VI, 15.16 - El burlador de Sevilla y convidado de piedra (1619), atribuida a Tirso de Molina. La literatura es incompatible con la inocencia humana

  

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





El burlador de Sevilla y convidado de piedra (1619),  atribuida a Tirso de Molina.


La literatura es incompatible  con la inocencia humana



Referencia 
VI, 15.16


Don Juan y la estatua del comendador

Don Juan carece de límites: tú, no. Don Juan es un superhombre al lado de cualquiera de sus lectores o espectadores contemporáneos. Ese mito del superhombre era ya una realidad nostálgica que Nietzsche sólo podía encontrar invocando la España de los Siglos de Oro. Para bien o para mal. Con el Barroco no muere Dios, un Dios que realmente nunca existió, sino en la mente de los creyentes: con el fin del Barroco muere la realidad, negada por la «razón ilustrada». Porque lo que vino después, de la mano de esa Ilustración europea y europeísta, fue sólo un espejismo, un idealismo patológico y enfermizo en el que seguimos habitando cada día más depauperadamente. Hoy, los «superhombres» de nuestro siglo XXI pasean perritos por las calles y recogen, tiernas y aún calientes, sus heces recién hechas. Estos son los héroes ―callejeros y nacionales― de nuestro tiempo y nuestras occidentales democracias. Nada que ver, pues, con el Siglo de Oro.


Volvamos, no obstante, a nuestro «héroe», hoy luzbelino, siempre luzbelino, como en su origen mismo, en las páginas del teatro de Tirso, en una obra atribuida, El burlador de Sevilla o convidado de piedra, un «héroe» que, al igual que la literatura, es totalmente incompatible con la inocencia humana. Un «héroe» ―siempre entre comillas― único por su maldad y por completo deplorable. Su presumido «heroísmo» es la más explícita expresión de necedad y bajeza humanas. Es, en realidad, un antihéroe absoluto. Un completo miserable: él y cuantos lo han hecho ―y siguen haciendo― un personaje vivo y posible.


Tampoco debe sorprendernos que don Juan sea el único traidor al que el Romanticismo ha indultado sin escrúpulos. Porque el burlador de Sevilla es ante todo un traidor, cuya capacidad de seducción va más allá de las mujeres literarias de esta obra atribuida a Tirso de Molina. Don Juan seduce a todos sus jueces, y su traición no es política. No está en el terreno de Judas, Casio o Bruto. Su traición, como su seducción, está en todas partes. Y en todas las épocas. No hay más que mirar al siglo XXI y observar el contenido de las redes sociales, informativos y juzgados, así como de la prensa y de las leyes relativas a todo tipo de violencias humanas. En particular, las violencias de apelación sexual.


Don Juan no ha muerto. Se ha transformado. Ha cambiado de objetivo, sin renunciar al primero y genuino, y más determinante de todos: la patología narcisista del macho engreído, preservado ―incluso contra el patriarcado― por un sistema político corrupto, al que divierte la instrumentalización sexual de la mujer en beneficio propio y exclusivo, burlesco y gratuito. Sin renunciar a la seducción de cada mujer, y al vituperio explícito de cada hombre, hoy tiene como propósito burlarse del Estado. Ha subrogado mujer por electorado, amor por política, sexo por pólis. Hoy don Juan es el último emperador de la democracia, es decir, un narcisista de Estado. Hoy don Juan ya no seduce a las mujeres: seduce a los tontos, cuyo número, por cierto, siempre ha sido infinito. En democracia, por ejemplo, la mitad de la población considera estulta y necia a la otra mitad, precisamente por votar a la opción política contraria. Como la consideración de estulticia es mutua, nunca se sabe en realidad quién tiene razón. Acaso ambas partes.


La literatura fue lo único que se opuso a don Juan. Y el todopoderoso Dios ―y su justicia metafísica y teológica―, necesitó, según Tirso, a la literatura, una vez más, para hacerse visible y efectivo. Como siempre, a los dioses les basta una pequeña, pero decisiva, suerte de ficción para hacerse presentes. Los dioses existen gracias a las más suculentas e intimidatorias ficciones humanas. Hablamos de ficciones literarias, por supuesto, no de escrituras sagradas. Concretamente, hablamos de literatura española, es decir, de letras profanas y únicas. Decisivas. Porque la literatura española fue la única que lo identificó y retrató con todas sus consecuencias, peligros y perversiones. El resto de artes y literaturas imitaron el logro atribuido a Tirso, prácticamente hasta el Don Giovanni de Mozart. Más allá de la ópera del austríaco, el mito de don Juan degenera sin gracia, salvo algunas excepciones, entre las que cabe mencionar el Don Juan (1963) de Gonzalo Torrente Ballester.Fuera del arte y la literatura, en particular desde la política y la ideología, salvo individuos irrelevantes, todos han consentido las trampas, engaños y burlas de don Juan. Jamás le han faltado cómplices y colaboradores, e inocentes y maliciosos a los que hacer sangre y trizas. Sus aliados ―y entre sus principales aliados han de constar todos sus espectadores y muchos de sus críticos literarios― se han divertido con sus maldades y arterías, y las han celebrado con gracia y fruición. Las han apoyado, apadrinado e incluso patrocinado. Todos excepto la institución más paradójica: el patriarcado. Don Juan es el hijo bastardo de patriarcado. Sin duda el mayor y más aborrecido de todos ellos.


Uno de los grandes personajes que pone coto a don Juan es Pedro Crespo. Don Juan sobrevive porque, en el Antiguo Régimen, los traidores al patriarcado lo protegen y preservan. Todo en la obra de Tirso es preservación del Tenorio. Ante el patriarcado. Porque si el patriarcado atrapa a don Juan, su fin es el garrote vil. Como ocurre en El alcalde de Zalamea. Pero don Juan no sólo representa la burla y el desprecio a la mujer ―a la mujer valiosa, noble, sin duda virtuosa, aunque indiscreta o imprudente, en algún momento, pues los tenorios no se ocupan sólo con rameras―, sino que es y representa ante todo la transgresión del patriarcado y la traición de quienes deberían preservar sus imperativos. Un patriarcado sin duda incompatible con las democracias actuales, y con el capitalismo global y de Estado ―su enemigo letal, que otorga y exige a la mujer una independencia laboral y económica inconcebible entre los patriarcas―, tanto o más que con la figura luzbelina y fugitiva del donjuán.


Hoy las cosas han cambiado mucho. Hoy no hay donjuanes. Hoy hay políticos. Hoy don Juan es la democracia y sus políticos. Y la seducción y burla del pueblo votante es la violación más divertida. E impune. No es una alegoría: es la realidad.


La razón es un sentido crítico que permite al ser humano instalarse en el mundo y sobrevivir en él. No es fácil perderla, pero sí es muy común no saber usarla y manejarla mal, y extraviarse, con ella o contra ella, por los más siniestros caminos. Ser irracional no es tan sencillo como parece, pero valerse o disponer equivocadamente de la razón es muy habitual. Es lo que hemos denominado el uso patológico de la razón. Los tarados razonan, pero mal. Muy mal. Pero razonan. Los psicópatas razonan: pero contra el racionalismo de los demás. Y suelen ser mucho más fuertes que los demás, aunque estos, los demás, sean más racionales en muchos aspectos, y menos prácticos en casi todos. No basta la razón teórica: es necesaria la razón práctica. Quien sufre a un psicópata acaba por adaptarse a sus exigencias, en lugar de domeñarlo o enviarlo al cubo de la basura. O a la cárcel. El caso de don Juan es paradigmático. Su destino es de hecho la pena capital, porque su supervivencia es incompatible con el racionalismo de una sociedad humana que pretenda preservarse como tal y sobrevivirse a sí misma. Este drama explica muchísimos de los problemas de nuestro mundo actual, que son, esencialmente, los mismos que los de cualquier otra época, pero interpretados hoy desde la cursilería e impotencia emocionales propias de la posmodernidad.


Cada día estoy más convencido de que los códigos esenciales de la vida humana están analizados en el Barroco español como nunca antes ni después lo han estado. La tradición literaria grecolatina es una incubadora del pensamiento Barroco hispano. La Ilustración, por su parte, si antaño fue el espejismo de la anglosfera, hogaño es el comodín académico de los ignorantes, que repiten como un mantra consignado el epíteto vacuo de la «razón ilustrada», una expresión tan inocua como la de «inteligencia emocional» o «ignorancia emocional», es decir, la nada y lo mismo. Una tontería.


Téngase en cuenta que lo primero que hizo la Ilustración anglogermana y afrancesada fue cargarse la literatura. La suya y la de los demás. Destruir la suya propia no fue algo difícil, hemos de reconocerlo. No obstante, cada 23 de abril, aprovechando que se cumple el aniversario de la eternidad de Cervantes, nos sacan a Shakespeare en procesión. Shakespeare, el mejor amigo de los fantasmas. Sin embargo, como decía, la Ilustración, aunque arruina por sí sola la interpretación de sus propias literaturas, e intenta también la ruina de las demás, no pudo abatir la literatura española, ni mucho menos el Siglo de Oro. Antes al contrario, el resultado fue admirativo. Una sublimación que, pese a todo su cacareado racionalismo, Alemania nunca supo explicar más allá de epifonemas y exclamaciones místicas derramadas en páginas y páginas de Goethe, Schiller y los fraternales Schlegel. Todos ellos figuras multiuso para citas varias de alto valor emocional, sobre todo cuando no se sabe qué decir. Es lo que la Ilustración debe al Romanticismo, su resonancia verborreica, su eufonía académica de trovas vacuas, tras la que se eclipsa un vacío literario sin precedentes.


Con todo, no hay exigencias filosóficas capaces de hacer enmudecer a la literatura. Como tampoco hay interdicción religiosa, ni política, que la acalle o intimide. Por eso mismo tampoco hay nada más irónico y ridículo que esos escritores y profesores de literatura, que, movidos no sé muy bien por qué tipo de inercia o de ignorancia, reclaman una vuelta a la «razón ilustrada». No sé si es un ritual intelectual que practican quienes, bajo la ansiedad del narcisismo filosófico o académico, buscan hacerse visibles a través de cualquier forma de publicidad. Pero lo que sí sé es que tal declaración es una absurdidad completa. Hablar de «razón ilustrada» es galvanizar un oxímoron, en cuyo germen habita el exterminio mismo de la literatura. El racionalismo ilustrado es incompatible con el racionalismo literario. Es un pseudorracionalismo filosófico que, idealista y narcisista, como el de Platón, y tantos otros, expulsa a la literatura del Estado. Y subsume al ser humano en un tercer mundo semántico, utópico y marfuz. La literatura es incompatible con la «razón ilustrada». El racionalismo de la literatura no cabe ni en el idealismo de los filósofos ni en el autoengaño de cortesanos, académicos y demás familia.


Nuestra sociedad actual, en lugar de enfrentarse al don Juan, lo glorifica. Y lo exalta heroicamente, por temor. Y por ignorancia. La nuestra es una sociedad de cobardes. Y de incautos engreídos. El Siglo de Oro era mucho más valiente y capaz ―y sin duda mucho más inteligente, pese a sus posibles ignorancias― para enfrentarse a cualquier adversario. El Siglo de Oro fue capaz de todo. Lo que sucedió después fue el resultado de un antiheroísmo creciente y desbordado. Una caricatura degradada. Un esperpento. Eso es la anglosfera y su posmodernidad pseudoilustrada, que la ignorancia del hispanismo actual ha asumido como propia, aun cuando todo lo que nos hizo posibles históricamente es incompatible con nuestro presente absurdo, abúlico y nihilista.


Esta obra de Tirso, El burlador de Sevilla, es para la mujer imprudente ―y para el hombre incauto― un manual de información y parénesis de primera categoría. Muy anterior a la invención de la psicología y la psiquiatría, retrata al más letal de los psicópatas: el narcisista luzbelino. No me refiero, sólo y sin más, al narcisista maligno. Este prototipo, identificado por la literatura española del siglo XVII, y entonces aún no descubierto por la sabia psiquiatría, es don Juan. Nunca se nos ha explicado así esta obra de Tirso. De don Juan se ha dicho todo y de todo, y, sinceramente, quienes menos han dicho han sido los filólogos, que han comentado impresiones derivadas de ideologías y filvanes propios de cada época, rebojos que las ciencias han dejado a su paso.


El burlador de Sevilla es un manual de supervivencia frente a hombres perversos que, por placer propio y gratuito, engañan impunemente a todo ser humano con el que se encuentran. Y lo hacen en un mundo en el que, no por casualidad, sino por infraestructura política, religiosa y económica, son el centro del universo. Don Juan es un tirano. Modélico. No hay déspota ni dictador que no sea un donjuán ante su pueblo. El fin de la democracia no está en los populismos descontrolados, sino en un donjuán que los monopoliza a todos bajo su propio capricho y al servicio de su propia alienación narcisista.


El que se pone a servir 
voluntad no ha de tener,
y todo ha de ser hacer,
y nada ha de ser decir (II, 1356-1359). 
 

 

El pueblo, sofisticadamente seducido, siempre interpreta en términos de placer lo que no es sino una cruda y permanente violación. Quien confunde la tortura con el orgasmo ha dejado de ser un ser humano. Quien confunde a sus verdugos políticos con sus mandatarios electos ha dejado de ser un demócrata. Pero no lo sabe. Ni admite que se lo adviertan, del mismo modo que las víctimas de don Juan jamás creen a quien las previene de las intenciones de tan singular burlador. La seducción es más poderosa que el peligro. Y el ser humano se engaña a sí mismo haciéndose creer que nada le ocurrirá, cuando lo cierto es que don Juan representa la crónica de una ruina anunciada para cuantos se relacionan con él, lo admiran y le sirven de alimento narcisista.


La edición de esta obra tiene lugar en 1630. Se han propuesto los años de 1619 y 1620 como posibles fechas de su redacción. Con todo, antes de 1625 se escribió sin duda, pues en ese año la compañía teatral de Pedro Osorio la representa en Nápoles, y cabe suponer que con anterioridad se escenificó en los tablados españoles.


Hay un dato importante que no es posible soslayar en esta obra: su doble naturaleza temática. Hay una burla y desprecio contra los vivos y también contra los muertos. La última es particularmente cruda, intimidatoria y desafiante. Es la que rebasa la paciencia de Dios, por así decirlo, según las exigencias teológicas de un Tirso de Molina. Hay leves antecedentes del tema o motivo de la falta de respeto a un difunto y de la condenación por blasfemia y sacrilegio: El infamador, de Juan de la Cueva; Dineros son calidad, de Lope de Vega, donde un personaje reta y ataca a una estatua; El marqués de las Navas, del mismo Lope, en que un muerto habla y protagoniza en cierto modo una idolopeya; El negro de mejor amo, de Mira de Amescua, donde también se escenifica un diálogo entre una estatua y un personaje; El hércules de Ocaña, de Vélez de Guevara, en que un difunto armado con espada se enfrenta a un personaje que le ha invitado a comer... Las obras teatrales que son herederas directas de la pieza atribuida a Tirso, desde el punto de vista del motivo del burlador, resultan innumerables: No hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague y convidado de piedra (c. 1714), de Antonio de Zamora; La venganza en el sepulcro de Alonso de Córdoba y Maldonado, inédita hasta la segunda mitad del siglo XVII; Dom Juan ou le Festin de Pierre (1665), de Molière; Don Giovanni Tenorio o sia Il dissoluto (1735), de Carlo Goldoni; Don Giovanni (1787), de Mozart, con libreto de Lorenzo Da Ponte; el romántico y melodramático Don Juan Tenorio (1844), de José Zorrilla... Y tantos más.


El desarrollo estructural y el intertexto literario han provocado que la génesis del personaje de don Juan, específicamente el de Tirso, se disuelva en un mito intervenido por la Literatura Comparada, la psiquiatría y la sociología, entre otras ciencias y saberes que identifican en este personaje un punto de encuentro interdisciplinar.


Las características de don Juan como personaje literario original de Tirso son copiosas. Con todo, si hubiéramos de enumerarlas sintéticamente, lo haríamos en las 10 siguientes propiedades. Téngase en cuenta que don Juan puede ser, y de hecho es, un complejo sistema de comportamientos humanos patológicos y nocivos. Es superior e irreductible a cualquier etiqueta semántica. Señalamos a continuación los rasgos genuinamente tirsianos, que están en el origen de desarrollos y transformaciones posteriores.


 

1. Depredador sexual de mujeres.  

 

2. Burlador, garitero y desacreditador de la honra de mujeres. 

 

3. Traidor a los hombres, embustero y falso[1]. 

 

4. Inmoral social, político y religioso. 

 

5. Sujeto de la tríada de autosatisfacción luzbelina: narcisismo patológico, seducción destructiva y malignidad moral, política y social. 

 

6. Delincuente impune que actúa bajo el amparo de un sistema político ―que no teológico― corrupto, del que él mismo forma parte esencial, como miembro libertino de la nobleza. Es enemigo del patriarcado, no producto de él. 

 

7. Excelente actor y fingidor de virtudes de las que carece por completo. 

 

8. Personaje nihilista: no cree en nada ni en nadie. Es insensible a Dios. 

 

9. No es valiente, sino imprudente y temerario: no controla el miedo, porque carece totalmente del sentido del miedo. En consecuencia, no actúa con valentía, sino sin consciencia de la realidad y de sus consecuencias. Valiente es quien, conociendo el miedo y la gravedad de la realidad a la que se enfrenta, lo vence, y no se retira como cobarde. No puede ser valiente quien no percibe la realidad o carece de consciencia de peligro. 

 

10. No es rebelde, es parásito. No lucha contra nada, sino que se alimenta de logros, identidades y libertades ajenas. Logros que deshonra, identidades que usurpa y libertades que viola y transgrede sin límites ni sentimientos. 

 


Hasta aquí, el genoma literario que me permito advertir en el don Juan de Tirso. Sin duda, podrán apreciarse más detalles según métodos y perspectivas. La lista de sus «virtudes» no está cerrada.


Y pese a su currículum, o acaso por eso mismo, es un personaje «blanqueado» por el idealismo romántico, que vistió de rebeldía su parasitismo, de valentía su temeridad, de astucia su imprudencia y de audacia su absoluta falta de vergüenza, pudor y racionalismo cívico. Don Juan es un inconsciente nato. Indiferente e insensible a todo, menos a su propio narcisismo lúcido y luciferino, que tanto admiró el Romanticismo.


Don Juan es una criatura incompatible con el bien común de cualquier sociedad humana organizada políticamente. El hecho de que el idealismo romántico haya puesto en los altares de la admiración histórica y estética a figuras de este calibre es para hacérselo mirar.


Y no olvidemos un hecho clave: el referente teológico es esencial e indisociable de esta obra, aunque hoy resulte imperceptible o eclipsado. Don Juan es un sacrílego, un blasfemo y un nihilista ante Dios y su Justicia, su nombre ―que siempre usa en vano― y la totalidad de sus mosaicos Mandamientos ―que incumple de forma sistemática―.


La crítica literaria ha tratado muy bien a don Juan. Con hastiosa frecuencia, ha sido cómplice de este personaje. Por lo que se refiere a la literatura, a don Juan le han prestado más atención los hombres que las mujeres, hombres a los que parece haber seducido eruditamente, con desenlaces muy diversos, y con frecuencia también más retóricos y perifrásticos ―demasiado admirativos a mi juicio― que inteligentes y críticos. Da la impresión de que la mayor parte de los hombres que lo han examinado, desde el ejercicio de la crítica literaria, lo admiran o incluso envidian, cuando en realidad deberían repudiarlo, pues se trata de un personaje absolutamente repugnante y miserable. De un modo u otro, deberían haberlo examinado con una objetividad literaria de la que comúnmente han carecido.


El don Juan de Tirso, germen que codifica genuinamente el mito, es una advertencia clara y directa contra mujeres y hombres que confían en las apariencias, y pierden de vista la realidad, apariencias bajo las cuales se desarrolla la autosatisfacción luzbelina de determinados prototipos humanos, que nos acompañan en la vida cotidiana, el trabajo, las relaciones personales, sociales y políticas. Se trata de gentes que ordenan y manipulan nuestras vidas, y ante ellas resulta muy difícil objetivar el acoso, la agresión y la destrucción lenta y medida, que sobre nosotros ejecutan de modo tan sofisticado como políticamente correcto y poderoso. Se amparan en la moral pública, en la religión vigente, en el gran código de lo políticamente asentado en cada época. Disponen de gentes serviles que los cuidan, adoran y protegen, movilizan palmeros y turiferarios, y oponerse a ellos implica jugarse la vida y convertirse en pasto de su alimento y combustible patológicos. Enfrentarse a ellos es satisfacerlos y nutrirlos.


Hay que ser muy inteligente, muy fuerte y muy constante para desafiar a un don Juan, vencerlo y delatarlo como tal. Y que te hagan caso. Don Juan puede seducir a tus propios aliados con más fuerza que tú. Lo hemos dicho: don Juan no tiene límites. Tú, sí.


Don Juan desprecia a las mujeres: su satisfacción, patológica, no reside tanto en gozarlas físicamente, cuanto en disfrutar, a posteriori, de la vileza a la que las somete pública o privadamente. Sus propias palabras no nos permiten mentir:


 

Sevilla a voces me llama
    el Burlador, y el mayor
gusto que en mí puede haber
es burlar a una mujer
y dejalla sin honor (II, 1307-1311). 
 

 

Don Juan hiere a los débiles y difama a los fuertes. Lesiona a todos. Suplanta a quienes valen más que él y se sirve de su imagen, nombre o persona ―que usurpa impunemente― para alcanzar logros y objetivos que por sí mismo no podría obtener jamás. Don Juan surge en cualquier lugar y momento, bajo cualquier sistema político, ideológico o religioso. No hace ascos a nada. No es fruto de patriarcado, sino criatura licenciosa que se sustrae a toda norma patriarcal. Don Juan cuenta con la licencia de poderosos que traicionan los principios del patriarcado para atentar contra mujeres y hombres de forma inulta. Pedro Crespo, en El alcalde de Zalamea, no se lo permite, y, cumpliendo las exigencias del patriarcado, como humilde alcalde de pueblo, agarrota a un don Juan que ha engañado y violado a su hija. Pedro Crespo, con los imperativos y exigencias del patriarcado en la mano, es uno de los antídotos de don Juan. Frente a este alcalde de aldea, está todo el poder del mundo que ampara a un miserable como don Juan, avalado hoy por el idealismo romántico del que se alimentan la posmodernidad, las redes sociales y la ansiedad insatisfecha de adolescentes masculinos y femeninos de más de 30 y 40 años. A las personas emocionalmente débiles, necesitadas de atención y protagonismo, les encanta que cualquiera las seduzca, engañe o garitee, sin parar mientes en quién es don Juan, y sin dar en el bajío de las consecuencias letales a las que conduce una relación con semejante prototipo humano. Quien adolece de un ego necesitado de emociones, acepta incluso el elogio de sus más estúpidos colegas. Quien carece de afecto, ansía hasta la zalamería envenenada de cualquier avechucho desconocido, cual Troya acoge el caballo de Ulises.


No obstante, hay algo decisivo que no podemos olvidar: al margen de toda esta retórica que puede verterse sobre él, don Juan es un ser vivo. Es un comportamiento que va mucho más allá de lo que es y fue este personaje literario diseñado por Tirso de Molina. Y no hay mujer ni hombre que lo largo de su vida no tenga, quiéralo o no, varias citas con un burlador y narcisista de esta naturaleza.


Don Juan es un antihéroe al que los tiempos contemporáneos y posmodernos ven como un héroe. No sé qué resulta más despreciable en este itinerario, si la exaltación que la democracia hace la delincuencia, marco de referencia fundamental, heredado del Romanticismo, o la miopía donjuanesca de sobrevalorados críticos literarios, hoy en franca decadencia. Ha tenido que llegar alguien de mi generación, como Héctor Brioso Santos, para que podamos leer esto:

 


Es difícil de creer lo que Américo Castro y otros han escrito acerca de la grandeza esencial, luciferina, de las rebeldías de don Juan. Frente a estas supuestas virtudes (modernas, en todo caso), don Juan se muestra mal caballero, fanfarrón, mentiroso, cínico y absurdamente temerario (Brioso, 1999: 15).


     

No por casualidad don Juan despierta una admiración morbosa. Es una figura que prolifera en ríos revueltos, es decir, siendo más explícitos, en sistemas sociales políticamente muy débiles, o rotundamente corruptos, como es el caso de las democracias actuales y, como también era el caso, de la férrea moral del siglo XVII: un mundo aparentemente rígido y feroz, pero agrietado hasta la médula por vicios, libertinajes, excesos e incredulidades de todo tenor y pelaje, desde la más puritana y aberrante Reforma religiosa hasta la más recalcitrante y obstinada Contrarreforma católica. Obsesos, unos y otros, de virtudes ficticias e idealismos religiosos totalmente putrefactos. Nuestro actual puritanismo posmoderno, mojigato y putiferario a la vez, es la más viva reproducción y recrudescencia de todo aquello. Hoy el donjuanismo narcisista se torna virtuoso y ejemplar, ante su contrapunto vomitivo, igualmente bajo y repulsivo: la golfería neorromántica del sexo opuesto, que se disfraza de mojigatería asustadiza, exhibicionista y puritana. Lo prostibulario monjil se exhibe ante el macho adolescente, inhábil para la satisfacción sexual que pretenden las mujeres y a la que aspiran los hombres. Un morboso teatro del mundo posmoderno.


Don Juan crece sobre las ruinas vulneradas de un sistema político, religioso y moral, que se derrumba más o menos silenciosamente. El burlador de Sevilla de Tirso es una comedia que pone el dedo en una llaga terrible: la debilidad y vulnerabilidad del sistema político, religioso y moral de su tiempo. El problema no es exclusivo de España, sino del siglo XVII y de lo que habría de venir después, una falsa solución para un problema real: la Ilustración europea. Pero no adelantemos acontecimientos.


Tirso pone de manifiesto ante todo la irresponsabilidad moral de un sistema político y religioso. Nadie cumple las normas y todos protegen al delincuente. No cabe mayor precedente de la idea posmoderna de democracia. Es un hecho común en cualesquiera tiempos de crisis. Hoy, el siglo XVII europeo y la época helenística, la caída de una Roma errante en el siglo V de nuestra Era o los últimos años del reinado francés de Luis XVI. Tiempos de supervivencia individual y de insuficiencia de ideas disponibles para afrontar el presente y aún más el futuro. El objetivo se limita a salvar el ego. Un ego que, en realidad, vale muy poca cosa.


La obra de Tirso presenta a reyes que ignoran su reino, que ponen su monarquía en manos de validos y privados corruptos, para quienes es más importante el libertinaje de sus hijos y deudos que el bien del Estado. Hablo del siglo XVII, es decir, de la obra de Tirso, una literatura cuyas advertencias nos inquietan y sorprenden por su actualidad y modernidad. La complicidad de las élites con la salvaguardia de la corrupción es patente. Y la irresponsabilidad del monarca es absoluta, explícita e imperdonable. La justicia es miope, perversa y arbitraria. Los reyes decorativos, mal informados y ajenos a la realidad política en la que viven. Insisto en que hablo del siglo XVII, pero... la actualidad de la literatura del Siglo de Oro nos intimida. Leemos el Siglo de Oro y parece que leemos la prensa digital del día, y notamos algo especial: la prensa no dice la verdad; la literatura, sin embargo, sí... La literatura no es profética, sino, simplemente, monitoria.


La literatura es un periódico que, a diferencia de los que escriben los periodistas, nos cuenta la verdad que la actualidad eclipsa y dispersa. Ante la insuficiencia de la justicia humana, que da la espalda al racionalismo antropológico, Tirso impone una solución proveniente del deus ex machina, de modo que la comedia se apoya en un racionalismo teológico, en virtud del cual es un muerto, noble y virtuoso, quien desde el más allá ajusticia al burlador. Don Gonzalo de Ulloa, comendador asesinado por don Juan, y padre de una de las mujeres burladas, tampoco totalmente inocente ―hablamos de Ana de Ulloa―, es la mano ejecutora ―nunca mejor dicho― de la muerte sobrenatural de este libertino miserable y narcisista. Tirso deja de este modo en evidencia el poder político de su tiempo, la corrupción de los gobernantes ―y de las élites nobiliarias― y la total irresponsabilidad de la monarquía.


Don Juan ha burlado y escarnecido a hombres y a mujeres, bajo el amparo irremisible del rey de Nápoles y del rey de Castilla, así como de sus respectivos validos: Pedro Tenorio, su tío, y Diego Tenorio, su padre. Nobles ambos, y no menos degenerados e infamantes el uno que el otro. No sorprende que de tales palos tal astilla.


Hemos insistido en que las burlas y afrentas de don Juan se dirigen indistintamente contra hombres y mujeres. Don Juan se estrena en la obra que adopta su nombre usurpando la identidad del duque Octavio, a quien la duquesa Isabela acepta furtivamente en su alcoba, sita en el palacio real de Nápoles. Consumada la relación sexual, la duquesa, que no ha notado hasta ese momento diferencia alguna entre Octavio ―su amante― y don Juan ―un desconocido―, descubre la cara que tiene el burlador al encender fortuitamente una luz. Lejos de sobresaltarse, el libertino disfruta más de la burla que de la recién celebrada sexualidad, y se da a la fuga.

 

Isabela:        ¡Ah, cielo! ¿Quién eres, hombre?
Don Juan:   ¿Quién soy? Un hombre sin nombre (I, 14-15).

 

Descubierta la zalagarda, su tío lo encubre y se culpa de tal afrenta a un inocente y medio bobo duque Octavio, que nada sabe del asunto hasta ser prendido al día siguiente por la justicia real.

Huido de Nápoles don Juan arriba con su servil criado a las costas de Tarragona, donde por gratuita diversión se complace en seducir a una arrogante y esbelta pescadora, Tisbea, que se entrega al libertino con una facilidad imposible y verosímil, como diría Aristóteles. La burla se descubre al amanecer, en la huida premeditada de don Juan. Llegado a Sevilla, alardea con el marqués de la Mota las corredurías con las rameras de la ciudad, jactándose de contratar sus servicios para dejarlas después sin blanca, a cambio de darles «perros muertos», término que en esa jerigonza del hampa remite al acto de no pagar los honorarios de las damas «de todo rumbo y manejo», por usar aquí las palabras de Cervantes, que podemos leer en El licenciado Vidriera. Acto seguido don Juan burla a Ana de Ulloa, de quien no puede abusar sexualmente, porque su padre, don Gonzalo, lo impide. Como consecuencia de esto, asesina al comendador. De este crimen resulta acusado el marqués de la Mota, pues don Juan llevaba la indumentaria de este libertino colega de correrías, quien ―inocente esta vez― se expone a la pena capital. Finalmente, de camino a Lebrija, irrumpe en las bodas de unos labradores ricos, Aminta y Batricio. La desvergüenza es tal, que en la misma noche de bodas se las arregla para romper el matrimonio y acostarse con la novia, dejando al marido plantado y cornudo. Aminta, villana imprudente y pretenciosa, accede al encuentro sexual bajo la promesa, increíble, de matrimonio, unión que implicaba un ascenso social imposible, pero seductor en la mente de una incauta.


Nótese que si don Juan se ha burlado de cinco prototipos de mujeres, todas ellas imprudentes y algunas de ellas irracionalmente ambiciosas ―si es que hay ambición racionalista y prudente a la vez―, lo mismo cabe decir de otros cinco prototipos de hombres, incautos y pánfilos. De un lado, la indiscreta duquesa Isabela, la jactanciosa pescadora Tisbea y las ramerillas de Sevilla, junto con la imprudente Ana de Ulloa y la infeliz Aminta. De otro lado, el ingenuo duque Octavio, el bueno de don Gonzalo de Ulloa, el colega libertino marqués de la Mota, los rufianes sevillanos y el impotente Batricio.


No es posible burlar a una mujer sin dinamitar los fundamentos del patriarcado. La mujer no está sola en el patriarcado, sino bajo la protección ―indudablemente machista― de su padre o hermano, de su galán o cónyuge. Pero en el patriarcado no es posible afrentar a una mujer sin escarnecer simultáneamente a un hombre que es responsable de su protección y preservación. De ahí que Pedro Crespo, sin mediar otro tribunal que el fuero de la conciencia, que es código de la moral de su tiempo, ajusticie en garrote vil al capitán del ejército que ha ofendido el honor de su hija. Con Pedro Crespo no valen donjuanes. Con el patriarcado no valen donjuanes. Los donjuanes son el resultado de un mundo sin normas, donde el delincuente es elevado a los altares del heroísmo por un sistema político y moral degenerado y corrupto. Y donde la honradez está proscrita, ridiculizada y maldita.


 

La desvergüenza en España  

se ha hecho caballería... (III, 1919-1920).

 


Desde el Romanticismo, hay una obsesión creciente por convertir en héroe a todo posible criminal. No por casualidad los héroes de la democracia son los delincuentes, exaltados por el cine, la televisión, los documentales, el periodismo, las redes sociales y hasta la publicidad. Una sociedad que ha convertido la delincuencia en heroísmo es una sociedad que ha perdido de vista toda posibilidad de supervivencia.


Sin embargo, incluso la literatura premia morbosamente a los astutos. Y también la vida real, sin duda. La astucia siempre tiene cierta gracia... Desde Ulises, personaje primigenio cuyas trapacerías, heroicas desde la vitoria sobre Troya, han despertado, por unanimidad, la simpatía de todo lector, inteligente o lerdo, hasta Erasmo de Róterdam o Emilio Lledó, el humanista que reemplazó la realidad por los libros y el hermeneuta que no sabía lo que era una televisión hasta que fue nombrado responsable de una «comisión de expertos» o «comité de sabios» para informar a los demás de lo que era una televisión. Fue entonces cuando decidió comprar una, para ver cómo era. También de los cínicos y pseudocultos, como es el caso de Borges. No me atrevo a mencionar aquí a Terry Eagleton, mas no por cínico, desde luego.


No perdamos, sin embargo, de vista el imperativo moral de la obra de Tirso. El burlador de Sevilla es una obra que, entre otras críticas, censura simultáneamente la ambición y la imprudencia de las mujeres junto con la depravación y abusos sexuales de hombres de estamento nobiliario, denunciando de forma muy específica su hipocresía e irresponsabilidad, amparadas por el sistema social y político.


La obra platea una exigencia teológica, superior al racionalismo antropológico y político, ante los que considera cómplices del libertinaje protagonizado impunemente por el burlador. Las voces admonitorias de este racionalismo teológico se encarnan en el propio criado de don Juan, quien, sin embargo, no discute jamás las órdenes de su amo, y colabora herilmente con él en todos sus atropellos. Muy lenitivamente, su padre y su tío le advierten, sin impedirle jamás proseguir su itinerario degenerativo y maligno, que su comportamiento es contrario a toda razón: «Esa mocedad te engaña» (I, 117). Pero ni padre, ni tío, ni criado hacen nada por evitar las tropelías y delitos de don Juan. Hablan mucho, nada hacen. Más bien, diríamos, hablan de forma muy contraria a como proceden. Dicen una cosa y ayudan a ejecutar la contraria.


    Los que fingís y engañáis 
las mujeres de esa suerte
lo pagaréis con la muerte (I, 901-903).

 

Solamente Gonzalo de Ulloa se opone a don Juan, en vida, pagándolo con la muerte, y en muerte, cobrándose la vida del impío y sacrílego burlador. Se impone así, metafísicamente, la justicia divina sobre la humana. Al contrario de lo que ocurre en el teatro y la literatura cervantinos, la razón teológica se impone a la razón antropológica, cómplice de don Juan, por una parte, e incapaz, por otra, de contrarrestarlo. Tirso deja al descubierto la irresponsabilidad de reyes, monarcas, validos y privados, la injusticia de la justicia, la imprudencia en la mujer y la perversión ―sin límites― del protagonista.


Don Juan es la condensación de múltiples maldades. Lo maligno hechiza y atrae, luzbelinamente. El mal magnetiza al espectador de todas las épocas. La representación del daño al prójimo satisface, saturado de epicaricacia, al espectador morboso que busca emociones fuertes, tanto en la realidad de la vida cotidiana, social y laboral, como en cualesquiera ficciones que se le ofrezcan, desde el cine y la televisión a la publicidad y las redes sociales. Las maldades invitan al exhibicionismo irracional. Son créditos que el narcisista atesora con morbo y sadismo. No es hipérbole: es la sentina de nuestro exultante internet. Y de toda nuestra actual sociedad posmoderna. Don Juan es, como la posmodernidad misma, una burla descarnada y cruda ―impune además― contra el racionalismo humano.


Hemos hablado con anterioridad de la tríada de la satisfacción luzbelina. Pero... ¿qué es la tríada de la autosatisfacción luzbelina? La tríada de autosatisfacción luzbelina es la triple combinación de pulsiones que da vida a un personaje como el don Juan genuino, es decir, el don Juan de Tirso de Molina, en su obra atribuida El burlador de Sevilla o convidado de piedra (1630), tal como la exponemos en la Crítica de la razón literaria. Estos tres componentes son: narcisismo patológico, seducción destructiva y malignidad moral, política y social. Es autosatisfacción porque no se trata de un placer compartido y mutuo, sino, antes al contrario, negado al prójimo, proscrito a la mujer objeto de burla y escarnio. Un engaño diabólico y gratuito, lúdico y criminal. Naturalmente, la psiquiatría ―como el Derecho Penal― dispone sin duda de otros términos para designar estos impulsos. Pero la psiquiatría no se ocupa de personajes literarios, sino de seres humanos, que, con frecuencia, la literatura diseña racionalmente mejor que la misma realidad. Porque hoy la nosología moderna trata de tipificar enfermedades y comportamientos que, pese a todos los avances de la psicología y de la psiquiatría, la literatura del Siglo de Oro español ya ha retratado y objetivado con toda nitidez. La Ilustración, obcecada en una idea idealista y fabulosa de razón, no supo ―al igual que el divino y ególatra Platón― interpretar racionalmente la locura humana. La Ilustración invisibilizó a los locos. No los comprendió: los despreció. A don Quijote ―de quien ni pudo, ni supo, ni quiso prescindir― lo convirtió en un romántico inconcebido en la mente de Cervantes e inconcebible en la literatura española de los Siglos de Oro. Hoy se busca al narcisista por todas partes, excepto en el lugar esencial y decisivo: el propio espejo. Narcisistas son los demás, pensamos latebrosamente. No así para Tirso. Lo que hoy buscamos entre nuestros vecinos y colegas, con los equivocados parámetros de la Ilustración, pseudorracional e idealista, ya estaba bien hecho y mejor explicado en el racionalismo barroco. Tirso de Molina es el primer cartógrafo del narcisismo humano. Maestro de la psiquiatría moderna, El burlador de Sevilla o convidado de piedra de Tirso expone, literariamente, la tríada de la autosatisfacción luzbelina.


El mito de don Juan nace cuando el personaje sale de su obra primigenia y matriz y se adentra en un intertexto literario y en un contexto social que llega hasta nuestros días. Hoy, don Juan es, de nuevo, un héroe nuevo y admirado. Permítasenos la ploce. Es el hijo bastardo del placer de la buscona posmoderna. Don Juan es un tósigo melífico, un veneno que sabe a miel. Es el rey de la democracia narcisista. Don Juan no tiene límites: ayer nació contra la mujer, hoy vive contra todos. Con su pan se lo coman: la posmodernidad y los demócratas. Y los idólatras de la barbarie.


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NOTAS

[1] «¡Que es traidor, y el que es traidor / es traidor porque es cobarde» (II, 1583-1584). Y con anterioridad, hemos leído: «que siempre es cobarde el lisonjero» (II, 1112).






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