VI, 10 - ¿Por qué el mundo académico anglosajón nunca ha construido una Teoría de la Literatura sistemática y global?


Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





¿Por qué el mundo académico anglosajón nunca ha construido una Teoría de la Literatura sistemática y global?


Referencia VI, 10


Los que no saben escribir en ciencia,
por la sátira van hacia la fama...

Félix Lope de Vega[1]

 

 

Crítica de la razón literaria Jesús G. Maestro

Hacia una interpretación de la literatura a través de las ciencias

La Historia no la escriben los poetas, ni los literatos, ni los filósofos. La Historia la escriben los científicos. Los historiadores, simplemente, nos la cuentan.

Y la escriben los científicos porque la Historia que nos narran los historiadores, o bien es una fabulación mítica, legendaria o ensayística ―como la de los primeros logógrafos, en el mejor de los casos―, o bien está fundamentada en hallazgos confirmados por metodologías científicas, desde la química ―que a través de la prueba del carbono-14 data la antigüedad de unos restos humanos― hasta la filología ―que desmitifica documentalmente la fraudulenta donación de Constantino―. Sin ciencias, no hay Historia.

Lo mismo podemos decir de la interpretación literaria: sin ciencias, no hay Teoría de la Literatura. Porque la Teoría de la Literatura es ella misma, pese a su discutible nomenclatura y denominación, en que el término teoría parece eclipsar toda práctica y toda operatoriedad ―los alemanes hablan, más propiamente esta vez, y de forma explícita, de «ciencia de la literatura» (Literaturwissenschaft)―, un sistema de metodologías científicas destinadas a la interpretación conceptual de los materiales literarios (autor, obra, lector e intérprete o transductor).

Toda Teoría de la Literatura digna de este nombre, es decir, sistemática y competente interpretativamente, ha de hacer inteligible y comprensible el hecho literario. Ha de servir para demostrarnos cómo podemos comprender y explicar la literatura: sus materiales, sus ideas, sus conceptos. Y ha de hacerlo de forma sistemática y operatoria. En consecuencia, ha de disponer unos postulados fundamentales, una idea y un concepto de literatura, una genealogía o teoría sobre su origen, una ontología o sistema objetivo de materiales literarios esenciales, una gnoseología o teoría científica destinada a conocer tales materiales literarios, una idea y un concepto de ficción literaria, una genología o teoría de los géneros literarios y un método de interpretación de la Literatura Comparada y de sus posibilidades de análisis. Y este objetivo no se puede alcanzar de espaldas a la realidad que nos ofrecen numerosos campos categoriales y metodologías científicas que, sucesiva y simultáneamente, concurren en el uso, estudio y manejo de los materiales literarios.

Por estas razones, lo mismo que ocurre con la Historia, y sus ciencias o metodologías, ocurre también con la literatura, y sus ciencias o metodologías, que aquí denominamos ―siguiendo la exposición dada en la Crítica de la razón literaria―, Teoría de la Literatura. Porque la literatura, si bien la hacen los poetas, novelistas, dramaturgos..., y la protagonizan sus creaciones ficticias y sus personajes fabulosos, sus tiempos y sus espacios, en los que se objetivan ideas y conceptos, la literatura ―digo― exige siempre una o varias interpretaciones normativas, científicamente fundamentadas. Y porque estas interpretaciones, aunque las escriban los críticos de la literatura, o bien disponen de apoyaturas científicas, o bien sólo son el resultado de una ensayística, una retórica o una eufonía verbal, cuyos contenidos serán, en tales casos, totalmente irrelevantes para el conocimiento de los materiales literarios y la comprensión de los textos. La Teoría de la Literatura la escriben los científicos. Los historiadores de la literatura, simplemente, nos la cuentan.

En este contexto, hay algo que hemos de plantear muy crudamente: no se puede ir a buscar una teoría literaria valiosa en países que tienen una literatura peor que la hispánica. No puede haber una buena Teoría de la Literatura donde hay una mala literatura. Desde este punto de vista, exijo una respuesta a esta pregunta: ¿Por qué el mundo académico anglosajón nunca ha construido una Teoría de la Literatura sistemática y global?

Nunca se ha hecho en público esta pregunta. Y jamás a nadie se le ha ocurrido plantearla. Entre otras cosas, porque ―desde la Hispanidad, y sobre todo desde el siglo XVIII― no nos han educado para hacernos este tipo de preguntas. Ni otras equivalentes.

Nos han educado para obedecer, para admirar lo extranjero y para desconfiar de nuestros compatriotas, para despreciar incluso las obras y los logros históricos de nuestro país y de nuestros paisanos, y para traducir e importar obras ajenas, como si éste fuera nuestro destino y nuestra más alta meta y mérito profesionales. Una vergüenza, en suma, consistente en reemplazar la originalidad por la sumisión y el criterio propio por la obsecuencia, siempre al extranjero, y muy concretamente a la Europa septentrional y a la Anglosfera.

Lo cierto es que la realidad en que vivimos, y el mundo contemporáneo que habitamos, exige hacerse preguntas comprometidas y, desde luego, responderlas. Porque es innegable y manifiesto que el mundo académico anglosajón, constituido sobre todo por las concepciones políticas, culturales y religiosas de Alemania, Inglaterra, Holanda y Estados Unidos ―sin olvidar a una más que latebrosa Suiza―, nunca ha construido una Teoría de la Literatura sistemática y global. ¿Por qué? ¿Por qué no lo ha hecho? ¿Por qué no lo ha hecho si, durante los casi últimos 300 años, estos países de hegemonía económica, reformista y protestante ―y presuntamente liberal (aunque este término sea genuinamente español)―, han controlado la gestación y el curso de las ideas más influyentes, entre ellas, sobre todo, la idea de cultura, mitificándola de forma tan sospechosa como extremada?

No deja de ser curioso que la Anglosfera haya impuesto y gestionado una determinada idea de cultura y, sin embargo, no haya podido imponer ni gestionar ni una sola idea de literatura. No es ningún secreto, aunque para muchos siga siendo una ignorancia invisible, de la que ni siquiera se percatan, que el mundo académico anglosajón está idealmente sobrevalorado por la Hispanosfera, y muy en particular por una acomplejada Europa mediterránea, meridional y sureña. Y por una no menos acomplejada Hispanoamérica, que para mayor ridículo y menosprecio de sí misma se hace llamar Latinoamérica[2]. No deja de ser sorprendente, al menos para cualquier persona inteligente y original en el desarrollo de su actividad investigadora, la obsecuencia que desde el ilusamente ilustrado siglo XVIII europeo, y desde el Hispanismo contemporáneo, se ha profesado al mundo académico anglosajón. En lugar de exigirle responsabilidades por sus deficiencias respecto a la Hispanidad ―y a la literatura― (endíadis nada casual), se ha sido obsecuente y sumiso con él, hasta grados de subordinación e incluso de claudicación que llegan a la aceptación acrítica, dócil, y también degradante, de hechos tales como la implantación del programa universitario de Bolonia, un Espacio Europeo de Educación Superior que ha sido algo así como importar, desde los estertores de un imperio en sus últimas ascuas ―el imperio de lo que ha sido, y ya no es, la hegemonía protestante― un modelo de Universidad hoy por completo inservible, improductivo y estéril, el cual, paradójicamente, se ha implantado como algo fructífero, retributivo y fértil. Una bonita ilusión para un inminente fin de trayecto.

Para empezar, se trata de un modelo de enseñanza superior que, por vez primera en siglos, ha exterminado la literatura de la Universidad. Y la ha reemplazado por «cultura». Es decir, ha sustituido la literatura por la «cultura». Y esta subrogación no es nada casual. Sobre los estudios literarios se imponen sin razón literaria los estudios culturales (cultural studies).

He dicho en numerosas ocasiones que la cultura es una invención de aquellos pueblos que carecen de literatura. La Anglosfera es un ámbito cultural que nunca encontró en la literatura un terreno fértil sobre el que fundamentar ni su idealizada moral puritana ―apuntalada en la Reforma de su religión protestante―, ni sus controvertidas capacidades para interpretar textos de ficción ―contra la cual ficción promovieron el desarrollo de todo tipo de hermenéuticas fantásticas y maravillosas―, ni mucho menos sus pretensiones comerciales ―nacidas del feudalismo medieval germano, y no de los Estados modernos, feudalismo luterano y calvinista que se mantiene intacto hasta bien entrado el siglo XIX―.

Sorprende igualmente que, tras haber exhibido durante casi los últimos tres siglos una presunta superioridad, frente a otras naciones, en el desarrollo de las ciencias, nunca se hayan servido de sus logros científicos para interpretar la literatura. Incluso sus filosofías se orientaron siempre, de la mano firme de todos los idealismos, a negar cualquier posibilidad de analizar las Letras y las Artes a través de las ciencias. Y con tal intensidad, que hasta nosotros llegan tendencias materialistas que, lejos de discutir tales orientaciones, confirman el idealismo de estas filosofías anglogermánicas.

En el mundo académico anglosajón la crítica literaria comienza a desarrollarse muy tardíamente. Desde sus principios, y siempre de forma muy fugaz, ha planteado una interpretación de la literatura a través de la literatura, pero, sobre todo desde el siglo XIX, lo ha hecho a través de la cultura, en concreto desde su propia idea de cultura, debidamente mitificada y adulterada por todo tipo de idealismos: lo que nunca jamás ha hecho, ni pensado, ni planteado, ha sido una interpretación de la literatura a través de las ciencias. Este objetivo es algo que desconocen por completo. Y que incluso combaten cuando otras concepciones de la literatura pretenden llevarlo a cabo. El fundamentalismo científico del mundo anglosajón jamás se proyectó ni se planificó sobre la literatura. Se proyectó incluso hacia el estudio de la felicidad, de la cultura y de los estados de ánimo, pero nunca jamás se planteó en relación con la literatura[3]

El resultado de semejante limitación intelectual ―y científica― ha sido la reducción de la literatura a sentimiento, emoción, dicha o desdicha, procurando siempre hacer de la experiencia de la literatura un camino hacia la felicidad, en tiempos posmodernos, o hacia el melodrama, en tiempos victorianos. Y hacia todo tipo de ideologías y cloacas fideístas, en cualesquiera tiempos y lugares. Incluso en la culminación del siglo XX, el luteranismo rebrota con una fuerza omnímoda en la Teoría de la Literatura elaborada por el alemán Hans-Robert Jauss, desde su archifamosa estética de la recepción, que no es sino una involución protestante en la interpretación de los materiales literarios, reducidos todos ellos a uno solo ―el lector―, y a un imperativo más categórico que el kantiano, al tratarse de un imperativo anacrónicamente luterano, a saber: que el texto literario tiene el sentido que le dé el lector. La «ciencia literaria» se retrotrae aquí a la conciencia del lector. Tal parece que en lugar de estar en la Constanza de 1967 nos hemos retrotraído de repente al Wittemberg de 1517. Pero lo más sorprendente de esta retracción ―de 450 años justos nada menos― es que nadie, en ningún punto de la geografía de la Teoría de la Literatura actual, pareció haberse dado cuenta de semejante involución. Tal es la fascinación que provoca cuanto emana de la ―hoy ya muy debilitada― hegemonía protestante.

Sea como fuere, todas estas limitaciones acerca de lo que la literatura es degradan y desintegran poderosamente cualquier posibilidad de plantear una Teoría de la Literatura sistemática y global destinada a la interpretación científica y filosófica de los materiales literarios. Veamos por qué razones.

 


1. Postulados ideales y soluciones falsas a falsos problemas

En primer lugar, estas limitaciones crecen porque se establecen postulados idealistas y se proponen soluciones falsasOcurre que los falsos problemas exigen soluciones también falsas. 

Los postulados fundamentales en los que históricamente se mueven los estudios literarios en la Anglosfera excluyen de la interpretación literaria tanto la ciencia como la dialéctica. A la primera, la niegan desde el idealismo kantiano. A la segunda, la han reemplazado por el idealismo de todo tipo de hermenéuticas, desde Friedrich Schleiermacher hasta Hans-Georg Gadamer, quien alcanzó la felicidad, primero, y la gloria, después, hablando del diálogo entre el texto (literario o no) y el lector (literario o no). 

El no a la ciencia literaria lo tenemos desde las tres críticas kantianas, y el reemplazo de la dialéctica por el diálogo lo encontramos en toda la tradición ilustrada de la filosofía anglogermánica, hoy en el desagüe del pensamiento débil y en el inodoro de la retórica posmoderna. De espaldas a la ciencia y a la dialéctica, el sentido crítico de la interpretación literaria queda muy mermado, y resulta fácilmente adulterable en manos de cualquier ideología. Y es lo que ha ocurrido. 

La falta de sustentáculo científico y dialéctico ha desprovisto a la Teoría de la Literatura de sus funciones críticas, y ha puesto la literatura misma a los pies de los caballos de las ideologías posmodernas, las morales religiosas y los fanatismos gremiales, los cuales ―bajo el nombre de minorías― se multiplican en la floresta de nuestras universidades y democracias como las sectas protestantes en tiempos de la turbulenta y proteica Reforma religiosa. 

A todo esto hay que añadir el idealismo y el dogmatismo de las concepciones monistas y atomistas que caracterizan el pensamiento anglogermánico desde sus primeras manifestaciones: todo está relacionado con todo (monismo) y nada está relacionado con nada (atomismo). Uno y otro son los códigos ―imperativos― de la posmodernidad. Todo es Shakespeare. Todo es Alemania. El canon occidental es el canon de la literatura inglesa, es decir, de nuevo Shakespeare, «inventor de lo humano», nos dirá literalmente uno de los más famosos escritores de best-sellers académicos, y a la vez uno de los autores más ignorantes que en el mundo han sido respecto a la literatura española e hispanoamericana: Harold Bloom[4]. Lo que no nos explicita este propagandista de la ilusión shakesperiana es que el inglés apenas escribió ―en el mejor de los casos― unas treinta comedias y acaso algo más de un centenar de sonetos. No cabe duda de que Occidente, en este canon jibarizado ―en 30 comedias y 100 sonetos―, se recorre pronto.

 


2. Una idea indefinida de literatura o la literatura como «libro de autoayuda»

En segundo lugar, y como consecuencia de tales postulados, el mundo académico anglosajón profesa una idea de literatura extremadamente emocional, sensible, e incluso infantil. Es una idea de literatura de la que está descartado lo inteligible, lo científico y lo crítico. Desde sus universidades, la literatura se lee potenciando lo sensible y evitando lo inteligible. De hecho, sus autores no plantean actualmente un concepto de literatura definido desde criterios inteligibles, sino meramente sensibles. Y saturados de ideología, para hacer aún más emocionante la sensibilidad de los posibles receptores. Es una emoción pseudoliteraria potenciada psicológicamente por los conflictos ideológicos. La literatura se siente, no se analiza. Se disfruta, no se interpreta. Se vive ideológicamente, pero no se estudia científicamente. 

Ese concepto de literatura, como libro de autoayuda, como guía que debe conducir a la felicidad, a través del consumismo, convierte al lector en un consumidor, en lugar de exigirle ser un intérprete y comportarse como un analista racional. Porque el racionalismo, como la ciencia, se excluye de la interpretación de los materiales literarios, reducidos a una factoría de ideologías, un depósito de moralismos gremiales, o un contubernio de emociones que ignoran sus propias causas y consecuencias. La literatura se interpreta a través de lo sensible, pero no a través de lo inteligible. 

Seguimos caminando hacia el destierro de las ciencias, como territorio desde el que interpretar los hechos literarios, para afianzarnos en una suerte de misticismo personal o colectivo, desde los sentimientos hasta las ideologías, más precisamente: para proclamar la supremacía luterana del yo que interpreta, naturalmente en nombre de la «libertad» ―de una libertad de corral―, lo que significa un texto literario desposeído de inteligencia. Las normas de la literatura, como para Lutero las normas de la religión, las pone el yo del lector, no las pautas de la Academia, ni tampoco los criterios de una educación reglada científicamente. 

El día en que el Quijote sólo resulte legible como un libro de autoayuda, y no inteligible como una obra que, entre otras muchas cosas, constituye un anatema contra los idealistas, ese día, la Hispanosfera habrá desaparecido completamente, y acaso para siempre. Pero contra esta «ocurrencia», así como contra otras, luchamos a diario. Y luchamos desde el Hispanismo. Sin una idea clara y definida de literatura, no es posible un desarrollo de los estudios literarios, ni, de ninguna manera, la construcción sistemática y global de una Teoría de la Literatura.

 

 

3. Una incógnita tabú: ¿por qué la Anglosfera no tiene una teoría sobre el origen de la literatura?

En tercer lugar, el mundo académico anglosajón carece de una teoría sobre el origen de la literatura. Dicho de otro modo, carece de una genealogía de la literatura. Tiene una fantástica ―en el sentido pleno de esta palabra― genealogía de la moral, debida a uno de sus más grandes poetas metafísicos y taumaturgos de la prosa, como fue Federico Nietzsche, un singular seductor de psicópatas. A Nietzsche se le lee como a un filósofo, cuando en realidad fue un gran poeta, más metafísico que William Blake y menos enigmático ―en realidad es muchísimo más simple, pero igual de místico― que William Yeats. 

El mundo académico anglosajón perpetúa una interpretación literaria que todavía no ha disociado con claridad ni con rigor la literatura de la religión. Para casi todos sus intérpretes, el origen de la literatura es una incógnita tabú, que se eclipsa en el magma de un mundo cuyo irracionalismo se preserva y perpetúa, en nombre del luteranismo, el fideísmo, el pietismo, el krausismo, el inconsciente, la hermenéutica heideggeriana, etc., frente al cientifismo, el racionalismo y el materialismo que exige la literatura. El mundo académico anglosajón sigue actuando como si literatura y religión no se hubieran divorciado desde el origen mismo de lo que la literatura es. 

La poética no es una disciplina. La poética no es la ley de Moisés, y aún menos es las noventa y cinco tesis que, según la leyenda, Lutero clavó en las puertas de la iglesia de Todos los Santos de Wittenberg en 1517. Con todo, la fuerza del idealismo germano fue lo suficientemente poderosa como para reemplazar el uso aristotélico del término poética por la adulterante manipulación del término estética, y reducir de este modo lo que en un principio fue ―al menos para el Estagirita― el análisis conceptual de los materiales literarios a una recreación sensorial y emocional de la literatura, pues sensación (aisthesis), y no otra cosa, es la estética, con todas sus variopintas confituras. Así pues, a la literatura no llegó, ni siquiera, la metáfora del Big Bang, como imagen donada por el fundamentalismo científico para ilustrar, de cualquier modo posible, su nacimiento universal ―el de la literatura, naturalmente, el cual sigue sin disponer, en el ámbito académico anglosajón, de ningún tipo de teoría que explique, ni dé cuenta, de sus causas y razones originarias.

 

 

4. ¿Por qué todas las teorías literarias de la Anglosfera son ablativas?

En cuarto lugar, una de las características más visibles del mundo académico anglosajón, y también afrancesado, a la hora de enfrentarse históricamente a la literatura y a la Teoría de la Literatura, ha sido su visión siempre ablativa de los materiales literarios. Quiero decir, de forma muy clara y contundente, que cada vez que desde los dominios culturales y académicos de la Anglosfera y de la francofonía se ha hablado de la ontología de la literatura se ha hecho de forma explícitamente parcial, fragmentada y reductora. Las poéticas de autor, decimonónicas y psicológicas, de genealogía idealista y protestante, basadas en el referente subjetivo del genio creador, desembocaron, sin salir del paradigma autorial ―el autor como base interpretativa más segura― en el positivismo histórico de la escuela francesa, que redujo la literatura a una guía de datos, fechas y referentes objetivos, en los que las ideas literarias resultaban invisibles e inexistentes.

Al paradigma autorial siguió, con la irrupción del siglo XX, el paradigma textual, de ascendencia alemana, rusa y eslava, en primera instancia, y, en segundas nupcias, hispana (la estilística de Dámaso y Amado Alonso) y estadounidense (New Criticism), para ser objeto toda ella de una afrancesada reconversión industrial y académica de la mano de Roland Barthes, Gérard Genette y los neoestructuralistas de París. Se impone así de forma explícita la ablación literaria de uno de los materiales más decisivos: el autor. Barthes, siguiendo el nihilismo de Nietzsche, proclama en 1968 que «el autor ha muerto». De la coreografía de la muerde de Dios pasamos a la eufonía de la muerte del autor. Ya hubiera querido Dios disponer sobre la Creación de los derechos de propiedad intelectual que el autor de obras impresas dispone desde hace décadas sobre la titularidad de sus propios escritos. Pero, en pleno auge de los derechos de autoría, la teoría literaria del siglo XX aplaude, narcotizada por el estructuralismo, la muerte del autor, como si una metáfora nihilista de tal envergadura, y de reciclaje nietszcheano, pudiera conducirnos a alguna parte. Es el triunfo de las teorías literarias ablativas, es decir, de las teorías literarias que mutilan, cercenan y suprimen materiales literarios esenciales. Con el consenso, casi unánime, de la totalidad del mundo académico.

Conscientes en cierto modo del callejón sin salida de algunos de los divertículos del posestructuralismo, las pulsiones del luteranismo alemán afloran en la teoría literaria de Hans-Robert Jauss, quien postula en 1967 que el lector es, esencialmente, el referente básico, con pretensiones de exclusividad dominante, de la interpretación literaria. La literatura significa lo que el lector dispone. Lutero vuelve a tomar el mando del sentido trascendente de los textos escritos, invadiendo incluso los terrenos más profanos. Esta vez, la literatura reemplaza, tras la experiencia de la secularización dieciochesca, a las Sagradas Escrituras. El Espíritu Santo será ahora la conciencia del receptor, la fenomenología de la recepción, la esencia de la estética de la recepción alemana, el centro de gravedad de la sensación o aisthesis de la lectura. El Espíritu Santo se llama, ahora, lector implícito. Todo un logro de la secularización protestante. He aquí una figura engendrada por el arte combinatorio del idealismo alemán y el estructuralismo francés. Durante décadas hemos asistido al aplauso universal de la Teoría de la Literatura anglogermana e italofrancesa ―el apoyo de Umberto Eco resultó tan decisivo como alienante― de esta figura luterana y fantasmagórica, secular e ilusionante.

En paralelo, Jakobson, ya plenamente formateado por el mundo académico angloamericano, postulaba en la Indiana de 1958 el descubrimiento de un nuevo Mediterráneo, ignorante de que Aristóteles ya lo había señalado en el primer párrafo de su Retórica, hacía casi 25 siglos: la comunicación humana tiene tres elementos esenciales, el que habla, lo que dice y el que oye. Jakobson, muy sofisticado él por el estructuralismo anglosajón, usa términos muy actuales: emisor, mensaje, receptor. Tan actuales que datan de la Atenas del siglo IV antes de nuestra Era. Pero esto resultó una novedad en la Indiana estadounidense de 1958. El mundo académico anglosajón recibió las palabras de Jakobson como la mayor novedad teoricoliteraria del siglo XX.

Sin embargo, el cierre circular, humano, categorial, de la ontología literaria no lo advirtieron ni Jakobson desde el estructuralismo angloamericano, ni Jauss desde la estética de la recepción germana. Tampoco Aristóteles había registrado este cierre circular, humano y categorial, en su Retórica, ignorada, a efectos pragmáticos, por la Teoría de la Literatura neoformalista. Faltaba un cuarto elemento: el transductor. Hablamos del intérprete, que, a diferencia del lector, no interpreta para sí, sino para los demás, merced a los poderes específicos de que dispone. Nadie había visto esto antes, salvo Dolezel, quien lo utiliza sin acierto ni ubicación sistemática en algunos de sus escritos, y sin saber exactamente qué hacer ni con el transductor ni con la transducción, es decir, ni con el objeto ni con el procedimiento. Esta falta de sistema a la hora de ubicar las figuras literarias operatorias en la ontología de la literatura, es decir, en las partes esenciales que construyen y que manipulan los materiales literarios, ha caracterizado siempre la labor de los críticos anglosajones. Y también de los franceses, con frecuencia limitados a importar y reconvertir lo hecho por otros, hasta manufacturarlo y exportarlo como propio.

La ontología de la literatura se cierra circularmente, en la pragmática de la comunicación literaria, desarrollada desde dimensiones históricas, geográficas y políticas, al reconocer la figura operatoria del transductor junto a las figuras no menos operatorias del autor, la obra literaria y el lector, cuya actividad depende siempre, dada la relación en symploké, del transductor, y viceversa. Se produce así el cierre categorial de los materiales literarios, identificados por vez primera en la Teoría de la Literatura expuesta en la Crítica de la razón literaria, desde el Hispanismo, a comienzos del siglo XXI. Nunca antes nada de esto se había planteado, ni de este modo, ni en tales términos.

 

 

5. Incapacidad de la Anglosfera para afrontar el estudio científico de la literatura

En quinto lugar, nos damos de bruces con la negación secular de toda posibilidad de estudiar científicamente la literatura. Este es un imperativo que emana directamente de una concepción anglosajona y germánica, por completo romántica e idealista, de la literatura. Una concepción que tiene que retrotraerse hasta la ingenuidad de un idealista como Platón para encontrar apoyos en el libro X de la República, obra fantasiosa donde las haya, y sin embargo, o acaso por ello mismo, admirada por filósofos de todos los tiempos y celebrada, en toda época y lugar, por oportunistas y galloferos del presunto irracionalismo literario. 

Es curioso comprobar cómo los filósofos creen en la verdad de sus ficciones, a la vez que niegan la verdad de las ficciones literarias, cuando, de hecho, estas últimas ―las ficciones literarias― no contienen ninguna verdad. No se puede atribuir a la ficción un valor de verdad, ni de mentira, ni tampoco de apariencia, porque algo así es tan absurdo como postular que hay unicornios de verdad, unicornios de mentira o unicornios que son sólo aparentes. La realidad demuestra que no hay unicornios, porque el unicornio es un ente de ficción, aunque exista materialmente en una escultura, un lienzo o un camafeo: esté donde esté, ningún unicornio tendrá jamás existencia operatoria, sino solamente estructural. La ficción literaria no es verdadera ni falsa, ni es apariencia de nada en absoluto: simplemente es inoperante en el mundo. No tiene valor operatorio, porque sólo dispone de existencia estructural. Las ficciones filosóficas tampoco tienen ningún valor operatorio, pero los filósofos las esgrimen como si lo tuvieran, y de hecho esperan ―como Vladimir y Astragón― que un día la verdad de tales declaraciones se manifieste entre los vivos que habitan «más allá de la caverna», momento en que el mundo cambiará, por arte de interpretación filosófica, de modo que sólo entonces dejaremos de interpretarlo, porque comenzaremos a transformarlo, consumándose así, naturalmente, la utopía que expone cada filosofía. El mundo, por su parte, se transforma sin consultar los parabienes de ningún filósofo.

No es fácil romper, desde el Hispanismo, con una tendencia implantada desde el triunfo indiscutido de las tres críticas kantianas, según las cuales los materiales artísticos, reducidos por el idealismo alemán a materiales estéticos, pueden ser objeto de interpretaciones sensibles, pero no de interpretaciones inteligibles. A partir de ahí, y en alianza con el Platón del libro X de la República, los filósofos desautorizan el racionalismo de las artes, de modo que monopolizan para sí, para la filosofía, el racionalismo que les dejan ―como residuo irrelevante― las ciencias serias, llamadas «naturales» desde la Ilustración europeísta. No por casualidad quien sentencia esto es un filósofo, un idealista y un prusiano feudalizado, que no salió en toda su vida de un territorio de poco más de 100 km de radio, demostrando de ese modo la dimensión cosmopolita de la Ilustración europea. Hablamos de Manuel Kant. Hablamos, también, de un pietista. Un hijo de Lutero. El mundo que concibe la Ilustración protestante, valga la redundancia, es un mundo extremadamente jibarizado. Un mundo, en suma, que se recorre muy pronto. Y que cabe en la cabeza de cualquier idealista ilustrado.

A la Reforma protestante jamás le interesó someter determinadas cuestiones a los imperativos de la razón, particularmente las cuestiones relativas al arte. Optó, en primer lugar, por reducir el arte a la estética, es decir, a la aisthesis, esto es, a una «sensación», que eso, y no otra cosa, como se ha dicho, es la estética: la reducción del arte a sus efectos sensibles, emocionales, sensoriales, desposeídos de exigencias intelectuales, conceptuales y críticas. La interpretación del arte se reduce así a lo sensible, a la vez que se veta y proscribe lo inteligible. El arte se interpreta con el corazón, no con la cabeza. De hecho, el término poética, de tradición hispanogrecolatina, queda reemplazado por el término estética, de diseño germánico, luterano y psicológico: la sensación se impone. Lo sensible eclipsa lo inteligible. A partir de aquí, todo se dispone para conjurar la presencia de las ciencias en la interpretación de los materiales artísticos en general, y muy en particular de la literatura. 

La filosofía no quiere rivales en su lucha por el monopolio racionalista en el ámbito de las denominadas «ciencias humanas». Es, además, un logro tácito que beneficia a todos: 1) a los científicos, porque les exime de ocuparse de cuestiones que no producen un beneficio económico ―al contrario que la industria bélica o esclavista (aquí se justifica «científicamente» la superioridad de la raza blanca, pero, en cuanto a la literatura se refiere, se niega toda posibilidad de estudiarla a través de las ciencias), por ejemplo―; 2) a los filósofos, porque les cede la gestión exclusiva del racionalismo sobre las demás «ciencias humanas», que dejan de considerarse como ciencias específicas, propiamente dichas, para percibirse ―sobre todo las relativas a los estudios literarios― como una serie de formas «de hablar» o discursos (supuestamente) críticos, subordinados a los dominios y funciones de la filosofía; y 3) a los poetas, porque les concede la máxima libertad para hacer con la literatura lo que les dé la gana, exhibiendo una idea de libertad totalmente ingenua y pueril, asociada al irracionalismo, el inconsciente o la conquista de la felicidad, entre otras estulticias adorables, que dieron brillo a los grandes objetivos del romanticismo anglogermánico y de la posmodernidad anglosajona, cuyas sombras se alargan, con todas sus consecuencias, hasta nuestro más inmediato presente. 

Se impone desde este itinerario la idea de que la razón reprime, y de que la literatura libera. Y sólo cuando la filosofía, celosa de estas simpatías, que decantaban hacia la literatura una atención creciente y cada vez mayor, comienza a percibir tales desventajas, estimula la gestación y promoción de figuras como Nietzsche, Freud o Heidegger, a fin de neutralizar y recuperar para su propia causa las energías que la sociología y la psicología de cada época podían brindar a las presuntas libertades literarias. No por casualidad la obra de autores como Nietzsche, Freud o Heidegger es más literaria que filosófica, aunque los poetas hayan hecho uso de ella sin disputar ni discutir su titularidad fabulosa, al mismo tiempo que los filósofos la han esgrimido como distintiva de una retórica, interpretada como si se tratara de un verdadero sistema de pensamiento ―en realidad una sofística saturada de ideología involucionista―, cuyo único mérito es apropiarse de mitologías anteriores al logos.

Lo cierto es que un contexto histórico de esta naturaleza está detrás de las razones que, secularmente, han inducido a interpretar la literatura a través de la literatura, y a negar cualquier posibilidad de interpretar la literatura a través de las ciencias. Las teorías literarias que emanan del mundo académico anglosajón son incapaces de negar la legitimidad de esta tendencia y de revelar sus falacias. Antes al contrario: afirman de forma mecánica e irreflexiva que la interpretación científica de los materiales literarios es imposible, frente a hechos que constantemente demuestran lo contrario, desde el momento en que se utilizan diferentes metodologías científicas en la datación filológica de manuscritos y originales, de elaboración de ediciones críticas y fijaciones textuales mediante estemas y procedimientos propios de una lingüística computacional, o de aplicaciones múltiples y universales de una teoría general de la métrica, la novela o el teatro. Sólo desde un idealismo, de genealogía claramente anglogermana y protestante, puede hoy negarse la posibilidad de estudiar científicamente la literatura y los materiales literarios.

 

 

6. Los peligros de tomarse la ficción en serio

En sexto lugar, hablemos de la ficción. ¿Cuál es la idea de ficción que ha expuesto mayoritariamente el mundo académico anglosajón? Una idea en virtud de la cual la ficción siempre supera la realidad, entre otras cosas, porque el imperativo básico del idealismo exige que la realidad sea un producto de las sensaciones, sentimientos, imaginaciones y deseos del ser humano, y no un producto de la inteligencia. El objeto es un efecto emocional del sujeto, un efecto desde el que el propio sujeto trata de disociarse de la realidad, de engañarse a sí mismo y de hacerse trampas en solitario. Incluso el sujeto llega hoy a convertirse en un efecto emocional de sí mismo (uno es hombre o mujer, por ejemplo, pero se siente mujer u hombre). De hecho, el objeto estético ―que ya no poético― sólo puede ser un artefacto emocional del sujeto, porque de ningún modo está permitido que sea ninguna otra cosa. Hablamos de un sujeto que, ante el arte y la literatura, es más sensible que inteligente. Y proscrito está ―por el idealismo germano― que el objeto estético ―que ya no poético― de ninguna manera se pueda interpretar a través de las ciencias: la ciencia está prohibida en todo lo que se refiere a la interpretación de sensaciones. Y como la literatura es una sensación más, naturalmente proscrita está su interpretación científica. Paradójicamente, este imperativo genuino del idealismo alemán ha sido asumido de forma acrítica e ingenua por materialistas filosóficos.

Se decreta que el artista es irracional y el científico es insensible. Se postula que el poeta miente, y que el filósofo ―verificador de todas las demás actividades humanas, incluidas las ciencias― dice la verdad. Se impone el hecho de que la literatura es el imperio de las emociones, de los sentimientos, de los sueños, de lo inconsciente, y, por supuesto, de la libertad ―libertad luterana, libertad de corral, libertad de campo de concentración...―, pero libertad, al fin y al cabo, en letra impresa. Impresa para impresionar. Hemos vuelto a Platón, es decir, al punto de partida: al libro X de la República. Veinte siglos después, el pensamiento anglosajón coloca a la literatura, nuevamente, en la casilla de salida. La religión ideó la fe para disimular la mentira, mientras que la literatura inventó la ficción para no tener que suscribirla. Pero el sentido de esta afirmación es incompatible con el protestantismo. Lutero no puede aceptar dos hechos esenciales: que Dios sea una ficción, y que la ficción sea lo que es, una materia que carece de existencia operatoria, es decir, una materia muerta. Tan muerta como el Dios de Nietzsche.

No es operatoria porque su existencia es exclusivamente de naturaleza estructural, y sólo puede ejecutarse estructuralmente, es decir, dentro de la estructura de la obra de arte. Yo puedo construir un personaje de ficción, pero no podré nunca tener un hijo con Dulcinea, porque Dulcinea, que es un personaje de la ficción cervantina, sólo existe estructuralmente en una obra de arte literaria, el Quijote, y no fuera de ella. Dulcinea no puede salir de esa obra literaria, es decir, no puede «operar» fuera de la ficción.

El mundo académico anglosajón no ha sido capaz en toda su historia de interpretar la idea de ficción al margen del concepto de verosimilitud, que es una noción aristotélica vinculada a la teoría de la mímesis, como principio generador del arte, según el cual la literatura imita poéticamente la realidad. Para Aristóteles, así como para los pensadores anglogermanos y también italofranceses, la ficción es una imitación o reproducción verosímil de la realidad. Sin embargo, tal idea es un fósil superviviente desde la Ilustración. Hoy no cabe hablar de verosimilitud, concepto anacrónico, extemporáneo y estéril, que debió desaparecer de la Teoría de la Literatura cuando se derrumbó, en el siglo XVIII, la teoría mimética de Aristóteles, que era la placenta de lo verosímil. 

Pese a todo, este concepto de verosimilitud sobrevivió intacto, porque quienes derrumbaron el descriptivismo aristotélico, en filosofía, fueron los idealistas alemanes, con Kant a la cabeza, y lo que hicieron fue, simplemente, dar la vuelta a Aristóteles, y preservar la vigencia de lo verosímil. Lo preservaron ya no desde el descriptivismo, sino desde el teoreticismo. ¿Qué hicieron exactamente?: resolver la cuestión de forma tan simple como antitética. Allí donde Aristóteles afirmaba que el arte era una imitación verosímil de la realidad, Kant postuló que el arte era una reconstrucción verosímil de la realidad del sujeto. La subjetividad, esto es, el yo, preservó la verosimilitud desde el kantismo hasta la posmodernidad. La verosimilitud encontró de esta forma su acomodo en el arca de Noé del idealismo alemán, que salvaguardó desde el mundo antiguo su supervivencia, acrítica e inerte, hasta hoy. La subjetividad humana se convirtió, desde Kant, en la caja fuerte de la idea aristotélica de verosimilitud, desde la cual la idea de ficción del Estagirita se preserva hasta nuestros días, de forma por completo anacrónica e inoperante.

El criterio de verosimilitud persiste intacto, pero moviéndose desde la Ilustración en sentido contrario al aristotélico, es decir, circulando en sentido kantiano. Si para Aristóteles el arte era el resultado de la reproducción imitativa, objetiva y verosímil que de la realidad hace el copista ―esto es, el artista―, para Kant el mismo arte es resultado de la reconstrucción verosímil que ahora ejecuta ese genio creador que habita en la mente de cada sujeto humano, no como intermediario entre el mundo y el yo, sino como artífice exclusivo de un arte cuya realidad se presenta como una creación personal, subjetiva y autológica, fruto de un ego que proyecta sobre este mundo la realidad de su propia y superdotada psique.

Para Aristóteles, la realidad supera la ficción, porque el arte es ficción que imita la realidad y que a ella se subordina, verosímilmente, luego no puede el arte ir más allá de la realidad. Para Kant, ocurre al contrario: es la ficción la que supera la realidad, porque la psicología del yo creador ve más allá de los fenómenos y apariencias, y «crea» obras sublimes, cuya ficción alcanza ―uso el lenguaje de los idealistas alemanes― verdades reveladoras de la esencia del espíritu de individuos selectos y de pueblos heroicos, etc., y otras tonterías de este jaez. Hoy no cabe explicar la ficción desde la verosimilitud, sino desde la operatoriedad. Porque lo ficticio, al margen de que sea verosímil o no, nunca podrá tener operatoriedad. Jamás podremos cabalgar a lomos de un unicornio, aunque la imagen de un jinete sobre un caballo que ostenta un cuerno recto en mitad de la frente resulte perfectamente verosímil. Porque lo imposible, por más verosímil que resulte, jamás puede ser operatorio.

 

 

7. Una teoría idealista y darwinista de los géneros literarios

En séptimo lugar, preguntémonos, ¿cuál es la teoría de los géneros literarios predominantemente expuesta desde el mundo académico anglosajón? Dos nombres diré: Hegel y Darwin. Y una pretensión patológica: el mito de la superioridad étnica y cultural.

En la Historia de la Teoría de la Literatura se han planteado dos grandes paradigmas en la interpretación teórica de los géneros literarios, que corresponden a Aristóteles en su Poética y a Hegel en su Estética. Nótese que ya el título de cada de una de las obras de estos autores remite a un concepto muy específico de interpretación del arte y de la literatura: la poiesis o construcción inteligible y la aisthesis o recepción sensible. Adviértase la seducción psicológica, así como la reducción conceptual, de lo inteligible a lo sensible. De un modo y otro, y pese a sus posibles diferencias ulteriores, muy importantes y reveladoras, tanto Aristóteles como Hegel siguen un modelo porfiriano en cuanto a la clasificación de las obras literarias desde el punto de vista genérico. Ambos parten del género para diluirse en las especies literarias más diversas y selectas, especialmente, en el caso hegeliano.

Las clasificaciones son figuras gnoseológicas que proceden mediante el establecimiento de términos a partir de relaciones entre esos términos de partida, relaciones que ejecutan sujetos operatorios, los cuales interpretan, en este caso, materiales literarios. De este modo, tras establecer relaciones entre materiales literarios diferentes, tales como Lazarillo de Tormes, Guzmán de Alfarache y La vida del Buscón, podemos llegar a postular un término genérico a todos ellos: la novela picaresca. De igual modo, tras establecer relaciones entre materiales literarios tan diferentes como Cartas marruecas, Mrs. Caldwell habla con su hijo o Nubosidad variable, podemos hablar de un término genérico común: novela epistolar. Lo mismo podríamos decir de las relaciones que pueden establecerse entre Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister de Goethe, Retrato del artista adolescente de Joyce y AMDG de Pérez de Ayala, en cuanto que se trata de obras literarias constituyentes de un término, común a todas ellas, que es la novela de autoformación o de aprendizaje (Bildungsroman). Así es como operan las clasificaciones, al establecer términos (genéricos) a partir de relaciones (específicas): T < R. Los géneros literarios son, de hecho, el conjunto de características comunes (genéricas) que pueden identificarse entre las diferentes partes (específicas) que constituyen una totalidad (de entidades individuales o particulares).

Las clasificaciones, en suma, son el procedimiento operativo en el que se basan todas las teorías de los géneros literarios. Pero estas operaciones pueden establecerse, gnoseológicamente, de varios modos. Por su orden, pueden ser ascendentes o descendentes. Son ascendentes, si dan lugar a agrupaciones (obras literarias que se agrupan bajo la nomenclatura de novela picaresca), y son descendentes si dan lugar a desmembramientos (las novelas picarescas pueden tener como protagonistas a hombres ―Guzmán de Alfarache― o a mujeres ―La pícara Justina―). Además, por su relación entre términos, pueden ser atributivas (si un término desempeña un valor específico e insustituible: don Pablos, protagonista del Buscón de Quevedo no aparece en el Coloquio de los perros de Cervantes) o distributivas (un término aparece en todas las especies del mismo género: la astucia y la agudeza de ingenio motivada por el hambre y la necesidad de supervivencia).

Dada esta gnoseología, se advierte que los dos paradigmas históricos, el aristotélico y el hegeliano, desde los que tradicionalmente se han formulado e interpretado las principales teorías de los géneros literarios, han planteado siempre las clasificaciones genológicas desde criterios ascendentes y distributivos, dando lugar a tipologías (ramificaciones o arborescencias). Las tipologías son procedimientos típicamente porfirianos. Por este camino se han desarrollado las teorías anglosajonas de los géneros literarios, siguiendo, primero, los postulados aristotélicos, y adhiriéndose, después, desde el Romanticismo, al idealismo hegeliano. El modelo ha sido siempre el porfiriano.

Sin embargo, desde la tradición hispánica, la Crítica de la razón literaria plantea un modelo plotiniano, es decir, un modelo descendente y atributivo, que, a partir de la especie, nos permita explicarlo todo desde el género generador o tronco común. Dicho de otro modo: planteamos explicar la genología literaria desde la genealogía misma de los géneros de la literatura. Este procedimiento se basa, sobre todo, y nunca exclusivamente, a partir de tipos y agrupaciones, en taxones sintéticos y desmembramientos analíticos, los cuales nos conducen a la raíz genuina de los géneros literarios. Este planteamiento es insólito en el mundo académico anglosajón y, en cierto modo, inédito también desde la tradición hispanística. Es el procedimiento de la teoría de los géneros literarios que se expone en la Crítica de la razón literaria.

 

 

8. La destrucción de la Literatura Comparada

En octavo lugar, tenemos una cita con la Literatura Comparada. Nótese cómo el mundo académico anglosajón, en la cúspide de su hegemonía, demuestra precisamente una impotencia reiterada y hoy irrevocable ante la exigencia de expresar qué es la Literatura Comparada, así como una incompetencia absoluta y definitiva para ejercerla actualmente de forma sostenida y consecuente. En la afirmación de que todas las culturas son iguales, y tras haber jibarizado la literatura en la vacua y vana idea mitificada de cultura, resulta que todas las literaturas son ―también― iguales. Y si todas las literaturas son iguales, ¿qué comparamos? ¿Cómo puede ejercerse la comparación literaria cuando se ha postulado universalmente, y de forma por completo idealista y gratuita, que todas las literaturas son iguales? La isovalencia inhabilita toda posibilidad de comparatismo.

Sucede que la Literatura Comparada tiene su germen en el Hispanismo. En 1539, cuando el torremarfileño Miguel de Montaigne contaba con apenas seis años de vida, el vallisoletano Cristóbal de Villalón, crítico, gramático y ensayista español, publica su Ingeniosa comparación entre lo antiguo y lo presente. Pero la crítica literaria afrancesada sitúa, contra la realidad misma de los hechos literarios y de su nítida Historia, a este Miguel de Montaigne como presunto y falso creador de un género literario como el ensayo, borrando de la historia de la literatura y del pensamiento crítico la obra y el nombre de Platón, Epicúreo, Séneca, Cicerón, Plutarco de Queronea, y, sobre todo, de autores hispánicos, como Alfonso X el Sabio, fray Antonio de Guevara, Cristóbal de Villalón, Pedro Mejía o Pedro Sánchez de Acre. Con tales gestiones propagandísticas, no sorprende que en el último cuarto del siglo XVIII, la obra del jesuita español Juan Andrés, Origen, progresos y estado actual de toda la literatura (1782-1799), resultara negada y eclipsada, nacional e internacionalmente, como demostración de comparatismo histórico entre literaturas presentes y pretéritas[5].

Francia no sólo se ha atribuido fraudulentamente la invención de la Literatura Comparada como disciplina académica y crítica, sino que ha conseguido inocular en las instituciones universitarias españolas esta creencia, a fuerza, una vez más, de profesores y estudiantes españoles que han trabajado personalmente desde la más inaudita sumisión acrítica bajo los dictados de los hispanistas extranjeros, escribiendo la Historia de la Literatura según cuadernos de caligrafía ideológica impresos en las factorías académicas de los enemigos históricos de España e Hispanoamérica. ¿Por qué hemos permitido que desde la ignorancia, la mentira y la mala fe, se hayan escrito tantas páginas destinadas a ocultar la originalidad del pensamiento hispánico? Y lo que es más grave: ¿por qué elogiamos, desde la ignorancia propia, una labor ajena y foránea que, en realidad, es un trampantojo y una falacia seculares? ¿Por qué el español, como el hispanoamericano, desconfía del compatriota y se deja seducir tóxicamente por el extranjero? No hay ninguna superioridad en un hecho así. Sólo hay cobardía, ignorancia e incompetencia, y por encima de todo, falta de originalidad y déficit de inteligencia.

La Literatura Comparada es una invención hispánica, cuyo germen se encuentra en el Renacimiento español, y cuya expresión más superlativa se codifica en la Escuela Universalista Española de la mano del jesuita Juan Andrés. El motor político de la Literatura Comparada es el nacionalismo, que, al decaer en la Hispanosfera desde el siglo XVIII, permite que Francia, de la mano de un Napoleón, se sirva de esta metodología, el comparatismo literario, como forma de colonización interpretativa y depredadora de otras literaturas. La Literatura Comparada sólo puede ejercerse política y académicamente desde un imperio, y constituye una forma depredadora de interpretar otras literaturas. 

Francia se hace comparatista desde el 18 de Brumario (en realidad 9 de noviembre de 1799, si prescindimos de la mitología jacobina) hasta el 26 de agosto de 1944. A partir de esa fecha, el modelo historicista y galicista del comparatismo internacional cede el paso al modelo teoreticista estadounidense. La Anglosfera ejercerá en adelante la administración internacional de la Literatura Comparada. Y aquí acontece algo extremadamente sorprendente. Algo que es reflejo de cuanto sucederá en todos los demás órdenes del mundo académico, social, cultural y político gestionado por la hegemonía protestante: su derrumbe y su necrosis. Ocurrió que tras el éxito del comparatismo, durante las décadas de 1950 y 1960, los departamentos de las universidades norteamericanas comenzaron a no saber muy bien qué hacer ni con la literatura ni con sus comparatistas: la relación entre literaturas, por un lado, y entre materiales literarios, por otro, se desvanecía. Todo era texto... Todo era cultura... Todas las culturas eran iguales... Todas las literaturas eran iguales... La posmodernidad proclamó el mito de la isovalencia, y ante la instauración universal de la igualdad sin criterios, la comparación literaria desapareció, porque si todas las literaturas son iguales, entonces no hay nada que comparar.

Es curioso observar cómo todo aquello que la hegemonía protestante lleva al extremo se precipita hacia su extinción irrevocable. Hoy, la Literatura Comparada no se reconoce como tal en ningún departamento universitario, donde es casi imposible hallar su nombre, pues se ha visto suplantada por las nomenclaturas posmodernas de los denominados «estudios coloniales», etiqueta que el mundo académico anglosajón ha acuñado, desde las ascuas de su imperialismo universitario y editorial, para disolver la originalidad de la literatura hispánica en los virreinatos, a los que exige considerar, en los términos de su propaganda historicista, como colonias, en lugar de lo que realmente fueron: provincias españolas. México nunca fue de España, porque México no existía como Estado antes de 1821. Tampoco el Virreinato de Nueva España era de España, por la sencilla razón de que el Virreinato de Nueva España, como el de Nueva Granada eran, simplemente, España. Sólo con la llegada de la afrancesada dinastía borbónica, en 1700, a la gestión de la política española, los virreinatos comienzan a funcionar como colonias, los habitantes de Hispanoamérica a ser tratados como ciudadanos de segundo orden frente a los peninsulares, y la corrupción y degeneración de las élites de España a distanciarse cada día más de las clases populares y trabajadoras. Hasta hoy, como bien ha explicado Roca Barea en su libro Fracasología (2019).

Como consecuencia de todo esto, incluso hasta en la Hispanosfera se habla de estudios coloniales para hacer referencia a la literatura novohispana de figuras como sor Juana Inés de la Cruz. Tal ha sido y es el grado de cobardía, ignorancia y obsecuencia ante la propaganda negrolegendaria, posmoderna y tercermundosemántica generada por la Anglosfera y promovida por otros estados colaboracionistas, con frecuencia de ideología y hegemonía protestantes. A ellos debemos hoy el fracaso académico y universitario de la Literatura Comparada como disciplina de referencia en los estudios literarios.

 

 

9. La dialéctica de la literatura y la Teoría de la Literatura entre la Anglosfera y la Hispanosfera

Es indudable que la literatura, como la guerra, es una prolongación de la política. Y es indudable que, en la dialéctica entre la Hispanosfera y la Anglosfera, la literatura y la Teoría de la Literatura desempeñan un papel absolutamente fundamental. Es una batalla que, lejos de eludir, hay que platear sin complejos ni temores, en términos muy explícitos y claros.

En primer lugar, la Hispanosfera debe tomar posiciones académicas frente al discurso del mundo académico anglosajón, y frente a todas sus operaciones ideológicas y políticas, implantadas actualmente en universidades posmodernas y decadentes, que siguen, de forma acrítica, el modelo de la academia estadounidense. Este tipo de institución universitaria ha suprimido la literatura de todos los niveles y grados de enseñanza, y la ha reemplazado por el mito de la cultura y de los estudios culturales. Insistimos en el error que supone para la Hispanidad sustituir los estudios literarios por los estudios culturales. Algo así es equivalente a reemplazar la literatura hispánica por la cultura anglosajona. El objetivo político fundamental de ese programa académico es disolver uno de los mayores y más potentes puntales de la Hispanidad: la literatura. 

No se olvide que la obra literaria más importante de la literatura universal está escrita en español. Hablamos del Quijote. Hablamos de Cervantes. Y no se olvide que el mito de Shakespeare se ha promovido esencialmente para endosarlo como una lapa a la figura del autor de Quijote, con el doble fin de parasitarse publicitariamente del nombre de Cervantes y de su universalidad, por una parte, y de neutralizar, por otra, la absoluta y exclusiva originalidad española de la más valiosa obra de arte de la literatura universal. Es irracional que un hispanista hable, con inteligencia y argumentos, y en condiciones de isovalencia o igualdad, de «Cervantes y Shakespeare». Semejante endíadis es un producto propagandístico y falsario de la Anglosfera, incompatible con la realidad de la literatura y con los hechos que pone ante nosotros tanto la Historia como la Teoría de la Literatura.

En segundo lugar, la Hispanosfera debe buscar formas solventes de emanciparse por completo de la influencia de las ideologías posmodernas, de manufactura anglosajona, y también francoitaliana, para desarrollar, desde su propia tradición y desde su específica originalidad, formas de pensamiento crítico y de interpretación literaria a la altura del siglo XXI, más allá de los irracionalismos, idealismos y malformaciones provocadas y promocionadas por las naciones de hegemonía protestante, las cuales utilizan su industria editorial, académica y universitaria para disolver y desacreditar los contenidos y posibilidades de la Hispanidad.

En tercer lugar, la Hispanosfera debe plantear, desde la lengua y la literatura comunes, una matriz de interpretación y de pensamiento crítico que, sobre sí misma, y frente a las mitologías contrarias a su Historia y a su futuro, permitan superar las limitaciones a las que ha tenido que enfrentarse desde finales del siglo XVIII. En el desarrollo de esta estrategia, resulta absolutamente fundamental la recuperación institucional de las Universidades, públicas y privadas, así como de innumerables organismos estatales y empresariales, desde los que organizar y promover una visión conjunta de proyectos políticos y académicos destinados a la formación de élites muy diferentes a las actuales. 

Las élites han sido desde la Ilustración europeísta un obstáculo que, en la Hispanosfera, es decisivo reorganizar por completo. Es necesaria una recuperación del conocimiento de la Historia, la literatura, la lengua, la música, el Derecho y la política que nos han hecho posibles. Y esta recuperación y organización es necesaria desde una visión científica y crítica que no puede estar escrita, al contrario de lo que ha sucedido hasta hoy, por los enemigos de la Historia, la literatura, la lengua, la música, el Derecho y la política de España y de Hispanoamérica. No podemos permitir que nuestros adversarios nos digan lo que tenemos que hacer y nos escriban lo que debemos estudiar y enseñar en nuestras escuelas y universidades. Tampoco podemos permitir que nuestras élites se comporten como si, en lugar de ser gestores del Hispanismo, la Hispanidad fuera su principal enemigo. No podemos trabajar, desde la Hispanidad, para unas élites que trabajan en contra del Hispanismo y a favor del adversario de la Hispanidad. Nuestra Hispanosfera, ese espacio global constituido por España e Hispanoamérica, ha sido y sigue siendo un imperio cultural abandonado, y mal gestionado por sus élites, precisamente por aquellos profesionales que deberían haberlo cuidado, interpretado y preservado, en lugar de minusvalorarlo impunemente, dejándolo en manos del olvido, la ignorancia o la malsinería foránea. Hoy, esas élites trabajan incluso para la barbarie que ultraja la imagen de Cervantes de forma impune y salvaje.

Por lo que respecta a la Teoría de la Literatura, debe exigirse al mundo académico anglosajón una respuesta explícita acerca de cuáles son sus presupuestos metodológicos a la hora de estudiar la literatura, cuál es su idea y concepto de literatura, cuál es su teoría sobre el origen de la literatura, por qué ha excluido histórica y arbitrariamente unos materiales literarios frente a otros, por qué niega o no es capaz de estudiar científicamente esos materiales literarios ―que mutila con tanta frecuencia―, en qué radica la originalidad de sus teorías sobre los géneros literarios, cuál es su idea y concepto de ficción literaria, y por qué pretende ejercer la Literatura Comparada desde la afirmación de isovalencia e igualdad de todas las literaturas, derogando así toda posibilidad de comparación. Y ha de exigirse una respuesta a todas estas cuestiones, proscribiendo la posibilidad de suprimir o desintegrar la literatura bajo el magma de una idea mítica y metafísica de cultura. Hay que citar a la Anglosfera frente a frente con la realidad de la literatura tal como la concibe la tradición hispánica, y dar cuenta de los resultados de esa cita y de ese enfrentamiento dialéctico.

Procede leer la obra de los deconstructivistas afrancesados de la Anglosfera, y exigirles una definición de todos estos conceptos, así como una aplicación práctica de la utilidad que de tales conceptos han hecho en sus interpretaciones de la literatura. Llévense a cabo trabajos de investigación académica en que se compare la idea de literatura de Michel Foucault o Gianni Vattimo con la idea de literatura que se sostiene en la Crítica de la razón literaria. Hágase lo mismo respecto a los restantes conceptos: materiales literarios (autor, obra, lector e intérprete o transductor), géneros literarios, ficción literaria, comparatismo literario, genealogía de la literatura... 

¿Qué nos han enseñado, sobre estas y otras cuestiones literarias imprescindibles figurones como Walter Benjamin, Stefan Zweig, George Steiner, Harold Bloom, Terry Eagleton, Jacques Derrida, Paul de Man, Hillis Miller o Itamar Even-Zohar, por ejemplo? Estos autores sólo han tenido hasta el momento «abogados», pero no «fiscales». Porque, hasta el momento, la Hispanosfera ha buscado en ellos soluciones falsas a falsos problemas de la Teoría de la Literatura. 

Es hora de comenzar a fiscalizar en trabajos académicos independientes, originales y dignos de solvencia, los escritos de estos sofistas. Y si en nuestras universidades no hay lugar para el desarrollo de este tipo de trabajos académicos, peor para esas universidades: nuestra labor investigadora circulará por otros caminos políticos y a través de otras instituciones académicas. Hay algo que está por encima de toda Universidad: la interpretación científica, crítica y dialéctica. Una Universidad que proscribe la libertad de la investigación científica y crítica no es una Universidad, sino un correccional de psicópatas. Un correccional, sí, donde se impone a los desviados intelectuales el imperativo de lo políticamente correcto. Un mundo orwelliano. Una perfeccionada y sofisticada caja de Skinner, capaz de provocar masivamente las conductas que el sistema desea e induce para satisfacción y preservación de sí mismo, un sistema esta vez diseñado por Foucault. El padrino de la libertad posmoderna, de la Microfísica del poder (1980) ―y de otras tantas metáforas tan absurdas como impostoras es, aquí y ahora, el panóptico orwelliano de la represión más absoluta.

Estamos hartos de que nos tomen el pelo. Estamos hartos de que el éxito de la Universidad sea el trabajo personal de un autodidactismo encubierto que ninguna institución reconoce y del que todas y cada una de ellas se parasitan política y científicamente. La Hispanosfera debe generar medios institucionales propios, reorganizarse académicamente, y explicitar un discurso crítico y dialéctico efectivamente original y genuino. O formamos parte de la solución ―es decir, del Hispanismo―, o formamos parte del problema ―es decir, de Europa―. Cada cual sabrá para quién trabaja.

 

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NOTAS

[1] «Responde a un amigo que sentía que hablase tan mal de España» (Lope de Vega, 1634/2002: 285). Este soneto glosa a otro precedente, titulado «A los Raguallos de Bocalini, escritor de sátiras», donde Lope, a través del heterónimo de Tomé de Burguillos, se burla de los escritos contra España, germen de futuras leyendas negras, debidos a Traiano Boccalini, quien publicó en Venecia, en 1613, un año antes de morir, curiosamente, sus Raggualli di Parnaso.

[2] Piénsese en esta afirmación de Antonio Muñoz Ballesta: «El principal enemigo de Hispanoamérica es Latinoamérica».

[3] Véase, sin ir más lejos, el libro de Sonja Lyubomirsky, profesora del Departamento de Psicología de la Universidad de California en Riverside, titulado La ciencia de la felicidad.

[4] Lo mismo hizo, décadas antes, respecto a la literatura alemana otro sofista como Stefan Zweig (Rubinat, 2019).

[5] Véase a este respecto la obra de Pedro Aullón de Haro (2002, 2016) sobre Juan Andrés (1782-1799), el comparatismo español y la Escuela Universalista Española.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada



⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



⸙ Glosario 



⸙ Antología de textos literarios

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Crítica de la razón literaria Jesús G. Maestro