Todos los españoles comunes y corrientes, éstos que no nacimos de
las élites ni queremos formar parte de ellas,
somos un Cervantes que no ha escrito el Quijote.
Hoy se interpreta el Quijote desde criterios construidos por la Anglosfera. Y se ven las cosas de forma muy distorsionante. Esto ha hecho la Edad Contemporánea, es decir, la Edad de la Anglosfera. Sin embargo, el Quijote es una obra de la Edad Moderna, es decir, de la Edad de la Hispanosfera. Juzgar al uno desde los criterios de la otra es desconocer qué es la Anglosfera y no saber qué es la literatura.
A continuación, procedemos a enumerar algunas de las cuestiones fundamentales de nuestra concepción del Quijote y de la totalidad de la obra literaria cervantina.
1. Genealogía literaria hispanogrecolatina
Cuando la Anglosfera y la Hispanosfera hablan de literatura, hablan de cosas completamente diferentes. Pero la Hispanosfera no lo sabe. Los «teóricos» de la «literatura» de la Hispanosfera piensan, hablan, escriben, publican, actúan, tratan de hacer méritos..., a uno y otro lado del Atlántico, a imitación de los «teóricos» de la «literatura» de la Anglosfera. Pero no lo saben. Ignoran las consecuencias de una subordinación tan mimética como latebrosa.
La «teoría literaria» de los hispanos contemporáneos es el mayor acto de ventriloquía de la Historia. Pero no lo saben. La «teoría literaria» de la Hispanosfera ostenta, generación tras generación, como un estandarte de vanguardia y parenética modernidad, los nombres de Derrida, Barthes, Gadamer, Deleuze, Eagleton, Culler, Foucault, Hillis Miller o cualquier otro de sus sinónimos. Pero no sabe por qué. Y no lo sabe porque ignora muchas cosas. Aunque sólo dos de estas múltiples insipiencias sean en extremo importantes. Acaso las más singularmente importantes.
En primer lugar, ignoran la tradición literaria hispanogrecolatina, porque han reemplazo anglosajonamente los estudios literarios por los estudios culturales. Ya hemos dicho que la cultura es la invención de aquellos pueblos que carecen de literatura.
Y en segundo lugar, ignoran que su idea y concepto de literatura es totalmente anglosajón, es decir, conciben la literatura como una forma de cultura, una cultura de autoayuda posmoderna ―valga la redundancia―, de entretenimiento propio de un tercer mundo semántico, o simplemente como un negocio editorial destinado al consumo lisérgico y masivo.
Digámoslo directamente, que es lo peor que se puede decir desde el Hispanismo sobre una concepción o interpretación literaria, pues hay algo necrótico que tienen en común todos cuantos, como los anglosajones a los que me refiero ―evitemos generalizar en términos absolutos―, niegan la realidad de estudiar científicamente la literatura: una idea de literatura por completo anglosférica, irracional y luterana. Y esta visión, más bien esta alucinación o apofenia, que nace de una inveterada incompetencia metodológica, es absolutamente incompatible con la tradición literaria hispanogrecolatina y, desde luego, con la Hispanidad.
2. Globalización de la literatura
En el Quijote, de Cervantes, está el genoma de la literatura universal. En el Quijote está toda la literatura anterior a Cervantes y toda la literatura posterior a Cervantes. En el Quijote en particular, y el Siglo de Oro en general, tanto en la España peninsular como en la España americana, desde La Celestina de Fernando de Rojas hasta la poesía filosófica de sor Juana Inés de la Cruz, está la primera globalización de la literatura universal, una globalización escrita en español, y cuyo objetivo fundamental es formar al ser humano para ser compatible con la realidad, frente a los idealismos engañosos que le inducen al fracaso. La literatura escrita en español ha sido siempre una cita global con la realidad. Una literatura en la que no hay utopías.
La pregunta no es para qué sirve la literatura, sino para qué se usa la literatura. Si la literatura se usa para sentirse bien, o mal, es decir, si se hace de ella un uso terapéutico o emocional, básicamente psicológico y ocioso, entonces la relación con la literatura sigue los hábitos e imperativos propios del mundo anglosajón: la literatura como ocio y consumo. Una ociosidad emocional y una consumición mercantil. Si, por el contrario, la literatura se usa para pensar, para demostrar lo que se sabe, o lo que se ignora, es decir, para desarrollar una inteligencia, más allá de las emociones personales, y conocer la realidad con la que hemos de ser compatibles, para sobrevivir, entonces nuestra relación con la literatura se inscribe dentro de la tradición hispanogrecolatina.
El primer caso conduce, en nuestra posmodernidad contemporánea, a matricularse en una Universidad, inscribirse en un programa de estudios culturales y, poco a poco, reemplazar las emociones literarias por la profesión y defensa de una ideología. Hay muchas ideologías, y bastará elegir la que mejor se adapte a nuestras necesidades gregarias y disposiciones emocionales. Las Universidades, posmodernas, ofrecen interesantes repertorios ideológicos muy fáciles de usar y de asumir. Este itinerario no exige apenas inteligencia, sino mucha emoción y grandes dosis de fe. No nos olvidemos de que la secta es siempre el sucedáneo de la sociedad. Es, además, una forma de vida totalmente renuente al desengaño y muy resistente a cualquier posible decepción. Evita la frustración a corto plazo porque, ante todo, eclipsa su percepción y su consciencia.
El segundo caso, sin embargo, sitúa a la persona interesada fuera de la Universidad, y le exige un autodidactismo muy poderoso, que pone a prueba toda su inteligencia a fin de lograr tres objetivos fundamentales: en primer lugar, ha de superar la ausencia de un magisterio, que deberá encontrar donde sea posible, pero no en las aulas universitarias; en segundo lugar, tendrá que identificar las trampas sobre las que se construye la literatura, cuya experiencia fundamental es el desengaño y la crítica ―una crítica operatoria, frente a los hechos, sobre una ontología, no sólo una crítica verbal, basada en palabras, reducida y jibarizada por una filología idealista y cursi―; y, en tercer lugar, deberá acceder a los libros, textos y materiales necesarios para el desarrollo de una interpretación inteligente de la literatura, esto es, para alcanzar una crítica del racionalismo literario.
La literatura sirve hoy, más que nunca, para demostrar la diferencia entre obediencia y libertad, es decir, entre los estudios culturales, de imposición anglosajona, y los estudios literarios, de tradición hispanogrecolatina. No elige el ser humano, elige su inteligencia. Pero antes, cada ser humano debe preguntarse si dispone de algo más que de emociones, susceptibles de ser intervenidas por una ideología que le convertirá en uno de tantos títeres de su época. Y de su tierra. La posmodernidad, con toda su globalización, ha reducido poderosamente, más que en ningún otro momento de la Historia, el tiempo y el espacio pensantes de cada ser humano.
3. El fracaso del idealismo: el Quijote como sátira contra los idealistas
He aquí la paradoja del idealista, lector del Quijote. El Quijote de Cervantes no es una sátira contra los libros de caballerías, como cínicamente afirma el autor. El Quijote de Cervantes es una sutilísima y descarada sátira contra los idealistas.
Nada hay más paradójico que una obra que admiran más que nadie precisamente aquellos que resultan radicalmente parodiados y burlados en ella: los idealistas. Si algo demuestra el Quijote es que todos los idealistas ―sin excepción― son incompatibles con la realidad y que la realidad misma es por completo intolerante con ellos, hasta destruirlos de forma definitiva, haciéndolos fracasar en todas sus formas y posibilidades de vida, después de extenuarlos debidamente, por supuesto.
Cervantes muestra en el Quijote como el idealismo es una perturbación ―no sólo psicológica, sino operatoria― de la realidad, más precisamente: una psicopatología de aquellos seres humanos que se declaran, sépanlo o ignórenlo, por su forma de vivir, de pensar o de actuar, incompatibles con ella. El idealista suele ser, ante todo, operatoriamente insensible ante la realidad, porque vive preservado del desengaño. Hasta que un día la placenta preservativa se rompe dramáticamente. La locura, como un uso patológico de la razón, no es en el Quijote ni un signo de genialidad, como absurdamente trataron de poetizar los más aplaudidos románticos alemanes ―sin duda para engañarse a sí mismos y a sus lectores, sirviéndose de la filosofía como terapia o grimorio de autoayuda―, ni mucho menos una forma superior de racionalismo ―de la que por cierto todo idealista carece―, sino, en el mejor de los casos, una filosofía incompatible con la realidad.
Nada más paradójico que ser idealista y admirar el Quijote, una obra escrita y concebida precisamente para ridiculizar y reírse del idealismo de forma irrevocable y definitiva, como una de las principales filosofías responsables del fracaso de las sociedades políticas. Si Platón hubiera leído el Quijote, jamás habría escrito su República. Pero Platón vivió y murió en la más absoluta ignorancia frente a la literatura y sus exigencias. Kant, Hegel y Goethe ―hijos de Lutero, sin quererlo― son, como su toda descendencia, casos imperdonables. Y perdidos. Son los utopistas de la Edad Contemporánea y de la posmodernidad anglosajona. No por casualidad los idealistas nunca han sabido muy bien qué hacer con la literatura. Y así lo demuestran, en cada una de sus obras, todos aquellos que, fuera de la tradición literaria hispanogrecolatina, se dedican a seguir los pasos de Homero, Dante o Cervantes. Si Alemania hubiera comprendido realmente el Quijote ―en lugar admirarlo románticamente―, se habría ahorrado el fracaso histórico de dos guerras mundiales.
4. Un sistema de pensamiento operatoriamente compatible con la realidad
La posmodernidad es el conjunto de problemas contemporáneos que, genuinos y exclusivos de la Anglosfera, su globalización política ha exportado y extendido de forma extremadamente conflictiva y beligerante al resto de las democracias occidentales, las cuales carecían de tales patologías, galvanizando de este modo no sólo su futuro, sino precipitando además su fracaso histórico, ya irreversible, aunque para muchos todavía invisible y muy ajeno.
5. Cervantes no es soluble en agua bendita: racionalismo y materialismo
El Quijote delata verdades muy críticas. Muchas de esas verdades, aunque puedan decirse, no pueden tolerarse. Ni aún hoy.
Cualquier interpretación racional que hoy se haga del Quijote tendrá que enfrentarse, necesariamente de forma dialéctica, contra el irracionalismo que la posmodernidad ha implantado en las universidades contemporáneas, irracionalismo que, lejos de ofrecer un análisis del texto de Cervantes, sólo impone al lector a una declaración de intenciones con la que se identifica, gremial e ideológicamente, quien la formula, con frecuencia, para justificar su posición moral en el mundo.
Los gremios académicos, fuertemente ideologizados, no leen el Quijote para sí, sino que lo «interpretan» para los demás, es decir, lo usan para imponer a los demás una interpretación según la cual la obra de Cervantes justifica la ideología del gremio que hace la interpretación de turno. Así, las feministas ven en el Quijote la justificación moral del feminismo; los católicos, la necesidad de las resoluciones tridentinas; los ateos irracionales, la afirmación de un pensamiento agnóstico o incluso nihilista; los marxistas, la validez de la lucha de clases en el seno del Estado de Derecho; los anarquistas, la derogación del propio Estado de Derecho; los místicos, la alegoría de un posible encuentro con dioses; los psicoanalistas, una demostración de que el sexo es el motor exclusivo de todas las cosas, incluidas las andanzas de don Quijote; los defensores de los derechos humanos, un mito que antecede en siglos a las actuales declaraciones de la ONU... La lista de gremios que interpretan el Quijote para los demás como una justificación de los propios ideales gremiales es interminable. Estos gremios convierten el Quijote en un medio muy rentable de explotación de sus propios intereses. No les importa ni la literatura ni su conocimiento. Les importa el Quijote en la medida en que pueden manipularlo y adulterarlo para hacer más rentable el poder, con frecuencia económico y político, del gremio al que pertenecen.
Todas las interpretaciones posmodernas coinciden siempre en la afirmación de los mismos tópicos, palabras análogas e idénticos clichés. No hay fisuras en su simplicidad uniforme. Las aberraciones interpretativas en que incurren una y otra vez las metáforas posmodernas son muy fáciles de codificar. Basta apenas una media docena de palabras: identidad, género, mujer, minoría, otredad, indigenismo… Algunas de estas palabras proceden de eufemismos, como género, que los hablantes anglosajones (gender) usan para evitar de este modo llamar al sexo por su nombre. Este uso de «género» por «sexo», provocado por la expansión imperialista de la lengua inglesa, se introduce en español sobre todo en los escritos de personas cuya ideología se exhibe y codifica públicamente como anti-imperialista. Otra de estas palabras procede de la psicología gremial y gregaria. Es el caso de identidad, término que, desposeído de todo su valor filosófico (identidad analítica o sintética) y dialéctico (el ser codeterminado materialmente por su relación confrontada con otros seres), designa las pretensiones de un grupo por constituirse imaginariamente en referente absoluto, exclusivo y excluyente, de un ideal gregario.
El término minoría, a su vez, se esgrime con pretensiones vindicativas de derechos feudales o nacionalistas, étnicos o tribales, e incluso religiosos o supersticiosos, como si la preservación de tales exigencias, en ocasiones fetichistas, constituyera en sí misma un valor absoluto y esencial para la supervivencia del género humano. Se habla, en sentido parejo, de otredad, ignorando el valor dialéctico de este término filosófico, de raíces decisivamente hegelianas, al margen del cual la palabreja se convierte en un multivalente adjetivo metafísico de libre designación. El término mujer se usa en la retórica posmoderna como un referente capaz de aglutinar a todas las mujeres en una «clase social», que toma conceptualmente como referente la idea marxista de «clase», desposeyéndola, por supuesto, de todo su contenido marxista, en lo relativo a una realidad económica, social y política, que ha de caracterizarla. Las mujeres no pueden constituir, ni podrán constituir nunca jamás, una clase social, desde el momento en que no todas las mujeres tienen los mismos intereses «de clase». En el mejor de los casos, como de facto sucede, algunas mujeres pueden compartir los mismos intereses gremiales. Pero un gremio no es una «clase social», determinada por unos medios de producción y consumo, sino un «grupo social», esto es, un conjunto de personas organizadas de acuerdo con una ideología o discurso de creencias y nebulosas constitutivas de un mundo histórico, político y social. Finalmente, desde un indigenismo americocentrista[1], se postulan lecturas alegóricas del Quijote, en las que se identifica al protagonista como una especie de desterrado en la paupérrima Mancha peninsular, impotente trasunto cervantino en la pretensión de acceder a las Indias.