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IV, 4.2 - Cervantes frente a los tragediógrafos españoles del siglo XVI

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Cervantes frente a los tragediógrafos españoles del siglo XVI


Referencia IV, 4.2

 

¡Vista así, en función de sistemas económicos —que implican ciertas relaciones familiares e interpersonales—, la historia aparentemente triunfalista del cautivo capitán (Quijote I, 39-41) se carga de tintes oscuros. Se ofrece el contraste entre una sociedad estancada que se orienta hacia el pasado y otra en plena efervescencia que se abre al futuro. Se ofrece el contraste entre una sociedad sin mujeres visibles y otra en que las mujeres tienen voz y ejercen influencia. Visto así, el «triunfo» final no lo es tanto. Visto desde dentro de la ideología oficial y la «verdadera religión», o sea, de las categorías habituales entre lectores profesionales de literatura española del Siglo de Oro, el final de la trayectoria del Ruy Pérez y Zoraida es un auténtico fin feliz. Va casi sin decir que el cervantismo oficial norteamericano prefiere la segunda opción. No he podido explicarme nunca por qué nosotros, como independientes de la historia e ideología españolas, teóricamente ocupando una posición privilegiada de poder ver y juzgar libremente, sentimos la necesidad de plegarnos a la sabiduría convencional y seguir repitiendo aquello de valores universales del cristianismo y civilización occidental. El profesor Forcione me dirá... 
Carroll B. Johnson (2005).

 

 

Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro

Aquí sostenemos la tesis de que Cervantes, frente a los tragediógrafos españoles del siglo XVI, en concreto los de la década de 1580, lleva a cabo en La Numancia la secularización de la tragedia, ante la obsolescencia del clasicismo trágico.

La creación literaria ha sido —y es— con frecuencia una ridiculización de la teoría literaria. Y cuando la teoría literaria se esgrime como una preceptiva, esta ridiculización ha resultado aún mucho más intensa. Así sucedió durante el Renacimiento y, de modo mucho más expresivo, a lo largo del Siglo de Oro español. Sin embargo, la crítica literaria evita interpretar esta disidencia entre la teoría y la literatura como una burla del arte lúdico y verbal frente a la razón metódica y lógica. Bien al contrario, interpreta esta disidencia como una distancia que los diferentes métodos de investigación literaria pueden recorrer de forma comprensiva, en nombre de ciertos valores, disimuladamente moralistas entre tanta teoría crítica, que al fin y al cabo terminan por justificar la posición moral del intérprete en el idealizado mundo de la cultura. La teoría cree ser capaz de comprender la literatura desde el método, cuando apenas es capaz de servirse de ella sino para expresar —hoy más que nunca— una ideología, pletórica siempre de pretensiones y prejuicios, dos motores principales de toda investigación ideal. Por su parte, la literatura trasciende todas las teorías y normas destinadas a dar consejos sobre la «fabricación» y la «percepción» de hechos y discursos literarios. En el ámbito de la interpretación, ninguna teoría con pretensiones de exclusividad puede satisfacer, ni siquiera circunstancialmente, las exigencias de lectura de una obra literaria.

Desde esta perspectiva metodológica y crítica vamos a interpretar a Cervantes como un autor diferente de los tragediógrafos españoles del siglo XVI, y a justificar, como se ha dicho, la secularización cervantina de la tragedia ante la obsolescencia del clasicismo trágico.

La generación de tragediógrafos de 1580 escribe teatro según los cánones de una poética que no se corresponde ni con el público de su tiempo ni con la sociedad de la Edad Moderna. Sólo el artificialísimo teatro de Lope de Vega establece una relación de extraordinaria solidaridad, es decir, de dependencia mutua, entre la alienada sociedad española de fines del siglo XVI y comienzos del XVII, y los dogmáticos convencionalismos y aparatosas licencias característicos de su «nuevo arte de hacer comedias» en aquel tiempo. De un modo u otro, quizá Lope de Vega ha sido en este sentido el primer dramaturgo de la literatura europea en crear un teatro que, experimental y de éxito, fue verdaderamente urbano, civil y laico. Sus fórmulas no sobrevivieron ni a la época ni a la sociedad española que las hicieron posibles, pero la relación que como dramaturgo adquiere con el público, al integrarlo en su creación teatral como una realidad que es empíricamente parte esencial de ella, resultó entonces una conquista inédita.

A Cervantes se le ha identificado por diversas razones con el grupo de los tragediógrafos de la generación de 1580. La historiografía literaria ha argumentado la mayor parte de estas razones. Sin embargo, hay otros criterios, más heterodoxos, que han sido menos subrayados, como hay otras disciplinas, menos historiográficas, con las que no se ha contado apenas a la hora de hablar de Miguel de Cervantes y su obra teatral. El caso de Cervantes puede ser semejante al de los trágicos de la década de 1580, pero no es el mismo. Cervantes puede pensar como ellos, pero no es como ellos. La Numancia no habla el mismo lenguaje que La gran Semíramis, la Isabela o La tragedia del príncipe tirano, aunque su formato pueda parecernos a primera vista un tanto semejante. Cervantes escribe para un mundo que será diferente del mundo en el que piensan los Argensola, Lasso de la Vega, Artieda o Virués; un mundo, y una sociedad, igualmente diferente del que unos años después de 1580 aplaudirá, con más ansiedad que catarsis, el melodramático teatro lopesco y el ortodoxo drama calderoniano.

En la literatura española, desde los textos más tempranos, la tragedia ha sido siempre una heterodoxia. Los orígenes de la épica, en la cultura griega antigua, están vinculados firmemente a la experiencia de la tragedia. Sin embargo, en el nacimiento de la épica castellana, la percepción de lo trágico está completamente desterrada. En el Cantar de mio Cid la acción comienza con un hecho terriblemente trágico, como es la destrucción de todas las posesiones de Rodrigo, el deshonrosísimo destierro y la amarga separación de su esposa e hijas. Sin embargo, nada de esto se transmite ni se percibe como una experiencia trágica, sino como una ocasión que permite la génesis de una experiencia épica. El destierro, la deshonra suprema, no es objeto de tragedia, sino iniciativa de fuerza épica y proyecto de éxito futuro. Por el contrario, otras circunstancias en absoluto trágicas del teatro y la literatura españolas, como la muerte de un mártir al que salvaguarda y redime su religión —es el caso de El príncipe constante de Calderón—, han tratado de percibirse ocasionalmente por parte de cierta crítica moderna y posromántica como testimonio de un acontecimiento trágico (Ruiz, 2000). 

Cuando un hecho trágico no se presenta como tal, no se comunica como tragedia, entonces, quien habla (el personaje), cuenta (el narrador) o interpreta (el crítico literario), miente en cierto modo. Está velando parte de la experiencia completa necesaria a la verdad. El personaje, el narrador, el crítico..., oculta en casos así la experiencia trágica. A veces el dramaturgo disimula el sentimiento trágico de las acciones de sus personajes. En otros casos, el crítico, para dignificar o mitificar la acción teatral de un dramaturgo, trata de interpretarla para nosotros como si fuera un acto trágico capaz de provocaren el espectador una conmoción que, sin embargo, éste nunca llega a experimentar (Maestro, 2003). En tales casos, los destinatarios de las obras literarias, y de las interpretaciones de las obras literarias, han de reconstruir de nuevo el proceso de esa percepción trágica: construyéndola o destruyéndola, interpretándola de nuevo o desmitificándola por completo. La crítica literaria no es fiable; está llena de prejuicios, de ideas preconcebidas y de idealismos morales, enmascarados con frecuencia en una metodología más o menos convincente, atractiva o alienante según los tiempos y las correcciones políticas. Al final, el lector siempre se encuentra solo entre su experiencia de la literatura y el texto.

Ahora bien, ¿qué sucede con la tragedia en el teatro español del siglo XVI? El teatro español del Renacimiento está constituido por un conjunto variado de tendencias, que se han manifestado —según los trabajos más autorizados (Hermenegildo, 1994; Huerta, 2003)— a través del teatro cortesano, humanístico, religioso y profesional. En el desarrollo de estas tendencias, la tragedia se ha manifestado en el teatro español del siglo XVI en un ámbito afín al del teatro humanístico, en torno a la década de 1580, y con frecuencia cultivada por autores que geográficamente no procedían del centro del Imperio[1]. Es decir, que la tragedia surge brevemente, en la España del último tercio del siglo XVI, de la mano de dramaturgos que ocupan en principio un lugar secundario en la literatura y el teatro del momento, que no consiguen hacer de sus textos literarios obras teatrales de referencia para el público de su tiempo, y que tampoco confirman en su creación dramática una poética aristotélica con la que aparentemente podrían sentirse identificados.

Paralelamente, lo primero que observa el investigador es la notable ausencia de ediciones de obras trágicas del siglo XVI. Si exceptuamos los trabajos de Hermenegildo (1998, 2002), apenas podemos señalar actualmente ediciones críticas de los tragediógrafos de 1580. La misma situación se dio durante los siglos XVIII y XIX.

Pese a esta limitación que supone la falta de ediciones críticas modernas y solventes, podemos exponer con cierta seguridad algunos datos y realidades que confirmen la idea que aquí sostenemos, según la cual Cervantes escribe una tragedia, La Numancia, que no se identifica con el conjunto de obras trágicas compuestas por algunos de sus contemporáneos, agrupados en torno a la generación de tragediógrafos de 1580; y no sólo esto, sino que además la tragedia de Cervantes introduce una serie de características que a lo largo de la Edad Contemporánea resultarán esenciales en la concepción del teatro trágico, tal como lo desarrollarán, entre otros, dramaturgos como Georg Büchner en Alemania, Valle-Inclán y Lorca en España, y Samuel Beckett en las literaturas inglesa y francesa (Maestro, 2001, 2003a, 2013). Considero que la principal de estas cualidades es la secularización de la tragedia, dimensión que se introduce en la literatura y el teatro europeos de la mano de Cervantes en obras como La Numancia.

Hoy sabemos que los tragediógrafos españoles de 1580 optaron por un modelo de tragedia más senequista que aristotélico, es decir, más próximo a la «tragedia de horror» que a la preceptiva del clasicismo trágico (Blüher, 1969). El punto de partida es el arte grecolatino, pero el resultado es una tragedia que no cumple con las normas clásicas, que insiste en la dimensión moral y política del desenlace, y que discute ciertas ideas y gustos compartidos mayoritariamente por un público al que tales espectáculos no atraen ni convencen. Cabe advertir en este punto que la confusión mostrada por los preceptistas auriseculares sobre los géneros y las formas literarias era extraordinaria[2]. Los dramaturgos, como los novelistas, seguían sus propias normas, ajenos en la práctica de la creación literaria a los dictámenes y reglamentos de los teóricos de la literatura. El divorcio entre creación literaria y teoría poética era mucho más sobresaliente de lo que habitualmente parece advertirse. La preceptiva literaria iba por un camino que los creadores de obras de arte no seguían casi nunca[3]

Juzgar la creación literaria de la España de los Siglos de Oro desde el punto de vista de su adecuación o inadecuación a los cánones o preceptos entonces al uso es plantear de antemano una interpretación insuficiente y errada de los textos literarios. La literatura es un fin en sí mismo, no un medio en el que verificar la legalidad de una preceptiva literaria, de una poética de lo cómico o de una teoría de la tragedia. Por otro lado, la experiencia del público será decisiva para disponer el éxito del teatro, al fin y al cabo espectáculo de masas, si pretende trascender los límites de lo estrictamente literario. El público sólo existe si está unido, es decir, unido en complicidad en torno a una serie de ideas, que acaban por instituirse en ideología social, dominante y alienante. Esta codificación de ideas, esta objetivación ideológica, la consigue en el teatro, como sabemos, Lope de Vega. En esta herencia reside también confortablemente buena parte del teatro calderoniano.

Hermenegildo ha estudiado con minuciosidad la poética de la tragedia que caracteriza a los dramaturgos de la generación de 1580. De ello nos da precisa y actual cuenta en múltiples trabajos. En su artículo dedicado a «La tragedia: de Pérez de Oliva a Juan de la Cueva» (2003) sintetiza muchos aspectos esenciales de otros trabajos suyos. Los preceptos de Aristóteles, Horacio y Séneca no resultan completamente confirmados en la creación dramática de los autores españoles. Parten de la tragedia clásica, pero ciertas pretensiones de modernidad hacen que el resultado sea una tragedia caracterizada por la inverosimilitud, la ausencia del coro (excepto en las Nises de Bermúdez y la Dido de Virués), el incumplimiento de las unidades clásicas, la exuberancia y acumulación de episodios en la fábula o acción principal, la polimetría, el exceso en todo tipo de acontecimientos, en los que domina la poética de lo monstruoso y extremo, lo absurdo y brutal. Se ha querido ver en este tipo de tragedias una dimensión docente, muy propia de la literatura del Renacimiento, en cuya función instrumental se ofreciera al público una forma de guía y corrección sociales. Parece cierto que los referentes históricos de estas tragedias están cargados de un fuerte valor semántico destinado a sus contemporáneos, especialmente en lo que se refiere a las reflexiones sobre el uso del poder político, la figura del rey y del tirano, el ejercicio del absolutismo político, y los modos, en suma, de organizar el comportamiento social e individual.

Tomemos como ejemplo, dada su afinidad con Cervantes, quien cita sus obras en el capítulo 48 de la primera parte del Quijote, a Lupercio Leonardo de Argensola, autor cuya vida transcurre entre los años 1559 y 1613. Sus tragedias constituyen una reflexión sobre el poder político, y se sirven de la expresión del horror como medio de influencia sobre el público[4]. Como sabemos, se le atribuye la composición de tres tragedias, probablemente entre los años 1579 y 1585: Filis (hoy perdida), Alejandra e Isabela. En el Quijote (I, 48), Cervantes dedica este comentario —por boca del canónigo— a las tres tragedias de Argensola:

 

Acuérdome que un día dije a uno destos pertinaces: «Decidme, ¿no os acordáis que ha pocos años que se representaron en España tres tragedias que compuso un famoso poeta destos reinos, las cuales fueron tales que admiraron, alegraron y suspendieron a todos cuantos las oyeron, así simples como prudentes, así del vulgo como de los escogidos, y dieron más dineros a los representantes ellas tres solas que treinta de las mejores que después acá se han hecho?». «Sin duda —respondió el autor que digo— que debe de decir vuestra merced por La Isabela, La Filis y La Alejandra». «Por esas digo —le repliqué yo—, y mirad si guardaban bien los preceptos del arte, y si por guardarlos dejaron de parecer lo que eran y de agradar a todo el mundo. Así que no está la falta en el vulgo, que pide disparates, sino en aquellos que no saben representar otra cosa» (Quijote I, 48)[5].

 

Hermenegildo interpreta estas palabras elogiosas de Cervantes a Lupercio Leonardo de Argensola desde el punto de vista de la rivalidad entre el novelista y Lope de Vega, y no exactamente como muestra de la sinceridad cervantina en el reconocimiento de los méritos que atribuye al autor de Alejandra. Así se expresa Hermenegildo en este punto:

 

Insistimos en la existencia de una profunda enemistad entre Lope de Vega y Cervantes, enemistad que pudo conducir a este último a hacer alabanzas inmerecidas de quienes podía hacer alguna sombra a la gran figura de moda [...]. Tan extremado elogio hace pensar en la necesidad de leerlo de modo oblicuo [...]. El hiperbólico juicio cervantino no corresponde a la calidad de las tragedias. O bien Cervantes se equivocó como crítico, o utilizó a Argensola como instrumento antilopesco, o entre Cervantes y Argensola había una especial afinidad espiritual que les empujaba a usar las tragedias como expresión de un anticonformismo con las normas vigentes en su propia sociedad y con ciertas realizaciones de quienes ocupaban la cúspide del poder político. Tras una lectura atenta del conjunto de la obra cervantina y argensoliana, la tercera lectura es la única que parece dar cuenta de la extraña pasión de Cervantes por Lupercio (Hermenegildo, 1994: 243).

 

Lo cierto es que tal elogio no es exactamente de Cervantes, sino de un personaje cervantino. En concreto, procede de un canónigo, es decir, de un cura de alto standing. Sin duda tal encomio —más bien una hiperoje— es excesivo para ser verdadero, sobre todo si tenemos en cuenta que las obras de Lupercio Leonardo de Argensola no vuelven a representarse más allá de los años 1581-1584, y que sólo en 1722 se imprimen, merced a la intervención de Sedano, la Isabela y la Alejandra. Nada volvió a saberse de la Filis[6]. Hemos de insistir, pues, en la adecuada percepción de estas palabras, cuyo autor es Cervantes, indudablemente, pero sucede que su portavoz es un personaje de ficción —completamente fugaz en la trama del Quijote—, algo que confiere a sus palabras, de forma innegable, un estatuto ajeno a la verdad histórica, a la legalidad de los hechos, e incluso también a una declaración de sinceridad por parte del autor real de la novela en que tales palabras se insertan. De las tres razones apuntadas por Hermenegildo para justificar esta referencia cervantina a Argensola —error interpretativo de Cervantes, sincera admiración del novelista por el dramaturgo, o manipulación antilopesca del teatro de Argensola—, consideramos que la tercera de ellas es la más acreditable desde el punto de vista de la lectura que aquí proponemos.

Consideramos que Cervantes no se identifica con las palabras del canónigo tan plenamente como la mayor parte de la crítica ha dado a entender. Si Cervantes busca el apoyo de la poética clásica para desmerecer y deslegitimar las comedias lopescas, no es precisamente porque él mismo se identifique con el clasicismo literario, ni con la preceptiva aristotélica, sino porque sólo de este modo, usando el arma de la teoría literaria entonces respetada podía permitirse afrentar en público las comedias de su rival, que no su genialidad, por todos aplaudida (incluso por el propio Cervantes, con todo cinismo, por supuesto). Hoy no hay ni una sola obra literaria conservada de Cervantes en que las normas del clasicismo preceptista se cumplan rigurosa o ejemplarmente. Resulta incoherente aceptar que se hable de Cervantes como un aristotélico cuando él es precisamente quien crea un género literario, como es la novela moderna, que nace al margen del aristotelismo y de la poética clásica; y cuando él mismo muestra por el entremés, el género espectacular gestado también al margen de los preceptos, el mayor de los intereses teatrales. El mensaje de Cervantes, en cuestiones de teoría literaria, es deliberada y obstinadamente ambiguo, y hace patinar con frecuencia a intérpretes sesudos que buscan con exceso la concreción y el positivismo allí donde resulta imposible hallarlos. El elogio de las tres tragedias de Argensola contribuye fundamentalmente a desorientar una vez más al lector en el ambiguo y confuso mundo de la preceptiva cervantina.

Poética sin preceptistas y teatro sin público, he aquí la realidad que determinó el desarrollo de la tragedia en el teatro español de finales del siglo XVI. Y de este modo, al igual que otros tragediógrafos de la década de 1580, Lupercio Leonardo de Argensola presenta en sus tragedias una poética del teatro que se distancia o incluso rompe con los principios del aristotelismo y de los preceptivas del Renacimiento. Por otro lado, estas transformaciones de su arte poética no desembocan en la composición de obras teatrales que pretendan un acercamiento al público de su tiempo o una satisfacción de sus gustos como espectador. El resultado fue una poética distante del canon clásico y un teatro trágico ajeno al espectador.

 

Argensola no se sintió atraído por las novedades teatrales imperantes y no insistió en sus conatos dramáticos. Creyó que debía mantenerse fiel a un clasicismo neosenequista marcado por la práctica de Italia. Dejó de lado la consideración de la evidente presión popular, que decidía la forma imperante de teatro. Para nuestro autor el pueblo no fue, como tampoco lo fue para Virués, el árbitro de la escena [...]. Con relación al teatro clasicista tradicional, el dramaturgo aragonés, junto con Cueva, Virués, Artieda y el mismo Cervantes, se libera en buena parte de la obligada imitación. Todos violaron en mayor o menor grado los preceptos de Aristóteles y Horacio, pero quedaron en la órbita de Séneca y del teatro italiano (Hermenegildo, 1994: 242).

 

Argensola, como la mayor parte de los tragediógrafos de la década de 1580, compone un teatro afín a la moralización intelectual y a la dramática senequista, en busca de un público selecto y culto, que resultó por completo insuficiente para hacer del teatro un espectáculo urbano y colectivo. Rechazó precisamente todo aquello que podría haber hecho del arte dramático un teatro de éxito en una sociedad dogmática: el público y los ideales de alienación social.

La Alejandra, por ejemplo, es una tragedia que hace del horror senequista una de sus formas de expresión más recurrentes, aproximándose en este sentido al teatro de los autores italianos del siglo XVI. La tragedia gira en torno a dos motivos fundamentales y cruzados: el deseo de vengar la muerte de Tolomeo y los celos de un rey que encuentra la satisfacción de sus pasiones en la muerte de la reina Alejandra. Es muy probable que una de las fuentes de esta tragedia haya sido la Mariana de Lodovido Dolce, de quien Argensola parece haber tomado varios motivos. Una de las características de la tragedia es la configuración arquetípica de los personajes, en modelos de bondad y maldad excesivamente rígidos. El maniqueísmo resulta indisimulado, y no permite contrastes ni complejidades enriquecedoras de caracteres. Las escenas de horror, por excesivas y recurrentes (miembros humanos cortados, sangre constantemente derramada, Alejandra se corta su propia lengua, decapitación de dos niños inocentes...), restan paradójicamente dramatismo a la acción, y acaban por resultar ineficaces. Desde el punto de vista de teoría literaria, la loa con la que se abre la tragedia resulta de especial interés. En ella expone el autor algunas ideas sobre la tragedia. Argensola advierte que buena parte de las teorías aristotélicas no resultan adaptables a la mentalidad y el teatro de su tiempo, por lo que propone un alejamiento de los preceptos del clasicismo trágico: «La edad se ha puesto de por medio / rompiendo los preceptos por él (Aristóteles) puestos». No son, francamente, palabras muy ajenas a las que Cervantes pone en boca de la Comedia, quien dice en El rufián dichoso (II, 1221-1222), frente a la Curiosidad: «Los tiempos mudan las cosas / y perfeccionan las artes». Al igual que Cervantes, Argensola parece admitir que la innovación teatral es legítima si la alteración de los preceptos clásicos queda justificada por razones estéticas. De este modo, Argensola prescinde del coro, incumple las unidades de espacio y tiempo, y con frecuencia se olvida de la necesaria verosimilitud, tan solicitada por la tragedia clásica y sus preceptistas.

En España las normas del clasicismo trágico nunca se objetivaron en la creación literaria de forma estable o satisfactoria. El canon clásico no se manifestó con pureza en la literatura, sino en los tratados y epístolas de preceptistas como Pinciano y Cascales (Vega, 2004). Frente a las ideas aristotélicas sobre la tragedia, Cervantes se distancia sensiblemente en la Numancia de una ordenación teleológica de los hechos orientada hacia una finalidad catártica, así como de una concepción del personaje que sufre las consecuencias de lo trágico como alguien que haya de incurrir necesariamente en un exceso o hybris. Paralelamente, en la fábula de La Numancia Cervantes sustituye la metafísica por la Historia, y aquí reside probablemente una de sus más modernas aportaciones.

En la tragedia clásica, los principales homicidas eran los dioses. La muerte violenta confirma una autorización o un designio divinos. En una tragedia moderna, y La Numancia de Cervantes ocupa un lugar de privilegio en este contexto, los únicos homicidas son los propios seres humanos. La poética cervantina muestra cómo la modernidad toma conciencia de lo que habrá de ser para el futuro la interpretación de la experiencia trágica: el reconocimiento del poder del Hombre contra sí mismo. Más precisamente: contra seres inocentes de su misma especie. Desde La Numancia de Cervantes, el sufrimiento de los seres humildes, así como la crueldad ejercida contra criaturas inocentes, alcanza un estatuto de dignidad poética y legitimación laica que conservará para siempre. 

La poética de la Edad Contemporá­nea encuentra aquí una de sus dimensiones más fundamentales: Büchner, Valle, Pirandello, Lorca, Brecht, Beckett, Dürren­matt... En la poética cervantina lo cómico se disocia por completo de la humildad social, que ocupa ahora un lugar nuclear en la tragedia, subrogando el hombre común a los antiguos atridas y a los modernos aristócratas, antaño protagonistas exclusivos de la fábula trágica. Simultáneamente, la religión no desempeña en La Numancia ningún valor funcional. Pese a la apoteosis contrarreformista, todo transcurre en un mundo pagano. Un mundo gentil que habrá de ser sacrificado por completo, y por la mano del Hombre. Sin dioses. Sin profetas. Sin ministros de religiones normativas. La Numancia es una tragedia deicida. Los numantinos fueron capaces de profanar, con su incredulidad en los númenes y su convicción ante el suicidio, todo el dogmatismo de la Contrarreforma. La Numancia es ante todo una profanación. Es la secularización de la tragedia. Es la modernidad. Conciencia de libertad contra corriente.

El valor del destino y de las fuerzas supranaturales se encuentra en La Numancia formalmente referido, pero funcionalmente muy atenuado. Las invocaciones al mundo metafísico y suprasensible desempeñan en la tragedia un valor emotivo, formal o retórico, antes que discursivo o funcional; el resultado de las experiencias agoreras y adivinatorias no influye decisivamente en el curso de los acontecimientos ni en las decisiones de sus protagonistas. Más tienen a veces de escenas costumbristas que de hechos auténticamente reveladores de las secuencias funcionales de la acción. Son numerosos los momentos en los que, a lo largo de La Numancia, se alude a una realidad trascendente en la que no se identifica ni reconoce de forma explícita un poder superior, capaz de intervenir funcionalmente en el curso de los acontecimientos y acciones humanas. 

El propio Escipión, en su arenga a los soldados romanos, advierte, con claridad sorprendente para la época, que la fortuna nada tiene que ver con el desenlace del enfrentamiento que mantienen contra los numantinos, sino que es más bien el poder de la voluntad humana, la diligencia frente a la pereza, lo que ha de determinar, en el cerco de Numancia, el triunfo o la derrota de las tropas romanas. Sin duda la imagen de Marte a la que aquí alude Escipión preludia la pintura de Velázquez, en la que el dios de la guerra desmiente, con tu actitud distendida y abandonada, la expresión de cualquier acto heroico: «La blanda Venus con el duro Marte / jamás hacen durable ayuntamiento / [...] hállase mal el trabajoso marte» (I, 89-90 y 154). Cervantes llega a afirmar que algo semejante a que cada ser humano es en cierto modo dueño de su propio destino, desterrando así la influencia de una realidad metafísica en el desarrollo de los asuntos humanos: «Cada cual se fabrica su destino, / no tiene aquí Fortuna alguna parte» (I, 157-158).

Desde el punto de vista de la poética, La Numancia cervantina se distancia de una exigencia fundamental para la tragedia antigua. Los dioses son ahora simplemente divinidades a las que se atribuyen agüeros en los que creen —o no creen, diríamos mejor— los personajes de la tragedia, pero en ningún momento los númenes intervienen directa o individualmente en el poema, ni de obra ni de palabra. La secuencia protagonizada por Leoncio y Morandro, que sucede a la comprobación oficial de los augurios que acaba de llevar a cabo la comunidad del pueblo numantino, confirma, desde el ámbito de la experiencia humana individual, la intención cervantina de contraponer al poder de los dioses y la superstición metafísica la solvencia de la razón y la voluntad del hombre. Las palabras de Leoncio se encuentran, en cierto modo, muy próximas a las de la arenga de Escipión a sus soldados: la fortuna y los agüeros nada tienen que ver con la voluntad y el «ánimo esforzado» del buen militar. Una vez más la acción de una realidad trascendente queda excluida del ámbito de la acción del hombre. Sólo una voluntad humana puede vencer el poder de la voluntad humana. Una interpretación radical de estas palabras podría llegar a identificar en el discurso de Leoncio un fondo nihilista inadecuado a la época en que escribe Cervantes; sin embargo, resulta imposible leer los enunciados de este personaje, concretamente en su diálogo con Morandro, sin percibir una declarada negación de la presencia del destino en la vida existencial del ser humano. El discurso de Leoncio enfrenta la voluntad humana con la metafísica, y niega el valor del destino y sus imperativos sobre las facultades volitivas del hombre, presididas siempre, desde el punto de vista cervantino, por el ejercicio de la libertad. Ni Edipo, ni Electra, ni Orestes, se atreverían jamás a repetir estas palabras sobre la existencia y el poder del orden moral trascendente que guiaba sus vidas.

Sin duda el silencio de los dioses es, en la concepción cervantina de un mundo trágico, mucho más expresivo que su verbo. En la modernidad es central el problema de la secularización: es época de dioses huidos. Aquí radica, sin duda, una más de las cualidades que hacen de La Numancia una de las primeras tragedias de la modernidad, al proponer una concepción del hecho trágico profundamente secular, por completo diferente a la exigida por la poética antigua. Cervantes es el primer dramaturgo de la historia de la literatura occidental que sustituye la metafísica por la Historia: el ananké trágico no reside en los imperativos de los dioses, sino en el fatum de realidades históricas consumadas. La existencia humana no está ya determinada por una realidad metafísica. En adelante, los protagonistas de la tragedia serán seres humildes, no aristócratas elegidos por los dioses. Por último, la teleología de la experiencia trágica no será la confirmación de una realidad trascendente, numinosa y metafísica, sino que se verá sustituida por un referente nihilista en el que la historia deposita y disuelve a todo aquello que en alguna ocasión ha formado parte de ella. Büchner, Brecht, Beckett, Dürrenmatt... son algunos de los continuadores de la poética de La Numancia.

 

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NOTAS

[1] Jerónimo Bermúdez —cuya vida está llena de conjeturas— nace probablemente hacia 1530 en alguna parte de lo que hoy es Galicia. Harto conocidas eran sus diferencias respecto a la política centralista que le tocó vivir: «El enfrentamiento de Bermúdez con el centralismo de Felipe II es un indicio más del malestar que la corte castellana producía entre ciertos sectores intelectuales de la periferia peninsular, sectores que se manifestaron, por ejemplo, a través de la serie de tragedias de la segunda mitad del siglo, las tragedias de horror. Estas tragedias insisten, de modo sorprendente [...] en la presentación de la imagen de un rey tirano y opresor» (Hermenegildo, 1994: 209). Por su parte, el nacimiento de Andrés Rey de Artieda se sitúa entre 1544 y 1549, y al igual que Cristóbal de Virués, en Valencia. Diego López de Castro era natural de Salamanca, Lupercio Leonardo de Argensola de Barbastro, y Juan de la Cueva de Sevilla. La excepción la constituye Gabriel Lasso de la Vega, madrileño, y en palabras de Hermenegildo (1994: 260), «producto típico de una ideología conservadora del sistema político vigente».

[2] «Comedia tiene un significado más amplio que tragedia, pues toda tragedia es comedia, pero no al contrario. La comedia es la representación de alguna historia o fábula y tiene final alegre o triste. En el primer caso retiene el nombre de comedia; en el segundo es llamado comedia trágica, tragicomedia o tragedia. Ésta es la verdadera distinción de las palabras, no obstando el que otros arguyan lo contrario» (Juan Caramuel de Lobcowitz, «Epistola XXI» (1668), Ioannis Caramvelis Primvs Calamvs. Tomvs II. Ob ocvlos exhibens..., Ex Officina Episcopali (págs. 690-718). El texto latino puede verse en la Preceptiva dramática española del Renacimiento y Barroco (1965) (Madrid, Gredos, 1972, págs. 289-318) de F. Sánchez Escribano y Alberto Porqueras Mayo, y la trad. esp. en H. Hernández Nieto, «La Epístola XXI de Juan Caramuel sobre el Arte nuevo de hacer comedias de Lope de Vega» (Segismundo, 23-24, 1976, págs. 203-288).

[3] Las siguientes palabras de Hermenegildo son pertinentísimas: «No es necesario, ni posible, explicar la existencia de la tragedia española del siglo XVI como derivación de las ideas de Pinciano, Cascales y otros humanistas y preceptistas españoles. Unos y otros escriben cuando ya se han llevado a cabo los experimentos dramáticos. Sus teorías son explicaciones eruditas con las que se intenta adaptar las normas clásicas a las realidades dramáticas inmediatamente anteriores. Cuando Pinciano y Cascales escriben sus obras, ajustan las reglas salidas de la tradición clásica a los usos y necesidades contemporáneos, es decir, a la práctica de los autores trágicos [...]. Fueron los mismos escritores, en su praxis dramática y en su propia reflexión teórica —no hablamos de los preceptistas que escriben a posteriori, como Pinciano o Cascales— quienes tomaron el concepto neoaristotélico de tragedia como punto de partida para huir y alejarse poco a poco de él. Nuestros trágicos fueron suprimiendo acompasada y paulatinamente las reglas clásicas. El resultado fue su propio fracaso y la consiguiente preparación del triunfo del teatro barroco».

[4] La crítica ha advertido en el teatro de Lupercio Leonardo de Argensola sendas cualidades determinantes desde los puntos de vista político y social: la denuncia de un poder tiránico y la falta manifiesta de contacto con el público de su tiempo. Hermenegildo (1985) señala a este respecto la relevancia del memorial que Lupercio Leonardo de Argensola dirige a Felipe II en 1598, que contiene una fuerte crítica moral a la poética del teatro de su tiempo, por lo que pide al rey que suprima las representaciones. Para evitar lo que considera licencioso o inmoral en el teatro, el dramaturgo se refugia en la presencia de modelos clásicos e italianos.

[5] Apud nota 14 a la ed. del Quijote I, 48 de Francisco Rico. Son obras de Lupercio Leonardo de Argensola (se ha perdido La Filis) y debieron escribirse entre 1581 y 1584. Más que tragedias de orden clásico, son obras de transición entre el teatro clasicista, con rasgos humanísticos, y la comedia nueva. La posición de Argensola es esencialmente moralizadora: desde la Loa de La Isabela se enfrenta a la farsa o la comedia nueva («...comedias amorosas, / nocturnas asechanzas de mancebos / y libres liviandades de mozuelas: / cosas que son acetas por el vulgo»), pero prescinde por completo de las unidades, emplea un sistema polimétrico y estructura las obras en cuatro jornadas (Green, 1945: 25-26, 102-121; Hermenegildo, 1973: 324-367; Egido, 1987a). 

[6] De 1889 data la edición del Conde de la Viñaza (Obras sueltas de Lupercio y Bartolomé Leonardo de Argensola), en que aparecen de nuevo la Isabela y la Alejandra, con algunas variantes a pie de página de dos manuscritos que el mismo conde encontró. Desde entonces —y hasta el momento de escribir estas líneas—, nada más. Actualmente el profesor Luigi Giuliani está desarrollando una valiosa labor de investigación y edición de las obras de Argensola, de la que cabe esperar en breve resultados de suma utilidad.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Cervantes frente a los tragediógrafos españoles del siglo XVI», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 4.2), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


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Cervantes frente a los tragediógrafos españoles del siglo XVI


IV, 4.3 - El espacio teatral en La casa de los celos de Cervantes

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





El espacio teatral en La casa de los celos de Cervantes


Referencia IV, 4.3

 

El espacio teatral en La casa de los celos de Cervantes

El teatro de Cervantes es un universo de materiales literarios organizado a través de múltiples dialécticas cualitativas. La dialéctica es una figura filosófica que dispone la interpretación de dos ideas antinómicas o contrarias a través de una idea correlativa a ambas. Podemos analizar la idea de pobreza por relación dialéctica a la de riqueza, pero a través de una tercera idea correlativa a ellas: el dinero. El teatro de Cervantes explicita múltiples interpretaciones dialécticas de ideas inherentes al propio teatro, la literatura y el arte, y también a la política, la libertad, el amor, la religión e incluso la ciencia.

Estas páginas se centran en La casa de los celos, una de las comedias menos consideradas y valoradas del teatro cervantino, a fin de interpretar, desde los presupuestos de la Crítica de la razón literaria, la concepción dramática y también literaria del espacio, que se considerará desde los criterios antropológico, ontológico, gnoseológico y poético o estético. El resultado nos sitúa ante una obra en la que Cervantes combina y expone tres dimensiones fundamentales de la literatura: la crítica objetiva ―al teatro de su tiempo―, la experiencia cómica ―concretamente a través de la burla, la parodia y la desmitificación de referentes caballerescos, pastoriles y mitológicos― y la fabulación del desengaño ―como una formalización poética genuinamente barroca que, una y otra vez, remite a la desilusión y la frustración, pero, sobre todo, al modo de gestionar la relación humana con la adversidad de la vida―.


 

Tetradimensionalidad del espacio en la literatura y el teatro:
espacios antropológico, ontológico, gnoseológico y poético o estético

Vamos a considerar el espacio de La casa de los celos desde un punto de vista tetradimensional, al distinguir sus posibilidades antropológicas, ontológicas, gnoseológicas y poéticas o estéticas, tal como se objetivan en los materiales literarios que constituyen esta comedia.

1. En primer lugar, en su dimensión antropológica[1], es posible distinguir en el espacio de esta pieza cervantina tres ejes o secciones: el circular o humano, constituido por el espacio civil, político y social, representado ante todo por el escenario palatino que se objetiva en el palacio de Carlomagno; el radial o de la naturaleza, ubicado esencialmente en las selvas de Ardenia, y configurado sobre todo por su expresión bucólica, naturalista e idílica; y el angular o religioso, fuertemente condicionado por la presencia de elementos extraordinarios, fantásticos y maravillosos, que reducen la fenomenología de la religión a referentes exclusivamente numinosos y mitológicos, de los que está prácticamente excluida toda materia teológica, salvo la intervención final del Ángel[2]. Estas secciones indican que el espacio antropológico en La casa de los celos es, según el orden de los ejes expuestos, eminentemente crítico (eje circular o humano), animista (eje radial o de la naturaleza) y numinoso y mitológico, con elusión de referentes teológicos (eje angular o religioso).

2. En segundo lugar, en su dimensión ontológica, distinguiremos tres órdenes o ámbitos, constituidos por su realidad física, imaginaria o psicológica y conceptual o lógica[3]. El primero de estos terrenos remite a una poética realista, muy lejos de la que formaliza Cervantes en una comedia como La casa de los celos; el segundo está implicado en una poética idealista, muy propio de la obra que nos ocupa, como observará cualquier lector o espectador; y el tercero de ellos remite a exigencias de diseño, montaje y arquitectura teatral, constituyentes de un texto espectacular destinado a objetivar toda la información necesaria para una acertada puesta en escena. Se articula de este modo, ontológicamente, una triple concepción realista, idealista y científica o técnica del espacio teatral.

3. En tercer lugar, en su dimensión gnoseológica, el espacio dramático de La casa de los celos puede examinarse según el modelo semiológico de la gnoseología materialista[4]. Se distinguen tres ejes: sintáctico, semántico y pragmático. En el eje sintáctico, es posible identificar una serie de términos, relaciones y operaciones, que podrán ser reales o ideales, y que, en consecuencia, remitirán a diferentes tipos y posibilidades de obras de arte y de ficción teatral. En el eje semántico es posible discriminar referentes, fenómenos y esencias, que permitirán disponer las ideas nucleares en torno a las que se estructura la comedia. Finalmente, en el eje pragmático es posible distinguir autologismos, dialogismos y normas, figuras gnoseológicas que, objetivadas en las formas y materiales literarios, hacen posible la construcción e interpretación de toda una genealogía de la literatura dentro de la cual se inscribe La casa de los celos. El resultado es que esta comedia de Cervantes remite a una literatura sofisticada o reconstructivista, caracterizada por la combinación de modos de conocimiento sofisticadamente críticos y tipos de saberes literarios reconstructivamente irracionales o pseudoirracionales.

4. En cuarto lugar, en su dimensión poética o estética, el espacio dramático conduce igualmente, desde un criterio semiológico, a una sintaxis, una semántica y una pragmática. Sintácticamente, el espacio está determinado por los medios artísticos, modos genológicos y fines teleológicos de la propia obra o de los sujetos que la manipulan, objetivados formalmente en los materiales de una construcción artística que podrá ser teatral, cómica, entremesil, etc., o novelesca, picaresca, bizantina…, o cinematográfica, o escultórica, o musical, etc. Semánticamente, toda obra de arte remite a una elaboración mecanicista, cuya máxima expresión en el Siglo de Oro es el formato o hechura de la comedia nueva creada por Lope de Vega; a una interpretación sensible o psicológica, capaz de determinar, o no, socialmente, la valoración, aceptación o rechazo emocionales de los contenidos y formas de una obra artística; y a la codificación lógica o conceptual de un nuevo horizonte de expectativas, como sistema de normas objetivadas capaces de instaurar un criterio de valor literario, poético o estético hasta entonces inédito, en el que ha de objetivarse la posible genialidad o singularidad de su autor. Por último, desde un punto de vista pragmático, en La casa de los celos es posible señalar rasgos autológicos, del propio Cervantes, contra rasgos dialógicos, característicos de la comedia nueva lopesca, y frente a rasgos normativos, pertenecientes a una tradición impuesta en nombre de la poética clásica (normas y unidades aristotélicas de tiempo y espacio, etc.).

Adviértase que, en toda obra literaria, el estudio del espacio antropológico da cuenta de la dimensión política y religiosa de los materiales literarios; a su vez, el análisis del espacio ontológico permite determinar el tipo de ficción que se objetiva en su naturaleza literaria; por su parte, el espacio gnoseológico indica el lugar que ocupa esta misma obra en una genealogía de la literatura; finalmente, el espacio poético o estético da cuenta de la genología del texto en sí, y de las propiedades clasificatorias de sus materiales literarios, en una Historia de la Literatura.



Formalización espacial de los materiales dramáticos en La casa de los celos

En La casa de los celos es posible distinguir al menos ocho formas de materialización del espacio dramático en sus contenidos poéticos y literarios: 1) el espacio palatino de Carlomagno, 2) el espacio fabuloso de una geografía imperial y utópica de la que procede Angélica, 3) el espacio proteico de las selvas de Ardenia, abierto a una multivalencia de contenidos y materiales, entre los que han de señalarse cinco fundamentales: 4) lo bucólico, idílico y pastoril (Lauso, Corinto, Clori, Rústico…), 5) lo mágico, numinoso y lúdico (Merlín, Malgesí, Demonio, Venus, Cupido, sátiros…), 6) lo caballeresco, mitológico y neolegendario (Bernardo del Carpio, Marfisa…), 7) lo alegórico, moral y parenético (las figuras de Castilla, el Temor, los Celos, la Desesperación, la Mala Fama, la Buena Fama…), y 8) lo teológico (la figura final del Ángel).

1. El espacio palatino de Carlomagno representa ante todo el lugar cívico, político y social en el que se inicia la obra y se enmarca una de sus acciones principales ―cuyo protagonismo recae sobre Reinaldos y Roldán en su enfrentamiento por el amor de Angélica―, intervenida por un intertexto literario propio de la literatura caballeresca y su mitología épico-legendaria. Pero esta tradición caballeresca y legendaria, cuyo referente, como es bien sabido, se sitúa en la obra de Matteo Boiardo (Orlando innamorato, 1486) y Ludovico Ariosto (Orlando furioso, 1516), resulta aquí profundamente parodiada, burlada y desmitificada. Desde el punto de vista del espacio antropológico, el escenario palatino de Carlomagno y su corte resulta, 1) circularmente, de un idealismo absoluto, degradado incluso por la bajeza y cobardía de un ridículo paladín como Galalón; 2) radialmente se presenta rodeado de un animismo arcádico y eglógico; y 3) angularmente, penetrado de agentes numinosos, mágicos y fantásticos. El espacio palatino es el punto de partida de la obra, pero no su destino, ni siquiera su escenario de referencia. No en vano los legendarios Marfisa y Bernardo desafían, inútilmente, sin pena ni gloria ―diríamos―, al propio Carlomagno, y aún a los doce pares, en su propia corte (III, 2181 ss). Una parte esencial de los personajes de La casa de los celos brota de este espacio palatino, al que rebasan tras la segunda jornada para disolverse, definitivamente, en el proteico espacio eglógico de las selvas de Ardenia, auténtica ―y paradójica― disolución de todas las utopías caballerescas, arcádicas y renacentistas[5].

2. La irrupción de Angélica presupone la impronta de un espacio fabuloso, evocador de una geografía imperial y utópica (vv. 219-225) de la que procede esta hermosa y polémica dama, cuyo hermano fallece insólitamente a manos de un ridículo e intempestivo agresor, el moro Ferraguto. Angélica, cual quijotesca princesa Micomicona, representa en la fábula el motivo de la dama menesterosa que, procedente de lejanas y acosadas tierras, y descendiente de un rey destronado o intimidado, busca clemencia, apoyo o pretendiente. El resultado, en este caso, es absolutamente frustrante: su hermano muere a manos de una especie de rufián legendario, lejos del heroísmo que cabría esperar, y sus pretendientes, Reinaldos y Roldán, resultan más cómicos y farsescos que caballeros y galanes. Adentrada y desesperada en el espacio bucólico de los pastores Clori y Rústico, se hace pasar sin éxito por uno de ellos a fin de evitar el cerco que le ponen sus enajenados amantes. Todas las presumibles expectativas de las historias y tradiciones caballerescas resultan aquí nuevamente frustradas, revertidas, desmitificadas. El espectador se encuentra, una vez más, ante un espacio de disolución de las utopías caballerescas.

3. El espacio proteico de las selvas de Ardenia, que cierra la hendíadis titular de la obra, constituye el teatro de referencia de la comedia, y crece abierto, de forma progresiva e integradora, hacia una multivalencia de contenidos y materiales francamente decisivos, entre los que han de señalarse cinco fundamentales: lo bucólico, lo numinoso, lo mitológico, lo alegórico y lo teológico. 

Estamos aquí sumidos en un espacio teatral profundamente imaginario e idealista, desde el punto de vista del espacio ontológico. Su diseño en apariencia irracional y extraordinario es fuertemente racional y preciso en su coherencia. Los términos que lo constituyen (personajes y figuras de caballeros y damas legendarios, épicos, de gestas y fábulas heroicas), proceden de una tradición literaria bien conocida, caballeresca y mitológica, desde la que Cervantes escribe, pero que revierte con fines irónicos, críticos y desmitificadores, en el uso de sus relaciones y operaciones ―los personajes se relacionan entre sí de forma antiheroica, ridícula y burlesca―, en una línea, casi lucianesca, comparable a la que el propio escritor utiliza en su Viaje del Parnaso con los dioses de la mitología clásica (Maestro, 2014). 

A través de la parodia, todo desemboca en la frustración y la desilusión: Reinaldos y Roldán pretenden ridículamente el amor de Angélica, que huye para siempre de ellos; Bernardo del Carpio y Marfisa ansían de forma antiheroica fama y celebridad mediante gestas que nunca tienen lugar ni posibilidad; Lauso y Corinto viven arcádicamente para enamorar a una Clori que, estoica y fabulosa, sólo presta atención a un Rústico que con frecuencia se aproxima a la imagen del bobo o simple del más temprano teatro entremesil. 

Desde el punto de vista gnoseológico, términos, relaciones y operaciones definen en La casa de los celos la poética de una parodia, en sus referentes, fenómenos y esencias, cuyo fin es la risa[6], mediante la imitación burlesca de lo serio y a través de la degradación del objeto parodiado: los ideales del mundo caballeresco, las libertades de la vida arcádica, y los logros ―más que discutibles― de gestas heroicas y bélicas. El mundo del Barroco no está diseñado para grandes celebraciones. Nadie percibe, ni interpreta con claridad, el origen y objetivo de los hechos humanos. La voluntad antropológica se siente extraviada en un cosmos en el que la razón teológica comienza a resultar muy insuficiente para explicar la totalidad de las contradicciones y controversias planteadas por la inteligencia humana. Y esto es lo que nos revela, ante todo, un estudio del espacio teatral en la cervantina Casa de los celos o selvas de Ardenia.

4. El espacio de lo bucólico, idílico y pastoril integra una parte esencial de la comedia, y constituye el terreno de operaciones de los pastores Lauso, Corinto, Clori y Rústico. Es, ante todo, un espacio eglógico. Pero también desmitificado, en la línea incluso del más temprano desenlace de La Galatea y su fractura histórica. Acaso no sorprende que la siempre pretendida pastora Clori desacredite a sus amantes con unos versos muy relevantes acerca de la inutilidad del ocio y de la vacuidad del ingenio verbal:   


Quédense los pastores cortesanos
con la melifluidad de sus razones
y dichos, aunque agudos, siempre vanos.
      No se sustenta el cuerpo de intenciones,
ni de conceptos trasnochados hace
sus muchas y forzosas provisiones...
      (La casa de los celos, II, vv. 1009-1014).


Los pastores protagonizan entre sí escenas costumbristas y entremesiles, como las pesadas burlas de Corinto a la simpleza e inocencia de Rústico (II, vv. 1861-1924), interactúan ocasionalmente con el resto de las acciones principales de la comedia, y admiten en su espacio lúdico, escapista y lírico, a una disfrazada y casi destronada Angélica. En la jornada tercera, el encuentro entre Corinto y Reinaldos, pastor y supuesto héroe épico, acaba como un entremés extraordinariamente cómico, entre burlas y a palos[7]. Pero la disolución bucólica no es solución de nada, sino la dialéctica cualitativa de un espacio que deja en evidencia, una vez más, la imposibilidad de todo idealismo, por literariamente verosímil que éste sea.

5. El espacio de lo mágico, numinoso y lúdico está protagonizado, dentro de las selvas de Ardenia, por figuras como Merlín, Malgesí, el Demonio, Venus, Cupido o varios sátiros, algunos de los cuales raptan a la hermosa Angélica, quien muy mal de su grado clama por Reinaldos (III, 2038 ss). Finalmente, todo resulta ser una ilusión ejecutada por Malgesí, quien sin tapujos la descubre al propio Reinaldos. Es manifiesto que Cervantes explicita en La casa de los celos una lógica de lo fantástico que, en cierto modo, rebasa y subvierte las posibilidades de comprensión del teatro del Siglo de Oro. Merlín se manifiesta como un espíritu, que emerge oníricamente en el sueño de Bernardo (I, vv. 483 ss), y dispone su intervención para apaciguar el enfrentamiento entre Roldán y Reinaldos (vv. 515 ss). No ha de sorprender en este contexto que La casa de los celos, la obra más numinosa de Cervantes, dominada por la pseudomagia, lo extraordinario y lo fantástico, lo alegórico y la ironía de una mitología degradada, cuente con la excepcional presencia de un demonio, que surge cuando Malgesí comienza a leer una suerte de grimorio: «Apártase Malgesí a un lado del teatro, saca un libro pequeño, pónese a leer en él, y luego sale una figura de demonio por lo hueco del teatro y pónese al lado de Malgesí» (I, acotación entre vv. 180-185). La supuesta magia o arte adivinatorio de Malgesí es un puro chiste (vv. 195-200). No volveremos a ver a esta silente ―y decorativa― figura demoníaca en el resto de la pieza[8]. Este espacio lúdico, numinoso y mágico es uno de los más activos y dinámicos de la obra, y lo más significativo de él es que se convierte en un recurso que Cervantes utiliza con valor funcional, y no solo formal, donde la magia no es una burla del personaje que la ejecuta ―Merlín o Malgesí―, ni una desmitificación de formas de conducta ―frente a la ciencia, por ejemplo, como sí ocurre contra la bruja Cañizares en El coloquio de los perros―, sino un instrumento esencial en el curso, eso sí, lúdico completamente, de la acción (Marfisa vence al grotesco Galalón con solo estrecharle la mano y dejarlo abatido como consecuencia de ello).

6. El espacio de lo caballeresco, mitológico y neolegendario constituye, en torno a la pareja Bernardo del Carpio / Marfisa, y al triángulo amoroso Reinaldos / Angélica / Roldán, otro de los ejes fundamentales de La casa de los celos. Los objetivos esenciales, amor y heroísmo, sufren las mayores eversiones, hasta su máxima degradación frente a la tradición literaria de la que proceden, y en cuyo intertexto literario y teatral opera Cervantes. Todos los personajes en lucha o conflicto concluyen la obra con las manos vacías. Nada más antilopesco. Nada más ajeno a las ilusiones cumplidas que exige la comedia nueva del siglo XVII. Cervantes está lejos, deliberadamente lejos, de estos contrapuntos formalistas. No es un error en la poética del teatro cervantino, es un experimentalismo crítico. Wardropper tiene mucha razón cuando escribe lo siguiente:


Cervantes fue en su época tan experimentador como Brecht, Ionesco o Arrabal en la nuestra. El que estos hayan sido acogidos con mas comprensión se debe a que la tradición literaria pesa menos sobre nuestro periodo de transición que sobre el de Cervantes (Wardropper, 1973: 158-159).


La teoría literaria de los siglos XVI y XVII estaba destinada al autor, pesaba sobre el autor, a diferencia de la teoría literaria contemporánea, destinada a imponer en el lector una forma de interpretación de la literatura como prototipo de una determinada ideología cultural. El peso que en los Siglos de Oro ejercen los preceptistas y la teoría literaria sobre el autor impide ver en la literatura cervantina su originalidad más creativa y experimental. ¿Por qué se considera que es un defecto todo lo que hace Cervantes en su obra literaria sólo porque la preceptiva literaria del momento, aristotélica o lopesca, no lo refrenda o confirma como propio? ¿Por qué se juzga una y otra vez la obra teatral del autor del Quijote por su identidad con unas teorías literarias ―la aristotélica, por una parte, y la lopesca del arte nuevo, por otra― que nacen y viven de un pensamiento ajeno por completo al de la obra cervantina? A veces es necesario salir del pletórico Siglo de Oro para interpretar correctamente, es decir, con mayor libertad, el teatro de Cervantes (Maestro, 2013).

7. El espacio de lo alegórico se encuentra en La casa de los celos estrechamente vinculado con el espacio numinoso y lúdico de la magia. La mayor parte de los personajes alegóricos son obra y artificio de Merlín o Malgesí. A este último se debe la presencia en la segunda jornada de figuras esenciales como el Temor, la Sospecha, la Curiosidad, la Desesperación y los Celos, con los que trata de atormentar y domeñar la voluntad y el intelecto de Reinaldos, por otro lado con afán siempre defraudado (II, vv. 1265-1347). A la contra actúa Merlín, quien responde desde el artificio y la convocatoria de personajes de la mitología pagana, como Venus y Cupido, quienes se presentan y actúan lucianescamente, cuales dioses degradados y paródicos (II, vv. 1440 ss). Una y otra vez uno y otro hechicero parecen intervenir irenistamente para evitar la lucha entre Roldán y Reinaldos (I, vv. 735 y 794). Sin éxito. Aún la última escena de la segunda jornada concluye precisamente con la irrupción de la Mala Fama y la Buena Fama ―obra de Malgesí― a fin de cambiar la volición de Roldán. El despliegue de experiencias visionarias son un recurso muy frecuente en La casa de los celos (III, vv. 2288 ss). Solo la figura de Castilla parece verse exenta de la influencia de Merlín o Malgesí, para adquirir la impronta moral del cometido histórico que pende sobre los destinos de Bernardo del Carpio, en virtud del cual arrebata a este personaje de la presencia de Marfisa para tornarlo a España. Los personajes alegóricos no son sólo expresiones simbólicas de ideas abstractas y moral o parenéticamente comprometidas: son también figuras que intervienen de forma positiva y probada en la ejecución de acciones decisivas en el desarrollo de la fábula.

8. La obra concluye en un espacio teológico, algo muy común en teatro aurisecular, pero acaso poco frecuente en comedias burlescas. Cervantes, sin embargo, siempre juega con fuego... esta vez ―también, en el pajar de la Iglesia. Cervantes no es soluble en agua bendita. Lo cierto es que la figura del Ángel pone fin a La casa de los celos, recitando una profecía sobre el porvenir bélico de Carlomagno. Un ángel católico, figura teológica por excelencia, hace las veces de Mercurio o Hermes, como mensajero de los designios de un dios o realidad trascedente suprema ante ojos humanos. Tal vez proceda hablar de una figura teológica en funciones numinosas, acaso míticas, pero en todo caso desposeído esencialmente de contenidos religiosos, que resultan subrogados por otros de orden bélico, histórico, político. Lo cierto es que esta presunción de espacio teológico se impone en términos celestes ―un ángel es siempre un numen celeste, en contraposición a los demonios o númenes terrestres y telúricos―: «Parece un Ángel en una nube volante», reza la acotación. La presencia de figuras numinosas es muy escasa en la obra literaria cervantina (sobre todo si la comparamos con Shakespeare). Se limita de forma casi exclusiva a algunas de sus comedias, y está completamente desterrada, con valor operatorio o funcional, en la totalidad de su obra narrativa, incluida una novela tan sui generis en episodios extraordinarios como el Persiles. Cervantes convoca la presencia de lo numinoso, bien para desmitificarlo, bien para subrayar el efecto cómico o paródico del contexto en el que su aparición tiene lugar. Su presencia en La casa de los celos, lejos de acercar esta comedia a cualquier referente o interpretación religiosa de signo teológico, surte el efecto contrario: la distancia y enajena, hasta cierto punto de forma irónica y bombástica.


________________________

NOTAS

[1] Sobre el espacio antropológico, vid. Bueno (1978) y Maestro (2007a, 2012).

[2] Sobre esta idea y concepto de religión, vid. Bueno (1985).

[3] Sobre los fundamentos filosóficos de esta ontología, vid. Bueno (1972), y en su aplicación a la literatura, vid. Maestro (2007b, 2012), en particular el capítulo III.2 de esta misma obra, Crítica de la razón literaria.

[4] Vid. al respecto la obra de Bueno Teoría del Cierre Categorial (1992), y su aplicación a los materiales literarios (Maestro, 2007b, 2009a, 2009b).

[5] Hoy se admite que La casa de los celos presenta, en forma dramática y lúdica, las características de la disolución de un doble modelo ideal, originariamente renacentista, referido al mito de las literaturas caballeresca y pastoril: «El contraste entre el ideal y la realidad se articula en la comedia en forma paródica, pues los ideales corresponden a los formulados por la literatura renacentista. A partir de estos procedimientos imitativos de inversión que supone la parodia literaria cervantina, La casa de los celos pone en cuestión no sólo los ideales renacentistas representados por la caballeresca y la bucólica, sino también las propias realizaciones literarias que les dieron forma» (Ruiz Pérez, 1991: 670). Es lo que ofrece el mundo barroco de la España del siglo XVII: la disolución de las utopías renacentistas.

[6] F. Sevilla y A. Rey (eds., 1997: 41-42) sostienen una interpretación fundamentalmente lúdica de la comedia, cuyo objetivo sería el de provocar la risa mediante la elaboración de una crítica hacia el tipo de personajes (míticos, bucólicos, épicos, etc.) y espacios (arcádicos, alegóricos...) que se retratan en el curso de la obra. El resultado de todo ese mundo de personaje caballeresco y pastoril, mágico y ficticio, será el de una acción degradada por los celos, la vanidad y la petulancia: «La casa de los celos, en fin, es una comedia perfectamente coherente, de sentido metaliterario, que pone en solfa las tradiciones caballerescas y pastoriles que utiliza, las parodia y se ríe de ellas, acentuando el tono cómico con una serie de personajes, situaciones y juegos lingüísticos, conforme a las prácticas usuales en el teatro quinientista. Bien es cierto que el sentido desmitificador y paródico de la comedia no busca solo la carcajada del espectador, pues bajo el humorismo yace siempre una crítica seria, dirigida contra la petulancia, la superficialidad y el egotismo de estos personajes ejemplares mitificados por la literatura» (Sevilla y Rey, eds., 1997: 41-42). Es cierto, pero no olvidemos algo importante: Cervantes y su literatura nunca ríen en vano.

[7] La amalgama de elementos procedentes de la literatura caballeresca y la literatura pastoril está en los orígenes de las canciones populares pastoriles (López Estrada, 1987-1988: 212), que Feliciano de Silva había desarrollado ampliamente con anterioridad a Cervantes (Cravens, 1976).

[8] Hablar del demonio en el teatro de Cervantes exige referirse ante todo a dos obras capitales: La Numancia y El rufián dichoso. Una tragedia deicida, por un lado, ambientada en el idealismo de una sociedad preestatal, y bajo el trasfondo de una religión mitológica de diseño, y una comedia de santos, por otro lado, en consonancia con la Contrarreforma y en asonancia con la preceptiva lopesca, en cuyo íncipit se inserta uno de los pasajes más célebres de la poética cervantina. En el resto de su teatro, la presencia del demonio suele ser inexistente o insignificante. En contadas ocasiones pueden aparecer figuras de demonios sin voz y si posibilidad de acción. No protagonizan ningún diálogo, sino que se presentan como una suerte de figuras o accesorios que forman parte de un decorado relativamente inerte, aunque significante. Es un demonio que habita en las acotaciones teatrales, pero que no interviene en el diálogo. Forma parte de una dimensión más espectacular que literaria. Dicho de otro modo, dispone de una presencia más óntica que semántica. Está y significa, pero no actúa.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «El espacio teatral en La casa de los celos de Cervantes», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 4.3), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



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⸙ Representaciones teatrales

  • Juicio de una persona asistente al estreno, productora y guionista, licenciada de Filología Hispánica: «Para mi gusto, la obra fue un desastre: intentaron empezar y terminar en el presente (regidora y tramoyistas que luego se convierten en los protagonistas de la obra de Cervantes), los actores gritaban mucho y lo llevaban hacia lo clown, tenían cuatro elementos escenográficos en línea, que utilizaban, pero evitaban la perspectiva y molestaban más que ayudaban, y encima la trama es compleja... Por lo tanto, fueron 2 horas soporíferas. También sé que es estreno de la obra, y que dentro de dos tres meses puede haber crecido mucho y mejorado, pero no iría a comprobarlo».



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El personaje teatral en las comedias de Cervantes




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