V, 5.1 - El narrador del Quijote y el género literario. Esencia o canon

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





El narrador del Quijote y el género literario. Esencia o canon


Referencia V, 5.1

 

¿De qué manera ha de ser la verdad para que os agrade? 

Francisco de Quevedo, Sueños (1627/1984: 211).

 

 

Sin narrador, no hay narración. Por esta razón puede afirmarse sin reservas que el narrador constituye por antonomasia la parte determinante o intensional de toda obra narrativa, es decir, su esencia o canon. El narrador es, pues, la figura literaria esencial o canónica de la novela como género literario.

La Crítica de la razón literaria define el narrador como aquel personaje que cuenta la historia y formaliza el discurso. Simultáneamente, el narrador es, por antonomasia, una parte determinante o intensional, es decir, canónica o esencial, de todo discurso narrativo. No hay narración sin narrador. En consecuencia, el narrador habrá de definirse conceptualmente por relación a tres dimensiones fundamentales, al objetivar 1) los hechos materiales de una historia, 2) los hechos formales de su discurso, y 3) los hechos determinantes que intensionalizan la transmisión social de historia y discurso. El narrador es, pues, un sujeto operatorio que mantiene una triple relación con los referentes que cuenta o narra, las formas lingüísticas (y no lingüísticas) que usa para expresarse, y el espacio semiológico en el que se ejecuta y determina su transmisión para el público o destinatario. Referencia, lenguaje y receptor son los tres ámbitos en los que opera todo narrador, los cuales remiten a tres tipos de competencias inmediatas, relativas al conocimiento (competencia cognoscitiva), la comunicación (competencia semiológica) y la interpretación como mediación ante el receptor (competencia transductora). Todas estas cualidades, profundamente potenciadas y disimuladas, están presentes en el Quijote como obra literaria perteneciente al género de la novela, dentro del cual el narrador es parte determinante o intensional.

A continuación, voy a interpretar el concepto de narrador tal como se objetiva en el Quijote, distinguiendo dos dimensiones o facetas principales. En primer lugar, me referiré al complejo sistema retórico de autores ficticios, en el que están implicados el «primer autor» de la historia, al que compete la autoría de los capítulos 1-8 de la primera parte; un morisco aljamiado, que carece de nombre propio, y que actúa como traductor (y transductor) de un manuscrito árabe encontrado por el narrador en el Alcaná de Toledo; Cide Hamete Benengeli, paródico personaje de los cronistas propios de los libros de caballerías[1], a quien se atribuye la autoría en lengua árabe del texto del Quijote; y el autor, compilador y editor del texto completo, quien se nos presenta de facto, y por sí mismo, como el narrador de la historia de don Quijote de la Mancha. En segundo lugar, interpretaré el papel del narrador de esta novela como el de un cínico y un fingidor, que, al igual que en el Persiles (Maestro, 2003, 2004), y más allá de la infidencia que le atribuye Avalle-Arce (2006), es un farsante lúdico y crítico de primera categoría.


 

5.1.1. El narrador del Quijote y el sistema retórico de los autores ficticios

El discurso del Quijote revela una obra literaria que se presenta in fieri al pensamiento del lector, no sólo por el tratamiento extensivo y procesual de los diferentes elementos sintácticos (tiempo, espacio, personajes y funciones), sino muy principalmente por la naturaleza discontinua y polifónica de su disposición compositiva, y por el estatuto retórico y funcional que en ella adquiere el personaje narrador, heterodiegético (no participa en la historia que cuenta —con la excepción de la compra que hace del manuscrito de la novela en el Alcaná de Toledo—, aunque con frecuencia habla desde la primera persona) y extradiegético (se sitúa en la estratificación discursiva más elevada y englobante), creado por Miguel de Cervantes en la ficción literaria, sobre la que actúa de forma directa e inmediata, como sujeto de la enunciación.

Con frecuencia se ha hablado del Quijote como de una novela mucho más afín al mundo del Barroco y del Manierismo que a la poética del Renacimiento, cuyos modelos de regularidad y simetría formales remitían incesantemente a un concepto estable y delimitado del cosmos artístico. Tales concepciones serán, sin embargo, profundamente discutidas en algunas de las obras literarias más representativas del siglo XVII, cuya forma abierta y quebrada desplaza la exigencia de los rigores constructivos, y transmite ideas de intensa inestabilidad y fuerte complejidad dialéctica, en medio de acciones sensacionales tras las que permanecen inquietudes humanas desde las cuales el hombre pretende explicarse el enfrentamiento, indudablemente dramático, entre la imposibilidad de controlar el mundo exterior (social, político, religioso…), las exigencias de la lógica del pensamiento propio, y las posibilidades individuales de la imaginación artística.

La poética literaria desde la que se escribe el Quijote sugiere, como algo más tarde exigirán las posiciones epistemológicas de corte idealista y racionalista, que nada de lo que es visible y palpable representa la realidad verdadera y esencial, de modo que el mundo exterior, perceptible por los sentidos, es un universo de imágenes fragmentadas y discontinuas, cuya unidad no se resuelve en sí misma, como hasta entonces se había pensado (Aristóteles), ni en la conciencia del sujeto, como se admitirá a partir de Descartes (1637, 1639), y especialmente desde el idealismo alemán (Fichte, 1794), sino que permanece, como tal, sin resolver: el Hombre del Barroco percibe la realidad y la constitución de su mundo exterior de forma completamente fragmentada, discontinua, inestable, discreta, fallada..., en un momento en el que todavía no ha tomado conciencia de las posibilidades de su pensamiento subjetivo, ni de sus facultades creativas frente a los cánones de la poética mimética.

El ser humano no encuentra entonces, ni en el objeto exterior ni en su propio pensamiento, la unidad que, antes hallada en la naturaleza, le permitía obrar y discurrir con seguridad. Es indudable que las obras del Barroco han de reflejar en su disposición y su inventiva esta expresión fragmentada y discreta que registra la mirada del hombre en su proyección hacia el mundo exterior[2]. A continuación, trataré de demostrar que es precisamente este concepto de disgregación, y esta imagen de manifestación discrecional o discontinua de la realidad, lo que permite y exige a Miguel de Cervantes la articulación, asimismo discreta y segmentada, del sistema narrativo en el que se formaliza el Quijote como materia literaria.

Un análisis de los procesos comunicativos del Quijote revela la conveniencia de distinguir al menos tres entidades enunciativas básicas: 1) la que representa Miguel de Cervantes, como autor real y exterior al relato; 2) la que constituye el narrador del Quijote, de cuya identidad y estatuto como personaje hablaré inmediatamente; y 3) el sistema retórico de autores ficticios, formado por a) el autor anónimo de los ocho primeros capítulos de la primera parte, b) Cide Hamete Benengeli, c) el morisco aljamiado, igualmente anónimo, que traduce al español los manuscritos árabes hallados por el narrador, y d) los académicos de Argamasilla, autores de los poemas donados al narrador por «un antiguo médico que tenía en su poder una caja de plomo, que, según él dijo, se había hallado en los cimientos derribados de una antigua ermita que se renovaba; en la cual caja se habían hallado unos pergaminos escritos con letras góticas, pero en versos castellanos, que contenían muchas de sus hazañas y daban noticia de la hermosura de Dulcinea del Toboso, de la figura de Rocinante, de la fidelidad de Sancho Panza y de la sepultura del mesmo don Quijote, con diferentes epitafios y elogios de su vida y costumbres» (I, 52). Cada una de estas entidades locutivas o figuras retóricas se sitúa en una estratificación discursiva del Quijote, en cuya órbita transita, constituyendo una galaxia de enunciaciones en las que se dispone formal y recursivamente la fábula del relato.

La crítica moderna más autorizada[3] estima que la presencia en el Quijote de los autores ficticios (Cide Hamete, el traductor morisco, el autor primero, etc.), los cuales forman parte de un sistema autorial meramente retórico y estilístico gobernado por el narrador, voz anónima que organiza, prologa, edita el texto completo, y rige el sistema discursivo que engloba recursivamente el enunciado de los autores ficticios, obedece a una parodia de los cronistas o historiadores fabulosos que solían citarse en las novelas de caballerías[4]. Su estatuto no es el de narradores propiamente dichos, pues no narran nada: son citados, entrecomillados, o mencionados en un discurso indirecto o sumario diegético.

Cide Hamete, el morisco aljamiado, los poetas de Argamasilla..., constituyen versiones ficticias o textuales que manipula el autor real —Cervantes—, bajo el discurso de su narrador, en el mundo verbalizado, fabuloso y estructural de la novela, pues sólo Cervantes es responsable último del acto de escribir, y por lo tanto del acto enunciativo de narrar desde dentro de la inmanencia discursiva lo que acontece a cada uno de los protagonistas, actividad que hace corresponder a los personajes, bien con nombre propio (Dulcinea, Cide Hamete, Sansón Carrasco...), bien con un nombre común que funcione como propio (el cura, el barbero, la duquesa...), bien desde una suerte de heteronimia y polionomasia (Quijana, Quesada, Quejada, Quijano…), bien incluso desde la anonimia, en la cual se sitúa privilegiadamente el propio narrador del Quijote. Quien existe, que es quien escribe la novela empíricamente (Cervantes), no se presenta nunca como responsable inmanente de la organización del discurso (narrador-editor anónimo), y menos aún como narrador directo de lo que en él se contiene (don Quijote en la cueva de Montesinos, por ejemplo).

Las múltiples instancias que sustantivan y articulan el sistema retórico de los autores ficticios no son sino entidades virtuales, es decir, personajes, que, si bien carentes de la funcionalidad o dimensión actancial propia de los demás personajes, lo que con frecuencia les ha valido la denominación de «personajes fantasma», son ante todo expresión de la manifestación discreta o discontinua que el autor real, Cervantes, comunica y proyecta en su propio discurso. Se trata, en suma, de una visión calidoscópica del narrador en su propia novela, de una expansión polifónica y discrecional del autor real y su voz narrativa en una disposición discursiva de múltiples estratificaciones locutivas, desde las que se refleja icónicamente la visión fragmentada que del mundo exterior se objetiva en la novela cervantina.

El prólogo de la primera parte del Quijote constituye un discurso de naturaleza completamente ficticia, por su disposición formal (está escrito en forma dialógica, lo que permite al lector un enfoque próximo de los hechos y una relación más eficaz con la realidad literaria, al mismo tiempo que lo distancia del autor real), por el contenido no verificable de la historia que comunica (una anécdota en la que el prologuista aparece en compañía de un amigo que le auxilia en su labor de encabezar la obra, al darle algunos consejos sobre la redacción del exordio, que se ejecutan inmediatamente), y por la presentación de su responsabilidad autorial, que es la del narrador del Quijote, ya que este prólogo no está firmado por Miguel de Cervantes (quien sólo suscribe la dedicatoria al Duque de Béjar, tras la cual comienza el discurso de ficción propiamente dicho, a diferencia de lo que sucede en la segunda parte, en la que Cervantes interviene en el «prólogo al lector» —que precede la dedicatoria al Conde de Lemos— como persona real que niega la autoridad de Avellaneda sobre don Quijote).

El prólogo del Quijote de 1605 forma parte de la ficción literaria del conjunto de la obra, y presenta al lector real la figura del personaje narrador, del que se sabrá, a lo largo de la lectura (I, 8-9), que desempeña, naturalmente dentro del mundo de ficción ideado por Cervantes, además de prologuista, las funciones de lector, compilador y editor del Quijote, amén de la «supervisión» que hace de su traducción del árabe al español. Paralelamente, el narrador presenta, desde el prólogo de la primera parte, tres de las características esenciales que definen su estatuto narrativo en el discurso de la novela: el uso ocasional de la primera persona (yo), su condición heterodiegética (al no intervenir en la historia que cuenta) y su posición extradiegética (se sitúa en la más alta estratificación enunciativa del discurso literario al que pertenece como personaje)[5].

Sin embargo, sucede con frecuencia que Cervantes se introduce convencionalmente en su propio discurso, y se presenta en él como cree conveniente, cual si se tratara de un personaje más de la novela, lo que confiere al relato una irónica expresión de verosimilitud y de ludismo crítico. Miguel de Cervantes se distancia, mediante el artificio de los autores ficticios, del narrador y su responsabilidad en el discurso, merced a la disgregación y fragmentación de la concepción unitaria del autor, y paralelamente se aproxima e identifica con el conjunto de personajes y ficciones del relato que él mismo propone. Así sucede durante el escrutinio:


—La Galatea de Miguel de Cervantes —dijo el barbero.

—Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buena invención: propone algo, y no concluye nada; es menester esperar la segunda parte que promete: quizá con la emienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega; y entre tanto que esto se ve, tenedle recluso en vuestra posada, señor compadre (I, 6).


En la narración autodiegética de la historia del cautivo se reitera una nueva alusión al autor del Quijote, en la que el propio Cervantes proporciona notas intensivas sobre sí mismo. Persiste ahí el recurso por parte del autor real de aproximarse a los personajes y distanciarse del narrador, disgregándolo y fragmentándolo en predicados y unidades discretas: «Sólo libró bien con él un soldado español llamado tal de Saavedra, el cual, con haber hecho cosas que quedarán en la memoria de aquellas gentes por muchos años, y todas por alcanzar libertad, jamás le dio palo, ni se lo mandó dar, ni le dijo mala palabra; y por la menor cosa de muchas que hizo temíamos todos que había de ser empalado, y así lo temió él más de una vez; y si no fuera porque el tiempo no da lugar, yo dijera ahora algo de lo que este soldado hizo, que fuera parte para entreteneros y admiraros harto mejor que con el cuento de mi historia» (I, 40). Igualmente, cuando el ventero entrega al cura unos papeles hallados en el aforro de la maleta en que se encontraba la Novela del curioso impertinente, y que llevaban por título Novela de Rinconete y Cortadillo (1613), Cervantes escribe: «El cura se lo agradeció y, abriéndolos luego, vio que al principio de lo escrito decía: Novela de Rinconete y Cortadillo, por donde entendió ser alguna novela y coligió que, pues la del Curioso impertinente había sido buena, que también lo sería aquella, pues podría ser fuesen todas de un mesmo autor; y, así, la guardó, con prosupuesto de leerla cuando tuviese comodidad» (I, 47).

Cervantes lleva el concepto de ironía hasta regiones completamente inéditas para su época, al introducirlo como forma de lectura de los procedimientos narrativos del Quijote, e interpretarlo como exigencia que rompe la ilusión de objetividad de la obra literaria, mediante la intervención del autor real en la novela, o la aparición del espectador como un personaje más en el escenario del drama[6]. La ironía cervantina expresa en este sentido la superación dialéctica de los límites físicos que se oponen al espíritu humano, brota de la conciencia del carácter antinómico del mundo exterior, y constituye una actitud de superación por parte del yo de las incesantes contradicciones de la realidad y del perpetuo conflicto entre lo absoluto y lo relativo.

Hasta la lectura de los capítulos 8 y 9 de la primera parte del Quijote el lector no conoce con claridad los procedimientos narrativos que dispone Cervantes acerca de las fuentes escritas de la historia y los procesos elocutivos del discurso.

Se habla en estos capítulos (I, 8-9) de dos autores. La mayor parte de los editores del Quijote advierten que «al segundo autor se le suele identificar con Cervantes, puesto que introduce, en el capítulo que sigue, a Cide Hamete Benengeli como primero» (Allen, 1981: 141). Desde mi punto de vista, la primera de estas entidades locutivas sólo puede corresponder a un Autor Primero, anónimo, que no es Cide Hamete Benengeli (porque el texto no los identifica como iguales), y cuyo relato no ha sido ni escrito en árabe ni traducido por nadie (adviértase que el manuscrito árabe encontrado comienza en lo que el narrador hace corresponder con el capítulo 9 de la novela). Paralelamente, identifico al Autor Segundo con ese lector curioso del Quijote, que no es otro sino el narrador, lector de los capítulos 1-8, y editor de la totalidad de los materiales textuales, puesto que además de cumplir funciones de compilador e investigador de la historia del hidalgo manchego, organiza los dos manuscritos: A) Autor Primero: caps. 1-8, y B) la crónica en árabe de Cide Hamete, que encarga traducir en Toledo a un morisco aljamiado: capítulos 9 y siguientes; dispone el texto tal como lo conocemos y leemos, y narra con sus propias palabras el contenido de los textos precedentes (traducciones y manuscritos recogidos), de modo que constituye un nuevo discurso bajo sus propias modalidades lingüísticas y desde su propia competencia verbal, lógica y cognoscitiva, que edita y prologa como texto y versión definitivos.

El narrador del Quijote es un fingidor. Ha sido lector de las fuentes de la historia que narra, y finalmente se convierte en discreto editor del texto que conocemos.


Pero está el daño de todo esto que en este punto y término deja pendiente el autor desta historia esta batalla, disculpándose que no halló más escrito destas hazañas de don Quijote, de las que deja referidas. Bien es verdad que el segundo autor desta obra no quiso creer que tan curiosa historia estuviese entregada a las leyes del olvido, ni que hubiesen sido tan poco curiosos los ingenios de la Mancha, que no tuviesen en sus archivos o en sus escritorios algunos papeles que deste famoso caballero tratasen; y así, con esta imaginación, no se desesperó de hallar el fin desta apacible historia, el cual, siéndole el cielo favorable, le halló del modo que se contará en la segunda parte (I, 8).


Estas palabras son las últimas que corresponden a los contenidos de la historia de don Quijote relatados por el Autor Primero, los capítulos 1-8, a propósito de los cuales el texto no señala intervención alguna de Cide Hamete, quien aparece a partir del capítulo 9, y en quien se identifica la «fuente histórica» de los contenidos relatados desde este capítulo hasta el final de la segunda parte de la novela, traducidos del árabe al español, citados ocasionalmente de forma literal, o introducidos en estilo sumario diegético (Maestro, 1992) en el discurso del narrador, responsable inmanente de la organización global del texto de don Quijote tal como lo leemos.

Al lector le es necesario concluir íntegramente el Quijote de 1605 para delimitar con precisión la estructura pragmática de su discurso, y disponer de modo sincrónico y sistemático sus diferentes instancias y procesos locutivos, esto es, el sistema retórico de autores ficticios tras el cual se oculta el narrador de la novela.


 

1. Autor real: Miguel de Cervantes.  
 
2. Autor ficticio textualizado de forma discreta o discontinua en: 
 
a) Autor primero: anónimo (caps. 1-8).
b) Cronista: Cide Hamete Benengeli (cap. 9 en adelante).
c) Traductor: morisco aljamiado.
d) Poetas: Académicos de Argamasilla.
e) Narrador: voz textual anónima que organiza, prologa y edita el texto completo. 
 
3. Lector ficticio textualizado de forma discreta y sincrética en: 
 
a) Lector del texto del autor primero.
b) Lector de la crónica.
c) Lector de la traducción.
d) Lector de los poemas de los Académicos de Argamasilla.
e) Narratario. 
 
4. Lector real: cualquiera de nosotros.


 

Desde el punto de vista que aquí sostengo, la noción de «autor implícito», concepto propuesto en 1961 por Booth con objeto de identificar en la inmanencia textual de las obras de ficción un responsable distinto del autor real al que atribuir el contenido de los enunciados verbales, resulta superflua por retórica, y desaconsejable por confusa. De hecho, he criticado profusamente este concepto, al igual que el de «lector implícito» (Iser, 1972) desde la realidad de los materiales literarios, al considerar que se trata de una figura retórica, y no de una figura gnoseológica. Es, pues, un referente de la Historia de la teoría literaria de factura psicológica, concretamente de la fenomenología de la estética de la recepción alemana, y como tal referente requiere siempre ser explicado, antes que ser utilizado como un instrumento explicativo de hechos literarios. Por eso en lugar de hablar retóricamente de «autor implícito», algo que de hecho sólo existe como epifenómeno en la mente de determinados lectores, hablo de autor ficticio, que es lo que real y verdaderamente se sustantiva en una pluralidad de entidades retóricas, de naturaleza textual y ficta, constituidas de forma discreta o discontinua, a lo largo del discurso del Quijote, como expresión de un proceso de expansión polifónica sobre el que se construye retóricamente el sistema narrativo de la novela, y desde el que se refleja icónicamente la visión fragmentada que del mundo exterior posee el hombre del siglo XVII. La realidad es demasiado compleja y fugitiva como para que una sola persona, o un sólo narrador, un único punto de vista, pueda comprenderla y darnos definitiva cuenta de ella.

A su vez, cada una de estas entidades locutivas, que constituye una manifestación textual, polifónica y discreta del autor ficticio, o narrador, del Quijote, puede estudiarse semióticamente como unidad de sentido, en tanto que personaje que forma parte de la semiología del relato, y que es susceptible del siguiente análisis: 1) nombre propio (o nombre común que funcione como propio); 2) etiqueta semántica: predicados y notas intensivas; 3) funcionalidad y dimensión actancial; 4) relaciones y transformaciones del personaje en el relato; 5) intertexto literario y contexto social; y 6) transducción del personaje literario.


 

A) El «Autor primero» del Quijote

Una lectura atenta del Quijote revela que la «autoría» de los ocho primeros capítulos de la primera parte no corresponde al mismo personaje que se presenta a partir del capítulo 9 como responsable de la escritura del manuscrito original arábigo (Cide Hamete), que comprendería los capítulos 9-52 de la primera parte y la segunda parte completa.

El personaje que actúa como narrador y editor de las diferentes fuentes y manuscritos que constituyen la historia de don Quijote advierte al final del capítulo 8, a propósito de la brusca interrupción del encuentro entre los hidalgos castellano y vasco, que «está el daño de todo esto que en este punto y término deja pendiente el autor desta historia esta batalla, disculpándose que no halló más escrito destas hazañas de don Quijote, de las que deja referidas», y añade, refiriéndose a sí mismo: «Bien es verdad que el segundo autor desta obra no quiso creer que tan curiosa historia estuviese entregada a las leyes del olvido, ni que hubiesen sido tan poco curiosos los ingenios de la Mancha, que no tuviesen en sus archivos o en sus escritorios algunos papeles que deste famoso caballero tratasen» (I, 8). Al comienzo del capítulo siguiente, insiste de nuevo en que «en aquel punto tan dudoso paró y quedó destroncada tan sabrosa historia, sin que nos diese noticia su autor dónde se podría hallar lo que della faltaba» (I, 9). Difícilmente el lector hallará en el Quijote notas intensivas más precisas acerca de este recurso estilístico, denominado convencionalmente «autor primero» por la crítica cervantina, que los aquí ofrecidos por el narrador-editor de la historia.

Este personaje, en quien se identifica la fuente —que no el discurso, el cual corresponde al narrador— del contenido relatado en los ocho primeros capítulos, es una de las presencias textuales más fantasmagóricas del Quijote, dado que, si bien existe como personaje que forma parte de la historia (recibe notas intensivas y predicados semánticos por parte del narrador-editor, quien recoge y compila sus fuentes y manuscritos; funcionalmente desempeña la labor de ser el primero de los «autores» o «sabios» en recopilar las aventuras de don Quijote...), no es menos cierto que carece de nombre propio en la novela, lo que ha dificultado enormemente su identidad por parte de la crítica cervantina, de quien ha recibido la común denominación de «autor primero»; apenas experimenta transformaciones en el relato, ya que no vuelve a mencionarse desde el capítulo 9 de la primera parte; no se sitúa, fuera del Quijote, en ningún otro intertexto literario o contexto social, y no ha sido objeto de transducciones literarias por parte de la interpretación crítica, que apenas le ha prestado atención, al contrario que Cide Hamete, al que se ha identificado con frecuencia con el narrador del Quijote, y del que se ha incluso discutido y negado su estatuto como personaje.

El autor primero de la historia de don Quijote es responsable del relato contenido en las fuentes manuscritas manejadas por el narrador-editor en la narración de los ocho primeros capítulos de la primera parte, y constituye, desde el ámbito de los procesos elocutivos del discurso, la primera instancia o expresión discreta del sistema retórico de autores ficticios en que se objetiva formalmente la pragmática del Quijote.



B) Cide Hamete Benengeli

Cide Hamete Benengeli se presenta por el narrador-editor del Quijote, en el capítulo 9 de la primera parte, como el autor de un manuscrito arábigo que es traducción española de un morisco aljamiado, y que comprende la historia de don Quijote desde el hiato de la aventura del vizcaíno en adelante. El resultado de la traducción del texto de Hamete se edita por el narrador del Quijote, quien se comporta como «segundo autor» y editor de la obra. Cide Hamete es, como el resto de los autores ficticios, sólo un recurso estilístico, un personaje que sirve al diseño retórico del sistema narrativo; situado en una estratificación discursiva distinta a la de los personajes funcionales de la historia, actancialmente no significa nada, y, responsable con frecuencia de un discurso citado y entrecomillado por el narrador, en estilo indirecto, referido o sumario diegético, no posee un estatuto narrativo en el discurso del Quijote, sino una función retórica de profundas consecuencias en el conjunto del relato.


1. El personaje y sus intervenciones. Cide Hamete Benengeli es ante todo un personaje y una serie de intervenciones citadas casi siempre de forma sumaria, indirecta y referida, en el discurso del Quijote por su narrador-editor (también ocasionalmente por algunos personajes), quien entrecomilla e introduce sus palabras en la disposición e inventiva de su propio relato, y las manipula y modaliza como cree conveniente ante la competencia del lector. Cide Hamete Benengeli nunca habla directamente al lector. Jamás aparece sin mediación del narrador-editor.

En unos casos, a Cide Hamete se le cita de forma textual, literal, entrecomillada, desempeñando sólo formalmente el papel de quien cuenta o narra, con un valor metadiscursivo, de naturaleza protética y redundante, añadida al curso de la historia que protagonizan los personajes actuantes, y que ha sido previamente descrita por el narrador; en otros casos, sin embargo, su palabra se presenta en discurso sumario diegético (Maestro, 1992), especialmente en la segunda parte, donde, una vez definida su función retórica, este personaje evoluciona hasta convertirse en un motivo estilístico recurrente: «Cuenta el sabio Cide Hamete Benengeli que así como don Quijote se despidió de sus huéspedes y de todos los que se hallaron al entierro del pastor Grisóstomo, él y su escudero se entraron por el mesmo bosque donde vieron que se había entrado la pastora Marcela» (I, 15)[7].

El estilo de Cide Hamete está en la línea de los autores ficticios de las novelas de caballerías, es hiperbólico, enfático e inverosímil, como lo es el personaje mismo, mientras que la voz del narrador-editor representa el contrapunto de discreción, cordura y verosimilitud. Cervantes delega la verosimilitud del universo discursivo en la figura del narrador, expresión polifónica sobre la que se construye y progresa el sistema narrativo de su novela, salvaguardándose así de los posibles excesos del relato, al situar sus fuentes en autores anónimos y dispersos, de los cuales Cide Hamete representa la entidad más estable e inverosímil. El narrador-editor se burla de don Quijote, transcribe los títulos de los capítulos, y en su estilo es intensamente irónico, lúdico y crítico, con los personajes; a Cide Hamete, sin embargo, se atribuyen presentaciones elevadas y enfáticas, como si los protagonistas fueran auténticos héroes, y así lo demuestran los escasos fragmentos que transcribe literalmente el narrador: «Y es de saber que llegando a este paso el autor de esta verdadera historia exclama y dice: “¡Oh fuerte y sobre todo encarecimiento animoso don Quijote de la Mancha, espejo donde se pueden mirar todos los valientes del mundo, segundo y nuevo don Manuel de León, que fue gloria y honra de los españoles caballeros! ¿Con qué palabras contaré esta tan espantosa hazaña, o con qué razones la haré creíble a los siglos venideros, o qué alabanzas habrá que no te convengan y cuadren, aunque sean hipérboles sobre todos los hipérboles?”» (II, 17).

A propósito de Cide Hamete como personaje literario, El Saffar (1968/1984: 289 y 297) escribió que «el supuesto autor del Quijote es un personaje importante de su propia novela; él habla, y los demás hablan de él, como acontece con los otros personajes [...]. Cide Hamete se constituye no en copista impersonal de la historia de otro, sino en personaje interesante por sí mismo. El lector lo ve como personaje y no sólo a través de sus comentarios». Conviene advertir en este punto que el lector real no accede nunca al texto original (arábigo) atribuido a Cide Hamete, ya que su discurso es siempre citado, mencionado, entrecomillado o resumido, de modo que, en la obra de ficción, resulta de dos revisiones o transducciones: la del morisco aljamiado y la del narrador-editor. Ante todo, Cide Hamete complica, fragmenta, multiplica, disgrega..., siempre de forma ficticia, la unidad autorial que representa Cervantes, quien a su vez resulta progresivamente desplazado en su propia obra, a través de estratificaciones discursivas discretas y concéntricas. 

Cide Hamete ocupa en el sistema retórico de autores ficticios del Quijote una estratificación discursiva jerárquicamente idéntica a la del anónimo «autor primero», si bien desde el punto de vista de su estatuto como personaje literario presenta una complejidad mucho más amplia, dada la naturaleza y variedad de notas intensivas que recibe, la funcionalidad que adquiere en el conjunto del relato (delegado textual de intenciones autoriales, ironía, distanciamiento...), las evoluciones que experimenta en el transcurso de la historia, la recurrencia del intertexto literario —es figura que procede de los libros de caballerías, como cronista de las aventuras del caballero andante— y de las transducciones interpretativas a las que la crítica cervantina le ha sometido.


2. La etiqueta semántica. Como personaje literario del Quijote, Cide Hamete Benengeli posee un nombre propio, que asegura la unidad de las referencias lingüísticas que se dicen sobre él, y una etiqueta semántica, constituida por el conjunto de notas intensivas y predicados semánticos que, manifestados de forma discreta a lo largo del discurso, proceden del narrador y de los restantes personajes del Quijote, pero nunca del propio Cide Hamete, que jamás habla por sí mismo.

Las notas intensivas más recurrentes sobre Cide Hamete proceden inicialmente del narrador-editor, e insisten en presentarlo como «autor arábigo y manchego» (I, 22) y como cronista o «historiador muy curioso y muy puntual en todas las cosas, y échase bien de ver, pues las que quedan referidas, con ser tan mínimas y tan rateras, no las quiso pasar en silencio» (I, 16), de modo que resulta situado en el intertexto literario de los «autores ficticios», sabios y encantadores, habituales en las novelas de caballerías[8]. Las notas intensivas que sobre Cide Hamete proceden de los personajes de la historia son posteriores a los predicados semánticos del narrador, y no se manifiestan propiamente hasta el capítulo 2 de la segunda parte, pues hasta entonces don Quijote no toma conciencia de la identidad del sabio historiador a quien está encomendada la crónica de su historia.


[…] y dice que me mientan a mí en ella con mi mesmo nombre de Sancho Panza, y a la señora Dulcinea del Toboso, con otras cosas que pasamos nosotros a solas, que me hice cruces de espantado cómo las pudo saber el historiador que las escribió.

—Yo te aseguro, Sancho —dijo don Quijote—, que debe de ser algún sabio encantador el autor de nuestra historia, que a los tales no se les encubre nada de lo que quieren escribir.

—¡Y cómo —dijo Sancho— si era sabio y encantador, pues, según dice el bachiller Sansón Carrasco, que así se llama el que dicho tengo, que el autor de la historia se llama Cide Hamete Berenjena!

—Ese nombre es de moro —respondió don Quijote.

—Así será —respondió Sancho—, porque por la mayor parte he oído decir que los moros son amigos de berenjenas.

—Tú debes, Sancho —dijo don Quijote—, errarte en el sobrenombre de ese Cide, que en arábigo quiere decir ‘señor’ (II, 2).


El capítulo 3 de la segunda parte es uno de los más completos respecto a la configuración de la etiqueta semántica de Cide Hamete Benengeli. Este capítulo puede leerse como un irónico metadiscurso de Cervantes sobre el Quijote de 1605. Los personajes sirven de portavoces del autor, quien actúa sobre las opiniones e impresiones que en el público ha causado la primera parte de la novela. Los datos más sobresalientes que se desprenden del diálogo entre don Quijote, Sancho y el bachiller Sansón, revelan que el hidalgo atiende ante todo a la veracidad de la narración, porque «desconsolóle pensar que su autor era moro, según aquel nombre de Cide, y de los moros no se podía esperar verdad alguna, porque todos son embelecadores, falsarios y quimeristas». Cervantes parece sugerir con intervenciones de este tipo la naturaleza fantasmagórica y fugitiva, meramente virtual y a todas luces inverosímil, de este recurso literario: «La existencia de Cide Hamete —escribió Riley (1962/1971: 323)— es una especie de burla, y tan afortunada que se perdona casi siempre su evidente despropósito. Es el único ejemplo de total inverosimilitud en el libro». La fortuna del artificio procede de las amplísimas posibilidades polifónicas y pragmáticas que adquiere en el discurso del Quijote.

Por su parte, Sansón Carrasco parece actuar como portavoz, bien de Cervantes, bien de posibles lectores reales del Quijote de 1605, informando del número y lugar de las ediciones de la primera parte, de su historiador y traductor, del tratamiento que en ella han recibido los personajes, y de algunos de los comentarios habituales que el público del momento solía hacerse tras su lectura.

Los comentarios de Cervantes sobre el juicio de algunos de sus contemporáneos sobre las historias intercaladas en la primera parte suelen entenderse como una ironía hacia ellos, y parece que no puede ser de otro modo a juzgar por el personaje que los enuncia, el socarrón e infidente Sansón Carrasco[9]. Cervantes opina, por boca de esta bufonesca figura, sobre la edición de 1605, y sitúa la acción de la segunda parte por referencia al mundo ficcional y universo discursivo de la segunda. Este capítulo, junto el 8 y el 9 de la primera parte, debe estimarse como un discurso metanarrativo, pues desde ellos se define la posición del narrador de la novela, y su establecimiento en la estratificación discursiva más amplia y externa del relato, en la que opera como narrador heterodiegético y extradiegético.


3. Funcionalidad, transformaciones en el discurso y relaciones con los restantes personajes. He indicado que Cide Hamete Benengeli constituye como personaje literario uno de los segmentos discretos o discontinuos del sistema retórico de autores ficticios, y que se sitúa en una estratificación discursiva diferente de la que ocupan los personajes operatorios, los que verdaderamente actúan en el mundo ficcional de la novela. Así, desde un punto de vista funcional, Cide Hamete se caracteriza por el cumplimiento de una motivación estilística y retórica, nunca secuencial ni actancial, en la que pueden advertirse fines concretos. El personaje Cide Hamete Benengeli actúa como recurso literario desde los límites que le impone el nivel discursivo en que se encuentra, y se caracteriza, desde esta perspectiva, por las relaciones verticales y centrípetas que mantiene formalmente con el estrato discursivo en el que se encuentran los personajes actantes, y por las relaciones igualmente verticales, pero centrífugas esta vez, que establece con el narrador-editor del Quijote, quien se sitúa en un nivel discursivo exterior y englobante al de Cide Hamete.

Una de las funciones más recurrentes de este supuesto cronista arábigo del Quijote, en sus relaciones con el narrador, consiste en ser presentado o citado como depositario y responsable de la narración de aquellos episodios más discutiblemente verosímiles, como sucede, por ejemplo, en las aventuras de la cueva de Montesinos, el mono adivino de maese Pedro, la cabeza encantada de don Antonio Moreno[10], o el diálogo tan «decoroso» que mantiene al comienzo de la segunda parte Sancho Panza con su mujer, donde el narrador transcribe las citas literales más amplias de Cide Hamete, y Cervantes intensifica su distancia respecto al relato de acontecimientos supuestamente inverosímiles.


Llegando el autor desta grande historia a contar lo que en este capítulo cuenta, dice que quisiera pasarle en silencio, temeroso de que no había de ser creído, porque las locuras de don Quijote llegaron aquí al término y raya de las mayores que pueden imaginarse, y aun pasaron dos tiros de ballesta más allá de las mayores. Finalmente, aunque con este miedo y recelo, las escribió de la misma manera que él las hizo, sin añadir ni quitar a la historia un átomo de la verdad, sin dársele nada por objeciones que podían ponerle de mentiroso; y tuvo razón, porque la verdad adelgaza y no quiebra, y siempre anda sobre la mentira, como el aceite sobre el agua (II, 10).


Otro de los rasgos que matizan la relación de Cide Hamete con el narrador-editor del Quijote, en cuyo discurso se envuelve y comunica el del autor arábigo, es el de la ironía. Con frecuencia, Cide Hamete y su discurso se citan en momentos esencialmente cómicos de la acción narrativa, a propósito de nimiedades singulares, lo que confiere una indudable expresión irónica a este personaje arábigo, cuyo nombre no puede estar más en consonancia con este tipo de situaciones. Basta recordar, entre otras, la escena en la que doña Rodríguez acude al aposento de don Quijote para pedirle ayuda contra el villano del duque que ha mancillado la honra de su hija, y ambos se besan mutuamente las manos: el narrador advierte que «aquí hace Cide Hamete un paréntesis y dice que por Mahoma que diera por ver ir a los dos así asidos y trabados desde la puerta al lecho la mejor almalafa de dos que tenía» (II, 48)[11].

Cide Hamete Benengeli aparece con frecuencia asociado por el narrador a los momentos más cómicos y risibles de la historia de don Quijote, lo que convierte al cronista arábigo en uno de los personajes más burlados de la novela, y más sobresalientemente pasivos de ella, ya que Hamete no actúa en ningún momento como agente de nada: jamás habla directamente, ya que sus palabras se citan y manipulan por el narrador de la forma, irónica con frecuencia, que él estima más conveniente; por otro lado, en su relación con los personajes actanciales, se configura como una personalidad distante y misteriosa, indudablemente fantasmagórica y legendaria, de cuya autoridad y trabajo se discute y desconfía, pues «su autor era moro, según aquel nombre de Cide, y de los moros no se podía esperar verdad alguna, porque todos son embelecadores, falsarios y quimeristas» (II, 3). Cide Hamete es un personaje construido por los restantes personajes del Quijote «para» aderezo y uso del narrador-editor, quien potencia imaginariamente su posición en la obra, y cuyo mérito principal procede de haber permitido a Cervantes la construcción de una falla decisiva en el conjunto de las estratificaciones discursivas del relato, al conferir cierta unidad a la expansión polifónica que genera su mera presencia virtual, ilusoria y retórica, en el sistema narrativo.

Otra de las funciones que Cervantes hace recaer sobre Cide Hamete es la de deslegitimar la autoridad de Avellaneda sobre don Quijote, lo que constituye una transformación de las relaciones de Hamete respecto al narrador, ya que como es lógico este cometido del cronista árabe no estaba previsto inicialmente. De nuevo, son los personajes principales cervantinos los que convierten a Cide Hamete en el «auténtico» cronista de la verdadera historia de don Quijote:


—Créanme vuesas mercedes —dijo Sancho— que el Sancho y el don Quijote desa historia deben de ser otros que los que andan en aquella que compuso Cide Hamete Benengeli, que somos nosotros: mi amo, valiente, discreto y enamorado, y yo, simple gracioso, y no comedor ni borracho.

—Yo así lo creo —dijo don Juan—, y, si fuera posible, se había de mandar que ninguno fuera osado a tratar de las cosas del gran don Quijote, si no fuese Cide Hamete, su primer autor, bien así como mandó Alejandro que ninguno fuese osado a retratarle sino Apeles.

—Retráteme el que quisiere —dijo don Quijote—, pero no me maltrate, que muchas veces suele caerse la paciencia cuando la cargan de injurias (II, 59).


El mismo comportamiento de «agente», frente a la pasividad del moro, que se esgrime como una especie de símbolo totémico, ante el Quijote de Avellaneda, caracteriza al narrador-editor respecto a la presentación de Hamete como el único cronista verdadero de las hazañas de don Quijote, si bien con los habituales ribetes de ironía que matizan sus relaciones (narrador / cronista arábigo), bien diferentes de las que le profesan los personajes actanciales (don Quijote, Sancho, Sansón / Cide Hamete): «Bien sea venido a nuestra ciudad el espejo, el farol, la estrella y el norte de toda la caballería andante, donde más largamente se contiene; bien sea venido, digo, el valeroso don Quijote de la Mancha: no el falso, no el ficticio, no el apócrifo que en falsas historias estos días nos han mostrado, sino el verdadero, el legal y el fiel que nos describió Cide Hamete Benengeli, flor de los historiadores» (II, 61)[12]. Cervantes, a través del narrador-editor, pone en boca de Cide Hamete Benengeli sus propios pensamientos a propósito del falso Quijote, y cierra la narración del suyo en la forma que conocemos.


Y el prudentísimo Cide Hamete dijo a su pluma: «Aquí quedarás colgada desta espetera y deste hilo de alambre, ni sé si bien cortada o mal tajada péñola mía, adonde vivirás luengos siglos, si presuntuosos y malandrines historiadores no te descuelgan para profanarte. Pero antes que a ti lleguen, les puedes advertir y decirles en el mejor modo que pudieres:

 
—¡Tate, tate, folloncicos!
De ninguno sea tocada,
porque esta empresa, buen rey,
para mí estaba guardada.

Para mí sola nació don Quijote, y yo para él: él supo obrar y yo escribir, sólos los dos somos para en uno, a despecho y pesar del escritor fingido y tordesillesco que se atrevió o se ha de atrever a escribir con pluma de avestruz grosera y mal deliñada las hazañas de mi valeroso caballero, porque no es carga de sus hombros, ni asunto de su resfriado ingenio» (II, 74).



4. El intertexto literario. Riley (1962), al tratar de explicar la complejidad del sistema narrativo del Quijote desde el punto de vista de la teoría literaria conocida por Cervantes, describe el recurso de los autores ficticios y advierte que con Cide Hamete Benengeli Cervantes no se limita a parodiar un gastado artificio de la literatura caballeresca, como en efecto sí ocurre con el sabio Alisolán, que aparece en el Quijote de Avellaneda, sino que «el efecto que consigue es aumentar la ya notable profundidad del libro», al hacer del moro «un personaje deliberadamente absurdo», que, «como autor ficticio, consigue, en relación a los presentes en la literatura caballeresca, una dimensión inesperada», y unas posibilidades extraordinariamente enriquecedoras desde el punto de vista pragmático y polifónico de la novela[13].

Es, pues, indudable que la construcción del personaje Cide Hamete, al margen de las condiciones esenciales que adquiere en el Quijote cervantino, se inscribe en una tradición e intertexto literario propios de la literatura de caballerías. Como advierte el mismo Riley (1962/1971: 318), pese a que las ventajas que supone el relatar los acontecimientos a través de otra persona sí habían sido señaladas por los tratadistas[14], algunos de los cuales sí habían sido leídos por Cervantes, «es sumamente improbable que el recurso al autor ficticio pueda ser en Cervantes resultado de sus lecturas sobre teoría literaria».


5. Las transducciones de Cide Hamete. He insistido con anterioridad en que la mayor parte de los estudios tradicionales sobre el papel del narrador en el Quijote atribuyen con frecuencia a los autores ficticios una función narrativa, e identifican finalmente a Cide Hamete con el narrador del Quijote, lo que constituye una auténtica transducción, es decir, una interpretación que transforma esencialmente el sentido comunicado por el texto. Algunas de estas transducciones han sido formuladas por autores que gozaron de cierto prestigio en un momento dado, y en muchos casos han sido motivadas por la excesiva complejidad narrativa que manifiesta la novela cervantina, con sus frecuentes y alternantes denominaciones —nulas en algún caso— de los autores ficticios, creados por el narrador y los propios personajes de la historia. Así, por ejemplo, es el propio narrador-editor del Quijote, al calificar a Cide Hamete de «autor primero», en el capítulo 40 de la segunda parte, quien provoca una inmediata confusión entre la identidad de los autores de los capítulos 1-8 («autor primero» anónimo) y 9 y siguientes (Cide Hamete): «Real y verdaderamente, todos los que gustan de semejantes historias como esta deben de mostrarse agradecidos a Cide Hamete, su autor primero, por la curiosidad que tuvo en contarnos las semínimas della, sin dejar cosa, por menuda que fuese, que no la sacase a luz distintamente» (II, 40).

Riley, a propósito de los autores ficticios, afirmaba en 1962 que «Cide Hamete es, con mucho, el más importante de todos ellos», y añadía que «es narrador, intermediario y, por derecho propio y a su manera, uno de los personajes», para concluir en que «no debemos ocuparnos de él como narrador» (320). Con todo, Riley se equivocaba al afirmar que Cide Hamete es narrador. No es cierto. Ya se ha dicho que no narra nada. No tiene voz propia. Es un instrumento retórico del narrador, quien lo cita cuando quiere y le cede la palabra, mediante citas textuales o discursos referidos e indirectos, con frecuencia para ridiculizarlo. La ambigüedad respecto al problema del sistema narrativo del Quijote no siempre ha sido debidamente clarificada desde la «moderna» narratología, desde la que se sigue errando el tiro al apuntar a la naturaleza pragmática de la novela cervantina. Es un hecho que el problema de los narradores del Quijote constituye uno de los aspectos más exigentes de la interpretación de esta novela, lo que explica acaso que con demasiada frecuencia se hayan propuesto lecturas que el propio texto rechaza: «Además de estos dos autores ficticios [Cide Hamete y el morisco aljamiado] cuya personalidad es más o menos conocida, se cita un primer, un segundo y hasta un tercer autor, aunque sólo los dos primeros aparecen citados en el texto de Cervantes» (Paz Gago, 1989: 44). El subrayado es mío, porque, en este punto, Paz Gago sí tiene razón.

Como han señalado diferentes estudiosos (Martínez Bonati, 1977a), el Quijote es un libro muy nutrido de —deliberadas, añado por mi cuenta— contradicciones lógicas, las cuales, antes de hacer de él una obra imperfecta, le confieren un estatuto de especial complejidad poética. Desde este punto de vista, el comienzo del capítulo 44 de la segunda parte, calificado de «galimatías» por la mayor parte de los editores (Clemencín comenta que «es una algarabía que no se entiende») no pone ninguna claridad en el problema de la pragmática del Quijote y sus procesos elocutivos. Es más, plantea una situación ya no inverosímil, sino lógicamente imposible: que Cide Hamete Benengeli leyera la traducción española del morisco aljamiado y mostrara su disconformidad ante este pasaje (II, 44).


Dicen que en el propio original desta historia se lee que llegando Cide Hamete a escribir este capítulo no le tradujo su intérprete como él le había escrito, que fue un modo de queja que tuvo el moro de sí mismo por haber tomado entre manos una historia tan seca y tan limitada como esta de don Quijote, por parecerle que siempre había de hablar dél y de Sancho, sin osar estenderse a otras digresiones y episodios más graves y más entretenidos (44, II).


Hago mías en este punto las palabras de Martínez Mata (2008: 32), quien escribe: «El lector, perplejo, se pregunta, al igual que Clemencín en 1833, cómo puede leerse en el propio original que el intérprete no ha traducido fielmente este capítulo, cuando, como es obvio, la traducción es posterior al original. La indefinición del origen de este comentario («Dicen») deshace cualquier expectativa de credibilidad, poniendo de relieve lo que tiene de broma irónica que echa por tierra la esperable veracidad del relato». Con todo, he de decir que en la tarde del 13 de noviembre de 1993, en un congreso cervantino celebrado en Castro del Río, Córdoba, ante la sorpresa y admiración de todos los asistentes, Michel Moner, a quien se le criticó una sobresaliente y objetiva falta de racionalismo en su intervención, afirmaba obstinadamente que, para él, la cita antemencionada era sin duda alguna del todo comprensible. Hasta el momento de escribir estas líneas, muchos años después, no me consta que Michel Moner haya dado alguna explicación solvente al respecto. Con todo, no habrá que perder la esperanza: del futuro del cervantismo nada está excluido.



C) El traductor del Quijote

Otro de los personajes del Quijote que forma parte del sistema retórico de autores ficticios es el morisco aljamiado, al que el narrador-editor de la novela encarga la traducción de los manuscritos arábigos que contienen los capítulos 9 y siguientes de la primera parte y los de la segunda parte completa, redactados anteriormente por Cide Hamete, y hallados en un manuscrito en el mercado del Alcaná de Toledo.

Ha escrito Riquer (1973: 273-292) que «su intervención no constituye más que un aspecto muy accidental del recurso paródico a los pseudoautores, traductores e intérpretes de lenguas clásicas». Sin embargo, esta presencia supuestamente «accidental» es decisiva en el Quijote, pues no estamos ante un mero personaje-fantasma, como Cide Hamete, sino ante el sujeto que sirve de intermediario, esto es, de traductor —y por supuesto de transductor—, entre al manuscrito árabe y su redacción española, tal como la conoce el lector. Desde el punto de vista de la expansión polifónica y la estratificación discursiva en que se desglosa el sistema retórico de autores ficticios del Quijote, el traductor morisco se sitúa en un nivel discursivo que envuelve al establecido por Cide Hamete, sobre cuya redacción y manuscritos actúa formal y empíricamente en los términos que declara el narrador-editor.

El traductor morisco, del que desconocemos su nombre, y sobre el cual el texto apenas proporciona notas intensivas que esclarezcan su identidad, no se limita meramente a traducir el manuscrito de Hamete, sino que incorpora esporádicamente anotaciones y juicios que el narrador menciona y cita cuidadosamente, de todo lo cual se desprende que lo escrito por un autor resulta discutido, enmendado o enmarañado, por el que ha proseguido su labor.


Llegando a escribir el traductor desta historia este quinto capítulo, dice que le tiene por apócrifo, porque en él habla Sancho Panza con otro estilo del que se podía prometer de su corto ingenio y dice cosas tan sutiles, que no tiene por posible que él las supiese, pero que no quiso dejar de traducirlo, por cumplir con lo que a su oficio debía; y, así, prosiguió diciendo (II, 5).


Múltiples autores, múltiples versiones, múltiples anotaciones, parecen disgregar la concepción unitaria y renacentista del «autor», así como postular la imposibilidad de identificar en los objetos de la realidad la unidad del mundo exterior, que resulta cada vez más complejo, mejor dinamizado y menos solidario. La siguiente intervención del narrador permite distinguir con precisión las diferentes manifestaciones discretas de los autores ficticios (que no «implícitos») en el discurso del Quijote (narrador-editor → traductor morisco → Cide Hamete), así como también revela que el morisco aljamiado no se limitó a traducir, sino a suprimir incluso, algunos de los fragmentos del manuscrito arábigo que estimaba prolijos, aburridos o, como este, «menudencias».


Aquí pinta el autor todas las circunstancias de la casa de don Diego, pintándonos en ellas lo que contiene una casa de un caballero labrador y rico; pero al traductor desta historia le pareció pasar estas y otras semejantes menudencias en silencio, porque no venían bien con el propósito principal de la historia, la cual más tiene su fuerza en la verdad que en las frías digresiones (II, 18).


El narrador-editor del Quijote se desentiende incluso de algunas de las citas de Cide Hamete, atribuyéndolas directamente al morisco aljamiado que traduce el texto manuscrito de la historia. En efecto, en el relato de don Quijote sobre la aventura de la cueva de Montesinos, Cervantes no responsabiliza a ninguna de las instancias narrativas en que se dispone discrecionalmente el sistema retórico autores ficticios, de modo que don Quijote es el único responsable de su discurso, como así lo subraya el traductor.


Dice el que tradujo esta grande historia del original de la que escribió su primer autor Cide Hamete Benengeli, que llegando al capítulo de la aventura de la cueva de Montesinos, en el margen dél estaban escritas de mano del mesmo Hamete estas mismas razones: «No me puedo dar a entender ni me puedo persuadir que al valeroso don Quijote le pasase puntualmente todo lo que en el antecedente capítulo queda escrito» (II, 24).


Es más, en el siguiente fragmento se aprecian tres de las instancias ficcionalmente narrativas: el narrador-editor, que comunica el párrafo al narratario; la palabra de Cide Hamete, que es citado por el narrador; y la intervención del morisco aljamiado, que, amén de traducir, incorpora una digresión acerca del modo empleado por Hamete al formular su juramento en pro de la veracidad del discurso que transmite:


Entra Cide Hamete, coronista desta grande historia, con estas palabras en este capítulo: «Juro como católico cristiano...». A lo que su traductor dice que el jurar Cide Hamete como católico cristiano, siendo él moro, como sin duda lo era, no quiso decir otra cosa sino que así como el católico cristiano, cuando jura, jura o debe jurar verdad y decirla en lo que dijere, así él la decía como si jurara como cristiano católico en lo que quería escribir de don Quijote, especialmente en decir quién era maese Pedro y quién el mono adivino que traía admirados todos aquellos pueblos con sus adivinanzas (II, 27).



D) Los poetas y académicos de Argamasilla

El texto de Cide Hamete, traducido, transcrito y citado por el narrador, no constituye el único testimonio ni la única contribución manuscrita al relato de don Quijote —aunque sí la más extensa y reiterada—, pues, además de la redacción de los capítulos 1-8 de la primera parte, correspondiente al anónimo «autor primero», los últimos párrafos del Quijote de 1605 advierten que en el interior de una caja de plomo[15], hallada en los cimientos de una antigua ermita, que un médico pone en manos del narrador-editor, se encuentran los epitafios y poemas con que este último cierra la primera parte del libro. La autoría de estos versos finales corresponde a los Académicos de Argamasilla, una más de las ficciones cervantinas «constructoras» del Quijote, y que podría considerarse como otra de las manifestaciones discretas del sistema retórico de autores ficticios.


Pero el autor desta historia, puesto que con curiosidad y diligencia ha buscado los hechos que don Quijote hizo en su tercera salida, no ha podido hallar noticia de ellas, a lo menos por escrituras auténticas: sólo la fama ha guardado, en las memorias de la Mancha, que don Quijote la tercera vez que salió de su casa fue a Zaragoza, donde se halló en unas famosas justas que en aquella ciudad se hicieron, y allí le pasaron cosas dignas de su valor y buen entendimiento. Ni de su fin y acabamiento pudo alcanzar cosa alguna, ni la alcanzara ni supiera si la buena suerte no le deparara un antiguo médico que tenía en su poder una caja de plomo, que, según él dijo, se había hallado en los cimientos derribados de una antigua ermita que se renovaba; en la cual caja se habían hallado unos pergaminos escritos con letras góticas, pero en versos castellanos, que contenían muchas de sus hazañas y daban noticia de la hermosura de Dulcinea del Toboso, de la figura de Rocinante, de la fidelidad de Sancho Panza y de la sepultura del mesmo don Quijote, con diferentes epitafios y elogios de su vida y costumbres (I, 52).


El discurso que constituyen para la historia de don Quijote los denominados Académicos de Argamasilla se sitúa horizontalmente en la misma estratificación discursiva que ocupan las intervenciones de Cide Hamete Benengeli y el traductor morisco, y representa, en coexistencia con ellas, una nueva expansión polifónica en el conjunto discursivo, y una manifestación discreta distinta en el sistema retórico de los autores ficticios; del mismo modo, los manuscritos de estos académicos se definen verticalmente por la relación de integración que adquieren en el discurso del narrador, quien los introduce en su propio mensaje y los modaliza como cree conveniente. Véase el esquema que reproducimos más adelante.



E) El narrador del Quijote

El estatuto que caracteriza al narrador del Quijote es doble, ya que no sólo pertenece como personaje al sistema retórico de autores ficticios, a los que construye intensionalmente (Cide Hamete), y con los que está en relación directa (morisco aljamiado), al introducir en su propio discurso las aportaciones manuscritas que aquellos le proporcionan, sino que es además el único de todos los autores ficticios que real y verdaderamente narra lo que acontece en el Quijote, como discurso que transcurre in fieri, y cuya escritura es simultánea al acto mismo de enunciación que registra la voz del narrador.

Forma parte del Quijote, pero no interviene en la historia que comunican los manuscritos que manda traducir, y cuya redacción dispone bajo sus propias modalidades y competencias. Organiza y compila debidamente las diferentes versiones y crónicas (autor primero, Cide Hamete, indicaciones del traductor, poemas de los académicos de Argamasilla...), y las edita como texto destinado a unos lectores reales, de carne y hueso, que no implícitos (Iser, 1972) o límbicos—, texto que en el mundo empírico está escrito y firmado por Miguel de Cervantes, como autor real.

Habitualmente, el narrador habla desde la tercera persona y no forma parte de la historia que cuenta (heterodiégesis), aunque a veces utilice la primera persona, especialmente para describir su implicación en el proceso de búsqueda y edición de los manuscritos (autodiégesis): «Estando yo un día en el Alcaná de Toledo, llegó un muchacho a vender unos cartapacios y papeles viejos a un sedero; y como yo soy aficionado a leer aunque sean los papeles rotos de las calles, llevado desta mi natural inclinación tomé un cartapacio de los que el muchacho vendía y vile con carácteres que conocí ser arábigos» (I, 9); se sitúa en el nivel más externo de las diferentes estratificaciones discursivas que constituyen las diversas instancias locutivas del Quijote (narrador extradiegético), ya que representa la instancia narrativa más elevada del sistema de las diferentes estratificaciones discursivas que dispone la novela: Cervantes ® [Narrador-editor → Autor primero (caps. 1-8) / Cide Hamete (caps. 9 y ss) (traductor morisco) → Personajes del Quijote que narran historias intercaladas → Lectores ficticios de cada uno de los niveles narrativos anteriores] → Lector real; y dentro de la ficción discursiva es el responsable último del discurso literario, de su universo referencial y de su sistema actancial y ficcional, así como de cada una de las metalepsis del texto, o incursiones del narrador en el texto principal o diégesis (discurso metadiegético [narrador] → discurso diegético [Autor primero y Cide Hamete → discurso hipodiegético [Personajes que narran historias intercaladas en la trama del Quijote]).

El narrador del Quijote no es sólo un recurso estilístico y retórico, como Cide Hamete y el traductor morisco, sino que, como todo narrador, es una creación específicamente autorial, en este caso, genuinamente cervantina: en su constitución no interviene ni uno sólo de los restantes personajes del Quijote, a los que él construye, matiza, dispone, agrupa, manipula; carece de nombre propio y de dimensión actancial, apenas presenta notas intensivas salvo las que él mismo proporciona sobre sí, no experimenta alteraciones sustanciales en sus relaciones con los demás personajes a lo largo del discurso, y se mantiene al margen de todo intertexto literario y contexto social, si exceptuamos el que Avalle Arce (2006) le adjudica, con acierto, en la historia de la narrativa española; es él, y no Cide Hamete, quien enuncia el título de cada uno de los capítulos, porque Cide Hamete sólo es citado en ellos, pasivamente —«De cosas que dice Benengeli que las sabrá quien le leyere, si las lee con atención» (II, 28)—, y porque el estilo del narrador, irónico hacia don Quijote y el cronista arábigo, es el dominante en casi todos los títulos, mientras que el discurso de Hamete es enfático, épico, pretendidamente heroico y siempre paródico; el narrador es, pues, un personaje más del Quijote, el único personaje que narra in fieri, porque su rol actancial consiste en organizar el relato desde el interior, hasta el punto de ser responsable único y último de la edición del propio relato que comunica, al declarar abiertamente todos sus compromisos e intereses en el acto de narrar la historia del ingenioso hidalgo. Es, en suma, el sujeto fundamental de la narración, cuyo discurso envuelve, dispone, formaliza y materializa todo cuanto existe en el Quijote.


 



En suma, al narrador-editor del Quijote corresponden en el texto de ficción las siguientes disposiciones:


1. La redacción del prólogo de la primera parte de la historia.

2. La organización de los contenidos narrados en los capítulos 1-8 de la primera parte, cuya fuente histórica es un narrador anónimo que en el texto se denomina autor primero.

3. La disposición formal de las fuentes y de los acontecimientos narrados desde el capítulo 9 hasta el final, cuya fuente histórica es Cide Hamete, labor que implica el hallazgo de los manuscritos y el encargo de su traducción al morisco aljamiado.

4. La adición de los epitafios con que concluye la primera parte, hallados en una caja de plomo, en los cimientos de una ermita en reconstrucción, y que le son entregados por un médico al narrador-editor.

5. Contraste, compilación y formalización de las diferentes fuentes, narración de los hechos y edición del texto tal como es destinado al narratario, implicado en el texto de ficción, y al lector real.


Los tres últimos párrafos del Quijote de 1605 deben leerse detenidamente. Allí se habla con frecuencia del «autor desta historia», y en ningún momento del cronista o historiador de ella, lo que hace pensar que la voz del que habla entonces, como en efecto sucede a lo largo de toda la narración, es la del narrador-editor del Quijote, y no la de Cide Hamete, siempre citado o entrecomillado. De ser cierta esta hipótesis, los fragmentos finales del Quijote proporcionan importantes notas intensivas acerca de la identidad del narrador-editor del discurso de ficción: se trataría de alguien que se presenta ante todo bajo la apariencia de un investigador, de un buscador de notas y fragmentos en archivos, bibliotecas y ferias manchegas, sobre la historia de don Quijote.


Pero el autor desta historia, puesto que con curiosidad y diligencia ha buscado los hechos que don Quijote hizo en su tercera salida, no ha podido hallar noticia de ellas, a lo menos por escrituras auténticas: sólo la fama ha guardado, en las memorias de la Mancha, que don Quijote la tercera vez que salió de su casa fue a Zaragoza, donde se halló en unas famosas justas que en aquella ciudad se hicieron, y allí le pasaron cosas dignas de su valor y buen entendimiento. Ni de su fin y acabamiento pudo alcanzar cosa alguna, ni la alcanzara ni supiera si la buena suerte no le deparara un antiguo médico que tenía en su poder una caja de plomo, que, según él dijo, se había hallado en los cimientos derribados de una antigua ermita que se renovaba; en la cual caja se habían hallado unos pergaminos escritos con letras góticas, pero en versos castellanos, que contenían muchas de sus hazañas y daban noticia de la hermosura de Dulcinea del Toboso, de la figura de Rocinante, de la fidelidad de Sancho Panza y de la sepultura del mesmo don Quijote, con diferentes epitafios y elogios de su vida y costumbres.

Y los que se pudieron leer y sacar en limpio fueron los que aquí pone el fidedigno autor desta nueva y jamás vista historia. El cual autor no pide a los que la leyeren, en premio del inmenso trabajo que le costó inquerir y buscar todos los archivos manchegos por sacarla a luz, sino que le den el mesmo crédito que suelen dar los discretos a los libros de caballerías, que tan validos andan en el mundo, que con esto se tendrá por bien pagado y satisfecho y se animará a sacar y buscar otras, si no tan verdaderas, a lo menos de tanta invención y pasatiempo (I, 52).



F) Los lectores, reales y ficticios, del Quijote

La teoría literaria de fines del siglo XX, y así se ha reflejado en sus acercamientos a la interpretación del Quijote, postula dos tipos fundamentales de lector, según se sitúe en el plano de la realidad o de la ficción. Como hecho literario perteneciente al mundo físico (M1), el Quijote constituye un objeto de conocimiento que afirma la existencia de un autor real, Miguel de Cervantes, y la presencia efectiva de un lector igualmente real, que puede ser cualquiera de nosotros, en simetría pragmática con aquél.

Sin embargo, determinadas corrientes interpretativas de naturaleza fenomenológica y psicológica, sobre todo las afines a la denominada estética de la recepción alemana (Jauss, 1967; Iser, 1972), sugieren que en toda obra narrativa de arte verbal es posible postular, al lado del lector real, la existencia textualmente demostrable de un «lector implícito», en simetría con el concepto de «autor implícito» que Booth mencionó por vez primera en 1964. W. Iser (1972), como otros seguidores y antecesores de la Escuela de Constanza, no han hecho más que dar resonancia a todas estas atribuciones propias de la fenomenología y el psicologismo de la estética de la recepción.

La Crítica de la razón literaria se distancia de todos estos postulados fenomenológicos, cuyo psicologismo niega enérgicamente. A quí se define conceptualmente la figura del lector literario como aquel ser humano o sujeto operatorio que interpreta las ideas objetivadas formalmente en los materiales literarios. Un «lector implícito» no puede interpretar ideas, porque un «lector implícito» es una figura retórica, y no una figura gnoseológica. Y mucho menos es un sujeto operatorio y efectivo. En consecuencia, se hablará de lector ficticio para designar los posibles lectores del Quijote en el mundo de la ficción narrativa, en el que se mueven los personajes de ficción, don Quijote, Sancho, Sansón Carrasco, el cura o el barbero; y se hablará de lector real —expresión de por sí redundante, pues el lector o es real o no es— para designar a aquellos lectores real y efectivamente existentes que, como sujetos que operan con el Quijote como material literario, interpretan las Ideas formalmente objetivadas no sólo en su textualidad, sino también en relación con el resto de los materiales literarios, como son el propio autor, otros lectores históricos y contemporáneos y, sobre todo, los críticos, intérpretes y transductores del Quijote.

Desde el punto de vista que aquí se sostiene, las nociones de autor y lector implícitos son figuras retóricas, términos abstractos, virtuales y ficticios, que, postulados psicológicamente por determinadas corrientes teórico-literarias de naturaleza fenomenológica, dan lugar a interpretaciones equívocas acerca de las posibilidades de recepción de un material literario. Es preferible, por razones gnoseológicas, hablar de lector ficticio, mejor que de «lector implícito»[16]. Desde el momento en que se apela al «lector amable» o «curioso lector», etc., esta categoría elocutiva, que se encuentra explícita o textualizada en el discurso, y no implícita, funciona como un recurso retórico de sentidos diversos, que van desde la calificación del autor al lector real, pasando por la captación de su benevolencia, hasta incluso su ridiculización o atribución crítica, como es el caso de calificar de «desocupado» al lector de una obra tan compleja en ideas como es el Quijote[17].

Es indudable que la crónica de Cide Hamete habría tenido sus lectores específicos, que según el texto son al menos el narrador del Quijote y el morisco aljamiado; y lo mismo sucedería con la traducción de este último y el texto definitivo que elabora el primero; también los manuscritos en que se recogen los poemas de los Académicos de Argamasilla han tenido sus propios lectores, antes de formar parte del Quijote, uno de los cuales hubo de ser el médico que los halló, antes de hacérselos llegar al narrador-editor, etc. Pero todos estos lectores son lectores ficticios, no «implícitos». ¿«Implícitos» en dónde? Al lado de la existencia empírica y efectiva del lector real, sólo es coherente y posible postular la existencia virtual, retórica y ficticia, de un lector igualmente ficto, dado en el Quijote de forma discreta y sincrética: discreta o discontinua como a) lector del texto del autor primero, b) lector de la crónica de Cide Hamete[18], c) lector de la traducción del morisco aljamiado, d) lector de los poemas de los Académicos de Argamasilla, y e) como narratario[19], otra figura retórica generada por el estructuralismo francés para buscarle al narrador un espejo formal en que mirarse, de modo tal que un narratario sería un lector del texto redactado por el narrador-editor del Quijote; y de forma sincrética, como conjunto de instancias que se resuelven virtualmente en la existencia lógica de ese narratario, o lector ficticio, propiamente dicho, del que las demás instancias no son sino expansiones discretas y locutivas en diferentes e integradoras estratificaciones discursivas[20], como he indicado en el esquema reproducido anteriormente.

 


5.1.2. El narrador del Quijote y el principio de discrecionalidad

Es indudable que el pensamiento humano se manifiesta de forma discontinua, y que sus posibilidades de conocimiento, comprensión y comunicación actúan de forma igualmente discreta. Ningún ser humano dice en un sólo discurso todo lo que sabe y pretende, del mismo modo que ninguna obra literaria u objeto artístico se agota en una sola lectura, aunque formalmente se objetive en una sola emisión, pues las formas adquieren siempre cierta estabilidad frente a la multiplicidad e indeterminación de los sentidos que comunican.

Todos los autores ficticios del Quijote son personajes, pero no narradores; y casi todos los personajes del relato son narradores de historias intercaladas, pero no envolventes (Cardenio, Luscinda, el cautivo...), aunque con frecuencia sí autobiográficas. Sin embargo, Cide Hamete, el personaje más pasivo —y si cabe más ficticio— de todo el Quijote, representa la disgregación de la perspectiva autorial única o monológica, al constituir, sólo formal o virtualmente, una de las manifestaciones discretas y polifónicas más dilatadas de las que conciernen a la autoría ficta de la novela.

La historia de don Quijote se presenta como producto de varios autores (Hamete, el morisco aljamiado...) —y de uno sólo (Cervantes)—, cuyas versiones, en un juego creciente de identidad y diferencia, no siempre convergen. La narración misma del relato promueve múltiples signos de discrecionalidad y disgregación, de diferencia en la identidad. El lector está ante un sistema narrativo determinantemente barroco.

La certidumbre de un texto unitario, eludida por el narrador-editor, es una mera ilusión, como también es una ilusión textual el sistema de autores ficticios, cuya naturaleza efectiva es exclusivamente retórica. Como ha señalado El Saffar (1989), el cronista de la historia es un moro, el traductor un morisco, los papeles aparecen rasgados y marginados..., las primeras palabras, destinadas a Dulcinea, la describen de forma zafia y grotesca; la circunstancia genética del manuscrito es social, racial y lingüísticamente de lo más heterogénea, y su unidad se discute desde todos los puntos de vista.

A medida que transcurre la narración se intensifica la marginalidad del supuesto autor, en especial desde el capítulo 9 de la primera parte. Hay un desplazamiento ilusionista del centro autorial hacia sus márgenes, que adquiere una formulación discreta, y que se consigue mediante una transducción[21] del autor real, operada y dirigida por él mismo a lo largo de su propio discurso.

El personaje literario se revela en su existencia ficcional y se comprende en su estatuto ontológico a través de una presentación calidoscópica disociada en varias facetas, que se manifiestan de forma discontinua o discreta a lo largo del discurso narrativo. La formulación tautológica del principio de identidad (A = A), el yo dado acríticamente, permite el desglosamiento de una de sus entidades en sucesivas e ilimitadas unidades discretas (A = a1, a2, a3..., an), que encuentran su correspondencia en cada una de las manifestaciones textuales del personaje, cuya suma equivale a su constitución ontológica global, definitiva, asequible así al conocimiento del lector, y sólo comprensible a través de declaraciones discursivas y funcionales proporcionadas por el texto.


Principio de identidad                  A = A

Principio de discrecionalidad      A = a1, a2, a3..., an


Desde este punto de vista, la narración del Quijote se construye sobre la disposición textual, expansionalmente discreta y polifónica, del sistema retórico de autores ficticios. Se trata de entidades de ficción que se sustantivan formal y ontológicamente en personajes concretos, los cuales, con nombre propio o no, y dotados en mayor o menor grado de predicados semánticos y notas intensivas, son los que constituyen el sistema retórico de autores ficticios (autor primero, Cide Hamete, traductor morisco, poetas de Argamasilla y narrador-editor), cuya fragmentación debe entenderse como reflejo icónico de la dificultad que encuentra el hombre barroco en conferir unidad a los objetos de la experiencia, que sitúa todavía en el mundo exterior. Se admite que el personaje se multiplica y se complica en el discurso literario como una imagen en una galería de espejos, pues el concepto de persona como unidad compacta y racional por relación a la cual se construye el ente de ficción ha sido discutida con frecuencia, y presenta diferencias según las épocas y períodos.



Principio de identidad

A  =  A

(A) Miguel de Cervantes   =   Autor real del Quijote (A)


 

Principio de discrecionalidad

A = a1, a2, a3, a4, a5

Narrador del Quijote [A] = Autor primero [a1] + Cide Hamete [a2] + Traductor morisco [a3] +
 Académicos de Argamasilla [a4] + Editor [a5]


 

Martínez Bonati (1977a) pone en relación la presencia en el discurso de múltiples narradores, así como la inconsistente coherencia de su disposición[22], con la tendencia general de toda la obra a discutir una y otra vez la unidad que ella misma propone desde otros puntos de vista, y advierte que «todo esto tiende a romper el marco formal de la obra, que naturalmente es soporte de unidad [...]. El narrador determina, dentro del marco de la obra, un gesto de trascendencia, hacia lo real del presente histórico» (359)[23].

Hatzfeld (1964), en sus estudios sobre el barroco, ha hablado de «fusionismo» como de aquella tendencia a unificar en un todo múltiples pormenores, y a asociar y mezclar en una unidad orgánica elementos contradictorios. Del mismo modo, Cioranescu (1957) ha insistido en este aspecto al advertir que los objetos de la literatura barroca (personajes, narradores, paisajes, acciones, escenarios...) no se describen propiamente, sino que se sugieren, de modo que sus contornos se atenúan y confunden, de forma semejante a lo que sucede en la pintura con la técnica del claroscuro. Las figuras humanas y sus acciones se reflejan en la visión de los personajes, como si se tratara de un espejo en que se reflejase la realidad. Parece indudable, pues, que la disposición discreta y polifónica del sistema narrativo del Quijote obedece a esta exigencia prototípicamente barroca, de conferir solidez a conjuntos orgánicos claramente contradictorios e inestables, pese a que la visión de unidad que trata de proyectar el Hombre sobre su realidad exterior resulta una y otra vez defraudada y discutida. No hay que aguardar a la llegada de la Ilustración afrancesada y del Romanticismo anglosajón para que los presupuestos epistemológicos de estos períodos justifiquen el estatuto unitario del objeto de conocimiento en el pensamiento, sino para que todo quede hormonado y sepultado en la conciencia subjetiva del ser humano, placenta del idealismo. Es un viaje que nos desplaza desde la poética de la literatura de tradición hispanogrecolatina hasta la estética del autologismo idealista y fabuloso de la Edad Contemporánea.


 

5.1.3. El narrador del Quijote es un cínico y un fingidor

Con anterioridad he hablado del narrador del Quijote como de un farsante lúdico y cínico. No sólo es un simple narrador infidente (Avalle Arce, 2006), alguien de quien el lector no puede fiarse, porque miente con fluida inteligencia. Es algo mucho peor. Es un farsante y un fingidor. Es el principal cómplice del protagonista, don Quijote. Artífice y encubridor de su supuesta locura, y simulador, junto con Alonso Quijano, del patológico racionalismo que sustenta el comportamiento y las acciones de don Quijote. No adelantaré aquí cuestiones relativas a la idea de locura en el Quijote, que considero una impostura, una invención, una farsa, de Alonso Quijano para poder comportarse como don Quijote. Me limitaré solamente a subrayar que el narrador es el principal agente formalizador en la novela de esa idea de locura, de la que se apropia Alonso Quijano para jugar a ser, y de hecho ser, un don Quijote.

Obsérvese la actitud inicial del narrador frente al personaje y frente a la historia. El narrador se distancia del protagonista de modo tal que, como narrador, se atribuye la posesión y uso de una razón de la que Alonso Quijano va desposeyéndose paulatinamente y por completo: «Con estos iba ensartando otros disparates, todos al modo de los que sus libros le habían enseñado, imitando en cuanto podía su lenguaje» (I, 2). El narrador se distancia igualmente de la historia, de su contenido y de sus posibles fuentes, cuestionando y relativizando la certeza de toda información al respecto. De toda menos de una decisiva: la relativa al acto mismo de contar verdaderamente aquello de lo que dispone, aunque aquello de lo que disponga sea algo sorprendente e incluso difícil de creer. El narrador convertirá formalmente esa materia en un discurso verosímil.


Quieren decir que tenía el sobrenombre de «Quijada», o «Quesada», que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben, aunque por conjeturas verisímiles se deja entender que se llamaba «Quijana». Pero esto importa poco a nuestro cuento: basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad (I, 1).


Siempre que el narrador va a contar algo extraordinario, fuera de lo común, o simplemente desconcertante —lo cual, francamente, tiene lugar a cada paso—, trata de justificar lo que sucede desde la verosimilitud y la verdad más firmes. La aparición de Dorotea, por ejemplo, cantando los versos de un ovillejo, se reproduce a partir de la desmitificación del mundo pastoril, y subrayando la excepcional autenticidad de la escena:


Estando, pues, los dos allí sosegados y a la sombra, llegó a sus oídos una voz, que, sin acompañarla son de algún otro instrumento, dulce y regaladamente sonaba, de que no poco se admiraron, por parecerles que aquel no era lugar donde pudiese haber quien tan bien cantase. Porque aunque suele decirse que por las selvas y campos se hallan pastores de voces estremadas, más son encarecimientos de poetas que verdades; y más cuando advirtieron que lo que oían cantar eran versos, no de rústicos ganaderos, sino de discretos cortesanos. Y confirmó esta verdad haber sido los versos que oyeron estos (I, 27).


Paralelamente, las primeras intervenciones de don Quijote son las de un libro arcaico. Don Quijote habla librescamente, como una antigualla, y por supuesto, de caballerías. En los momentos más iniciales de la novela, el personaje carece de idiolecto y de lenguaje personal. No posee un lenguaje propio. Su discurso es el hipotexto de la novela de caballerías. El narrador no nos permite oír su voz propia, personal, genuina. Y no lo permitirá hasta bastante más adelante. Tras algunos soliloquios iniciales, prestamos librescos de un arcaizante lenguaje caballeresco, don Quijote no dialoga hasta llegar a la venta, y dirigirse cortesanamente a dos mozas del partido, que sólo pueden sorprenderse de su presencia y reírse de sus palabras:


—Non fuyan las vuestras mercedes, ni teman desaguisado alguno, ca a la orden de caballería que profeso non toca ni atañe facerle a ninguno, cuanto más a tan altas doncellas como vuestras presencias demuestran (I, 2).


El narrador, en consecuencia, nos informa con puntualidad de todos los artificios que muy racionalmente usa don Quijote para construir su locura. Las causas de esta locura se presentan, en exclusiva, motivadas por la lectura de los libros de caballerías, de modo tal que la voluntad personal de Alonso Quijano resulta siempre preservada de toda tentativa de propiciar formas de conducta en las que esta locura, tan de diseño, sea un pretexto para adoptar un modo de vida diferente al hasta entonces llevado en su aldea, junto a su ama, sobrina y amigos cercanos, un modo de vida, en suma, que permita a Alonso Quijano disponer de unas libertades que, de otra manera, le estarían absolutamente vedadas y resultarían por completo imposibles.

Por otro lado, cuando el narrador escribe estas palabras, ¿qué grado de implicación asume en lo que dice?: «Pidió [el cura] las llaves a la sobrina del aposento donde estaban los libros autores del daño, y ella se las dio de muy buena gana» (I, 6). ¿Quién considera aquí a «los libros autores del daño», el cura o el narrador? ¿Finge el narrador pensar lo mismo que el cura y la sobrina, y los demás personajes? ¿Es simplemente una suerte de estilo indirecto libre? Muy poco más adelante, el mismo narrador dirá: «tal era la gana que las dos tenían [ama y sobrina] de la muerte de aquellos inocentes», refiriéndose a los libros. De esta declaración se desprende que el narrador no cree que los libros hubieran sido causa de la locura de don Quijote. Si aceptamos esto, la simpleza de los personajes, al quemar la biblioteca de Alonso Quijano, no sólo es una muestra del tratamiento burlesco que les confiere el autor en la novela, o de su rapacidad, en el caso del cura y el barbero para apropiarse de libros ajenos, sino que, desde el punto de vista de la historia narrativa, sus supuestos remedios terapéuticos son errados e inútiles, fruto más de la impotencia, o de una indignada venganza, que de la sensatez y la razón. Además, los libros ya habían sido leídos —y bien aprehendidamente— por Alonso Quijano. El daño, supuesto o no, ya estaba hecho.

Con todo una de las mayores demostraciones de cinismo y fingimiento del narrador del Quijote se muestra precisamente ante el lector real de la novela. Prácticamente hasta el capítulo 9 el narrador no recupera de nuevo la primera persona con la que comenzó la redacción del relato. Adviértase que el narrador del libro se presenta ahora como lector de los manuscritos arábigos, inmediatamente traducidos, de la historia que él mismo recopila, cuenta y edita[24]. El recurso a los autores o cronistas ficticios de las aventuras de los caballeros andantes está presente en los libros de caballerías. Es un recurso dado a Cervantes por la tradición literaria caballeresca que asegura parodiar[25]. Aquí, ese cronista o historiador, de las aventuras de don Quijote, ya lo sabemos, será árabe, y se llamará Cide Hamete Benengeli, algo así como señor Berenjena, o cosa similar. 

Pero el Quijote no es un libro de caballerías, aunque contenga muchas partes integrantes o extensionales de este género literario, como puede serlo de hecho la figura de Cide Hamete. ¿De quién se burla el narrador al incluir este personaje inverosímil en la pragmática de la comunicación narrativa? Indudablemente del lector, y no tanto de los libros de caballerías, especie literaria en la que esta figura extraordinaria estaría como pez en el agua, esto es, como parte determinante o intensional del género literario. El narrador se burla del lector con sorprendente frecuencia. Es lo que sucede cuando reflexiona, o finge reflexionar, in fieri sobre su propio proceso de contar la historia, de forma irónica y burlesca, como si cuanto sucediera no fuera invención del propio narrador para hacer verosímil al lector la invención de una ficción ciertamente convincente. El narrador habla como si don Quijote hubiera existido real y efectivamente, como si su existencia fuera operatoria, en el mundo de los seres humanos, y no solamente estructural, como de hecho lo es, en el mundo de la literatura, esto es, en los límites lógico-formales y lógico-materiales de su propia novela[26].

Sin embargo, don Quijote y su historia recuperan muy pronto el estatuto exclusivamente libresco, es decir, su existencia estructural. La historia de don Quijote está escrita en árabe, en unos manuscritos dispersos, que se venden a precio de saldo en un mercado toledano[27]. El manuscrito que llega al traductor morisco y al narrador que lo edita contiene ya anotaciones, en árabe, de posibles lectores conocedores de esa lengua. Y la anotación que se nos lee es precisamente una que adquiere implicaciones relativas a la pureza de sangre y al judaísmo, asociada al personaje más idealizado del Quijote, Dulcinea[28]

La invención de Cide Hamete, ese personaje ridículo e inexistente, al que de forma retórica se atribuye la autoría, es decir, la escritura, del manuscrito árabe que cuenta la historia de don Quijote, es la mayor impostura del narrador. En realidad, Cide Hamete no narra nada nunca: sólo es citado, apelado, narrado a su vez, por el narrador y editor del Quijote. Cide Hamete es una ilusión narrativa, una estrategia textual, un autor ficticio, una retórica de la autoría, el tropo mayor de la novela. A este personaje de ficción se atribuye la autoría de un texto que siempre resultará imperceptible e inasequible para el lector, pues nunca llegamos a leer, ni a conocer, el manuscrito árabe. Sabemos, simplemente, lo que nos cuentan, que es muy poco, y muy falso[29]

El narrador anuncia cínicamente que la traducción del morisco será fiel. También es falso. En realidad el traductor hará cambios, suprimirá pasajes, resumirá episodios, restará crédito a los más, etc. En suma, manipulará el texto diegéticamente. El narrador lo sabe, y por ello precisamente miente una vez más al lector al declararle su convicción en la fidelidad de una traducción fraudulenta, sobre la que el propio narrador hará los retoques que le parezcan. ¿Cuántos transductores intervienen en el texto del Quijote?[30]

De forma no menos cínica, el narrador se convierte finalmente en editor. Juega con el lector y sus expectativas, como si él, como artífice de todo el juego, no tuviera nada que ver realmente con el proceso de recopilación de los materiales de una historia por entero ajena al propio narrador, inventor y editor de toda ella. Este narrador es un cínico, un fingidor y también un ludópata. Le encanta jugar con la verdad de las mentiras y con las ficciones de la realidad inventada.


Estaba en el primero cartapacio pintada muy al natural la batalla de don Quijote con el vizcaíno, puestos en la mesma postura que la historia cuenta, levantadas las espadas, el uno cubierto de su rodela, el otro de la almohada, y la mula del vizcaíno tan al vivo, que estaba mostrando ser de alquiler a tiro de ballesta. Tenía a los pies escrito el vizcaíno un título que decía, «Don Sancho de Azpeitia» que, sin duda, debía de ser su nombre, y a los pies de Rocinante estaba otro que decía «Don Quijote». Estaba Rocinante maravillosamente pintado, tan largo y tendido, tan atenuado y flaco, con tanto espinazo, tan hético confirmado, que mostraba bien al descubierto con cuánta advertencia y propriedad se le había puesto el nombre de «Rocinante». Junto a él estaba Sancho Panza, que tenía del cabestro a su asno, a los pies del cual estaba otro rétulo que decía «Sancho Zancas», y debía de ser que tenía, a lo que mostraba la pintura, la barriga grande, el talle corto y las zancas largas, y por esto se le debió de poner nombre de «Panza» y de «Zancas», que con estos dos sobrenombres le llama algunas veces la historia. Otras algunas menudencias había que advertir, pero todas son de poca importancia y que no hacen al caso a la verdadera relación de la historia, que ninguna es mala como sea verdadera.

Si a esta se le puede poner alguna objeción cerca de su verdad, no podrá ser otra sino haber sido su autor arábigo, siendo muy propio de los de aquella nación ser mentirosos; aunque, por ser tan nuestros enemigos, antes se puede entender haber quedado falto en ella que demasiado. Y ansí me parece a mí, pues cuando pudiera y debiera estender la pluma en las alabanzas de tan buen caballero, parece que de industria las pasa en silencio: cosa mal hecha y peor pensada, habiendo y debiendo ser los historiadores puntuales, verdaderos y nonada apasionados, y que ni el interés ni el miedo, el rancor ni la afición, no les hagan torcer del camino de la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir. En esta sé que se hallará todo lo que se acertare a desear en la más apacible; y si algo bueno en ella faltare, para mí tengo que fue por culpa del galgo de su autor, antes que por falta del sujeto (I, 9).


Por lo que se refiere a las formas de que se sirve el narrador para transmitir al lector los contenidos materiales de la historia, su cinismo y fingimiento no son menores. Siendo narrador omnisciente, formaliza ante el receptor los hechos como si su conocimiento de ellos fuera el de los personajes (equisciente), o incluso como si este saber fuera incluso inferior al que disponen los propios protagonistas (deficiente).

Los procedimientos de que se servirá el narrador para dar cuenta de los hechos, de forma con frecuencia cínica y sutil, están dados ya en el capítulo 8 de la primera parte, en la aventura de los molinos de viento, y sin apenas alteraciones se conservarán hasta el episodio de la destrucción del retablo de maese Pedro, en el capítulo 26 de la segunda parte, es decir, algo menos de la mitad de lo que corresponde a la historia narrada en el segundo volumen. Tres son los puntos de vista relacionados y en conflicto: Sancho, don Quijote y el narrador. Sancho expresa el principio de realidad, lo que hay (molinos de viento); don Quijote impone su propia psicología, a partir del logos caballeresco, que sirve al juego de su locura (gigantes de brazos descomunales); y el narrador representa los hechos desde la fenomenología de lo verosímil, esto es, expone, muy cervantinamente, con propiedad un disparate o, siendo más discretos, diríamos que expone de forma ordinaria hechos extraordinarios:


—Mire vuestra merced —respondió Sancho— que aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que, volteadas del viento, hacen andar la piedra del molino.

—Bien parece —respondió don Quijote— que no estás cursado en esto de las aventuras: ellos son gigantes; y si tienes miedo quítate de ahí, y ponte en oración en el espacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla.

Y, diciendo esto, dio de espuelas a su caballo Rocinante, sin atender a las voces que su escudero Sancho le daba, advirtiéndole que sin duda alguna eran molinos de viento, y no gigantes, aquellos que iba a acometer. Pero él iba tan puesto en que eran gigantes, que ni oía las voces de su escudero Sancho, ni echaba de ver, aunque estaba ya bien cerca, lo que eran (I, 8).


Habitualmente, el narrador optará por limitar la percepción del lector a la percepción de los personajes. Progresivamente, el narrador va sirviéndose de forma cada vez más sofisticada de la fenomenología de lo verosímil como modo de expresión fundamental del relato. Esta forma de comunicación de la materia novelesca la utiliza el narrador desde la aventura del cuerpo muerto (I, 19). El narrador sabe todo acerca de cuanto va a suceder, pero no comparte con el lector este conocimiento, sino que se lo comunica desde la visión y la sensorialidad de los personajes. Porque el narrador, sabiendo y conociendo de antemano la esencia de los hechos sólo comunica al lector la fenomenología de esos hechos. Por no darle gato por liebre, le da fenómeno por esencia: primero el ruido, luego los batanes; primero «una cosa que relumbra», luego la bacía de barbero, finalmente el yelmo de Mambrino; lo que parece una compañía sobrenatural de almas en pena es una comitiva fúnebre que traslada un cuerpo muerto, etc.


Yendo, pues, desta manera, la noche escura, el escudero hambriento y el amo con gana de comer, vieron que por el mesmo camino que iban venían hacia ellos gran multitud de lumbres, que no parecían sino estrellas que se movían […], y vieron que las lumbres se iban acercando a ellos, y mientras más se llegaban, mayores parecían […].

Y, apartándose los dos a un lado del camino, tornaron a mirar atentamente lo que aquello de aquellas lumbres que caminaban podía ser, y de allí a muy poco descubrieron muchos encamisados, cuya temerosa visión de todo punto remató el ánimo de Sancho Panza […]; y creció más el batir y dentellear cuando distintamente vieron lo que era, porque descubrieron hasta veinte encamisados, todos a caballo, con sus hachas encendidas en las manos, detrás de los cuales venía una litera cubierta de luto (I, 19).


Esta suerte de santa compaña de espíritus nocturnos no es sino una comitiva de doce sacerdotes y seminaristas —a los que don Quijote apalea impunemente— que conducen a Segovia el cadáver de un caballero muerto en Baeza. El narrador no dice ni una palabra relativa a una explicación proléptica de los hechos. Desaparece como instancia intermedia entre personajes y lectores para ceder de forma dramática el discurso directo a Alonso López, el bachiller natural de Alcobendas al que don Quijote deja con una pierna quebrada.

El mismo procedimiento narrativo se reitera en el episodio de los batanes. El narrador se convierte en una figura equisciente, y no revela al lector más que lo que le revelan los personajes.


[…] comenzaron a caminar por el prado arriba a tiento, porque la escuridad de la noche no les dejaba ver cosa alguna; mas no hubieron andado docientos pasos, cuando llegó a sus oídos un grande ruido de agua, como que de algunos grandes y levantados riscos se despeñaba. Alegróles el ruido en gran manera, y, parándose a escuchar hacia qué parte sonaba, oyeron a deshora otro estruendo que les aguó el contento del agua, especialmente a Sancho, que naturalmente era medroso y de poco ánimo. Digo que oyeron que daban unos golpes a compás, con un cierto crujir de hierros y cadenas, que, acompañados del furioso estruendo del agua, que pusieran pavor a cualquier otro corazón que no fuera el de don Quijote.

Era la noche, como se ha dicho, escura, y ellos acertaron a entrar entre unos árboles altos, cuyas hojas, movidas del blando viento, hacían un temeroso y manso ruido, de manera que la soledad, el sitio, la escuridad, el ruido del agua con el susurro de las hojas, todo causaba horror y espanto, y más cuando vieron que ni los golpes cesaban ni el viento dormía ni la mañana llegaba, añadiéndose a todo esto el ignorar el lugar donde se hallaban (I, 20).


Las palabras de don Quijote confirman la autenticidad de las palabras del narrador: la situación causa un temor extremo:


Bien notas, escudero fiel y legal, las tinieblas desta noche, su estraño silencio, el sordo y confuso estruendo destos árboles, el temeroso ruido de aquella agua en cuya busca venimos, que parece que se despeña y derrumba desde los altos montes de la Luna, y aquel incesable golpear que nos hiere y lastima los oídos, las cuales cosas todas juntas y cada una por sí son bastantes a infundir miedo, temor y espanto en el pecho del mesmo Marte, cuanto más en aquel que no está acostumbrado a semejantes acontecimientos y aventuras (I, 20).


De nuevo en la «aventura del yelmo de Mambrino» el narrador se sitúa ante el lector en una posición equisciente. El tema que aquí se plantea, tan caro a Cervantes y los cervantistas, es el de la verdad y la realidad. En este episodio, como en casi todos los posteriores al capítulo 6 de la primera parte, el narrador habla poquísimo, y de forma cada vez más ambigua. Contrástense las tres visiones que tenemos de lo que aquí sucede, la del narrador, la de Sancho y la de don Quijote. Dice el narrador, estimulando la ilusión perceptiva de personajes y lectores:


De allí a poco, descubrió don Quijote un hombre a caballo que traía en la cabeza una cosa que relumbraba como si fuera de oro... (I, 21).


Don Quijote, por su parte, encuentra una vez más iniciativa para confirmar sus expectativas:


... si no me engaño, hacia nosotros viene uno que trae en su cabeza puesto el yelmo de Mambrino... (I, 21).


Sancho, a su vez, ofrece el testimonio más fiable para el lector —más fiable incluso que el propio narrador, pues no pretende controlar el sentido del relato—, y constata lo que la realidad de los sentidos percibe:


—Lo que yo veo y columbro —respondió Sancho— no es sino un hombre sobre un asno pardo, como el mío, que trae sobre la cabeza una cosa que relumbra (I, 21).


Las palabras del narrador contienen elementos que nos sitúan en la triple perspectiva del propio narrador (cosa), del terrenal Sancho (que relumbra), del ingenioso don Quijote (como si fuera de oro, es decir, con la apariencia del oro). Es el triunfo de la fenomenología de lo verosímil, es decir, de lo que parece una verdad siendo una mentira. El narrador pretende comunicarnos con aparente y simulada neutralidad un discurso hábilmente manipulador. Al final, nos detalla la realidad, confirmando de este modo la ambigüedad mantenida hasta ese instante (nótese cómo en este caso, y sucede con relativa frecuencia, el narrador se distancia de don Quijote, calificando sus actos de desvariados y malandantes):


Es, pues, el caso que el yelmo y el caballo y caballero que don Quijote veía era esto: que en aquel contorno había dos lugares, el uno tan pequeño, que ni tenía botica ni barbero, y el otro, que estaba junto a él, sí; y, así, el barbero del mayor servía al menor, en el cual tuvo necesidad un enfermo de sangrarse, y otro de hacerse la barba, para lo cual venía el barbero y traía una bacía de azófar; y quiso la suerte que al tiempo que venía comenzó a llover, y porque no se le manchase el sombrero, que debía de ser nuevo, se puso la bacía sobre la cabeza, y, como estaba limpia, desde media legua relumbraba. Venía sobre un asno pardo, como Sancho dijo, y esta fue la ocasión que a don Quijote le pareció caballo rucio rodado y caballero y yelmo de oro, que todas las cosas que veía con mucha facilidad las acomodaba a sus desvariadas caballerías y malandantes pensamientos. Y cuando él vio que el pobre caballero llegaba cerca, sin ponerse con él en razones, a todo correr de Rocinante le enristró con el lanzón bajo, llevando intención de pasarle de parte a parte; mas cuando a él llegaba, sin detener la furia de su carrera le dijo… (I, 21).


El narrador continúa el juego de marcar diferencias de percepción cuando narra la escena en que don Quijote ordena a su escudero que recoja «la cosa que relumbra»:


Mandó [don Quijote] a Sancho que alzase el yelmo, el cual [Sancho], tomándola [la bacía] en las manos, dijo: (I, 21).


El narrador quiere marcar con fuerza el contraste entre el relativo «el cual», en masculino —el yelmo, según don Quijote—, y el referente «la», femenino, que alude a la bacía, según el narrador. La versión de Sancho viene acto seguido, y de propia boca: «Por Dios que la bacía es buena y que vale un real de a ocho como un maravedí».

En numerosos momentos de la novela el narrador del Quijote finge silenciar lo que sabe y evitar lo que conoce. Con harta frecuencia habla de Sancho con impropiedad y falacia, al inducir al lector a considerarlo como bobo, simple o avaricioso, cuando nada de eso es realmente Sancho Panza. Así sucede cuando lo califica del modo siguiente: «Sancho Panza [...] les fue contando [al cura y al barbero] lo que les aconteció con el loco que hallaron en la sierra, encubriendo, empero, el hallazgo de la maleta y de cuanto en ella venía, que, maguer que tonto, era un poco codicioso el mancebo» (I, 27). No es cierto que Sancho sea codicioso. Durante su gobierno en la ínsula lo demostrará, y en diferentes momentos de la narración no se comporta como un personaje movido por la codicia. El narrador hace declaraciones desde las que trata de fingir que no conoce muy bien a sus propios personajes, lo cual es muy falso. Es una demostración más, no sólo de infidencia, sino de falacia y cinismo, desde las que trata de inducir al lector a interpretaciones erróneas o equívocas.

La fingida equisciencia del narrador, dada sobre todo formalmente en la primera parte, se confirma y hace más sofisticada aún en la segunda parte, especialmente en el relato de los episodios de la cueva de Montesinos, el mono adivino y la cabeza encantada. En los dos últimos el narrador revela, muy a posteriori, el fraude de cuanto ha sucedido, tras haberlo contado previamente como algo de veras cierto y admirable, sin trampa ni cartón. Sólo a toro pasado el lector llega a saber que el mono de maese Pedro no es sino un trampantojo de Ginés de Pasamonte, y que la cabeza encantada sólo es un artificio burlesco de don Antonio Moreno y su sobrino. En cuanto a la aventura de la cueva de Montesinos, el narrador desaparece por completo, y cede toda diégesis al personaje protagonista, cuya inventiva supera con creces las posibilidades sancionadoras y verificadoras del inverosímil Cide Hamete, a quien el narrador responsabiliza en última instancia del sueño de don Quijote en su encuentro con Montesinos y su corte subterránea.

Como habrá ocasión de comprobar a cada paso, las cosas que cuenta el narrador del Quijote no son como las cuenta el narrador.


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NOTAS

[1] Se ha insistido con frecuencia en el tópico del cronista o historiador árabe, apócrifo, como fuente primigenia de la narración, característico de los libros de caballerías, pero no exclusivo, pues también se da en novelas moriscas y relatos afines a ellas, como el Lepolemo (1563) de Alfonso de Salazar, o en las Guerras civiles de Granada (1595) de Ginés Pérez de Hita, quien pone en boca de Aben Hamín el relato de la crónica.

[2] Martínez Bonati (1977a) ha estudiado algunos de los diferentes elementos, categorías y recursos que confieren unidad y disgregación a la estructura del Quijote (disposición y tratamiento de personajes, espacios, tiempos, sistema de narradores, temas, estilos lingüísticos, etc.). El autor concluye en que, dada la variedad de contrastes y efectos disgregadores en la disposición de esta obra, la unidad del Quijote procede principalmente de la articulación de paradigmas (aventuras y conversaciones), y no tanto de la sucesión sintagmática de los elementos narrativos. Sin embargo, el concepto de «unidad» que maneja Bonati es completamente formalista e idealista. La unidad del Quijote se objetiva en múltiples figuras, en las que el narrador único y fundamental, junto con el personaje protagonista, y su escudero, constituyen la tríada sintáctica esencial y omnipresente.

[3] Haley (1965, 1984) y El Saffar (1968, 1975) hablan de cinco autores ficticios a los que llaman narradores, e identifican como instancias responsables de la narración, cuando algunas de tales instancias sólo son procedimientos estilísticos. Nepaulsing (1980) identifica cuatro personajes encargados de la narración, a los que considera autores ficticios y narradores. Flores (1982), Lázaro (1985), Fernández Mosquera (1986) y Ford (1986) figuran entre los críticos que han identificado en el Quijote autores ficticios y narradores. Paz Gago (1989: 43) ha insistido, frente a la crítica cervantina tradicional, en distinguir en el Quijote el «sistema autorial» del «sistema narrativo»: «El problema surge de la confusión persistente que mantienen estos estudios entre el esquema autorial, un recurso puramente estilístico y temático, y el sistema narrativo de la novela, de naturaleza diferente».

[4] Según Riley, Cide Hamete debe entenderse por relación a los pseudoautores de las novelas de caballerías, personajes nigrománticos que constituían un artificio muy usado en la prosa narrativa anterior a Cervantes. «El antiguo artificio [los autores ficticios de la literatura caballeresca], al ser parodiado por Cervantes, es mucho más que un artificio. Le permite satisfacer una necesidad de su temperamento: la de criticar su propia invención y al mismo tiempo desviar las posibles críticas haciendo recaer la responsabilidad, humorísticamente, en ese ‘galgo de su autor’, el único que debe ser censurado si la historia carece de algo que debiera tener (I, 9)» (Riley, 1962/1971: 327). En la misma línea, Haley (1965/1984: 269) advierte que el autor ficticio Cide Hamete es «uno de los tópicos favoritos del género caballeresco».

[5] La frase «aunque parezco padre, soy padrastro de don Quijote» (Prólogo, I), es, sin duda, perfectamente coherente y lógica, pues no pertenece propiamente a Cervantes, autor real, sino al narrador, editor, prologuista y «autor segundo» del Quijote; y es en efecto padrastro y no padre, porque actúa como compilador y editor de las diferentes versiones, crónicas, textos y manuscritos que ha podido encontrar sobre la historia de don Quijote; él es, pues, el mayor y más decisivo de los intermediarios, pues su versión es la única que conocemos, la única con la que contamos y disponemos, y la única que engloba y da marco a las precedentes, amén de presentarlas y manipularlas como cree conveniente.

[6] «El retablo de Maese Pedro es, pues, una analogía de la novela vista en su totalidad [...], porque reproduce en miniatura las relaciones fundamentales que se dan entre narrador, historia y público, según se aprecian en el esquema general de la obra» (Haley, 1965/1984: 285).

[7] El narrador-editor reproduce con frecuencia el contenido de las fuentes de Cide Hamete en discurso sumario diegético, utilizando habitualmente la fórmula siguiente: «Cuenta, pues, la historia que, antes que a la casa de placer o castillo llegasen, se adelantó el duque y dio orden a todos sus criados del modo que habían de tratar a don Quijote» (II, 31); «Cuenta, pues, la historia, que Sancho no durmió aquella siesta, sino que, por cumplir su palabra, vino en comiendo a ver a la duquesa...» (II, 33).

[8] «Muestra característica de este fenómeno es la forma en que va evolucionando, a partir del Amadís, la atribución a dos autores sucesivos, un redactor antiguo y un traductor moderno, del libro que se está leyendo, desdoblamiento iniciado por Montalvo y tan sutilmente aprovechado después por Cervantes en su creación de Cide Hamete Benengeli: en el Caballero de la Cruz (1521) los autores son un cronista moro y un cautivo cristiano capaz de verter al castellano el texto árabe; en el Amadís de Grecia (1530) coexisten dos responsables cuyos prólogos se oponen y contradicen; en el Palmerín de Inglaterra (1547) Francisco de Moraes finge que la biografía de su protagonista no es sino un extracto, vertido al portugués, de las viejas crónicas de Gran Bretaña conservadas en la biblioteca de un erudito parisino; y en el Felixmarte de Hircania (1556) aparecen nada menos que cuatro personajes: el griego Philosio, cuyo texto, supuestamente traducido al latín por Plutarco y retraducido por Petrarca al idioma toscano, pasa finalmente al castellano en la versión del oscuro Melchor Ortega» (Roubaud, 1998: cxvi).

[9] Conviene advertir, sobre todo a los cervantistas que leen poca teoría literaria (la oración es adjetiva, no de relativo), que el término «infidente» no procede de Avalle-Arce (1991, 2006), sino de Wayne Booth, quien lo introduce por vez primera en su The Rethoric of Fiction (1961), para designar precisamente la técnica retórica de este tipo de narradores poco fiables, y con objeto de poner de manifiesto, para la incipiente narratología de la década de 1960, cómo un recurso literario podía contrariar las expectativas generadas en la fábula de una obra de arte verbal. Todas estas posibilidades habrían de ser, apenas dos décadas después, sumamente exploradas por los artífices de la estética de la recepción, especialmente el fenomenólogo e idealista Wolfgang Iser (1972).

[10] «El cual quiso Cide Hamete Benengeli declarar luego, por no tener suspenso al mundo creyendo que algún hechicero y extraordinario misterio en la tal cabeza se encerraba, y, así, dice que don Antonio Moreno, a imitación de otra cabeza que vio en Madrid fabricada por un estampero, hizo esta en su casa para entretenerse y suspender a los ignorantes» (II, 62).

[11] Los ejemplos pueden multiplicarse: «Don Quijote, arrimado a un tronco de una haya, o de un alcornoque (que Cide Hamete Benengeli no distingue el árbol que era), al son de sus mesmos suspiros cantó de esta suerte» (II, 68). «Esto dice Cide Hamete, filósofo mahomético, porque esto de entender la ligereza e instabilidad de la vida presente, y de la duración de la eterna que se espera, muchos sin lumbre de fe, sino con la luz natural, lo han entendido; pero aquí nuestro autor lo dice por la presteza con que se acabó, se consumió, se deshizo, se fue como en sombra y humo el gobierno de Sancho» (II, 53). «Sucedió, pues, que en más de seis días no le sucedió cosa digna de ponerse en escritura, al cabo de los cuales, yendo fuera de camino, le tomó la noche entre unas espesas encinas o alcornoques, que en esto no guarda la puntualidad Cide Hamete que en otras cosas suele» (II, 60).

[12] «Y el diablo le respondió: ‘Esta es la Segunda parte de la historia de don Quijote de la Mancha, no compuesta por Cide Hamete, su primer autor, sino por un aragonés, que él dice ser natural de Tordesillas’. ‘Quitádmele de ahírespondió el otro diabloy metedle en los abismos del infierno, no le vean más mis ojos’. ¿Tan malo es? —respondió el otro.’ ‘Tan malo —replicó el primero—, que si de propósito yo mismo me pusiera a hacerle peor, no acertara’» (II, 70).

[13] También se puede relacionar a Cide Hamete con los numerosos intermediarios, simples narradores de cuentos, que abundan en las novelas de Cervantes, y a los que él recurre a menudo (Riley, 1962).

[14] Castelvetro, en 1576, distinguía entre un narrador interesado (passionato) o imparcial, como debe ser el historiador; López Pinciano, en 1596, estimaba que un autor podía expresar mejor sus opiniones por boca de un tercero que desde la primera persona gramatical. Piccolomini, en 1575, la presencia de una tercera persona o autor ficticio intermediario permite delegar en él la responsabilidad de la objetividad y verosimilitud de la historia. «Cervantes se sirve una y otra vez de los intermediarios con un agudo conocimiento de las ventajas que reporta al autor esa objetividad, esté o no conseguida obedeciendo conscientemente a un principio literario» (Riley, 1962/1971: 318).

[15] En la edición del Quijote de 1971 introducida por el estudio de Américo Castro «Cómo veo ahora el Quijote», desde una perspectiva exclusivamente historiográfica se asocia la caja de plomo y los pergaminos con unos documentos apócrifos descubiertos a fines del siglo XVI en el Sacro Monte de Granada.

[16] Para una crítica del concepto de «lector implícito» propuesto por Iser (1972), vid. el capítulo III, 4.3.1 de esta misma obra, Crítica de la razón literaria, referido a «El concepto de lector en las teorías literarias del siglo XX».

[17] Numerosos comentaristas han explicado esta invocación como una referencia al concepto latino de otium, cuya forma adjetiva —otiosus— se aplicaba con frecuencia al lector de poesía, es decir, de literatura. Yo no creo, sin embargo, que para Cervantes la literatura sea un discurso simplemente ocioso, libre de trascendencias o valores críticos. Más bien creo todo lo contrario. Antes de Ludwig van Beethoven, sin duda antes de Wolfgang A. Mozart aún más, la música era para buena parte de su público posible y aristocrático una actividad lúdica, propia de horas de entretenimiento y ociosidad. Franz Joseph Haydn apenas había logrado grandes cambios en esta actitud tradicional ante el espectáculo musical. Si se permite la afirmación, Cervantes es a la poética literaria lo que Beethoven a la estética musical. Con Cervantes la literatura exige definitivamente una conciencia crítica, exigencia que apenas había estado presente en igual grado para muchos de sus antepasados y contemporáneos, con excepciones muy puntuales, como Fernando de Rojas o el autor del Lazarillo de Tormes. Esta conciencia crítica ha sido profundamente asumida por los intérpretes modernos y contemporáneos de Cervantes, a los que en buena medida debe su nacimiento y desarrollo. De ella nace sobre todo la concepción de la literatura, y especialmente de la obra cervantina, como objeto de conocimiento moral del hombre. El Romanticismo proyectó con placer esta conciencia crítica sobre toda la literatura y la cultura anterior a la experiencia de la Ilustración europeísta. El lector no es, pues, alguien desocupado, sino alguien muy preocupado por asuntos que la cultura oficial con frecuencia proscribe o censura, un negotium heterodoxo, podríamos decir, del que sólo se puede hablar en público como se habla de algo intrascendente y banal. La mente de este lector discurre a través de una visión crítica que, bajo los dogmas de un mundo alienado, no puede ser objeto de ocupación ni de reconocimiento. No siempre se permite reconocer en la crítica un valor de utilidad pública. Una cosa es decir la verdad, y otra muy diferente es consentir la verdad. Los únicos conocimientos «importantes» para una sociedad alienada son los conocimientos intrascendentes, desocupados, inútiles (Revel, 1988). La crítica sólo puede ejercerse públicamente en tanto se declara y se percibe inocente, lúdica, carente de valor. La sociedad política la autoriza en la medida en que se transmite de formas debidamente esterilizadas. O hábilmente disimuladas. Esta última preferencia fue la utilizada por Cervantes: expresión y disimulación de una conciencia crítica.

[18] Cide Hamete, citado y entrecomillado por el narrador-editor, dice a propósito del relato de don Quijote en el interior de la cueva de Montesinos: «Tú, letor, pues eres prudente, juzga lo que te pareciere, que yo no debo ni puedo más, puesto que se tiene por cierto que al tiempo de su fin y muerte dicen que se retrató della y dijo que él la había inventado, por parecerle que convenía y cuadraba bien con las aventuras que había leído en sus historias» (II, 24).

[19] «Y eran (si no lo has, ¡oh lector!, por pesadumbre y enojo) seis mazos de batán...» (I, 20); «[...] donde les sucedió todo lo que el prudente [lector] ha leído» (II, 15), etc.

[20] El exordio de la segunda parte del Quijote lleva por título «Prólogo al lector», y obviamente puede afirmarse que está escrito por el autor real (Miguel de Cervantes) para el lector real, a diferencia del prólogo de la primera parte, que por su disposición ficticia es atribuible al narrador-editor. El lector real al que aquí se alude («lector ilustre o quier plebeyo...») es una de las manifestaciones discretas del lector ficticio del Quijote, quien se despliega verticalmente a través de diferentes estratificaciones discursivas, y horizontalmente en los diferentes personajes y actantes que se convierten en sujetos oyentes de las historias intercaladas del Quijote, de tal modo que el conjunto de tales instancias constituye de forma sincrética y discreta la figura retórica de ese lector ficticio textualizado en tantos pasajes de la novela.

[21] En relación al autor de obras literarias, Gadamer (1960/1984: 155-156) ha escrito a este respecto que «el que se disfraza no quiere que se le reconozca sino que pretende parecer otro o pasar por otro. A los ojos de los demás quisiera no seguir siendo él mismo, sino que se lo tome por algún otro, pero sólo en el sentido en el que uno juega a algo en su vida práctica, esto es, en el sentido de aparentar algo, colocarse en una posición distinta y suscitar una determinada apariencia. Aparentemente el que juega de este modo está negando su continuidad consigo y para sí, y que sólo se la está sustrayendo a aquellos ante los que está representando [...]. Lo único que puede preguntarse es a qué hace referencia lo que está ocurriendo. Los actores (o poetas) ya no son, sino que sólo es lo que ellos representan». Como se observa, Gadamer escribe casi como Derrida.

[22] «No estoy hablando de errores, cuando hablo de las fuerzas desintegradoras en el Quijote, sino de un diseño, de una intención creadora que incluye impulsos de disolución como parte de la horma artística [...] ¿Cómo conciliar, por otra parte, el original arábigo con los juegos estilísticos en el habla de los personajes, los arcaísmos de Don Quijote, la ineptitud del vizcaíno en el castellano, las inflexiones pastoriles del epíteto en ciertos pasajes, etc.? Es obvio que el juego cervantino de las escrituras es ligero e inconsistente» (Martínez Bonati, 1977a: 354 y 358).

[23] Este autor habla con frecuencia de «desintegración» y «fragmentación» para referirse a la experiencia del proceso de lectura (362) —lo mismo sucede en el proceso narrativo—, y cita las siguientes palabras de Spitzer (1955), que resulta interesante reproducir aquí: «el ángulo de visión desde el cual se presentan las cosas del mundo en el Quijote, sería cambiante, inestable, huiría constantemente de un punto de vista fijo [...]. El diseño cervantino rehúye una consolidación monolítica de la imagen» (354). Deben recordarse a este propósito las célebres palabras de Ortega, tan propensas al ridículo y la parodia, recogidas en El espectador (1916-1934/1966, I: 24), en su artículo «Verdad y perspectiva». Allí escribe: «Donde está mi pupila no está otra, lo que de la realidad ve mi pupila no lo ve otra... La realidad se ofrece pues en perspectivas individuales». Más adelante, en esta misma obra —El espectador (VIII: 180)—, Ortega advierte que «el psicólogo impresionista niega lo que suele llamarse el carácter, que suele ser el perfil escultórico de la persona y ve en esta mutación perdurable, una sucesión de estados difusos, una articulación siempre distinta de emociones, de ideas, colores, esperanzas». Ortega, en momentos así, es, ante todo, un psicólogo, difícilmente un filósofo.

[24] El narrador se convierte de este modo en un narrador extradiegético, al situarse en un espacio narrativo envolvente que contiene la narración misma de la historia que cuenta: «Causóme esto mucha pesadumbre, porque el gusto de haber leído tan poco se volvía en disgusto de pensar el mal camino que se ofrecía para hallar lo mucho que a mi parecer faltaba de tan sabroso cuento» (I, 9).

[25] «[…] cosa que no faltó a ninguno de los caballeros andantes, ‘de los que dicen las gentes / que van a sus aventuras’, porque cada uno dellos tenía uno o dos sabios como de molde, que no solamente escribían sus hechos, sino que pintaban sus más mínimos pensamientos y niñerías, por más escondidas que fuesen» (I, 9).

[26] «Por otra parte, me parecía que, pues entre sus libros se habían hallado tan modernos como Desengaño de celos y Ninfas y pastores de Henares, que también su historia debía de ser moderna y que, ya que no estuviese escrita, estaría en la memoria de la gente de su aldea y de las a ella circunvecinas. Esta imaginación me traía confuso y deseoso de saber real y verdaderamente toda la vida y milagros de nuestro famoso español don Quijote de la Mancha, luz y espejo de la caballería manchega, y el primero que en nuestra edad y en estos tan calamitosos tiempos se puso al trabajo y ejercicio de las andantes armas, y al de desfacer agravios, socorrer viudas, amparar doncellas, de aquellas que andaban con sus azotes y palafrenes y con toda su virginidad a cuestas, de monte en monte y de valle en valle: que si no era que algún follón o algún villano de hacha y capellina o algún descomunal gigante las forzaba, doncella hubo en los pasados tiempos que, al cabo de ochenta años, que en todos ellos no durmió un día debajo de tejado, y se fue tan entera a la sepultura como la madre que la había parido. Digo, pues, que por estos y otros muchos respetos es digno nuestro gallardo Quijote de continuas y memorables alabanzas, y aun a mí no se me deben negar, por el trabajo y diligencia que puse en buscar el fin desta agradable historia; aunque bien sé que si el cielo, el caso y la fortuna no me ayudan, el mundo quedara falto y sin el pasatiempo y gusto que bien casi dos horas podrá tener el que con atención la leyere» (I, 9).

[27] «Estando yo un día en el Alcaná de Toledo, llegó un muchacho a vender unos cartapacios y papeles viejos a un sedero; y como yo soy aficionado a leer aunque sean los papeles rotos de las calles, llevado desta mi natural inclinación tomé un cartapacio de los que el muchacho vendía y vile con carácteres que conocí ser arábigos. Y puesto que aunque los conocía no los sabía leer, anduve mirando si parecía por allí algún morisco aljamiado que los leyese, y no fue muy dificultoso hallar intérprete semejante, pues aunque le buscara de otra mejor y más antigua lengua le hallara. En fin, la suerte me deparó uno, que, diciéndole mi deseo y poniéndole el libro en las manos, le abrió por medio, y, leyendo un poco en él, se comenzó a reír» (I, 9).

[28] «Está, como he dicho, aquí en el margen escrito esto: ‘Esta Dulcinea del Toboso, tantas veces en esta historia referida, dicen que tuvo la mejor mano para salar puercos que otra mujer de toda la Mancha’» (I, 9).

[29] «Cuando yo oí decir «Dulcinea del Toboso», quedé atónito y suspenso, porque luego se me representó que aquellos cartapacios contenían la historia de don Quijote. Con esta imaginación, le di priesa que leyese el principio, y haciéndolo ansí, volviendo de improviso el arábigo en castellano, dijo que decía: Historia de don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo. Mucha discreción fue menester para disimular el contento que recebí cuando llegó a mis oídos el título del libro, y, salteándosele al sedero, compré al muchacho todos los papeles y cartapacios por medio real; que si él tuviera discreción y supiera lo que yo los deseaba, bien se pudiera prometer y llevar más de seis reales de la compra» (I, 9).

[30] «Apartéme luego con el morisco por el claustro de la iglesia mayor, y roguéle me volviese aquellos cartapacios, todos los que trataban de don Quijote, en lengua castellana, sin quitarles ni añadirles nada, ofreciéndole la paga que él quisiese. Contentóse con dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo, y prometió de traducirlos bien y fielmente y con mucha brevedad. Pero yo, por facilitar más el negocio y por no dejar de la mano tan buen hallazgo, le truje a mi casa, donde en poco más de mes y medio la tradujo toda, del mesmo modo que aquí se refiere» (I, 9).






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «El narrador del Quijote y el género literario. Esencia o canon», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (V, 5.1), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



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