VI, 14.39 - ¿Es la Ifigenia en Áulide de Eurípides una falsa tragedia? La hermenéutica no sirve para interpretar la literatura


Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





¿Es la Ifigenia en Áulide de Eurípides una falsa tragedia?

La hermenéutica no sirve para interpretar la literatura



Referencia 
VI, 14.39


Una persona me ha hecho por escrito la siguiente pregunta, que procedo a responder: «Acabo de leer Ifigenia en Áulide y me pregunto si reúne las condiciones para ser tenida por una tragedia. Si atendemos al criterio de que los eventos sean «imprevistos e irreversibles» no parecen darse, al menos por lo que se refiera al segundo de ellos».

Esta pregunta es enormemente importante, no tanto por la respuesta, en sí misma muy simple, ni siquiera por la explicación, que se resuelve al disponer de una Teoría de la Literatura sobre la que fundamentar una idea de tragedia, es decir, al operar con una ciencia de la literatura que permita vertebrar sistemáticamente una filosofía de la literatura, sino que es una pregunta decisiva porque exige, de una vez por todas, justificar un procedimiento acaso definitivo para este tipo de preguntas y formulaciones sobre la ontología de la literatura y sus cuestiones esenciales.

Me explicaré paso a paso, y daré 3 respuestas: la primera, a la pregunta en sí; la segunda, a la explicación en la que se fundamenta mi primera respuesta; y la tercera, a la justificación que, en cierto modo, invalida en el futuro preguntas de esta naturaleza.

 

 

Primera respuesta:
Ifigenia en Áulide de Eurípides no es una tragedia

A la pregunta de si una obra teatral como Ifigenia en Áulide de Eurípides es una tragedia hay que responder negativamente, es decir, hay que responder diciendo que no, que no lo es. Ifigenia en Áulide de Eurípides no es una tragedia. Y no lo es porque una tragedia no es lo que se objetiva formalmente ni tiene lugar funcionalmente en esta obra dramática del último de los tres grandes tragediógrafos griegos. Podemos hablar de tragedia para referirnos a esta obra en un sentido lexicográfico (el que recogen los diccionarios de las lenguas naturales), conversacional (para mantener un diálogo con un interlocutor, en un ascensor, o en la barra de un bar, por ejemplo), o incluso historiográfico, aunque en este último caso desde un umbral muy bajo por lo que se refiere al cumplimiento de unas mínimas exigencias de rigor y de interpretación crítica.

Sin embargo, no podemos calificar de tragedia a la Ifigenia en Áulide de Eurípides desde la perspectiva de una Teoría de la Literatura en la que la tragedia comprende la objetivación de una serie de términos, relaciones y operaciones que no se dan ontológicamente en la esencia de la obra, y que no se ejecutan normativamente conforme a un concepto definido y sistemático de tragedia.

Con todo, para poder decir que sí o que no justificadamente, es necesario disponer de un sistema científico de interpretación literaria dentro del cual el concepto de tragedia pueda analizarse de forma objetiva, y, a partir de él, explicarse de forma crítica y dialéctica. Dicho de otro modo, es necesario ostentar una Teoría de la Literatura para ejercer, a posteriori, una crítica de la literatura. Sin ciencia, no hay filosofía.

¿Cuál es la Teoría de la Literatura desde la que exponemos y justificamos el concepto de tragedia? Esta Teoría de la Literatura se expone en la Crítica de la razón literaria, y el concepto de tragedia, desde el que negamos que Ifigenia en Áulide de Eurípides sea en efecto una obra trágica, porque en realidad es un drama y no una tragedia, se basa en la siguiente definición, que explicamos en la segunda de nuestras respuestas.

 

 

Segunda respuesta:
Definición de tragedia
 

He aquí la definición de tragedia que se sostiene en la Crítica de la razón literaria, y que tomamos de referencia para analizar Ifigenia en Áulide de Eurípides: una tragedia es una catástrofe de antecedentes imprevisibles y de consecuencias irreversibles. Primigeniamente, la tragedia alcanzaba proyecciones y pretensiones heroicas, se desarrollaba en el seno de una familia ―las relaciones consanguíneas estaban incluso por encima de las relaciones de alianza― y sus protagonistas eran exclusivamente nobles, porque se consideraba que solamente la aristocracia podía inspirar un respeto y una admiración en la experiencia del sufrimiento de los que las clases bajas y serviles ―los plebeyos― carecían.

El curso de la Historia humana impuso en la literatura transformaciones decisivas, de modo que la tragedia desposeyó a nobles y monarcas de su protagonismo exclusivo, e integró en la peripecia y metabolé a seres humildes y plebeyos ―el primero que hizo esto fue Cervantes con su Numancia―; desterró a los dioses del control del destino humano, de modo que se reemplazó a la metafísica por la Historia ―también fue Cervantes quien dio este paso decisivo―; y finalmente el heroísmo se disipó para incluir incluso como hecho trágico acciones humanas salpicadas y subsumidas en episodios totalmente antiheroicos, como los que pueden protagonizar en el teatro ―un teatro francamente degenerado, todo hay que decirlo― Vladimir y Astragón en una tragedia como Acto sin palabras de Samuel Beckett. La precipitación de la tragedia por el desagüe de una fábula antiheroica, melodramática y progresivamente más absurda discurrió por los caminos de las literaturas francesa, alemana e inglesa, respectivamente, con figuras clave como Jean Racine, Georg Büchner y Samuel Beckett.

En Ifigenia en Áulide de Eurípides, los antecedentes son previsibles y las consecuencias resultan totalmente revertidas: en primer lugar, porque el problema de que no haya viento capaz en empujar a la flota de la confederación helena hacia Troya se soluciona ejecutando y oficiando el sacrificio de Ifigenia a Artemisa, y, en segundo lugar, porque, inesperadamente, al modo de diosa ex machina, la divinidad reemplaza a la joven hija de Agamenón por un cérvido. En consecuencia, ¿dónde está la tragedia? ¿En el sacrificio de un Cervus elaphus en el altar de Artemisa? Los contemporáneos de Eurípides no eran animalistas. Entonces no era posible hablar de tragedia respecto al sacrificio de un cuadrúpedo. Otra cosa será lo que ocurra cuando los animalistas construyan su propia teoría de la literatura (con minúsculas ―pero con toda seriedad y respeto― asistiremos a la primera teoría literaria animalista).

Ifigenia en Áulide de Eurípides no es una tragedia, sino un drama. Es, en suma, una pieza teatral que disuelve en nuevos formatos más de una de las primigenias esencias de la tragedia griega. Es algo completamente normal en la lógica de los géneros literarios en su evolución histórica y sistemática.

Por otra parte, el sacrificio no cristaliza fácilmente en la experiencia trágica. No es soluble en ella. Deja grumos: un poso incongruente y disconforme con lo imprevisible y un desenlace incompatible con lo irreversible. De hecho, en la Ifigenia en Áulide de Eurípides, el sacrificio revierte a su protagonista y, ante tal previsión de los hechos, Agamenón trata de sustraerse a ellos, desde formas de comportamiento inauditamente engañosas, antiheroicas e indignas ―en su época― de un caudillo militar.

El resultado es que la obra de Eurípides desemboca en un final feliz, e Ifigenia vive una suerte de viaje sobrenatural que tiene a Táuride como destino. Naturalmente, sobrevive al sacrificio. No hay tragedia, sino drama.

El motivo del sacrificio de Ifigenia no consta en la literatura homérica, ni en Ilíada ni en Odisea. Hesíodo lo menciona en su Catálogo de mujeres, pero no desde una tonalidad trágica. El sacrificio ―que además en este caso nunca tiene lugar― jamás se asocia a la tragedia de nadie, sino a la salvación de todos. La muerte misma de Cristo no es trágica, sino salvífica. Para un cristiano la tragedia es inconcebible, porque es reversible, más precisamente, es el paso hacia una forma superior y paradisíaca de vida: la inmortalidad en la gracia de Dios. Por esta razón no cabe hablar de tragedia cristiana, ni de calificar, en un sentido estricto, de teatro trágico a la mayor parte del teatro calderoniano, que, lejos de ser un repertorio trágico, es un despliegue de obras dramáticas de fe ―como El príncipe constante― o de honor ―como El alcalde de Zalamea―.

Parece que Esquilo y Sófocles dedicaron atención a la figura de Ifigenia, pero en tragedias de las que, en el mejor de los casos, sólo se conservan fragmentos. Las exégesis más autorizadas apuntan a fuentes chipriotas como genesíacas del mito sacrificial de Ifigenia. No sabemos, por el momento, mucho más. Nevio latiniza una Ifigenia para el teatro de su tiempo, Erasmo hace una traducción del mito en 1524 y un superferolítico Schiller traduce románticamente al alemán ―suponemos que con algún que otro desmayo emocional incluido, disculpable en su tiempo― alguna de las más célebres versiones. Goethe, más sobrio en sus formas de exhibir el deliquio ilustrado y romántico, escribió, como sabemos, una versión teatral de Ifigenia entre los táuridos. Era una forma romántica de jugar a los trágicos. Una forma de jugar sin consecuencias. El terreno lo había allanado ya, muy artificiosamente, la afectada literatura francesa del siglo XVII, de Rotrou a Racine, pasando por Leclerc y Coras, todos ellos embriones del melodrama dieciochesco, que hará del teatro europeo una fábrica de cursilerías normativas y de Kitsch totalmente uniformes.

Hasta aquí la respuesta, en dos partes, a lo esencial de la pregunta. Pero nos queda algo decisivo: impugnar el procedimiento de preguntas de esta naturaleza, debido a la necesidad de advertir algo crucial al respecto. Por ello es necesario una tercera respuesta.

 


Tercera respuesta:
No se puede responder a una pregunta desde una hermenéutica

Hace muchos años, cuando yo era joven, en un congreso internacional de muy sesudos y sabios cervantistas, tras una de mis intervenciones como ponente sobre el episodio de la Cueva de Montesinos, se suscitó un tronado debate sobre esta cuestión, al preguntarme uno de estos acuciosos pontífices de Cervantes si lo que ocurría en el interior de esa caverna literariomanchega era literatura fantástica o no. La explicación a tal interrogante había sido precisamente el tema nuclear de mi exposición, pero… el venerable cervantista dormitaba su siesta ansioso de saberes al despertar.

El caso es que se montó un debate fenomenal, un auténtico festival de declaraciones orales, muy anteriores a Facebook en el tiempo, pero igual de inteligentes y juiciosas de tan profundas que eran. Estamos hablando de cervantistas, lo cual exige el máximo respeto. Unos decían que sí, que era literatura fantástica. Otros decían que no, que no era literatura fantástica. El congreso terminó, al cabo de unos días. Pero la monodia, no.

A los dos años, se celebró otro congreso cervantino, y de nuevo alguien hablo de la aventura de la cueva de Montesinos, y de nuevo alguien preguntó si lo que allí ocurría era literatura fantástica o no era literatura fantástica. De nuevo se montó un nuevo debate, igualmente fenomenal e insólito. Un auténtico festival de declaraciones orales, muy anteriores a Facebook en el tiempo, pero igual de inteligentes y juiciosas, de tan profundas que eran. La única originalidad fue que al nuevo debate se incorporaron nuevos caras (sic). Y no sólo nuevas caras.

Pasaron los años, y dejé de ir a congresos cervantinos, porque todos eran iguales. Los congresos y las caras. Pero, por las informaciones de que dispongo, y por los artículos que me remiten para evaluar desde revistas académicas de cuyo comité científico no formo parte ―porque no me da la gana (y de hecho no los evalúo, porque no me da la gana)― (me los envían a evaluar a mí porque los miembros oficiales de esos comités científicos sólo están en ellos para figurar, y no para trabajar), por las informaciones de que dispongo ―digo― siguen los enjutos cervantistas de hoy discutiendo, con énfasis cenceño, no menos venusto ni senil que antaño, si lo que ocurre en la Cueva de Montesinos es literatura fantástica o no es literatura fantástica. Hay personas sabias por las que no pasa el tiempo, ni por su cuerpo ni por su cerebro.

Digo todo esto porque ningún problema, ni literario ni médico, ni astronáutico ni informático, se resuelve, sin más, aplicando una plantilla, una preceptiva, un código o una receta. La realidad siempre desborda nuestras posibilidades de aprehenderla. La realidad no cabe en un código, y aún menos en un código inmutable.

Cuando se usa un sistema, del tipo que sea ―literario, filosófico, biológico, informático, lingüístico, matemático, aeronáutico o químico, etc.―, cuando se usa un sistema ―insisto― como una hermenéutica, es decir, como una plantilla explicativa, pasamos de interpretar la realidad a verificarla. Verbalizamos la realidad, formalizamos la realidad, la teorizamos, de tal modo que, si algo falla, la culpa la tiene la realidad, porque usamos el sistema como si éste fuera inmutable en cada una de sus aplicaciones. Algo así es de un idealismo absoluto y galopante. Es de un idealismo intolerable. Se utiliza un sistema como si no fuera necesario modificarlo en cada operación. Un médico no puede actuar así, pero un teórico de la literatura, un filósofo, con frecuencia siempre actúan así, desde el momento en que se confían a un sistema que se resisten o se niegan a desarrollar en contextos metodológicos heterodoxos, esto es, en contextos metodológicos nuevos, no previstos inicialmente o vírgenes desde el punto de vista de todas las premisas iniciales.

Ocurre además, que cuando se actúa con la pretensión de suprimir las operaciones humanas ―algo a lo que son más dados los filósofos que los científicos (estos últimos porque saben que es imposible de facto)―, en lugar de suprimir las operaciones suprimimos la realidad. Porque las operaciones humanas, la presencia del sujeto operatorio humano, como la esperanza en la vida, es lo último que se pierde, no sólo en la realidad, sino también en la investigación científica.

Hay que asumir un hecho radical: no hay ciencia sin sujeto operatorio humano. Al ser humano no lo puede suprimir nada ni nadie, porque entonces habremos derogado la realidad y habremos proclamado, fatuamente y sin saberlo, una suerte de nihilismo absoluto.

Los sistemas científicos e interpretativos son operaciones en constante movimiento e interacción con la realidad. No se puede nunca formalizar de ningún modo definitivamente estable una materia. Siempre hay excepciones, porque siempre hay transformaciones: en literatura y en meteorología, en lingüística y en informática, en música y en ginecología, en Teoría de la Literatura y en filosofía.

La pretensión de prescindir de un sujeto operatorio es una ilusión, una ficción, un objetivo imposible. Entre otras cosas, porque neutralizar absolutamente al sujeto operatorio es una afirmación irreversible de nihilismo. No se puede suprimir el criterio en virtud del cual se alcanza una objetividad. Y el criterio es el sujeto humano. Un criterio es la objetivación de un yo que no se disuelve al objetivarse. Si suprimimos el sujeto operatorio, no es posible ni el manejo de una calculadora. No hablemos de una operación de corazón abierto o de una trepanación craneal. La supresión del sujeto es la instauración del nihilismo, es decir, el triunfo de aquello que precisamente queremos evitar y derrotar.

Del mismo modo, y hay que insistir en ello, cuando reducimos un sistema de operaciones a una hermenéutica de interpretaciones pasamos de explicar la realidad a verificarla. A verificarla en nombre de la preservación de un sistema, al que, cegados, llegamos incluso a anteponer a la propia realidad. Dicho de otro modo: sustituimos el conocimiento por la enmienda, es decir, subrogamos la interpretación de la realidad por la pretensión de corregir a quien operatoriamente proporciona esa interpretación de la realidad. ¿Y en nombre de qué? Pues en nombre de un sistema que ha quedado reducido y fosilizado a una hermenéutica, a una escolástica, a una preceptiva, o a algo mucho peor: a un dogma. Porque lo que necesita enmiendas no es la realidad, sino el sistema. El sostenello y no enmendallo es la sepultura de muchos sistemas de pensamiento.

Éste es el camino mortal que ha conducido y conduce siempre a la degeneración de cualquier sistema de conocimiento. Téngase en cuenta uno de los ejemplos históricos más poderosos: cuando la Poética de Aristóteles se redescubre en los albores del Renacimiento italiano, no resurge como poética, sino como preceptiva, es decir, no como un sistema de conceptos literarios, sino como un código normativo de obligatorio cumplimiento destinado tanto a la construcción como a la interpretación de los materiales literarios. Lo que era un sistema de conocimiento se convierte en una hermenéutica imperativa, fuera de la cual ni existe la literatura ni las posibilidades de creación o de interpretación literarias. La poética aristotélica fue el primer y gran sistema de conocimiento literario que quedó reducido, por los discípulos extemporáneos de Aristóteles, a un sistema de normas de obligado cumplimiento. Este sistema de normas no sólo resultó totalmente ignorado y arrasado por la creación literaria moderna, sino que su labor fue por completo inútil. En ella se atrincheraron los peores escritores de cada época.

En consecuencia, la literatura optó por sobrevivir y desarrollarse al margen de la Poética de Aristóteles y ―sobre todo― al margen de la preceptiva de los aristotélicos. No era posible entonces ser aristotélico sin ser preceptista. No era posible entonces hacer literatura fuera la norma aristotélica, fuera de la escolástica aristotélica, fuera del dogma aristotélico.

Y entonces ocurrió lo que tenía que ocurrir. Y fue que la literatura española desarrolló su originalidad en contra de la preceptiva aristotélica. Una literatura que con Cervantes y Lope de Vega a la cabeza ―he aquí la verdadera hendíadis, que debe sustituir a la anglicana y falaz pareja «Cervantes y Shakespeare»―, desplegó dos géneros literarios inéditos y cruciales: la novela moderna, con el Quijote, y la comedia nueva, con todo un Arte nuevo de hacer comedias.

La Teoría de la Literatura no vale más que la literatura, del mismo modo que la filosofía no vale más que la realidad. La literatura sobrevive a todas las interpretaciones que la Teoría de la Literatura y la crítica de la literatura vierten sobre ella, del mismo modo que la realidad sobrevive a todas las interpretaciones que las múltiples filosofías, desde la más absurda hasta la más potente y magistral, vierten sobre ella. La literatura no conoce la obsolescencia. No tiene fecha de caducidad. La Teoría de la Literatura, sí. La filosofía que hoy nos seduce será mañana un relato de ficción en manos de nuestros descendientes. Preservar un sistema exige desarrollarlo gnoseológicamente, no fosilizarlo hermenéuticamente.

El hermeneuta está más interesado en preservar el sistema que en conocer la realidad. De hecho, el hermeneuta se relaciona más con el gremio de sus colegas que con la realidad de la que su sistema forma parte. El genio, literario o científico, construye, opera, transforma el sistema en consonancia con las exigencias de la realidad. El hermeneuta, por su parte, se repite una y otra vez preservando el sistema frente a las nuevas realidades. El hermeneuta es el enemigo del filósofo, como el teórico de la literatura es el enemigo de la literatura, del mismo modo que el cervantista es el enemigo de Cervantes.

La pregunta no es si Ifigenia en Áulide de Eurípides es o no es una tragedia. Y subrayo que ésta no es la pregunta que me hace mi atento interlocutor. Esa pregunta ―que aquí censuramos, y que no es la que nos han hecho― exige una hermenéutica. No nos interesa. Que disputen al respecto los cervantistas que siguen preguntándose si lo que ocurre dentro de la Cueva de Montesinos es o no es literatura fantástica. Éstos son debates para ergotistas, ociosos impotentes disfrazados de inteligentes oportunistas. La pregunta solvente es qué es una tragedia. Y esta última pregunta exige, además de la Ifigenia en Áulide de Eurípides, toda una literatura, que no podemos ignorar, y toda una Teoría de la Literatura, que hemos de construir a partir de la literatura conocida y ―lo que es mucho más importante― a partir también de las tragedias humanas, y nada literarias, igualmente conocidas. Porque nada de cuanto forma parte de la literatura puede interpretarse solventemente al margen de la realidad, ni de espaldas a un sistema de pensamiento sobre ella construido.






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