V, 5.5.2 - Facultades cervantinas del teatro como género literario en el Quijote

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Facultades cervantinas del teatro como género literario en el Quijote


Referencia V, 5.5.2


Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria

Diversos autores se han ocupado en diferentes momentos históricos de estudiar alguno de los aspectos teatrales contenidos en el Quijote[1]. Dentro y fuera del Quijote se ha interpretado el teatro cervantino como un discurso cuyas calidades o características han de verificarse en su contraste y comparación con el teatro y la poética de sus contemporáneos. Ésta es una perspectiva crítica profundamente limitada —casi exclusivamente a los primeros años del siglo XVII— y también muy conservadora, al situarse de forma monográfica en el punto de vista de la tradición aurisecular. La Edad Contemporánea ofrece a Cervantes y al teatro cauces de interpretación mucho más controvertidos y polémicos, que la teoría de la literatura y la literatura comparada pueden ayudarnos a recorrer. Bruce Wardropper escribió con toda razón que «Cervantes fue en su época tan experimentador como Brecht, Ionesco o Arrabal en la nuestra. El que estos hayan sido acogidos con más comprensión se debe a que la tradición literaria pesa menos sobre nuestro periodo de transición que sobre el de Cervantes» (Wardropper, 1973: 158-159). No menos trascendencia tienen las siguientes palabras de Edward Riley, que abren el estudio de la obra cervantina a la teoría literaria moderna, a la vez que justifican la posibilidad de un comparatismo capaz de trascender la mera influencia positivista y decimonónica en que se basa la crítica de fuentes: «sé que pueden acusarme del anacronismo elemental de atribuir a un escritor del siglo XVII las preocupaciones del siglo XX. Solo puedo contestar que la presencia de esta dimensión en la obra [de Cervantes] me parece tan manifiesta que no admite duda» (Riley, 1990: 88). Mis tesis sobre el teatro cervantino (Maestro, 2000, 2003c, 2004a, 2013) tratan de explicar por qué se ha llegado a esta situación de incomprensión e ilegibilidad de la literatura teatral del autor del Quijote. Como trataré de justificar ahora respecto al marco literario del Quijote, el teatro de Cervantes contiene elementos esenciales que buena parte de la dramaturgia contemporánea —desde Georg Büchner a Samuel Beckett, pasando por Alfieri, Lorca, Valle-Inclán y Brecht— no se explicaría sin ellos. El teatro de muchos de estos autores contiene extremos experimentales, literarios y espectaculares que conocemos desde el teatro Cervantes, y que, sin embargo, no se han estudiado, porque no se han querido ver, con anterioridad, en el teatro cervantino.

La mitología griega, acaso desde antes de Homero, nos ha enseñado que la belleza de la hija de un titán como Atlas oculta realidades esenciales. Tal es el significado de Calipso. Tras la derrota de los titanes ante los dioses olímpicos, Calipso resultó condenada a vivir en Ogigia, y a enamorarse de héroes que nunca le corresponderían, de los que sin duda el más célebre ha sido Odiseo. La naturaleza humana de los hombres de quienes esta diosa se enamoraba solo y siempre le tributaba abandono y olvido. La belleza y el amor de Calipso permanecían sin excepción eclipsados por el itinerario de figuras legendarias, que convertían sus valores de mujer y divinidad en un escenario de paso, fugitivo y transitorio.

Si bien se mira, algo muy semejante ha ocurrido desde sus orígenes con el teatro de Cervantes, triplemente eclipsado por la supremacía histórica de la obra en prosa del autor del Quijote, por el éxito no menos superlativo de la obra dramática de Lope de Vega, y por la inercia con frecuencia irreflexiva de la crítica académica de todos los tiempos, tendente a ver el teatro cervantino como un extravío, un «teatro en ciernes» o simplemente un puro fracaso. Aunque esta tendencia ha cambiado sensiblemente en las dos o tres últimas décadas, la mayor parte de los estudios que se han hecho sobre el teatro de Cervantes se limita al gremio de los universitarios del Siglo de Oro, apenas ha sobrepasado la reducción histórica de las centurias quinientista y seiscentista, y difícilmente se ha planteado trascender los recintos de la geografía literaria española de los tiempos pretéritos.

El teatro de Cervantes no se ha ubicado en las encrucijadas de la Literatura Comparada, apenas ha sido objeto de poco más de media docena de monografías, y las perspectivas de la mayor parte de los estudios siguen a día de hoy cercenadas según la geografía y la historia auriseculares. La puesta en escena de su obra dramática no ha tenido mucha mejor fortuna. Se han representado sus entremeses, con éxito puntual. Parece haber hecho historia, como golondrina que pretende hacer verano, la representación marsillachiana de La gran sultana, del año 1992. Y poco más. La Numancia sigue siendo profundamente indigesta al intelecto de actores, directores de escena e incluso académicos y doctores en el ejercicio de la crítica literaria. Cada nueva puesta en escena de esta obra es una nueva puesta en escena fracasada de La Numancia. Ni actores ni directores de escena se apañan con esta obra, que a todos desorienta y seduce, porque les atrae tanto como les incapacita para interpretarla y representarla. Las exigencias de La Numancia cervantina les superan indeciblemente. Nadie ha visto en esta tragedia su dimensión secular y crítica, de un racionalismo desde el que se impone un nuevo modelo en el canon trágico occidental, que dicho sea de paso es el único canon trágico literariamente existente. Lo demás son tentativas particulares o gremiales de mapamundis locales o sectoriales (por no decir sectarios).

Lo he señalado con anterioridad en diferentes ocasiones: el teatro de Cervantes es superior e irreductible al Siglo de Oro. Como también es superior e irreductible a la propia España y a su literatura. Hay que salir de la literatura española y del dorado y académicamente endogámico siglo XVII hispánico para interpretar en su globalidad, en términos de Literatura Comparada, la dramaturgia cervantina, del mismo modo que hay que salir de la literatura para interpretar la realidad. 



0. El teatro en el Quijote

Es posible identificar en la narración del Quijote al menos once episodios o grupos de episodios en los que cabe advertir una configuración o realización teatral, con frecuencia señalada por la crítica: 1) Dorotea en el papel de la princesa Micomicona (I, 29-30, 37 y 46); 2) la zalagarda entremesil por causa del yelmo de Mambrino y bacía de barbero (I, 44-45); 3) don Quijote rodeado de personajes disfrazados de gigantes, que le enjaulan, encantado, de camino a su aldea (I, 46-47); 4) el discurso del canónigo sobre las comedias, que convierte al teatro en objeto de crítica y debate (I, 48); 5) la aventura de las Cortes de la Muerte (II, 11); 6) el encuentro con el caballero de los Espejos (II, 12-14); 7) las danzas y bailes narrados de las bodas de Quiteria (II, 19-21); 8) el retablo de Maese Pedro (II, 25-26); 9) diversos episodios con los duques (II, 34-35); 10) Sancho en Barataria (II, 49, 51 y 53); y 11) tal vez la escena de la cabeza encantada (II, 62).

Los recursos teatrales que están implicados en estos episodios consiguen en el relato del Quijote un objetivo común, que es a la vez un logro y un experimento, y que remite de forma permanente a la esencia de esta novela: la experiencia de un ilusionismo que nunca pierde su relación crítica con la realidad. Shakespeare no llega tan lejos en su teatro, pero lo intenta, a costa de perder de vista incluso la misma realidad, con la excepción de la escena metateatral de Henry IV, en que Falstaff, rufián y consejero del príncipe Hal, parodia al rey de Inglaterra ante su propio hijo, sólo para desarrollar un discurso que termina sugiriendo al heredero del trono que se quede con Falstaff y renuncie al resto del mundo: «Him keep with [Falstaff], the rest banish» («Quédate con él [Falstaff] y destierra a los demás», Henry IV, parte I, acto II, escena 4). En la ebriedad de la ficción metateatral, Falstaff no pierde en ningún momento su relación con la realidad. Sin embargo, el pobre rufián no parece ser consciente de que su realidad resulta totalmente ficticia, hasta que su superior, ya rey, le endilga, con un despreciativo sofión: «qué mal sientan las canas en un bufón»[2]. Cervantes es el único que nunca pierde de vista la realidad, en ninguna parte del Quijote: somos los lectores —como por supuesto los personajes protagonistas— quienes vivimos a cada paso esa experiencia de ilusionismo a la que el teatro expresado, narrado o descrito en el Quijote contribuye de forma tan decisiva.

El teatro contenido en el Quijote representa una idealización momentánea de la realidad narrada. Diríamos que se trata de un distanciamiento de la narración, una enajenación o suspensión del discurso narrativo. Un extrañamiento muy anterior a Brecht y los intérpretes de este marxista alemán. Cervantes utiliza diferentes procedimientos para conseguir tal efecto, cuyas consecuencias controla desde el verbo del narrador principal del relato. Estos procedimientos son esencialmente cinco, y remiten a una visión global y compleja de múltiples condiciones, recursos y procesos dramáticos, que autores muy posteriores, como Büchner, Valle, Lorca, Casona, el propio Brecht, Dürrenmatt o Beckett, han reproducido, como si fueran suyos y originales, en varias de sus obras. Sólo la teoría literaria desarrollada en la Edad Contemporánea permite identificar e interpretar estos recursos al margen del escaso significado que podían tener en el siglo XVII para la preceptiva dramática del clasicismo renacentista, o de la mecanizada comedia lopesca. Cervantes utiliza en la prosa del Quijote los siguientes procedimientos para expresar la teatralización de la ilusión en la representación de la realidad de un relato.


1) La introducción del narrador en el teatro: así se manifiesta en los bailes y danzas que preceden a las frustradas bodas de Camacho (II, 20), y en el discurso del trujamán del retablo de maese Pedro, tan nutrido de injerencias y acotaciones que desnudan por completo la representación teatral (II, 26).

2) El teatro como expresión dialéctica y de lucha real entre la realidad y la ficción: la aventura de las Cortes de la Muerte (II, 11); de nuevo el retablo de maese Pedro, destruido materialmente por don Quijote sólo para evitar una ficción (II, 26), y acaso como venganza contra Ginés de Pasamonte; el discurso de Merlín durante la estancia con los duques, que dispone las consecuencias reales del desencantamiento de Dulcinea, y convierte la ficción de Sancho en una verdad que ha de curarse con tres mil trescientos azotes (II, 35); el teatral acoso, cuya belicosidad y crudeza reales inducen a Sancho a abandonar la irreal Barataria (II, 53); las pesadas burlas, de nuevo contra Sancho, requeridas en la ceremonia de resurrección de Altisidora (II, 69-70).

3) El teatro como objeto de crítica literaria: es el caso del diálogo sobre las comedias entre el canónigo toledano y el cura, que constituye una digresión metanarrativa sobre el teatro español de finales del siglo XVI y comienzos del XVII (I, 48).

4) Presentación de la acción narrativa como un espectáculo teatral desarrollado en diferentes facetas: con frecuencia encarnado en un personaje que representa lo que no es, como Dorotea haciendo de princesa Micomicona (I, 29-30, 37 y 46); el cura, el barbero, Fernando y Cardenio y los demás disfrazados de gigantes o cabezudos para enjaular a don Quijote y conducirlo a su aldea (I, 46-47); Sansón Carrasco disfrazado de caballero de los Espejos (II, 13-14) y de la Blanca Luna (II, 64-65) para vencer a don Quijote y obligarlo a regresar a su aldea; la espectacular presentación de la comida y del espacio campestre en que se iba a celebrar la boda de Camacho «el rico» (II, 19); el no menos espectacular ardid de Basilio para casarse real y efectivamente con Quiteria (II, 21); la dramática exposición de las declaraciones que hace el sobrino, «estudiante agudo», de don Antonio Moreno, al dar voz a una cabeza que se nos presenta como encantada (II, 62).

5) Escenificación de la acción narrativa como un entremés contenido en el formato de un episodio novelesco: es lo que sucede en los capítulos en que tiene lugar la disputa por el yelmo de Mambrino y bacía de barbero (I, 44-45), o la secuencia en que Sancho, gobernador de la ínsula, muestra su gracia y justicia con el desfile de figuras que vienen a consultar sus pleitos (II, 45). La crítica ha explicado con frecuencia cómo los diversos episodios que acontecen en la venta de Palomeque son característicos de un montaje entremesil (Martín Morán, 1986; Ruta, 1992).



1. El narrador en el teatro del Quijote

Si aplicamos a las secuencias teatrales del Quijote las formas épicas que Brecht señalaba para su nuevo teatro, observamos que todas ellas se cumplen con absoluta naturalidad en la literatura de Cervantes. Pensemos en el retablo de maese Pedro: el escenario narra los hechos; el personaje se convierte en espectador, observador y agente de la acción; el curso de los acontecimientos le obliga a tomar decisiones, y de repente se ve envuelto en una dialéctica en la que golpean con violencia la realidad y la ilusión. El ser humano es objeto de análisis, causa y consecuencia de la acción en sí y sus cambios. El teatro de la novela induce al espectador a reflexionar de este modo sobre las transformaciones, relaciones e incidencias entre la realidad y la ficción. La lucha va dirigida contra determinadas ideas que pertenecen a la realidad tanto como a la reproducción teatral de esa realidad. Los personajes, acaso construidos a través de los grandes temas del pasado —el amor, el mito, la caballería...—, se interpretan ahora enfrentados a esos mismos temas de los que son consecuencia.

Consideremos sólo durante un momento el episodio del retablo desde el punto de vista de las teorías teatrales de Brecht. Como sabemos, el efecto distanciador consiste en procurar para el espectador —mediante recursos artísticos— una actitud analítica y crítica frente al proceso representado. El escenario y la sala han de estar limpios de todo elemento «mágico», y evitar de este modo que se formen «campos hipnóticos». Además, el actor, que en este caso se desdobla en las marionetas que mueve maese Pedro y la joven voz del trujamán, ha de conseguir el efecto distanciador evitando transformarse totalmente en el personaje que se representa; debe, simplemente, mostrarlo. Su recitado no será una improvisación, sino una cita. Nada más próximo al joven intérprete que asiste a maese Pedro —más teatral que sus propios títeres, al encubrir la identidad del galeote Ginés—, que cita como una máquina mnemotécnica todo el contenido del romance de la libertad de Melisendra, recreándose en nimiedades, ironías y afectaciones, que distancian su discurso de la representación hasta el punto de tener que sufrir constantemente observaciones por parte de quienes le escuchan. Brecht también exigía hacer visibles todas las fuentes de luz, dejando el escenario completamente desnudo y descubierto a la entrada misma de los espectadores en la sala. Cervantes narra, con toda naturalidad, en el contexto de un diálogo informal saturado de literatura parenética y sentencias apotegmáticas, la teoría brechtiana del teatro épico 300 años antes de lo que lo hiciera el dramaturgo alemán (fíjese el lector atento en nuestra cursiva):


—Los sucesos lo dirán, Sancho —respondió don Quijote—, que el tiempo, descubridor de todas las cosas, no se deja ninguna que no la saque a la luz del sol, aunque esté escondida en los senos de la tierra. Y por ahora baste esto, y vámonos a ver el retablo del buen maese Pedro, que para mí tengo que debe de tener alguna novedad.

—¿Cómo alguna? —respondió maese Pedro—: sesenta mil encierra en sí este mi retablo. Dígole a vuesa merced, mi señor don Quijote, que es una de las cosas más de ver que hoy tieneXXVIII el mundo, y «operibus credite, et non verbis», y manos a labor, que se hace tarde y tenemos mucho que hacer y que decir y que mostrar.

Obedeciéronle don Quijote y Sancho, y vinieron donde ya estaba el retablo puesto y descubierto, lleno por todas partes de candelillas de cera encendidas que le hacían vistoso y resplandeciente. En llegando, se metió maese Pedro dentro dél, que era el que había de manejar las figuras del artificio, y fuera se puso un muchacho, criado del maese Pedro, para servir de intérprete y declarador de los misterios del tal retablo: tenía una varilla en la mano, con que señalaba las figuras que salían.

Puestos, pues, todos cuantos había en la venta, y algunos en pie, frontero del retablo, y acomodados don Quijote, Sancho, el paje y el primo en los mejores lugares, el trujamán comenzó a decir lo que oirá y verá el que le oyere o viere el capítulo siguiente (Quijote, II, 25).


Los adelantos técnicos permiten a comienzos del siglo XX integrar elementos narrativos en las representaciones dramáticas. En la época en que escribe Cervantes algo así sólo era posible mediante el uso exclusivo del lenguaje. Tal es lo que también sucede en el entremés del Retablo de las maravillas y así se sugiere igualmente en el retablo de maese Pedro. Pero hay que señalar además la existencia de motivaciones externas, que si estimulan e inducen el uso de la técnica en épocas recientes, fueron causa, en los siglos de la Edad Moderna, de cambios fundamentales en las concepciones tradicionales del ser humano y de los valores literarios. Para Cervantes, los hechos decisivos ya no pueden representarse en el arte simplemente personificados en las fuerzas que los mueven o producen, reduciendo los personajes a arquetipos impelidos por energías invisibles, mecánicas o metafísicas. La comprensión de los hechos exige la representación del contexto, del entorno, del medio social, en el que los seres humanos viven y sufren. La metafísica no sirve ni como recurso ni como objeto de comunicación. En su lugar se situará la materia, la existencia, lo social, lo secular, es decir, el espacio visible del ser, ser que será material, o no será. El escenario comienza a narrar.

No dejaría de resultar irónico a las ideas de Brecht que aquel espectáculo teatral que, como el retablo de maese Pedro, se ha montado tan crudamente sobre los efectos de distanciación que apunta Cervantes (escena descubierta al público con todas las fuentes de la tramoya, narrador explícito, recitado interrumpido por el propio público, marionetas que sustituyen a actores, radical neutralización de toda identidad posible...), acabe precisamente provocando en un espectador una identidad tan intensa con lo que sucede que todo termina en un enfrentamiento feroz con la ilusión, percibida como algo más poderoso incluso que la realidad. Creo que don Quijote nunca llega tan lejos en la afirmación pública de su idealismo como en este episodio. No se trata ahora de confundir a Malambruno con unos cueros de vino tinto, sino de trascender a la materia y al ser humano en la ficción. Es evidente que se trata de un juego, por supuesto, pero de un juego que cuesta al don Quijote que no sabe de dineros la suma de cuarenta y dos reales y tres cuartillos (incluidos los costes de la captura del mono).

Por otro lado, parece que nadie de cuantos asisten a la representación del retablo de Maese Pedro está preparado para que la representación continúe sin la interrupción final. Es como si esperaran que sucediera algo ajeno a la representación y con capacidad de influencia sobre ella. ¿Cómo interpretar las constantes observaciones e interrupciones que se hacen al proceso de la representación? Es una insistencia formal —y creciente— que subraya el choque, la lucha, la quiebra final, entre la realidad y la ficción, cuya armonía y coexistencia no pueden desarrollarse sin la violencia de una interrupción brusca y definitiva. La ficción no es posible en la realidad. La imaginación muere. El idealismo ve frustradas sus razones de ser en las contingencias irrefutables de la vida real. La teatralización de la vida termina en una ruina. Cervantes lo sabe muy bien[3].

Volvamos ahora a los tres capítulos de la segunda parte en los que se cuentan las frustradas bodas de Camacho. Todos los episodios aquí relatados se construyen sobre una estructura teatral: en primer lugar, la manifestación del poderío y la riqueza de Camacho, presente en la abundancia de comida y en la manipulación del locus amoenus, que el narrador focaliza desde la sensorialidad de Sancho; y en segundo lugar, los bailes y danzas, previos a la boda, que incluyen una representación de personajes alegóricos (el Amor frente al Interés), y que se narran desde la perspectiva de don Quijote; en tercer y último lugar, la espectacular escena del fingido suicidio de Basilio, que con frecuencia ha sido el referente preferido por la crítica a la hora de ocuparse de estas bodas.

Al margen de la habilidad demostrada por Cervantes en el uso del primero y el último de los procedimientos teatrales aquí referidos, considero que en el segundo de ellos, relativo a los bailes, danzas y representaciones alegóricas, reside tal vez la mayor originalidad del narrador. Y no pienso en el objeto, sino en el procedimiento, es decir, no en las figuras alegóricas —de las que, con razón o sin ella, se preciaría en el prólogo de 1615 a las Ocho comedias...—, sino en el acto mismo de narrar un conjunto de representaciones teatrales. No sé si podemos hablar aquí de uno de los primeros testimonios en la literatura española de la acción de un narrador en el teatro.

Cervantes narra, don Quijote ve. Al hidalgo pertenece la perspectiva de la que dispone el lector: «Aunque don Quijote estaba hecho a ver semejantes danzas, ninguna le había parecido tan bien como aquella. También le pareció bien otra que entró de doncellas hermosísimas, tan mozas, que al parecer ninguna bajaba de catorce», etc. (II, 20). Y hasta el final, el narrador sólo cuenta lo que don Quijote ve y retiene en su memoria: «Desde modo salieron y se retiraron todas las figuras de las dos escuadras, y cada uno hizo sus mudanzas y dijo sus versos, algunos elegantes y algunos ridículos, y sólo tomó de memoria don Quijote, que la tenía grande, los referidos» (II, 20). La crítica ha estudiado correcta y profusamente el valor alegórico de la escena y su relación intertextual con la situación de los contrayentes Camacho y Quiteria, enfrentando el amor a la riqueza, y sancionando el éxito del primero frente a la materialidad del segundo. La ficción teatral habla de la realidad de la ficción narrativa, la riqueza de Camacho, que arrebata al amor de Basilio la belleza de Quiteria. Cervantes confirma en este metadiscurso que la ficción no existe sin alguna implicación en la realidad. Demuestra también que la ficción es más coherente y verosímil que la realidad, ya que toda ficción dispone en sí misma su propia interpretación, exigiendo en cierto modo que se cumplan sus ilusiones. La ficción es una construcción humana, mientras que la realidad es obra y resultado del azar. Consideramos perfectamente legítimo reconocer en este episodio un tratamiento formal que hace de Cervantes uno de los primeros autores de la literatura española en introducir la figura del narrador en el teatro, registrando en su novela el uso de un procedimiento del que sólo en la Edad Contemporánea se han servido con éxito algunos dramaturgos posteriores en siglos al autor del Quijote[4].



2. El teatro como objeto de lucha entre realidad y ficción

En la narración del Quijote Cervantes se sirve del teatro como objeto de enfrentamiento dialéctico, y muy violento con frecuencia, entre realidad y ficción. Diferentes episodios responden a esta característica. Nos hemos referido al retablo de maese Pedro, cuyo final ruinoso remite precisamente a este enfrentamiento físico entre lo real y lo imaginario. Lo mismo podríamos decir de las últimas horas del ficticio gobierno de Sancho en Barataria, y de buena parte de los episodios vividos en el castillo de los duques, especialmente el protagonizado por Merlín, que en la exultación de la ficción convertida en realidad exige a Sancho tres mil trescientos azotes para desencantar a un ser completamente imaginario, como es Dulcinea, y librarla así de una invención —el encantamiento— únicamente imputable a la mente del propio escudero.

Sin embargo, acaso el más expresivo episodio de esta naturaleza es el que representa la aventura del carro o carreta de las Cortes de la Muerte, comentada por Stefano Arata en su contribución a la edición del Quijote dirigida por Francisco Rico (II: 112-114). El contraste entre realidad y ficción es máximo en esta secuencia. Como advirtió Arata, «todo, en la descripción de la carreta de actores que se cruza en el camino de don Quijote, responde a la esfera de a verdad histórica, de forma casi documental». Evocación de las inquietudes tardomedievales, amenaza de las utopías renacentistas, profanación de la realidad de los vivos por figuras alegóricas —Diablo, Muerte, Locura...— que interactúan con don Quijote y Sancho de forma tan siniestra como inquietante, carnaval en horas fúnebres, este episodio es probablemente uno de los más lúgubres —y a la vez más luminosos— de la novela. El discurso de don Quijote trata una y otra vez de volver al lector a la realidad, que se percibe ahora más confusa, distante y oscura que nunca: «digo que es menester tocar las apariencias con la mano para dar lugar al desengaño» (II, 11). La alusión cervantina a la infancia y a la afición por la farándula no logran atenuar una inquietud que los personajes de la carreta de las cortes de la muerte aún no han comenzado a desarrollar plenamente. El narrador incrementa las formas de lo siniestro al llamar a estas figuras por sus dramatis personae: «en un instante saltó la Muerte de la carreta, y tras ella el Emperador, el Diablo carretero y el Ángel, sin quedarse la Reina ni el dios Cupido, y todos se cargaron de piedras y se pusieron en ala esperando recebir a don Quijote en las puntas de sus guijarros» (II, 20). Quizá no hay signo en toda la narración de esta novela icónicamente más tenso que esta imagen, en la que se enfrentan de forma estática las alegorías de un orden moral trascendente con los impulsos humanos más terrenales y vulnerables. Sancho invita a la clausura de semejante ritual y, con palabras que nos entregan definitivamente a la realidad, disuelve ante el lector el ilusionismo creado por el espectáculo teatral que ha referido el narrador: «es más temeridad que valentía acometer un hombre sólo a un ejército donde está la Muerte y pelean en persona emperadores, y a quien ayudan los buenos y los malos ángeles; y si esta consideración no le mueve a estarse quedo, muévale saber de cierto que entre todos los que allí están, aunque parecen reyes, príncipes y emperadores, no hay ningún caballero andante» (II, 20). No hay ningún caballero andante, he aquí la única realidad de toda la ficción de la novela.


Responder quería don Quijote a Sancho Panza, pero estorbóselo una carreta que salió al través del camino cargada de los más diversos y estraños personajes y figuras que pudieron imaginarse. El que guiaba las mulas y servía de carretero era un feo demonio. Venía la carreta descubierta al cielo abierto, sin toldo ni zarzo. La primera figura que se ofreció a los ojos de don Quijote fue la de la misma Muerte, con rostro humano; junto a ella venía un ángel con unas grandes y pintadas alas; al un lado estaba un emperador con una corona, al parecer de oro, en la cabeza; a los pies de la Muerte estaba el dios que llaman Cupido, sin venda en los ojos, pero con su arco, carcaj y saetas. Venía también un caballero armado de punta en blanco, excepto que no traía morrión ni celada, sino un sombrero lleno de plumas de diversas colores. Con estas venían otras personas de diferentes trajes y rostros. Todo lo cual visto de improviso, en alguna manera alborotó a don Quijote y puso miedo en el corazón de Sancho; mas luego se alegró don Quijote, creyendo que se le ofrecía alguna nueva y peligrosa aventura, y con este pensamiento, y con ánimo dispuesto de acometer cualquier peligro, se puso delante de la carreta y con voz alta y amenazadora dijo:

—Carretero, cochero o diablo, o lo que eres, no tardes en decirme quién eres, a dó vas y quién es la gente que llevas en tu carricoche, que más parece la barca de Carón que carreta de las que se usan.

A lo cual, mansamente, deteniendo el Diablo la carreta, respondió:

—Señor, nosotros somos recitantes de la compañía de Angulo el Malo. Hemos hecho en un lugar que está detrás de aquella loma, esta mañana, que es la octava del Corpus, el auto de Las Cortes de la Muerte, y hémosle de hacer esta tarde en aquel lugar que desde aquí se parece; y por estar tan cerca y escusar el trabajo de desnudarnos y volvernos a vestir, nos vamos vestidos con los mesmos vestidos que representamos. Aquel mancebo va de Muerte; el otro, de Ángel; aquella mujer, que es la del autor, va de Reina; el otro, de Soldado; aquel, de Emperador, y yo, de Demonio, y soy una de las principales figuras del auto, porque hago en esta compañía los primeros papeles. Si otra cosa vuestra merced desea saber de nosotros, pregúntemelo, que yo le sabré responder con toda puntualidad, que, como soy demonio, todo se me alcanza.

[…]

Estando en estas pláticas, quiso la suerte que llegase uno de la compañía que venía vestido de bojiganga, con muchos cascabeles, y en la punta de un palo traía tres vejigas de vaca hinchadas; el cual moharracho, llegándose a don Quijote, comenzó a esgrimir el palo y a sacudir el suelo con las vejigas y a dar grandes saltos, sonando los cascabeles; cuya mala visión así alborotó a Rocinante, que sin ser poderoso a detenerle don Quijote, tomando el freno entre los dientes dio a correr por el campo con más ligereza que jamás prometieron los huesos de su notomía. Sancho, que consideró el peligro en que iba su amo de ser derribado, saltó del rucio y a toda priesa fue a valerle; pero cuando a él llegó, ya estaba en tierra, y junto a él Rocinante, que con su amo vino al suelo: ordinario fin y paradero de las lozanías de Rocinante y de sus atrevimientos.

Mas apenas hubo dejado su caballería Sancho por acudir a don Quijote, cuando el demonio bailador de las vejigas saltó sobre el rucio, y, sacudiéndole con ellas, el miedo y ruido, más que el dolor de los golpes, le hizo volar por la campaña hacia el lugar donde iban a hacer la fiesta. Miraba Sancho la carrera de su rucio y la caída de su amo, y no sabía a cuál de las dos necesidades acudiría primero; pero, en efecto, como buen escudero y como buen criado, pudo más con él el amor de su señor que el cariño de su jumento, puesto que cada vez que veía levantar las vejigas en el aire y caer sobre las ancas de su rucio eran para él tártagos y sustos de muerte, y antes quisiera que aquellos golpes se los dieran a él en las niñas de los ojos que en el más mínimo pelo de la cola de su asno. Con esta perpleja tribulación llegó donde estaba don Quijote harto más maltrecho de lo que él quisiera, y, ayudándole a subir sobre Rocinante, le dijo:

—Señor, el Diablo se ha llevado al rucio.

—¿Qué diablo? —preguntó don Quijote.

—El de las vejigas —respondió Sancho.

—Pues yo le cobraré —replicó don Quijote—, si bien se encerrase con él en los más hondos y escuros calabozos del infierno. Sígueme, Sancho, que la carreta va despacio, y con las mulas della satisfaré la pérdida del rucio.

—No hay para qué hacer esa diligencia, señor —respondió Sancho—: vuestra merced temple su cólera, que, según me parece, ya el Diablo ha dejado el rucio, y vuelve a la querencia.

Y así era la verdad, porque habiendo caído el Diablo con el rucio, por imitar a don Quijote y a Rocinante, el Diablo se fue a pie al pueblo y el jumento se volvió a su amo.

—Con todo eso —dijo don Quijote—, será bien castigar el descomedimiento de aquel demonio en alguno de los de la carreta, aunque sea el mesmo Emperador.

—Quítesele a vuestra merced eso de la imaginación —replicó Sancho—, y tome mi consejo, que es que nunca se tome con farsantes, que es gente favorecida: recitante he visto yo estar preso por dos muertes, y salir libre y sin costas. Sepa vuesa merced que, como son gentes alegres y de placer, todos los favorecen, todos los amparan, ayudan y estiman, y más siendo de aquellos de las compañías reales y de título, que todos o los más en sus trajes y compostura parecen unos príncipes.

—Pues con todo —respondió don Quijote— no se me ha de ir el Demonio farsante alabando, aunque le favorezca todo el género humano.

Y diciendo esto volvió a la carreta, que ya estaba bien cerca del pueblo, y iba dando voces, diciendo:

—Deteneos, esperad, turba alegre y regocijada, que os quiero dar a entender cómo se han de tratar los jumentos y alimañas que sirven de caballería a los escuderos de los caballeros andantes.

Tan altos eran los gritos de don Quijote, que los oyeron y entendieron los de la carreta; y juzgando por las palabras la intención del que las decía, en un instante saltó la Muerte de la carreta, y tras ella el Emperador, el Diablo carretero y el Ángel, sin quedarse la Reina ni el dios Cupido, y todos se cargaron de piedras y se pusieron en ala esperando recebir a don Quijote en las puntas de sus guijarros. Don Quijote, que los vio puestos en tan gallardo escuadrón, los brazos levantados con ademán de despedir poderosamente las piedras, detuvo las riendas a Rocinante y púsose a pensar de qué modo los acometería con menos peligro de su persona. En esto que se detuvo, llegó Sancho y, viéndole en talle de acometer al bien formado escuadrón, le dijo:

—Asaz de locura sería intentar tal empresa: considere vuesa merced, señor mío, que para sopa de arroyo y tente bonete no hay arma defensiva en el mundo, sino es embutirse y encerrarse en una campana de bronce; y también se ha de considerar que es más temeridad que valentía acometer un hombre solo a un ejército donde está la Muerte y pelean en persona emperadores, y a quien ayudan los buenos y los malos ángeles; y si esta consideración no le mueve a estarse quedo, muévale saber de cierto que entre todos los que allí están, aunque parecen reyes, príncipes y emperadores, no hay ningún caballero andante (Quijote, II, 11).



3. El teatro como objeto de crítica literaria

Tres son las facultades principales de que dispone un narrador: épica, narra unos hechos; dramática, ofrece un enfoque próximo de lo que sucede, cediendo la palabra a los personajes, y desapareciendo como intermediario entre ellos y el lector; y digresiva, introduce reflexiones sobre aquello que considera conveniente. En este sentido, en el capítulo 48 de la primera parte del Quijote, Cervantes convierte el teatro de su tiempo en objeto de crítica literaria y de conocimiento histórico. ¿Por qué?

Creo que el motivo principal es mucho menos complejo de lo que se ha querido demostrar. Sin ser tampoco, por ello, un motivo banal. De cualquier modo, Cervantes no tiene por el teatro el interés de los teóricos de la literatura, y aún menos el afán erudito o legislativo de los constantes preceptistas. Cervantes, en primer lugar, habla aquí de teatro para dar puntual cuenta de su disgusto y rechazo frente a las formas de representación de la realidad que contiene la comedia nueva lopesca, y, en segundo lugar, lo hace en un diálogo ilustrado por boca de canónigo, es decir, de cura de alto standing, para amparar su discurso bajo el respeto que en su época infundía y exigía la institución eclesiástica, de la que —dicho sea de paso— cuando le conviene se aleja cuanto quiere.

Por otro lado, considero que Cervantes no se identifica con las palabras del canónigo ni con las del cura de la aldea de don Quijote tan plenamente como la mayor parte de la crítica ha dado a entender. Si Cervantes busca el apoyo de la poética clásica para desmerecer y deslegitimar las comedias lopescas, no es tanto porque él mismo se identifique con el clasicismo literario, ni con la preceptiva aristotélica, sino porque sólo de este modo, usando el arma de la teoría literaria entonces respetada —políticamente correcta, diríase hoy— podía permitirse afrentar en público las comedias de su rival, que no su genialidad, por todos aplaudida (incluso por el propio Cervantes, con todo cinismo, por supuesto). Hoy en día no hay ni una sola obra literaria conservada de Cervantes en que las normas del clasicismo preceptista se cumplan rigurosa o ejemplarmente. Ni de lejos. He insistido en esta idea en varios lugares, y me resulta incoherente aceptar que se hable de Cervantes como un aristotélico cuando él es precisamente quien crea un género literario, como es la novela moderna, que nace al margen del aristotelismo y de la poética clásica; y cuando él mismo muestra por el entremés, el género espectacular gestado también al margen de los preceptos, el mayor de los intereses teatrales. El mensaje de Cervantes, en cuestiones de teoría literaria, es deliberada y obstinadamente ambiguo, y hace patinar con frecuencia a intérpretes sesudos que buscan con exceso la concreción y el positivismo allí donde resulta imposible hallarlos. La obra literaria de Cervantes —no dejó ensayos, ni cartas apenas, ni otros testimonios de su vida— es en la práctica lo único que tenemos de él, y ha de examinarse a partir de sí misma, desconfiando sobresalientemente de declaraciones directas o indirectas que narradores y personajes por él creados declaran con alegre «discreción» y «donaire» en sus diferentes intervenciones. Si hay un personaje en las obras cervantinas más fingidor, teatral y sofista, que todos los demás juntos, ese personaje se llama narrador. Así sucede especialmente en el Quijote y en el Persiles, donde el narrador es el primer fingidor, el más sofisticado burlador[5]. ¿Alguien cree todavía que Cervantes escribió el Quijote para parodiar los libros de caballerías? Pues sólo dejo en el aire otra pregunta, ¿hasta cuándo se va a seguir pensando que una obra como el Persiles, cuyo narrador burla y teatraliza descaradamente todo cuanto cabe relacionar con la peregrinación religiosa, es una obra escrita para exaltar el mito de la peregrinatio? Ningún escritor se ha burlado tanto de la crítica literaria como Cervantes. De esto estoy completamente seguro. (Quizás, con la debida distancia, puede seguirle Borges, aunque éste se ha burlado más de los teóricos de la literatura —y de sus propios lectores— que de los críticos de ella).


—Yo, a lo menos —replicó el canónigo—, he tenido cierta tentación de hacer un libro de caballerías, guardando en él todos los puntos que he significado; y si he de confesar la verdad, tengo escritas más de cien hojas, y para hacer la experiencia de si correspondían a mi estimación, las he comunicado con hombres apasionados desta leyenda, dotos y discretos, y con otros ignorantes, que solo atienden al gusto de oír disparates, y de todos he hallado una agradable aprobación. Pero, con todo esto, no he proseguido adelante, así por parecerme que hago cosa ajena de mi profesión como por ver que es más el número de los simples que de los prudentes, y que, puesto que es mejor ser loado de los pocos sabios que burlado de los muchos necios, no quiero sujetarme al confuso juicio del desvanecido vulgo, a quien por la mayor parte toca leer semejantes libros. Pero lo que más me le quitó de las manos y aun del pensamiento de acabarle fue un argumento que hice conmigo mesmo, sacado de las comedias que ahora se representan, diciendo: «Si estas que ahora se usan, así las imaginadas como las de historia, todas o las más son conocidos disparates y cosas que no llevan pies ni cabeza, y, con todo eso, el vulgo las oye con gusto, y las tiene y las aprueba por buenas, estando tan lejos de serlo, y los autores que las componen y los actores que las representan dicen que así han de ser, porque así las quiere el vulgo, y no de otra manera, y que las que llevan traza y siguen la fábula como el arte pide no sirven sino para cuatro discretos que las entienden, y todos los demás se quedan ayunos de entender su artificio, y que a ellos les está mejor ganar de comer con los muchos que no opinión con los pocos, deste modo vendrá a ser mi libro, al cabo de haberme quemado las cejas por guardar los preceptos referidos, y vendré a ser el sastre del cantillo». Y aunque algunas veces he procurado persuadir a los actores que se engañan en tener la opinión que tienen, y que más gente atraerán y más fama cobrarán representando comedias que sigan el arte que no con las disparatadas, ya están tan asidos y encorporados en su parecer, que no hay razón ni evidencia que dél los saque. Acuérdome que un día dije a uno destos pertinaces: «Decidme, ¿no os acordáis que ha pocos años que se representaron en España tres tragedias que compuso un famoso poeta destos reinos, las cuales fueron tales que admiraron, alegraron y suspendieron a todos cuantos las oyeron, así simples como prudentes, así del vulgo como de los escogidos, y dieron más dineros a los representantes ellas tres solas que treinta de las mejores que después acá se han hecho?». «Sin duda —respondió el autor que digo— que debe de decir vuestra merced por La Isabela, La Filis y La Alejandra».  «Por esas digo —le repliqué yo—, y mirad si guardaban bien los preceptos del arte, y si por guardarlos dejaron de parecer lo que eran y de agradar a todo el mundo. Así que no está la falta en el vulgo, que pide disparates, sino en aquellos que no saben representar otra cosa. Sí, que no fue disparate La ingratitud vengada, ni le tuvo La Numancia, ni se le halló en la del Mercader amante, ni menos en La enemiga favorable, ni en otras algunas que de algunos entendidos poetas han sido compuestas, para fama y renombre suyo y para ganancia de los que las han representado». Y otras cosas añadí a estas, con que a mi parecer le dejé algo confuso, pero no satisfecho ni convencido para sacarle de su errado pensamiento.

—En materia ha tocado vuestra merced, señor canónigo —dijo a esta sazón el cura—, que ha despertado en mí un antiguo rancor que tengo con las comedias que agora se usan, tal, que iguala al que tengo con los libros de caballerías; porque habiendo de ser la comedia, según le parece a Tulio, espejo de la vida humana, ejemplo de las costumbres y imagen de la verdad, las que ahora se representan son espejos de disparates, ejemplos de necedades e imágenes de lascivia. Porque ¿qué mayor disparate puede ser en el sujeto que tratamos que salir un niño en mantillas en la primera scena del primer acto, y en la segunda salir ya hecho hombre barbado? ¿Y qué mayor que pintarnos un viejo valiente y un mozo cobarde, un lacayo rectórico, un paje consejero, un rey ganapán y una princesa fregona? ¿Qué diré, pues, de la observancia que guardan en los tiempos en que pueden o podían suceder las acciones que representan, sino que he visto comedia que la primera jornada comenzó en Europa, la segunda en Asia, la tercera se acabó en África, y aun, si fuera de cuatro jornadas, la cuarta acababa en América, y, así, se hubiera hecho en todas las cuatro partes del mundo? Y si es que la imitación es lo principal que ha de tener la comedia, ¿cómo es posible que satisfaga a ningún mediano entendimiento que, fingiendo una acción que pasa en tiempo del rey Pepino y Carlomagno, el mismo que en ella hace la persona principal le atribuyan que fue el emperador Heraclio, que entró con la Cruz en Jerusalén, y el que ganó la Casa Santa, como Godofre de Bullón, habiendo infinitos años de lo uno a lo otro; y fundándose la comedia sobre cosa fingida, atribuirle verdades de historia y mezclarle pedazos de otras sucedidas a diferentes personas y tiempos, y esto no con trazas verisímiles, sino con patentes errores, de todo punto inexcusables? Y es lo malo que hay ignorantes que digan que esto es lo perfecto y que lo demás es buscar gullurías. Pues ¿qué, si venimos a las comedias divinas? ¡Qué de milagros falsos fingen en ellas, qué de cosas apócrifas y mal entendidas, atribuyendo a un santo los milagros de otro! Y aun en las humanas se atreven a hacer milagros, sin más respeto ni consideración que parecerles que allí estará bien el tal milagro y apariencia, como ellos llaman, para que gente ignorante se admire y venga a la comedia. Que todo esto es en perjuicio de la verdad y en menoscabo de las historias, y aun en oprobrio de los ingenios españoles, porque los estranjeros, que con mucha puntualidad guardan las leyes de la comedia, nos tienen por bárbaros e ignorantes, viendo los absurdos y disparates de las que hacemos. Y no sería bastante disculpa desto decir que el principal intento que las repúblicas bien ordenadas tienen permitiendo que se hagan públicas comedias es para entretener la comunidad con alguna honesta recreación y divertirla a veces de los malos humores que suele engendrar la ociosidad, y que pues este se consigue con cualquier comedia, buena o mala, no hay para qué poner leyes, ni estrechar a los que las componen y representan a que las hagan como debían hacerse, pues, como he dicho, con cualquiera se consigue lo que con ellas se pretende. A lo cual respondería yo que este fin se conseguiría mucho mejor, sin comparación alguna, con las comedias buenas que con las no tales, porque de haber oído la comedia artificiosa y bien ordenada saldría el oyente alegre con las burlas, enseñado con las veras, admirado de los sucesos, discreto con las razones, advertido con los embustes, sagaz con los ejemplos, airado contra el vicio y enamorado de la virtud: que todos estos afectos ha de despertar la buena comedia en el ánimo del que la escuchare, por rústico y torpe que sea, y de toda imposibilidad es imposible dejar de alegrar y entretener, satisfacer y contentar la comedia que todas estas partes tuviere mucho más que aquella que careciere dellas, como por la mayor parte carecen estas que de ordinario agora se representan. Y no tienen la culpa desto los poetas que las componen, porque algunos hay dellos que conocen muy bien en lo que yerran y saben estremadamente lo que deben hacer, pero, como las comedias se han hecho mercadería vendible, dicen, y dicen verdad, que los  representantes no se las comprarían si no fuesen de aquel jaez; y, así, el poeta procura acomodarse con lo que el representante que le ha de pagar su obra le pide. Y que esto sea verdad véase por muchas e infinitas comedias que ha compuesto un felicísimo ingenio destos reinos con tanta gala, con tanto donaire, con tan elegante verso, con tan buenas razones, con tan graves sentencias, y, finalmente, tan llenas de elocución y alteza de estilo, que tiene lleno el mundo de su fama; y por querer acomodarse al gusto de los representantes, no han llegado todas, como han llegado algunas, al punto de la perfección que requieren. Otros las componen tan sin mirar lo que hacen, que después de representadas tienen necesidad los recitantes de huirse y ausentarse, temerosos de ser castigados, como lo han sido muchas veces, por haber representado cosas en perjuicio de algunos reyes y en deshonra de algunos linajes. Y todos estos inconvinientes cesarían, y aun otros muchos más que no digo, con que hubiese en la corte una persona inteligente y discreta que examinase todas las comedias antes que se representasen (no solo aquellas que se hiciesen en la corte, sino todas las que se quisiesen representar en España), sin la cual aprobación, sello y firma ninguna justicia en su lugar dejase representar comedia alguna, y desta manera los comediantes tendrían cuidado de enviar las comedias a la corte, y con seguridad podrían representallas, y aquellos que las componen mirarían con más cuidado y estudio lo que hacían, temerosos de haber de pasar sus obras por el riguroso examen de quien lo entiende; y desta manera se harían buenas comedias y se conseguiría felicísimamente lo que en ellas se pretende: así el entretenimiento del pueblo como la opinión de los ingenios de España, el interés y seguridad de los recitantes, y el ahorro del cuidado de castigallos. Y si se diese cargo a otro, o a este mismo, que examinase los libros de caballerías que de nuevo se compusiesen, sin duda podrían salir algunos con la perfección que vuestra merced ha dicho, enriqueciendo nuestra lengua del agradable y precioso tesoro de la elocuencia, dando ocasión que los libros viejos se escureciesen a la luz de los nuevos que saliesen, para honesto pasatiempo, no solamente de los ociosos, sino de los más ocupados, pues no es posible que esté continuo el arco armado, ni la condición y flaqueza humana se pueda sustentar sin alguna lícita recreación (Quijote, I, 48).


Cervantes lamenta que los dramaturgos que escriben comedias «las componen tan sin mirar lo que hacen, que después de representadas tienen necesidad los recitantes de huirse y ausentarse, temerosos de ser castigados, como lo han sido muchas veces, por haber representado cosas en perjuicio de algunos reyes y en deshonra de algunos linajes. Y todos estos inconvenientes cesarían, y aun otros muchos más que no digo, con que hubiese en la corte una persona inteligente y discreta que examinase todas las comedias antes que se representasen (no solo aquellas que se hiciesen en la Corte, sino todas las que se quisiesen representar en España), sin la cual aprobación, sello y firma ninguna justicia en su lugar dejase representar comedia alguna, y desta manera los comediantes tendrían cuidado de enviar las comedias a la corte, y con seguridad podrían representallas, y aquellos que las componen mirarían con más cuidado y estudio lo que hacían, temerosos de haber de pasar sus obras por el riguroso examen de quien lo entiende; y desta manera se harían buenas comedias y se conseguiría felicísimamente lo que en ellas se pretende: así el entretenimiento del pueblo como la opinión de los ingenios de España, el interés y seguridad de los recitantes, y el ahorro del cuidado de castigallos» (Quijote, 48, I). Nótese que la censura que propone Cervantes ha de ser ante todo «inteligente y discreta». La valoración que el autor del Quijote hace bajo el patrocinio del canónigo toledano de la comedia de su tiempo, puede interpretarse a partir de su implicación en tres ámbitos fundamentales de la pragmática de la comunicación literaria en los Siglos de Oro, referidos prioritariamente a la importancia de la preceptiva clásica, especialmente en lo que se refiere al principio del decoro y las unidades de lugar y de tiempo, como marco de referencia para la estética de la creación literaria; al principio lógico de verosimilitud, de formulación aristotélica, en el que se cifra y objetiva para Cervantes el logro de la calidad artística de una obra narrativa o dramática; y a la función del receptor en el proceso de la comunicación social que supone, en la España del siglo XVII, el espectáculo teatral de la comedia, cuya expresión debe amalgamar, según la tradición horaciana a la que parece apuntarse Cervantes, valores morales y didácticos. Conviene advertir que si en la mayor parte de sus escritos sobre poética literaria Cervantes se apoya en la defensa de la preceptiva aristotélica, lo hace sobre todo porque de este modo encuentra en la tradición literaria de Occidente un apoyo decisivo, e indiscutible, ante muchas de las mentalidades del momento, para desprestigiar el teatro de Lope de Vega. Bien sabemos que Cervantes nunca fue amigo de limitar las libertades, y menos en el arte, como vivamente lo demuestra cada una de sus obras. No es Cervantes un preceptista del clasicismo, aunque sí lo sean, en todo caso, algunos de sus personajes, entre ellos el canónigo toledano, cuyo discurso apunta siempre en contra de la dramaturgia de Lope. 


 

4. La acción narrativa como espectáculo teatral

De los varios ejemplos antemencionados, voy aquí a referirme a dos de ellos, los que tienen que ver con la aventura de la princesa Micomicona y con la espectacular presentación gastronómica y campestre de las frustradas bodas de Camacho «el rico».

Los personajes del Quijote, espectadores del teatro contenido en la novela, adoptan inevitablemente una actitud frente a los hechos dramatizados. La forma de presentar cuanto sucede somete temas, personajes y hechos a un procedimiento de distanciación que resulta imprescindible para que tales hechos —en sí mismos vulgares, y por tanto fácilmente verosímiles— puedan comprenderse de una forma diferente. Lo natural se convierte en llamativo, extraordinario, sorprendente.

Así, Dorotea pide con presteza al cura «que la dejasen el cargo de saber representar todo aquello que fuese menester para llevar adelante su intento» (I, 29), y tornar de este modo a don Quijote a su aldea. El cura se erige en director de todos los contrapuntos de esta representación, cuya actriz principal es Dorotea, con el barbero, como actor secundario; el personaje protagonista, la princesa Micomicona, y su barbudo escudero, junto con el ficticio Malambruno y el real don Quijote; los primeros espectadores, Cardenio y el cura[6]; y finalmente Sancho, como una suerte de himen entre la realidad terrena en que todo se sitúa y el deseo hacia el que sus inquietudes le mueven, en busca de un «vivir descansado», como con justo acierto lo califica John J. Allen en sus comentarios a estos capítulos (Quijote, ed. de Rico, II: 73). Dorotea se presta a representar la solución lúdica con la que se pretende ahora resolver el problema de la locura de don Quijote, y conducirlo pacíficamente a su casa. Avellaneda, por ejemplo, nunca habría optado por una solución de este tipo, francamente idealista (Avellaneda mete a su don Quijote en una cárcel para locos). El contexto en que Cervantes sitúa toda esta peripecia, el seno de los episodios de la venta de Palomeque, es verdaderamente un testimonio literario de lo imposible verosímil. Esta solución lúdica hace del teatro en el Quijote un recurso de ilusionismo que, de forma paradójica, fortalece la expresión verosímil del curso de unos hechos francamente improbables. Tenía cierta posible razón Karl Vossler, en su ensayo de 1930 titulado «Die Bedeutung der spanischen Kultur für Europa», al sostener que la literatura española de los Siglos de Oro era una literatura esencialmente idealista, a través de cuyas intensas fisuras y grietas emanaban, incontenibles, fuertes expresiones de realismo. El virtuosismo de Cervantes consiste precisamente en alcanzar estos logros a través de una teatralización idealista de los hechos narrados. Y así es, no nos engañemos, casi toda la literatura de la España aurisecular: una representación idealista de la vida real, de intenciones claramente preventivas y críticas, mixtificada en Lope, grotesca en Quevedo, teológica en Calderón, irónica en Cervantes. La narración del Quijote contiene la teatralización de la ilusión en la representación de la vida real. La fábula narrativa se desvanece en una idealización teatral que hace posible su continuidad y desarrollo en nuevas peripecias. La experiencia teatral ofrece en la narración del Quijote una suspensión del auténtico prosaísmo en que se sitúan los personajes, y que en sí mismo, en el contexto literario del siglo XVII, sería irrepresentable por imperceptible, dada su falta de alicientes.

Los principales recursos teatrales de esta aventura de la princesa Micomicona se sitúan en el lenguaje y la indumentaria. La acción espectacular es esencialmente lingüística. Nada hay más teatral que el lenguaje, y bien lo saben el cura y Dorotea. Y sin embargo, no es menos cierto que nada hay más obstinado que las incidencias del mundo real, que quiebran a cada paso la representación de estos personajes, quienes tratan de curar a don Quijote mediante la burla —corrigit riendo personae—, es decir, corrigiendo las deficiencias mediante la burla de las personas. Como observaba Karl Vossler, el idealismo se resquebraja, tropezando a cada paso con la realidad. Primero, se le caen las barbas a maese Nicolás, en su papel de escudero principesco, y allá el cura se las enmienda con un ensalmo, que don Quijote le pide, como quien pide cuentas de cómo tales magias surten tal efecto de manos de un ministro del Señor. Más adelante, Dorotea, hábil en otros ardides, olvida su gracia y de nuevo ha de ser el cura quien le recuerde que su «nombre artístico» es Micomicona. Lo mismo podríamos decir de la lección de geografía que recibe de don Quijote, al advertirle que Osuna, donde dice haber desembarcado procedente del reino de Micomicón, no tiene puerto de mar. Tales glosas parecen llegar a lastimar el amor propio de la moza, que en un momento dado advierte que «desde aquí adelante creo que no será menester apuntarme nada, que yo saldré a buen puerto con mi verdadera historia» (I, 30). Sin embargo, los enfrentamientos más crudos entre la realidad y la ficción de esta aventura vienen de la visión de Sancho. El primero se produce tras la reconciliación de Fernando y Dorotea. Sancho advierte a su amo que salga de su aposento, «y verá a la reina convertida en una dama particular llamada Dorotea, con otros sucesos que, si cae en ellos, le han de admirar» (I, 37). El segundo quiebro de la ilusión teatral, más grave y más gracioso, se produce cuando Sancho declara públicamente haber visto a Dorotea besuqueándose por ahí con don Fernando: «que yo tengo por cierto y por averiguado que esta señora que se dice ser reina del gran reino Micomicón no lo es más que mi madre, porque a ser lo que ella dice no se anduviera hocicando con alguno de los que están en la rueda, a vuelta de cabeza y a cada traspuesta» (I, 46). Con ayuda del cura, de don Quijote —por supuesto—, de la propia Dorotea, y de los encantadores habituales, restauradores de la ilusión teatral —que como vemos es uno de los motores principales de la acción narrativa—, todo se arregla, haciendo comprender a Sancho que una vez más ha sido engañado por falsas apariencias que tienen encantada la venta, o el castillo.

El narrador es pieza clave en éste y otros encantos y desencantos. El narrador del Quijote, que es un cínico profesional, trata de equivocar y despistar al lector constantemente. Por un lado, da ciertos indicios y barruntos, durante toda la obra, de que la locura de don Quijote no es tan inconsciente para el personaje como verdadera para quienes le rodean. En todo momento don Quijote parece controlar excesivamente bien los actos de su supuesta locura.

El narrador califica las palabras de Sancho sobre Dorotea de «descompuestas» (I, 46). El narrador sabe mejor que nadie que está mintiendo al lector. Las palabras de Sancho son una autentificación de la realidad, que la ilusión teatral neutraliza y cancela. Don Quijote, justificando la legitimidad de su supuesta locura, califica a su escudero de «murmurador y maldiciente», cuya «confusa imaginación» le mueve a tales deshonestidades. Don Quijote es el mejor actor de la novela; el narrador, el cínico más sobresaliente de su propio relato. De hecho, desde el comienzo el narrador dice de Sancho, falazmente, «que tan engañado iba con ella [la fingida historia de la discreta Dorotea] como su amo» (I, 30). Con toda probabilidad Sancho va mucho más engañado que Alonso Quijano. Sólo gracias a este último el teatro de Dorotea —y del cura— es, como tal, posible.


Contó luego a Cardenio y a Dorotea lo que tenían pensado para remedio de don Quijote, a lo menos para llevarle a su casa. A lo cual dijo Dorotea que ella haría la doncella menesterosa mejor que el barbero, y más, que tenía allí vestidos con que hacerlo al natural, y que la dejasen el cargo de saber representar todo aquello que fuese menester para llevar adelante su intento, porque ella había leído muchos libros de caballerías y sabía bien el estilo que tenían las doncellas cuitadas cuando pedían sus dones a los andantes caballeros.

—Pues no es menester más —dijo el cura—, sino que luego se ponga por obra, que, sin duda, la buena suerte se muestra en favor nuestro, pues, tan sin pensarlo, a vosotros, señores, se os ha comenzado a abrir puerta para vuestro remedio, y a nosotros se nos ha facilitado la que habíamos menester.

Sacó luego Dorotea de su almohada una saya entera de cierta telilla rica y una mantellina de otra vistosa tela verde, y de una cajita, un collar y otras joyas, con que en un instante se adornó de manera que una rica y gran señora parecía. Todo aquello, y más, dijo que había sacado de su casa para lo que se ofreciese, y que hasta entonces no se le había ofrecido ocasión de habello menester. A todos contentó en estremo su mucha gracia, donaire y hermosura, y confirmaron a don Fernando por de poco conocimiento, pues tanta belleza desechaba.

Pero el que más se admiró fue Sancho Panza, por parecerle, como era así verdad, que en todos los días de su vida había visto tan hermosa criatura; y, así, preguntó al cura con grande ahínco le dijese quién era aquella tan fermosa señora y qué era lo que buscaba por aquellos andurriales.

—Esta hermosa señora —respondió el cura—, Sancho hermano, es, como quien no dice nada, es la heredera por línea recta de varón del gran reino de Micomicón, la cual viene en busca de vuestro amo a pedirle un don, el cual es que le desfaga un tuerto o agravio que un mal gigante le tiene fecho; y a la fama que de buen caballero vuestro amo tiene por todo lo descubierto, de Guinea ha venido a buscarle esta princesa.

[...]

Ya en esto se había puesto Dorotea sobre la mula del cura y el barbero se había acomodado al rostro la barba de la cola de buey, y dijeron a Sancho que los guiase adonde don Quijote estaba (al cual advirtieron que no dijese que conocía al licenciado ni al barbero, porque en no conocerlos consistía todo el toque de venir a ser emperador su amo), puesto que ni el cura ni Cardenio quisieron ir con ellos, porque no se le acordase a don Quijote la pendencia que con Cardenio había tenido, y el cura, porque no era menester por entonces su presencia, y, así, los dejaron ir delante, y ellos los fueron siguiendo a pie, poco a poco. No dejó de avisar el cura lo que había de hacer Dorotea; a lo que ella dijo que descuidasen, que todo se haría sin faltar punto, como lo pedían y pintaban los libros de caballerías.

Tres cuartos de legua habrían andado, cuando descubrieron a don Quijote entre unas intricadas peñas, ya vestido, aunque no armado, y así como Dorotea le vio y fue informada de Sancho que aquel era don Quijote, dio del azote a su palafrén, siguiéndole el bien barbado barbero; y en llegando junto a él, el escudero se arrojó de la mula y fue a tomar en los brazos a Dorotea, la cual, apeándose con grande desenvoltura, se fue a hincar de rodillas ante las de don Quijote; y aunque él pugnaba por levantarla, ella, sin levantarse, le fabló en esta guisa:

—De aquí no me levantaré, ¡oh valeroso y esforzado caballero!, fasta que la vuestra bondad y cortesía me otorgue un don, el cual redundará en honra y prez de vuestra persona y en pro de la más desconsolada y agraviada doncella que el sol ha visto. Y si es que el valor de vuestro fuerte brazo corresponde a la voz de vuestra inmortal fama, obligado estáis a favorecer a la sin ventura que de tan lueñes tierras viene, al olor de vuestro famoso nombre, buscándoos para remedio de sus desdichas.

—No os responderé palabra, fermosa señora —respondió don Quijote—, ni oiré más cosa de vuestra facienda, fasta que os levantéis de tierra.

—No me levantaré, señor —respondió la afligida doncella—, si primero por la vuestra cortesía no me es otorgado el don que pido.

—Yo vos le otorgo y concedo —respondió don Quijote—, como no se haya de cumplir en daño o mengua de mi rey, de mi patria y de aquella que de mi corazón y libertad tiene la llave.

—No será en daño ni en mengua de los que decís, mi buen señor —replicó la dolorosa doncella.

Y estando en esto se llegó Sancho Panza al oído de su señor y muy pasito le dijo:

—Bien puede vuestra merced, señor, concederle el don que pide, que no es cosa de nada: solo es matar a un gigantazo, y esta que lo pide es la alta princesa Micomicona, reina del gran reino Micomicón de Etiopia.

—Sea quien fuere —respondió don Quijote—, que yo haré lo que soy obligado y lo que me dicta mi conciencia, conforme a lo que profesado tengo.

Y volviéndose a la doncella dijo:

—La vuestra gran fermosura se levante, que yo le otorgo el don que pedirme quisiere.

—Pues el que pido es —dijo la doncella— que la vuestra magnánima persona se venga luego conmigo donde yo le llevare y me prometa que no se ha de entremeter en otra aventura ni demanda alguna hasta darme venganza de un traidor que, contra todo derecho divino y humano, me tiene usurpado mi reino.

—Digo que así lo otorgo —respondió don Quijote—; y, así, podéis, señora, desde hoy más desechar la malenconía que os fatiga y hacer que cobre nuevos bríos y fuerzas vuestra desmayada esperanza, que, con el ayuda de Dios y la de mi brazo, vos os veréis presto restituida en vuestro reino y sentada en la silla de vuestro antiguo y grande estado, a pesar y a despecho de los follones que contradecirlo quisieren. Y manos a labor, que en la tardanza dicen que suele estar el peligro.

La menesterosa doncella pugnó con mucha porfía por besarle las manos; mas don Quijote, que en todo era comedido y cortés caballero, jamás lo consintió, antes la hizo levantar y la abrazó con mucha cortesía y comedimiento, y mandó a Sancho que requiriese las cinchas a Rocinante y le armase luego al punto. Sancho descolgó las armas, que, como trofeo, de un árbol estaban pendientes, y, requiriendo las cinchas, en un punto armó a su señor; el cual, viéndose armado, dijo:

—Vamos de aquí, en el nombre de Dios, a favorecer esta gran señora (Quijote, I, 29).


Otro de los episodios que alcanza una expresión muy significativa como espectáculo dentro de la narración del Quijote es el de las frustradas bodas de Camacho. Me refiero concretamente a la exhibición gastronómica y campestre, de comida y de tramoya escénica, que dispone Camacho «el rico» para su boda con Quiteria (II, 19).

La mayor parte de los críticos que se han ocupado de la teatralidad de este episodio se han referido a Basilio y a su ardid para conseguir casarse con Quiteria (Castro, 1925; Redondo, 1998; Sinnigen, 1969). Por su parte, Vivar (2002) —que ha escrito a mi juicio uno de los mejores trabajos de investigación sobre este episodio— orienta la relevancia teatral de cuanto sucede hacia la figura de Camacho, «el rico», cuya ostentación y riqueza interpreta como representación de sí mismo y su propio poder, apariencia y teatralidad de su persona y clase social: «Camacho «el rico» dispone todos los elementos, que participan en el episodio, en función del espectáculo de ostentación económica, lo que determina el espacio o escenario de la acción, los signos visibles que forman el decorado y el comportamiento de los personajes que reaccionan con adhesión o rechazo a la representación de la riqueza» (Vivar, 2002: 84).

Todo espectáculo emana de la afirmación de una apariencia. Ésta es la idea clave en la interpretación del episodio, idea propuesta por Vivar, y que toma de Guy Débord (1988: 40) y de su visión de la sociedad como espectáculo (idea ya presente en Quevedo, de forma explícita y original, y actualizada románticamente por Larra). Se advierte así cómo la apariencia es esencial para el individuo que tiene la intención de que los demás lo perciban bajo un determinado sentido público. La liberalidad de Camacho resulta frustrante, pues se da en función de la ostentación que quiere escenificar. Así se explica que la «presentación de los alimentos nos acerca al Carnaval, pero todo va a ser muy diferente porque esta abundancia y exposición de comida tiene la función de ser contemplada» (Vivar, 2002: 95). El poderoso, el rico, siempre está rodeado de seguidores y siervos que representan sus intereses. Camacho tiene que presentar su riqueza a través de los signos visibles, y por eso mismo este episodio constituye en su primera parte un espectáculo completo en la narración del Quijote. A él seguirán otras dos secuencias no menos decisivas desde el punto de vista espectacular: en primer lugar, los bailes y danzas, narrados para el lector desde la perspectiva de don Quijote —frente a la exhibición alimenticia de Camacho, que se ha transmitido al espectador desde la vista, oído y olfato de Sancho—, y finalmente la dramática y falaz escena de Basilio, suicida sacrílego y moribundo farsesco, expuesta por un narrador omnisciente y no menos teatral. 

Nótese, una vez más, cómo la narración de las escenas de bailes, danzas y representaciones alegóricas, objetiva el procedimiento del teatro épico, es decir, de ese narrador en el teatro del que Brecht, tres siglos después, reprodujo como si hubiera sido una creación o invención suya. Lo sorprendente no es la autoatribución brechtiana (que Brecht no haya leído el Quijote es muy posible): lo sorprendente es la ignorancia de la crítica literaria, de los especialistas en literatura comparada y de los cervantinas que o no han leído a Brecht o no han visto la originalidad de su autor de referencia: Cervantes.


De allí a poco comenzaron a entrar por diversas partes de la enramada muchas y diferentes danzas, entre las cuales venía una de espadas, de hasta veinte y cuatro zagales de gallardo parecer y brío, todos vestidos de delgado y blanquísimo lienzo, con sus paños de tocar, labrados de varias colores de fina seda; y al que los guiaba, que era un ligero mancebo, preguntó uno de los de las yeguas si se había herido alguno de los danzantes.

—Por ahora, bendito sea Dios, no se ha herido nadie: todos vamos sanos.

Y luego comenzó a enredarse con los demás compañeros, con tantas vueltas y con tanta destreza, que aunque don Quijote estaba hecho a ver semejantes danzas, ninguna le había parecido tan bien como aquella.

También le pareció bien otra que entró de doncellas hermosísimas, tan mozas, que al parecer ninguna bajaba de catorce ni llegaba a diez y ocho años, vestidas todas de palmilla verde, los cabellos parte tranzados y parte sueltos, pero todos tan rubios, que con los del sol podían tener competencia; sobre los cuales traían guirnaldas de jazmines, rosas, amaranto y madreselva compuestas. Guiábalas un venerable viejo y una anciana matrona, pero más ligeros y sueltos que sus años prometían. Hacíales el son una gaita zamorana, y ellas, llevando en los rostros y en los ojos a la honestidad y en los pies a la ligereza, se mostraban las mejores bailadoras del mundo.

Tras esta entró otra danza de artificio y de las que llaman habladas. Era de ocho ninfas, repartidas en dos hileras: de la una hilera era guía el dios Cupido, y de la otra, el Interés; aquel, adornado de alas, arco, aljaba y saetas; este, vestido de ricas y diversas colores de oro y seda. Las ninfas que al Amor seguían traían a las espaldas en pargamino blanco y letras grandes escritos sus nombres. Poesía era el título de la primera; el de la segunda, Discreción; el de la tercera, Buen linaje; el de la cuarta, Valentía. Del modo mesmo venían señaladas las que al Interés seguían: decía Liberalidad el título de la primera; Dádiva el de la segunda; Tesoro el de la tercera, y el de la cuarta Posesión pacífica. Delante de todos venía un castillo de madera, a quien tiraban cuatro salvajes, todos vestidos de yedra y de cáñamo teñido de verde, tan al natural, que por poco espantaran a Sancho. En la frontera del castillo y en todas cuatro partes de sus cuadros traía escrito: Castillo del buen recato. Hacíanles el son cuatro diestros tañedores de tamboril y flauta.

Comenzaba la danza Cupido, y, habiendo hecho dos mudanzas, alzaba los ojos y flechaba el arco contra una doncella que se ponía entre las almenas del castillo, a la cual desta suerte dijo:

—Yo soy el dios poderoso
en el aire y en la tierra
y en el anchoXXI mar undoso
y en cuanto el abismo encierra
en su báratro espantoso.
Nunca conocí qué es miedo;
todo cuanto quiero puedo,
aunque quiera lo imposible,
y en todo lo que es posible
mando, quito, pongo y vedo.

Acabó la copla, disparó una flecha por lo alto del castillo y retiróse a su puesto. Salió luego el Interés y hizo otras dos mudanzas; callaron los tamborinos y él dijo:

—Soy quien puede más que Amor,
y es Amor el que me guía;
soy de la estirpe mejor
que el cielo en la tierra cría,
más conocida y mayor.
Soy el Interés, en quien
pocos suelen obrar bien,
y obrar sin mí es gran milagro;
y cual soy te me consagro,
por siempre jamás, amén.

Retiróse el Interés y hízose adelante la Poesía, la cual, después de haber hecho sus mudanzas como los demás, puestos los ojos en la doncella del castillo, dijo:

—En dulcísimos concetos,
la dulcísima Poesía,
altos, graves y discretos,
señora, el alma te envía
envuelta entre mil sonetos.
Si acaso no te importuna
mi porfía, tu fortuna,
de otras muchas invidiada,
será por mí levantada
sobre el cerco de la luna.

Desvióse la Poesía, y de la parte del Interés salió la Liberalidad y, después de hechas sus mudanzas, dijo:

—Llaman Liberalidad
al dar que el estremo huye
de la prodigalidad
y del contrario, que arguye
tibia y floja voluntad.
Mas yo, por te engrandecer,
de hoy más pródiga he de ser:
que aunque es vicio, es vicio honrado
y de pecho enamorado,
que en el dar se echa de ver.

Deste modo salieron y se retiraron todas las figuras de las dos escuadras, y cada uno hizo sus mudanzas y dijo sus versos, algunos elegantes y algunos ridículos, y solo tomó de memoria don Quijote, que la tenía grande, los ya referidos; y luego se mezclaron todos, haciendo y deshaciendo lazos con gentil donaire y desenvoltura, y cuando pasaba el Amor por delante del castillo, disparaba por alto sus flechas, pero el Interés quebraba en él alcancías doradas.

Finalmente, después de haber bailado un buen espacio, el Interés sacó un bolsón, que le formaba el pellejo de un gran gato romano, que parecía estar lleno de dineros, y arrojándole al castillo, con el golpe se desencajaron las tablas y se cayeron, dejando a la doncella descubierta y sin defensa alguna.

Llegó el Interés con las figuras de su valía, y echándola una gran cadena de oro al cuello, mostraron prenderla, rendirla y cautivarla; lo cual visto por el Amor y sus valedores, hicieron ademán de quitársela; y todas las demostraciones que hacían eran al son de los tamborinos, bailando y danzando concertadamente. Pusiéronlos en paz los salvajes, los cuales con mucha presteza volvieron a armar y a encajar las tablas del castillo, y la doncella se encerró en él como de nuevo, y con esto se acabó la danza, con gran contento de los que la miraban.

Preguntó don Quijote a una de las ninfas que quién la había compuesto y ordenado. Respondióle que un beneficiado de aquel pueblo, que tenía gentil caletre para semejantes invenciones.

—Yo apostaré —dijo don Quijote— que debe de ser más amigo de Camacho que de Basilio el tal bachiller o beneficiado, y que debe de tener más de satírico que de vísperas: ¡bien ha encajado en la danza las habilidades de Basilio y las riquezas de Camacho! (Quijote, II, 20).



5. Entremés y narración

Dos son quizá los episodios más relevantemente entremesiles del conjunto que acaso puede señalarse en la narración del Quijote[7]. Me refiero a la disputa sobre el yelmo de Mambrino o bacía de barbero, que acaba en una espectacular zalagarda de palos y puñetazos en la que participan todos los habitantes de la venta (I, 44-45)[8], y el estreno de Sancho como gobernador de Barataria, haciendo de sabio juez ante un complejo y astuto desfile de figuras (II, 45).

El entremés es un género literario y espectacular genuinamente cervantino: nace, como la novela, al margen de las reglas de la poética, y encuentra en Cervantes un punto de inflexión y desarrollo históricamente decisivo. Basta leer el prólogo de 1615 a las Ocho comedias y ocho entremeses para confirmar la preferencia de Cervantes por esta forma teatral, y cómo el autor del Quijote identifica en el entremés la originalidad de la dramaturgia cómica española. Una interpretación entremesil de estos episodios quijotescos descontextualiza inmediatamente al entremés de su formato natural, los entreactos de las comedias. Sin embargo, por lo que se refiere a la elaboración cervantina en el Quijote, se potencia e incrementa el resto de cualidades genéricas, a la vez que se incorpora un recurso decisivo y moderno, como es la presencia del narrador.

La zalagarda que explosiona en la venta de Palomeque, como consecuencia de la artificiosa disputa del baciyelmo, puede leerse como el guión completo de un temprano entremés aurisecular, que sin duda sólo puede acabar a palos, desde el momento en que uno de los cuadrilleros, no advertido de la burla, interviene, sin sentido del humor y muy colérico, contra don Quijote, quien con más denuestos que más palabras le responde directamente con su lanzón:


Oyendo esto uno de los cuadrilleros que habían entrado, que había oído la pendencia y quistión, lleno de cólera y de enfado, dijo:

—Tan albarda es como mi padre, y el que otra cosa ha dicho o dijere debe de estar hecho uva.

—Mentís como bellaco villano —respondió don Quijote.

Y alzando el lanzón, que nunca le dejaba de las manos, le iba a descargar tal golpe sobre la cabeza, que, a no desviarse el cuadrillero, se le dejara allí tendido. El lanzón se hizo pedazos en el suelo, y los demás cuadrilleros, que vieron tratar mal a su compañero, alzaron la voz pidiendo favor a la Santa Hermandad.

El ventero, que era de la cuadrilla, entró al punto por su varilla y por su espada, y se puso al lado de sus compañeros; los criados de don Luis rodearon a don Luis, porque con el alboroto no se les fuese; el barbero, viendo la casa revuelta, tornó a asir de su albarda, y lo mismo hizo Sancho; don Quijote puso mano a su espada y arremetió a los cuadrilleros; don Luis daba voces a sus criados, que le dejasen a él y acorriesen a don Quijote, y a Cardenio y a don Fernando, que todos favorecían a don Quijote; el cura daba voces; la ventera gritaba; su hija se afligía; Maritornes lloraba; Dorotea estaba confusa; Luscinda, suspensa, y doña Clara, desmayada. El barbero aporreaba a Sancho; Sancho molía al barbero; don Luis, a quien un criado suyo se atrevió a asirle del brazo porque no se fuese, le dio una puñada que le bañó los dientes en sangre; el oidor le defendía; don Fernando tenía debajo de sus pies a un cuadrillero, midiéndole el cuerpo con ellos muy a su sabor; el ventero tornó a reforzar la voz, pidiendo favor a la Santa Hermandad... De modo que toda la venta era llantos, voces, gritos, confusiones, temores, sobresaltos, desgracias, cuchilladas, mojicones, palos, coces y efusión de sangre. Y en la mitad deste caos, máquina y laberinto de cosas, se le representó en la memoria de don Quijote que se veía metido de hoz y de coz40 en la discordia del campo de Agramante, y, así, dijo con voz que atronaba la venta:

—¡Ténganse todos, todos envainen, todos se sosieguen, óiganme todos, si todos quieren quedar con vida! (Quijote, I, 45).


El entremés cervantino puede delimitarse por una serie de características, confirmadas en la lectura del Quijote, entre las que deben subrayarse las siguientes: es un género literario y una forma de espectáculo que se configuran y desarrollan al margen de toda preceptiva aristotélica; se independiza de la subordinación formal y funcional a una obra dramática más amplia, la comedia, provista de una fábula mixtificadora y complicadamente vertebrada; ofrece una nueva concepción de lo cómico, que se manifiesta especialmente en la expresión verbal de los diálogos), en el dinamismo y la instantaneidad de las acciones, y en la pantomima (signos no verbales), de claras afinidades con formas de teatro breve procedentes de Italia (commedia dell’arte); intensifica la dimensión espectacular del texto narrativo; y constituye una forma de teatro en la novela que valora específicamente el sujeto frente a la fábula, es decir, el personaje frente a la acción, al insistir de forma recurrente en todos aquellos elementos que encuentran en el sujeto humano una referencia constitutiva, y que pueden reducirse a tres fundamentales: lenguaje, situaciones y tipos, es decir, diálogos, funciones y personajes.

Las funciones o situaciones dramáticas de las secuencias entremesiles contenidas en el Quijote resultan determinadas más por actos individuales, enmarcados en un contexto aparentemente realista y formalmente costumbrista, que por acciones graves, sometidas a complicaciones y enredos crecientes o inesperados. Cervantes, en el acto de narrar, se aleja más que en ningún otro momento de los modelos de la comedia. La simplificación de la fábula entremesil, limitada a uno o dos capítulos, conlleva una inmediata reducción de la acción y sus consecuencias, que con frecuencia suele ser variante de un modelo más o menos fijo en el que se basa la comicidad: un personaje astuto o inteligente —incluso en su locura, o en el seguimiento de la locura de otro— inicia o continúa una peripecia que llega a extremos tales que acaba en burla, o incluso en daño, de un tercero. De los diferentes tipos de estructuras en el desarrollo de esta peripecia, la narración del Quijote se mueve en torno a cuatro ámbitos preferentes, hábilmente combinados, que harían referencia a los entremeses de mera burla o enredo (acción), de cuadros costumbristas (situación), de desfile de personajes (figuras) y de enfrentamiento (debate).

De entremés de figuras, completamente narrado, cabe interpretar la llegada de Sancho Panza a Barataria, una arribada cuya teatralización se articula en un tablado en el que el burlado gobernador a de hacer justicia ante un desfile de astutos y ladinos personales populares.


Digo, pues, que con todo su acompañamiento llegó Sancho a un lugar de hasta mil vecinos, que era de los mejores que el duque tenía. Diéronle a entender que se llamaba «la ínsula Barataria», o ya porque el lugar se llamaba «Baratario» o ya por el barato con que se le había dado el gobierno. Al llegar a las puertas de la villa, que era cercada, salió el regimiento del pueblo a recebirle, tocaron las campanas y todos los vecinos dieron muestras de general alegría y con mucha pompa le llevaron a la iglesia mayor a dar gracias a Dios, y luego con algunas ridículas ceremonias le entregaron las llaves del pueblo y le admitieron por perpetuo gobernador de la ínsula Barataria.

El traje, las barbas, la gordura y pequeñez del nuevo gobernador tenía admirada a toda la gente que el busilis del cuento no sabía, y aun a todos los que lo sabían, que eran muchos. Finalmente, en sacándole de la iglesia le llevaron a la silla del juzgado y le sentaron en ella, y el mayordomo del duque le dijo:

—Es costumbre antigua en esta ínsula, señor gobernador, que el que viene a tomar posesión desta famosa ínsula está obligado a responder a una pregunta que se le hiciere que sea algo intricada y dificultosa, de cuya respuesta el pueblo toma y toca el pulso del ingenio de su nuevo gobernador y, así, o se alegra o se entristece con su venida.

En tanto que el mayordomo decía esto a Sancho, estaba él mirando unas grandes y muchas letras que en la pared frontera de su silla estaban escritas, y como él no sabía leer, preguntó que qué eran aquellas pinturas que en aquella pared estaban. Fuele respondido:

—Señor, allí está escrito y notado el día en que vuestra señoría tomó posesión desta ínsula, y dice el epitafio: «Hoy día, a tantos de tal mes y de tal año, tomó la posesión desta ínsula el señor don Sancho Panza, que muchos años la goce».

—¿Y a quién llaman don Sancho Panza? —preguntó Sancho.

—A vuestra señoría —respondió el mayordomo—, que en esta ínsula no ha entrado otro Panza sino el que está sentado en esa silla.

—Pues advertid, hermano —dijo Sancho—, que yo no tengo don, ni en todo mi linaje le ha habido: Sancho Panza me llaman a secas, y Sancho se llamó mi padre, y Sancho mi agüelo, y todos fueron Panzas, sin añadiduras de dones ni donas; y yo imagino que en esta ínsula debe de haber más dones que piedras; pero basta: Dios me entiende, y podrá ser que si el gobierno me dura cuatro días yo escardaré estos dones, que por la muchedumbre deben de enfadar como los mosquitos. Pase adelante con su pregunta el señor mayordomo, que yo responderé lo mejor que supiere, ora se entristezca o no se entristezca el pueblo.

A este instante entraron en el juzgado dos hombres, el uno vestido de labrador y el otro de sastre, porque traía unas tijeras en la mano, y el sastre dijo [...] (Quijote, II, 45).


Una acción entremesil, como la del baciyelmo o la de Sancho gobernando su ficticia Barataria, es verosímil si lo son principalmente sus motivos. Sólo las consecuencias pueden permitirse a veces cierta apariencia de inverosimilitud y falta de convicción. La suficiente como para no deformar la composición de la fábula, la consistencia de la caricatura, es decir, su posibilidad de reconocimiento por el lector o espectador. De cualquier modo, en cada uno de estos «entremeses» narrados, Cervantes, como de costumbre, no se ríe, ni muestra la risa, sino sus causas y consecuencias más humanas[9].



Coda sintética

La teatralización de la acción narrativa (princesa Micomicona I, 29-30 y 45; Cortes de la Muerte, II, 11; episodios con los duques, II, 34-35; Sancho en Barataria, II, 49, 51 y 53), la digresión capciosa sobre el fenómeno teatral (discurso del canónigo sobre las comedias, I, 48), la expresión entremesil de determinados hechos (yelmo de Mambrino y bacía de barbero, I, 44-45), la introducción directa de un narrador en el teatro (danzas y bailes en las bodas de Quiteria, II, 20), o la concepción metadiscursiva del teatro en la novela (retablo de maese Pedro, II, 26), son algunas de las propiedades dramáticas inmanentes del texto del Quijote. Una de las hipótesis fundamentales aquí expuestas se ha basado en la descripción de un Cervantes dramaturgo cuya poética del teatro contiene, en el discurso de su principal novela, muchos de los aspectos de lo que ha sido y es algo esencial en la dramaturgia contemporánea: la expresión compleja y verosímil de la vida real, un enfoque del personaje determinado por sus condiciones existenciales, el desarrollo de la acción del individuo al margen de la voluntad de un orden moral trascendente, y —entre varias innovaciones— la decisiva introducción de un narrador en el teatro. Facetas como esta última, que alcanzan su reiteración máxima en la teoría y dramaturgia de Bertolt Brecht (como si hubieran sido originales suyas y no de Cervantes), y que encuentran en la excéntrica obra de Samuel Beckett —convertida en una larga acotación— las didascalias de su decadencia, remiten a una poética del teatro que en casi todos sus aspectos está ya codificada en el texto y la literatura del Quijote.


________________________

NOTAS

[1] Una puesta al día sobre este tema puede verse en el vol. 5 de la revista Theatralia, dedicado precisamente a Miguel de Cervantes y el teatro ante el IV Centenario del Quijote (2003), y en el vol. 13 del Anuario de Estudios Cervantinos, monográfico sobre Cervantes en escena: nuevas interpretaciones del teatro cervantino (2017).

[2] «I know thee not, old man: fall to thy prayers; How ill white hairs become a fool and jester!» (Shakespeare, Henry IV [1598, II], V, 5, vv. 47-48: 759).

[3] Aparte de la bibliografía citada en la edición del Quijote de F. Rico sobre el retablo de maese Pedro, conviene leer el trabajo de Mary Gaylord (1998), que no aparece citado en el volumen complementario a la edición cervantina, al haber sido impresos ambos textos en el mismo año.

[4] Abuín (1997) ha dedicado a este tema una monografía, centrada en la literatura y el espectáculo del siglo XX.

[5] Del teatro como objeto de crítica literaria por parte de Cervantes me he ocupado en La escena imaginaria (2000: 55-94), con comentarios al episodio del canónigo toledano). Sobre el narrador cervantino como fingidor y sofista, remito a dos trabajos: uno, sobre el Quijote (1995), y otro, sobre el Persiles (2004: 95-142).

[6] «Todo esto miraban de entre unas breñas Cardenio y el cura, y no sabían qué hacerse para juntarse con ellos» (I, 29). Sobre la teatralidad de estos episodios, véase especialmente Martín Morán (1992: 39-40) y Ruta (1979; 1989: 26). Para una visión más general, vid. Baras (1998), Díaz Plaja (1963, 1965), McKendrick (2002), Ramos (1992), Reed (1991, 1993), Ruta (1979, 1989, 1992) y Syverson-Stork (1986).

[7] Como he indicado anteriormente, son varios los episodios del Quijote en los que la crítica ha visto una configuración entremesil. Así, Helena Percas de Ponseti (1975: 158) interpretó, por ejemplo, el suceso de los cueros de vino como un posible entremés intercalado entre las partes de la novela de El curioso impertinente. Para más información sobre el tema, vid. Martín Morán (1986).

[8] Para Verónica Azcue, «el mencionado episodio quijotesco, la disputa del yelmo, aparece configurado sobre el modelo de esta forma cómica», el entremés. La autora ha analizado «la función de esta brevísima burla dentro del marco general de la obra», y ha concluido que «su composición interna», así como sus «relaciones estructurales y temáticas», guardan una estrecha relación «con el esquema genérico del entremés y particularmente con El retablo de las maravillas» (Azcue, 2002: 73).

[9] En el contexto de la literatura entremesil se ha situado e interpretado el monólogo de Sancho, en el que barrunta y elabora el encantamiento de Dulcinea (II, 10) monólogo que Cervantes toma como parte integral o extensional procedente de romances, églogas, o piezas de teatro breve propias del siglo XVI (Rosales (1960: II, 93-101), Márquez Villanueva (1973: 62-63), Williamson (1984/1991: 159-164, 222-237) y Redondo (1989a:136-137). Del episodio de Sancho en Barataria me ocupo con mayor detalle en el capítulo correspondiente a los accidentes, relativo al examen de las formas de la materia cómica en el Quijote, donde presento una crítica contraria a la interpretación carnavalesca de los hechos allí narrados.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Facultades cervantinas del teatro como género literario en el Quijote», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado  de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (V, 5.5.2), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



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