IV, 4.34 - Semiología del personaje literario: La melodramática vida de Carlota-Leopolda, de Julia Ibarra

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Semiología del personaje literario: La melodramática vida de Carlota-Leopolda, de Julia Ibarra


Referencia IV, 4.34


Semiología del personaje literario

Hablar de literatura equivale a hablar de ficción, puesto que la verdad de toda obra literaria consistirá sólo y siempre en la verdad que reconocemos en ella contenida. La obra literaria es un discurso contextualmente cerrado y semánticamente orgánico, que instituye una verdad propia, por eso el lenguaje literario puede ser explicado, pero no verificado o falseado. Un personaje novelesco es una estructura sígnica esbozada y procesada en una ficción lo suficientemente circunstanciada como para ser textualmente delimitada y literariamente legible.

El personaje no debe entenderse como el simulacro de un ser vivo, sino más bien como un ser imaginario construido en los límites textuales a partir de enunciados semánticos de expectación, discontinuos y multiformes, que adquieren valor semiótico en el conjunto de la obra. Al teórico de la literatura corresponde acudir hasta el fondo de todas las situaciones y motivos, de todas cuantas recurrencias semánticas resultan pertinentes al sentido global de la obra, de su funcionalidad y actuación en la fábula, de sus connotaciones peyorativas o favorables, de todas aquellas palabras de que está hecho, en suma, el personaje.

Como han escrito Wellek y Warren (1949/1984: 181), «un personaje de novela sólo nace de las unidades de sentido; está hecho de las frases que pronuncia o que se pronuncian sobre él. Tiene una estructura indeterminada en comparación con una persona biológica que tiene su pasado coherente. Estas distinciones de estratos tienen la ventaja de acabar con la distinción tradicional y equívoca entre fondo y forma. El fondo reaparecerá en íntimo contacto con el substrato lingüístico, en el que va envuelto y del cual depende».

Hamon (1972: 99) consideraba que «ce qui différence un personnage P1 d’un personnage P2 c’est son mode de relation avec les autres personnages de l’oeuvre, c’est à dire, un jeu de ressemblances ou de différences sémantiques». Desde este punto de vista, el personaje novelesco queda configurado como un signo complejo que desarrolla una función e inviste una idea. El personaje adquiere un status de unidad semiológica al quedar justificadas las siguientes exigencias:

 

1. Forma parte de un proceso de comunicación que es la obra literaria.

2. Puede identificarse en el mensaje, pues ofrece un número de unidades distintas, esto es, un léxico.

3. Se somete en sus combinaciones y construcciones a unas normas, es decir, a una sintaxis.

4. El personaje es independiente del número de funciones, de su orden y su complejidad y, consiguientemente, también de su significado. En suma, el personaje adquiere una significación propia que le permite formar mensaje en número ilimitado.

 

Con frecuencia, en toda novela es posible observar en los procesos de construcción del personaje, de su creación de transformación del sentido, procedimientos formales que pueden responder a formas estilísticas, como rasgos que connotan literariedad o intertextualidad literaria; procedimientos iconográficos, como códigos de signos figurativos que reproducen situaciones, conductas, actitudes, mediante un desarrollo incipiente; connotaciones de valor emocional fijo, ya que todo personaje produce en el lector determinados sentimientos que pueden ser valorados de forma negativa o positiva, mediante expresiones y recursos muy diversos, que influyen en el ánimo del lector y determinan algunas de las operaciones de lectura, etc.

A continuación, trataremos de estudiar las características del personaje literario en el cuento de Julia Ibarra titulado La melodramática vida de Carlota-Leopolda, de 1983, de modo que, tras reflexionar sobre la conveniencia de interpretar el personaje desde criterios metodológicos que permitan reconocer y recuperar sus grandes posibilidades en el discurso narrativo, trataremos de ofrecer uno de los modelos de comprensión y análisis literario del personaje que consideramos más eficaces.

Los estudios estructuralistas sobre narratología establecían una distinción entre historia o trama y discurso o argumento, que es expresión de otras dicotomías semejantes expresadas por diferentes escuelas y corrientes metodológicas, como el formalismo ruso (fábula y sujeto), la retórica clásica (ordo naturalis y ordo artificialis u ordo poeticus), la lingüística del texto (nivel macrosintáctico de base y nivel macrosintáctico de transformación), etc. La historia, en suma, hace referencia al conjunto de los hechos relatados en la novela, como sucesión de acontecimientos ordenados cronológicamente, mientras que el discurso designa la disposición literaria y formal de los mismos hechos, tal como se presentan en la dispositio narrativa. Señalamos a continuación las secuencias discursivas en que, a nuestro juicio, puede disponerse la historia o trama de este relato.

 

1. La marquesa Eulalia compra en el bazar de Bruno una muñeca, la más preciada de la tienda, para su hija Casilda, en el día de su onomástica (pp. 25-30).

2. El mismo día, por la tarde, tiene lugar en casa del marqués la recepción de la apreciada muñeca de porcelana. Dado su valor, se decide guardarla en el armario de la alcoba matrimonial, y sacarla sólo en dignísimas ocasiones. Casilda no podrá jugar con ella. Ha transcurrido el primer día (30-34).

3. El siguiente es el de la onomástica de Casilda. Ante la muñeca desfilan todos los invitados. Su presencia en la casa resulta hechizante. Tras el cumpleaños de niña, la muñeca, que entonces recibe el nombre de Carlota de boca de su ama, es encerrada bajo llave en el armario de la habitación de los marqueses. Han transcurrido dos días (34-41).

4. Transcurre un blanco de abundante tiempo latente. Carlota «vive» encerrada en el armario matrimonial durante muchos años, en los que se producen varios acontecimientos que serán narrados posteriormente por la propia muñeca, cuando los oiga por boca de Casilda, y complete la información que recibe desde el interior del armario (41-48).

5. Tras la muerte del marqués, y de su esposa, tres años más tarde, Casilda saca a Carlota del armario, sin el permiso de la anciana doña Brígida, y de Felisa, hermana del difunto marqués. El relato transcurre ahora en tiempo presente, y permite incluso recuperar verbalmente el pretérito: la simultaneidad de los hechos acaecidos durante el enclaustramiento de Carlota. Casilda narra a Carlota, a quien añade el segundo nombre de Leopoldo, dos microrrelatos que permiten la presentización del pasado como tiempo referencial: la historia de su «novio» Leopoldo, que la abandonó para casarse con Felisa (lectura de la carta de declaración), y el relato de uno de sus últimos sueños, fruto de su obsesión y enfermedad (48-55).

6. Tras la muerte de Casilda, Felisa impone su autoridad sobre todos los miembros y pertenencias de la familia, incluidas doña Brígida y Carlota-Leopolda (55-58).

7. Carlota-Leopolda es recluida en el desván por la propia Felisa, quien la ata fuertemente a la caja y la envuelve en múltiples telas (58-60).

8. Cierto día, doña Brígida, acompañada de la doncella Mariana, quien guarda la carta que Leopoldo escribiera a Casilda ―y que Felisa busca de forma desesperada―, suben al desván para recoger la muñeca. Doña Brígida, muy anciana, resbala accidentalmente y muere (60-62).

9. Transcurre mucho tiempo: tres generaciones (62-64).

10. Laura y Jacinta, nietas de Felisa, suben al desván para rescatar algunos objetos, ya que la casa va a ser derribada. Allí encuentran la muñeca, y merced a la palabra de Mariana, ahora anciana sirvienta, conocen todos los hechos del pasado que obran en la mente del lector. De nuevo asistimos a la presentización del tiempo pretérito, y al establecimiento de relaciones de simultaneidad (64-69).

11. Laura y Jacinta deciden vender la muñeca a un anticuario (69-71).

12. Pronto Carlota-Leopolda es adquirida por una mujer llamada Leonor, quien la presenta a su familia, y les exige digan que esta muñeca procede de su bisabuela. Sucede que el hijo de Leonor va a contraer matrimonio con Natalia, hija de Laura, es decir, biznieta de Felisa. Carlota y Laura se reconocen mutuamente.

13. Natalia pide a su novio que como regalo de pedida le entregue a Carlota-Leopolda. Esta solicitud despierta un profundo malestar en la hermana del novio, Myriam, que deseaba la muñeca ansiosamente. Sin embargo Carlota-Leopolda vuelve a los descendientes del marqués de Branzalada.

 

 

Construcción del personaje literario

Hasta el siglo XVIII los estudios literarios están dominados por las concepciones de la poética aristotélica, dentro de la cual el personaje era fundamentalmente un soporte de la acción, su agente y objeto. La Ilustración y el Romanticismo introducen un nuevo enfoque en el estudio de los fenómenos culturales, que altera profundamente la noción de persona, como sujeto de una visión idealista de la realidad, en cuya conciencia subjetiva se construye el objeto de conocimiento. Se adquiere de este modo un sentido de la subjetividad y un interés por los conflictos psicológicos inédito hasta entonces, que no tardará en manifestarse en obras literarias concretas, y desde el que se ha de proponer una nueva visión del personaje literario, insistiendo en la valoración de su conciencia, en las posibilidades de su vida interior, y en todo un conjunto de reflexiones que tienen como centro el pensamiento subjetivo.

A lo largo del siglo XX las obras de creación y teoría literarias han manifestado diferentes concepciones y expresiones del personaje literario. De este modo, en la novela moderna, el personaje recibe con frecuencia varias denominaciones, y predicados semánticos que discuten abiertamente su identidad y estabilidad; el siglo XX ha desplazado, desde posiciones epistemológicas y metodológicas, exigidas ya por nuevos descubrimientos científicos, ya por dramáticas transformaciones sociales, el concepto de héroe vigente en el mundo decimonónico, como unidad estable de relación y sentido, lo que origina, en la literatura del presente siglo, la presencia de personajes que discuten su propia existencia, y el surgimiento de teorías que desplazan los modelos clásicos de construcción, así como los modos y posibilidades tradicionales de su conocimiento y comprensión.

Aristóteles considera que en la tragedia el principal objeto de imitación es «una acción esforzada y completa», encarnada en un actuante: «actuando los personajes, y no mediante relato», de lo cual se desprende que «los hombres que actúan», como sujetos de la acción trágica, objeto a su vez de la finalidad mimética de las artes verbales, imitan (o actúan) no como hombres, sino como actuantes. En consecuencia, la teoría aristotélica del personaje literario se construye sobre una reflexión acerca del objeto de la mímesis en las artes verbales, esto es, la acción (fábula), de la que los personajes son sujetos y objetos, realizan acciones y reciben sus consecuencias, y por relación a la cual se definen ante todo como actuantes, como entidades que ejecutan la imitación actuando, «que hacen la imitación actuando» (1449b 31). El personaje queda, pues, subordinado al objeto principal de la mímesis verbal, la acción, y definido por su participación en ella, de la que es ancilar representante.

 

Es, pues, la tragedia, imitación de una acción esforzada y completa, de cierta amplitud, en lenguaje sazonado, separada cada una de las especies [de aderezos] en las distintas partes, actuando los personajes y no mediante relato, y que mediante compasión y temor lleva a cabo la purgación de tales afecciones (1449 24-28).

 

Aristóteles distingue, a propósito de la acción del personaje, que es el objeto de la mímesis, dos causas naturales de las acciones, a las que denomina pensamiento (diánoia) y carácter (ethos).

 

Una acción [...] supone algunos que actúan, que necesariamente serán tales o cuales por el carácter y el pensamiento (por éstos, en efecto, decimos también que las acciones son tales o cuales), dos son las causas naturales de las acciones: el pensamiento y el carácter, y a consecuencia de éstas tienen éxito o fracasan todos. Pero la imitación de la acción es la fábula, pues llamo aquí fábula a la composición de los hechos, y caracteres, a aquello según lo cual decimos que los que actúan son tales o cuales, y pensamiento, a todo aquello en que, al hablar, manifiestan algo o bien declaran su parecer (1449b 36-1450a 7).

 

Aristóteles, al señalar las partes de la tragedia, las dispone del modo siguiente: «la fábula, los caracteres, la elocución, el pensamiento, el espectáculo y la melopeya» (1450a 9-10). De este modo, es posible distinguir, con Aristóteles, entre:

 

1. Objeto de imitación: fábula, caracteres y pensamiento.
2. Modo de imitación: espectáculo.
3. Medios de imitación: elocución y melopeya.

 

Aristóteles dispone estos elementos en relación jerárquica, ya que considera a unos más importantes que otros, y se refiere en primer lugar a los caracteres, a los que define, por relación a la fábula, como conjunto de cualidades de los sujetos que actúan: «La fábula es, por consiguiente, el principio y como el alma de la tragedia; y, en segundo lugar, los caracteres» (1450a 38-39). Aristóteles distingue entre el agente (pratton), que es una exigencia de la acción, y el carácter (ethos), que es una sustancia, una cualidad, en sí, no por relación.

 

La tragedia es imitación, no de personas, sino de una acción y de una vida, y la felicidad y la infelicidad están en la acción, y el fin es una acción, no una cualidad. Y los personajes son tales o cuales según el carácter; pero, según las acciones, felices o lo contrario. Así, pues, no actúan para imitar los caracteres, sino que revisten los caracteres a causa de las acciones. De suerte que los hechos y la fábula son el fin de la tragedia, y el fin es lo principal en todo (1450a 16-23).

 

En suma, para Aristóteles el personaje es un conjunto de rasgos complejos, de los cuales unos son constitutivos de su personalidad, los caracteres (ethos), como elementos determinados por la cualidad, no por la relación, y otros, como el pensamiento (diánoia), que se derivan de su participación en el desarrollo de la acción en su condición de agente (pratton), y resultan delimitados por su relación con la fábula.

A lo largo del siglo XX, diferentes teorías y escuelas poéticas han estudiado el personaje literario desde concepciones demasiado particulares o perspectivas acaso reduccionistas, que han contribuido a devaluar inevitablemente la noción de personaje en los textos de ficción. Algo semejante podría decirse desde el ámbito de la creación literaria, pues desde la novela posnaturalista parece producirse una progresiva desintegración del personaje clásico, que Paul Conrad Kurz definió como «la despedida del héroe». Parece, pues, indudable la existencia de ciertas consonancias entre la crítica y la creación literarias del siglo XX en lo que respecta a una nueva concepción del personaje en los textos de ficción.

A propósito del formalismo ruso se han citado con frecuencia las palabras de Tomachevski (1928/1982: 206) en las que consideraba al personaje como un soporte del componente temático de la obra: «El héroe no es un elemento temático de la fábula, que, como sistema de motivos, puede prescindir totalmente del héroe y de su caracterización. El héroe nace de la organización material en una trama, y es por una parte un medio para enlazar los motivos, y por otra una especie de motivación de carne y hueso del nexo entre los motivos».

En las corrientes filosóficas del siglo XX reside otra de las causas de cambio en la concepción y construcción discursiva del personaje literario. El existencialismo ha concebido al hombre como un ser que carece de unidad sustancial, y va haciéndose progresivamente a través de su actuar; esta concepción ha determinado la creación de muchos personajes literarios. El hombre alcanza su plenitud de ser con la muerte, y paralelamente el personaje alcanza su sentido definitivo al final de la novela: la explicación de las conductas y de los modos de actuar y de relacionarse de los personajes no tiene su sentido completo hasta que el desenlace los hace desaparecer del discurso.

Mauriac (1952) es uno de los principales representantes de esta tendencia, que considera al personaje literario como un fenómeno de naturaleza textual o ficcional, si bien formado con elementos del mundo real, merced a la observación de los hombres de carne y hueso, entre los cuales figura el propio escritor. Se trata, en suma, de reflejar la naturaleza de la condición humana del personaje, en un intento por conocer y comprender sus medios y posibilidades de vida en una determinada época y lugar, en una sociedad concreta, y bajo una ideología y unos valores axiológicos dominantes.

El funcionalismo iniciado por Propp encuentra en el estructuralismo francés, concretamente en la obra de Greimas, Brémond, Genette, Tesnière, etc., célebres continuadores, que pretendieron «la réinterprétation linguistique des dramatis personae» (Chabrol, ed., 1973), al considerar que la estructura del relato y la sintaxis de las lenguas serían un modelo único. Barthes, en 1966, en Comunications 8, también sostenía, como los formalistas de principios de siglo, que la noción de personaje era completamente secundaria, subordinada como lo estaba a la trama, y le negaba su dimensión psicológica, que consideraba influjo burgués.

La crítica histórica equiparaba el personaje a la persona humana, desde el llamado «efecto persona» o «efecto realidad». Este concepto se rechazó de forma prácticamente unánime, y han sido los formalistas (rusos y franceses) quienes han insistido en determinar al personaje por su función en relato, en el que el personaje no es sino una construcción verbal, un rol por relación a la función en la que interviene, de donde se desprende su valor como elemento de construcción de un orden sintáctico.

En los procesos de construcción, concepción e interpretación del personaje literario se observan cambios importantes a la largo de la historia de la literatura y del pensamiento. El concepto de persona ha cambiado, y el de personaje también; en la novela del XX los personajes son vagos, diluidos, no tienen un carácter permanente en la obra, sus perfiles y sus nombres cambian... Diferentes corrientes de pensamiento han intervenido en estos cambios (marxismo, sociología, psicoanálisis...). La valoración que la subjetividad y el mundo interior del hombre encuentra en el Romanticismo ―especialmente desde el Idealismo alemán―, durante el siglo XIX, y en la obra de psicoanalistas como Freud (1899), Jung y Lacan, en el siglo XX, representa hacia los conceptos de persona y personaje no sólo una atención creciente desde el punto de vista artístico y creativo, sino también en lo que se refiere a sus posibilidades de expresión y conocimiento científico. La novela psicológica del siglo XIX, dentro de las corrientes del realismo literario, o incluso la narración epistolar, frecuente en la Ilustración, y propia de los géneros de comunicación íntima, representan algunas de las manifestaciones creativas destinadas a la valoración y conocimiento de la experiencia subjetiva del pensamiento humano.

Los estudios sobre psicología han postulado imaginariamente la existencia de ámbitos desconocidos en el inconsciente humano, y han fantaseado sobre el Hombre, como si no fuera un completo sujeto racional, sino más bien una criatura esencialmente motivada por impulsos y pulsiones irracionales. Con frecuencia el psicoanálisis interpreta al personaje en relación con el autor, a quien cree un traslado que hay que reconocer analizando las normas que usa el inconsciente para manifestarse, mediante procedimientos de condensación, desplazamiento y figuración.

Desde el punto de vista de determinados autores, afines a enfoques sociológicos de la literatura, el personaje literario constituye con frecuencia un paradigma ideológico con atributos y predicados específicos, capaz de actuar como portavoz del pensamiento y la ideología de un determinado grupo social. Muchas de las más célebres manifestaciones novelísticas del siglo XX han sustituido la concepción individual del personaje protagonista, propia del siglo pasado, por un protagonismo colectivo, de plurales perspectivas, y no exento con frecuencia de implicaciones revolucionarias. Desde el punto de vista de la sociocrítica, Goldmann concibe el personaje en el conjunto de su método, situado entre el estructuralismo y la sociología, el llamado estructuralismo genético: parte de la hipótesis de que existe una rigurosa homología de estructura entre los personajes de una obra literaria y las personas que están en el medio social donde aparece.

Se ha señalado con frecuencia que como la psicocrítica, la sociocrítica tiende a un determinismo y a una simplificación excesiva en las relaciones del personaje con los modelos y tipos propuestos por el psicoanálisis y por la sociología, y no dan cuenta de la complejidad de las ficciones de una novela. No son teorías que expliquen o interpreten la figura del personaje en su totalidad, y nunca lo explican como personaje propiamente «literario», sino como reflejo de los aspectos individual o social de la persona. Ambos métodos examinan el personaje como un trasunto del autor, una proyección de su personalidad, bien desde su interior o inconsciente (psicoanálisis), bien desde su persona social (sociocrítica).

Goldmann explicaba las transformaciones sufridas por la noción de personaje literario desde el punto de vista del reflejo superestructural del tránsito de una economía de libre concurrencia a otra de monopolios, proceso que da por concluido en 1910, y que trae como consecuencia el denominado «roman de l’absence du sujet».

Este tipo de novela, de protagonista colectivo, trata de demostrar que nuestro mundo moderno está dominado por estructuras colectivas, y no por grandes individualidades, como sucedía en el pasado. El unanimismo de Jules Romains se configura de este modo como un movimiento que, desarrollado en poesía y teatro principalmente, y en la serie novelística Les Hommes de Bonne Volonté (1932-1936), se refiere a un mundo en el que grandes colectividades o agrupaciones humanas adquieren y sustituyen el comportamiento de grandes individualidades. La Colmena, de Cela, es testimonio de esta perspectiva.

La denominada novela de ciudad, de protagonista colectivo, podría considerarse como una variante de los aspectos que aquí abordamos: Manhattan Transfer (1925) de John Dos Passos, Berlin Alexanderplatz (1930) de Alfred Döblin, La colmena de Cela. Debe señalarse la importancia que en el mundo ensayístico adquiere en este sentido la obra de Ortega La rebelión de las masas (1930) y, en el preludio de la modernidad, El contrato social, de Rousseau[1].

Lukács, en sus teorías sobre el héroe problemático ―una forma más de hablar de antihéroe―, ha señalado que existe una relación dialéctica constante entre el personaje y su entorno, en el que se encuentra indisolublemente integrado, y desde el cual se explica y justifica su modo de obrar y de pensar. Según Lukács, el personaje de novela representa siempre una trayectoria hacia el autoconocimiento, que, a lo largo de la historia literaria, estaría representado por tres momentos principales: 1) el idealismo abstracto de don Quijote; 2) el romanticismo de la desilusión (encarnado en La educación sentimental); y 3) en la novela de aprendizaje de autores como Rousseau y Goethe. Goldman es en este punto muy poco realista. Había insistido igualmente en una concepción del personaje literario como reflejo de estructuras sociales e ideológicas, como sujeto de acciones y pensamientos que han de enfrentarse a un sistema social cuyos valores deben ser profundamente transformados.

Por su parte, Bajtín consideraba que el autor se expresa a través de sus personajes, pero sin confundirse con ninguno de ellos, merced a la autonomía y expresión polifónica que el héroe adquiere en el relato. Bajtín establece incluso una tipología desde la que trata de determinar el modo de las relaciones polifónicas entre el autor y sus personajes, y llega a la siguiente conclusión tripartita:

 

1) Novelas en las que el autor no distingue entre su competencia (ética, ideológica, emocional, cognoscitiva, semántica...) y la de sus personajes, provocando afinidades y coincidencias entre ambos. Es lo que sucedería con los personajes de Dostoievski, en cuyas obras el autor resulta absorbido en el personaje, según Bajtín.

2) Novelas en las que el personaje se convierte en una proyección del autor, como sucede en la mayor parte de las novelas de la época romántica.

3) Novelas en las que el personaje parece construirse y desenvolverse de forma autónoma, autosuficiente e individual, como sujeto de acciones, pensamientos y discursos propios, emancipados formalmente de la intervención del autor. Esta modalidad representaría el grado más intenso de separación entre las competencias del autor y el dominio del personaje.

 

Para Bajtín, en su idealismo tan ocurrente, las formas artísticas son reflejo de hechos sociales, de modo que el estudio de la novela, su construcción e interpretación, debe dar cuenta de una determinada concepción del hombre, de sus posibilidades y competencias dialógicas en el dominio social que le ha tocado vivir. Desde este punto de vista, tan simple, es posible distinguir dos tipos de personaje, en realidad por completo idealistas y básicos:

 

a) El héroe épico: propio de la novela monológica, encarna puntos de vista unívocos, monológicos, que representan el idiolecto del autor, y su correspondiente visión del mundo, particular y dominante.

b) El héroe novelesco: representativo de la novela abierta, novela polifónica, construida sobre la polifonía de voces de personajes, autores, cronistas, narradores..., cada uno de los cuales ofrece su particular y contrastada visión del mundo, en una concepción intertextual de la palabra y del discurso.

 

Aristóteles había advertido en su Poética siglos antes. Las artes que se sirven de la palabra para la práctica de la mimesis, es decir, las que sólo posteriormente habrían de identificarse bajo el nombre de literatura, lo hacen sobre un objeto preciso, hombres que actúan, es decir, que su objeto son los personajes, los caracteres.

 

 

Descripción del personaje en el relato

El personaje es una unidad sintáctica del relato, como las funciones, el tiempo y el espacio, también elementos estructurantes de la trama. El personaje se configura como unidad de función, porque puede delimitarse funcionalmente al ser sujeto de acciones propias, como unidad de sentido, ya que es objeto de la conducta de otros personajes y puede delimitarse por relación a ellos, y como unidad de referencias lingüísticas, es decir, como unidad de todas aquellas referencias lingüísticas y predicados semánticos que se dicen sobre él, de modo que es posible delimitarlo verbalmente como depositario de las notas intensivas que, de forma discontinua, se suceden sobre él a lo largo del relato.

De este modo, los personajes se identifican como unidades de descripción y de función, y establecen relaciones que se transforman en el decurso del tiempo. El personaje se constituye así en sujetos de acciones y atributos. El nombre asegura la unidad de las referencias que, en forma discreta, los otros personajes, el narrador o incluso el propio sujeto, reciben y acumulan a lo largo del texto.

Son varios y bien distintos los personajes que nutren La melodramática vida de Carlota-Leopolda, si bien es la muñeca protagonista y narradora de la historia la que confiere unidad al conjunto. Este personaje se distingue de los demás por su dimensión paradigmática, al poseer unos rasgos de intensión específicos, y por la riqueza de su constitución sintagmática, ya que se convierte en el personaje que adquiere las mayores posibilidades de relación con los demás, sean humanos, sean objetos o naturalezas muertas, a través de una temporalidad centenaria, y de una espacialidad sucesivamente exótica y moderna; paralelamente, el hecho de presentarse como personaje narrador y protagonista de la historia (autodiégesis) le permite elegir un punto de vista o focalización (interna y retrospectiva), una modalidad (discurso interior y exterior, libre y referido, directo e indirecto), un conocimiento parcial de la historia, que tiende hacia la totalidad (equisciencia), una determinada presentación de los hechos (escénica y panorámica), la selección de una voz y de una posición estable en el más externo de los estratos discursivos del relato (diégesis); y una privilegiada mirada semántica hacia un mundo casi infinito de objetos que la rodean y que ella misma narrativiza con intensa frecuencia.

Por último, su indisposición actancial, como personaje protagonista que jamás podrá ser sujeto de acciones, sino sólo objeto de las que le ofrezcan ajenamente los seres humanos, y su monológico espacio interlocutivo, como sujeto hablante en cuyo discurso nadie podrá intervenir jamás, y que sólo el narratario o el lector real podrán contrastar en el acto de lectura, le confieren un estatuto inverosímil, audazmente paradójico, de unidad en la expansión temporal, de superioridad en las jerarquías discursivas, de competencia semántica frente al saber individual de cada uno de los personajes, de objeto que es sujeto de las palabras que registran las acciones de los demás personajes, es decir, sujeto de una enunciación nunca dialógica y objeto de todos los enunciados, con frecuencia dialógicos, y de cuantos predicados actanciales se disponen sobre ella, que son la práctica totalidad de los existentes.

Desde el punto de vista de la semiología de la literatura, el estudio del personaje novelesco puede abordarse teniendo en cuenta los siguientes aspectos:

 

1. Nombre propio (o nombre común que funcione como propio).
2. Etiqueta semántica: predicados y notas intensivas.
3. Funcionalidad y dimensión actancial.
4. Relaciones y transformaciones del personaje en el relato.
5. Intertexto literario y contexto social.
6. Transducción del personaje literario.

 

 

1. El nombre propio

La muñeca protagonista recibe dos nombres, ambos procedentes de Casilda, y el segundo de ellos otorgado en una circunstancia de ardiente despecho, con el fin de herir a su tía Felisa, con quien se había casado el que iba a ser su prometido, Leopoldo Sánchez de Almagro, capitán del ejército de caballería. La polionomasia era una propiedad de las novelas de aventuras o bizantinas, de la que la propia Carlota-Leopolda no está exenta en absoluto.

La primera denominación se produce con odio no disimulado ante su madre Eulalia, en el momento en que la muñeca va a ser recluida en el dormitorio matrimonial, y sin que el texto revele datos concretos acerca del origen y pretensiones del apelativo.

 

―La llamaré Carlota ―dijo de pronto la niña con un acento frío donde cabía y se guarnecía todo un rencor.
―Del nombre ya hablaremos ―puntualizó la madre―, deliberaremos respecto a él tu padre y yo junto con la madrina y tu tía Felisa.
―La llamaré Carlota ―repitió Casilda.
En cuestión de unas horas la niña se había transformado (41).

 

La segunda denominación tiene lugar tras la muerte de los marqueses y el rescate de la muñeca por parte de Casilda. El lector accede a un enfoque próximo de los hechos a través de una visión escénica de la que el narrador desaparece textualmente, al focalizar de forma mimética el enfrentamiento verbal entre Casilda y sus superiores Felisa y doña Brígida.

 

―Nos agitaremos juntas en las largas noches de insomnio y pesadillas que se avecinan y a partir de ahora también Carlota tendrá otro segundo nombre ya que la llamaré Carlota-Leopolda o Leopolda-Carlota según mi estado de ánimo [...]
―Madrina, ¿qué es lo que se propone Casilda? ¿Con qué derecho pone el nombre de mi marido a la muñeca? [...]
―¿Has visto qué inspiración, qué divina inspiración? ¡Carlota-Leopolda! ¡Leopolda-Carlota! ¡Qué resquemor van a sentir los dos! (50-51).

 

El nombre propio, o el nombre común que funcione como propio, garantiza la unidad de las referencias lingüísticas que se dicen sobre el personaje, las cuales constituyen su etiqueta semántica, y proceden con frecuencia de fuentes textuales muy diversas. En el caso de un nombre común que funciona como propio, hay que advertir que toda nominalización puede funcionar como un intento de animalización o cosificación: es el caso del remoquete «Conejo», para aludir al jesuita Silverio Eraña en la novela A.M.D.G. de Pérez de Ayala; de expresiones como «la Raposa», en la obra Ligazón, de Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte, de Valle-Inclán; o de configuraciones abiertamente burlescas, como la denominación que recibe el más inverosímil de los autores ficticios del Quijote, el árabe Cide Hamete Benengeli.

El nombre propio es uno de los más inmediatos signos de ser, y se presenta por lo general con un valor meramente denotativo, es decir, como una palabra vacía que identifica una unidad de construcción, el personaje, que irá disponiéndose de forma discontinua a lo largo del texto. No obstante, es posible que el nombre propio adquiera, por relaciones de intertextualidad o contexto social, notas semánticas de cierta significación, que impriman ciertos sentidos a la expresión meramente denotativa; es el caso de nombres como Celestina, don Juan, Cide Hamete y los autores ficticios de la literatura caballeresca, o Telva como nombre de ancestrales sirvientas de hogares de aldeas asturianas (La dama del alba de Casona, Camino con retorno de Suárez Solís...), que se inscriben fácilmente en una tradición literaria de claras repercusiones semánticas, prontamente identificables.

 

 

2. La etiqueta semántica: predicados y notas intensivas

En el caso de Carlota-Leopolda son numerosas y de variada procedencia. Si el nombre de cada personaje dispone la posibilidad de referirse, de forma relativamente unitaria y estable, al conjunto de referencias y acciones que a lo largo de la novela encarna como construcción actancial y discursiva, la etiqueta semántica del personaje es resultado de la lectura que el intérprete realiza de la novela, a través de los datos que de forma sucesiva y discontinua aparecen a lo largo de la obra, con objeto de construir interpretativamente lo que el personaje novelesco es y representa textualmente. A veces el lector sabe muchos datos sobre el personaje antes de que éste haya aparecido directamente, es decir, por sí mismo. Conviene determinar la procedencia de estos datos, así como la modalidad bajo la que se comunican al lector. La etiqueta semántica se construye a partir de predicados semánticos y notas intensivas que se dicen sobre el personaje a lo largo del discurso, y que proceden de fuentes diversas:

 

a) Juicios aportados de forma directa por el narrador, y que con frecuencia se hallan sometidos a su libre manipulación y a sus competencias y modalidades discursivas.

b) Datos procedentes de otros personajes, que pueden cambiar a lo largo de la novela, según las transformaciones que tales sujetos experimenten en cada momento.

c) Criterios procedentes de la opinión y conducta del propio personaje, que son valorados de acuerdo con los sistemas éticos que dan coherencia a la obra, y que permiten definirlo desde el punto de vista de sus propias premisas y posibilidades.

 

La variedad de las formas de presentación de un personaje pueden acaso reducirse a dos muy representativas, según siga una retórica «realista» (mundo ficcional verosímil), que, como en el cuento que nos ocupa, construye al personaje como si se tratara de un ser humano individual y verosímil, y la que sigue una retórica «imaginativa» (mundo ficcional no verosímil) y no pretende conseguir un efecto inmediato de realidad, ya que no busca el contraste de su verificación o falsificación, sino que instituye una lógica particular del mundo ficticio que postula. En principio, el personaje y su etiqueta semántica se presentan como un nombre vacío, como un «cheque en blanco», sobre el que se acumulan progresivamente datos y actuaciones, es decir, predicaciones que constituyen sus rasgos distintivos. Examinemos algunos de ellos teniendo en cuenta su procedencia.

1. Los juicios procedentes del narrador, es decir, de la propia Carlota-Leopolda, insisten siempre sobre dos notas fundamentales: la longevidad y su condición singular de muñeca sobrestimada, hechizante, valiosísima. La descripción más completa de Carlota-Leopolda no procede de otro personaje sino de ella misma, cuando por vez primera se contempla en un espejo en casa de los marqueses de Branzalada, de modo que el punto de vista más preciso y privilegiado en la presentación de la muñeca corresponde a ella misma, en el que parece situarse francamente sin afectación, incluso cuando nos advierte acerca de «...los letreros franceses, por si no recordáis que soy francesa de verdad...» (40).

 

a) Yo soy más que centenaria (25).

b) Yo podía al fin recrearme en la contemplación de mí misma. El cristal de espejo me devolvía bajo una pamela de paja y flores mi cabellera de lana amarilla y ondulante que me llegaba hasta los hombros, el círculo rubio de mis cejas en forma de dosel que resaltaba la placidez de mis ojos azules sobrenadando en una laguna blanca, la nariz con el dibujo diminuto de las aletas rosáceas, la boca pequeña y cerrada en el pliegue de los labios, el superior muy fino y acentuado al igual que el trazado de las comisuras, el inferior carnoso y relleno de color, el arrebol de las mejillas abombadas y el mentón que infundía carácter a mi cara de niña y que terminaba en un hoyuelo como la punta de una almendra (32).

 

2. Los juicios procedentes de otros personajes insisten uniformemente en la belleza y valores singulares de la muñeca, resultan de perspectivas, modalidades y competencias diferentes, y orientan al lector en las transformaciones que experimentan los personajes a lo largo del relato.

a) Es el caso de Bruno, el dueño de la tienda en que doña Eulalia adquiere a Carlota-Leopolda: «Tengo el honor de mostrarles el prodigio plástico del siglo XIX, la maravilla inmóvil de la creación artística, el rostro divino y virginal de la belleza intangible que un día soñó el artífice...» (26). Y más tarde, al retirarse las damas, ante sí mismo: «Maldita sea, lástima haberte enseñado. Ha sido una desafortunada ocurrencia. No sentía ninguna prisa por deshacerme de ti [...]. Quizá te he sacado del estante por culpa de la niña, por culpa de su fragilidad. Sus ojos, su candor... Podría volverme atrás y enviar otra que no fueses tú. Como que me había equivocado... No, no lo haré...» (30).

b) La familia queda extasiada en su primera contemplación, en la tarde su llegada a la casa. Para la marquesa Eulalia, Carlota-Leopolda «es una preciosidad» (28), por ello, antes de guardarla, advierte a su hija: «Tienes muchas más muñecas para jugar y esta define y acredita una casa, una familia, un hogar. Una dinastía» (40). Casilda, sin embargo, había expresado toda su inquietud en el bazar de Bruno: «Mamá ―dijo al cabo cuando su respiración entrecortada se lo permitió― es preciosa» (29). Doña Brígida, uno de los personajes más estables y recurrentes en sus predicados semánticos, sentencia segura de sus años: «Preciosa, preciosa. Créeme, Felipe, es la muñeca más bonita que he visto en mi vida» (33). Don Felipe asiente: «Se trata, no cabe duda, de una auténtica maravilla» (33), mientras que su hermana Felisa declara discretamente que «es una lindeza ―los labios de Felisa se entreabrieron―. ¡Qué mejillas tan sonrosadas!» (33), sin preludiar con estas palabras una transformación decisiva en sus relaciones con Carlota-Leopolda, a la que llega a recluir en el desván, y de la que dirá, tras la muerte de Casilda: «Esta muñeca representa un maleficio. Ella fue la causa de la tristeza de Felipe y Eulalia en los últimos años de sus vidas. Casilda no les perdonó nunca que le hubieran negado la muñeca ante el temor de que la rompiera. Mi sobrina se convirtió en un ser intratable por culpa de la muñeca» (57).

c) Los juicios procedentes de otros personajes que la contemplan, como invitados y servidumbre, y especialmente de las niñas que la pretenden como juguete, permiten al narrador recuperar momentáneamente una focalización reflexiva en la que de nuevo el yo se configura como centro semántico y lingüístico:

 

Desfilaron ante mí el ama de llaves, la señorita de compañía de Casilda, viejas ayas de doña Brígida y doña Eulalia, antiguas nodrizas y niñeras de la familia [...]. Risas nerviosas, juramentos y voces se mezclaban al éxtasis que yo les producía desde mi trono de beldad. Qué hermosura, si parece una virgen en su hornacina. Qué cara, parece una santa. ¿De dónde la habrán traído? (34).

Los pechos de las madres y de las hijas se estremecieron y todos los cuerpos giraron hacia mí. Pero a las niñas nada parecía interesarles que no fuera yo. Se distanciaban con menudos pasos, el cuello vuelto hacia atrás para no perderme de vista, enanizadas ante aquella ilusión, prisioneras de la sensación voluptuosa de lo prohibido, de la belleza inalcanzable y al menor descuido retrocedían con disimulo y formaban de nuevo un círculo en torno mío. Idólatras del talismán de mis ojos, de su placidez en la laguna blanca (36-37).

 

d) En la segunda temporalidad del relato, representada por los personajes de la última generación de los Branzalada, Mariana, la ancestral sirvienta, revela a las nietas de Felisa, Laura y Jacinta, el contenido del bulto: «Ya que me lo preguntan les diré que en este saco está metida la muñeca más hermosa que alguien pudiera imaginar, Carlota-Leopolda o Leopolda-Carlota, atada y fajada por las manos de la señorita Felisa» (65). Y Laura y Jacinta: «¡Qué belleza! ―comentaban entre ellas―. ¿Has visto algo igual?...» (66). Y algo más adelante Laura, con «voz suave», exclama: «Mariana, dinos lo que sepas de esta maravilla de muñeca» (67). Finalmente, Jacinta, la de la «voz áspera», sugiere:

 

― ¿Qué hacemos con esta muñeca, Jacinta?
―Yo la encuentro muy bonita, pero demasiado perfecta, con un enigma en los ojos que me inquieta. No me agradaría verla en mi casa. Me daría la sensación de una muertecita.
 ―A mí me parece una preciosidad. Sin embargo, existe un inconveniente: tus hijas y las mías se pelearían por ella» (68).

 

e) La opinión procedente del anticuario al que Laura y Jacinta venden la muñeca reitera la expectativas del lector: «No interesa vender esta muñeca a no ser por una cantidad muy alta, es decir, en el caso de que alguien se encaprichara por ella. Pide... y de momento guárdala en el cajón de la cómoda con las mejores» (70).

f) Por último, los juicios de Leonor, futura nuera de Natalia, al adquirir una muñeca como Carlota-Leopolda son quizá los más definitorios que se dan en el relato acerca de la protagonista: «Explicó que precisaba una muñeca que se saliese de lo corriente, de boca cerrada, francesa y muy antigua» (70), y algo más adelante, con una precisión no alcanzada por ningún otro personaje: «Es el broche de oro que necesitaba este salón: antigua, romántica, hermosa y rancia. En resumen, un verdadero sueño» (72).

 

La posible compradora me observó empleando para ello la atención de una experta. Escudriñó por la nuca y la espalda la señal impresa de mi marca, separó de la frente el nacimiento del pelo por si hubiese alguna resquebrajadura, palpó mis piernas y brazos articulados. Luego sus ojos se hincaron en mudo homenaje ante el prototipo de la belleza y de la gracia (71).

 

La etiqueta semántica está constituida, en suma, por signos de ser, o de parecer, que son con frecuencia signos estáticos, los cuales encuentran su expresión verbal más precisa en el sustantivo, así como en los adjetivos que habitualmente los califican y acompañan. Son predicaciones de ser, metaforizaciones espaciales o temporales, estables o transitorias, pero determinantes en un momento dado, para el narrador, algunos de los personajes o incluso para el propio sujeto, y por supuesto para el lector, en quien crean determinadas expectativas, que a lo largo de la novela podrán verse confirmadas o defraudadas.

 

 

3. Funcionalidad y dimensión actancial

Se trata de los signos de acción o de situación, de signos dinámicos que cambian a lo largo del discurso en las secuencias funcionales en que se inscribe el personaje. La escuela morfológica alemana del siglo XIX, Propp (1928) entre los formalistas rusos, y Greimas (1966) y Brémond (1966, 1973) entre los estructuralistas franceses, son los autores que más se han destacado en el estudio de estos signos.

La semiología literaria insistía en dos orientaciones principales al definir un personaje literario: las que toman como marco de referencia de su definición el de la persona humana, y parten de una concepción social, psicológica o histórica, y tienden a una definición semántica; y los que fundamentan su definición en el texto, y consideran al personaje desde una dimensión funcional de la que puede hablarse como una unidad sintáctica (implicación en las funciones, posibilidades como elemento arquitectónico...).

Aristóteles había considerado la acción (fábula) como el elemento más importante de la tragedia, y había distinguido entre agente (pratton, exigencia de la acción) y carácter (ethos, una sustancia en sí, no por relación); paralelamente, al considerar la fábula como la esencia de la tragedia, y al establecer una relación de implicación entre la acción y el personaje (hombres que imitan), ya que desde un punto de vista lógico no cabe pensar en una acción sin un sujeto que la realice, este último se convierte igualmente en un elemento fundamental de la obra literaria.

Los formalistas y neoformalistas no se separan de Aristóteles en sus estudios sobre la morfología del relato al estimar que el elemento fundamental del mismo lo constituyen las acciones y las situaciones en sus valores funcionales (funciones), pero sí se diferencian del Estagirita al sostener que por relación a ellas los personajes, en tanto que sujetos involucrados en las acciones, se configuran y definen como meros actuantes. Por muchos caracteres físicos, psíquicos y sociales de que pueda ser revestido un actuante, individual o colectivo, los personajes son superiores e irreductibles a una concepción meramente actancial o funcional de su presencia en la literatura.

Desde el punto de vista de estas escuelas y autores, al análisis literario le convenía identificar el número de personajes funcionalmente más importantes del relato, desde el punto de vista de una secuencia (en tres funciones si sigue la propuesta de Brémond) que haga lo más coherente posible el sentido del conjunto discursivo, por ejemplo, una secuencia de fracaso articulada en tres funciones de a) situación inicial de deseo, b) medios para lograr su satisfacción y c) desenlace final de fracaso, al no conseguirlo, que darían sentido coherente a una lectura del cuento que nos ocupa si se propusiera a Casilda como sujeto actancial. Esta interpretación resultaría completamente insuficiente, ya que dejaría sin explicar los acontecimientos que tienen lugar tras la muerte de Casilda, y que se extienden a lo largo de la segunda parte del cuento. Desde criterios funcionalistas, el lector se inclinaría a situar al personaje protagonista, Carlota-Leopolda, en la función de sujeto, pero resulta que este personaje carece por completo de dimensión actancial, al tratarse precisamente de un objeto, sujeto únicamente de una facultad locutiva sin expresión dialógica y actancialmente inoperante. Como sucede con muchas otras obras de la literatura universal, La melodramática vida de Carlota-Leopolda discute abiertamente la validez del modelo funcionalista, que valora al personaje exclusivamente desde el punto de vista de su acción en el desarrollo de la intriga.

Es un hecho que la muñeca no es sujeto de acciones, ya que sólo puede recibir las que procedan de los personajes humanos, lo cual no impide, aunque ciertamente en muy pocas ocasiones, declaraciones personajes sobre sus propios estados de ánimo ante las acciones de las que es objeto. De este modo, las impresiones de Carlota-Leopolda al ser «liberada» de su larga estancia en el armario del dormitorio paterno no deja de ser ambigua: parece celebrar su regreso al mundo, entibiado por la actitud enfermiza y obsesiva de Casilda, que se reía «como una calavera» (51): «Había llegado al fin mi hora de luz y libertad. Veía con emoción la cara de mi ama simplificada encima de los huesos [...]. Su cutis con los años había adquirido un matiz ceniciento y las orejas eran dos enormes fosas de tierra ennegrecida. Nada hablaba. Nada decía. Extenuada por la tensión y el esfuerzo sorbía aire y silencio, boca arriba, los ojos cerrados» (48-49).

Más adelante, tras el enfrentamiento entre Casilda y Felisa, Carlota-Leopolda declara: «Yo como el avestruz hubiera deseado meter la cabeza bajo el ala, sepultarme de nuevo en las sombras olientes del armario de los difuntos marqueses, hundirme en el túmulo tibio de la ropa. Ya conocéis mi debilidad de carácter. Ya sabéis todos de mi corazón de cartón piedra» (51). Carlota-Leopolda no parece sentir hacia los personajes humanos ningún tipo de amor o afecto, ni parece esforzarse demasiado por comprender sus inquietudes, salvo en el momento de la despedida tras la velada de cumpleaños, en que la muñeca habla de su «tristeza azul», refiriéndose acaso a la tristeza que frente a Casilda transmitían sus ojos azules:

 

Con un gesto brusco mi ama separó la tapa de la caja y colocó mi tristeza azul frente a Casilda. El resplandor de la palmatoria ponía un tono lúgubre a la figura casi inmaterial de la niña.

―¡Mírala bien! ―gritó iracunda, fuera de sí la madre―, grábala bien porque voy a guardarla (40).

 

Tras la muerte de Casilda, Carlota-Leopolda queda a merced de doña Brígida y Felisa, y advierte sobre su futuro: «De la controversia suscitada en torno mío yo llevaba las de perder. Mi defensora era una anciana gibosa de armazón descalcificado, de articulaciones fragmentadas, de múltiples deformidades óseas y que tenía por toda autoridad unas lágrimas humildes en un rostro abotagado de vejez frente a la estructura granítica de Felisa y a su voluntad inflexible. Mi suerte estaba echada» (58).

Al abandonar la tienda del anticuario en que la habían depositado Laura y Jacinta, Carlota-Leopolda se despide de sus compañeras y demás muñecos, y declara que «a todos les deseé buena suerte, casa y familias sin histerismo, que no inspirasen celos, antipatías o complicaciones de esas» (71), como si su único deseo fuera eludir todo el pretérito humanamente conocido.

Esta actitud de rechazo sensible hacia lo que, desde el punto de vista de la muñeca, pudiera parecer una visión melodramática de la vida, parece preludiar y justificar las palabras que formula poco después, al sorprenderse de nuevo, en su recién estrenado hogar, en manos de una descendiente de los Piedrahita de Ulloa, concretamente en el regazo de Natalia, la hija de Laura, biznieta de Felisa.

 

En el momento en que Natalia me agarraba por debajo de la falda con la mano derecha y con la izquierda me elevaba hasta su madre, una sensación incómoda se despertó en mí. ¿Dónde había visto yo antes la tersura y claridad de la piel de la dama? ¿Dónde había visto yo el límpido mirar? Indagué en el arcano de mi memoria, en los intersticios de dicha y desdicha. El soplo del aliento sobre mi cuerpo parecía reciente. Unas semanas. Un mes quizá. Al fin caí en la cuenta. La señora apacible y de distinguido aspecto me había estrechado en sus brazos, me había lisonjeado, me había acicalado. Ella con Jacinta me había vendido al anticuario. Era Laura, la nieta de Felisa (74).

 

Una disposición de los personajes desde el punto de vista del cuadro actancial de Greimas no nos facilita en este relato su comprensión más adecuada, pues no parece posible establecer una relación coherente entre Carlota-Leopolda y un objeto explícito de deseo, y acaso aún con más dificultades en lo que se refiere a una funcionalidad intencional o azarosa, dado que no se trata de un actuante, de un personaje que obre, sino de una criatura muda, convencionalmente narradora de cómo otros han actuado y actúan por ella y para ella, objeto de múltiples acciones humanas, intensas, obsesivas, ancestrales. No hay en este cuento un personaje único que represente la fuerza fundamental generadora de la acción en la sintaxis narrativa, ya que Carlota-Leopolda es sólo un objeto que múltiples sujetos pretenden o desean alcanzar. El personaje omnipresente, narrador y protagonista del relato es un personaje actancial y funcionalmente inoperante, mientras que los demás, si bien sujetos de acciones propias, sólo son piezas o eslabones transitorios en el discurso de la muñeca.

Los rasgos físicos, procedentes de una realidad en forma directa o analógica, resultan ser en el discurso novelesco signos caracterizadores de la función que desempeñan los personajes de la historia, y forman un sistema cuyas unidades significan por sí mismas (su significado es socialmente admitido), y por oposición dentro de la misma obra (forman un sistema). Hay personajes ―pensemos en doña Brígida, «con sus ojos de monstruo mitológico» (36)― que pueden ser más importantes como unidad paradigmática que como unidad sintagmática o funcional, de modo que es más interesante como figura que por su función en el conjunto de la historia, como el Magistral en La Regenta, Cide Hamete Benengeli y Dulcinea en el Quijote. Sus rasgos físicos se presentan con una doble finalidad compatible: el mero valor denotativo, indicio generador de discurso realista, y con un valor fisonómico, que orienta la interpretación psíquica del personaje. Con frecuencia la construcción del héroe exige recursos que tienden a destacar aquellas notas del físico o del carácter que están de acuerdo con la función que como actuantes deben desempeñar; acaso no sea completamente casual que su muerte haya tenido lugar en el desván, rodeada de objetos viejos, inservibles y olvidados: «muerte de desván. Guiñapo humano superpuesto a destartalada materia» (62).

 

Doña Brígida tenía un rostro difícil y atribulado por una bizquera despavorida. La raya al medio entre los rodetes simétricos de pelo estropajoso caía en vertical, como a plomada, sobre una nariz descarnada y apesadumbraba el horrendo precipicio de su expresión. El cuerpo era corcovado, presa de un reuma articular que le desvencijaba una a una las vértebras de la columna y le deformaba de manera ignominiosa la trabazón de las manos y los pies (31).

 

4. Relaciones y transformaciones del personaje en el relato

Aquí están presentes signos de acción y signos de relación. Los signos de relación se refieren a los rasgos distintivos que oponen en el cuatro de actuantes, o en el conjunto de personajes, unos a otros; pueden apoyarse en criterios funcionales (agresor / agredido); aluden al ser o a sus cualidades semánticas (hábil, astuto, ingenioso... / inhábil, ingenuo, antipático...); a los signos de acción, etc. A continuación examinaremos algunas de las transformaciones que experimentan en el discurso algunos de los personajes principales en su relación con el personaje narrador.

a) La relación Casilda / Carlota-Leopolda: el objeto de deseos frustrados. Desde el comienzo de la historia Casilda habla a la muñeca y la considera destinataria de sus penas y obsesiones. Entre la niña y Carlota-Leopolda se establece una relación dialógica que se sustantiva a través de un proceso semiósico de comunicación (dialogismo: hablar a), que no de interacción (diálogo: hablar con, hablar entre), ya que la muñeca no responde realmente, sino sólo convencionalmente, a las palabras de Casilda, desde una estratificación discursiva superior, que envuelve de forma recursiva los enunciados de su dueña y locutora.

A propósito de la obra poética de Salinas, Zubizarreta (1969: 28) escribe que «el diálogo es un modo de autoafirmación de la propia persona en el espejo de quien comparte la situación». Acerca del diálogo como forma de expresión literaria, Salinas ha escrito: «La forma literaria más hermosa es el diálogo [...]. Porque en el diálogo, el hombre habla a su interlocutor y a sí mismo, se sirve en la doble dimensión de su intimidad y del mundo, y las mismas palabras le sirven para adentrarse en su conciencia, y para entregarla a los demás [...]. Nosotros dirigimos una misiva a una persona determinada, sí; pero ella, la carta, se dirige primero a nosotros. Cuántas veces se han dejado caer pensamientos en un papel, como lágrimas por las mejillas, por puro desahogo del ánimo, enderezadas, más que al destinatario, al consuelo del autor mismo» (Salinas, 1948: 18 y 26).

 

―Carlota, estás ahí ―acostumbraba a decirme― y no puedo verte ni tocarte. Este es el castigo que me han impuesto sin merecerlo los mayores [...]. Se marchaba despacito, arrebujada en sus rencores y quedaban las gotas de su llanto rodando por la caoba y migajas de su infancia desperdigadas por el suelo (43).

―Carlota, cuando estemos juntas, te contaré mis penas, te hablaré del ingrato y lloraremos las dos sobre la carta de amor que un día me escribió (46).

 

Desde una perspectiva interactancial, es posible describir en el discurso de Casilda la disposición de las acciones y transformaciones que configuran el estado de los sujetos que participan en la comunicación dialógica, si bien es cierto que a un sólo individuo, el autor real, corresponde la organización del discurso en una retórica dialogal, como si se tratara de un solo cuerpo dotado de varias voces y lenguajes. El locutor inmanente de las palabras de Casilda, en tanto que destinatario de un dialogismo textualizado (hipodiégesis), se encuentra en sincretismo con el narrador del relato, Carlota-Leopolda (diégesis), y se define por su competencia previa a la acción, analizable en categorías exclusivamente textuales, las modalidades, que se objetivan en cada acto de lenguaje, y por las transformaciones de sentido que producen tales acciones, a lo largo de un discurso verbal que, si bien avanza mediante secuencias expresadas por dos sujetos hablantes, no adquieren continuidad en el presente, ya que sus respectivos mensajes se formulan en niveles discursivos diferentes.

Es indudable que el diálogo textualizado en el discurso lírico, al igual que sucede en los géneros dramático y narrativo, puede analizarse desde la pragmática como doctrina del empleo de los signos, como teoría de la acción de hablar, y como disposición de un material lingüístico sobre el que actúa la competencia plural de los hablantes. «El diálogo ―ha escrito Hartmann (1970: 35)―, entendido como interacción verbal, debería ser la categoría base de la investigación orientada a los signos y el lenguaje».

Del mismo modo que el diálogo textualizado se constituye como aquella unidad discursiva que, de carácter enunciativo, es obtenida por la proyección de la estructura de comunicación en el discurso enunciado, el dialogismo textualizado podría concebirse como aquel discurso, igualmente de carácter enunciativo, que postula sobre una estructura de comunicación la presencia de un destinatario inmanente, el cual se afirma como legatario global de la enunciación.

Por otra parte, mientras que el diálogo exige tanto al emisor como al receptor una actividad presente y continuada, en el dialogismo textualizado tales exigencias sólo deben ser satisfechas por el emisor (Casilda), dado que el receptor puede operar con suficiencia desde una representación virtual o latente en el enunciado (Carlota-Leopolda), que en ningún caso requiere la manifestación directa. El dialogismo textualizado no reclama la presencia imprescindible del receptor en una interacción verbal, precisamente porque el sujeto interior, en este caso la muñeca, actúa sobre la actividad enunciativa del emisor, Casilda, al actuar paralelamente sobre la actitud del sujeto respecto a su enunciado, que le será destinado como receptor inmanente. Cada enunciación narrativa del tipo «Carlota, cuando estemos juntas, te contaré mis penas», apunta directamente a ligar el oyente al locutor, en este caso por el nexo de un sentimiento afectivo y obsesivo, a través de un empleo del lenguaje en el que éste trata de manifestarse más como un modo de acción sobre el oyente (función conativa) que como un instrumento de reflexión sobre realidades objetuales (función representativa).

De este modo, el dialogismo salvaguarda la comunicación interactancial entre dos instancias locutivas, a pesar de las inevitables deficiencias formales en relación con la continuidad (no es un discurso que avance mediante secuencias expresadas por varios hablantes), y con la fragmentación (no está constituido por enunciados segmentados en partes emitidas por distintos hablantes), características específicas del diálogo como forma de expresión en la que dos o más sujetos alternan su actividad en la emisión y recepción de enunciados.

 

Tenía que abrirlo para rescatar en seguida lo que era mío, lo que hace tantos años entre todos me arrebatasteis. Sí, ni una sola noche dejé de soñar con lo mismo, que poseía la muñeca, que su cuerpecito se recostaba en la almohada de mi cama ya liberado de la sepultura de cartón ―y agregó muy suavemente, muy serena ocultando en el fondo una intención aviesa―, a partir de ahora será mi hija, mi niña, mi confidente. Nadie podrá ya quitármela (49).

 

b) Relación marqueses Eulalia y Felipe / Carlota-Leopolda: objeto de contemplación. Parece claro que existen dos momentos o etapas en la relación que establecen los marqueses con la muñeca. En un primer momento se impone como un hecho inalterable que la muñeca debe ser celosamente guardada de las manos de Casilda, y sólo contemplada en ocasiones muy distinguidas:

 

―Se trata, no cabe duda, de una auténtica maravilla, pero demasiado hermosa para que la niña juegue con ella y con ella haga sus delicias. Eulalia, guárdala en nuestro armario» (33). 

―¡Mírala bien! ―gritó iracunda, fuera de sí la madre―, grábala bien porque voy a guardarla (40).

 

El paso de los años y la actitud colérica y reprimida de Casilda hacen que, con la senilidad, los marqueses alteren sensiblemente su actitud hacia la Carlota-Leopolda, se muestren un tanto arrepentidos de su conducta en el pasado, y exageren profundamente su adoración:

 

―Eulalia, esta muñeca es una maravilla, es un don del cielo que no merecemos por nuestros pecados.
Doña Eulalia, pilastra del marquesado, algo ablandada por los años le objetaba:
―Yo me pregunto, Felipe, si esta muñeca nonos habrá enajenado el amor de nuestra hija y si no será ya hora de cedérsela.
―No, no, Eulalia, por favor ―imploraba― no te lleves a nuestra niña, a nuestra nietecita Carlota (44-45).

 

c) Relación Felisa / Carlota-Leopolda: el objeto del odio. La conexión entre ambos personajes representa una de las relaciones sintácticas acaso funcionalmente más importantes del relato. Para la hermana menor del marqués de Branzalada la muñeca no representa sino un objeto en que depositar el odio profesado a Casilda, por su actitud de resentimiento hacia a Leopoldo, y por su conducta enfermiza y obsesiva frente a sus padres.

 

Hasta que los ojos de Felisa despidiendo un fulgor desconocido se clavaron de nuevo en mí que estaba acurrucada en el asiento de una silla junto a la pared y desamparada... (56).

―¿Vengarme en la muñeca? ¡Qué gracioso! Lo que no quiero es que habite en esta casa con nosotros y que mis hijas al no poder jugar con ella por mi temor al contario o a que la rompan sufran su hechizo invisible y vaguen como almas en pena en su busca. La guardaré en un lugar donde esté sin estar (58).

Con rabia y cansancio, sus ojos rezumando hiel se dirigió a mí: ―Ahora te toca a ti, muñequita presumida y vanidosa, francesita traidora. Te restan ya pocos minutos de contemplar la luz (58-59).

 

A propósito del personaje de novela, Pouillon (1946) ha hablado de la «conciencia irreflexiva», con objeto de designar, por parte de los personajes, la actuación sin pleno conocimiento de la trascendencia de sus acciones. No quiere decir esto que los personajes no sepan lo que hacen, ya que cada uno tiene sus propios fines y los procura. Se trata más bien de designar el sentido trascendente que alcanzan en el entramado de la vida narrativa determinadas acciones, que son realizadas por los personajes como actos cotidianos, diarios, o como resoluciones violentas, atrevidas, y ante los cuales no resulta posible prever la trascendencia finalmente adquirida. Los personajes poseen con frecuencia un visión limitada de su persona y de su capacidad de acción, y sólo al narrador ―o al autor, si aquél no es omnisciente― corresponde la visión de conjunto y el conocimiento de la trascendencia de determinadas acciones, así como a aquellos otros personajes a quienes les esté permitida funcionalmente la intervención en el desarrollo de la intriga; tal es lo que sucede con las nietas de Felisa, que rescatan a la muñeca del desván para deshacerse de ella en la tienda de un anticuario, y lo único que consiguen es que vuelva a manos de Natalia, biznieta de Felisa.

 

 

5. Intertexto literario y contexto social

Desde esta perspectiva, deben tenerse en cuenta los signos de relación, al menos desde un punto de vista transtextual, al referirse a la relación intertextual, es decir, de copresencia, eidética y frecuentemente, de signos literarios que definen o determinan en dos o más obras la constitución del personaje. Se trataría en suma de personajes que, por razones de intertextualidad literaria o contexto social, pueden recibir connotaciones que condicionen apriorísticamente su configuración o rol actancial. En tales casos podría hablarse prototipos, es decir, de personajes de «nombre lleno» (donjuán, celestina...) que, bien por efecto de un uso social, bien por relaciones con otras obras literarias, adquieren un significado previo a su acción y presentación en el discurso.

Desde el punto de vista intertextual, la manifestación sin duda más destacada, dentro de los presupuestos de la literatura comparada (tematología), es la denominada «narración de objetos», es decir, la narración que transcurre sobre la descripción de realidades ónticas a las que trasciende una presencia semántica, una mirada intensamente valorativa y evocadora, de amplias resonancias en la conciencia y subjetividad de los personajes protagonistas, que se manifiestan en el proceso de humanización al que son sometidos tales objetos. Carlota-Leopolda es, no lo olvidemos, un «objeto» que narra.

La temática de la «narración sobre objetos» es muy frecuente en la literatura moderna, y, como objeto del comparatismo literario, puede justificarse con textos tan diferentes entre sí como La mecedora (1986) de Ibarra, Les choses (1965) de Perec, Pago de traición (1983) de Portal, A la recherche du temps perdu (1913) de Proust, etc. La espacialización de los objetos se sitúa en un mundo exterior al personaje, y, sin embargo, el espacio subjetivo de cada narrador se construye con frecuencia sobre las sensaciones, aromas, pensamientos, miradas..., procedentes de los objetos del mundo real, que cobran un nuevo sentido desde la percepción espacial y subjetiva del personaje que los enfoca.

Tras ser conducida allí por la furiosa Felisa, Carlota-Leopolda ofrece su visión del desván y los objetos que lo habitan en los siguientes términos.

 

Me sobrecoge aún la palabra desván. destino de las cosas que el hombre no sabe qué hacer con ellas, que superan sus planes de rey de la creación, que le irritan por la perennidad de la materia en contraste con lo efímero de su naturaleza, que estorban u entorpecen su espacio vital, pero que carece de valor para destruir ya que en el fondo conserva la esperanza de que sirvan para algo o para alguien.

Al llegar allí contemplé un suelo atiborrado de cabezales de camas, de sofás, sillas y butacas de patas astilladas, asientos desfondados dejando al descubierto la delgadez de los saetines, marañas de crin, rebeldía y caos de muelles, tapicería hecha jirones. Puertas y ventanas desquiciadas, jergones con taladros, maderas sueltas, relojes marcando horas y minutos misteriosos en pasmo de lujurias y agonías, cristales de lámparas y quinqués de aristas escarpadas y cortantes, lunas sin reflejos y el azogue sembrado de puntillos negros como excrementos de moscas, botellas vacías, palmatorias, orinales faltos de asa, piezas sueltas, descascarilladas, de vajillas, cafeteras enmohecidas, muñecos destripados, juguetes que no juegan, carentes de cuerda y de resortes como buques desguazados en el puerto de la desilusión. Baúles conteniendo quizá vestimenta fantástica e inverosímil, sombrereras de tapa de hule negro, alguna chistera estragada por larva de polilla, cajas de hojalata rebosantes de fotografías, de lazos, de botones, restos de visillos, cortinajes y alfombras. Y aquel purgatorio de vejez poblado de bichos repugnantes, de mugre, densa polvareda y siniestras arañas se sumó mi fardo, mi momia opaca y centenaria (59-60).

 

Más adelante, en los momentos previos al abandono de la tienda de antigüedades en que la habían depositado Laura y Jacinta, poco antes de ser conducida a casa de Leonor, su nueva dueña, Carlota-Leopolda se despide de los demás muñecos, objetos y figuras de la tienda:

 

Antes del volver a mi caja me despedí de las amigas francesas y alemanas, de las figuras autómatas. Ellos de monóculo, ellas de abanico que al darles cuerda hacían gestos y genuflexiones dieciochescas. Me despedí del arlequín vestido de raso amarillo con pompones negros que ladeaba su rostro de derecha a izquierda, de izquierda a derecha en un ensimismamiento de dulzuras mientras se entregaba a la redacción de una interminable epístola de amor. Era una figura de extraordinario valor y la colocaban con frecuencia en el escaparate. A todos les deseé buena suerte, casa y familias sin histerismo, que no inspirasen celos, antipatías o complicaciones de esas (71).

 

Según la semiología literaria, la novela tradicional presentaba a los personajes con «mirada semántica», es decir, como signos que dan coherencia a una historia y a las relaciones que en ella se establecen. Los objetos no aparecen, pues, en el discurso del narrador de forma ingenua, ni se observan con mirada simplemente testimonial, sino que tienen una carga significativa que la mirada descubre o añade. La mirada se utiliza como signo de valor en sí mismo, como expresión metonímica del personaje.

En Pago de traición (1983), de Marta Portal, la narradora, impulsada por un afán soberbio de conocimiento ―«Yo sé más que mi conciencia», dirá frecuentemente―, trata de entibiar los remordimientos que le suscita el recuerdo de su madre muerta en la contemplación de sus objetos personales:

 

Me conformé con abrir el cajón de la cómoda donde he recogido sus objetos íntimos. algunas de sus joyas las he usado con el convencimiento fetichista de que me traen suerte. Es descabellado, lo sé, pero, ¿cómo racionalizar la muerte? En el lecho del cajón de caoba los pequeños objetos de su última convivencia yacen también solitarios y abandonados, sin sentido, sin destino, vacantes. Sin embargo, cuánta vida tienen para mí. El apego senil por el anillo de la amatista, que bailaba en su anular cenceño y la obligaba a mantener los dedos juntos en apretada rigidez, o los abría, olvidadiza, dejándolo resbalar al suelo, o lo apretaba en el cuenco de su mano, apuñalándolo, clavándose las uñas en la palma por asegurarlo. El peine de carey, finísimo, todavía conserva el tenue aroma de sus cabellos, de su cabeza; algo de ella, lo más viviente de ella, sutilizado, ha quedado, o queda aún entre las púas.

Las tijeras, el dedal, pañuelos, cajitas y monederos, con las huellas y la pátina de las yemas de sus pulgares gastándolos, apresándolos, hincándose en esos pedazos de pertenencias sin función, inútiles, pero simbólicos todavía, en lo más alejado de su mente desgastada, de propiedad, de «suyo». Tomé el medallón del Sanjosé; esmalte engarzado en plata afiligranada, la leontina, gruesa y pesada, de la que cuelga, está ennegrecida por el óxido. Como por el grosor del medallón parecía fuese relicario o guardapelo, aplicando el filo de una navajita conseguí presionar en la línea que la trencilla abodocada encubría; en efecto, se abre, es relicario: una cartulina oblonga se aloja en el interior tras el esmalte de la fachada. la cartulina es el recorte una vieja fotografía y representa la joven cabeza de un hombre que no me recuerda a nadie (17-18).

 

Lo mismo podríamos decir de uno de los fragmentos descriptivos más inquietantes de Camino con retorno (1980), de Sara Suárez Solís, en que la protagonista, Carmen Quirós, tras una estancia de veinticinco años en un convento de clausura, regresa a la ciudad de Fontán para asistir a la boda de su hermana con Agustín Marino, hermano a su vez de un chico del que ella anduviera enamorada en su juventud. Tras haber comprobado la falsedad del mundo que veinte años atrás la había inducido a la vida religiosa, sor Gracia contempla profundamente defraudada las reliquias de su edad juvenil, irreversiblemente frustrada.

 

Sentada sobre la cama, se quitó la toca y se contempló en el espejo la cabeza canosa y casi rapada, las arrugas que excavaban los párpados hinchados, la boca sin un colmillo y con los dientes cariados y amarillos de sarro. Cerró los ojos y permaneció un rato hundida en sus pensamientos. Después se levantó y, por primera vez desde que su madre le había entregado la llave, se atrevió a abrir su armario: salió un olor a perfume rancio, a ropa encerrada, a humedad. Descolgó las perchas y fue tirando sobre la cama los antiguos trajes: estampados, lisos, rayados, de pata de gallo, de seda, de lana, de hilo. Tres vestidos largos de fiesta, cuatro abrigos, dos trajes de chaqueta de entretiempo. Al fondo del armario quedaban dos abrigos de pieles y el abrigo «Dior», que sólo se había puesto una vez en su vida. Lo descolgó lentamente y lo contempló. Sobre la falda, una leve mancha blanquecina de moho recordaba la sidra de la taberna «Astúrica». Se sentó en la cama, abrazada al abrigo, y fue acariciando una por una las telas de sus trajes de antaño, recordando las ocasiones en que los había lucido, la ilusión con que los había estrenado, los zapatos, bolsos y guantes con que los había combinado. ¡Allí estaba toda su juventud!...

 

Baquero Goyanes, en el prólogo a la antología de Cuentos de ánima trémula (1989), de Julia Ibarra, ha hablado de «naturalezas muertas» para designar este mundo de objetos sobre los que momentáneamente transcurre la narración de los personajes, su paso sobre la tierra, sus abandonos y frustraciones en ella. Goyanes advierte que la autora es capaz de «describir, con todo el gusto de una época, la copiosa naturaleza muerta de regalos que se ofrecen a la niña Casilda. De aquí en adelante, el relato se desarrollará ricamente colmado de objetos, de ropas, de muebles... Todo lo que hay en el armario en que se guarda, como en preciada joya, a la muñeca, es como una extraordinaria geografía de ropas, de bultos y de olores [...]. Todos estos momentos descriptivos, que se abren con el de la juguetería desde la que nos habla la muñeca, van marcando el paso del tiempo a través de ese incesante desfile de objetos, de cosas que estuvieron de moda, que dejan de estarlo y que pueden convertirse en valiosas ―o, simplemente, curiosas― antigüedades» (21).

 

 

6. Transducción del personaje literario

La transducción es una operación designa el proceso por el cual un personaje literario es con frecuencia interpretado no sólo por lo que sobre él está contenido y referido en la obra de creación literaria, sino además, y de forma con frecuencia determinante, por el conjunto de interpretaciones que la crítica ha vertido sobre él, como resultado de cada una de las lecturas, publicaciones y estudios realizados por los diferentes autores que se han ocupado del análisis de su recepción e interpretación. Así, por ejemplo, resulta enormemente difícil para un lector de nuestros días, en los que la interpretación crítica, la «ciudad secundaria», en cursi metáfora de Steiner (1989) se ha desarrollado tan poderosamente, acercarnos de forma ingenua a la lectura de cualquier obra. En este sentido, una novela tan célebre como el Quijote cuenta en su haber con múltiples estudios críticos sobre sus personajes (AA.VV., 1993), muchos de los cuales han contribuido a proporcionar una imagen particularmente codificada de algunos de ellos, como es el caso de Cide Hamete, al que buena parte de la crítica tradicional considera como el narrador del Quijote, cuando en verdad sólo se trata de un recurso estilístico que designa uno más de los autores ficticios de esta obra, y que por supuesto nada narra en ella, sino que sólo es citado y mencionado, por el narrador auténtico y por los demás personajes. Se produce de este modo una transducción del personaje, es decir, una transmisión de sentidos e interpretaciones sobre él que contribuyen a transformar, de forma más o menos sensible, algunas de las interpretaciones autorizadas o previstas en el texto, y que naturalmente quebranta su coherencia.

Las mediaciones (transducción) que determinan la posición de los sujetos y personajes del relato, incluido el narrador, y su relación y lugar respecto a los protagonistas sobre los que enuncia notas intensivas y predicados semánticos, como marco de referencias que permiten interpretar tales declaraciones ―que habrá que verificar, ya que la palabra del narrador es explicable, mientras que la del personaje es siempre verificable y falseable por otro personaje―, disponen que con frecuencia el narrador pueda introducirse convencionalmente en la trama, y actuar en ella como un personaje más, sin perder los privilegios que proporciona la posición de narrador.

Del mismo modo que la interpretación literaria se practica directamente sobre obras de creación literaria (novelas, dramas, poemas...), la transducción literaria es un fenómeno que se produce siempre sobre interpretaciones preexistentes de obras literarias, desde el punto de vista del análisis hermenéutico de la literatura, como conjunto de modelos y métodos de comprensión. El objeto de la interpretación es la obra de creación literaria, mientras que el objeto de la transducción literaria es (la transformación y transmisión de un sentido sobre) la o las interpretaciones existentes de una obra literaria, un movimiento, un criterio temático, una categoría formal, un género literario, etc. La interpretación actúa sobre textos literarios; la transducción sobre textos críticos.

Sin embargo, también es posible la transducción sobre obras de creación literaria, pero en este caso no a través de la crítica, como actividad metatextual (lo que sería una interpretación), sino a través de la literatura misma, desde la hipertextualidad, tal como a ella se ha referido, con su habitual cursilería, Steiner (1989), al afirmar que las mejores lecturas del arte son arte: así, la Divina commedia representaría una de las más valiosas interpretaciones de la poesía antigua, de la obra de Homero y Virgilio; la Phèdre de Racine sería la lectura jansenista del mito clásico procedente de la leyenda trecénica, reelaborada por Eurípides, transformada por Séneca y Ovidio más tarde, hasta la agónica visión unamuniana de nuestra época; el Quijote de Avellaneda constituiría la interpretación contrarreformista del de Cervantes, etc.

Kowzan, en el capítulo tercero de su estudio sobre Literatura y espectáculo (1970), dedica casi un centenar de páginas a describir las influencias temáticas que han dominado la evolución dramática a lo largo de la historia del teatro europeo, en su desarrollo y transformación a través de autores y estilos profundamente diferentes, y establece una distinción entre obras derivadas, aquellas cuyo tema está tomado de otra obra precedente, y obras principales, para designar la fuente originaria de lo que proceden algunos de los temas reelaborados en obras posteriores (1970/1992: 77-100). Desde este punto de vista, considera que de las treinta y siete obras atribuidas habitualmente a Shakespeare, son treinta y dos las obras derivadas; de las doce obras de Racine, cuatro de ellas se inspiran en la mitología griega; la mayor parte de las obras de Lesage proceden de traducciones y adaptaciones españolas; de 1848-1872 datan la mayoría de los dramas derivados de Ibsen, cuyos temas están tomados de la historia, las leyendas nórdicas y las tradiciones populares. «El teatro de la antigüedad ―afirma Kowzan (90)― conoció diversas formas de préstamo y derivación: la adaptación de obras dramáticas anteriores, la contaminación, la dramatización de las fábulas mitológicas o de los poemas épicos, la puesta en escena de acontecimientos históricos transmitidos por vía escrita u oral, el empleo del personaje continuo, la parodia de los mitos, la parodia literaria. Estas formas de derivación han sido retomadas y multiplicadas en la época actual».

Distinguimos, en consecuencia, tres formas principales de transducción del personaje literario:

 

1. Inmanencia textual: la transducción que un personaje literario hace de otro dentro de los límites del relato (interacción de predicados semánticos): personaje 1 → personaje 2.

2. Crítica literaria: la transducción crítica sobre una interpretación anterior, igualmente crítica (metatexto), acerca de uno o varios personajes literarios (texto): personaje literario + 1º interpretación crítica + 2º interpretación crítica o transducción.

3. Interpretación creativa: la transducción literaria (hipertexto) sobre la creación previa, e igualmente literaria (hipotexto), de un personaje de ficción: personaje literario de la 1º obra + personaje literario de la 2º obra.

 

En el primer caso nos movemos en el ámbito textual de la creación literaria concreta y única, de modo que el lector examina los procesos de creación de sentido a través de los cuales se construye el personaje, atendiendo principalmente a lo que hemos denominado etiqueta semántica: lo que un personaje dice de otro, la perspectiva desde la que lo enfoca, la modalidad desde la cual reproduce sus palabras y pensamientos, etc., resulta con frecuencia determinante para la aceptación y comprensión de este último. En La melodramática vida de Carlota-Leopolda, el personaje de Felisa resulta inevitablemente antipático e inquietante, y resulta comprensible, ya que la historia está narrada por una muñeca a la que convirtió en depositaria de todos sus odios hacia Casilda. El narrador se convierte siempre en el discurso de la novela en el principal transductor de su universo semántico, como intermediario entre los personajes y el lector, y como agente dotado de supremas facultades para manipular desde la inmanencia textual todo cuanto considere conveniente desde sus formas y contenidos, pues su palabra es esencial e incontrastable.

En segundo lugar, la transducción del personaje puede operar desde la crítica literaria, es decir, en el ámbito de la metatextualidad, de modo que, dada una interpretación sobre un personaje narrativo, a ésta sucede otra que trata de alterarla y transformarla en alguno de sus sentidos. La disposición cronológica sería la siguiente:

 

1. Creación del personaje literario: autor.
2. Interpretación del personaje literario: crítico.
3. Interpretación (sobre la interpretación) del personaje literario: transductor.

 

Esta segunda interpretación, destinada a actuar sobre el sentido y la comprensión de las anteriores, para disponer de un modo determinado la competencia de nuevos receptores, tanto de la obra literaria como las interpretaciones precedentes sobre ella, es lo que constituye la transducción literaria, como interpretación que penetra y transforma interpretaciones anteriores. La historia de la poética no es, con frecuencia, sino el resultado de las diferentes interpretaciones (transducciones) que desde la poética aristotélica se han propuesto como modo de conocimiento de los objetos literarios (Maestro, 1994).

Por último, la transducción creativa puede definirse como la lectura estética de obras estéticas, es decir, como toda interpretación creativa de creaciones literarias anteriores. En consecuencia, esta práctica de la transducción literaria puede identificarse con la hipertextualidad, tal como la entiende Genette (1982/1989: 14), «relación que une un texto B (que llamaré hipertexto) a un texto anterior A (que llamaré hipotexto) en el que se injerta de una manera que no es la del comentario».

La transducción es siempre una segunda interpretación, es la lectura que sigue a la anterior, por la cual está determinada la presente. No existe una lectura pura, ingenua, virgen. Con frecuencia, el lector nunca accede al encuentro del personaje sin que su competencia haya sido previamente impregnada o ilustrada (a veces también desorientada) por la lectura, la crítica o la impresión de otras personas, autores o experiencias propias. El conjunto de todos estos conocimientos o impresiones adheridas o vertidas, a través de la historia de la crítica, sobre tal o cual personaje, es lo que transduce nuestra propia competencia como lectores a la hora de interpretar un personaje literario.

 

________________________

NOTA

[1] Algunas de las novelas renovadoras de nuestro siglo en que se presenta un personaje individual como protagonista, y en las que se insiste igualmente en una disgregación del héroe, es decir, en una devaluación lograda desde diferentes procedimientos formales y temáticos. Es el caso de obras como Der Prozess (1925) y Das Schloss (1926), de Kafka, o de Musil. Por otro lado, desde Skinner hasta ciertos autores del «nouveau roman» como Robbe-Grillet o Claude Mauriac, la novela behaviorista consigue para el personaje un efecto semejante de devaluación o irrelevancia, de visión exterior y superficial, deliberadamente incompleta y reducida, negando al héroe una dimensión interior, que resultó predominante desde el Lazarillo de Tormes hasta el siglo XIX.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Semiología del personaje literario: La melodramática vida de Carlota-Leopolda, de Julia Ibarra», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 4.34), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



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⸙ Antología de textos literarios

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Crítica de la razón literaria Jesús G. Maestro