desde el erasmismo, lógicamente― se puede hacer de la necesidad virtud. Y del parasitismo refinado una forma eviterna de vida.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada



⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



⸙ Glosario 



⸙ Antología de textos literarios

Lazarillo de Tormes:
entre las 30 obras más importantes de la literatura universal




El coloquio de los perros de Cervantes:
desmitificación crítica de todos los idealismos




El Quijote y la novela picaresca:
del Bildungsroman a la novela epistolar y la autobiografía




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Crítica de la razón literaria Jesús G. Maestro