IV, 4.14 - Sensibilidad ilustrada y racionalismo romántico: Shelley, Novalis, Foscolo, Keats, Lautréamont

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Sensibilidad ilustrada y racionalismo romántico:

Shelley, Novalis, Foscolo, Keats, Lautréamont



Referencia 
IV, 4.14


La expresión mística es un estímulo más del pensamiento. Toda verdad es antiquísima.

Novalis, Aforismos políticos, 3, 1798.



Sensibilidad ilustrada y racionalismo romántico: Shelley, Novalis, Foscolo, Keats, Lautréamont

En su ensayo sobre La deshumanización del arte, Ortega dijo con precisión que «de pintar las cosas se ha pasado a pintar las ideas» (Ortega, 1925/1983: 41). Pero ese paso no lo dieron las Vanguardias del siglo XX —quienes ya lo recibieron dado—: ese paso lo dio el Romanticismo[1]. Este movimiento se propuso una de las mayores exigencias a las que históricamente se haya enfrentado el racionalismo: la superación de la sensibilidad ilustrada mediante el diseño de una nueva idea del arte y de la literatura.

La sofisticación literaria del Romanticismo tuvo consecuencias decisivas e irreversibles, que hoy en día aún no han sido poéticamente superadas. Pero los autores románticos no actuaban solos: sin la experiencia y la sensibilidad de la Ilustración, el Romanticismo no habría podido acceder a ese racionalismo decisivo que le permitió llevar a cabo una de las revoluciones artísticas más sofisticadas e insuperables de los últimos siglos. El racionalismo romántico fue esencial en la consolidación y expansión contemporánea de la literatura sofisticada o reconstructivista, como se tratará de justificar a continuación.

La literatura sofisticada o reconstructivista se origina siempre que dos o más términos ideales o imaginarios se relacionan entre sí de forma realista, es decir, pretendiendo o simulando en la ficción literaria una operatoriedad equivalente a la que es factible en el mundo real. Dos términos son reales cuando existen como tales en el mundo real, empírico y efectivamente existente (una mesa, un ser humano, una bomba atómica, el mar, la luz, un temblor de tierra, una violación de derechos, etc.), y son ideales o imaginarios cuando no existen operatoriamente en el mundo (un fantasma, un unicornio, una sirena, Júpiter tonante, un horizonte cuadrado[2] o un decaedro regular…). Una relación entre dos términos (reales o ideales) es realista cuando es operatoria y da lugar a consecuencias pragmáticas y empíricas (un cuerpo se relaciona con otro cuerpo en determinadas condiciones de gravitación, tiempo y masa; un sonido se relaciona con otro sonido a través de una distancia denominada intervalo musical, o se da en simultaneidad en un acorde; un golpe en un muslo produce un moratón, etc.), y son ideales cuando los vínculos que se postulan entre dos términos no son operatorios en el mundo real y efectivamente existente (un ser humano [término A] que se arroja al vacío [término B] desde la cima de un rascacielos no puede sobrevivir al impacto de la caída [Relación A-B], de modo que sería de un idealismo inverosímil que resultara ileso). La literatura sofisticada o reconstructivista lo es precisamente porque se dispone siempre sobre el diseño combinatorio entre términos ideales y relaciones reales, es decir, que exige al idealismo consecuencias realistas. Toda utopía debe mucho a esta fórmula esencial de la sofística.

Ocurre además que en la literatura sofisticada o reconstructivista el idealismo de los términos de referencia circula por un mundo formalmente real, aunque operatoriamente imposible: Gaznachona da a luz a su hijo Gargantúa por una de sus orejas —la izquierda—, tras haber devorado una ingente cantidad de callos; los protagonistas de los libros de caballerías actúan como términos ideales de una sociedad inverosímil; Cipión y Berganza son un can indefinido y un alano que hablan muy racionalmente de las más crudas realidades del Siglo de Oro español en El coloquio de los perros; Hamlet dialoga con un fantasma a quien los demás personajes sólo pueden ver, pero no hablar ni oír; Gregor Samsa cuenta su metamorfosis en insecto sin perder en absoluto su racionalismo humano; la más modernista lírica de Rubén Darío nos conduce a través de un mundo hermosamente imposible; Augusto Pérez se enfrenta pirandellianamente, mucho antes de 1921, al autor real de su novela, en la niebla de su existencia; el lector de Continuidad en los parques acaba siendo asesinado por su propio narrador (es en cierto modo una variante de la novela unamuniana); Funes, el memorioso o hipermnésico personaje de Borges, es capaz de recordar con absoluta plenitud cada segundo que ha vivido… Todos ellos son figuras o personajes ideales, términos imposibles, que habitan o circulan ficcionalmente un mundo real en el que las relaciones son también reales. No por casualidad la literatura sofisticada o reconstructivista está en la base de toda literatura fantástica. La utopía, también. Pero esta última se sitúa en el extremo opuesto de la operatoriedad. La utopía parte de términos reales y exige términos y relaciones ideales. Su referente poético es la literatura programática o imperativa. La literatura fantástica, por su parte, tiene como premisa términos ideales sobre los que impone y proyecta relaciones ficcionalmente realistas. Es un imposible que perfora la realidad humana ―y sus posibilidades racionales― atravesándola o instalándose en ella. Lo único que diferencia la literatura fantástica de la utopía es que la primera se escribe y se lee como una ficción, mientras que la segunda se escribe para que sea leída como un código civil de obligatorio y necesario cumplimiento.

Si se presta atención a la operatoriedad estructural, es decir, la operatoriedad que se establece formal o estructuralmente en las obras literarias ―en la ficción de los materiales literarios―, se observa con toda nitidez que los términos (reales o ideales) coordinados con las relaciones (igualmente reales o ideales) confirman la genealogía de la literatura que se expone en este libro (III, 3). En consecuencia, la literatura crítica o indicativa se basa en la coordinación de términos reales con relaciones reales, incidiendo siempre en la realidad de un mundo respecto al que se disiente y critica (Lazarillo de Tormes, 1554). La literatura sofisticada o reconstructivista promueve la conexión de términos ideales en relaciones reales, con objeto de citar a lo imposible en la operatoriedad de la vida cotidiana, con fines lúdicos, escapistas o incluso críticos (Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift, 1726). La literatura primitiva o dogmática se construye sobre la alianza de términos ideales y relaciones igualmente ideales, protagonizadas por dioses, héroes extraordinarios, figuras maravillosas o acontecimientos sobrenaturales, mágicos y mitológicos (Antiguo Testamento). Finalmente, la literatura programática o imperativa postulará siempre la expansión de términos reales hacia relaciones ideales, lo que explica también su orientación inmanente hacia la utopía y, en suma, hacia el idealismo acrítico que en última instancia la caracteriza (Emilio, o de la educación de Rousseau, 1762).


 


Operatoriedad estructural
o ficticia de los términos y relaciones
objetivados formalmente
en los materiales literarios

Términos

Reales
u operatorios

Ideales
o no operatorios

Relaciones

Reales
u operatorias

Literatura crítica
o indicativa

Lit. sofisticada
o reconstructivista

Ideales
o no operatorias

Lit. programática
o imperativa

Lit. primitiva
o dogmática

 

 


El supuestamente todopoderoso racionalismo de la Ilustración anglosajona y europeísta, profundamente antihispanogrecolatina, destruyó la operatoriedad de los mitos, desmitificó la magia del mundo antiguo y derogó innumerables creencias religiosas y supersticiosas. Buena parte de todo este programa ya se había llevado a cabo en el Barroco español, pero semejante etapa de la Historia de España resultaba entonces completamente ignota para la Anglosfera, y tardaría todavía más de un siglo en ser descubierta y comprendida. 

De cualquier manera, los ilustrados europeístas incrementaron la sofisticación de la literatura y potenciaron sus capacidades reconstructivistas, al desterrar del mundo real la operatoriedad de la ficción artística. En consecuencia, el mito, la magia, la fe numinosa, e infinitos credos populares e institucionales, anclados en un escenario hasta entonces no intervenido por la razón anglosajona, dejaron de ser reales, efectivos y operatorios, para ser, simplemente, ficciones. Mitos, magias y credulidades se refugiaron a partir del siglo XVIII en dos ámbitos fundamentales: por un lado, el tercer mundo semántico (dóxico) de la ignorancia científica y, por otro lado, el dominio, cada vez más sofisticado y seductor, de la poética de la literatura —y de la pintura— como prototipo de las artes en general. 

El Romanticismo surgió entonces como un movimiento absolutamente convicto y decisivo en este empeño fundamental: la sofisticación poética, estética y retórica de los materiales literarios y de la creación artística, destinada a superar, desde un racionalismo formalista, pero muy seductor, esto es, desde un racionalismo poético, las limitaciones que esa forma científica de razonar, mecanicista e ilustrada, había impuesto a la operatoriedad de la imaginación en el mundo real. La ficción literaria no sucumbe a la razón: la fagocita. Los materiales literarios se desarrollan y desenvuelven en clara alianza con el racionalismo científico y filosófico, y lo hacen reaccionando contra sus formas más chatas y deficientes, pero con el objetivo de exigirles una mayor afinación allí donde el logos mecanicista y científico deja de lado o sin respuesta los interrogantes planteados por el racionalismo que ofrece e ilumina la creación literaria. 

La poética jamás ha dado la espalda a la razón. Todo lo contrario: es tan exigente ante ella como pueden serlo en sus respectivos campos categoriales la medicina, la termodinámica o la física. Pero desde el Romanticismo, la literatura ha disimulado —de forma muy sofisticada, e incluso cínica y perversa— su relación de alianza con el racionalismo, y con frecuencia ha fingido rechazar la razón de la que se alimentan tanto sus más preciadas creaciones artísticas como sus más célebres poetas. 

No es la literatura una realidad que no tenga nada que decir ni que exigir a la razón, sino que son algunos de sus intérpretes, críticos o filólogos, quienes, por ignorancia, comodidad o incompetencia, no saben razonar ante los hechos y materiales literarios, los cuales, por su propia complejidad poética, les resultan ininteligibles. No hay literatura irracional o ininteligible, sino críticos incompetentes. La literatura es una construcción humana, y como tal brota del racionalismo humano, al que desafía en sus obras de arte una y otra vez. Jamás la literatura ha sido una negación de la razón, más bien lo son algunos de sus pretendidos críticos o intérpretes. Antes bien, la literatura es una realidad inteligible —y desafiante en su exigencia de hacerse comprender, por eso requiere intérpretes intelectualmente muy preparados en diferentes ámbitos categoriales y científicos—, de modo que el fin de la Teoría de la Literatura y de la Crítica de la Literatura es demostrar con claridad académica y con rigor científico que los materiales literarios, por compleja y conflictiva que resulte su elaboración y comunicación, son racionalmente interpretables y humanamente inteligibles. Cualquier otra forma de proceder es un modo sofista de ofuscar y confundir al lector, así como de disimular perversamente la impotencia o la ignorancia del supuesto crítico o intérprete. Negar la posibilidad de estudiar científicamente la literatura es una forma de ejercer la pseudociencia.

Del Romanticismo brotó, gracias a la sensibilidad ilustrada, un racionalismo destinado a preservar solidariamente la sofisticación de las formas poéticas y la reconstrucción de los contenidos materiales del arte y la literatura. El Romanticismo aseguró al arte un santuario en el que diseñar y desarrollar, bajo una lógica propia, coherente y normativa, una imaginación poética racionalmente conformada, aunque voluntariamente imperceptible, en su pretensión de disimular —e incluso de ocultar— todo su racionalismo inmanente y poderoso. En el Romanticismo, el racionalismo va por dentro. La poética romántica fingió perder la razón, una razón de la que jamás se desprendió ni formal ni materialmente en todas y cada una de sus creaciones literarias, a fin de superar el racionalismo científico, mecanicista y chato de una Ilustración diseñada exclusivamente para satisfacer las necesidades de un materialismo aberrante y primogenérico, es decir, de un materialismo desde el cual toda la realidad del Mundo interpretado (Mi) quedaba formalmente reducida a una estructura mecánica puramente física (M1). 

En contrapartida, esta situación generó una reacción contraria de consecuencias nefastas para la interpretación e inteligibilidad de los materiales literarios —no así para su concepción y su construcción poéticas, que nunca dejaron de estar asesoradas por la razón humana, de la que proceden, aunque formalmente sus autores hayan fingido actuar contra ella—: esta reacción contraria fue el idealismo trascendental kantiano, en virtud del cual la realidad del Mundo interpretado (Mi) queda ahora reducida formalmente a pura psicología y absoluta fenomenología (M2), de modo que la vida real resulta acorralada en la conciencia del sujeto, es decir, en la idea que cada yo experimenta emocionalmente —que no inteligiblemente— de sus efectos sensibles. En la supremacía de esta jibarización emotiva —a veces casi mística entre los pietistas (como Kant)— del mundo dentro de la conciencia del yo, el arte quedaba desposeído de utilidad, reducido a la mera contemplación, y exento de poseer, expresar o contener, sistemas de ideas que exigieran una interpretación conceptual, científica o categorial. Dicho de otro modo: el idealismo trascendental kantiano niega en última instancia la posibilidad de emitir sobre el arte y la literatura interpretaciones científicas, esto es, juicios conceptuales y lógicos, dados en M3. Y esta es una tesis sobre la cual la posmodernidad y la deconstrucción han desplegado todo su relativismo, su irracionalismo nihilista y su embaucadora sofística. Contra esta aberración se ha escrito, entre otros objetivos fundamentales, la Crítica de la razón literaria

No deja de ser terriblemente irónico, por no decir que escarnecedor y también sarcástico, para la filosofía y para la Historia de la filosofía, que un hombre que jamás salió de su aldea, Kaliningrado, se haya dedicado a explicarnos a los demás, de forma completa y exacerbadamente ideal, pues no pudo haberlo hecho de otro modo, cómo funciona el mundo. Éste fue el artífice del idealismo moderno —el idealismo antiguo tiene en Platón y su descendencia filosófica su propia paternidad, un sistema de pensamiento, de hechura prusiana y prototipo alemán, absolutamente incompatible con la realidad, con el ser humano y con el propio mundo que dice pretender o incluso ser capaz de interpretar. Es carcajeante.



Hacia el Romanticismo

Isaiah Berlin ha señalado, en su libro The Roots of Romanticism (1999), cómo muchos fenómenos de la Edad Contemporánea se han visto profundamente afectados por el Romanticismo: nacionalismo, existencialismo, totalitarismos políticos, admiración caudillista por determinadas figuras de la Historia, por instituciones impersonales, como la democracia, el republicanismo, etc. El Romanticismo es el más relevante de los movimientos recientes destinado a transformar el pensamiento y la vida de la civilización occidental. Las causas que contribuyeron a su configuración y expansión se desarrollan especialmente entre 1760 y 1830. Durante estos años nacen y escriben poetas como Novalis (1772-1801), Ugo Foscolo (1778-1827), Percy Bysshe Shelley (1792-1822) y John Keats (1795-1821). A ellos en particular me voy a referir inmediatamente como figuras singulares en las que se combinan de forma irrepetible la sensibilidad ilustrada —de la que proceden, incluso para discutirla— y el racionalismo romántico —en el que desembocan, como forma de superación y trascendencia del racionalismo ilustrado—.

La Ilustración había venido a confirmar, desde campos categoriales ajenos a las Humanidades —particularmente desde la Física de Newton—, las pretensiones más racionalistas y menos fideístas de la civilización occidental. Pero la Ilustración cometió un sonoro y decisivo error del que los románticos se percataron inmediatamente: su idea de razón —anglosajona e ignorante del Barroco español y de la tradición hispanogrecolatina— estaba determinada, delimitada y reducida a su idea de ciencia, y desde esta concepción exclusivamente científica trató de imponerse sobre la totalidad de la vida humana un concepto de logos que resultó, desde muchos de los ámbitos de la experiencia artística y literaria, no sólo muy deficiente, sino sobre todo ciegamente incompleto, imperceptiblemente inconcluso. 

No nos engañemos, la Ilustración fue obra de las ciencias, no de las artes. Y fue, también, obra de la Anglosfera, no de la Hispanosfera. La obra de las artes —idealistas, fabulosas y anglosajonas— fue el Romanticismo. Éste fue el movimiento que, de hecho, constituyó la «Ilustración» y renovación de los materiales estéticos, más que poéticos. Y precisamente a través del Romanticismo el mundo del arte y la literatura toma conciencia de lo que fue el racionalismo ilustrado. La reacción constructiva, y también complementariamente dialéctica, del arte y de las Humanidades, a partir del camino abierto por el racionalismo de la Ilustración, fue por entero romántica, y contrario a la tradición literaria hispanogrecolatina. De hecho, el Romanticismo pretendió ser, de forma tan explosiva como dialéctica, el complemento racionalista que no llegó a desarrollar en su plenitud la Ilustración europea. La dialéctica romántica contra la Ilustración fue más un revulsivo y un auxilio que una interrupción o una frustración de los logros del racionalismo dieciochesco. 

El Romanticismo no abolió la Ilustración, sino que la hizo histórica y filosóficamente mucho más poderosa. El Romanticismo fue la caja de resonancia de la Ilustración. La razón no experimenta regresiones ni involuciones irreversibles durante el siglo XIX —algo que no puede decirse del mismo modo respecto a los años 1914-1918 y 1933-1945 del siglo XX—. Y acaso tampoco del siglo XXI, en el que lo que queda del arte, el conocimiento y la Universidad parece estar al servicio de la democracia como ideología posmoderna, y no de la libertad humana como objetivo político de un Estados moderno y competente. 

El racionalismo romántico no sofoca el racionalismo ilustrado, antes al contrario: lo socorre de sus extravíos absolutistas y mecanicistas. Y lo perfecciona hasta la sublimación de la Edad Contemporánea. Identificar la Ilustración con la razón y el Romanticismo con el irracionalismo es algo completamente infantil. Y sin embargo se trata de un discurso que por inercia acrítica y comodidad estereotipada leemos constantemente en la mayoría de los críticos que se han ocupado de este período. ¿Cómo es posible que el irracionalismo, que carece de sentido, tenga tantos intérpretes y tan afamados exégetas en el mundo académico? Los hijos de Freud son innúmeros. Es lastimoso pasarse la vida leyendo obras literarias —y supuestamente explicando su sentido a los demás— para desembocar en la insipiencia que proclama, posmodernamente, la ininteligibilidad de los textos. «Ruin sea quien por ruin se tiene» (Quijote, I, 21).

Por su parte, la posmodernidad ha viciado y corrompido la crítica que el Romanticismo hizo a la razón ilustrada: ha convertido esa crítica a la ciencia en un relativismo gnoseológico absoluto, desde el que se propugna un escepticismo irracional y una retórica nihilista; ha hecho de la heterodoxia del conocimiento y de la libertad de interpretación una valoración completamente idealista y subjetiva, negando toda posibilidad de objetivar normativamente el ejercicio de la crítica y reduciendo la ciencia y la filosofía a una suerte de discurso dóxico; ha sustituido la virtud socrática y pragmática —operatoria— del conocimiento crítico por la exigencia de respeto a todo tipo de actos de habla atribuidos a un yo, imbuido de derechos, o a una cultura, mitificada por una legislación tan naturalista e idealista como indefinida y opiácea (el mito de las culturas); ha sometido la razón a la creencia, y lo ha hecho en nombre de una libertad imaginaria, idealista, de raíces agustinas y luteranas, es decir, una «libertad de conciencia», cuyos límites son los límites de la conciencia de yo —el corralito de la imaginación—, que no las leyes de un Estado de Derecho, lo que en suma equivale a imponer la supremacía del ego sobre la totalidad de las cosas («Yo valgo más que la Ley»); ha negado los valores absolutos para afirmar la relatividad de todo cuanto el ser humano pretende comprender, imponiendo una ontología atomista y monista a la vez, en la que todo es igual a todo (isovalencia absoluta y monismo: todas las culturas son iguales, y no se distingue entre barbarie y civilización) y nada está relacionado con nada (atomismo absoluto y relativismo radical: cada cultura es única y como tal debe preservarse, tanto las primitivas y retrógradas como las demás), de manera que los valores ya no se interpretan, sino que se crean y recrean, y se inventan y reinventan en nombre de cada individuo (el yo: autologismo) o de cada gremio o camarilla social (el nosotros: dialogismo), etc. Así es como la posmodernidad ha dado a la relatividad un valor absoluto, y así es como ha hecho una interpretación aberrante de los logros que el Romanticismo conquistó en Occidente a partir del racionalismo ilustrado, y no contra él. 

No cabe culpar exclusivamente al Romanticismo de las aberraciones de la posmodernidad. Porque el Romanticismo no sofocó la razón ilustrada, sino que la socorrió dialécticamente de sus más ciegos extravíos, desde la nefanda esclavitud humana hasta la implantación de un Estado donde la libertad no se limitaba simplemente a una libertad —acorralada— de conciencia religiosa. Sin el Romanticismo, el racionalismo ilustrado no habría llegado a conquistar el poder político de los Estados contemporáneos. Dicho de otro modo: el Romanticismo es la razón práctica de la razón teórica que diseñó la Ilustración europea. Lo que el racionalismo de la Ilustración supo idear y proyectar sólo el Romanticismo fue capaz de ejecutarlo y de llevarlo a la práctica en circunstancias sorprendentes, muy audaces, e incluso extremas. Sin sensibilidad ilustrada no cabe hablar de racionalismo romántico. Gracias al Romanticismo, un irracionalista ilustrado como Rousseau puede verse hoy enaltecido como una comadrona de la posmodernidad.

En la segunda mitad del siglo XVIII se consideraba que lo que había conseguido Newton en el campo de la física podía, con seguridad, aplicarse y conseguirse también en el dominio de la ética y de la política, que en aquel entonces se encontraban sumidas en un desorden y en una confusión bastante considerables. Es tesis de Berlin (1999). Igual que hoy, a decir verdad. Nada, pues, menos novedoso. Newton había conseguido hacer del caos ideal un cosmos mecánico, y precisamente por ello no menos ideal, y se pretendía utilizar los mismos procedimientos para ordenar el mundo de la ética, la política, la estética —devoradora germana de la poética hispanogrecolatina—, de la sociología, la literatura, etc. Éste fue uno de los grandes ideales de la Ilustración anglosajona y europeísta. Y una de sus más insólitas aberraciones.

Por su parte, entre los precursores de la crítica dialéctica contra la Ilustración se encuentran algunos pensadores muy racionalistas, como Giambattista Vico (1668-1744), y destacados ilustrados, de un racionalismo exacerbadamente idealista —que en más de un caso desembocaba en irracionalismo explícito—, como Jean-Jacques Rousseau (1712-1778)[3], Johann Georg Hamann (1730-1788), Johann Gottfried von Herder (1744-1803) y William Blake (1757-1827). La influencia de autores alemanes como Hamann y Herder, primero, y Fichte, después, es decisiva. Berlin (1999) ha insistido en que a fines del siglo XVII, y durante la primera mitad del XVIII, Alemania constituía un territorio muy retrasado en relación a otros países europeos como Francia e Inglaterra. Así fue desde siempre, y aún más lo fue con Lutero y su Reforma. La Guerra de los Treinta Años dejó a la población alemana dañada, aislada y desorientada, algo que inevitablemente tuvo consecuencias en la vida política y cultural. Estos hechos imponen en la sociedad germana una sensación personal de humillación, de repliegue individualista, de intimismo, incluso de melancolía. Berlin lo acusa sin reservas y con razones probadas. Así se advierte en la literatura alemana de fines del siglo XVII: lírica popular, baladas melancólicas, poemas intimistas, recreación imaginaria de todo tipo de hechos, refugio fideísta y aislamiento religioso... 

Los más importantes pensadores alemanes tuvieron un origen socialmente muy humilde y desasistido, al igual que el ginebrino Rousseau: Lessing, Kant, Herder, Fichte, Hegel, Schelling, Schiller, Hölderlin... Podrían señalarse quizá las excepciones de Kleist y Novalis. Debido a estas circunstancias, el movimiento pietista —en realidad la raíz del Romanticismo alemán, según Berlin—, quedó muy arraigado y gozó de gran expansión a partir de núcleos como Leipzig, Berleburg, Berlín, Ausburgo, Halle y Wurtemberg. El pietismo —esa suerte de hipersofisticación del luteranismo debida a Philipp Jakob Spener (1635-1705)— radicaliza la experiencia subjetiva e intimista del protestantismo, y en pleno siglo XVIII considera que los métodos racionales exaltados por la Ilustración no sirven para explicar y comprender la verdadera complejidad de los sentimientos, emociones y «vida interior» del ser humano. El pietismo es en este sentido una de las raíces del Romanticismo alemán. El corralito de la conciencia religiosa y de sus «libertades» místicas. En este contexto, Berlin (1999) distingue a tres pensadores a los que en cierto modo considera «románticos moderados»: Kant, Schiller y Fichte. Y, siguiendo a Friedrich Schlegel, señala los tres factores que estima más influyentes en el Romanticismo: la epistemología de Fichte (1794), la Revolución Francesa y la novela de Goethe Wilhelm Meister (1796).

El Romanticismo es la respuesta de quienes pretendieron ―y no obtuvieron― un lugar en el Paraíso. Dicho de otro modo, es el elíseo de los creyentes resentidos: la gloria de los endemoniados. Ya sabemos que las mayores venganzas del Romanticismo han sido la nostalgia del Antiguo Régimen ―como depositario de una felicidad arruinada por la modernidad―, la invención del inconsciente y la semilla de los nacionalismos.



Cuatro poetas románticos y un prosista: Shelley, Novalis, Foscolo, Keats y Lautréamont

A continuación, voy a referirme de forma muy puntual a cuatro autores que se encuentran históricamente emplazados entre la sensibilidad ilustrada y el racionalismo romántico, y en quienes se objetiva con singular luminosidad cuando aquí se está exponiendo —Novalis (1772-1801), Ugo Foscolo (1778-1827), Shelley (1792-1822) y John Keats (1795-1821)—, para concluir finalmente este apartado con algunas observaciones sobre la literatura sofisticada y reconstructivista de Isidore Ducasse, conde de Lautréamont (1846-1870), en particular Les chants de Maldoror (1869). Todos estos autores se caracterizan por hacer un uso reconstructivista o sofisticado de los materiales literarios, al tomar como premisa términos ideales o imaginarios relacionados de forma pretendidamente real u operatoria. Estos términos reales o imaginarios que protagonizan sus creaciones literarias suelen proceder de la mitología, la magia y la religión numinosa de un mundo idealizadamente antiguo, fantástico o incluso prehistórico o abiertamente imposible. Tras estos autores se desplegará con posterioridad toda la creación de una literatura sofisticada y reconstructivista de la mano de Heinrich von Kleist, Hölderlin (La muerte de Empédocles, 1798-1799), Víctor Hugo (La Légende des Siècles, 1859-1883), Mallarmé (Les Dieux antiques, 1879), Rimbaud (Les Iluminations, 1886), Baudelaire (Les Fleurs du mal, 1857), Strindberg (Till Damaskus, 1898-1904), las narraciones de Kafka, el esperpento de Valle-Inclán, la novela y el teatro intelectuales de Unamuno, Pérez de Ayala, Pirandello, Borges, Cortázar, toda la literatura fantástica del siglo XX, y toda la literatura experimental desde el Ulysses (1922) de Joyce hasta Conversación en La Catedral (1969) de Mario Vargas Llosa. La lista es interminable.



Shelley

Con todo, en este contexto precursor hay una obra clave: Defensa de la poesía (A Defence of Poetry) de Shelley, un ensayo de poética romántica redactado en 1821 y publicado en 1840. En él pueden señalarse dos fines inmediatos: reinterpretar los pasajes de la República de Platón en los que se habla de la inconveniencia de la poesía y responder a la obra de Thomas L. Peacock, Las cuatro edades de la poesía (The Four Ages of Poetry, 1820), cuyo autor cuestionaba la utilidad de la literatura en una época racionalista y positivista. 

Shelley sigue de cerca el modelo de Sydney en Defensa de la poesía (An Apology for Poetry, 1581)[4], obra de inspiración horaciana donde la literatura está al servicio del placer emocional y de la instrucción intelectual, frente a la interdicción platónica según la cual la poesía es una construcción falaz e irracional. Heredero de Sydney, Shelley trata de hacer valer en la interpretación romántica de la literatura un racionalismo no siempre reconocido por la tradición occidental. Sin embargo, el propio Shelley recae una y otra vez en el tópico —anti-newtoniano y anti-ilustrado— de enfrentarse desde la crítica de la razón literaria a la crítica de la razón científica, cuando ambas críticas se diferencian más por sus contenidos materiales que por sus procedimientos formales. En este contexto, Shelley disocia razón e imaginación, al considerarlas conceptos dialécticos, cuando en realidad el propio Romanticismo se sirvió de ellas siempre como conceptos conjugados o solidarios. 

Esta relación de solidaridad mutua entre racionalismo literario e imaginación creativa sólo se reconocerá con la irrupción de las vanguardias históricas, particularmente por el creacionismo de Vicente Huidobro, como se ha tenido ocasión de comprobar páginas atrás (IV, 3.27). Desde una perspectiva netamente romántica, Shelley postula una estrecha alianza entre literatura, bondad moral, imaginación y amor[5]; elogia la invención rítmica frente a las limitaciones de la métrica normativa; y tras una interpretación histórica del concepto de «utilidad» aplicado a la literatura, a través de Grecia, Roma, el cristianismo primitivo, el Renacimiento y la Modernidad, propone suprimir toda diferencia entre poesía y filosofía, proclamando una suerte de isonomía e isovalencia entre el racionalismo de ambas actividades humanas[6].

Como todos los románticos, Shelley se enfrenta con un falso problema, postulado por la Anglosfera: las limitaciones de la teoría literaria clasicista para enfrentarse a la interpretación de los nuevos materiales y formas de la literatura. Porque las limitaciones no están en la poética clásica, sino en el concepto que de la literatura tiene la cultura anglosajona y el idealismo alemán. Dicho de otro modo: la literatura que concibe y elabora la sensibilidad ilustrada y el racionalismo romántico, de hechura anglogermana e idealista, no sólo no es superior a las posibilidades de intelección e interpretación que ofrecía la poética de la literatura hasta entonces vigente —que no cabe reducir al clasicismo, aristotélico y mimético, concebido y diseñado para la inteligibilidad de un mundo antiguo y ya inexistente—, sino que exige reconocer una tradición literaria sin cual nuestro racionalismo no sería el que es: me refiero a la tradición literaria hispanogrecolatina, que la cultura anglosajona y el idealismo alemán recuperaron para sí muy tardíamente, cuando el invento fraudulento del espejismo filosófico kantiano resultaba ya irreversible. 

La célebre querelle des anciens et de modernes salda este conflicto con el triunfo del arte romántico, cuya ontología es previa a su gnoseología, es decir, sólo tras su concepción, expansión y desarrollo fue posible objetivar sus normas y valorar sus consecuencias poéticas y estéticas. El Romanticismo interpreta sus más primigenias creaciones desde los mínimos recursos que tiene a su disposición, hijos de un racionalismo aristotélico y, en la segunda mitad del siglo XVIII, ya francamente periclitado. Hasta el nacimiento de la Escuela morfológica alemana, a fines del siglo XIX, y la irrupción en Europa Occidental del formalismo ruso, acaecida una o dos décadas después, la crítica literaria vivió ahogada por un racionalismo científico ajeno a la poética y por un positivismo histórico muy poderosos, que limitaron enormemente la comprensión de los materiales literarios en general y de la obra literaria en particular. Piénsese que en su Defensa de la poesía Shelley consideraba que la razón era una suerte de «espíritu» que contemplaba las relaciones existentes entre un pensamiento y otro, mientras que la imaginación era el «espíritu» que obraba sobre pensamientos previamente identificados[7]. A tales miserias psicológicas y fantasmagorías oníricas llegaban los anglosajones a la hora de enfrentarse a la literatura. Estos escritores se pusieron a hablar de literatura desde la más absoluta ignorancia de la tradición literaria hispanogrecolatina, pese a su supuesto interés por el mundo clásico, las mismísimas lenguas griega y latina, y toda la recreación, más idealizada que otra cosa, que tanto ellos como sus intérpretes nos han contado de modo tan falaz como constante. Ante tales alegorías de interpretación poética, los resultados se aproximan más a una mística de la literatura que a una crítica de la razón literaria[8]. El psicologismo en que naufraga la crítica literaria actual y posmoderna, hasta Harold Bloom y más allá de él, tiene en el Romanticismo anglosajón su más paupérrima —justo es el solecismo— génesis. Pero nada resultaba agotador para el Romanticismo, porque nada era en sí mismo suficientemente misterioso —ni estaba definitivamente oculto— a la mirada, examen o atención, sin duda racionalistas, de la epistemología romántica. Nada pudo resistir el escrutinio del racionalismo romántico. Un racionalismo completamente idealista. El Romanticismo legalizó el reemplazo de lo inteligible por la legitimación de lo sensible, al margen de cualesquiera consecuencias científicas para la literatura. Contra este imperativo se ha escrito la presente obra, Crítica de la razón literaria.


Los esfuerzos de Locke, Hume, Gibbon, Voltaire, Rousseau y de sus discípulos, en favor de la oprimida y engañada humanidad, merecen gratitud de ella. Sin embargo, es fácil calcular el grado de adelanto intelectual y moral que el mundo hubiera alcanzado, aunque ellos nunca hubiesen existido. Unas cuantas cosas más, sin sentido, se hubiesen dicho durante uno o dos siglos; y acaso unos pocos más hombres, mujeres y niños hubiesen sido quemados como herejes. No podríamos en este momento felicitarnos por la abolición de la Inquisición en España. Pero excede a toda imaginación el concebir lo que hubiera sido la condición moral del mundo si nunca hubiesen existido ni Dante, ni Petrarca, ni Boccaccio, ni Chaucer, ni Shakespeare, ni Calderón, ni Lord Bacon, ni Milton; si no hubiesen nacido Rafael y Miguel Ángel; si la poesía hebrea no se hubiese traducido jamás; si nunca hubiese tenido lugar un renacimiento en el estudio de la literatura griega; si no hubiesen llegado hasta nosotros los monumentos de la cultura antigua; y si la poesía de la religión del mundo antiguo se hubiese extinguido al mismo tiempo que sus creencias. El espíritu humano jamás hubiese podido, a no ser por la intervención de estos grandes excitadores, despertar a la imaginación de las ciencias más groseras, ni a esa aplicación del razonamiento analítico a las aberraciones de la sociedad, que ahora se intenta exaltar sobre la expresión directa de la facultad inventiva y aun de la creadora (Shelley, 1840/1986: 56).



Novalis

En un contexto histórico de tales características brota la obra de Friedrich von Hardenberg (1772-1801), llamado Novalis, quien vivió apenas 29 años, y cuya vida pareció estar muy determinada por la idea de la muerte. El fallecimiento en 1797, a los quince años de edad, de su amada Sophie von Kühn, se señala como uno de los hechos fundamentales que motivaron su obra Hymnen an die Nacht (Himnos a la noche, 1800). Tan poderoso y singular nocturno constituye un punto de inflexión decisivo en la historia de este género literario, cuya genealogía se encontraba en las piezas musicales del siglo XVIII destinadas a interpretarse durante la noche, si bien en su origen musical este tipo de composiciones carecía de sentido elegíaco. La pieza de Novalis dispone el nacimiento de la elegía moderna, como planto romántico a la muerte de un ser amado —Sophie von Kühn—, en una línea a la que se incorporará años después Lamartine en Francia, en composiciones como «Le lac» (Méditations, 1820). 

Novalis sostiene en su originalísimo nocturno, constituido por seis partes en las que se amalgama el verso y la prosa, que lo real, lo auténtico, lo genuino, no es la vigilia, sino el sueño; no el día, sino la noche; no la vida, sino la muerte: «fuera del tiempo y del espacio está el imperio de la noche – El sueño dura eternamente» (Novalis, II, 1800/1998: 67). Este poema elegíaco objetiva una intensa expresión de misticismo a través del cual el poeta simula o reconstruye verbalmente un encuentro con su amada muerta, cita que parece tener lugar en el canto III. Esa escena de los Himnos a la noche recrea la célebre situación que —mencionada con frecuencia— el propio Novalis había descrito en su diario con fecha de 13 de mayo de 1797, apenas dos meses después del fallecimiento de su amada Sophie:


Empecé a leer a Shakespeare —me adentré no poco en su lectura. Al atardecer me fui con Sophie. Allí experimenté una felicidad indecible —momentos de entusiasmo como relámpagos— vi cómo la tumba se disolvía ante mí como una nube de polvo —siglos como momentos— sentía la proximidad de ella —me parecía que iba a aparecer de un momento a otro[9].


Novalis compone esta obra sobre la pugna dialéctica entre la sensibilidad ilustrada y la pretensión de un racionalismo romántico[10] que busca imponer su propio logos frente a la ciencia newtoniana, destructora de la «realidad» del mundo antiguo. Por esa razón Novalis exclamará, dolidamente, que «quien amó con piedad el mundo pasado / no sabrá ya qué hacer en este mundo» (VI, vv. 17-18, p. 79). El poeta se sitúa así, deliberadamente, fuera de la Historia, en un espacio y tiempo míticos, irreales, metafísicos, esto es, en la recuperación romántica de ideales imposibles. Estamos ante una literatura que impone formalmente la utopía y la ucronía en sus ideas y contenidos: «Un día tu reloj marcará el fin de los tiempos» (IV, p. 71). Novalis gusta de situarse en los extremos, en el alfa o el omega de la vida y de la Historia, en el Génesis y en el Apocalipsis de un cosmos nocturno, místico y dramático: «La poesía cantó nuestra tristeza / … / el grave signo de un poder lejano» (V, p. 73). 

La fuerza reconstructivista de este tipo de literatura, formalmente tan sofisticada, es inagotable. Es una poética que lleva a cabo, en plena Edad Contemporánea, una recuperación física de la metafísica, es decir, una reconstrucción estética —más que poética— de cuanto rebasa la Historia y perfora la razón. A Cristo le bastaba contar a sus oyentes y evangelistas cómo era el «Más allá»; Dante simplemente hubo de poetizarlo según la creencia y el racionalismo escolásticos; Blake, Novalis, Keats, Hölderlin, Shelley, Foscolo, Hugo, Ducasse…, tuvieron que reconstruirlo con materiales formalmente inéditos, después de que la razón ilustrada lo hiciera definitivamente pedazos: «Huyeron los dioses, con todo su séquito – Sola y sin vida estaba la Naturaleza […]. Había huido la fe que conjura y la compañera de los dioses, la que todo lo muda, la que todo lo hermana, la Fantasía» (V, p. 74).

El Romanticismo se comporta de este modo como un movimiento artístico que, sin haber perdido la cordura, finge haber perdido la razón. Y acusará literariamente de esta pérdida a la Ilustración europea. Lo cierto es, sin embargo, que el curso de los hechos demuestra que los románticos se comportaron muy racionalmente en todo momento al construir, recrear y reconstruir, una y otra vez, y de forma cada vez más original y sofisticada, todo tipo de mitos, creencias, magias y fabulaciones atribuidas a un mundo genesíaco o incluso apocalíptico y, por supuesto, siempre fantástico y extraordinariamente idealizado. Toda esa labor requiere una ingeniería racional de no poca monta y consecuencia. Hubo, con todo, románticos, incluso alemanes, como Georg Büchner, que no formaron parte de los Novalis, Hölderlin o Kleist, sino que ejercieron una obra literaria absolutamente crítica e indicativa —política (jacobina) y poética (prevanguardista)—, la cual, no por casualidad, resultó ilegible e ininterpretable hasta casi un siglo después de su muerte, como ocurrió con el estreno de Woyzeck, tragedia escrita en el otoño de 1836 e inédita hasta que en 1913, en los años previos al desarrollo del expresionismo europeo, llega a los escenarios vanguardistas alemanes.

Uno de los pasajes más expresivos de los Himnos a la noche, por lo que se refiere a la reconstrucción o recreación de un mundo genesíaco, es el que corresponde al comienzo del himno V, en el que Novalis evoca poéticamente el mito, idealista y sofisticado, de la Edad de Oro:


Sobre los amplios linajes del hombre reinaba, hace siglos, con mudo poder, un destino de hierro. Pesada, oscura venda envolvía su alma temerosa – La tierra era infinita – morada y patria de los dioses. Desde la eternidad estuvo en pie su misteriosa arquitectura. Sobre los rojos montes de Oriente, en el sagrado seno de la mar, moraba el sol, la luz viva que todo lo inflama. Un viejo gigante llevaba en sus hombros el mundo feliz. Encerrados bajo las montañas, yacían los hijos primeros de la madre Tierra. Impotentes en su furor destructor contra la nueva y magnífica estirpe de los dioses y la de sus allegados, los hombres alegres. La sima oscura y verde del mar era el seno de una diosa. En las grutas cristalinas retozaba un pueblo próspero y feliz. Ríos y árboles, animales y flores, tenían sentido humano. Dulce era el vino, servido por la juventud, visible en su auge – un dios en las uvas – una diosa, amante y maternal, creciendo hacia el cielo en la plenitud y el oro de las espigas – la sagrada ebriedad del amor, un dulce culto a la más bella de las diosas – eterna, polícroma fiesta de los hijos del cielo y de los moradores de la tierra, pasaba, rumorosa, la vida, como una primavera, a través de los siglos. Todas las generaciones veneraban con fervor infantil la tierna llama, la llama de mil formas, como lo supremo del mundo (Novalis, Himnos a la noche, V, 1800/1998: 72-73).


La imaginación poética del romántico Novalis atribuye al origen del cosmos un estado acrítico, estoico y fabuloso, de felicidad ideal. El contenido racionalista del himno V debe su consistencia a la mitología griega —su logos es heleno—, configurada según el pensamiento presocrático, anterior a la filosofía académica y basado en el monismo axiomático de la sustancia, de manera que todo depende de un elemento único, fundamental y dominante. Se reivindica lo misterioso, siempre afincado en el eje radial, donde late una naturaleza extraordinariamente sensible, y por supuesto indómita y pacífica, indescifrable y seductora. Lo cierto es que en un mundo así, poblado de criaturas fabulosas, gigantescas, titánicas, de una flora divinizada y de una fauna no menos numinosa y mitológica, no hay lugar propiamente para el ser humano, quien se manifiesta ante todo como sujeto político, social y racional. El Romanticismo decora y embellece literariamente una involución hacia la magia, el mito y la religión numinosa. Las más de las formas y poéticas románticas harían las delicias de un ilustrado como Rousseau. El Romanticismo es de hecho una rehabilitación de la literatura primitiva o dogmática llevada a cabo desde el racionalismo sofisticado y reconstructivista que brota de la Ilustración europeísta y de sus efectos sensibles.

Pero en los románticos formados durante los años finales de la Ilustración, toda sensibilidad es de un exacerbado espiritualismo. Y la obra de Novalis es, en este punto, de las más expresivas. Impregnado del pensamiento naturalista de Rousseau y profundamente seducido por una libérrima y muy subjetiva interpretación de la obra de Schelling, Ideas para una filosofía de la naturaleza (1797), Novalis llega a plantear un pensamiento propio basado en lo que él mismo denomina «idealismo mágico», una suerte de misticismo que, emanado de lecturas consideradas más emocional que intelectualmente —entre ellas la obra del espiritualista holandés Frans Hemsterhuis[11]—, concibe el Universo como una fuerza armónica y espiritual que se manifiesta en la materia y que sólo resulta legible a la conciencia moral del ser humano. Todo esto es una pura fantasía de la que resulta completamente imposible extraer una poética literaria. La tradición literaria hispanogrecolatina, en manos de los románticos, queda reemplazada por una fruslería de diseño.

Los escritos de Novalis sobre el «idealismo mágico» se encuentran dispersos en obras como su novela de aprendizaje Enrique de Ofterdingen (Heinrich von Ofterdingen, 1795-1796) y también en sus notas sueltas —aunque muy abundantes— denominadas Aus dem Allgemeinen Brouillon (1798-1799), destinadas a constituir una «enciclopedia» alternativa a la de los ilustrados franceses. En su Bildungsroman, Novalis escribió una novela que quedó inacabada como consecuencia de su prematura muerte, y en la que disiente del modelo ilustrado que sirvió de referencia a Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister (Wilhelm Meisters Lehrjahre, 1796) de Goethe. En Aus dem Allgemeinen Brouillon, Novalis sostiene ideas y declaraciones irracionales, o simplemente extraviadas, conceptualizadas en ocasiones a través de sinestesias absurdas, en las que apela a una «física espiritual», una «música química», una «fisiología poética», etc.

Novalis busca la unidad más allá de la diversidad y complejidad de la Historia, la naturaleza, el conocimiento, etc. Algo así es como buscar el aire en el aire. En realidad es un poeta que se encuentra perdido en el pensamiento racionalista de la Ilustración avanzada, que ha separado la vida de la realidad y fantasea libremente con ocurrencias variadas. En esta confusión de ideas, conceptos y sensibilidades, Novalis llega incluso a proponer una teoría política de corte romántico, idealista y utópico, en obras breves, y francamente inmaduras, como Fe y amor o el rey y la reina (Politische Aphorismen, 1798), o Europa o la Cristiandad (Die Christenheit oder Europa, 1799)[12], en la que —como si la hubiera habitado personalmente— se muestra nostálgico de la Europa feliz y unida anterior al cisma luterano. Hay que tener en cuenta que la mayor parte de la obra literaria de Novalis quedó interrumpida por su temprana muerte, sin duda causa fundamental de que sus escritos nos hayan llegado en un estado que es más propio de un proceso que de un resultado, por lo que no es procedente juzgarlos con carácter definitivo. Así ocurre en sus Geistliche Lieder (Cantos espirituales, 1802), piezas en las que Novalis lleva al formato de la literatura sus creencias e idearios religiosos. Se trata de una obra compuesta por quince poemas cuyo contenido se inscribe en la tradición de los Gesangbücher o libro de cánticos, en este caso de la liturgia protestante, algunos de los cuales —los números 5, 6, 7, 9 y 11— fueron musicalizados por Franz Schubert años después.

Con todo, entre los escritos más representativos de la poética literaria de Novalis se encuentran su Monólogo y Diálogos, redactados todos ellos en 1798 —según se desprende de la carta a Friedrich Schlegel del 11 de mayo de ese año (Novalis, 1798)—, a excepción del último diálogo (en total son seis). Al parecer pensaba publicarlos en la revista Athenäum, que editaban los Schlegel entre 1798 y 1800. El género del diálogo era habitual en el siglo XVIII europeo, heredero de a tradición hispanogrecolatina. Concretamente, en Alemania, Lessing escribe sus diálogos para masones Ernst und Falk entre 1778 y 1780, y el propio August Wilhelm Schlegel publica en Athenäum un célebre diálogo sobre Die Sprache (1800). Por su parte, Novalis considera el diálogo como aquella forma de pensar en que se produce y expresa el intercambio dialéctico (Novalis, 1798; Caner, 1995). De nuevo la obviedad. En todos ellos aplica claramente las teorías de los Schlegel a la práctica poética. A Friedrich Schlegel corresponde la creación del término Symphilosophieren para designar esa actitud filosófica, característica del Romanticismo, basada precisamente en el diálogo como amalgama e interacción de las posibilidades expresivas de varios individuos o subjetividades. No por casualidad la obra de Novalis está muy influida por la primera publicación de la Wissenschaftslehre de Fichte en 1794 (la segunda edición fue en 1797)[13].

Del Monólogo de Novalis no se conservan manuscritos. En sus obras completas actuales se ha publicado la versión que recoge von Bülow en la primera edición de 1846[14]. En este monólogo, Novalis anticipa, en primer lugar, futuras concepciones sobre el lenguaje poético, basadas en presupuestos formalistas, que serían desarrolladas posteriormente en la teoría literaria por tendencias como la Escuela morfológica alemana, el formalismo ruso, las diversas estilísticas, o el estructuralismo europeo de la segunda mitad del siglo XX. En segundo lugar, ofrece además una síntesis de su propia filosofía del lenguaje, al discriminar entre lenguaje y subjetividad de forma diferente a como hacía Fichte en su doctrina de la ciencia. Fichte consideraba que el lenguaje era un instrumento al servicio de la subjetividad; Novalis postula que el lenguaje es lo que dota a la subjetividad de existencia, de modo que sólo a través del lenguaje la experiencia subjetiva puede constituirse como tal, y en consecuencia adquirir forma objetiva y comunicable entre los seres humanos. Nótese la tendencia a la fantasmagoría que promueve constantemente el idealismo alemán en todas las facetas de la vida. Y en tercer lugar, Novalis marca una etapa importante en la tradición del pensamiento sobre el lenguaje, al subvertir y descentrar el lugar que la subjetividad ocupa en la lengua, y plantear de este modo una nueva forma de pensar el sujeto (subjetividad) en el lenguaje (discurso)[15]. Los trabalenguas de la posmodernidad tienen su origen en la jerga romántica y en las ocurrencias idealistas.



Ugo Foscolo

Ugo Foscolo (1778-1827) es otro de estos poetas en quienes la sensibilidad ilustrada constituye el fundamento de su racionalismo romántico. Su literatura se sitúa en el himen que une y separa Ilustración y Romanticismo. Una de sus obras más emblemáticas e influyentes, cuyos rasgos alcanzan y atraviesan el modernismo hispánico, es la titulada Dei sepolcri (De los sepulcros), un poema compuesto por 295 endecasílabos sueltos y escrito durante el otoño de 1806. 

Desde sus más tempranas interpretaciones se ha insistido en el contenido filosófico de este poema, de cuyos versos se ha dicho que no describen, sino que razonan. ¿Hay alguna obra literaria que no razone? Es conocido el debate con Pindemonte, y la decepción histórica y política frente a los idealismos jacobinos y revolucionarios que prometía un Napoleón, entregado finalmente al reparto de Italia entre Francia y Austria, bajo la máxima decepción e impotencia de escritores como Foscolo. Pero Dei sepolcri rebasa las motivaciones históricas y políticas que hayan podido propiciar su composición, para instituir una concepción racionalmente romántica de la idea de la muerte, como preservación y recuerdo de la vida de seres humanos que, habiéndonos precedido, por sus méritos y obras merecen perpetuarse en el recuerdo de sus tumbas. 

Sin embargo, esta subsistencia post mortem —y aquí reside la originalidad del racionalismo romántico foscoliano— no será teológica ni religiosa, sino política y civil. Dei sepolcri de Foscolo es una de las continuaciones Cervantes fue el primero en hacerlo (Quijote, I, 13), acaso la más genuina en el contexto romántico, de las elegías civiles de la literatura europea, que en este punto es tanto como decir de la literatura universal. El poema no dispone para los héroes difuntos un más allá religioso, ni siquiera numinoso ni mitológico, sino político y civil. La misma idea está ya presente en la literatura cervantina. En este sentido, es una pieza literaria completamente napoleónica, pese a las enormes diferencias que ya separaban a Foscolo de aquel derrotado invasor de Italia. Los númenes y los mitos que pueblan el poema son siempre y absolutamente paganos, y el enfoque del ritual religioso regresa literariamente hacia las formas de las religiones secundarias, es decir, las articuladas a través de una mitología pagana, de linaje sin duda barroco e hispánico, antes que ilustrado y neoclásico. El poema está saturado de imploraciones a las «sacras musas», a los Lares, al Oráculo, al «nuevo Olimpo», a las Ninfas y a las Parcas, y a un sinnúmero de divinidades griegas y romanas, de Ausonia a Jove y de Argos a Febo, entre otros tantos héroes históricos y figuras homéricas.

Desde la primera de sus estrofas reproduce un motivo romántico de dilatada tradición literaria posterior, especialmente en la lírica modernista de Rubén Darío y Juan Ramón: la sensibilidad post mortem:


¿Del ciprés a la sombra, en rica urna  
Bañada por el llanto, es menos duro  
El sueño de la muerte? Cuando yazga  
Yo de la tumba en el helado seno,  
Y no contemple más del sol la lumbre  
Dorar las mieses, fecundar la tierra,  
Y de yerbas cubrirla y de animales,  
Y cuando bellas, de ilusión henchidas,  
No pasen ya mis fugitivas horas, (161)  
Ni, dulce amigo, tu cantar escuche  
Que en armonía lúgubre resuena;  
Ni en mi pecho el amor, ni arda en mi mente  
El puro aliento de las sacras Musas,  
¿Bastará a consolarme yerto mármol  
Que mis huesos distinga entre infinitos  
Que en la tierra y el mar siembra la Muerte?[16]


Foscolo incurre en el tópico de la recreación imaginaria de la propia muerte, como si el mundo interpretable pudiera contemplarse desde un «más allá» dramático y sensible. La decoración funeraria alcanza la máxima intensidad a lo largo de todo el poema, desde su mismo título y contenido. Sin embargo, en ningún momento los versos expresan un sentido religioso y teológico, sino intimista y civil. La única divinización factible se proyecta sobre ideas completamente paganas y precristianas. En realidad, los muertos sobreviven en el recuerdo colectivo, esto es, político, de las sociedades de las que formaron parte heroica o meritoriamente. No hay una reducción subjetiva de los difuntos al intimismo o la memoria personales, sino una objetivación de lo que fueron sus vidas en el recuerdo histórico y civil de la sociedad política que sus obras hicieron posible. Foscolo sustituye la religión por la política y la metafísica por la Historia. También Cervantes lo hizo. Su obra es una elegía civil y social de formato romántico y ascendencia barroca, a partir de la sensibilidad ilustrada e idealista. Los motivos literarios en Dei sepolcri se mueven entre la esperanza política de los vivos y el recuerdo histórico de los difuntos. El poema es, en suma, una plegaria secular propia de un officium defunctorum de genealogía hispanobarroca.

Esta elegía civil y social reproduce formalmente la poética del nocturno —«¡Oh sacra musa de la oscura Noche…!»—, en dos escenarios fundamentales, el paganismo de la mitología clásica y el vacuo teísmo de las religiones secundarias[17]. Ambas escenografías imponen una regresión hacia valores pretéritos, sólo recuperables formalmente a través de la poética de una literatura sofisticada o reconstructivista como la que reproduce Foscolo en Dei sepolcri. En ambos casos —clasicismo pagano y mitología religiosa— se excluye toda referencia y fundamento teológicos, algo que en suma hace desembocar al poema en una suerte de ateísmo contemporáneo, frente a un mundo que el curso de la historia ha convertido en una nostálgica y esbelta ruina:


Tal religión que con diversos ritos  
La virtud patria y la piedad unía,  
Fue por largas edades continuada[18].
[…]
En otra edad los cedros, los cipreses,  
De efluvios puros impregnando el aire,  
Hojas tendían en memoria eterna  
Sobre la urna, y en corintios vasos  
Derramadas las lágrimas votivas,  
Una antorcha encendían los amigos,
Para alumbrar la subterránea noche,
Porque los ojos moribundos buscan  
La luz del sol, y el último suspiro  
Todos los pechos a su luz exhalan.  
Las fuentes derramando aguas lustrales,  
Amarantos regaban y violas  
En el fúnebre cerco, do si alguno  
A libar leche y a contar sus penas  
A los caros finados se acercaba,  
Sentía en torno una fragancia pura  
Como las auras del Elíseo prado[19].


Como es bien sabido, las disposiciones napoleónicas habían exigido el emplazamiento de los cementerios extramuros de las poblaciones urbanas. El contenido de la literatura de Foscolo es, sin duda, indisociable de la sociedad política a la que pertenece su autor, una sociedad netamente posnapoleónica. La valoración estética y poética de la muerte se impone como descanso memorable de la vida, sin castigos ni premios religiosos, sin dioses ni ángeles custodios: «Ven, dulce muerte, reposado albergue / Do la fortuna sus venganzas cesa»[20]. De la muerte sólo quedan el recuerdo y los sepulcros. La evocación y elogio de Dante, así como el de Alfieri, con el que arranca la segunda mitad del poema, impregna de nacionalismo y política el desenlace final, que concluye casi en tono de recreativa y regresiva profecía, invocadora de un pasado idealista y pagano, heleno y mitológico: «Entonces gemirán los hondos antros / Y narrarán las tumbas el destino / De Ilión, dos veces en el polvo hundida / Y dos tornada a alzar con gloria nueva / Para adornar el último trofeo / Del Pélide fatal…»[21]

Foscolo no busca ni canta la eternidad metafísica, ni el consuelo religioso o teológico de la vida terrena. Tampoco pretende una existencia humana eviterna, con nacimiento pero sin final en la fatiga. La muerte es la sublimación de la vida en el recuerdo que las sociedades políticas tributan a sus héroes. Thomas Carlyle no tardará en consagrar su prosa al testigo que toma de la poesía de Foscolo. La inmortalidad humana y la eternidad religiosa son más temibles que la propia muerte.

Con todo, la mayor parte de los poetas románticos cantaron a una naturaleza viva y poderosa. Animismo y sobrenaturalismo son en todos ellos impulsos literarios de primera magnitud. Los románticos no sofocan los mitos, no los destruyen ni desmitifican, ni mucho menos los adulteran en ideologías absurdas, sino que los estimulan psicológicamente a través de sus construcciones literarias. A su vez, la magia del mundo antiguo, lejos de distorsionarse en pseudociencias, se recupera a través del racionalismo idealista encarnado en lo sobrenatural, a menudo proyectado sobre la vida humana, la supervivencia física y corpórea más allá de la muerte, la existencia fantasmagórica, lo imposible verosímil, lo fantástico en todas sus formas y operaciones… Igualmente, los románticos rehabilitan la numinosidad de las religiones antiguas, no desde la teología, sino desde una filosofía idealista y animista que se proyecta ante todo sobre las realidades radiales de la naturaleza, en bosques animados, orografías y geografías extraordinarias, nocturnos de extremado lirismo, antropomorfización de todo tipo de fenómenos naturales y, por supuesto, personalización de las estaciones. Psicologismo, sobrenaturalismo y animismo, son cualidades esenciales de la literatura sofisticada o reconstructivista. 



John Keats

En su oda «Al Otoño» (1820), John Keats (1795-1821) formaliza, precisamente con sus más elaborados versos, las consecuencias que la materia equinoccial impone y ejerce en sus últimos meses sobre la naturaleza viva (eje radial), dentro de la cual el ser humano (eje circular) resulta subsumido, al ser tan sólo uno más de los copiosos elementos sensibles y esenciales que forman parte de ella. Esta oda de Keats es una esbelta pastoral que impone a la naturaleza un pletórico animismo. El otoño no se retrata en su caída, sino precisamente en la plenitud de su abundancia y riqueza radiales, naturales y también humanas. Para Keats —como para Vicente Aleixandre— el ser humano brota de la naturaleza, y el racionalismo humano es genuinamente el racionalismo estacional de los ciclos naturales. El espacio antropológico de Keats es, como ocurre con los románticos en general, y con los poetas visionarios de forma particular, completamente unidimensional: todo se reduce al eje radial o de la naturaleza, dentro del cual la experiencia humana cobra sentido pleno. Para el Romanticismo, el ser humano se degrada y se deturpa en la medida en que abandona la naturaleza o, por su maldad, resulta segregado o desterrado de ella. En la naturaleza, en sus ciclos y rituales estacionales, reside la numinosidad angular (la fuerza religiosa) y la antropología circular (la esencia de lo humano). Éste es un otoño pletórico, fértil, luminoso, dorado, duradero, casi eterno. No conduce a un final, ni a una muerte, ni a una senectud agónica. Este otoño es el canto de una Edad de Oro en la Tierra, donde el trabajo humano da sus frutos y donde la vida se goza como una simbiosis natural con los fenómenos terrenales, florales y fáunicos. El otoño adquiere supremacía frente a la exultante primavera, ante la que el poeta se distancia desde el motivo del ubi est? —«¿Dónde están las canciones de primavera? ¡Ah! ¿Dónde?»—. La belleza romántica reside en el esplendor de la sombras penetrando la luz.



                             Al otoño[22]

                                                I 
 
Estación de la bruma y la dulce abundancia,
gran amiga del sol que todo lo madura,
tú que con él planeas cómo dar carga y gozo
de frutos a la vid, bajo el pajizo alero;
cómo doblar los árboles musgosos de las chozas,
con peso de manzanas, y sazonar los frutos,
y henchir la calabaza y rellenar de un dulce
grano las avellanas: cómo abrir más y más
flores tardías para las abejas, y en tanto
crean ya que los cálidos días no acaban nunca,
pues les colmó el estío sus pegajosas celdas.



                                                II 
 
¿Quién, entre tu abundancia, no te ha visto con frecuencia[23]?
A veces, el que busque fuera, podrá encontrarte
sentado en un granero, en el suelo, al descuido,
el pelo suavemente alzado por la brisa
algo viva; o dormido, en un surco que en ciernes[24]
segaron, al aliento de las adormideras,
mientras tu hoz respeta trigo próximo y flores
enlazadas. Y a veces, como una espigadora,
enhiesta la cargada cabeza, un riachuelo
cruzas; o junto a alguna prensa de cidras, velas
pacientemente el último fluir, horas y horas.
 
 
                                                III 
 
¿Dónde están las canciones de primavera? ¡Ah! ¿Dónde?
Ni pienses más en ellas, pues ya tienes tu música,
cuando estriadas nubes florecen el suave
morir del día y tiñen de rosa los rastrojos;
entonces el doliente coro de los mosquitos
entre sauces del río se lamenta, elevándose
o bajando, según el soplar de la brisa;
y balan los crecidos corderos en los montes;
canta el grillo en el seto; y ya, con trino blando,
en el jardín cercado, el petirrojo silba
y únense golondrinas, gorjeando, en el cielo[25].

 

 

Rainer-Maria Rilke

Si comparamos el poema de Keats con el del mismo motivo, e incluso título, compuesto por Rilke, observamos que una entidad trascedente envuelve y manipula —con sus propias manos— el fluir de la estación otoñal, cuya caída detiene entre sus manos. La poesía de Rilke postula y presupone casi siempre un espectador trascendental que parece intervenir como sujeto operatorio en la fábula del poema. En Rilke el otoño discurre circular y radialmente, esto es, antropológica y estacionalmente, con una naturalidad propia e inalterable, en un poema del que parece brotar, creacionistamente, un ser superior en cuya obra quedan envueltos —en su lírica molicie— el Hombre, la Tierra, el cosmos mismo, y la consumación plenaria del otoño. Keats se ubica en la naturaleza; Rilke, en el cosmos. La pastoral animista del poeta inglés se convierte en los versos del checo en el postulado de una poesía metafísica que descansa sobre un lírico teísmo. Al final de la caída habita y obra un dulce dios.



                                        Otoño 
 
Las hojas caen, como desprendidas desde lejos,
como si en los cielos se marchitaran jardines lejanos,
abatidas con rostro renuente a la caída.
Y en las noches se derrumba con pesadumbre la Tierra,
de la suma de las estrellas a la soledad.
Todos caemos. Cae aquella mano.
Mirad las demás manos: en todas está la caída.
Y sin embargo hay alguien, quien, con su infinita
dulzura, detiene esta caída entre sus manos[26].


Lautréamont

Nada más lejos, sin embargo, del dios del Rilke que el dios de Lautréamont (1846-1870). La obra de Isidore Ducasse (1846-1870) Les chants de Maldoror (1869) es un escrito posromántico tan racional y sofisticadamente diseñado en sus ideas como formalmente irracional en la presentación de sus formas literarias. Desde el siglo XIX, los cantos preludian y determinan infinidad de obras e intertextos literarios, desde la lírica de Vicente AleixandreEspadas como labios (1932), La destrucción o el amor (1935) y Sombra del Paraíso (1944)— hasta Oficio de tinieblas 5 (1973) de Camilo José Cela, atravesando, decisivamente, una novela como El innombrable (1953) de Samuel Beckett.

Pero esta obra del conde de Lautréamont resulta especialmente atractiva para los críticos que, por épocas y modas, emergen al terreno de la interpretación literaria como apologistas de la sinrazón o idólatras del irracionalismo. Sus aportaciones van siempre en la misma dirección: Isidore Ducasse expresa la «verdad interior» de la conciencia humana y se rebela frente a la razón opresora y represora. Pero, ¿cuál es la «verdad interior de la conciencia humana»? Con frecuencia, tras esta metáfora indefinida de la «vida interior» y otras monsergas sólo se esconden y esgrimen ocurrencias sin sentido. Para Agustín de Hipona, es Dios; para Lutero, la fe en Dios; para Montaigne, un vago teísmo; para Rousseau, el estado de la naturaleza incívica; para Nietzsche, una violenta voluntad de poder; para Freud, el inconsciente, es decir, el almacén de los deseos sexuales —amistad y lo que surja, todos ellos siempre bien insatisfechos y muy mal alimentados; para Heidegger, el Dasein; para Derrida, el texto; para Foucault, de nuevo la razón represora investida de poder y de cordura, etc. Para el racionalismo materialista, la «verdad interior de la conciencia humana» es una metáfora que, si no se explica, no dice nada. Remite, en suma, a una experiencia psicológica que —al margen del conocimiento crítico y científico— puede comenzar en la inocencia de un tercer mundo semántico —como la infancia— y terminar en una patología que —como la barbarie— ninguna vivencia mística, ideológica o religiosa, podrá dignificar ni subsanar. 

Frente a la tesis tan acríticamente difundida, e incuestionada, de Foucault, simple heredera de Freud, no es la razón quien ha ejercido el poder y la represión en Occidente, sino la sinrazón y el irracionalismo. Este último ha sido —y sigue siendo— la principal causa e instrumento de represión, involución e interdicción en la historia de la humanidad. No cabe culpar a la razón ni al poder político de los desastres humanos, sino al irracionalismo que, como consecuencia de la ignorancia y la barbarie, es decir, de la preservación y regreso de valores primitivos e incívicos, se impone una y otra vez en numerosas formas de vida contemporánea, las cuales registran a menudo una recurrente nostalgia de barbarie. 

No hay nada más absurdo y más falaz que afirmar que la razón reprime: lo único que reprime y ha reprimido siempre al ser humano es el irracionalismo y el uso solidario de la sinrazón y de la ignorancia, exacerbadas e incluso idolatradas con el fin de preservar deficiencias inherentes a la naturaleza humana, así como de impedir el progreso científico, económico y político de los Estados. Acudir a la literatura en busca de argumentos, obras, autores —o cualesquiera otros materiales y formas poéticas— susceptibles de ser manipulados a fin de exhibirlos como confirmación de que la literatura es irracional constituye uno de los deportes más comunes de los sofistas de todos los tiempos, que, ignorantes e incapaces de ejercer el conocimiento científico de los materiales literarios, buscan en la crítica de la literatura una forma de vida ajena a la razón de la que sólo ellos carecen. 

La literatura no es un sanatorio psiquiátrico ni un tercer mundo semántico. No es un enfermo que necesite las curas de un médico —tan discutible para la medicina— como lo fue Freud, ni de un ideólogo social, en funciones de terapeuta de masas neonitzscheano, como lo fue Foucault. La literatura es un sistema de ideas formalmente objetivadas en un conjunto de materiales poéticos, antes que estéticos, los cuales exigen una interpretación científica —esto es, sistemática, causal y lógica— que dé cuenta de la razón, indudablemente humana, de la cual proceden y desde la cual es posible su comunicación y su comprensión.

Les chants de Maldoror es una obra constituida por seis libérrimos monólogos que, dirigidos a un destinatario inmanente, objetivan para la literatura —y antes que Nietzsche (1844-1900)— un conjunto de ideas plenamente nietzscheanas, en las que se consolidan muchas de las características de la posteriormente denominada «literatura maldita» (Baudelaire, Corbière, Rimbaud, Mallarmé, Poe, Nerval, Artaud…). Ducasse no hizo del mal una vergüenza, sino una expresión literaria, una jactancia incluso, y hasta una virtud: «No soy lo bastante hipócrita como ocultar mis vicios […]. Mis cantos serán una imponente prueba de poder, al despreciar así las opiniones consagradas» (IV, 221-222) —dirá nietzscheanamente Maldoror—.

No por casualidad en el primero de los cantos el narrador afirma que «existe un poder más fuerte que la voluntad» (Lautréamont, 1869/1998: I, 85). Ese poder es, indudablemente, el deseo, esa estrategia humana que ninguna prevención puede detener. El germen de la obra de Nietzsche, de Freud, y de los imitadores de estos últimos, está plenamente formulado en la literatura mucho antes que en la filosofíaCon anterioridad y con frecuencia he sostenido esta tesis: el racionalismo literario siempre es anterior al racionalismo filosófico. Spinoza está ya en la narrativa de Cervantes, Berkeley en las tragedias de Shakespeare, Nietzsche en la prosa literaria de Isidore Ducasse, Bergson en las Méditations de Larmartine…, sólo Dante, excepcionalmente, es posterior a la monumentalidad escolástica. 

La obra de Lautréamont persigue además un desmantelamiento de la mitología moral de su tiempo, a fin de revertir las ideas entonces vigentes sobre el bien y el mal. De Los cantos de Maldoror se desprende que la bondad siempre ha buscado una forma segura de alianza con el mal, movida por un objetivo prioritario: sobrevivir dignamente. Bondad y maldad son testimonios de sendas impotencias humanas (I, 90). No cabe interpretar la obra como una apología del mal, ni nada parecido, sino como un reconocimiento —lúdicamente recreado a través del arte, y resentidamente sublimado también, a título personal— de la utilidad de la maldad frente a la esterilidad del bien. 

Maldoror define el mal precisamente como aquello cuyas consecuencias dañinas son irreversibles, porque no pueden contrarrestarse ni subsanarse. El mal es aquello que causa un daño irreparable, un deterioro que no es posible restaurar, una lesión, en suma, mortal. Toda maldad contiene, pues, un componente trágico, que hace imposible —por irreversible— una solución restauradora. El mal impone siempre consecuencias definitivas. En este punto, las páginas de Ducasse se acercan desmitificadoramente a la literatura crítica o indicativa: «Sólo el más astuto y el más fuerte obtiene la victoria sobre sus semejantes […]. Los medios virtuosos y bonachones no llevan a parte alguna […]. El fin justifica el medio. Lo primero, para hacerse célebre, es tener dinero. Pero, como no lo tienes, deberás asesinar para obtenerlo; y como no tienes fuerza bastante para manejar el puñal, hazte ladrón a la espera de que tus miembros se desarrollen» (II, 139-140). Lo cierto es que algo así lo sabemos desde el Siglo de Oro español, y también desde la tradición literaria hispanogrecolatina, que el Romanticismo, como la Ilustración europeísta, ignoraron sobresalientemente en muchísimos aspectos esenciales. Uno y otro movimiento son más reveladores de la ignorancia de la Anglosfera que de sus posibilidades de desarrollo racional a partir de la tradición hispanogrecolatina.

Maldoror tiene esbeltas y muy racionales palabras para la acrítica democracia de la muerte. Ningún sentido ni interpretación religiosa ilumina estas palabras, ni cualesquiera otras de los cantos. La Iglesia, que ha jerarquizado la vida y democratizado la muerte, resulta eclipsada aquí por un laicismo crítico palmario, cuyo portavoz, Maldoror, es una suerte de numen terrestre, infernal, mítico, es decir, un término ideal cuyo racionalismo describe relaciones imaginarias que, en el seno de una realidad tan verosímil, resultan una amenaza incluso desde su sola naturaleza ficcional:


He visto alinearse, bajo las banderas de la muerte, al que fue bello; al que, tras su vida, no se ha afeado; al hombre, a la mujer, al mendigo, a los hijos de los reyes; las ilusiones de la juventud; los esqueletos de los ancianos; el talento, la locura; la pereza, su contrario; al que fue falso, al que fue veraz; la máscara del orgulloso, la modestia del humilde; el vicio coronado de flores y la inocencia traicionada (I, 118).


Los cantos constituyen un intertexto literario fundamental en la historia del ángel caído y maldito, desde el Satán de Milton hasta el último donjuán byroniano. La intimidación de lo grotesco y de lo fantástico se convierte en uno de sus rasgos más distintivos y también universales de este Gran Hermano que es el mal: «No te fíes de él cuando vuelve la espalda, pues te mira; no te fíes de él cuando cierra los ojos, pues sigue mirándote» (II, 126). Asimismo, la obra está plagada de declaraciones amenazantes, de furioso resentimiento y airada animadversión, interpretadas con frecuencia como resultado de la vida personal, socialmente hostigada y maltratada, del propio Ducasse: «Manejando las terribles ironías, con mano firme y fría, te advierto que mi corazón contendrá bastantes para atacarte hasta el fin de mi existencia» (II, 130). La misantropía, incluso de fundamento metafísico, es una de las cualidades más furibundas del narrador y protagonista contra la especie humana, revestida grotescamente esta actitud de propiedades poéticas:


¡Raza estúpida e idiota! Te arrepentirás de comportarte así. Soy yo quien te lo dice. ¡Te arrepentirás de ello, sí!, te arrepentirás. Mi poesía consistirá, sólo, en atacar por todos los medios al hombre, esa bestia salvaje, y al Creador, que no hubiera debido engendrar semejante basura. Los volúmenes se amontonarán sobre los volúmenes, hasta el fin de mi vida y, sin embargo, sólo se encontrará en ella esta única idea, siempre presente en mi conciencia (II, 134).


Semejante misantropía desemboca en la declamación épico-lírica de una romántica guerra imaginaria contra la Humanidad: «Pues bien, ¡sea!, que mi guerra contra el hombre se eternice, ya que cada uno reconoce en el otro su propia degradación…, ya que ambos son enemigos mortales. Obtenga una victoria desastrosa o sucumba, el combate será hermoso: yo sólo contra la humanidad […]. El hombre, ese sublime simio…» (IV, 217)[27].

La visión o contemplación de Dios no puede resultar más envilecida, en un trono áureo de excrementos humanos. Todo un despliegue de referentes putrefactos determinan la forma de esta divinidad dantesca, creadora y exterminadora de seres humanos, envuelta en una fauna numinosa, viva y degradada. El siguiente párrafo no es un relato irracional, es la idea de Dios que el autor sostiene y profesa, un dios feroz, cruel y depredador, un dios injusto y estéril, un dios absurdo y animalado, como una bestia a la que fatigan sus propios horrores, como la vida misma de los seres humanos en numerosos momentos de la historia y en incontables lugares del planeta:


Cierto día, pues, cansado de hollar con mis pies el abrupto sendero del viaje terrestre, y de alejarme titubeando como un hombre ebrio, por entre las oscuras catacumbas de la vida, levanté con lentitud mis ojos esplínicos[28], rodeados por un gran círculo azulado, hasta la concavidad del firmamento, y me atreví a penetrar, yo, tan joven, los misterios del cielo. No hallando lo que buscaba, levanté mis párpados asustado más arriba, más arriba aún, hasta descubrir un trono, hecho de oro y excrementos humanos, en el que se sentaba, con idiota orgullo y el cuerpo cubierto por un sudario hecho con las sábanas sin lavar del hospital, aquel que se llama a sí mismo el Creador. Tenía en la mano el pútrido tronco de un hombre muerto y se lo llevaba, alternativamente, de los ojos a la nariz y de la nariz a la boca; bien se adivinaba lo que con él hacía una vez en la boca. Sus pies se hundían en un gran charco de sangre en ebullición, en cuya superficie aparecían de pronto, como tenias entre el contenido de un orinal, dos o tres prudentes cabezas que se volvían a sumergir de inmediato, con la rapidez de la flecha: un puntapié, bien aplicado en el hueso de la nariz, era la conocida recompensa por la infracción del reglamento, provocada por la necesidad de respirar en otro medio; ¡pues, al fin y al cabo, aquellos hombres no eran peces! Anfibios como máximo, nadaban entre dos aguas en aquel líquido inmundo… Hasta que, no teniendo ya nada en la mano, el Creador, con las dos primeras garras del pie, asía por el cuello a otro de los nadadores, como con unas tenazas, y lo levantaba en el aire, fuera del limo rojizo, ¡exquisita salsa! Hacía con este lo mismo que con el otro. Le devoraba, primero, la cabeza, luego las piernas y los brazos y, por fin, el tronco, hasta que no quedaba nada: pues les hincaba el diente incluso a los huesos. Y así sucesivamente, durante las demás horas de su eternidad. De vez en cuando, gritaba: «Os he creado; tengo, pues, derecho a hacer con vosotros lo que quiera. No me habéis hecho nada, no digo lo contrario. Os hago sufrir por puro placer» (Lautréamont , 1869/1998: II, 145-146).


Nada hay de irracional en las ideas de Ducasse, aunque sí lo haya en las formas literarias que hacen posible la construcción de este dios bestial y pestífero, que se alimenta recreativamente de seres humanos por él creados. Ducasse podría haber hablado o escrito como un filósofo o una persona vulgar que afirmara respectivamente que «Dios es un Leviatán» o que «Dios es un cabrón». No es lo mismo, como bien se echa de ver. Pero no optó ni por la ordinariez ni por la filosofía, sino por la literatura, de modo que lo que escribió, para expresar un conjunto amplio y crítico de ideas acerca de Dios, rebasa, desde la poética de los materiales literarios, todo lo que la filosofía y la teología —y por supuesto la trivialidad de la blasfemia— pueden ofrecer y significar[29].

En más de una ocasión Ducasse pone en boca de Maldoror «su objetivo de perseguir, con el escalpelo del análisis, las fugitivas apariciones de la verdad hasta en sus últimos reductos» (IV, 226). ¿Por qué la mayor parte de la crítica literaria acude a los textos de Ducasse para afirmar sin fundamento que Los cantos de Maldoror son una obra irracional e incomprensible, cuando su propio autor escribe de forma explícita y perfectamente comprensible en contra del irracionalismo de los seres humanos?: «Los propios seres humanos han rechazado, hasta tan indescriptible punto, el imperio de la razón, para no dejar subsistir, en el lugar de esta reina destronada, sino una huraña venganza» (IV, 229). 

No es posible convertir a Isidore Ducasse, sin más, en un ídolo del irracionalismo romántico, porque algo así es un espejismo y una falacia. Ducasse plantea en su obra un racionalismo crítico y romántico perfectamente legible, en el formato de una literatura sofisticada o reconstructivista que inviste de imaginación y de idealismo una racionalidad perfectamente estructurada. «La razón —advierte Maldoror— no tarda en recuperar su poder» (II, 142). De hecho, qué sentido tiene escribir, como ha hecho la crítica desde hace casi siglo y medio, cientos y cientos de páginas sobre una obra literaria para concluir con simpleza sofista o insipiente que los cantos de Lautréamont son un texto incomprensible. ¿Es posible imaginar a un músico, un primer violín o una mezzosoprano, ante la partitura de Das Lied von der Erde de Mahler, afirmando que semejante escritura y notación musical es incomprensible y por lo tanto ininterpretable? ¿Cabe suponer que un médico, ante el diagnóstico de una enfermedad humana, sostenga que es inexplicable lo que se produce en ese organismo y dé carpetazo al asunto? ¿Se puede concebir que un ingeniero o un arquitecto no sepan qué hacer en medio de una orografía sobre la cual deben elevar un edificio o construir un aeropuerto? Resultaría completamente ridículo. ¿Por qué entonces quienes dicen dedicarse a la interpretación literaria escriben textos, calificados de críticos, para afirmar que determinados materiales literarios —como Los cantos de Maldoror— son ininterpretables o carecen de sentido? Cuando la crítica y la teoría de la literatura se basan en tesis y declaraciones de este tipo incurren en una suerte de narcisismo de la irracionalidad o exhibicionismo de la propia nesciencia, que, muy lejos de ser un valor o un mérito, constituye una desvergonzada deslegitimación institucional, profesional y académica de toda actividad docente e investigadora. 

Las tendencias que acampan en los textos poéticos para reclamar desde esta fraudulenta ocupación una interpretación nihilista o simplemente irracional de los materiales literarios son muy comunes y cuentan con toda clase de adeptos. En su edición de Los cantos de Maldoror, Serrat Crespo se adhiere a este grupo, y desde el comienzo ofrece al lector las palabras de Le Clézio en su prólogo a la edición de la obra de Lautréamont publicada en Gallimard: «¿Es necesario entrar en el juego de los adultos y buscar alimentos que satisfagan ese horrendo deseo de comprender?»[30]. La respuesta es que la comprensión, como la interpretación, no es un juego, sino un conocimiento racional y humano. Sin duda es posible reducir el arte a lo meramente sensible, y suprimir en él todo lo inteligible, pero entonces nada permitirá distinguir un poema lírico de un código de barras. Si lo que pretende Le Clézio —y Serrat Crespo, al citar sus palabras— es retrotraernos a un primer mundo sensible y a un tercer mundo semántico, pueden declararlo abiertamente, pero la obra de Ducasse no les servirá de pretexto ante quienes sean capaces de racionalizarla, pues bastará leer al propio conde de Lautréamont, cuando escribe: «Quisiera desarrollar mis razonamientos y mis comparaciones lentamente y con mucha magnificencia (¿pero quién dispone de tiempo?), para que todos comprendieran mejor, si no mi espanto, sí al menos mi estupefacción» (IV, 240). 

El arte —y el arte romántico de forma muy sofisticada— es un desafío a la inteligencia y al racionalismo humanos, y no una invitación a la ignorancia ni a la nesciencia. No hay ningún acierto en la cita de Le Clézio. Ni tampoco cuando más adelante Serrat Crespo exclama que «¡El árbol de la razón puede dar extraños frutos!»[31] ¿A qué «frutos» se refiere? Los únicos «frutos extraños» de la razón son sus patologías, es decir, los irracionalismos de quienes se sirven de la propia razón para traicionar los fines humanos de esta facultad. El ser humano no puede vivir de espaldas a la razón, salvo en un lugar como Auschwitz. Me pregunto seriamente qué quiere decir Serrat Crespo cuando escribe lo siguiente:


Los Cantos de Maldoror son una obra irreductible e ininterpretable, una corriente de lava hecha Verbo que «sólo» dice lo que está diciendo y frente a (¿o contra?) la que es superfluo el intento de amontonar palabras. Me permitiré recordar, por lo tanto, antes de seguir adelante y de acuerdo con Heidegger, la inutilidad de cualquier comentario literario ante la «pura afirmación del poema»[32].


Por mi parte —y citando una de las declaraciones más racionalistas de Isidore Ducasse, en funciones de Lautréamont: «No me parece lógico y natural decir lo que no pienso» (1869/1988: II, 164)—, tengo algunas preguntas muy obvias respecto al párrafo citado de Serrat. Si Los cantos de Maldoror son «una obra irreductible e ininterpretable», ¿cómo es posible que se hayan vertido sobre ella tantas interpretaciones? En los programas de oposición a puestos universitarios de literatura francesa, por ejemplo, los concursantes, ¿resuelven el tema correspondiente a la obra de Ducasse con la afirmación de que los Cantos son una obra incomprensible y ya está? ¿Es de veras inútil «cualquier comentario» destinado a la interpretación literaria? ¿Qué es «una corriente de lava hecha Verbo que «sólo» dice lo que está diciendo»? ¿Es posible reducir la obra de Ducasse a una afirmación tropológica de este tipo? ¿Qué es la «pura afirmación del poema» de la que habla Serrat? ¿Cómo sabe Serrat que es un poema? ¿Cómo sabe que es literatura? ¿Cómo, sin criterios, se puede identificar —y por tanto distinguir— un material literario de un hipopótamo o de un consolador? Tómese el pelo a quien se deje burlar. La literatura exige una interpretación, y afirmaciones deconstructivistas, nihilistas o de relativismo absolutista no pueden tomarse en serio, porque en tal caso habría que clausurar, de inmediato, todas las Facultades de Letras de todas las Universidades, algo que, de hecho, y precisamente gracias a la labor de deconstructivistas y destructores de los materiales literarios, estamos cada vez más cerca de ultimar. Sólo me queda responder con palabras del propio Ducasse, muy posiblemente pensadas para lectores irracionales —valga el oxímoron—: «A fuerza de atención, su inteligencia se desarrollaría y tal vez pudieran comprendernos» (III, 191).


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NOTAS

[1] Lo que sí hicieron los artistas de las vanguardias históricas ―como se ha indicado a propósito de Huidobro y el creacionismo― fue celebrar ese triunfo sirviéndose de formas nuevas y originales, en realidad, a través de formas singularmente sofisticadas.

[2] Vicente Huidobro, Horizon Carré (1917).

[3] Sobre Rousseau debe verse el libro de Teresa González Cortes titulado El espejismo de Rousseau (2012), donde se da cumplida cuenta del irracionalismo y de la sofística sobre las que se fundamenta el pensamiento de este individuo. Rousseau —lo he dicho ya— es una suerte de comadrona de la posmodernidad. De sus polvos, estos lodos.

[4] Concluida su redacción posiblemente en 1581, la obra se publicó en 1595.

[5] «Las funciones de la facultad poética son dos: de un lado crea nuevos materiales de conocimiento, de fuerza y de placer; de otro, engendra en el ánimo deseo de reproducirlos y arreglarlos con sujeción a cierto ritmo y orden que pueden llamarse belleza y bien» (Shelley, 1840/1986: 57-58).

[6] «La Poesía es verdaderamente algo divino. Es a un mismo tiempo el centro y la circunferencia del saber: es lo que comprende toda ciencia, y a ella debe toda ciencia referirse. Es a un tiempo la raíz y la flor de todos los demás órdenes de ideas [...]. Nos impulsa a sentir lo que percibimos, y a imaginar lo que conocemos...» (Shelley, 1840/1986: 58 y 62). Con anterioridad había señalado, respecto a la poesía, que «su lenguaje es vitalmente metafórico: esto es, señala las relaciones antes no percibidas de las cosas, y perpetúa su percepción, hasta que las palabras que las representan llegan a ser, andando los tiempos, signos de fragmentos o clases de pensamientos en vez de imágenes de pensamientos completos» (Shelley, 1840/1986: 26). Obviedades y tropos.

[7] «Y ser poeta es percibir la verdad y la belleza, en una palabra, el bien que existe en la relación, subsistente primero en la existencia y la percepción y después entre la percepción y la expresión» (Shelley, 1840/1986: 27). Y añade poco después: «... los poetas, o sea aquellos que imaginan y expresan este orden indestructible». Ocurrencias...

[8] «Cuando la composición empieza, la inspiración está ya declinando, y la más gloriosa Poesía que se haya jamás comunicado al mundo, no es probablemente sino débil sombra de las concepciones originales del poeta [...]. El trabajo y la detención recomendados por los críticos, podemos pensar en justicia que sólo significan una cuidadosa observación de los momentos inspirados y una conexión artificial de los intervalos entre sus sugestiones, por medio del entretejimiento de expresiones convencionales» (Shelley, 1840/1986: 59).

[9] Apud Eustaquio Barjau, en Novalis (1800/1998: 21).

[10] Con frecuencia se ha insistido en que «no siempre es fácil deslindar en este autor los ingredientes ilustrados de los románticos» (Barjau, apud Novalis, 1800/1998: 9).

[11] Lettre sur l’homme et ses rapports (1772) y Alexis, ou sur l’âge d’or (1787) son las obras de Frans Hemsterhuis a las que Novalis prestó más atención. Consta que las manejó en su edición francesa (Diosdado, 1996).

[12] Esta obra se publicó en 1826, es decir, veinticinco años después de la muerte de su autor. Conocido es el arbitraje de Goethe en 1800 ante los románticos de Jena desautorizando su publicación.

[13] Novalis pretende, como todo poeta romántico alemán, la unidad del ser en la conciencia del sujeto —confieso que este tipo de tonterías me resultan enternecedoras—: toda exterioridad cambia, y con sus transformaciones pone a prueba la unidad existencial del sujeto. En este sentido habla, en la carta primera, del «espíritu único que hay en mí. Pero así como mi espíritu debe transformarse en cien y en millones de espíritus, también mi mujer en tantas mujeres como existen. Cada humano es transformable más allá de toda medida» (Novalis, 1798/1996: 160). Concibe el discurso literario como la expansión y movimiento de cualidades que permiten la perceptibilidad de la diferencia: «En un ser como la literatura [...] no se trata de la expansión y el movimiento de cantidades, sino de una Variación (distincionamiento) [Verschiedenung] que perfecciona y ennoblece cualidades, cuya suma denominamos naturaleza. Uno de esos factores variables lo llamaremos la facultad sensible —organibilidad [Organibilität]— la facultad que anima, en la que se halla incluida la variabilidad. Otro es la energía, el orden y la diversidad de las fuerzas causantes […]. Con la simplicidad crece la riqueza, con la armonía la sonoridad, la autonomía e integridad de la parte crecen con la del todo, y la unidad interior crece con la diversidad exterior» (165 y 167).

[14] Los Diálogos y el Monólogo se encuentran en el volumen aparecido en 1981, perteneciente a sus obras completas (Novalis, 1960), dedicado a su obra filosófica, en las páginas 661-673.

[15] Novalis sostiene en este monólogo algunas consideraciones muy ocurrentes acerca de la estética literaria, como si Cervantes y los clásicos no hubieran existido nunca: 1) presenta una concepción formalista y lúdica de la literatura («el verdadero diálogo —escribe— es un mero juego de palabras»), que puede ponerse en relación con las corrientes formales, estilísticas y estructurales del fenómeno literario; 2) ironiza acerca del conocimiento y sus posibilidades de comunicación («es de admirar el ridículo error de que la gente crea que habla para decir las cosas»); 3) considera que el lenguaje construye y hace posible la subjetividad, y no a la inversa (Fichte). Reconoce en el lenguaje una legalidad inmanente, un proceso de significación al margen del sujeto: «el lenguaje, que sólo se preocupa de sí mismo [...]. El lenguaje es como las fórmulas matemáticas —constituyen un mundo en sí— sólo juegan consigo mismas, no expresan otra cosa que su maravillosa naturaleza, y precisamente por eso son tan expresivas»; y 4) Novalis da su propia definición o concepción del lenguaje de la poesía: «Lo mismo sucede con el lenguaje —quien posea un fino sentido de su digitación, su compás, su espíritu musical, quien perciba el delicado efecto de su naturaleza interior, y mueva según estos su lengua o su mano, llegará a ser un profeta, por el contrario quien lo sepa, pero no tenga oído ni sentido suficiente, escribirá verdades como esta, pero el lenguaje mismo lo engañará y los hombres se burlarán de él [...], con ello creo haber indicado de la forma más clara la esencia y la función de la poesía». Novalis, en suma, se anticipa en su Monólogo al teoreticismo característico de las poéticas formales y funcionales que, en torno al mensaje, comenzarán a desarrollarse sobre todo durante la primera mitad del siglo XX.

[16] Sigo la traducción española del poema de Foscolo según la versión de los Estudios poéticos de Marcelino Menéndez Pelayo, publicada en Madrid en 1906. Para el original italiano de Ugo Foscolo, sigo la versión que ofrece la Biblioteca Telematica, en los Classici della Letteratura Italiana: «All’ombra de’ cipressi e dentro l’urne / confortate di pianto è forse il sonno / della morte men duro? Ove piú il Sole / per me alla terra non fecondi questa / bella d’erbe famiglia e d’animali, / e quando vaghe di lusinghe innanzi / a me non danzeran l’ore future, / né da te, dolce amico, udrò piú il verso / e la mesta armonia che lo governa, / né piú nel cor mi parlerà lo spirto / delle vergini Muse e dell’amore, / unico spirto a mia vita raminga, / qual fia ristoro a’ dí perduti un sasso / che distingua le mie dalle infinite / ossa che in terra e in mar semina morte?»

[17] Sobre el contenido mitológico de las religiones secundarias, frente a las primarias o numinosas y a las terciarias o teológicos, vid. Bueno, El animal divino (1985).

[18] «Religîon che con diversi riti / le virtú patrie e la pietà congiunta / tradussero per lungo ordine d’anni» (Ibid.). El pasaje permite recordar, con nitidez, el ritual funerario —igualmente pagano— a la memoria de Meliso, que el «sacerdote» Telesio lleva a cabo en el libro VI de La Galatea (1585) cervantina: «Y, en diciendo esto, se llegó [Telesio] a un ciprés de aquellos, y, cortando algunas ramas, hizo dellas una funesta guirnalda con que coronó sus blancas y veneradas sienes, haciendo señal a los demás que lo mesmo hiciesen; de cuyo ejemplo movidos todos, en un momento se coronaron de las tristes ramas, y, guiados de Telesio, llegaron a la sepultura, donde lo primero que Telesio hizo fue inclinar las rodillas y besar la dura piedra del sepulcro. Hicieron todos lo mesmo, y algunos hubo que, tiernos con la memoria de Meliso, dejaban regado con lágrimas el blanco mármol que besaban. Hecho esto, mandó Telesio encender el sacro fuego, y en un momento, alrededor de la sepultura, se hicieron muchas, aunque pequeñas, hogueras, en las cuales solas ramas de ciprés se quemaban; y el venerable Telesio, con graves y sosegados pasos, comenzó a rodear la pira y a echar en todos los ardientes fuegos alguna cantidad de sacro y oloroso incienso, diciendo cada vez que lo esparcía alguna breve y devota oración, a rogar por el alma de Meliso encaminada, al fin de la cual levantaba la tremante voz, y todos los circunstantes, con triste y piadoso acento, respondían: “Amén, amén”» (Cervantes, 1585/1996: 361).

[19] «[...] Ma cipressi e cedri / di puri effluvi i zefiri impregnando / perenne verde protendean su l’urne / per memoria perenne, e prezîosi / vasi accogliean le lagrime votive. / Rapían gli amici una favilla al Sole / a illuminar la sotterranea notte, / perché gli occhi dell’uom cercan morendo / il Sole; e tutti l’ultimo sospiro / mandano i petti alla fuggente luce. / Le fontane versando acque lustrali / amaranti educavano e vîole / su la funebre zolla; e chi sedea / a libar latte o a raccontar sue pene / ai cari estinti, una fragranza intorno / sentía qual d’aura de’ beati Elisi» (ibid.).

[20] «A noi / morte apparecchi riposato albergo, / ove una volta la fortuna cessi / dalle vendette» (ibid.).

[21] «Gemeranno gli antri / secreti, e tutta narrerà la tomba / Ilio raso due volte e due risorto / splendidamente su le mute vie / per far piú bello l’ultimo trofeo / ai fatati Pelídi» (ibid.).

[22] No he encontrado de este poema de John Keats una traducción española que me resulte más poética, coherente y valiosa que la que aquí presento, y que reproduzco literalmente, con las solas dos alteraciones que señalo en sendas notas siguientes, según figura en esta página de Internet, en la que no se hace constar —en el momento de mi consulta (26.08.2012)— el nombre de la persona que lo ha traducido, y a la que hago llegar mi más sincera enhorabuena por su trabajo como traductor.

[23] «A menudo» en lugar de «con frecuencia» en la traducción española original y anónima que tomo como referencia. Alteración mía.

[24] «A medias» en la traducción original, en lugar de «en ciernes», que propongo.

[25] «To Autumn. // I / Season of mists and mellow fruitfulness, / Close bosom-friend of the maturing sun; / Conspiring with him how to load and bless / With fruit the vines that round the thatch-eves run; / To bend with apples the moss’d cottage-trees, / And fill all fruit with ripeness to the core; / To swell the gourd, and plump the hazel shells / With a sweet kernel; to set budding more, / And still more, later flowers for the bees, / Until they think warm days will never cease, / For Summer has o’er-brimm’d their clammy cells. // II / Who hath not seen thee oft amid thy store? / Sometimes whoever seeks abroad may find / Thee sitting careless on a granary floor, / Thy hair soft-lifted by the winnowing wind; / Or on a half-reap’d furrow sound asleep, / Drowsed with the fume of poppies, while thy hook / Spares the next swath and all its twined flowers: / And sometimes like a gleaner thou dost keep / Steady thy laden head across a brook; / Or by a cyder-press, with patient look, / Thou watchest the last oozings hours by hours. // III / Where are the songs of Spring? Ay, where are they? / Think not of them, thou hast thy music too, / While barred clouds bloom the soft-dying day, / And touch the stubble-plains with rosy hue; / Then in a wailful choir the small gnats mourn / Among the river sallows, borne aloft / Or sinking as the light wind lives or dies; / And full-grown lambs loud bleat from hilly bourn; / Hedge-crickets sing; and now with treble soft / The red-breast whistles from a garden-croft; / And gathering swallows twitter in the skies» (Keats, 1820/2009: 132-134).

[26] Rainer María Rilke, «Otoño», El libro de las imágenes (1902-1906), trad. esp. de Maxi Pauser y Jesús G. Maestro. Rilke fecha este poema en París, el 11 de setiembre de 1902: «Herbst. Die Blätter fallen, fallen wie von weit, / als welkten in den Himmeln ferne Gärten; / sie fallen mit verneinender Gebärde. // Und in den Nächten fällt die schwere Erde / aus allen Sternen in die Einsamkeit. // Wir alle fallen. Diese Hand da fällt. / Und sieh dir andre an: es ist in allen. // Und doch ist Einer, welcher dieses Fallen / unendlich sanft in seinen Händen hält» (Das Buch der Bilder, 1902-1906).

[27] Ajeno a todo lo humano, Maldoror se identifica inhumanamente con los agelastos, con los que no ríen: «Yo no sé reír. Nunca pude reír, aunque a veces intenté hacerlo. Es muy difícil aprender a reír. O, mejor, creo que un sentimiento de repugnancia ante tal monstruosidad es un rasgo esencial de mi carácter» (IV, 219).

[28] De naturaleza maligna o maldita, y en clara relación intertextual con la serie de poemas de Baudelaire titulados Spleen, término del que Ducasse hace derivar el anglicismo «esplínico».

[29] Esta imagen de Dios como una hiperbestia, como un «animal divino», fiero y monstruoso, es recurrente en Ducasse —«el Todopoderoso se me aparece revestido con sus instrumentos de tortura, en toda la resplandeciente aureola de su horror» (III, 188)—, y está muy presente en las tesis de Bueno (1985) sobre el origen de la religión: si un dios puede percibirse como un numen vivo y envolvente —sostiene Bueno—, con capacidad de interacción sobre los seres humanos, es porque zoológicamente puede también percibirse como una suerte de animal terrible, como un súper-animal, diríamos, más que como un súper-hombre. Por esta razón una filosofía materialista de la religión considera que los seres humanos crearon a los dioses a imagen y semejanza de los animales (Bueno, 1985: 170).

[30] Apud Serrat Crespo (Lautréamont, 1869/1998: 11).

[31] Ibid., 17.

[32] Ibid., 56.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Sensibilidad ilustrada y racionalismo romántico: Shelley, Novalis, Foscolo, Keats, Lautréamont», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 4.14), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


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