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III, 6.3 - Ontología materialista: el ser es material (o no es), aunque sea ficticio

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Ontología materialista: el ser es material (o no es), aunque sea ficticio


Referencia III, 6.3


Lo falso en el pensamiento y en los discursos no es otra cosa que juzgar o afirmar el no-ser […]. Y cuando existe lo falso, existe el engaño […]. Y cuando existe el engaño todo se llena necesariamente de imágenes, de figuras y de apariencias.

Platón (Sofista, 260c).



Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria

El ser, o es material, o no es. En lugar de ser, término saturado de connotaciones metafísicas y espiritualistas, la Crítica de la razón literaria habla, específicamente, de materia. 


En consecuencia, aquí planteamos una interpretación de la ficción literaria fundamentada en la ontología, es decir, desde la realidad, desde la materia. 


Es una explicación ontológica de la ficción, por dos razones. En primer lugar, porque rechazamos de este modo una interpretación psicológica de la ficción, según la cual lo que ocurre en las obras literarias no formaría parte de la realidad, sino de la imaginación (algo falso, porque la imaginación forma parte de la realidad: no abandonamos la realidad cuando nos sentimos lo que no somos). En segundo lugar, porque negamos una interpretación gnoseológica de la ficción, según la cual la literatura sería una ciencia y la ficción un instrumento de análisis científico de la realidad, bien porque la realidad es una ficción que hay que interpretar desde otras realidades o mundos posibles (Leibniz, Dolezel...), como los sueños (Freud), la religión (Agustín de Hipona, Lutero, etc.), la metafísica (Platón), la vida o vigilia como sueño (Calderón de la Barca, Borges...), el idealismo filosófico (Kant, Hegel...), u otras formas de idealismo —o entretenimiento por el estilo.


Aquí seguiremos la ontología materialista de Bueno (1972), que, como toda la filosofía que hemos utilizado de este autor, reinterpretamos en la Crítica de la razón literaria desde las exigencias de la literatura y de los materiales literarios. Esta ontología materialista distingue dos planos: 1) el de la ontología general, cuyo contenido es la materia indeterminada formalmente (M), es decir, la materia sin forma, la materia en sí, o materia prima en sentido absoluto, como materialidad que desborda todo contexto categorial o científica y se constituye en materialidad trascendental o filosófica; y 2) el de la ontología especial, cuyo contenido es la materia determinada formalmente, es decir, la materia dotada de una forma, materia manipulada, transformada, roturada en las diferentes parcelas y campos categoriales de la actividad humana (Mi). En primer lugar, la ontología general (M) corresponde a la idea de materia ontológico general, definida como pluralidad, exterioridad e indeterminación. La ontología general (M) es una pluralidad infinita, y desde ella se niega tanto el monismo metafísico (inherente al cristianismo y al marxismo) como el holismo armonista (propio de las ideologías panfilistas, entregadas al diálogo, el entendimiento y entretenimiento universales, la paz perpetua o la alianza de las civilizaciones). En segundo lugar, la ontología especial es una realidad positiva constituida por tres géneros de materialidad, en que se organiza el Mundo interpretado (Mi) por el ser humano[1].


Mi = M1, M2, M3


El primer género de materialidad (M1) está constituido por los objetos del mundo físico (cuerpos, organismos, objetos, petróleo, virus, mesas, sillas…); comprende materialidades físicas, de orden objetivo (las dadas en el espacio y en el tiempo). El segundo género de materialidad (M2) está constituido por todos los fenómenos de la vida interior (etológica, psicológica, histórica…) explicados materialmente (celos, miedo, orgullo, fe, amor, ambición, pacifismo, creencias…); comprende materialidades de orden subjetivo (las dadas antes en una dimensión temporal que espacial). El tercer género de materialidad (M3) está constituido por los objetos lógicos, abstractos, teóricos (los números primos, el pentasílabo adónico, el mi bemol, las teorías morales contenidas en el imperativo categórico de Kant, los referentes jurídicos, las leyes, las instituciones…); comprende materialidades de orden lógico (las que no se sitúan en un lugar o tiempo propios). Estos tres géneros de materialidad son heterogéneos e inconmensurables entre sí (Bueno, 1990). Son también coexistentes, ninguno va antes que otro y ninguno se da sin el otro: se codeterminan de forma mutua y constante, y ninguno de ellos se puede reducir o disolver en los otros.

Los tres géneros de materialidad se dan siempre en symploké, con lo cual, uno no se puede dar sin los otros. Lo contrario sería incurrir en un formalismo idealista. Ahora bien, no basta una clasificación de la literatura, o de sus figuras, que se limite exclusivamente a una ontología. Y no porque sea posible prescindir de la ontología, sino —todo lo contrario— porque debemos presuponerla. La literatura es una construcción que elaboran sujetos operatorios, y por tanto sólo a partir de ellos pueden interpretarse los materiales de la literatura. El riesgo que conlleva el uso excluyente de una distinción ontológica es el que puede hacernos perder de vista a los sujetos operatorios que la hacen posible, al quedar estos embebidos por una concepción ontológica que desplace a su intérprete hacia el formalismo más idealista. Es lo que ha sucedido en la teoría literaria a lo largo del siglo XX, desde la estilística idealista hasta las falacias de la posmodernidad.

La ontología en que se basa la Crítica de la razón literaria supone y necesita siempre de las operaciones de un sujeto. ¿Qué quiere decir esto? Pues que el Mundo sólo tiene sentido considerado por referencia al sujeto que lo construye, manipula, estudia, categoriza, piensa, transforma... La ontología no equivale automáticamente a la suma de los contenidos materiales del Mundo (M). La ontología —al menos la ontología materialista— es nuestra organización operatoria, constructiva y transformadora de los contenidos materiales del Mundo, esto es, del Mundo categorizado, o Mundo interpretado (Mi), de modo que lo que el ser humano ha logrado organizar o categorizar del Mundo (M) es el Mundo interpretado (Mi), es decir, el mundo categorizado según los tres géneros de materialidad que se han señalado (M1, M2, M3). M es lo que aún se nos escapa. M es aquello que los seres humanos aún no han logrado interpretar. En la naturaleza, por ejemplo, hay cuestiones materiales que pertenecen a M porque M1 no representa el mundo físico, sino que representa la materia física que, como sujetos operatorios, hemos podido manipular, entender, explicar.

Estos son los criterios ontológicos que toma como referencia la Crítica de la razón literaria en su interpretación de la ficción en la literatura. Se niega absolutamente que la literatura sea un mundo posible[2]. No hay mundos posibles. Hay un único mundo material, lleno de posibilidades igualmente materiales. Semejante declaración sólo puede interpretarse como una ridiculez. Ni don Quijote, ni Ulises, ni Robinson, ni Julien Sorel, ni Dante en los Infiernos, ni el príncipe Hamlet han pertenecido ni pertenecerán jamás a ningún mundo que tenga la menor posibilidad de existir. La imaginación forma parte del mundo material en que vivimos, no de un mundo posible. La ficción es una materia constitutiva de la realidad, no ajena a ella. No es una posibilidad de la realidad, sino un hecho materializado en la realidad. La imaginación es un género de materia, determinado por cusas y consecuencias absolutamente específicas y racionalmente explicables e interpretables.

La teoría de los mundos posibles define la existencia de don Quijote por su existencia potencial en un mundo irreal. Es decir, reduce a la nada cualquier construcción material desposeída de existencia operatoria. La existencia de don Quijote hay que explicarla desde el mundo que hace posible su construcción y su interpretación, es decir, a partir del mundo en que vivimos, del mundo en que existimos operatoriamente. La teoría de los mundos posibles sitúa a sus artífices y seguidores en un callejón sin salida, al enfrentarse de forma inevitable con un problema que no pueden resolver: la cuestión de la existencia. Los trabajos de Dolezel son incapaces de explicar la existencia no operatoria de este tipo de entidades y referentes literarios, los denominados entes de ficción, porque se enfrentan a ellas como a realidades virtuales o fantasmagóricas, al discriminar entre existencias necesarias (como Dios, por ejemplo) y existencias contingentes (como los seres humanos, de carne y hueso). Estas clasificaciones no resisten la menor crítica, desde el momento en que el materialismo filosófico ni siquiera acepta racionalmente la validez de la noción de existencia necesaria. Literalmente, el concepto de mundo posible se usa para establecer la noción de posibilidad de un objeto en la medida en que su existencia resulta definida como aquello que es susceptible de existir en al menos un mundo posible. La concepción monadológica del espíritu, que encuentra en Leibniz (1714) un punto de inflexión decisivo en la historia del pensamiento occidental, es de larga tradición. En De Veritate, Tomás de Aquino ya describe en términos monadológicos la perfección del cognoscente, como espíritu que posee de alguna manera en sí mismo aquello que conoce, siendo así posible que en una mónada particular exista la perfección del universo entero. En Leibniz, sin embargo, este concepto se transforma sensiblemente al extenderse a todos los seres del universo monadológico, no sólo estableciendo grados, sino también disolviendo la dicotomía tradicional entre cuerpo y espíritu, entre animales y seres humanos, disponiendo de este modo las concepciones evolucionistas. Incluso podría decirse que ya habría precedentes de una teoría de los mundos posibles en las homeomerías de Anaxágoras, de cuya restricción habría surgido el concepto de perfección tomista. En última instancia, en términos de Leibniz, todo «mundo posible», como universo monadológico, exige la tesis de que Dios existe como mónada suprema. El uso que Dolezel hace de la filosofía de Leibniz no resulta ser sino una tropología metafísica aplicada formalmente a una realidad literaria en sí misma inexistente. Sucede que la existencia no puede plantearse en términos de posibilidad, sino en términos de génesis o de estructura, y sólo en este último caso podrá tener lugar en condiciones de operatividad (los seres humanos) o de no operatividad (los personajes literarios). En el materialismo filosófico, tal como ha demostrado Bueno (1992), la posibilidad recibe el mismo tratamiento que la existencia: no se trata de la posibilidad, sino de su reconstrucción en términos de composibilidad, es decir, que la posibilidad remite 1) a un concepto u objeto, 2) a las operaciones de las cuales se obtiene, y 3) a un contexto de términos enclasados o estructurados. De este modo, un objeto es posible sólo si es susceptible de ser obtenido a partir de las operaciones entre términos compatibles, es decir, composibles, en un contexto dado. Si queremos examinar la posibilidad de un determinado objeto tendremos que examinar los elementos que lo componen y las operaciones de las que resulta, es decir, aquello que lo ha hecho ontológicamente posible. En este sentido, la posibilidad requiere ausencia de contradicción (de contradicción entre los términos que dan lugar a un objeto cuando operamos con ellos: no se trata de una noción meramente lógica, gramatical o lingüística de contradicción, sino de una noción operacional, dado que la contradicción operatoria se da entre términos que no son compatibles a la hora de operar con ellos). Es el caso del círculo cuadrado: no es posible porque los términos con los que debemos operar para obtener ese objeto son incompatibles (el círculo y el cuadrado) entre sí. No hace falta, pues, apelar a mundos posibles para decidir sobre la posibilidad, ya que esta es cuestión de operaciones con términos. Si las operaciones son posibles, los objetos resultantes también lo son, y si los términos son incompatibles, las operaciones no son posibles, es decir, no es posible la composición, por lo que el objeto, en consecuencia, es imposible. Adviértase, por otra parte, que ningún objeto es posible por sí mismo, sino sólo y siempre en relación con las operaciones de las que se obtiene o resulta: no hay objetos simples, porque todos son resultados de construcciones y todos son susceptibles de descomponerse en operaciones y términos más simples. En consecuencia, esta noción de posibilidad es válida y operativa para todos los objetos. Además, como es obvio para cualquier racionalista, nada existe por sí mismo, sino que coexiste en distintos contextos. La teoría de los mundos posibles es tropología metafísica.

Según la Crítica de la razón literaria la literatura es un discurso sobre el mundo real y efectivamente existente, que exige ser interpretado desde el presente y a partir de la singularidad de las formas poéticas en que se objetivan textualmente los referentes materiales de sus ideas y contenidos lógicos. Toda interpretación literaria ha de estar implantada en el presente, porque la literatura no es una arqueología de las formas verbales, y aún menos la fosilización de un mundo pretérito y concluido. La lectura y la interpretación literarias no son en absoluto los instrumentos de una autopsia. A su vez, la singularidad de las formas poéticas en que se objetiva el hecho literario hace de la filología una ciencia inexcusable para cualquier pretensión interpretativa, de la que ninguna crítica del racionalismo literario puede prescindir. La Teoría de la Literatura sistematizada en la Crítica de la razón literaria se construye sobre los criterios de la filología y de las ciencias, y toma como núcleo de sus interpretaciones los que considera contenidos materiales de la investigación literaria: las ideas y los conceptos objetivados formalmente en los materiales literarios.

El núcleo de toda interpretación literaria reside en última instancia en el análisis objetivo de las ideas expresadas formalmente en sus tres géneros de materialidad (física, fenomenológica y lógica), es decir, en la interpretación de las ideas contenidas y expresadas material y formalmente en las obras literarias. Esto ha de ser así necesariamente porque los referentes materiales y formales de la literatura se sitúan en el mundo real. No son una posibilidad, son una realidad. Y una realidad necesaria, porque pertenecen al mundo de los hechos. Su combinatoria formal sin duda da lugar a una fábula, una invención, una ficción, pero como tales referentes, como materiales en sí mismos considerados, son reales más allá de la literatura y existen real y efectivamente en el Mundo, es decir, específicamente, en la realidad.

La Crítica de la razón literaria examina la realidad de la literatura tal como está formalizada y materializada, es decir, construida, filológica y semiológicamente en términos literarios, es decir, interpreta la realidad de la literatura, cuyo referente es la realidad humana, y lo hace desde la organización científica y filosófica de las ideas, esto es, desde criterios racionales, conceptuales y críticos. Por eso es completamente cierto y coherente afirmar que la literatura está hecha de realidades, conceptos e ideas que la contienen, expresan e interpretan. Si no sucediera así, no sabríamos a qué se refiere una obra literaria, ni de qué nos habla, ni siquiera sabríamos decir cuáles son sus contenidos.

La ficción no existe sin alguna forma de implicación en la realidad. La literatura, de hecho, no existe al margen de la realidad. La literatura nace de la realidad y nadie ajeno a la realidad puede escribir obras literarias ni interpretarlas. La literatura no es posible en un mundo meramente posible. Muy al contrario, la literatura sólo es factible en un mundo real, como construcción y como interpretación. Los materiales de la literatura son reales o no son. Para que algo pueda llegar a ser ficticio es imprescindible que tenga alguna forma de anclaje o referencia en el mundo real. Dicho de otro modo: un término es ficticio sólo cuando alguno de sus componentes es real. De otra forma, la ficción resultaría ilegible e incomprensible, cuando no insensible o imperceptible, a las posibilidades de captación y observación humanas. El horror llama nuestra atención sólo cuando de alguna manera apela a alguna forma de realidad que habita en nuestra realidad, aunque ésta sea exclusivamente psicológica (M2). La mentira, como la calumnia, tiene sentido porque precisamente dispara contra la realidad, introduciendo en ella tumores y patologías que dañan la correcta comprensión e interpretación de hechos necesarios e ineludibles. La ficción tiene en común con la mentira su capacidad para interferir en la realidad, emulsionarla y perforarla, precisamente porque la mentira y la ficción, como el espejismo y la apariencia, brotan siempre de la realidad, y sobreviven en la medida en que se preservan ancladas a ella. La literatura deja de ser convincente ―y en consecuencia verosímil― cuando sus contenidos fabulosos pierden esta conexión esencial e imprescindible con la realidad que los ha hecho ficticiamente posibles.

Los referentes literarios remiten siempre a un mundo real y efectivo. Estos referentes siempre pertenecen a uno, o a varios, de los tres géneros de materialidad (M1, M2, M3) que constituyen la ontología especial (Mi), es decir, las innumerables realidades positivas —nunca posibles o imaginarias, sino reales y efectivas— que constituyen la heterogeneidad e inconmensurabilidad del Mundo categorizado en que vivimos. 

Don Quijote es un ente de ficción, es decir, es una materia de ficción, una materia verbal —una materia literaria que puede estudiarse conceptualmente—, pero su cabeza, su tronco y sus extremidades, como su adarga y su caballo, como su ama y su sobrina, remiten respectivamente no sólo al primer género de materialidad, en el que nosotros, seres humanos, de carne y hueso, reconocemos y comprobamos la existencia real y efectiva de nuestra cabeza, tronco y extremidades, sino que también remiten al segundo y al tercer género de materialidad, a los que pertenecen, respectivamente, la locura y la fama (M2), por ejemplo, y las ejecutorias de hidalguía o el decreto de expulsión de los moriscos (M3), referentes materiales imprescindibles todos ellos en la interpretación del Quijote. Todas las obras literarias de Cervantes conducen inevitablemente al lector al tercer género de materialidad, el constituido por las ideas y los objetos lógicos, y dentro de él se exige al intérprete reflexionar críticamente sobre sus contenidos, desde criterios rigurosamente racionales y conceptuales.

La originalidad de las Novelas ejemplares de Cervantes, por ejemplo, desde el punto de vista de las exigencias críticas a que nos conduce y obliga el autor —que no el narrador, quien es una mera creación autorial— dentro del mundo de los objetos lógicos (M3), radica en el antropomorfismo del mundo contenido en sus formas literarias. En las Novelas ejemplares de Cervantes el espacio antropológico queda reducido al eje circular, es decir, al mundo de las relaciones que mantienen los seres humanos consigo mismos, al margen completamente del eje angular (los referentes numinosos como realidades religiosas vivas) y del eje radial (los objetos de la naturaleza como protagonistas de los hechos narrados). No hay dioses, sino teoplasmas, esto es, manifestaciones inertes de divinidades estériles; no hay creencias naturales, sino religiones dogmáticas o teológicas (religiones terciarias); no hay realidades numinosas vivas, ni siquiera bajo la forma de mitos zoomorfos, como sí sucederá lúdicamente en el Persiles; no hay en las Ejemplares una mitificación de la naturaleza, ni siquiera una mínima idealización, lejos ya de las utopías renacentistas postuladas en la crisálida de La Galatea o en el incipiente barroquismo del primer Quijote; no hay tampoco mitos andromorfos que, al modo del Viaje del Parnaso, rehabiliten el delirio mitológico del paganismo clásico. En las Ejemplares sólo habitan el hombre y la mujer, frente a sí mismos. Sin dioses, sin paraísos ideales, sin ángeles custodios, y siempre a merced de los elementos más terrenalmente materiales. Esa es la gran y singular lección de las Novelas ejemplares en el conjunto de la creación literaria cervantina: la cúspide del antropomorfismo psicologista y fenomenológico (M2) en su relación crítica con los objetos lógicos (M3) y su materialización en las formas literarias de la narrativa aurisecular (M1). Ese es el Cervantes de las Ejemplares. Un Cervantes único en el conjunto de su creación literaria.

Al considerar que la ficción se construye ontológicamente a partir de materiales contenidos en el Mundo interpretado (Mi) por los seres humanos, esto es, en M1, M2 y M3, y relacionados en symploké, la Crítica de la razón literaria se opone a toda argumentación que pretenda determinar formalmente, y de forma exclusiva y excluyente, la idea de ficción en cualquiera de los tres géneros de materialidad efectiva y operatoriamente existentes.

En consecuencia, en el contexto de una ontología de la ficción, es imprescindible advertir de los diferentes reduccionismos en que han incurrido muchos teóricos y críticos de la literatura. Veamos algunos ejemplos.

Estos reduccionismos pueden ser de dos tipos: formales o materiales. Los reduccionismos formales consisten en reducir la forma que permite interpretar la materia formalizada del mundo interpretado (Mi) a cada uno de los tres géneros de materialidad. De este modo, hablaremos de formalismo primario cuando se reduce Mi a M1, de formalismo secundario cuando se reduce Mi a M2, y de formalismo terciario cuando se reduce Mi a M3. Cada una de estas reducciones formalistas da lugar a tres concepciones diferentes de la ficción, con las que se identifican varias teorías de la literatura. Vamos a verlo.

Incurren en un formalismo primario todos aquellos autores que reducen la ficción a M1, es decir, al mundo de los objetos físicos. La fórmula que resume el ideal de este formalismo primario sería «el mundo es un engaño». Las cosas no son lo que parecen, los objetos «nos engañan», el mundo en que vivimos es una apariencia, un sueño, un embuste. El mundo sería «el gran teatro del mundo». Es la visión cósmica y moralista del escepticismo griego y romano, del medievalismo europeo —incluso en sus perseverancias dentro de cierto humanismo renacentista (Farsa del mundo y moral de Yanguas)—, y del barroco hispánico, tal como se expresa en buena parte de la escritura cervantina («es menester tocar las apariencias con la mano para dar lugar al desengaño» (Quijote, II, 11: 714)»), de la literatura quevedesca (Sueños, 1625), o del teatro calderoniano (La vida es sueño, 1635). Quienes suscriben este formalismo primario sostienen que el mundo físico está lleno de apariencias, y concluyen en postular, bien un desenlace nihilista (tras la apariencia no hay nada), bien un postulado religioso y trascendente (más allá de este mundo físico hay un trasmundo, metafísico y celeste, donde veremos a un dios cara a cara y captaremos así la verdad que nos redime de las ficciones terrestres en que estábamos inmersos). Sucede, sin embargo, que los objetos físicos sólo se interpretan como ficciones cuando, o bien hay algo en ellos que, por alguna razón (M3), no nos satisface plenamente, o bien hay algo en nosotros que, por algún impulso psicológico o fenomenológico (M2), nos obliga a «ver» lo que no «hay». El primer caso es el de la fábula en que la zorra, ante unas uvas inaccesibles, declara que están verdes (negación de lo visible); el segundo caso es el del espejismo en el desierto (visión de lo inexistente). Ambos son un autoengaño, es decir, un engaño generado por el propio sujeto. El uno, provocado por la impotencia física y consentido por la consciencia racional; el otro, acaso involuntario e inevitable, tiene como causa una necesidad corporal y una demencia sensorial. De cualquier modo, la ficción a la que remite el espejismo no es sólo algo puramente fisicalista: lo que hace ver el agua inexistente en el desierto no es el mundo físico (M1), sino la conciencia del sujeto (M2), cuya subjetividad capta el fenómeno. La ficción literaria ni es una alucinación, ni es una apariencia, ni es una mentira: es una materia cuya existencia estructural o poética que carece de existencia operatoria o efectiva. Prueba de que la fenomenología (M2) y el conocimiento científico (M3) son inseparables del mundo físico, e inseparables entre sí (aunque los tres sean disociables), es que si un sujeto conoce —por experiencia— el fenómeno del espejismo, lo reinterpretará de otro modo (M2), y que si conoce las leyes de la óptica (M3), lo explicará científicamente. En nuestros días, la única Teoría de la Literatura que sostiene un concepto de ficción limitado a un formalismo primario es la que desarrolla Siegfried J. Schmidt (1980a, 1984), cuyo materialismo, como he indicado en diferentes lugares, es de un simplismo aberrante y por completo inconsistente, al incurrir, desde el punto de vista de cualquier filosofía verdaderamente materialista, en un formalismo idealista.

Por su parte, el formalismo secundario es el que sistematiza en términos epistemológicos (objeto / sujeto) Aristóteles, y que asume acríticamente, a partir del texto y los comentarios de la Poética, toda la teoría literaria occidental. Es el formalismo que reduce la ficción a M2, es decir, el que considera que es ficción todo lo que no existe objetivamente fuera de la conciencia del sujeto. El planteamiento kantiano está servido por el propio Aristóteles. El idealismo alemán no es más que el envés de toda la filosofía anterior a él. En consecuencia, la literatura se convierte en el discurso ficticio por excelencia, tanto en la filosofía mimética de Aristóteles como en el idealismo filosófico de Kant, frente a la realidad objetiva de los referentes históricos (lo cual es una ilusión epistemológica, tanto en el estagirita como en el regiomontano), y frente a la afabulación estética de artes como la música o de géneros literarios como la lírica (lo cual es nuevamente una falacia formalista)[3].

Finalmente, el formalismo terciario es el que reduce la ficción a M3: las formas del conocimiento, es decir, las formas a través de las cuales el conocimiento, las ideas y los conceptos, se articulan y organizan de forma sistemática, mediante los saberes críticos y las ciencias categoriales, serían ficciones. Cabe distinguir dos facetas o vertientes en el desarrollo de este formalismo terciario: la orientación confesional o anti-racionalista y la orientación lógica o racionalista.

El formalismo terciario de orden confesional o anti-racionalista considera que la ficción es un producto de la razón, es decir, que las ciencias y los saberes críticos son en sí mismos ficciones puras. La ficción sería de este modo un producto de la racionalidad desarrollada a expensas de la fe, alejada de la mano de dios, y producto, en suma, de fuerzas malignas. Casi todos los fundamentalismos religiosos (cristianos, musulmanes, judíos...), o de cualquier índole, afirman dogmáticamente que el ejercicio de la racionalidad lleva a los seres humanos a idear ficciones tales como la evolución a partir de los primates. Quienes afirman que la verdad que alcanza el ejercicio racionalista es aparente se mueven precisamente en este tipo de formalismo: creen en sus propias falacias imaginarias (creacionismo mágico) a la vez que niegan las evidencias del conocimiento científico y racional (nihilismo mágico). Es el caso del creacionismo cristiano que niega el evolucionismo darwinista, y el caso también del discurso barthesiano y foucaultiano, y de la posmodernidad en general, cuando considera que el autor de obras literarias «ha muerto» o es simplemente una ficción, como puede serlo el unicornio, el dios de la ontoteología o un haz de rayos ultravioleta para alguien que desconozca las leyes de la física. La posmodernidad reduce a una ficción el mundo físico y el mundo lógico para quedarse exclusivamente en la vivencia de las psicologías, las inquietudes de lo fenoménico y la experiencia de lo ideológico. Así es como la posmodernidad se convierte en el negativo fotográfico de un mundo que ha dejado de percibir lo óntico (M1) y lo lógico (M3) para residir en la apariencia de las sombras y en la fenomenología de la caverna. Más precisamente: en los sentimientos. La ontología sería así una ficción, porque la realidad verdadera, la esencia de lo real, estaría en los sentimientos, la psicología o la mente: para ser Napoleón, bastaría sentirse Napoleón. Así es como la ontología se reduce a pura psicología. Para para ser mujer, bastaría sentirse mujer, pues ni hormonas ni genitales serían ontológicamente reales ni biológicamente funcionales: la realidad es el sentimiento psíquico, no la biología física. Acaso sea una lástima que para ser millonario, o joven, o una persona sana, sea imprescindible, respectivamente, poseer millones en efectivo, un cuerpo de edad no muy avanzada, y no padecer enfermedades. No basta la imaginación para superar un cáncer de colon, por desgracia, del mismo modo que con 80 años cumplidos no cabe hablar de juventud, aunque uno se sienta como si tuviera 20 (sin duda serían unos 20 años muy poco recomendables...). 

No por azar la posmodernidad es —en términos platónicos— un discurso propio de cavernícolas (Platón, República, VII), pues toma las apariencias y desecha las realidades, a las que niega, ciertamente sin éxito ontológico. Aunque tratan de parecerlo, las teorías teológicas no son racionales, sino que se basan en lo que se denominarán principios sedicentes suprarracionales, es decir, en postulados fideístas anti-racionales (principios de fe praeter rationales) que exigen cortar toda posibilidad de relación racional con teorías científicas o filosóficas. La teología no pretende interpretar la fe a través de la razón, y aún menos reducir la fe a la razón, sino que, muy al contrario, lo que pretende es manipular la razón para mostrar hasta qué punto los dogmas de fe la rebasan o trascienden, instaurando estos dogmas de fe por encima de cualesquiera verdades propias de la razón humana (Bueno, 1985). La posmodernidad, al hipostasiar el mundo fenoménico (M2), se comporta del mismo modo que el cristianismo al hipostasiar el mundo suprasensible: ambos discursos, el posmoderno y el cristiano, se articulan en una teología. El dios del primero es la tropología psicologista de cada individuo, al que se le adjudica un trono jupiterino para su propia visión fenomenológica y dogmática del cosmos, con objeto de que no dé cuenta de ella a ninguna ciencia o saber crítico; el dios del segundo es el Dios codificado de acuerdo con la filosofía confesional, o teología, del Vaticano[4].

El formalismo terciario de orden lógico o racionalista es el que considera que las formas en las que se objetivan las ideas y el conocimiento científico son «ficciones explicativas»[5]. La ciencia sería de este modo una ficción expositiva del mundo (descriptivismo), o una ficción capaz de reproducir o contener en sus formas la estructura constituyente del mundo (adecuacionismo). Desde este punto de vista, las formas del conocimiento serían referentes estructurales que carecen de existencia, es decir, de contenido lógico o científico, fuera del sistema, estructura o categoría, en que el que están insertos y dentro del cual se conciben. Esta postura, sin embargo, propia, entre otros casos, del teoreticismo de Popper, no advierte que las formas sistemáticas del conocimiento poseen una existencia estructural, la cual no es operatoria fuera de la estructura a la que genuinamente pertenecen. Coinciden en este punto con las denominadas «ficciones literarias», cuya materialidad carece de existencia operatoria fuera de los límites formales del texto literario que las expresa y contiene. El endecasílabo es un término que pertenece a la categoría de la métrica, dentro de la cual es operativo, y fuera de ella «no existe» como tal, es decir, «no funciona» realmente. No cabe hablar del endecasílabo como una de las cualidades químicas del benceno. El concepto de endecasílabo es una ficción fuera de las leyes de la métrica, cuyos contenidos reales son los que corresponden a un determinado tipo de literatura y de obras poéticas que utilizan este verso, analizable precisamente como tal en virtud de su existencia lógica o estructural como concepto: verso de once sílabas métricas.

Además de las reducciones formalistas, también han de exponerse las reducciones materialistas de la idea de ficción, las cuales proceden por reducción de la materia ontológico general (M) a uno de los tres géneros de materialidad (M1, M2, M3) de la materia ontológico especial (Mi).

Así, desde un materialismo primogenérico (M > M1), que reduce la materia ontológica general (M) a la materia primogenérica especial (M1), lo nouménico ―por usar el término kantiano― sería una ficción. En este sentido, sólo los fenómenos serían constituyentes de realidad. Dios, por ejemplo, en tanto que causa primera o motor perpetuo, sería una ficción pura. Ésta es, en última instancia, la tesis nihilista ―o ateísta― que identifica al todo ―un Dios creador, por ejemplo― con la nada. El Mundo (M), en consecuencia, carecería de fundamento, principio o fin; el Universo sería un despliegue caótico de elementos sin orden ni concierto, y cualquier postulado metafísico resultaría absolutamente ficticio e inoperante. Es la tesis en que se sitúa un Nietzsche, en filosofía, o un Baroja, en literatura. Es, también, la posición nihilista de un Pleberio en su planto al final de La Celestina (Maestro, 2001).

Del mismo modo, desde un materialismo segundogenérico (M > M2), que reduce la materia ontológica general (M) a la materia segundogenérica especial (M2), la idea del Universo como una «gran mente» pensante y concertante ―la idea de un Dios como conciencia del cosmos― resulta convertida en una ficción. En esta reducción, el Universo como intelecto trascendental se derrumba al través de una experiencia completamente ficticia, y en efecto inoperante, que convertiría al ser humano en la nostalgia o el deseo de ser el «sueño de un Dios», en términos de Unamuno, Pirandello, Sartre, un lúdico Borges o un grave Georges Steiner escribiendo su Nostalgia de lo absoluto. Es, en buena medida, la tesis de la literatura existencialista, teísta, metafísicamente escéptica o incluso agnóstica.

Por último, desde un materialismo terciogenérico (M > M3), que reduce la materia ontológica general (M) a la materia terciogenérica especial (M3), se procederá a identificar como ficticio o imaginario todo posible referente del conocimiento humano. Esta perspectiva postularía que todo saber científico es una ficción cuyo fundamento carece de realidad operatoria y consecuente. Algo así supondría una negación del racionalismo gnoseológico y una afirmación de la inutilidad del conocimiento humano, al que se le supondrá incapaz de alcanzar cualquier logro, bien porque no hay nada que conocer (nihilismo, ateísmo, escepticismo radical…), bien porque el posible conocimiento de la materia que abastece ―desde la metafísica o «más allá»― al mundo de los sentidos ―o «más acá»― es superior al racionalismo humano (fideísmo, teísmo, mística…). La primera postura es propia del ateo, que considera a Dios como una invención o ficción de los creyentes; la segunda es la posición que vulgarmente adoptan los propios creyentes religiosos, al considerar la teoría de la evolución de Darwin, por ejemplo, como una invención científica o una ficción ateísta. De un modo u otro, la reducción materialista de la idea de ficción está en la base de cuantos discursos sostienen que no hay nada sobre lo que sea posible justificar un conocimiento dado. Para los partidarios de esta reducción materialista y terciogenérica de la idea de ficción, la teoría de las esencias platónicas sería una falacia, al igual que el mundo de las ideas puras, pues la única vida posible es la ofrecida por la visión desde la caverna, desposeída de toda referencia o reflejo hacia cualquier tipo de realidad ulterior.

Desde el momento en que la Historia no se explica sólo con palabras, sino con pruebas históricas, los hechos no se explican sólo con el lenguaje. Del mismo modo, la literatura no puede explicarse meramente a través de palabras, es decir, sólo con el lenguaje, porque los referentes materiales de la literatura son referentes reales. La materia referida formalmente en la literatura es materia real o no es. Pensemos en Cervantes y en su literatura. El amor, los celos, el honor, la guerra, la religión, la ciudad sitiada, la ejecutoria de hidalguía, la expulsión de los moriscos, Roma, Argel, Numancia, Constantinopla, la libertad y el cautiverio, las ventas y los mesones, la Inquisición y la Reforma, los rosarios de cuentas sonadoras, los pícaros y las cárceles, los avispones y los renegados, los delatores y los judíos, los locos y las damas «de todo rumbo y manejo», los soldados fanfarrones y los mílites cercenados, los rufianes y los curas, las brujas y las alcahuetas, y hasta los perros más andromorfos o los más comunes animales, todos, absolutamente todos, son referentes reales (M1) cuya materialización y fenomenología literaria (M2) puede y debe analizarse mediante conceptos científicos e ideas filosóficas (M3), desde el momento en que sólo a partir de su materialización en el mundo es posible su interpretación en la literatura. Prueba de todo ello, como hemos apuntado hace un momento, es la literatura cervantina.

Las explicaciones meramente lingüísticas o formalistas, exentas de contenido o carentes de referencia material, sólo explican la psicología de quien las formula, pero no aquello a lo que su artífice pretende referirse. Ninguna retórica ha albergado jamás una sola explicación gnoseológica consistente. La hermenéutica doxográfica, tampoco. Las figuras retóricas no son figuras gnoseológicas. Divorciadas de la poética, sólo son doxografía y sofística, es decir, discurso acrítico, ora ideológico (político), ora psicologista (fenomenología), ora confesional (religioso). El lenguaje sólo puede explicar aquella realidad cuya materialidad pueda probar o comprobar un sujeto hablante, convertido entonces en un sujeto gnoseológico, es decir, en un intérprete de la ciencia, la crítica y la dialéctica.


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NOTAS

[1] Como ha sistematizado Bueno (1992), la arquitectura trimembre de la ontología especial mantiene una estrecha correspondencia con la estructura ternaria del eje sintáctico del espacio gnoseológico, cuyos sectores son los términos de las ciencias (realidades físicas), las operaciones que ejecutan los sujetos gnoseológicos (realidades fenomenológicas), y las relaciones que permiten a los sujetos operatorios la manipulación de los términos, de acuerdo con criterios sistemáticos, normativos, estructurales, preceptivos, legales, etc. (relaciones lógicas).

[2] Desde los criterios de la Crítica de la razón literaria, el libro de Dolezel titulado Heterocósmica (1998), con justicia poco citado y reseñado en trabajos de calidad escritos en lengua española (e inglesa), sólo puede interpretarse como una retórica de la ficción o un escrito de teología literaria.

[3] El apartado siguiente está dedicado de forma específica a una crítica de este formalismo secundario —de raíces aristotélicas—, desde los presupuestos de la Crítica de la razón literaria como teoría literaria contemporánea.

[4] Actualmente, este Dios corresponde a la figura del Dios de las religiones terciarias (Bueno, 1985), en el que se acumulan una serie de atributos inconmensurables e indefinidos, es decir, nada (inmutabilidad, inmanencia, eternidad, infinitud, inconmensurabilidad...).

[5] Es la argumentación que expone Bunge: «La ciencia está llena de ficciones. Por lo pronto, todos los objetos matemáticos son ficticios. ¿Qué otra cosa son los números en sí, a diferencia de la población de un lugar? ¿Qué sino ficciones son los puntos y las líneas, los conjuntos y las funciones, las estructuras algebraicas y los espacios funcionales? […]. En ciencia se utilizan, además de conceptos matemáticos, ficciones descaradas. Por ejemplo, el físico habla de rayos luminosos sin espesor y de imágenes virtuales, de átomos aislados del resto del universo y de universos de densidad igual en todas partes. El biólogo suele fingir que todos los individuos de una especie son iguales, y el psicólogo suele imaginar procesos mentales que no son idénticos a procesos cerebrales. El sociólogo hace a menudo cuenta de que los grupos sociales que estudia no son influidos por la política, y el economista inventa mercados en equilibrio» (Bunge, 1987: 49-50). Se observará que Bunge insiste de forma recurrente en una idea dominante, y es que las ideas tienen propiedades lógicas y semánticas, no físicas. Quiere esto decir que una proposición puede ser contradictoria o falsa, mientras que un río o una cucharada de azúcar no pueden ser ni lo uno ni lo otro. Lo objetable es que «esto» también quiere decir que Bunge ha perdido de vista M1, es decir, que en su explicación de las ideas (M3), ha perdido de vista el mundo físico (M1). ¡Qué fácil es conjurar mágicamente la materia, destruirla con palabras, y ser feliz, creyéndose uno en posesión de saberes supremos! En este punto sigo recomendando la lectura del Fausto. El nihilista Mefistófeles, muy modestamente, advierte que la materia es indestructible (Goethe, Faust, I, vs. 1363-1370). Convendría que algunos formalistas —los que niegan la materialidad física del mundo (M1), y sobre todo los que niegan la materialidad lógica de la literatura (M3)— leyeran ese pasaje: «Lo que se opone a la nada, ese algo, ese mundo grosero, por más que lo haya intentado yo, no he podido hacerle mella alguna con oleadas, tormentas, terremotos ni incendios; tranquilos quedan al fin mar y tierra. Y tocante a la maldita materia, semillero de animales y hombres, no hay medio absolutamente de dominarla (Goethe, 1808-1832/1991: 144)». El original alemán dice así: «Was sich dem Nichts entgegenstellt, / Das Etwas, diese plumpe Welt, / So viel als ich schon unternommen, / Ich wußte nicht ihr beizukommen, / Mit Wellen, Stürmen, Schütteln, Brand— / Geruhig bleibt am Ende Meer und Land! / Und dem verdammten Zeug, der Tier- und Menschenbrut, / Dem ist nun gar nichts anzuhaben» (Goethe, Faust, 1808-1832/1996: 48; I, vv. 1363-1370).






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Ontología materialista: el ser es material (o no es), aunque sea ficticio», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (III, 6.3), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


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III, 6.4 - Ficción y Teoría de la Literatura: tres falsas teorías sobre la ficción literaria

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Ficción y Teoría de la Literatura: tres falsas teorías sobre la ficción literaria


Referencia III, 6.4


Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria

La Teoría de la Literatura ha entrado en el siglo XXI basándose en una idea de ficción que, durante 25 siglos —prácticamente desde la quinta centuria antes de nuestra Era—, ha sido siempre la misma, pues se ha mantenido de forma invariable e inalterable en la tesis —incuestionada— de que los conceptos de realidad y ficción son separables, contrarios o incluso insolubles. El criterio que aquí sostenemos, desde la Crítica de la razón literaria como Teoría de la Literatura, es que la idea de ficción no se opone a la de realidad, sino todo lo contrario: ficción y realidad son conceptos conjugados o entrelazados, es decir, indisociables o insolubles. La ficción existe implicada e inserta en la realidad, es inexplicable de espaldas a la realidad, y es factible —no sólo posible— precisamente porque la realidad existe, y constituye la referencia fundamental de toda ficción. La ficción es una parte esencial de la realidad. De hecho, la realidad necesita a la ficción —a la apariencia— tanto para invisibilizarse, o hacerse legible, como para sobrevivir.

Sin embargo, la Teoría de la Literatura, desde Aristóteles hasta el siglo XXI, ha interpretado la ficción como una entidad disociada y opuesta a la realidad, y completamente insoluble en ella, desterrándola al mundo del arte, la literatura, la imaginación, o incluso la fantasía, el irracionalismo o el inconsciente. La idea de ficción que ha sostenido históricamente la Teoría de la Literatura ha sido una sola y única idea, fundamentada en la convicción de que la realidad repele la ficción, de que la ficción no forma parte esencial de la realidad, y de que la realidad, para afirmarse, reconocerse e instituirse como tal, exige expulsar de sí misma todo lo que tenga que ver con la ficción. En una palabra, la Teoría de la Literatura ha interpretado la ficción como algo que no forma parte de la ontología.

Inserta en una forma de pensamiento que considera que el ser —la ontología—, por verdadero, ha de ser necesariamente real, niega a ese ser toda posibilidad de manifestación, expresión o —por supuesto— esencia, ficcionales. Las teorías generales del conocimiento, construidas por Aristóteles y Kant como teorías epistemológicas —basadas en la oposición objeto / sujeto— desde las que se ha diseñado la organización del pensamiento humano, siempre han negado que en la ontología hubiera un lugar para la ficción. En una ontología de verdad nada puede ser falso. No hay lugar para la mentira en la esencia de la verdad. La ontología, o es verdadera, o no es. La ontología se basaba así en un criterio epistemológico —de signo aristotélico y kantiano— de verdad. La fuerza de las teorías epistemológicas del conocimiento humano era, tanto en Aristóteles como en Kant, omnipotente en este sentido, y no dejaban a lo ficticio, a lo falso, a lo irreal, indiscriminadamente concebidos, ningún espacio habitable en su concepción del mundo, excepto el terreno espiritual, lúdico, gratuito, intrascendente, del arte. La epistemología aristotélica, como la epistemología kantiana, sitúa a la ficción fuera de la realidad. La ficción está exiliada de la realidad y de la ontología de lo real. Todas las teorías literarias basadas tanto en la Poética de Aristóteles como en las tres Críticas kantianas se han limitado a reproducir acríticamente la inercia de estos imperativos epistemológicos. Sin discutirlos jamás. Desde la Crítica de la razón literaria como Teoría de la Literatura se impugnarán estos criterios, y se planteará una teoría de la ficción literaria completamente diferente.

La idea de ficción depende siempre de la idea de realidad. Si tenemos una idea aristotélica de realidad, consideraremos que la ficción es una construcción mimética, reproductiva o imitativa de la realidad, de modo que el arte es un proceso descriptivista de la realidad a la que se enfrenta el artista, el cual actuará como un mero copista o plagiario de un mundo indudablemente real, y también ajeno, acrítico y apriorístico. Ésta es una concepción de la realidad propia de un mundo arcaico y precristiano. Una idea de realidad construida para interpretar un mundo de hace más de 25 siglos. Desde entonces, las cosas han cambiado bastante.

Por otra parte, si adoptamos una idea kantiana de realidad, consideraremos que la ficción es una construcción no mimética o imitativa de la realidad, sino creativa, personal, más precisamente, subjetiva, de una realidad que sólo un genio —un artista genial— podrá y sabrá captar. Es la tesis kantiana, en virtud de la cual el arte no es la labor de un copista, sino de un creador, porque el referente de la obra estética —ya no exactamente literaria— no es la realidad, sino la idea de realidad dada o diseñada en la conciencia del sujeto, es decir, en la subjetividad del genio humano. La conciencia (el sujeto) ha devorado al mundo (el objeto). Por este camino, el arte no describe la realidad, sino que incluso la crea, la desborda, la construye y reconstruye de formas sofisticadas y extraordinarias. Pero desde Kant hasta nosotros las cosas también han cambiado mucho, aunque ese cambio no haya sido igualmente visible para todos. Ni Aristóteles ni Kant son, hoy, nuestros colegas.

Quiero decir con esto que la idea de ficción, durante los últimos 25 siglos, se ha explicado, sin alteraciones, desde criterios epistemológicos, es decir, desde coordenadas que reducen el concepto de lo ficticio a las relaciones de conocimiento de que son capaces el objeto y el sujeto.

En el caso de la epistemología de Aristóteles, el objeto (la realidad, el mundo, la naturaleza) lleva la iniciativa, y el sujeto actúa como un mero copista, reproductor o imitador de la naturaleza. La mímesis es el principio generador del arte, y el ser humano (el sujeto), un mero intermediario —entre la naturaleza y el arte— que hace posible el funcionamiento de este principio imitativo o reproductor, según sus capacidades estéticas, poéticas o técnicas (téchnee).

En el caso de la epistemología kantiana, el sujeto (la conciencia subjetiva del ser humano), convertido ahora en genio creador, asume toda la responsabilidad en el acto de construcción, un auténtico acto de creación, de la obra de arte. De este modo, el arte no reproduce ya la realidad, que siempre resultará difusa, dudosa y aparente, incomprensible incluso, sino que hace algo verdaderamente mucho más valioso: el arte reproduce la realidad subjetiva no sólo del Hombre, sino del Universo, si bien esa reproducción se opera —tiene lugar— en la mente de individuos selectos —o a través de ellos—, seres humanos extraordinarios, geniales, que saben hacer visible en el arte la esencia inmanente de una realidad trascendente, oculta a la sensibilidad de los mortales comunes y corrientes, y sólo inteligible para la genialidad de artistas, escultores, músicos, dramaturgos, poetas, etc. El arte se convierte para los idealistas en el código que contiene —y torna legible— el logos de la realidad, sólo asequible a la mente genial, a la subjetividad trascendental, de una creación artística llevada a cabo por ingenios individuales, que muy pronto encarnarán la secularización de valores otrora sagrados, tras los cuales el pueblo no tardará en identificarse y manifestarse (desde Los héroes de Carlyle hasta el Volksgeist invocado por todos los nacionalismos y populismos románticos y posmodernos, etc.).

En suma, esta idea de ficción, que ha permanecido inalterable durante 25 siglos, puede explicarse y reinterpretarse, desde la ontología de la Crítica de la razón literaria, según tres concepciones o teorías, las cuales se han manifestado sucesivamente a lo largo de la Historia de la Teoría de la Literatura, desde Aristóteles hasta la posmodernidad contemporánea. La teoría literaria de todos los tiempos sólo ha hecho históricamente posible tres variantes de una misma idea de ficción, basadas las tres en una única epistemología —de signo aristotélico primero (al dar prioridad al objeto sobre el sujeto) y de signo kantiano después (al situar el punto de gravedad en el sujeto frente al objeto)—, y al estar fundamentada cada una de ellas en una reducción a cada uno de los tres géneros de materia (primogenérica o física [M1], segundogenérica o psicológica [M2], y terciogenérica o conceptual [M3]).

De este modo, hablaremos de tres concepciones de la idea de ficción: 1) aristotélica o mimética, que reduce la ficción al primer género de materia [M1]; 2) kantiana o idealista, que reduce la ficción al segundo género de materia [M2]; y platónica, formalista o metafísica, que reduce la ficción al tercer género de materia [M3].

La Crítica de la razón literaria como Teoría de la Literatura impugna estas tres concepciones de ficción, al considerarlas irreales, inoperantes y en sí mismas falaces. ¿Por qué? Porque las dos primeras se basan —como se ha dicho— en una epistemología, que adultera toda teoría del conocimiento de la realidad en las falacias, respectivamente, descriptivista, en el caso de Aristóteles (al reducir el Sujeto a la supuesta realidad acrítica y apriorística de un objeto ajeno al propio sujeto), y teoreticista, en el caso de Kant (al reducir el objeto a una construcción completamente idealista, irreal y subjetiva propia de la mente de un sujeto que acaba por perder de vista la esencia misma de la realidad). Y porque la tercera se basa, pura y simplemente, en una teoría metafísica que reduce el arte a conocimiento, es decir, la literatura a gnoseología (idealista, además), en virtud de la cual se exige a la poética la revelación de verdades trascendentes, suprasensibles o, explícitamente, metafísicas. Esta última concepción de la idea de ficción emplazaría las obras de arte en el mundo metafísico de las formas puras postulado por Platón.

Para que pueda entenderse todo esto con un ejemplo, baste decir que las teorías literarias de signo aristotélico o mimético, que reducen la ficción a M1, consideran que la realidad supera la ficción, porque la obra de arte siempre es un reflejo o reproducción de hechos reales o factibles en la realidad. Ejemplos de ello son la novela histórica, el cine basado en supuestos «hechos reales», la autobiografía en sus diferentes géneros, el teatro épico de Brecht (en realidad una invención de la literatura de Cervantes) o la teoría del reflejo del marxismo socialista. La ficción es todos estos casos un completo simulacro, aunque incluso pueda tratarse de un simulacro modélico para un determinado tipo de persona o de sociedad política o religiosa.

A su vez, las teorías literarias de signo kantiano o idealista, que reducen la ficción a M2, postulan que la ficción siempre supera la realidad, desde el momento en que el contenido de la ficción no se limita a la realidad conocida e interpretada por las ciencias, sino que incluso «nos descubre» partes esenciales de la realidad que la ciencia oculta, que la razón reprime, que el logos margina, que el consciente es incapaz de hacer legible... Ejemplo de ello es la denominada literatura fantástica y maravillosa, el realismo mágico, el monólogo interior, el surrealismo, lo onírico, la escritura automática, o la ciencia-ficción en todos sus géneros y manifestaciones. En última instancia, éste es el concepto de ficción que ha dominado, y que aún determina, la interpretación más convencional y común de ficción literaria. La literatura se concibe así como una forma psicológicamente alternativa al prosaísmo, cientifismo y positivismo del mundo real. Expresión redundante, porque todo mundo es real: los mundos imaginarios son formas inoperantes del mundo real. Las formas inoperantes son un género específico de las formas ficticias. La ficción (artística y literaria) supera la realidad (racionalista y cientifista) del Mundo. La ficción «nos libera» de la realidad. Así concebida, la literatura sería una forma secularizada de cultivar el espíritu, la subjetividad, la imaginación, la fantasía, la libertad, en suma, del ego individual o colectivo, frente al materialismo de las ciencias, el positivismo de la razón o el determinismo de las leyes políticas y religiosas. La ficción es aquí un juego, más o menos gratuito o intrascendente, cuya finalidad es esencialmente lúdica, irrelevante y emocional. Pero es un juego que forma parte de la realidad, porque es imposible salir de la realidad para vivir la ficción. No abandonamos la realidad cuando disfrutamos o interpretamos la ficción. No se puede salir de la realidad para nada. Excepto para morir.

Por último, las teorías literarias de signo platónico, formalista o metafísico, que reducen la ficción a M3, consideran que la realidad del mundo es una ficción, es decir, que el mundo en el que vivimos es un mundo de apariencias e irrealidades, de falacias y mentiras, las cuales convierten nuestra vida en una ficción: la realidad verdadera está —según esta idea de ficción— en el más allá. Ejemplo de ello es la tesis calderoniana de La vida es sueño, según la cual la verdad habita en el mundo metafísico, sea el mundo platónico de las ideas o formas puras, sea el paraíso celestial de la teología cristiana, el edén hebreo o islámico, etc. Es la idea de ficción presente en numerosos pasajes bíblicos, evangélicos, coránicos, propios de las «religiones del libro», o de las Sagradas Escrituras. Y propios también de una literatura programática o imperativa de signo religioso —y en algunos casos también utópico—, como la Divina commedia de Dante o la antemencionada comedia de Calderón La vida es sueño

Entre las teorías literarias que plantean, sin duda sin tener verdadera consciencia de sus genuinos fundamentos filosóficos, esta idea de ficción, completamente metafísica y formalista —de un formalismo absoluto, que ha perdido de vista toda corporeidad—, está la denominada teoría de los mundos posibles, una teoría que reduce la idea de ficción literaria a un concepto puro, a una mera potencia de diseño, carente de la más minúscula posibilidad de existir, ya no sólo en cualquier lugar, sino también en cualquier momento. La idea de ficción basada en la teoría de los mundos posibles es una retórica metafísica fundamentada en un irrealismo embellecedor de ucronías y utopías. Es una idea para entretener a teóricos de la literatura que juegan entre sí de espaldas a la realidad de la literatura y de los materiales literarios. Esta teoría de la ficción dota a la metafísica, a las formas incorpóreas, a lo inmaterial, de un realismo —y de una verdad— absolutamente superiores a todos los supuestos contenidos del mundo real. Lo irreal es aquí algo que desborda y trasciende la realidad del mundo, al que se considera apariencia, mentira y ficción.

Ninguna de estas tres teorías de la ficción puede explicar lo que la ficción es, porque se basan en reduccionismos epistemológicos (a M1 y a M2) y en aberraciones gnoseológicas (en M3). Y la ficción literaria no puede explicarse ni desde criterios epistemológicos, ni desde criterios gnoseológicos. La ficción literaria sólo puede explicarse desde criterios ontológicos, porque la ficción es indisociable de la realidad, de la que la propia ficción forma parte esencial. Lo hemos dicho: la realidad necesita a la ficción, es decir —en términos aristotélicos, a la apariencia, para sobrevivir. ¿Por qué?, pues porque la ficción no reside en la metafísica: la ficción forma parte de la realidad. Ficción y realidad no son conceptos opuestos, sino conjugados. El uno es inconcebible sin el otro. La ficción habita en la realidad, no fuera de ella.

Pese a esta evidencia, hay quienes siguen empeñados en buscar los fundamentos de la ficción más allá de la realidad, es decir, en la metafísica.

Algunos de estos autores se refieren a la metafísica de la literatura desde términos tales como «mundo posible». Ya he dicho muchas veces, y no lo he dicho sólo yo, que no hay ningún mundo en el que don Quijote, Hamlet o Dante en los infiernos tengan la menor posibilidad de existir. Pero aún así, hay gente que sigue empeñada en buscar el quinto pie del gato, es decir, en buscar un lugar para la ficción más allá de este mundo: en la metafísica de la literatura.

Leemos constantemente cuestiones muy discutibles sobre la ficción literaria. Se trata de escritos que repiten, acríticamente, los mismos errores inherentes a las concepciones que interpretan la ficción literaria como construcción de un mundo posible. Hay casos que radicalizan tales errores hasta situaciones extremas, desde perspectivas teoreticistas (de raíces popperianas), indudablemente ignoradas por quienes arguyen tales ideas. Se llega a hablar de mundos imposibles en su oposición a mundos posibles, como si en la realidad del mundo efectivamente existente fuera posible habitar, operar o actuar en mundos ontológicamente alternativos al de hecho y de derecho mundo real.

Alguno de estos escritos llega a postular incluso que puede haber literatura sin ficción, planteando de este modo una concepción partitiva, ablativa o «especial» de lo que la literatura es, en el sentido de que el intérprete o crítico literario puede hacer una «crítica a la carta» de los materiales literarios, y seleccionar un menú o conjunto de ingredientes para hacer de ellos algo que corresponda con su particular idea o modelo autológico de literatura: literatura con autor o sin autor, literatura con lector o sin lector, literatura con ficción o sin ficción, literatura con cultura o sin cultura, literatura con ciencia o sin ciencia, literatura con compromiso o sin compromiso, literatura con lenguaje o sin lenguaje, literatura con palabras o sin ellas, etc. Por caminos así trastabilla actualmente, naturalmente por las aulas universitarias, la «teoría literaria» posmoderna.

Así se puede decir que hay literatura sin ficción, que hay literatura sin autor, que hay literatura sin fonemas oclusivos o velares, o que hay literatura sin mujeres, etc. Una literatura sin autor ya la han postulado individuos como Barthes, o Foucault, al afirmar que «el autor ha muerto», o que no existe, ignorando —como si nada— las leyes de copyright o de propiedad intelectual, entre otras múltiples cuestiones, es decir, ignorando la realidad. Una literatura sin ficción es, simplemente, una retórica pura, un texto lúdico y recreativo de una realidad que se toma referencialmente como modelo puntual de una escritura. Hablar de una literatura sin ficción equivale a postular una teoría de la música concebida al margen de toda experiencia sonora. Una literatura sin ficción es una geometría sin polígonos o una medicina sin enfermos. Una literatura sin ficción exige reemplazar los hechos literarios por el ilusionismo de interpretaciones ad hoc. Es el triunfo de una Teoría de la Literatura sin literatura, basada en unos materiales que han dejado de ser literarios, porque son ya... cultura... Pura experiencia lisérgica.

Si Ortega, desde la «deshumanización del arte», daba forma objetiva a lo que planteaban muchas vanguardias, en el contexto preambular de los teoreticismos y formalismos del siglo XX, la amputación de la ficción a la literatura no es más que una continuación alternativa de este juego de mutilaciones y ablaciones de materiales literarios, un juego motivado sobre todo por el hecho mismo de que es más fácil suprimir componentes ontológicos que afrontar la explicación científica de tales componentes.

Es más cómodo suprimir al autor que explicarlo. Es más original hablar de literatura sin ficción que reconocer que la denominada «literatura sin ficción» no es más que un juego verbal cuyo referente son los mismos hechos que la literatura de ficción, esto es, la realidad, con la única diferencia de que la ficción exige al creador una imaginación y un racionalismo compositivo de los que el expositor de hechos puramente reales carece. Una posible literatura sin ficción es una suerte de relato histórico sin justificación científica ni crédito factible.

Pero el modelo de arte ha sido y es siempre el mismo: la realidad. Porque los términos, reales o ideales, que constituyen las obras de arte de todo tipo, son los mismos términos, reales o ideales, que forman parte de la realidad. Y téngase en cuenta que construir un referente o término ideal es mucho más difícil que reproducir o relatar un hecho o término real, por la sencilla razón de que los términos ideales exigen a su artífice el diseño de una estructura operatoriamente inexistente en la realidad a la que es necesario dotar —con razones comprensibles— de sentido, coherencia y verosimilitud. De un modo u otro, es muy fácil copiar, o incluso plagiar, como el mismo Huidobro, en su poética creacionista, consideraba que, hasta su vanguardia, había hecho todo artista: plagiar a Dios, copiar la realidad en el arte. La fórmula está dada en la mímesis platónica, cuya fuente genuina es el mundo metafísico, esencialista, de las ideas puras.

La teoría de los mundos posibles es una teoría que carece de fundamento material, porque el único mundo posible es, pleonásticamente hablando, el mundo real. La teoría de los mundos posibles es puro teoreticismo popperiano. No hay otro mundo salvo el real, a menos que concedamos a la metafísica un valor ontológico operatorio más allá de este mundo efectivo. La diferencia entre acto y potencia, entre mundo actualista y mundo posible, remite a la metafísica de Aristóteles. Pero Aristóteles no es nuestro colega actual en Teoría de la Literatura. La ficción no es potencia, sino acto, más precisamente, es acto estructural (la obra de arte) de una realidad operatoria (ejecutada por el artista). De una realidad que es real precisamente por ser operatoria sólo dentro de las estructuras de una obra de arte. Porque fuera de la estructura formal de la obra de arte, no hay ninguna operatoriedad. Fuera del Quijote, don Quijote no actúa, ni combate, ni siente, ni padece. Actúa, siente y padece el lector (de carne y hueso), pero no el personaje (de ficción).

Hablar de mundos posibles es, en términos artísticos, una metáfora sinestésica un tanto alicientosa; en términos científicos, es una ficción que dejaría perplejo a cualquier médico, físico o ingeniero; y en términos de filosofía materialista es, simplemente, un disparate, según el cual habría un mundo metafísico en el que el ser humano podría instalarse y acomodarse físicamente cuando lee un libro o contempla un lienzo. Una especie de sala VIP de la poética de la literatura o de la estética de la creación. Una memez.






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  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Ficción y Teoría de la Literatura: tres falsas teorías sobre la ficción literaria», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (III, 6.4), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


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