Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica
del conocimiento racionalista de la literatura
La literatura frente a la idea y concepto de poder en la sociedad política o Estado
La literatura programática o imperativa siempre emana de un grupo
de poder, que brota originariamente de un gremio o sociedad gentilicia, la
cual, incrustada en una sociedad política o estatal más amplia y envolvente,
aspira a crecer y a fagocitar el entorno en el que opera. Al poder sólo se le puede seducir, vencer o burlar. Cada una de estas formas de conducta ha dado
lugar en la literatura a construcciones literarias sumamente fértiles, que van
desde la más temprana lírica amorosa europea hasta la épica más antigua y
reciente, pasando por todas las formas de los géneros teatrales cómicos. No en
vano el teatro puede considerarse como uno de los géneros literarios y
espectaculares cuyas relaciones con el poder, en todas sus diversas variantes y
fórmulas, han sido siempre de analogía, de paralelismo o de dialéctica, según
pretendiera identificarse con él, discurrir acríticamente sin interferirlo, o
enfrentarse de forma sistemática a sus fundamentos esenciales.
La idea de poder se examinará aquí como idea filosófica, de naturaleza crítica y dialéctica, y no como concepto científico, es decir, se considerará como una idea que trasciende, que rebasa, campos categoriales concretos y cerrados (Sociología, Derecho, Antropología, Física, Política, Historia…), y que requiere, para su interpretación, la síntesis —crítica y dialéctica— de conjuntos de ideas diversas pertenecientes a distintos ámbitos y dominios. Se parte de una idea de poder definido como la capacidad —facultad o potencia— de vencer obstáculos para ejercer la libertad propia, así como también de crearlos para limitar o destruir la libertad ajena. El poder es un hecho indisociable de muchos otros hechos e ideas, como la libertad —personal, gremial o estatal—, el Estado o el individuo. El poder nunca es impersonal. Y con frecuencia casi nunca se ejerce al margen del individuo, del gremio (lobby) o del Estado, principales aglutinantes de sus diferentes formas de representar materialmente la sintaxis, la semántica y la pragmática del poder, es decir, sus formas efectivas de constitución, interpretación y ejecución o representación.
Si se toma como referencia el espacio ontológico (Bueno, 1972), la idea de poder exige analizarse desde los criterios de los tres géneros de materialidad que constituyen el espacio del ser, es decir, el espacio de cuanto es y está materialmente (ónticamente) presente en el mundo interpretado (Mi). Porque el ser, o es material, o no es. El espacio ontológico del Mundo Interpretado, también llamado ontología especial (Mi), por relación conjugada con la ontología general[1], o Mundo no interpretado (M), está constituido por tres géneros de materialidad, irreductibles entre sí, inconmensurables, plurales y dialécticos (Bueno, 1972)[2]. Si procedemos a la interpretación de la idea de poder en cada uno de estos géneros de materialidad, que —ha de insistirse en ello— nunca se dan aisladamente ni reducidos unos a otros, se constatará lo siguiente.
Como materia primogenérica (M1), el poder ha de contar con una fuerza física que lo ejerza. Aquí podrá hablarse del poder destructivo de la naturaleza, por ejemplo, en una catástrofe meteorológica o volcánica; y también del poder efectivo —constructivo o destructivo— de un individuo (un asesino, un mecenas, un benefactor, un sátrapa…), un gremio (un grupo terrorista, una ONG, una multinacional, una secta, una Iglesia, etc.), o un Estado (con su policía, su ejército, sus fuerzas institucionales, sus funcionarios…). El poder ha de tener siempre causas y consecuencias físicas. Es decir, ha de explicitarse en un agente o sujeto operatorio que lo ejerce de forma física y efectiva.
Como materia segundogenérica (M2), el poder ha de manifestarse y objetivarse psicológicamente, es decir, de forma subjetiva, fenoménica, psíquica, mediante el impacto de mitologías, creencias, ideologías, credos, espectáculos, rituales, ceremonias de todo tipo, que funcionarán como formas destinadas a materializar un mundo social y psicológicamente efectivo, cuyos fundamentos pueden ser reales o imaginarios, realmente existentes o meramente ilusorios, pero siempre operatorios. El poder necesita representar sin cesar sus contenidos psicológicamente en la mente o conciencia de aquellos seres humanos sobre los que pretende imponerse y ejercerse, bien como forma disuasoria o terapéutica, bien como forma educativa o estructurante. Las célebres tesis sociológicas de Maravall (1972, 1975) sobre el teatro áureo incurren precisamente en este psicologismo reductor, que trata de explicar la literatura y el espectáculo de los géneros dramáticos y espectaculares del siglo XVII limitando su esencia tanto al psicologismo social de las masas de espectadores como al de los dramaturgos (autores) y al de los autores de comedias o directores de compañías teatrales (transductores)[3]. En el mismo reducto psicologista, y aún con mayores deficiencias formalistas y tropológicas, incurren las tesis de Foucault (1972) sobre la idea posmoderna de poder.
Como materia terciogenérica (M3), el poder exige organizarse de forma racional, conceptual y lógica, es decir, de forma sistemática. Ha de contar con una estructura capaz de hacerse racionalmente efectiva, orientada hacia una eutaxia, u orden político correcto y duradero, en el caso de un Estado bien organizado; fundamentada en un código moral más o menos férreo, capaz de mantener la cohesión del grupo o gremio, y preservar así la vida gregaria del lobby frente a otros lobbies o grupos de poder financiero, ideológico o religioso. El poder no puede ejercerse de espaldas a la razón, porque inmediatamente ese poder irracional sucumbiría ante el racionalismo de un poder más efectivo por mejor organizado, es decir, por disponer de un logos de mejor calidad. El poder es más duradero y eficaz cuanto mayor sea su grado de racionalismo, un racionalismo que habrá de explicitarse de forma crítica, filosófica, científica, dialéctica, tecnológica y, por supuesto, operatoria.
Desde el punto de vista ontológico, el poder no puede ejercerse al margen de alguno de los tres géneros de materialidad que se acaban de explicitar. Sin fuerza física no hay poder efectivo. No basta tener razón: hay que disponer de los medios operatorios para imponer la razón que se dice tener. Porque la razón, como el poder, no está hecha solamente de palabras. El racionalismo, como el poder, no es una tropología. Del mismo modo, el poder requiere una psicología y un sociologismo. Como se ha indicado, muy en particular el teatro, y en términos generales todo tipo de literatura programática o imperativa, ha servido a innumerables regímenes políticos, siempre y cuando se encontraran dotados de un racionalismo suficientemente desarrollado como para controlar el racionalismo del espectáculo teatral, de los materiales literarios y de su impacto social. Y cuando así no fuera, la alternativa era ya no su difusión, sino su censura. El racionalismo que el poder no puede controlar o dominar sólo puede ser censurado. Por eso la libertad del teatro sólo se puede desarrollar allí donde la libertad del Estado la puede envolver y controlar. Ninguna obra teatral o literaria podrá ejercer, como ningún individuo o gremio tampoco podrá hacerlo, una libertad que rebase las libertades autorizadas por una sociedad política que las hace posibles y factibles, como tales obras de arte.
En consecuencia, vamos a reinterpretar aquí, para aplicarlos a los materiales literarios, los criterios que señala Bueno (1991: 240 ss) en relación con las capas de toda sociedad política estatalmente organizada. Distinguiremos así los elementos basales, conjuntivos y corticales que, en una sociedad política o Estado, pueden determinar los contenidos formales y materiales de una literatura programática o imperativa.
Las capas basales, conjuntivas y corticales operan en el núcleo, cuerpo y curso de una sociedad política, y naturalmente en ellas pueden objetivarse y explicitarse los materiales literarios. En primer lugar, expondré las ideas de Bueno sobre la función que desempeñan estas capas en la constitución genética y evolutiva de una sociedad política o Estado, y, en segundo lugar, procederé a su aplicación a la interpretación de la literatura en general y de la literatura programática o imperativa en particular.
Bueno (1991) distingue entre sociedades políticas primarias, secundarias y terciarias. Las sociedades políticas primarias son aquellas que se desarrollan sobre una capa basal y sobre una capa conjuntiva, es decir, aquellas que se basan en un grupo natural de individuos, los cuales comparten un territorio geográficamente no delimitado, y a veces incluso desconocido en sus propios límites (capa basal), y que se disponen estructuralmente (capa conjuntiva) de forma filárquica o tribal, según clanes, fratrías o jefaturas no articuladas todavía estatalmente, sino al modo de agrupaciones o sociedades gentilicias. Las sociedades políticas primarias son sociedades preestatales o bárbaras, y su actividad literaria suele ser oral, o desarrollarse en formas de escritura técnicamente muy elementales. Por su parte, las sociedades políticas secundarias son aquellas que se desarrollan en el formato del Estado, de tal manera que a las capas basal y conjuntiva añaden una tercera capa, la cortical, «formada por una trama de naturaleza militar, por un ejército diferenciado (en las sociedades primarias es la propia capa conjuntiva aquella que asume las funciones de defensa y ataque), cuyas relaciones con el poder central «conjuntivo» constituirán uno de los principales argumentos de la historia de los Estados» (Bueno, 1991: 253). Las sociedades políticas secundarias o estatales —en ocasiones capaces también de funcionar como imperios, al imponer sus competencias sobre otros Estados— disponen estructuralmente de las tres capas (basal, conjuntiva y cortical), y desarrollan las literaturas que histórica y geográficamente identificamos como «literaturas nacionales». Por último, las sociedades políticas terciarias son aquellas que operan con un grado extraordinario de autonomía, como los grandes grupos financieros o terroristas internacionales (mafias, multinacionales, organizaciones transnacionales varias…); o que sufren marginación y dependencia, como sería el caso de comunidades de exiliados, desplazados o deportados (comunidades errantes de judíos durante casi veinte siglos, exiliados políticos, jesuitas expulsos…); o que incluso son capaces de alcanzar una soberanía explícita, como ocurre con el Estado de la Ciudad del Vaticano, con principados como Mónaco o Andorra, o incluso con determinados «paraísos fiscales», etc. Hablaríamos en tales casos de sociedades u organizaciones políticas postestatales, en las que, por su propia naturaleza (mafiosa), intereses (religiosos) o deficiencias (económicas), no siempre cabe el desarrollo y la posibilidad de algún tipo de actividad literaria explícita.
Si se observa la tipología ternaria de las sociedades humanas que se acaba de exponer, tomando como referencia la obra de Bueno (1991), se constata que, según los criterios políticos determinantes de la organización del poder, los seres humanos están obligados a vivir organizados bajo alguna de estas tres formas de relación natural, política o administrativa:
1. Sociedades naturales o bárbaras: preestatales.
2. Sociedades políticas o civilizadas: estatales.
3. Sociedades protopolíticas o gentilicias: postestatales.
En primer lugar, son naturales o bárbaras aquellas sociedades humanas no organizadas políticamente, es decir, no constituidas en Estado. Se tratará de sociedades cuyos conocimientos se organizan en torno a la magia (chamanismo, augurios, hechicerías…) frente a la ciencia, a la religión (numinosa o mitológica) frente a la teología, a la técnica frente a la tecnología y al mito o la leyenda —posmodernamente la memoria— frente a la Historia. Las sociedades humanas que carecen de organización estatal o política suelen constituirse en filarquías, fratrías o tribus. El poder suele corresponder a un patriarca o etnócrata, practican más el ritual (vinculado a ciclos de la naturaleza) que la ceremonia (actos cuyo sentido político no está relacionado necesariamente con fenómenos naturales o estacionales), y carecen de escritura, porque al ser ágrafos no escriben su Historia, sino que la entregan a la memoria colectiva o a la deturpación oral de los relatos míticos. En este tipo de sociedades, la libertad, al gozar de su estado más natural, la ejerce el más fuerte físicamente, y suele estar concentrada en sus fuerzas más genitivas (libertad de), sin que nada la coarte, salvo la violencia física de alguien más fuerte.
En segundo lugar, las sociedades civilizadas o políticas son aquellas que se organizan y se constituyen en Estado, con base territorial definida, y con una eutaxia, o correcta ordenación de sus estructuras, dispuesta en sus tres capas esenciales, en las que se objetiva, y a través de las que opera, el cuerpo de toda sociedad política: capa conjuntiva, capa basal y capa cortical. La sociedad política habrá desarrollado saberes críticos (ciencia y filosofía crítica) y saberes acríticos: la ideología frente a la mitología, las pseudociencias modernas frente a las formas de magia antigua o primitiva, las tecnologías frente a las técnicas ancestrales del saber hacer, la teología moderna, como filosofía confesional y acrítica, desde la que articular racionalmente (aunque desde un racionalismo idealista) las supersticiones de las religiones primitivas, y la sofística contemporánea, como filosofía acrítica que sirve de soporte a cualesquiera ideologías o pseudociencias. Son sociedades que se sirven de la escritura como forma suprema de codificación de sus conocimientos, y desarrollan complejos sistemas de organización política en sus capas conjuntiva, basal y cortical. Se reproduce a continuación el esquema propuesto por Bueno (1991: 324) en su ensayo sobre las categorías de las ciencias políticas.
En tercer lugar, las sociedades protopolíticas o gentilicias[4] son aquellas sociedades humanas que se han constituido como consecuencia de haber sintetizado, trascendido y segregado determinadas propiedades políticas de una sociedad estatal precedente, de la cual se han parasitado con anterioridad para disociarse o separarse de ella después de forma más o menos progresiva. Es el caso del Stato della Città del Vaticano respecto del Imperio Romano, desde un punto de vista histórico, o del actual Estado italiano, desde una perspectiva contemporánea. Es el caso igualmente de organizaciones terroristas, nacionalistas o secesionistas, que germinan en el seno de Estados que las hacen posibles, y que a partir de un momento dado, cuando están dotadas de suficientes recursos estructurales, plantean una escisión o una yuxtaposición frente al todo del que forman parte material y formal. Es el caso también de sociedades financieras, empresariales o industriales, que trascienden todo tipo de fronteras naturales, nacionales y estatales, y que constituyen auténticas organizaciones protopolíticas e hipersofisticadas, cuyos miembros viven en sorprendentes «reservas» geográficas, donde sus empleados tienen a su disposición todo tipo de servicios de ocio, consumo y trabajo. Paraísos fiscales, grupos financieros que, como importantes asociaciones mafiosas, manipulan presupuestos económicos superiores a los de muchos Estados, territorios nacionalistas, geografías dominadas por guerrillas y grupos terroristas (como la parte de Colombia controlada por las FARC), estados constituidos por solteros o célibes, donde la reproducción biológica no es la fuente o materia prima de ingreso o constitución de nuevos ciudadanos, como de hecho sucede en el Vaticano[5], etc., son algunos ejemplos de sociedades protopolíticas o gentilicias[6].
La sociedad política es un ejemplo sobresaliente del espacio antropológico: los tres ejes —circular o humano, radial o de la naturaleza y angular o religioso— se manifiestan visiblemente en ella, es decir, en la estructura de un Estado (Bueno, 1991). El eje circular (los tres poderes: ejecutivo, legislativo y judicial) constituye la capa conjuntiva de la sociedad política. El eje radial supone el aprovechamiento de la naturaleza, el trabajo, la producción, los impuestos..., y constituye la capa basal. El eje angular remite a los símbolos de animales que nutren banderas (leones, águilas, serpientes...), lemas, blasones, escudos, los cuales proyectarían su fuerza numinosa (vis numinis) sobre la colectividad que los ostenta... Los iconos de animales se manipulan así, como si sus referentes fueran diosecillos o númenes, cuales seres dotados de poderes superiores a los meramente humanos. El eje radial constituye la capa cortical que determina la separación de un Estado frente a otro, cuyos miembros serán considerados bárbaros o extranjeros, y podrán dar lugar a relaciones de alianza o animadversión[7].
Si se procede a interpretar la idea de poder por relación a los tres ejes del espacio antropológico, se obtiene una circunscripción mayor dentro de la ontología especial del Mundo Interpretado (Mi). El poder se centrará ahora en la figura del ser humano, como sujeto operatorio capaz de ejercer ese poder sobre otros seres humanos (eje circular) —en una sociedad natural o bárbara, civilizada o estatal, o gentilicia o posestatal—, sobre la naturaleza (eje radial) —bien para explotar sus recursos energéticos, bien para destruirla o esquilmarla—, o sobre la experiencia religiosa de otros seres humanos (eje angular) —mediante lo numinoso, lo mitológico o lo teológico, según el grado de racionalismo de la sociedad humana sujeta a esa actividad religiosa—.
¿Qué papel desempeña la literatura en cada uno de estos ejes y capas? Indudablemente está presente en los tres, desde el momento en que la literatura es una actividad característica de las sociedades civilizadas o estatales, y puede imponerse o suprimirse como forma de representación, comunicación o interpretación de valores, ideas, normas, credos, etc. (eje circular). Piénsese que en el caso del teatro se requiere la construcción de un edificio o espacio teatral, arquitectura que ha ido cambiando y evolucionando desde sus orígenes griegos anteriores al siglo V a.n.E., en la que la cávea se adaptaba a la ladera de una colina situada de espaldas a la polis, hasta las más modernas construcciones contemporáneas (Rubiera, 2005, 2009; Mazzucato, 2010) (eje radial), herederas con frecuencia del teatro a la italiana, por más que puedan reproducir todo tipo de ámbitos y espacios teatrales (en O, en X, en T, en U, etc.). Por último, resulta imposible negar la importancia que desde sus orígenes hasta hoy el teatro ha adquirido y exigido en relación con la experiencia religiosa, numinosa, mítica, e incluso teológica —cuyo punto álgido se alcanza precisamente en el Siglo de Oro con el auto sacramental—. El teatro, como construcción literaria y espectacular, guarda siempre una estrechísima relación con todo material antropológico relacionado con el eje angular. Las relaciones entre teatro y religión son abrumadoras, no sólo por sus paralelismos históricos o sus analogías ideológicas o fideístas, sino también, y sobre todo, por sus dialécticas críticas[8].
Es indudable que el Siglo de Oro español constituye el ejemplo de una sociedad política muy propicia para ilustrar el funcionamiento de la literatura en el seno de un estado imperialista. Ésta es una época de sociedades políticas absolutistas, es decir, de estados fuertemente estructurados, con un enérgico poder legislativo, planificador y federativo. Es también época de sociedades gentilicias, muy abundantes, pero escasamente poderosas, salvo la Iglesia cristiana (católica, protestante, ortodoxa y anglicana). Se trata por lo común de grupos humanos que suelen funcionar al modo de las denominadas sociedades naturales, al carecer de una infraestructura solvente, competitiva y con capacidad de integración (etnocracias gitanas, jábegas rufianescas, sectas religiosas, gremios moriscos, guetos judíos ubicados extramuros de las ciudades, etc.).
Las sociedades naturales humanas son aquellas que no alcanzan la forma de sociedades políticas. Tales son los presupuestos de Bueno (1995a). En suma, una sociedad política es una sociedad humana desarrollada, articulada y fundamentada en un Estado. Una sociedad natural es aquella que no constituye un Estado, y que por tanto carece de formas de organización política orgánicamente desarrolladas. Las sociedades naturales, bien pueden ser previas a la constitución de un Estado, al que dan lugar tras épocas de desarrollo, bien pueden ser contemporáneas a la existencia de un Estado, que con frecuencia las envuelve subordinándolas a las exigencias, necesidades e intereses de la sociedad estatal políticamente constituida. Las sociedades naturales pueden clasificarse u organizarse por relación a la procedencia de sus componentes o individuos, atendiendo a su origen geográfico, a la ascendencia de su familia o linaje, a sus prácticas religiosas no institucionalizadas, a sus costumbres etológicas, etc., es decir, en suma, a lo que podemos considerar como su identidad gentilicia, que será, en este caso, una identidad constitutiva (de su sociedad como tal) y distintiva (frente a otras sociedades políticamente constituidas). Las sociedades gentilicias se caracterizarán, pues, por dos atributos fundamentales: en primer lugar, por la carencia —voluntaria o forzosa, según los casos— de una organización política estatalizada y, en segundo lugar, por la insolubilidad de sus estructuras naturales y genuinas en la sociedad política dentro de la cual subsisten, es decir, dentro de cuyo Estado actúan. Las sociedades gentilicias son nuclearmente insolubles en los Estados de las sociedades políticas, aunque sí pueden penetrarlo profundamente, y de hecho lo hacen, a veces de forma muy organizada, en el curso de sus ramificaciones pragmáticas, corporales y operativas, bien de forma parasitaria, bien de forma subversiva, entre otras formas posibles de intromisión, interacción o injerencia (pacifismo, terrorismo, fideísmo, mercantilismo, mano de obra industrial…).
Son sociedades gentilicias en el Siglo de Oro varias de las que, como tales, pueblan ficcionalmente las obras literarias del momento. Piénsese por ejemplo en la dramaturgia o en la novelística de Cervantes: conversos, gitanos, moriscos, pícaros y rufianes, locos y anómicos, exmilitares, pequeña burguesía urbana, hidalgos y personajes del más bajo estamento nobiliario, etc. En coexistencia asimétrica con estos referentes históricos y literarios, algunos de ellos auténticos arquetipos culturales, son miembros de pleno derecho, podríamos decir, de la sociedad política aurisecular la milicia, el clero y la alta nobleza. Y cabe advertir que el clero, es decir, la Iglesia, tanto en la época de Cervantes como en el momento de escribir estas líneas, actúa como un tipo de sociedad plenamente mixta, al operar tanto como sociedad gentilicia (que da «a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César», y capaz por tanto de separarse del Estado) cuanto como sociedad política (integrada en el corazón funcional del Estado, bien porque recibe de él subvenciones directas para sus miembros y empresas, bien porque pide a sus fieles el voto para tal o cual partido político en períodos electorales, bien porque se ofrece como intermediario «negociador» entre Estados y organizaciones terroristas, etc.).
Todo lo contrario a las sociedades naturales humanas son las sociedades protopolíticas, cuya sofisticada y artificial identidad gentilicia pretenderá ser constituyente de una identidad distintiva de la sociedad política de la cual pretende brotar o emanciparse. Las sociedades gentilicias protopolíticas son siempre posteriores al Estado del que proceden, por descomposición, segregación o deserción. Epicúreos y cristianos constituyeron los primeros grupos humanos que trataron de operar como sociedades humanas gentilicias postestatales o protopolíticas, pese a sus escasos o mínimos recursos iniciales. Desde la Antigüedad puede ya reconocerse la presencia de dos fuentes distintas, pero complementarias, en el origen de la distinción entre una sociedad política y una sociedad natural humana con pretensiones de sociedad gentilicia o apolítica —en el sentido de instituirse con posterioridad a la organización política de un Estado del que se segrega—, intencionalmente exenta de un ordenamiento jurídico estatal[9]. Estas dos fuentes son el epicureísmo y el cristianismo (Bueno, 1995a).
Frente a los estoicos, que propugnaron la identificación de la sociedad humana con una sociedad política que estuviese orientada hacia la constitución de un Estado único universal —una «cosmópolis»—, los epicúreos pretendieron el repliegue de la sociedad política con objeto de constituir comunidades «de derecho privado», en las cuales pudiera llevarse a cabo una vida personal y feliz. Se trataba, sin embargo —según argumenta Bueno—, de comunidades instaladas parasitariamente en las ciudades, como «jardines» o «huertos», que llegaron a extenderse por todo el Mediterráneo. Este modelo epicúreo de sociedad no política, ni familiar, sino más bien comunal, es uno de los primeros prototipos para la formación de la idea de una sociedad civil o gentilicia distinta y exenta de la sociedad política (Bueno, 1995a)[10].
La Iglesia romana, por su parte, especialmente después de Constantino (ca. 272-337), constituyó una sociedad internacional sin precedentes en el mundo antiguo —y hoy sólo comparable a la fuerza de los grupos financieros multinacionales—, que no podía circunscribirse a las coordenadas de una sociedad política —porque las rebasaba—, y que tampoco podía considerarse desde las categorías antiguas de la familia —a la que subvertía por completo, puesto que esta sociedad cristiana, a partir de los siglos IV y V, está formada por individuos célibes, los curas o sacerdotes—. De este modo —tal como advierte Bueno (1995a)—, la Iglesia católica, a medida que se consolida en el transcurso de los siglos, se presenta como una alternativa permanente a todo tipo de sociedades políticas sucesoras del Imperio romano[11]. Hoy día estas ideas vuelven a resurgir a través de las denominadas «minorías», que pretenden funcionar como sociedades gentilicias dentro de un Estado, y adquirir derechos gremiales particulares, o incluso segregarse de tales Estados, aduciendo pretensiones nacionalistas, etnocráticas, lingüísticas, etc. Tales tentativas provocan una suerte de feudalismo posmoderno —de signo nacionalista, sexual, racial, económico, oenegeísta, etc.— que se basa precisamente en la fragmentación de la sociedad política y de sus leyes estatales. El debilitamiento del Estado es imprescindible para el bienestar de las minorías, auténticas sociedades gentilicias postestatales o protopolíticas, que actúan como emulsionantes de la sociedad política en que viven. Ellas son los nuevos feudos —feudos posmodernos— de nuestro tiempo. Las sociedades gentilicias son siempre las ascuas de un Imperio a ellas reducido.
Pues bien, a cada uno de estos géneros de sociedad política, acaso con la única excepción de algunas formas estructurales de sociedades postestatales —como la Ciudad del Vaticano, por ejemplo— corresponde un determinado tipo de actividad literaria y, por supuesto, de literatura programática o imperativa. ¿Cómo se organiza esta literatura según las capas basal, conjuntiva y cortical de una sociedad política? El siguiente esquema sintetiza la explicación que procedo a exponer sobre el funcionamiento de la literatura en la sociedad política:
Toda sociedad política, como toda literatura programática o imperativa, pretende por encima de todo su propia preservación como sistema, mediante operaciones recurrentes destinadas a relacionar los términos fundamentales dados en sus diferentes capas (basal, conjuntiva y cortical). Cada una de estas capas estatales puede hacerse corresponder, respectivamente, con cada uno de los ejes del espacio antropológico (radial, circular y angular). En el caso de la literatura, estas capas se constituyen a través de 1) componentes basales o fundamentales, que, de naturaleza estructurante a lo largo y ancho de una geografía literaria definida, constituyen normalmente la base de las denominadas «literaturas nacionales» (la lengua es el más importante de todos ellos); 2) componentes conjuntivos o transversales, que actúan de forma operatoria en el seno de una sociedad humana históricamente cambiante y evolutiva, merced a la labor de autores, editores, lectores, críticos, intérpretes, instituciones académicas, universitarias, empresariales…; y 3) componentes disyuntivos o corticales, que se disponen como determinantes de los materiales literarios en la dialéctica dada entre dos o más literaturas (literatura Comparada, traducciones, influencias, intertextualidad, colonialismo, actividad industrial y editorial de unos países sobre todos…).
Ha de advertirse de que hablamos, en principio, de la literatura en términos generales. Y de que los componentes basales o fundamentales apelan ante todo al espacio, a la geografía, en la que se implanta una sociedad humana —gentilicia o estatal— dentro de la que tiene lugar la expansión radial de unos materiales literarios. Piénsese en este sentido en lo que supuso para la literatura española el descubrimiento de América, y la posibilidad de expansión estructural de su actividad literaria en el Nuevo Mundo. La capa basal dispone siempre el terreno para expansión de la literatura, un terreno que no se limitará exclusivamente a un espacio físico, sino también a una fuerza económica, energética incluso, que impulsa el proceso de toda actividad editorial y lo canaliza hacia sus destinos más adecuados. No es lo mismo escribir en inglés o en español, y publicar en la lengua del imperio dominante, que difundir una literatura a través de lenguas orales o tribales, sin recursos escriturarios, editoriales, financieros o políticos. Téngase en cuenta que las lenguas no son minoritarias o mayoritarias, sino globalizantes o aislantes. Una lengua hablada por pocas personas es una lengua aislante antes que minoritaria. El territorio es siempre un componente basal de primer orden, ya que determina el grado, amplitud y extensión normativa de una lengua y de su literatura.
A su vez, los componentes conjuntivos o transversales remiten, émica o endogámicamente, a los sistemas operativos vigentes dentro de una determinada sociedad literaria, delimitada siempre por sus recursos económicos, políticos y culturales. No hablamos aquí ya sólo de geografía, sino también de historia, es decir, de la historia de autores, obras, lectores, editores, intérpretes y críticos o transductores, que operan en los límites inmanentes de lo que convencionalmente podemos identificar como «literaturas nacionales». Y a la geografía y a la historia hay que añadir la política: sin el poder político, industrial, editorial y mercantil anglosajón, Shakespeare jamás habría podido presentarse en comparación con Cervantes. Sin duda el teatro de Shakespeare debe buena parte de su éxito al hecho de haber sido escrito en inglés, y de haber pertenecido su autor a un estado creciente e imperialista, como fue la Inglaterra de la Edad Moderna y Contemporánea. La obra de Harold Bloom es en este sentido el resultado de un poder académico, fundamentado en la industrial cultural de la anglosfera, para buscarle a Shakespeare una plaza en paridad con Cervantes. Sólo el mercantilismo cultural anglosajón puede justificar el éxito de una vacuidad editorial tan espantosa como El canon occidental (1994) o Shakespeare, inventor de lo humano (1998). Se apela aquí a un tejido conjuntivo o trasversal, dado sobre todo en la actividad literaria que se registra en el eje circular o humano del espacio antropológico, al margen del cual es imposible materializar la expansión y el triunfo de una obra de arte. El imperativo de la political correctness, como forma de protección y censura ante cualquier ataque contra el feminismo militante o la etnocracia indigenista, es un ejemplo patente y operatorio de cómo el tejido conjuntivo de una sociedad política cede a la presión de minorías y sociedades gentilicias astutamente organizadas[12].
Por último, los componentes disyuntivos o corticales actúan como determinantes de unas literaturas frente a otras, tomando como referencia las sociedades —políticas o gentilicias— que las hacen posibles. La ejecución de tales determinaciones sigue un procedimiento etic o exogámico, resultante de la interacción, siempre intertextual, y con frecuencia dialéctica y crítica, que experimentan las relaciones literarias transnacionales o internacionales. La labor de los traductores y comparatistas es aquí de especial resonancia. Toda traducción es siempre una «perforación» de la capa cortical que separa —y une— dos sistemas literarios, lingüísticos o culturales, y actúa como emulsionante de la capa conjuntiva en la que penetra y a través de la cual se difunde. Componentes disyuntivos o corticales fueron los metros endecasílabos italianos introducidos en la literatura española del Renacimiento por Boscán y Garcilaso, frente al tradicional verso del romance octosílabo. Es lo que ocurre cuando se incorporan materiales literarios exógenos que desbordan, rebasan o amplían la capa conjuntiva. Piénsese igualmente que con su Divina commedia, Dante impone el dominio cortical del italiano toscano sobre la totalidad de cualesquiera otras disyuntivas lingüísticas, no sólo frente al latín, sino ante todo contra las demás variantes dialectales del italiano peninsular (lombardo, napolitano, siciliano, calabrés…)[13].
Ante semejantes estructuras de poder político, la literatura no es insensible. Y aún lo son menos sus autores, intérpretes y preceptistas. No resultará, pues, sorprendente, que la literatura programática o imperativa brote de los componentes o capas basales, conjuntivas y corticales de una determinada sociedad política, capaz de intervenir en los materiales literarios con intenciones estructurantes, operatorias y determinantes. La Iglesia católica lo ha intentado en numerosas ocasiones a lo largo de la Historia. La Unión Soviética se convirtió durante décadas en un Estado que impuso funcionalmente la más firme teoría marxista sobre la ontología del arte. La poética de Aristóteles se erigió normativamente desde el Renacimiento europeo hasta fines de la Ilustración en todo lo relativo a la escritura e interpretación de la literatura y el teatro. Se trata seguramente de los tres ejemplos más poderosos de literatura programática o imperativa que pueden aducirse en el terreno de la teología, la política y la poética. La literatura sabe esconder, bajo la apariencia de su belleza y de su estética, una embrionaria y normativa clasificación de las formas de poder político y religioso. No por casualidad Platón desconfió para siempre de los encantos y excelencias de la Poesía. ¿Qué hará con la literatura la República Popular China? Ningún imperio puede ignorar el poder y la libertad de la literatura.
Con objeto de intervenir políticamente en los poderes de la literatura, y de rentabilizarlos en las actividades basales, conjuntivas o corticales de un Estado, se han desarrollado numerosas formas de literatura programática o imperativa, mediante la administración institucional, gremial o incluso individual, de facultades reglamentarias, normativas o preceptivas. El siguiente esquema dispone gnoseológicamente formas y contenidos fundamentales de la literatura programática o imperativa, al distinguir, por un lado, en el eje horizontal o de abscisas, las formas pragmáticas u operatorias, dadas en la pragmática del espacio gnoseológico (autologismos, dialogismos y normas), y por otro lado, en el eje vertical o de ordenadas, los materiales o contenidos programáticos, dados en los ámbitos teológico o religioso, político o ideológico y estético o poético.
Desde el punto de vista del autologismo, es decir, a título personal o individual, numerosos autores han ejercido una literatura programática o imperativa en el ámbito de la religión o la teología. Calderón es un exponente máximo, pero sin duda pueden mencionarse muchos otros, como Berceo, Dante, Luis de León, Juan de la Cruz, Teresa de Jesús o John Milton. Si nos adentramos en el ámbito gremial del dialogismo religioso o teológico, se observa que grupos como el mester de clerecía, la mística cristiana o los autores auriseculares de autos sacramentales, constituyen perfectas corporaciones o congregaciones de poetas y dramaturgos a los que une en cada caso un mismo fin literario y religioso. De este modo, desde un punto de vista normativo, la institución que sanciona finalmente el modelo o canon de literatura religiosa, de acuerdo con un programa teológico definido, sería, en relación con los autores que se han citado, la Iglesia católica. A su vez, si nos atenemos al ámbito político e ideológico, los paralelismos resaltan por sí solos: autológicamente, nos encontramos con figuras y obras como John Milton y su Areopagitica (1644), Georg Büchner y Der hessische Landbote (El Mensajero de Hesse, 1834), Bertolt Brecht y todo su teatro épico; dialógicamente, el gregarismo de la literatura ideologizada o «comprometida» (engagée) es copioso, pues acaso no ha habido nunca un grupo político que no haya buscado en los materiales literarios una forma de soporte y expansión (jacobinos, marxistas, fascistas, feministas, nacionalistas, indigenistas, etc.); finalmente, si hubiera que identificar un Estado que en el curso de la Historia ha llegado más lejos que ningún otro en la instauración de los postulados de un arte literario programático, sin duda ha de citarse a la desaparecida Unión Soviética (1922-1991). Por último, situados en el dominio de la poética y la estética de la literatura, los ejemplos autológicos de autores y artífices de planteamientos artísticos de naturaleza programática son extraordinarios, si bien no siempre todos ellos han alcanzado los triunfos o consecuencias deseados. Lope de Vega compone, por sí sólo, un brevísimo tratado de poética dramática desde el que se explica toda la comedia española aurisecular, el Arte nuevo (1609). No tuvo la misma fortuna Víctor Hugo en su Hernani (1830) para hacer triunfar los postulados del arte romántico. De autologismos cabe considerar los sucesivos manifiestos futuristas (1909, 1910), creacionistas (1914, 1925), dadaísta (1918) y surrealistas (1924, 1930, 1946), de Filippo Tommaso Marinetti, Vicente Huidobro, Tristan Tzara y André Breton, cuya expansión artística y literaria daría lugar a movimientos y grupos (dialogismos) decisivos en el período de entreguerras. Con todo, sin duda el movimiento programático más poderoso que la literatura ha conocido en la historia de la poética ha sido la instauración preceptista del aristotelismo, llevada a cabo desde el Renacimiento europeo hasta los últimos coletazos de la Naturnachahmung alemana de fines del siglo XVIII, y que operó como un canon absoluto, cuya normativa se mantuvo vigente durante casi veinticinco siglos, sobre la base de la mímesis o imitación como concepto generador del arte.
Resulta importante señalar que la duración o preservación de una determinada estructura, tanto literaria como política, dependerá de su eutaxia (Aristóteles, Política). Éste es un concepto que resulta capital en relación con la literatura programática o imperativa. La eutaxia designa ante todo la buena o correcta ordenación entre las partes que constituyen duraderamente una totalidad. Si el núcleo de la sociedad política es —como se ha demostrado— el ejercicio del poder, y si a este ejercicio sirve normativamente la literatura programática o imperativa, con frecuencia a través de un proceso de sumisión diferida, mediante la disposición en una cadena de poderes y mandos, resultará evidente que la preservación de todo este mecanismo político-literario dependerá del buen funcionamiento de cada una de sus partes, y de la correcta relación entre ellas. La eutaxia implica la operatividad de sistemas normativos coherentes entre sí. La literatura programática o imperativa requiere siempre una eutaxia, es decir, un sistema normativo o preceptivo, articulado en planes, objetivos y programas, constituyentes de un finis operantis. La eutaxia es a la literatura programática o imperativa lo que la dialéctica a la literatura crítica o indicativa. El cese de la eutaxia, de la planificación efectiva y preceptiva, supone el desencadenamiento de la distaxia, es decir, de la descomposición del programa literario y sus imperativos efectos políticos. No por casualidad la literatura programática o imperativa, merced a sus componentes acríticos, postula siempre una suerte de inerrancia racionalista respecto a sus propias premisas, al considerarse exenta de error o distaxia.
La duración de la eutaxia de una literatura programática o imperativa es un criterio objetivo que permite determinar la solidez preceptiva de este tipo de construcciones literarias, las cuales, por lo común, no generan influencias literarias esenciales más allá de sí mismas. La eutaxia de la poética mimética estuvo vigente, merced a la labor de los filólogos alejandrinos, de determinados copistas religiosos medievales, y de los teóricos del Renacimiento, así como a la persistencia decisiva de homogéneos modelos de sociedad política, casi durante dos mil quinientos años, hasta la consumación de la Ilustración europea; la poética de la comedia nueva de Lope de Vega prevalece durante todo el Barroco español; los movimientos vanguardistas de comienzos del siglo XX no sobreviven a las consecuencias de la segunda conflagración mundial, y el teatro épico de Brecht parece hoy completamente eclipsado tras la muerte de este autor, que en realidad reproduce técnicas muy recurrentes en el teatro y la literatura de Cervantes. En todos los casos, la eutaxia literaria se confirma como indisociable de una eutaxia política. Sin embargo, mientras que una sociedad eutáxica prevalece siempre más que una distáxica, con la literatura ocurre precisamente lo contrario: una literatura eutáxica subsistirá siempre menos que una distáxica, porque un arte programático es un arte definitivamente retenido por sus propias normas e indispuesto al cambio, es decir, se trata de un arte que dispone en cada una de sus obras la fosilización y el agotamiento de la integridad de su género. Toda literatura que no evolucione de forma discontinua, crítica y dialéctica, está destinada a consumirse en la obsolescencia más inmediata, y conduce, más temprano que tarde, a un callejón sin salida. Ésta es la razón por la que la literatura programática o imperativa está destinada a encallar en sí misma y a anquilosarse en el maniatado dispositivo de sus propias ligaduras. En una sociedad política, la eutaxia es la más eficaz disposición de sus componentes para preservarse en el tiempo, pero en una literatura los elementos eutáxicos operan como coagulantes capaces de precipitar la necrosis de su horizonte de expectativas. La literatura programática o imperativa es, después de la primitiva o dogmática, la menos eviterna de todas, pues sus límites son los horizontes de la sociedad política (estatal) o gentilicia (gremial) que la hacen socialmente posible y —a la vez— estéticamente perecedera.
Ocurre además que la literatura programática o imperativa no es política por sus contenidos, sino por el uso que la política —estatal o gremial— hace de ella. Es, en suma, en muchos casos, una literatura completamente subsidiaria o coadyuvante, pues antes que una literatura política, de la que puede ser artífice un autor, se trata de una política literaria, dentro de cuyos dictados programáticos operan —herilmente— diversos autores[14].
La política no germina en un mundo no humano y asocial, sino todo lo contrario: siempre comienza in medias res, como organización de situaciones conflictivas y dialécticas dadas en una sociedad humana. La literatura programática o imperativa, por el contrario, puede situarse en un mundo ajeno al ser humano y a sus problemas esenciales, como se ha visto en relación con obras literarias que plantean formalmente una política metafísica, utópica o simbólica, es decir, una política insoluble en la realidad efectiva. Como linaje literario adscrito a la filosofía idealista es capaz de comenzar en un mundo metafísico (M) y de implantar su fábula en la ucronía de la utopía, insistiendo solamente en aquellos aspectos críticos que interesen a su programa teológico, político o poético, y eclipsando los demás.
¬ - - - - - - - - - - -
Mi Ì E Ì M
Por todo ello resulta muy fácil, tanto en literatura como en política, incurrir en reducciones formalistas y materialistas, desde las que sustraerse a determinadas críticas, haciendo creer al lector, quien siempre se tendrá por culto, que se le abren los ojos ante la negación de sus derechos, libertades o deseos. La literatura programática o imperativa siempre objetiva en términos políticos alguna forma de reducción formalista o materialista. El formalismo político, por ejemplo, incurre en psicologismo explícito al reducir la actividad política al eje circular o humano (social) del espacio antropológico, cuando algo así no es nunca materialmente posible, ya que implicaría la abolición de toda ocupación y actividad radiales (recursos energéticos y naturales) y de cualquier quehacer angular (relación del ser humano con animales numinosos, fetiches, elementos mitológicos, religiosos, teológicos…).
La sociobiología de Wilson, que se inclinará a ver en la política un simple caso del juego de los impulsos de dominación, puede considerarse también como un psicologismo etológico; y son también psicologistas los enfoques de quienes al modo de Nietzsche, pero también del Camus de Calígula, o de Foucault, sólo ven en la vida política el despliegue voluntarista del Poder, con mayúscula, o de la «microfísica del poder» (Bueno, 1991: 277).
En efecto, toda la obra de Foucault incurre precisamente en un reduccionismo político formalista, pues, como advierte Bueno, «es inconcebible un programa de gobierno que ignore por completo los problemas económicos, religiosos, los asuntos exteriores y que sólo se ocupe de desarrollar mecanismos de dominio, de presión o de disciplina» (Bueno, 1991: 292). Contra todas estas teorías psicológicas sobre el poder político, Bueno (1991: 278) recuerda que «no hay una voluntad de poder incorpórea o espiritual, ni tampoco cabe hablar de ella como una entidad metafísica que se «expresa» en forma corpórea».
Frente al formalismo político se encuentra el igualmente idealista materialismo político, que tiene lugar por reducción a los ejes radial (la naturaleza) y angular (la metafísica) de toda actividad política. Los materialistas políticos atribuyen al corporeísmo de la naturaleza el motor histórico de los Estados, como fue el caso de Rousseau, y particularmente de Marx y Engels, quienes, en su dialéctica entre base y superestructura, identificaron la base con una suerte de determinismo histórico cuyos contenidos esenciales están dados en el eje radial del espacio antropológico. La otra cara del materialismo político la representan los teólogos e idealistas metafísicos, desde Agustín de Hipona hasta Martin Heidegger ―pasando por Nietzsche―, quienes consideran que la vida histórica y política, existencial o nihilista, de los seres humanos está determinada por contenidos esenciales dados en el eje angular, bien determinados por un Dios providencial, bien por un ser para la muerte (Dasein), bien por un nihilismo trascendental.
Ha de señalarse en este punto una de las diferencias capitales entre marxismo y materialismo filosófico. El marxismo considera que los contenidos esenciales de los ejes radial y angular actúan de forma determinante en el curso de la Historia. Por su parte, el materialismo filosófico niega de forma radical —oponiéndose a ella— semejante premisa, al sostener que ninguno de los contenidos radiales y angulares determina la operatoriedad del ser humano en las actividades llevadas a cabo en el eje circular del espacio antropológico. El marxismo identifica la base o esencia de la Historia con los ejes radial y angular, que estima inmutables y determinantes, y que finalmente explica y hace legibles en términos de economía política, a la vez que interpreta la superestructura como una fenomenología cambiante, modificable y manipulable. Por su parte, el materialismo filosófico niega todo poder inmutable y determinante en cualesquiera ejes del espacio antropológico, y no subordina ninguno de ellos a cualquier otro[15].
De cualquier manera, el primer teórico de la literatura programática o imperativa fue Platón, quien en el libro X de su República se pronunció al respecto con toda claridad, tal como se explicará en el apartado correspondiente (IV, 3.1).
________________________
NOTAS
[2] Estos tres géneros de materialidad son heterogéneos e inconmensurables entre sí (Bueno, 1990). Son también coexistentes, ninguno va antes que otro y ninguno se da sin el otro: se codeterminan de forma mutua y constante, y ninguno de ellos es reducible a los otros. Quiere esto decir que estos tres géneros de materialidad están dados y organizados en symploké.
[3] Autor de comedias era el nombre que recibía en España, durante los Siglos de Oro, el empresario o director —a veces también actor principal— de una compañía teatral. La figura del autor de comedias está originariamente vinculada al nacimiento de las cofradías y hermandades, instituciones que pueden considerarse como precedentes del mundo empresarial del teatro moderno. Estas cofradías solían alquilar algún patio interior en la parte posterior de algunas viviendas y edificaciones, en el que disponían los medios necesarios para montar un escenario destinado a la representación de obras teatrales. Los beneficios obtenidos se entregaban inicialmente a los miembros de las hermandades organizadoras, los miembros del consejo, o los beneficiarios de los actos de caridad que mantenían los cofrades. Los autores de comedias se nombraban por el Consejo de su Majestad, que les reconocía el derecho de representación durante un período de dos años. Estos derechos se renovaban sucesivamente sin mayores problemas, siempre que las compañías salvaguardaran el cumplimiento de las leyes, ofrecieran un repertorio variado y fueran capaces de mantener una solvencia económica. Los empresarios de las compañías de teatro comienzan a llamarse autores de comedias debido al tratamiento que hacen de los textos escritos que reciben de los poetas o dramaturgos, a quienes pagaban la composición de las comedias que posteriormente se representaban en los corrales. Los empresarios de las compañías teatrales, que habitualmente desempeñaban también el papel del primer actor, introducían en los textos escritos de los dramaturgos todas aquellas alteraciones y transformaciones que, según sus gustos y posibilidades, consideraban convenientes para la representación de la comedia. Por esta razón comienza a denominarse autor de comedias al empresario de la compañía teatral. Era frecuente que una vez representada la comedia, el texto correspondiente, ya modificado por el dueño de una compañía, se vendiera a otra distinta, que a su vez introducía nuevos cambios en el manuscrito, según sus propios medios para llevar a cabo la representación. Como consecuencia de todo este proceso, los poetas o dramaturgos desconfiaban de los textos escritos, y les resultaba difícil identificarse con los títulos y contenidos de sus propias comedias. Con el paso del tiempo, la crítica literaria moderna ha tenido que resolver importantes problemas ecdóticos, a la hora de restablecer la fidelidad y la originalidad de los textos dramáticos conservados. Como resulta evidente, todo este proceso remite a una transducción constante y creciente de texto literario y de representación teatral. Sobre el concepto de transducción, vid. Maestro (1994, 2000).
[4] Tomo aquí el término gentilicio del antropólogo Lewis H. Morgan, concretamente de su obra Ancient Society (1877), para reconstruirlo y reinterpretarlo, desde del materialismo filosófico de Bueno (1972), desde los presupuestos metodológicos propios de la Crítica de la razón literaria como Teoría de la Literatura (Maestro, 2006).
[5] El Vaticano es el único Estado del mundo que sobrevive con un índice de natalidad igual a cero. No se registran nacimientos en la Santa Sede.
[6] «Las sociedades multinacionales, aunque sean prácticamente universales, siguen apoyándose en los Estados, sin los cuales no podrían subsistir; no son de ningún modo sociedades totales, perfectas y previas al Estado, sino sociedades parciales y fragmentarias y muchas veces parásitas de los mismos Estados que quieren mantener a raya» (Bueno, 1991: 354).
[7] El espacio antropológico es, pues, un instrumento teórico de análisis del material antropológico, donde la constitución y organización de cada material en cada eje abre múltiples combinaciones posibles de interpretación. Cito a Bueno: «Las líneas más importantes del materialismo filosófico, determinadas en función del espacio antropológico (en tanto este espacio abarca al «mundo íntegramente conceptualizado» de nuestro presente, al que nos venimos refiriendo) pueden trazarse siguiendo los tres ejes que organizan ese espacio, a saber, el eje radial (en torno al cual inscribimos todo tipo de entidades impersonales debidamente conceptualizadas), el eje circular (en el que disponemos principalmente a los sujetos humanos y a los instrumentos mediante los cuales estos sujetos se relacionan) y el eje angular (en el que figurarán los sujetos dotados de apetición y de conocimiento, pero que sin embargo no son humanos, aunque forman parte real del mundo del presente)» (Bueno, 1995: 83).
[8] Vid. a este respecto el vol. 14 de Theatralia. Revista de Poética del Teatro, monográfico dedicado a Teatro y religión (Maestro, 2012).
[9] La mafia, junto con la Iglesia católica, constituye uno de los ejemplos más perfectos y acabados del concepto que aquí se expone de sociedades gentilicias o apolíticas, las cuales se articulan y desenvuelven como exentas del ordenamiento jurídico de un Estado.
[10] Otra cuestión, muy discutible, es hasta qué punto las comunidades epicúreas —y análogamente las comunas de nuestros días— sólo son posibles en el marco de una sociedad política que las tolera como tales, y les suministra infraestructura y aun instrumentos de defensa ante terceras sociedades externas. Vid. a este respecto la interpretación de Bueno (1995a).
[11] «La mejor formulación de esta situación nos la ofreció San Agustín en su contraposición entre las dos ciudades, la Ciudad terrena (Babilonia, Roma, es decir, la Sociedad política) y la Ciudad celestial o Ciudad de Dios (Jerusalén). Es precisamente esta Ciudad celestial —que, dicho sea de paso, desde una perspectiva positiva, no tenía nada de celestial puesto que era una «sociedad terrestre», aunque dispersa por el Imperio, y después por los reinos sucesores, a saber, la Iglesia romana— la que habrá que considerar, por consiguiente, como el verdadero núcleo en torno al cual se formará el concepto de sociedad civil. En este sentido el concepto de una sociedad civil, en cuanto contrapuesto al concepto de la sociedad política, manifiesta claramente las huellas de su estirpe teológica. Estas fuentes teológicas del concepto de sociedad civil constituyen la inspiración permanente, incluso en nuestros días, de las democracias cristianas y, en general, de la política preconizada incluso por los teólogos de la liberación, que tienen siempre el pensamiento puesto en la liberación del Estado opresor, del Estado causante del «pecado colectivo», mediante la constitución de una sociedad apolítica entendida como la sociedad verdaderamente viva y espiritual que sería la sociedad civil (sobrentendiendo esta civilidad como la que es propia de las personas que forman la sociedad de la Ciudad de Dios)» (Bueno, 1995a).
[12] «Minoría es siempre la expresión cardinal de la parte lógica, y en política puede ser la parte dominante; lo que es tanto como decir que minoría —una cantidad pequeña, unos pocos (holígoi)— es un concepto cuantitativo abstracto, sincategoremático, que sólo alcanza su significado político enmarcado en una estructura combinatoria, a la que se refiere seguramente el término “cualidad” en la expresión: “la cantidad sólo significa por las cualidades que lleva adheridas”» (Bueno, 1991: 366).
[13] La frase atribuida a Heráclito —«es más importante para la ciudad defender sus leyes que sus murallas», permite comprender rápidamente el alcance de las diferencias entre la capa conjuntiva o trasversal y la capa disyuntiva o cortical. La capa conjuntiva es inmanente, emic —diría Pike (1982)— o endogámica, pues remite a relaciones internas de la propia sociedad política o literaria. Por su parte, la capa cortical implica relaciones trascendentes, etic según Pike, o exogámicas, es decir, relaciones que nos sitúan disyuntivamente en la frontera o límite de un escenario propio y otro ajeno, en el seno de cuyas interrelaciones es necesario actuar y operar. Las «leyes» a las que apela Heráclito remiten a la capa conjuntiva o inmanente (el interior de la ciudad), mientras que las «murallas» delimitan corticalmente el perímetro que nos separa de la alteridad con la que interactuamos.
[14] Como señala Bueno, «todas las técnicas de conquista y conservación del poder político giran en el vacío si no responden a la realidad de las fuerzas sociales y económicas. La política no es un sistema cerrado de operaciones; presupone una materia social. Y aquí es donde Marx ha conocido la necesidad de las divergencias, y divergencias antagónicas, que él considera de naturaleza económica, para que pueda hablarse de política. La idea de que la política implica la divergencia entre las partes sociales, y aun la lucha de clases, es la idea más importante de Marx» (Bueno, 1991: 277-278).
[15] En palabras de Bueno, «lo que necesitamos volver del revés no son los mismos componentes hegelianos que Marx utilizó y transformó al invertirlos, sino los componentes de su nuevo materialismo histórico (los contenidos de los ejes del espacio antropológico, los conceptos de base y superestructura). La «vuelta del revés» de la que aquí hablamos consiste en alterar las relaciones entre las ideas de base y estructura de suerte que la base no sea pensada como un sistema dado objetivamente (prácticamente por la Naturaleza, o por la historia) que se impone por encima de la voluntad a las subjetividades individuales; sino como el sistema de fines de las propias operaciones subjetivas. Dicho de otro modo, los contenidos angulares (que no serán meramente superestructurales) y radiales (por ejemplo, el territorio, con sus riquezas naturales) no podrían considerarse en sí mismos como factores básicos de un determinado modo de producción […]. Por ello los contenidos radiales y angulares no se concebirán aquí como «envolventes» que actúan subterráneamente, sino como instrumentos o escenarios de los procesos circulares y, sobre todo, como objetivos de los mismos procesos circulares, en tanto son procesos operatorios» (Bueno, 1991: 283-284).
- MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «La literatura frente a la idea y concepto de poder en la sociedad política o Estado», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (III, 3.4.3.2), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).
⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria
- Sobre las ideas políticas de Cervantes en el Quijote: objetivo de la crítica literaria posmoderna.
- Entrevista de Antón García Fernández a Jesús G. Maestro sobre la Crítica de la razón literaria.
- La Divina commedia de Dante como crisol de las 4 genealogías literarias.
- ¿Por qué el mundo académico anglosajón nunca ha construido una Teoría de la Literatura sistemática y global?
- El lugar del Quijote en la genealogía de la literatura. Idea de Religión en Cervantes.
- Los entremeses de Cervantes: ¿ridiculización o comprensión del ser humano?
- La Literatura Comparada es siempre puro etnocentrismo: la interpretación de una literatura ajena desde una literatura propia.
- La Regenta de Clarín: el palacio del Marqués de Vegallana. La política es la organización de la libertad.
- La risa en el Quijote: al poder solo se le puede seducir, vencer o burlar.
Sobre las ideas políticas de Cervantes en el Quijote:
objetivo de la crítica literaria posmoderna
* * *