IV, 4.2 - Cervantes frente a los tragediógrafos españoles del siglo XVI

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Cervantes frente a los tragediógrafos españoles del siglo XVI


Referencia IV, 4.2

 

¡Vista así, en función de sistemas económicos —que implican ciertas relaciones familiares e interpersonales—, la historia aparentemente triunfalista del cautivo capitán (Quijote I, 39-41) se carga de tintes oscuros. Se ofrece el contraste entre una sociedad estancada que se orienta hacia el pasado y otra en plena efervescencia que se abre al futuro. Se ofrece el contraste entre una sociedad sin mujeres visibles y otra en que las mujeres tienen voz y ejercen influencia. Visto así, el «triunfo» final no lo es tanto. Visto desde dentro de la ideología oficial y la «verdadera religión», o sea, de las categorías habituales entre lectores profesionales de literatura española del Siglo de Oro, el final de la trayectoria del Ruy Pérez y Zoraida es un auténtico fin feliz. Va casi sin decir que el cervantismo oficial norteamericano prefiere la segunda opción. No he podido explicarme nunca por qué nosotros, como independientes de la historia e ideología españolas, teóricamente ocupando una posición privilegiada de poder ver y juzgar libremente, sentimos la necesidad de plegarnos a la sabiduría convencional y seguir repitiendo aquello de valores universales del cristianismo y civilización occidental. El profesor Forcione me dirá... 
Carroll B. Johnson (2005).

 

 

Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro

Aquí sostenemos la tesis de que Cervantes, frente a los tragediógrafos españoles del siglo XVI, en concreto los de la década de 1580, lleva a cabo en La Numancia la secularización de la tragedia, ante la obsolescencia del clasicismo trágico.

La creación literaria ha sido —y es— con frecuencia una ridiculización de la teoría literaria. Y cuando la teoría literaria se esgrime como una preceptiva, esta ridiculización ha resultado aún mucho más intensa. Así sucedió durante el Renacimiento y, de modo mucho más expresivo, a lo largo del Siglo de Oro español. Sin embargo, la crítica literaria evita interpretar esta disidencia entre la teoría y la literatura como una burla del arte lúdico y verbal frente a la razón metódica y lógica. Bien al contrario, interpreta esta disidencia como una distancia que los diferentes métodos de investigación literaria pueden recorrer de forma comprensiva, en nombre de ciertos valores, disimuladamente moralistas entre tanta teoría crítica, que al fin y al cabo terminan por justificar la posición moral del intérprete en el idealizado mundo de la cultura. La teoría cree ser capaz de comprender la literatura desde el método, cuando apenas es capaz de servirse de ella sino para expresar —hoy más que nunca— una ideología, pletórica siempre de pretensiones y prejuicios, dos motores principales de toda investigación ideal. Por su parte, la literatura trasciende todas las teorías y normas destinadas a dar consejos sobre la «fabricación» y la «percepción» de hechos y discursos literarios. En el ámbito de la interpretación, ninguna teoría con pretensiones de exclusividad puede satisfacer, ni siquiera circunstancialmente, las exigencias de lectura de una obra literaria.

Desde esta perspectiva metodológica y crítica vamos a interpretar a Cervantes como un autor diferente de los tragediógrafos españoles del siglo XVI, y a justificar, como se ha dicho, la secularización cervantina de la tragedia ante la obsolescencia del clasicismo trágico.

La generación de tragediógrafos de 1580 escribe teatro según los cánones de una poética que no se corresponde ni con el público de su tiempo ni con la sociedad de la Edad Moderna. Sólo el artificialísimo teatro de Lope de Vega establece una relación de extraordinaria solidaridad, es decir, de dependencia mutua, entre la alienada sociedad española de fines del siglo XVI y comienzos del XVII, y los dogmáticos convencionalismos y aparatosas licencias característicos de su «nuevo arte de hacer comedias» en aquel tiempo. De un modo u otro, quizá Lope de Vega ha sido en este sentido el primer dramaturgo de la literatura europea en crear un teatro que, experimental y de éxito, fue verdaderamente urbano, civil y laico. Sus fórmulas no sobrevivieron ni a la época ni a la sociedad española que las hicieron posibles, pero la relación que como dramaturgo adquiere con el público, al integrarlo en su creación teatral como una realidad que es empíricamente parte esencial de ella, resultó entonces una conquista inédita.

A Cervantes se le ha identificado por diversas razones con el grupo de los tragediógrafos de la generación de 1580. La historiografía literaria ha argumentado la mayor parte de estas razones. Sin embargo, hay otros criterios, más heterodoxos, que han sido menos subrayados, como hay otras disciplinas, menos historiográficas, con las que no se ha contado apenas a la hora de hablar de Miguel de Cervantes y su obra teatral. El caso de Cervantes puede ser semejante al de los trágicos de la década de 1580, pero no es el mismo. Cervantes puede pensar como ellos, pero no es como ellos. La Numancia no habla el mismo lenguaje que La gran Semíramis, la Isabela o La tragedia del príncipe tirano, aunque su formato pueda parecernos a primera vista un tanto semejante. Cervantes escribe para un mundo que será diferente del mundo en el que piensan los Argensola, Lasso de la Vega, Artieda o Virués; un mundo, y una sociedad, igualmente diferente del que unos años después de 1580 aplaudirá, con más ansiedad que catarsis, el melodramático teatro lopesco y el ortodoxo drama calderoniano.

En la literatura española, desde los textos más tempranos, la tragedia ha sido siempre una heterodoxia. Los orígenes de la épica, en la cultura griega antigua, están vinculados firmemente a la experiencia de la tragedia. Sin embargo, en el nacimiento de la épica castellana, la percepción de lo trágico está completamente desterrada. En el Cantar de mio Cid la acción comienza con un hecho terriblemente trágico, como es la destrucción de todas las posesiones de Rodrigo, el deshonrosísimo destierro y la amarga separación de su esposa e hijas. Sin embargo, nada de esto se transmite ni se percibe como una experiencia trágica, sino como una ocasión que permite la génesis de una experiencia épica. El destierro, la deshonra suprema, no es objeto de tragedia, sino iniciativa de fuerza épica y proyecto de éxito futuro. Por el contrario, otras circunstancias en absoluto trágicas del teatro y la literatura españolas, como la muerte de un mártir al que salvaguarda y redime su religión —es el caso de El príncipe constante de Calderón—, han tratado de percibirse ocasionalmente por parte de cierta crítica moderna y posromántica como testimonio de un acontecimiento trágico (Ruiz, 2000). 

Cuando un hecho trágico no se presenta como tal, no se comunica como tragedia, entonces, quien habla (el personaje), cuenta (el narrador) o interpreta (el crítico literario), miente en cierto modo. Está velando parte de la experiencia completa necesaria a la verdad. El personaje, el narrador, el crítico..., oculta en casos así la experiencia trágica. A veces el dramaturgo disimula el sentimiento trágico de las acciones de sus personajes. En otros casos, el crítico, para dignificar o mitificar la acción teatral de un dramaturgo, trata de interpretarla para nosotros como si fuera un acto trágico capaz de provocaren el espectador una conmoción que, sin embargo, éste nunca llega a experimentar (Maestro, 2003). En tales casos, los destinatarios de las obras literarias, y de las interpretaciones de las obras literarias, han de reconstruir de nuevo el proceso de esa percepción trágica: construyéndola o destruyéndola, interpretándola de nuevo o desmitificándola por completo. La crítica literaria no es fiable; está llena de prejuicios, de ideas preconcebidas y de idealismos morales, enmascarados con frecuencia en una metodología más o menos convincente, atractiva o alienante según los tiempos y las correcciones políticas. Al final, el lector siempre se encuentra solo entre su experiencia de la literatura y el texto.

Ahora bien, ¿qué sucede con la tragedia en el teatro español del siglo XVI? El teatro español del Renacimiento está constituido por un conjunto variado de tendencias, que se han manifestado —según los trabajos más autorizados (Hermenegildo, 1994; Huerta, 2003)— a través del teatro cortesano, humanístico, religioso y profesional. En el desarrollo de estas tendencias, la tragedia se ha manifestado en el teatro español del siglo XVI en un ámbito afín al del teatro humanístico, en torno a la década de 1580, y con frecuencia cultivada por autores que geográficamente no procedían del centro del Imperio[1]. Es decir, que la tragedia surge brevemente, en la España del último tercio del siglo XVI, de la mano de dramaturgos que ocupan en principio un lugar secundario en la literatura y el teatro del momento, que no consiguen hacer de sus textos literarios obras teatrales de referencia para el público de su tiempo, y que tampoco confirman en su creación dramática una poética aristotélica con la que aparentemente podrían sentirse identificados.

Paralelamente, lo primero que observa el investigador es la notable ausencia de ediciones de obras trágicas del siglo XVI. Si exceptuamos los trabajos de Hermenegildo (1998, 2002), apenas podemos señalar actualmente ediciones críticas de los tragediógrafos de 1580. La misma situación se dio durante los siglos XVIII y XIX.

Pese a esta limitación que supone la falta de ediciones críticas modernas y solventes, podemos exponer con cierta seguridad algunos datos y realidades que confirmen la idea que aquí sostenemos, según la cual Cervantes escribe una tragedia, La Numancia, que no se identifica con el conjunto de obras trágicas compuestas por algunos de sus contemporáneos, agrupados en torno a la generación de tragediógrafos de 1580; y no sólo esto, sino que además la tragedia de Cervantes introduce una serie de características que a lo largo de la Edad Contemporánea resultarán esenciales en la concepción del teatro trágico, tal como lo desarrollarán, entre otros, dramaturgos como Georg Büchner en Alemania, Valle-Inclán y Lorca en España, y Samuel Beckett en las literaturas inglesa y francesa (Maestro, 2001, 2003a, 2013). Considero que la principal de estas cualidades es la secularización de la tragedia, dimensión que se introduce en la literatura y el teatro europeos de la mano de Cervantes en obras como La Numancia.

Hoy sabemos que los tragediógrafos españoles de 1580 optaron por un modelo de tragedia más senequista que aristotélico, es decir, más próximo a la «tragedia de horror» que a la preceptiva del clasicismo trágico (Blüher, 1969). El punto de partida es el arte grecolatino, pero el resultado es una tragedia que no cumple con las normas clásicas, que insiste en la dimensión moral y política del desenlace, y que discute ciertas ideas y gustos compartidos mayoritariamente por un público al que tales espectáculos no atraen ni convencen. Cabe advertir en este punto que la confusión mostrada por los preceptistas auriseculares sobre los géneros y las formas literarias era extraordinaria[2]. Los dramaturgos, como los novelistas, seguían sus propias normas, ajenos en la práctica de la creación literaria a los dictámenes y reglamentos de los teóricos de la literatura. El divorcio entre creación literaria y teoría poética era mucho más sobresaliente de lo que habitualmente parece advertirse. La preceptiva literaria iba por un camino que los creadores de obras de arte no seguían casi nunca[3]

Juzgar la creación literaria de la España de los Siglos de Oro desde el punto de vista de su adecuación o inadecuación a los cánones o preceptos entonces al uso es plantear de antemano una interpretación insuficiente y errada de los textos literarios. La literatura es un fin en sí mismo, no un medio en el que verificar la legalidad de una preceptiva literaria, de una poética de lo cómico o de una teoría de la tragedia. Por otro lado, la experiencia del público será decisiva para disponer el éxito del teatro, al fin y al cabo espectáculo de masas, si pretende trascender los límites de lo estrictamente literario. El público sólo existe si está unido, es decir, unido en complicidad en torno a una serie de ideas, que acaban por instituirse en ideología social, dominante y alienante. Esta codificación de ideas, esta objetivación ideológica, la consigue en el teatro, como sabemos, Lope de Vega. En esta herencia reside también confortablemente buena parte del teatro calderoniano.

Hermenegildo ha estudiado con minuciosidad la poética de la tragedia que caracteriza a los dramaturgos de la generación de 1580. De ello nos da precisa y actual cuenta en múltiples trabajos. En su artículo dedicado a «La tragedia: de Pérez de Oliva a Juan de la Cueva» (2003) sintetiza muchos aspectos esenciales de otros trabajos suyos. Los preceptos de Aristóteles, Horacio y Séneca no resultan completamente confirmados en la creación dramática de los autores españoles. Parten de la tragedia clásica, pero ciertas pretensiones de modernidad hacen que el resultado sea una tragedia caracterizada por la inverosimilitud, la ausencia del coro (excepto en las Nises de Bermúdez y la Dido de Virués), el incumplimiento de las unidades clásicas, la exuberancia y acumulación de episodios en la fábula o acción principal, la polimetría, el exceso en todo tipo de acontecimientos, en los que domina la poética de lo monstruoso y extremo, lo absurdo y brutal. Se ha querido ver en este tipo de tragedias una dimensión docente, muy propia de la literatura del Renacimiento, en cuya función instrumental se ofreciera al público una forma de guía y corrección sociales. Parece cierto que los referentes históricos de estas tragedias están cargados de un fuerte valor semántico destinado a sus contemporáneos, especialmente en lo que se refiere a las reflexiones sobre el uso del poder político, la figura del rey y del tirano, el ejercicio del absolutismo político, y los modos, en suma, de organizar el comportamiento social e individual.

Tomemos como ejemplo, dada su afinidad con Cervantes, quien cita sus obras en el capítulo 48 de la primera parte del Quijote, a Lupercio Leonardo de Argensola, autor cuya vida transcurre entre los años 1559 y 1613. Sus tragedias constituyen una reflexión sobre el poder político, y se sirven de la expresión del horror como medio de influencia sobre el público[4]. Como sabemos, se le atribuye la composición de tres tragedias, probablemente entre los años 1579 y 1585: Filis (hoy perdida), Alejandra e Isabela. En el Quijote (I, 48), Cervantes dedica este comentario —por boca del canónigo— a las tres tragedias de Argensola:

 

Acuérdome que un día dije a uno destos pertinaces: «Decidme, ¿no os acordáis que ha pocos años que se representaron en España tres tragedias que compuso un famoso poeta destos reinos, las cuales fueron tales que admiraron, alegraron y suspendieron a todos cuantos las oyeron, así simples como prudentes, así del vulgo como de los escogidos, y dieron más dineros a los representantes ellas tres solas que treinta de las mejores que después acá se han hecho?». «Sin duda —respondió el autor que digo— que debe de decir vuestra merced por La Isabela, La Filis y La Alejandra». «Por esas digo —le repliqué yo—, y mirad si guardaban bien los preceptos del arte, y si por guardarlos dejaron de parecer lo que eran y de agradar a todo el mundo. Así que no está la falta en el vulgo, que pide disparates, sino en aquellos que no saben representar otra cosa» (Quijote I, 48)[5].

 

Hermenegildo interpreta estas palabras elogiosas de Cervantes a Lupercio Leonardo de Argensola desde el punto de vista de la rivalidad entre el novelista y Lope de Vega, y no exactamente como muestra de la sinceridad cervantina en el reconocimiento de los méritos que atribuye al autor de Alejandra. Así se expresa Hermenegildo en este punto:

 

Insistimos en la existencia de una profunda enemistad entre Lope de Vega y Cervantes, enemistad que pudo conducir a este último a hacer alabanzas inmerecidas de quienes podía hacer alguna sombra a la gran figura de moda [...]. Tan extremado elogio hace pensar en la necesidad de leerlo de modo oblicuo [...]. El hiperbólico juicio cervantino no corresponde a la calidad de las tragedias. O bien Cervantes se equivocó como crítico, o utilizó a Argensola como instrumento antilopesco, o entre Cervantes y Argensola había una especial afinidad espiritual que les empujaba a usar las tragedias como expresión de un anticonformismo con las normas vigentes en su propia sociedad y con ciertas realizaciones de quienes ocupaban la cúspide del poder político. Tras una lectura atenta del conjunto de la obra cervantina y argensoliana, la tercera lectura es la única que parece dar cuenta de la extraña pasión de Cervantes por Lupercio (Hermenegildo, 1994: 243).

 

Lo cierto es que tal elogio no es exactamente de Cervantes, sino de un personaje cervantino. En concreto, procede de un canónigo, es decir, de un cura de alto standing. Sin duda tal encomio —más bien una hiperoje— es excesivo para ser verdadero, sobre todo si tenemos en cuenta que las obras de Lupercio Leonardo de Argensola no vuelven a representarse más allá de los años 1581-1584, y que sólo en 1722 se imprimen, merced a la intervención de Sedano, la Isabela y la Alejandra. Nada volvió a saberse de la Filis[6]. Hemos de insistir, pues, en la adecuada percepción de estas palabras, cuyo autor es Cervantes, indudablemente, pero sucede que su portavoz es un personaje de ficción —completamente fugaz en la trama del Quijote—, algo que confiere a sus palabras, de forma innegable, un estatuto ajeno a la verdad histórica, a la legalidad de los hechos, e incluso también a una declaración de sinceridad por parte del autor real de la novela en que tales palabras se insertan. De las tres razones apuntadas por Hermenegildo para justificar esta referencia cervantina a Argensola —error interpretativo de Cervantes, sincera admiración del novelista por el dramaturgo, o manipulación antilopesca del teatro de Argensola—, consideramos que la tercera de ellas es la más acreditable desde el punto de vista de la lectura que aquí proponemos.

Consideramos que Cervantes no se identifica con las palabras del canónigo tan plenamente como la mayor parte de la crítica ha dado a entender. Si Cervantes busca el apoyo de la poética clásica para desmerecer y deslegitimar las comedias lopescas, no es precisamente porque él mismo se identifique con el clasicismo literario, ni con la preceptiva aristotélica, sino porque sólo de este modo, usando el arma de la teoría literaria entonces respetada podía permitirse afrentar en público las comedias de su rival, que no su genialidad, por todos aplaudida (incluso por el propio Cervantes, con todo cinismo, por supuesto). Hoy no hay ni una sola obra literaria conservada de Cervantes en que las normas del clasicismo preceptista se cumplan rigurosa o ejemplarmente. Resulta incoherente aceptar que se hable de Cervantes como un aristotélico cuando él es precisamente quien crea un género literario, como es la novela moderna, que nace al margen del aristotelismo y de la poética clásica; y cuando él mismo muestra por el entremés, el género espectacular gestado también al margen de los preceptos, el mayor de los intereses teatrales. El mensaje de Cervantes, en cuestiones de teoría literaria, es deliberada y obstinadamente ambiguo, y hace patinar con frecuencia a intérpretes sesudos que buscan con exceso la concreción y el positivismo allí donde resulta imposible hallarlos. El elogio de las tres tragedias de Argensola contribuye fundamentalmente a desorientar una vez más al lector en el ambiguo y confuso mundo de la preceptiva cervantina.

Poética sin preceptistas y teatro sin público, he aquí la realidad que determinó el desarrollo de la tragedia en el teatro español de finales del siglo XVI. Y de este modo, al igual que otros tragediógrafos de la década de 1580, Lupercio Leonardo de Argensola presenta en sus tragedias una poética del teatro que se distancia o incluso rompe con los principios del aristotelismo y de los preceptivas del Renacimiento. Por otro lado, estas transformaciones de su arte poética no desembocan en la composición de obras teatrales que pretendan un acercamiento al público de su tiempo o una satisfacción de sus gustos como espectador. El resultado fue una poética distante del canon clásico y un teatro trágico ajeno al espectador.

 

Argensola no se sintió atraído por las novedades teatrales imperantes y no insistió en sus conatos dramáticos. Creyó que debía mantenerse fiel a un clasicismo neosenequista marcado por la práctica de Italia. Dejó de lado la consideración de la evidente presión popular, que decidía la forma imperante de teatro. Para nuestro autor el pueblo no fue, como tampoco lo fue para Virués, el árbitro de la escena [...]. Con relación al teatro clasicista tradicional, el dramaturgo aragonés, junto con Cueva, Virués, Artieda y el mismo Cervantes, se libera en buena parte de la obligada imitación. Todos violaron en mayor o menor grado los preceptos de Aristóteles y Horacio, pero quedaron en la órbita de Séneca y del teatro italiano (Hermenegildo, 1994: 242).

 

Argensola, como la mayor parte de los tragediógrafos de la década de 1580, compone un teatro afín a la moralización intelectual y a la dramática senequista, en busca de un público selecto y culto, que resultó por completo insuficiente para hacer del teatro un espectáculo urbano y colectivo. Rechazó precisamente todo aquello que podría haber hecho del arte dramático un teatro de éxito en una sociedad dogmática: el público y los ideales de alienación social.

La Alejandra, por ejemplo, es una tragedia que hace del horror senequista una de sus formas de expresión más recurrentes, aproximándose en este sentido al teatro de los autores italianos del siglo XVI. La tragedia gira en torno a dos motivos fundamentales y cruzados: el deseo de vengar la muerte de Tolomeo y los celos de un rey que encuentra la satisfacción de sus pasiones en la muerte de la reina Alejandra. Es muy probable que una de las fuentes de esta tragedia haya sido la Mariana de Lodovido Dolce, de quien Argensola parece haber tomado varios motivos. Una de las características de la tragedia es la configuración arquetípica de los personajes, en modelos de bondad y maldad excesivamente rígidos. El maniqueísmo resulta indisimulado, y no permite contrastes ni complejidades enriquecedoras de caracteres. Las escenas de horror, por excesivas y recurrentes (miembros humanos cortados, sangre constantemente derramada, Alejandra se corta su propia lengua, decapitación de dos niños inocentes...), restan paradójicamente dramatismo a la acción, y acaban por resultar ineficaces. Desde el punto de vista de teoría literaria, la loa con la que se abre la tragedia resulta de especial interés. En ella expone el autor algunas ideas sobre la tragedia. Argensola advierte que buena parte de las teorías aristotélicas no resultan adaptables a la mentalidad y el teatro de su tiempo, por lo que propone un alejamiento de los preceptos del clasicismo trágico: «La edad se ha puesto de por medio / rompiendo los preceptos por él (Aristóteles) puestos». No son, francamente, palabras muy ajenas a las que Cervantes pone en boca de la Comedia, quien dice en El rufián dichoso (II, 1221-1222), frente a la Curiosidad: «Los tiempos mudan las cosas / y perfeccionan las artes». Al igual que Cervantes, Argensola parece admitir que la innovación teatral es legítima si la alteración de los preceptos clásicos queda justificada por razones estéticas. De este modo, Argensola prescinde del coro, incumple las unidades de espacio y tiempo, y con frecuencia se olvida de la necesaria verosimilitud, tan solicitada por la tragedia clásica y sus preceptistas.

En España las normas del clasicismo trágico nunca se objetivaron en la creación literaria de forma estable o satisfactoria. El canon clásico no se manifestó con pureza en la literatura, sino en los tratados y epístolas de preceptistas como Pinciano y Cascales (Vega, 2004). Frente a las ideas aristotélicas sobre la tragedia, Cervantes se distancia sensiblemente en la Numancia de una ordenación teleológica de los hechos orientada hacia una finalidad catártica, así como de una concepción del personaje que sufre las consecuencias de lo trágico como alguien que haya de incurrir necesariamente en un exceso o hybris. Paralelamente, en la fábula de La Numancia Cervantes sustituye la metafísica por la Historia, y aquí reside probablemente una de sus más modernas aportaciones.

En la tragedia clásica, los principales homicidas eran los dioses. La muerte violenta confirma una autorización o un designio divinos. En una tragedia moderna, y La Numancia de Cervantes ocupa un lugar de privilegio en este contexto, los únicos homicidas son los propios seres humanos. La poética cervantina muestra cómo la modernidad toma conciencia de lo que habrá de ser para el futuro la interpretación de la experiencia trágica: el reconocimiento del poder del Hombre contra sí mismo. Más precisamente: contra seres inocentes de su misma especie. Desde La Numancia de Cervantes, el sufrimiento de los seres humildes, así como la crueldad ejercida contra criaturas inocentes, alcanza un estatuto de dignidad poética y legitimación laica que conservará para siempre. 

La poética de la Edad Contemporá­nea encuentra aquí una de sus dimensiones más fundamentales: Büchner, Valle, Pirandello, Lorca, Brecht, Beckett, Dürren­matt... En la poética cervantina lo cómico se disocia por completo de la humildad social, que ocupa ahora un lugar nuclear en la tragedia, subrogando el hombre común a los antiguos atridas y a los modernos aristócratas, antaño protagonistas exclusivos de la fábula trágica. Simultáneamente, la religión no desempeña en La Numancia ningún valor funcional. Pese a la apoteosis contrarreformista, todo transcurre en un mundo pagano. Un mundo gentil que habrá de ser sacrificado por completo, y por la mano del Hombre. Sin dioses. Sin profetas. Sin ministros de religiones normativas. La Numancia es una tragedia deicida. Los numantinos fueron capaces de profanar, con su incredulidad en los númenes y su convicción ante el suicidio, todo el dogmatismo de la Contrarreforma. La Numancia es ante todo una profanación. Es la secularización de la tragedia. Es la modernidad. Conciencia de libertad contra corriente.

El valor del destino y de las fuerzas supranaturales se encuentra en La Numancia formalmente referido, pero funcionalmente muy atenuado. Las invocaciones al mundo metafísico y suprasensible desempeñan en la tragedia un valor emotivo, formal o retórico, antes que discursivo o funcional; el resultado de las experiencias agoreras y adivinatorias no influye decisivamente en el curso de los acontecimientos ni en las decisiones de sus protagonistas. Más tienen a veces de escenas costumbristas que de hechos auténticamente reveladores de las secuencias funcionales de la acción. Son numerosos los momentos en los que, a lo largo de La Numancia, se alude a una realidad trascendente en la que no se identifica ni reconoce de forma explícita un poder superior, capaz de intervenir funcionalmente en el curso de los acontecimientos y acciones humanas. 

El propio Escipión, en su arenga a los soldados romanos, advierte, con claridad sorprendente para la época, que la fortuna nada tiene que ver con el desenlace del enfrentamiento que mantienen contra los numantinos, sino que es más bien el poder de la voluntad humana, la diligencia frente a la pereza, lo que ha de determinar, en el cerco de Numancia, el triunfo o la derrota de las tropas romanas. Sin duda la imagen de Marte a la que aquí alude Escipión preludia la pintura de Velázquez, en la que el dios de la guerra desmiente, con tu actitud distendida y abandonada, la expresión de cualquier acto heroico: «La blanda Venus con el duro Marte / jamás hacen durable ayuntamiento / [...] hállase mal el trabajoso marte» (I, 89-90 y 154). Cervantes llega a afirmar que algo semejante a que cada ser humano es en cierto modo dueño de su propio destino, desterrando así la influencia de una realidad metafísica en el desarrollo de los asuntos humanos: «Cada cual se fabrica su destino, / no tiene aquí Fortuna alguna parte» (I, 157-158).

Desde el punto de vista de la poética, La Numancia cervantina se distancia de una exigencia fundamental para la tragedia antigua. Los dioses son ahora simplemente divinidades a las que se atribuyen agüeros en los que creen —o no creen, diríamos mejor— los personajes de la tragedia, pero en ningún momento los númenes intervienen directa o individualmente en el poema, ni de obra ni de palabra. La secuencia protagonizada por Leoncio y Morandro, que sucede a la comprobación oficial de los augurios que acaba de llevar a cabo la comunidad del pueblo numantino, confirma, desde el ámbito de la experiencia humana individual, la intención cervantina de contraponer al poder de los dioses y la superstición metafísica la solvencia de la razón y la voluntad del hombre. Las palabras de Leoncio se encuentran, en cierto modo, muy próximas a las de la arenga de Escipión a sus soldados: la fortuna y los agüeros nada tienen que ver con la voluntad y el «ánimo esforzado» del buen militar. Una vez más la acción de una realidad trascendente queda excluida del ámbito de la acción del hombre. Sólo una voluntad humana puede vencer el poder de la voluntad humana. Una interpretación radical de estas palabras podría llegar a identificar en el discurso de Leoncio un fondo nihilista inadecuado a la época en que escribe Cervantes; sin embargo, resulta imposible leer los enunciados de este personaje, concretamente en su diálogo con Morandro, sin percibir una declarada negación de la presencia del destino en la vida existencial del ser humano. El discurso de Leoncio enfrenta la voluntad humana con la metafísica, y niega el valor del destino y sus imperativos sobre las facultades volitivas del hombre, presididas siempre, desde el punto de vista cervantino, por el ejercicio de la libertad. Ni Edipo, ni Electra, ni Orestes, se atreverían jamás a repetir estas palabras sobre la existencia y el poder del orden moral trascendente que guiaba sus vidas.

Sin duda el silencio de los dioses es, en la concepción cervantina de un mundo trágico, mucho más expresivo que su verbo. En la modernidad es central el problema de la secularización: es época de dioses huidos. Aquí radica, sin duda, una más de las cualidades que hacen de La Numancia una de las primeras tragedias de la modernidad, al proponer una concepción del hecho trágico profundamente secular, por completo diferente a la exigida por la poética antigua. Cervantes es el primer dramaturgo de la historia de la literatura occidental que sustituye la metafísica por la Historia: el ananké trágico no reside en los imperativos de los dioses, sino en el fatum de realidades históricas consumadas. La existencia humana no está ya determinada por una realidad metafísica. En adelante, los protagonistas de la tragedia serán seres humildes, no aristócratas elegidos por los dioses. Por último, la teleología de la experiencia trágica no será la confirmación de una realidad trascendente, numinosa y metafísica, sino que se verá sustituida por un referente nihilista en el que la historia deposita y disuelve a todo aquello que en alguna ocasión ha formado parte de ella. Büchner, Brecht, Beckett, Dürrenmatt... son algunos de los continuadores de la poética de La Numancia.

 

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NOTAS

[1] Jerónimo Bermúdez —cuya vida está llena de conjeturas— nace probablemente hacia 1530 en alguna parte de lo que hoy es Galicia. Harto conocidas eran sus diferencias respecto a la política centralista que le tocó vivir: «El enfrentamiento de Bermúdez con el centralismo de Felipe II es un indicio más del malestar que la corte castellana producía entre ciertos sectores intelectuales de la periferia peninsular, sectores que se manifestaron, por ejemplo, a través de la serie de tragedias de la segunda mitad del siglo, las tragedias de horror. Estas tragedias insisten, de modo sorprendente [...] en la presentación de la imagen de un rey tirano y opresor» (Hermenegildo, 1994: 209). Por su parte, el nacimiento de Andrés Rey de Artieda se sitúa entre 1544 y 1549, y al igual que Cristóbal de Virués, en Valencia. Diego López de Castro era natural de Salamanca, Lupercio Leonardo de Argensola de Barbastro, y Juan de la Cueva de Sevilla. La excepción la constituye Gabriel Lasso de la Vega, madrileño, y en palabras de Hermenegildo (1994: 260), «producto típico de una ideología conservadora del sistema político vigente».

[2] «Comedia tiene un significado más amplio que tragedia, pues toda tragedia es comedia, pero no al contrario. La comedia es la representación de alguna historia o fábula y tiene final alegre o triste. En el primer caso retiene el nombre de comedia; en el segundo es llamado comedia trágica, tragicomedia o tragedia. Ésta es la verdadera distinción de las palabras, no obstando el que otros arguyan lo contrario» (Juan Caramuel de Lobcowitz, «Epistola XXI» (1668), Ioannis Caramvelis Primvs Calamvs. Tomvs II. Ob ocvlos exhibens..., Ex Officina Episcopali (págs. 690-718). El texto latino puede verse en la Preceptiva dramática española del Renacimiento y Barroco (1965) (Madrid, Gredos, 1972, págs. 289-318) de F. Sánchez Escribano y Alberto Porqueras Mayo, y la trad. esp. en H. Hernández Nieto, «La Epístola XXI de Juan Caramuel sobre el Arte nuevo de hacer comedias de Lope de Vega» (Segismundo, 23-24, 1976, págs. 203-288).

[3] Las siguientes palabras de Hermenegildo son pertinentísimas: «No es necesario, ni posible, explicar la existencia de la tragedia española del siglo XVI como derivación de las ideas de Pinciano, Cascales y otros humanistas y preceptistas españoles. Unos y otros escriben cuando ya se han llevado a cabo los experimentos dramáticos. Sus teorías son explicaciones eruditas con las que se intenta adaptar las normas clásicas a las realidades dramáticas inmediatamente anteriores. Cuando Pinciano y Cascales escriben sus obras, ajustan las reglas salidas de la tradición clásica a los usos y necesidades contemporáneos, es decir, a la práctica de los autores trágicos [...]. Fueron los mismos escritores, en su praxis dramática y en su propia reflexión teórica —no hablamos de los preceptistas que escriben a posteriori, como Pinciano o Cascales— quienes tomaron el concepto neoaristotélico de tragedia como punto de partida para huir y alejarse poco a poco de él. Nuestros trágicos fueron suprimiendo acompasada y paulatinamente las reglas clásicas. El resultado fue su propio fracaso y la consiguiente preparación del triunfo del teatro barroco».

[4] La crítica ha advertido en el teatro de Lupercio Leonardo de Argensola sendas cualidades determinantes desde los puntos de vista político y social: la denuncia de un poder tiránico y la falta manifiesta de contacto con el público de su tiempo. Hermenegildo (1985) señala a este respecto la relevancia del memorial que Lupercio Leonardo de Argensola dirige a Felipe II en 1598, que contiene una fuerte crítica moral a la poética del teatro de su tiempo, por lo que pide al rey que suprima las representaciones. Para evitar lo que considera licencioso o inmoral en el teatro, el dramaturgo se refugia en la presencia de modelos clásicos e italianos.

[5] Apud nota 14 a la ed. del Quijote I, 48 de Francisco Rico. Son obras de Lupercio Leonardo de Argensola (se ha perdido La Filis) y debieron escribirse entre 1581 y 1584. Más que tragedias de orden clásico, son obras de transición entre el teatro clasicista, con rasgos humanísticos, y la comedia nueva. La posición de Argensola es esencialmente moralizadora: desde la Loa de La Isabela se enfrenta a la farsa o la comedia nueva («...comedias amorosas, / nocturnas asechanzas de mancebos / y libres liviandades de mozuelas: / cosas que son acetas por el vulgo»), pero prescinde por completo de las unidades, emplea un sistema polimétrico y estructura las obras en cuatro jornadas (Green, 1945: 25-26, 102-121; Hermenegildo, 1973: 324-367; Egido, 1987a). 

[6] De 1889 data la edición del Conde de la Viñaza (Obras sueltas de Lupercio y Bartolomé Leonardo de Argensola), en que aparecen de nuevo la Isabela y la Alejandra, con algunas variantes a pie de página de dos manuscritos que el mismo conde encontró. Desde entonces —y hasta el momento de escribir estas líneas—, nada más. Actualmente el profesor Luigi Giuliani está desarrollando una valiosa labor de investigación y edición de las obras de Argensola, de la que cabe esperar en breve resultados de suma utilidad.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Cervantes frente a los tragediógrafos españoles del siglo XVI», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 4.2), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


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