VI, 4 - De las presuntas ficciones literarias de la filosofía y otros discursos no literarios

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





De las presuntas ficciones literarias de la filosofía y otros discursos no literarios


Referencia VI, 4


Lo que han de hacer los ingenios grandes cuando los murmuran[1]

 

Un lebrel irlandés de hermoso talle,
bayo entre negro de la frente al anca,
labrada en bronce y ante la carlanca
pasaba por la margen de la calle.
 
Salió confuso ejército a ladralle,
chusma de gozques, negra, roja y blanca,
como de aldea furibunda arranca
para seguir al lobo en monte, o valle.
 
Y como escriben que la Diosa trina,
globo de plata en el celeste raso,
los perros de los montes desatina,
 
este hidalgo lebrel, sin hacer caso,
alzó la pierna, remojó la esquina,
y por medio se fue su paso a paso.

Lope de Vega

 

 

Crítica de la razón literaria Jesús G. Maestro

La idea de ficción literaria es una de las ideas más simples y, a la vez, más difíciles de asumir para alguien que se tome la vida en serio. La Biblia hebrea, la teología dogmática cristiana, todas las formas religiosas derivadas de la Reforma protestante, la inquisición posmoderna de lo políticamente correcto, cualesquiera fundamentalismos, y, también, la filosofía misma, desde la República de Platón hasta el marxismo en casi todas sus variantes, se han mostrado normativamente incompatibles con la ficción literaria[2].

Lo más sorprendente y paradójico es que todas estas corrientes que acabo de mencionar, y muchas otras parejas a ellas, se han servido, sin excepción, de la ficción, tanto para expresarse y difundirse como para hacerse comprensibles y seductoras. No deja de ser curioso, y cínico, que Platón imponga la expulsión de todos los poetas de la República cuando él mismo en esa obra se sirve impunemente de mitos poéticos y fábulas explicativas de muchas de sus ideas. Lo mismo hará la teología cristiana y el reformismo luterano, al igual que siglos antes había hecho el pueblo hebreo con sus Sagradas Escrituras, pues, ¿hay algo más ficticio que un dios antropomorfo, psicologista y voluntarista?

La posmodernidad contemporánea ha llevado a extremos superlativos la ficción de múltiples formas de realidad, hasta convertir en espejismos todos los oasis, y hacer de la realidad misma una realidad virtual, al imponer incluso como imperativo la idea de que la vida es sueño, desde el momento en que nuestra vigilia ha de estar saturada de ese tipo de ficciones, en forma de sueños permanentes, felicidades plenarias y sensaciones nunca inteligibles, todo ello en condiciones extremas de ridiculez. La vida queda reducida de este modo a sensibilidad sin inteligencia. El máximo de sensibilidad y el mínimo de inteligencia. Lo sensible eclipsa lo inteligible. Por su parte, feminismo, animalismo y nacionalismo han hecho de la ficción la cumbre inhabitable de una sociedad política en la que, respectivamente, las ideas de mujer, animal y nación resultan completamente fabulosas, idealistas y metafísicas. La patología reside ante todo en asumir esta fabulación, este idealismo metafísico y superlativo, como algo factible, real y operatorio.

El filósofo, sin embargo, cuando se ve frente a la ficción, no sabe muy bien qué hacer. No en vano, como he dicho muchas veces, la literatura es el Talón de Aquiles de la filosofía.

En la Crítica de la razón literaria he sostenido y demostrado —contra la reacción de muchos y ante el silencio de casi todos— que la ficción es aquella materia que carece de existencia operatoria porque sólo dispone de existencia estructural: don Quijote opera dentro del Quijote, es decir, dentro de su novela, estructuralmente, pero nunca fuera de ella. El Moisés de Miguel Ángel posee existencia estructural, pues es una obra de arte sensible e inteligible, y como tal podemos percibirla y analizarla, pero ese Moisés ni puede hablar, ni puede moverse, ni puede abrirnos o cerrarnos las Tablas de su Ley. Su existencia material es estructural: no operatoria.

Contra esta tesis se ha dicho, de forma cómica y ridícula (por inofensiva), pero con pretensiones de seriedad (y por ello mismo grotescamente), que los actores de teatro, cuando interpretan una tragedia o una comedia, actúan operatoriamente en el escenario, y no estructuralmente. No cabe mayor miseria interpretativa en quien eso afirma. Si tal cosa fuera así, cada vez que se lleva a escena El médico de su honra de Calderón, don Gutierre tendría que asesinar a doña Mencía operatoriamente, y no (sólo) teatralmente, esto es, estructuralmente, es decir, el actor que interpreta a don Gutierre tendría que ejecutar en escena a la actriz que hace de doña Mencía. Porque si nos tomamos la ficción en serio, es decir, si consideramos que la estructura debe ser operatoria más allá de los límites del arte, entonces es que —en un caso como éste— somos partidarios del crimen efectivo, y no ficticio. Por fortuna, este tipo de afirmaciones sólo están en boca de necios y paranecios [sic], y no de directores de escena. De otro modo, las compañías teatrales no sobrevivirían al estreno de ninguna de sus obras. Y la vocación por ser actriz o actor mermaría irreversiblemente.

Otra de las gracias que se han dicho contra esta tesis es que «la filosofía también es ficción», porque si Platón en sus Diálogos incorpora cuentos, mitos o fábulas explicativas, pues ya está: la filosofía, como la literatura, es ficción. De este modo, tomamos el todo (la filosofía) por una de sus partes, o ingredientes (la ficción), y con esto les basta a algunos para identificar el Teeteto con el Quijote, el Tratado teológico-político de Spinoza con el Orlando furioso de Ariosto, o Ser y tiempo de Heidegger con Oficio de tinieblas 5 de Cela. Y tan contentos. Pero ocurre que algo así no es una teoría de la ficción, sino una torpe metonimia, la cual toma por las hojas de la ficción de la literatura el rábano de la filosofía de la realidad.

La ficción es —en todo caso, y si se puede hablar en tales términos— un componente diamérico (esto es, parcial o partitivo) de la filosofía, y de muchas otras actividades humanas, pero no un término metamético (esto es, global), esencial y determinante, de ella. No es el todo de la filosofía. Dicho de otro modo, la ficción puede ser un ingrediente, partitivo, de la filosofía, pero no su término esencial, determinante, fundamental, totalizante, como sí lo es en el caso de la literatura en particular y del arte en general. No hay literatura sin ficción. Del mismo modo que no puede haber filosofía totalmente soluble en la ficción. Esta última es la tesis de Derrida y de la posmodernidad: todo es literatura, porque todo es ficción. Y porque —según los posmodernos— toda filosofía es pura y mera ficción.

Sin embargo, nada de esto es así. La ficción es esencial en la literatura, y sólo es accidental en la filosofía, como recurso explicativo o ilustrativo de contenidos filosóficos. El fin de la filosofía no es construir ficciones, sino, en todo caso, servirse de ellas para explicar a su través lo que de otro modo el filósofo de turno no puede o no sabe explicar mejor. Por ello, para muchos filósofos, entre los que figuran Platón o Nietzsche, la literatura es imprescindible, aunque lo sea solamente como un recurso ancilar, explicativo y poético, en el cual se sella y objetiva la limitación filosófica de sus propias explicaciones, en esos casos mucho más «poéticas» que «filosóficas». Y no sólo la ficción es accidental en la filosofía: la ficción también es accidental en las parábolas de los Evangelios, en el acto de contar chistes comunes y corrientes, en los problemas escolares de matemática o física, en los ejemplos gramaticales de que se sirve la lingüística, o en la presunta escritura gnomológica, sapiencial o parenética, desde los protagonistas paremiológicos de los refranes hasta las aventuras de los animalitos caricaturizados en las metrificadas fábulas morales.

Todos los chistes son ficciones. Y no son literatura. Aunque alguno de ellos pueda formar parte de una obra literaria, o integrarse en ella. Un problema de matemáticas o de química en un libro de texto escolar también es una ficción. Y no por ello la matemática o la química son ficciones. Ni tampoco por ello sus contenidos son literarios. También la lingüística usa ficciones cuando ejemplifica las partes de la oración y dice «Pepito come manzanas a las cuatro de la tarde» para ejemplificar el valor funcional de un sujeto, un verbo y un complemento en una sintaxis gramatical. Y tal afirmación no dota a este «Pepito» gramatical de una existencia operatoria que le obligue a deglutir pomáceas a las 16.00 horas en punto de cada día del año. Los mitos o fábulas a los que apela la filosofía, como aquellos de los que se sirve la matemática o la lingüística, y al igual que las parábolas evangélicas, no hacen de estos géneros de escritura una obra literaria, ni convierten a la filosofía, la matemática o la lingüística en un material literario, ni aún menos en una obra de arte literaria. Nada de eso. La sopa de ajo no es una liliácea, aunque lleve ajos, ni la paella de marisco es una gramínea, aunque lleve arroz.

No hay que confundir los mitos, las parábolas o las hipótesis, dadas o presupuestas, frecuentes respectivamente en los Diálogos platónicos, en los Evangelios, o en los libros de texto escolares, con la ficción. Dada una situación hipotética, imaginaria o ejemplar, con fines filosóficos o catequéticos, escolares o docentes, didácticos o ilustrativos, del tipo «si Pepito tiene 5 manzanas y su hermana se come 3, porque viene con hambre del colegio, ¿cuántas manzanas le quedan a Pepito?», no podemos suponer que esto son ficciones como lo son las ficciones literarias. Que haya que explicar tales cosas a los filósofos resulta algo francamente delator del estado en que se encuentra actualmente la filosofía. Prosigamos.

En este tipo de obras filosóficas, matemáticas, evangélicas, etc., la ficción es una cita, una prótesis, una parte integrante, extensional o accidental, pero no es la esencia de la obra. Ni mucho menos es una parte determinante o intensional de ella. Que una obra filosófica cuente un cuento no la convierte en literatura. Es más, delata en la filosofía —acaso mejor sería decir en el filósofo— una carencia importante: la ausencia de una realidad sensible en la que fundamentar una explicación filosófica, la cual ha de acudir a una ficción o fábula para hacerse inteligible. Hechos así incluso dejan en evidencia a la filosofía como algo insuficiente para explicar lo que pretende, pues debe acudir a la ficción, confitada de literatura, para hacer visibles y comprensibles sus realidades. Es como si la filosofía hubiera de contratar los servicios de la literatura para hacerse valer explicativamente. ¿Por qué? Ha de insistirse en ello: porque tales argumentos filosóficos no han encontrado en la inteligencia del filósofo una realidad que los fundamente, y han de acudir a la ficción de la literatura. Y no es nada casual que los filósofos que acuden, socorridamente, a ficciones, fábulas y mitos, sean y hayan sido —y sigan siendo, como un Jesucristo en su mundo, un Platón en su República, o un Marx en su paraíso socialista—, utopistas, idealistas y nada prácticos (por mucha Esparta que valga o por mucha Unión Soviética que en el mundo ha sido). La práctica de estas utopías filosóficas suelen ponerla en marcha algunos de sus más fanáticos y menos filosóficos seguidores. Que una obra filosófica cuente un cuento no la convierte en una obra literaria. Y que un ser humano porte un traje no lo convierte tampoco en un perchero.

¿Acaso estos dos textos que cito a continuación son sendas ficciones literarias?:

 

1) Un cañón está situado sobre la cima de una colina de 500 m de altura y dispara un proyectil con una velocidad de 60 m/s, haciendo un ángulo de 30º por debajo de la horizontal. Calcular el alcance medido desde la base de la colina. Las componentes tangencial y normal de la aceleración 3 s después de efectuado el disparo. Dibujar un esquema en los que se especifique los vectores velocidad, aceleración y sus componentes tangencial y normal en ese instante. (Tómese g=10 m/s2).

2) Nos encontramos en la antigua Suiza, donde Guillermo Tell va a intentar ensartar con una flecha una manzana dispuesta en la cabeza de su hijo a cierta distancia d del punto de disparo (la manzana está 5 m por debajo del punto de lanzamiento de la flecha). La flecha sale con una velocidad inicial de 50 m/s haciendo una inclinación de 30º con la horizontal y el viento produce una aceleración horizontal opuesta a su velocidad de 2 m/s2. Calcular la distancia horizontal d a la que deberá estar el hijo para que pueda ensartar la manzana. Hállese la altura máxima que alcanza la flecha medida desde el punto de lanzamiento. (g=9.8 m/s2)[3].

 

No son ficciones literarias. Son, en todo caso, ficciones matemáticas, o físicas, totalmente irrelevantes —como tales ficciones— para la matemática y la física.

Hasta aquí me he referido a quienes buscan la ficción en la realidad. Pero no han faltado quienes se mueven, por el mismo camino, en la dirección contraria. Unos y otros se cruzan sin reconocerse mientras tratan de encontrar, cada uno por su lado, el quinto pie del gato. Me refiero ahora a quienes buscan la realidad en la ficción. No han faltado quienes han querido ver las huellas de las herraduras de Rocinante en los caminos de La Mancha, y a don Quijote cabalgando operatoriamente por el Campo de Montiel. No ha faltado un cervantista que dijera, en cierto congreso, en una comunicación pública, que había encontrado el manuscrito arábigo original, escrito de puño y letra por Cide Hamete Benengeli, uno de los varios personajes ficticios del Quijote cervantino. Sin duda un hallazgo asombroso, digno del Borges más lúdico y ultraísta. Y, por supuesto, no ha faltado quien descubriera cuál es el lugar geográfico y exacto de La Mancha del que Cervantes no quiso acordarse en el célebre octosílabo con el que comienza el Quijote.

 

En un lugar de la Mancha... (Quijote I, 1).

 

Y hasta tal punto este afán por buscar el quinto pie del gato ha sido intenso, que con tal de dar nombre real a lo que literariamente no lo tiene, porque no lo puede tener, se ha utilizado nada menos que la matemática para argumentar que ese «lugar» de La Mancha es Villanueva de los Infantes. Fijémonos en el diseño racional de esta locura. Se han tomado como supuestos varios criterios de tipo operatorio para determinar física y geográficamente los lugares, desplazamientos y velocidad de personajes ontológicamente literarios:

 

La velocidad de marcha promedio que podrían llevar las cabalgaduras de don Quijote y Sancho, que fue calculada en 31 km/día en comparación con los 20 km que proponen algunos autores y los 50 km que se consideraban normales en la época para una mula andando en jornada de 10 horas en verano. A la cifra de 31 km/día se llega a su vez por tres vías (características físicas de las cabalgaduras (Pollos, 1976); comparación con la del Caballero de la Blanca Luna en Barcelona; y estudio del sistema distancias / tiempos (Terrero, 1960)[4].

 

¿Se imaginan un estudio de estas mismas características para determinar la posición geológica exacta de los círculos infernales con los que Dante dispuso la metafísica del averno en su Divina commedia? ¿O prefieren una explicación científica del proceso de transformación artrópoda de Gregorio Samsa? ¿Podemos encontrar la casa en la que efectivamente Lucio se convirtió en asno, según se explica en la obra de Apuleyo? ¿Hemos de buscar por la geografía del planeta Tierra a los descendientes de los Buendía, inquiriendo las posaderas de las gentes a fin de verificar si de ellas emana un rosado y espiralado rabito de cerdo?

Si nuestro cervantista de referencia hubiera acudido a la filología —de cuya materia, irónicamente, es doctor por una celebérrima Universidad— en lugar de a la matemática, habría llegado a la conclusión innegable de que, en los años en que se escribe el Quijote, un «lugar» es una población muy pequeña, acaso un poco mayor que una aldea y nunca comparable a una villa. Por lo que, de ninguna manera, ese lugar literario podría ser Villanueva de los Infantes.

Anotan los editores:

 

lugar: no con el valor de ‘sitio o paraje’, sino como ‘localidad’ y en especial ‘pequeña entidad de población’,

«Lugar vale también ciudad, villa o aldea, si bien rigurosamente se entiende por lugar la población pequeña, que es menor que villa y más que aldea» (Autoridades).

 

Tomarse la ficción en serio es síntoma de locura. Baste pensar en don Quijote y sus libros de caballerías, que este personaje de ficción leyó como si fueran de Historia. Y en este defecto incurren todos aquellos que leen literatura sin saber qué leen: materialidades que carecen de existencia operatoria, porque sólo poseen existencia estructural. Tan disparatado es buscar a don Quijote saliendo operatoriamente de Villanueva de los Infantes como afirmar que Platón escribe literatura cuando nos habla del mito de la caverna.

Los discursos, esto es, las obras de palabra, oral o escrita, pueden ser literarios o no literarios, y sus referentes podrán ser ficticios o estructurales (literatura) o no ficticios u operatorios (Historia, política, Derecho, lingüística, ciencia, filosofía…). Del cruce de estas coordenadas resultan 4 tipos de realidades:

 

1) Las realidades literarias, esto es, la literatura.

2) Las realidades no literarias relacionadas con la literatura o heterónimos referenciales de términos literarios (Oviedo por Vetusta, tras una novela como La Regenta, de Clarín).

3) Los mitos no literarios, en tanto que narraciones o fabulaciones no literarias.

4) Las realidades que ni son literarias ni nada tienen que ver con la literatura.

 

En el primer caso, hablamos de literatura, como de la realidad que de hecho es, es decir, como una construcción ontológica que se define conceptualmente como una construcción racional humana que se abre camino hacia la libertad a través de la lucha y el enfrentamiento dialéctico, que utiliza signos lingüísticos a los que confiere un valor estético y poético, y les otorga un estatuto de ficción, y que se inscribe en un proceso comunicativo pragmático y social, de dimensiones históricas, geográficas y políticas, cuyos términos fundamentales son el autor, la obra, el lector y el intérprete o transductor. A este tipo de realidades pertenecen personajes de ficción como don Quijote de La Mancha, el Unamuno que dialoga en Niebla con Augusto Pérez, el Infierno dantesco de la Divina commedia, o la novela histórica galdosiana titulada Trafalgar.

En segundo lugar, nos encontramos con realidades no literarias relacionadas con la literatura. A estas realidades las denomino heterónimos referenciales de términos literarios. ¿Por qué? Pues porque trata de realidades que no son literarias, ya que ni su origen ni constitución son literarios, ni nada tienen que ver con la literatura. Sin embargo, por razones diversas, se convierten en causa de denominaciones literarias o se constituyen en referentes literarios, de ahí que proceda denominarlos heterónimos referenciales de términos literarios, como es el caso de Oviedo —Vetusta— en relación con La Regenta de Clarín, o de la histórica batalla naval de Trafalgar con la novela histórica homónima de Benito Pérez Galdós. Los ejemplos de heterónimos referenciales de términos literarios son innumerables. El propio Galdós situó la vivienda de Fortunata en la novela Fortunata y Jacinta en el séptimo piso del número 11 de la madrileña cava de san Miguel, que era también el cuarto piso del mismo edificio desde la Plaza Mayor. En el siglo XX el diplomático y galdosiano Pedro Ortiz de Armengol adquirió el inmueble, y no faltó quien, entre bromas y veras, dijera que don Pedro «había puesto piso a Fortunata».

En tercer lugar, hay mitos no literarios, es decir, mitos que se cuentan, exponen o relatan de formas que no son literarias. A este tipo de narraciones o fabulaciones no literarias los antiguos griegos las denominaron, sumaria y llanamente, mitos o fábulas. Y casi todos ellos fueron (realidades) preexistentes a la (realidad) de la literatura, es decir, que fueron muy anteriores en el tiempo a cualesquiera manifestaciones o plasmaciones alcanzadas en versiones literarias de orden épico, trágico o cómico. Los formalistas rusos hablarían, en tales casos, de historia o trama, pero vinculando esta historia o trama a un contrapunto literario, es decir, a un contrapunto cuya formalización estética o poética —literaria— correspondería con los términos de discurso o argumento, de modo que la historia o trama sería el contenido de lo que se cuenta o narra, y el discurso o argumento sería la forma —literaria, estética, poética— de contarlo. En este género de discurso entra todo tipo de construcciones verbales, narraciones, fabulaciones, mitos y, por supuesto, relatos históricos o exposiciones de hechos históricamente verificados y probados que, bien siendo ficticios —en el caso de la mitología—, bien habiendo sido reales —en el caso de la Historia—, no se expresan literariamente, es decir, como ficciones, en el caso de la mitología (la separación del Mar Rojo por Moisés, o una parábola novoevangélica), o como hechos históricos, en el caso de la Historia (la Guerra de las Galias de Julio César).

En cuarto lugar, finalmente, tenemos una cita inexcusable con hechos que ni son literarios, ni lo han sido nunca, y que es muy posible que no lo sean jamás. Es el caso de un código de barras en un etiquetado comercial, de un puente o un avión, como obras de ingeniería civil o aeronáutica, etc. Es también el caso de un Estado realmente existente, frente a una utopía jamás factible o hacedera, por muy seductora que formalmente se nos presente. Y es también el caso de un tratado de anatomía patológica, de una biografía confesional y modélica del Jesús mítico, al modo de Tomás de Kempis, o del hecho mismo de cruzar el Rubicón, tal como lo hizo particularmente César en el año 49 antes de nuestra Era. Nada de esto es, por sí mismo y por sí sólo, literario. Y sólo si alguna vez fuera objeto de reproducción en el trasunto literario de una obra literaria, sólo entonces, podría acaso convertirse —en el mejor de los casos— en un heterónimo referencial de un término literario.

  

 

                 Referentes 

Discursos

 Ficticios o estructurales

 No ficticios u operatorios

 

 

 

 

 

 

 Discursos
literarios

 

 LITERATURA





Don Quijote de la Mancha

 Vetusta

 Unamuno como personaje
de Niebla

 El Infierno de Dante 


Trafalgar
de Pérez Galdós

 

 REALIDADES
NO LITERARIAS
RELACIONADAS
CON LA LITERATURA

Villanueva de los Infantes

 Oviedo

 Unamuno como autor
de Niebla

 Una excavación arqueológica

 La batalla de Trafalgar

 

 

 

 

 

 

Discursos
no literarios

 

 

 NARRACIONES
O FABULACIONES
NO LITERARIAS

Un chiste
 

El enunciado de un problema matemático

Una utopía

Una fábula o mito
filosóficos

La Guerra de las Galias
 

Una parábola evangélica

 HECHOS
NO LITERARIOS


Un código de barras

Una obra
de ingeniería naval

Un Estado

Un tratado de anatomía patológica

El paso del Rubicón


Imitación de Cristo
, de Kempis

 


Quede claro, pues, que la filosofía no es literatura, y que la ficción ni es, ni puede ser, el fundamento ni la esencia de la filosofía, porque lo es, de forma genuinamente esencial y específica, de la literatura. Y desde la literatura la ficción se importa hacia otros campos, como un préstamo incapaz de perder su denominación de origen. Son muchas las actividades humanas que, por la ficción, están hipotecadas en el solar de la literatura. Como mucho, la ficción es una parte extensional o integrante —puntualmente— de una argumentación filosófica, cuya presencia, en el seno de la filosofía, más que demostrar las posibilidades del filósofo delata sus propias deficiencias explicativas. Platón, un filósofo tan preciado de sí mismo, debería haberse avergonzado —y mucho— de tener que usar mitos y fábulas en una obra en la que, como la República, determina precisamente la expulsión del Estado de cuantos poetas habiten en él. ¿Cabe mayor sofística que ésta, en la obra de un filósofo que hizo de la filosofía el principal instrumento de lucha contra los sofistas y el principal argumento de divorcio frente a la literatura? Interpretar a Platón exige también reconocer su cinismo. Y, desde luego, superar el inexplicable complejo que, desde él, la filosofía parece haber contraído con la literatura. Porque ni sabe de filosofía quien no sabe de literatura, ni sabe de literatura quien no sabe de filosofía. Y porque —hay que decirlo una vez más— la literatura sigue siendo el Talón de Aquiles de la filosofía.

 

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NOTAS

[1] Lope de Vega, Félix (1634), Rimas humanas y divinas del Licenciado Tomé de Burguillos, Salamanca, Ediciones Almar, 2002, pág. 251. Edición de Antonio Carreño.

[2] Cuestión diferente, y no menos importante, es que, al fin y al cabo, la filosofía no sea otra cosa de un despliegue de ficciones, que sólo los filósofos se toman en serio: el ápeiron de Anaximandro, el nous de Anaxágoras, el demiurgo de Platón, el motor perpetuo de Aristóteles, el Dios de Tomás de Aquino, el alma de Descartes, la substancia pura de Espinosa, el Leviatán de Hobbes, el noúmeno de Kant, el espíritu absoluto de Hegel, el superhombre de Nietzsche, la materia de Marx, el inconsciente de Freud, el Dasein de Heidegger, Ego trascendental de Bueno, etc. ¿No es la filosofía una antología de ficciones? La única diferencia entre las ficciones filosóficas y las ficciones literarias es que en las primeras, sus artífices creen ciegamente, mientras que, respecto a las segundas, ni Clarín ni sus lectores esperarán jamás encontrarse con Ana Ozores a la puerta de la catedral de Oviedo. Los filósofos creen en sus invenciones; los poetas, no. Ya vemos lo acertado que estaba Platón.

[3] No entro de detalles supuestamente «menores», como el hecho de que quien haya redactado el enunciado de estos problemas físicos use el infinitivo, sin verbo principal, en funciones de imperativo. Y no lo sepa. La fuente de la que tomo los ejemplos citados está disponible en este enlace de internet

[4] Tomo la cita de Francisco Parra Luna: «¿Por qué Villanueva de los Infantes es el «lugar de la Mancha» en el Quijote?», Barataria. Revista Castellano-Manchega de Ciencias Sociales, 18 (181-193), pág. cit. 185.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «De las presuntas ficciones literarias de la filosofía y otros discursos no literarios», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (VI, 4), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



⸙ Glosario 






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De las presuntas ficciones literarias de la filosofía
y otros discursos no literarios


  


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Crítica de la razón literaria Jesús G. Maestro