III, 6.8 - La literatura, como la ficción, exige una realidad

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





La literatura, como la ficción, exige una realidad


Referencia III, 6.8


Debe lucharse con todo el razonamiento contra quien, suprimiendo la ciencia, el pensamiento y el intelecto, pretende afirmar algo, sea como fuere.

Platón (Sofista, 249c).


 

Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria

Puede afirmarse, pues, en sentido amplio y riguroso, que es ficticia aquella materialidad cuya existencia no es operatoria. La materia de la ficción es exclusivamente formal y no operatoria, porque su realidad es una construcción en la que materia y forma están en sincretismo y resultan —aunque disociables— inseparables. Un referente es ficticio cuando su materia y su forma, al hallarse precisamente en el límite de su conjugación, están en sincretismo. Así, por ejemplo, materia y forma constituyen en el caso de Dios, el unicornio y don Quijote, una identidad sincrética. Estos tres referentes remiten siempre a formas que se agotan en su propia materialización, sea en una cruz de madera o de plata, sea en la figura o iconografía de un caballo que ostenta un cuerno recto en mitad de la frente, sea en el personaje cervantino verbalmente construido en la célebre novela que lleva su nombre.

Se confirma que la ficción forma parte necesariamente de la realidad, porque realidad y ficción no son conceptos dialécticos, sino conceptos conjugados. La ficción es interpretable —y posible— porque existe la realidad, en cuyas estructuras (formas y materias) toda ficción está insertada, como construcción real y como realidad constituyente. Por esta razón, la ficción literaria no es una suerte de réplica de la realidad, verosímilmente expresada o compuesta, según umbrales de aproximación. Ésa es la herencia epistemológica de Aristóteles, quien proporcionó hace veinticinco siglos un concepto de ficción desde el que hoy por hoy no se explica ni la esencia de la literatura —la lírica no sería ficción— ni la complejidad de la realidad —el mundo no es una naturaleza imitable—.

El concepto de ficción ha sido sobreestimado epistemológicamente a la hora de interpretar la literatura. Desde una perspectiva epistemológica es equívoco y confuso, y desde una perspectiva gnoseológica resulta estéril a la interpretación de la literatura, pues exigiría al discurso literario pretensiones de verdad científica. La única opción que permite examinar, desde criterios racionales y contenidos lógicos, y por tanto materialistas, el concepto de ficción literaria, es la perspectiva ontológica. Debe hablarse, pues, de construcción literaria, por parte de un sujeto operatorio, sin duda el autor, en primera instancia, que entrará en interacción con múltiples sujetos operatorios diferentes, como lectores, críticos, intérpretes, traductores y transductores (Maestro, 2002), los cuales habrán de roturar, examinar y analizar materialmente esa construcción literaria, en la que se objetivan realidades pertenecientes a los tres géneros de materialidad (M1, M2 y M3), y que es susceptible de la interpretación que ejecuten, ahora sí, gnoseológicamente, esto es, en términos científicos, nuevos sujetos operatorios, al enfrentar el Mundo interpretado (Mi) que está contenido en la construcción literaria de referencia con el Mundo interpretado (Mi) que está contenido en otras construcciones, literarias o de cualquier otra naturaleza (musical, pictórica, social, científica, teológica, filosófica...).

Podría pensarse in extremis que el concepto de ficción es estéril en la interpretación de la literatura. Lo cierto es que, desde una perspectiva epistemológica, como he tratado de demostrar, no sirve para explicar ni la complejidad de la literatura ni la naturaleza de la realidad. Epistemológicamente, más que un concepto estéril, sería un concepto equívoco, inadecuado, insuficiente. Nos remite a una herencia aristotélica inoperante en el estadio actual de las ciencias categoriales, tanto en la interpretación de la realidad como en la interpretación de la literatura; una herencia aristotélica que hoy sólo puede conducirnos a soluciones falsas, exigidas por un planteamiento del problema igualmente falso. El concepto de ficción literaria no puede plantearse en términos epistemológicos porque la literatura no es en rigor una ficción, sino una construcción. No cabe, pues, hablar de ficción literaria, sino de construcción literaria, a cargo de sujetos operatorios, y dotada de contenidos pertenecientes a los tres géneros de materialidad, cuyo conocimiento hace de la ficción literaria una realidad literaria, que puede y debe sin duda analizarse e interpretarse categorialmente —esto es, materialmente, científicamente— mediante conceptos. No puede decirse, sin más, que la literatura es ficción, cuando sabemos positivamente que sus componentes materiales son ontológicamente reales, y cuando podemos comprobar que sólo los contenidos pertenecientes al segundo género de materialidad, es decir, los contenidos psicológicos y fenomenológicos (M2), atribuidos formalmente a algunos de los referentes literarios, principalmente personajes y acciones, carecen de existencia operatoria, es decir, son, real y efectivamente, ficciones. Sólo un tercio de los materiales literarios sería a priori ficticio.

La literatura es una construcción, sí, y la realidad en que vivimos, también. En términos de ficción, la única diferencia estriba en que, en la realidad en que vivimos, vivimos, esto es, existimos, como sujetos operatorios, y en la realidad de la literatura, no. En la realidad inmanente de la obra literaria los sujetos operatorios son ficciones precisamente porque su existencia operatoria no existe, valga el oxímoron. Es un simulacro. En este simulacro se objetiva la única referencia ficticia de la literatura, frente al resto de materiales (primogenéricos y segundogenéricos) efectivamente existentes y pragmáticamente manipulables. La literatura es una construcción de materialidades físicas, fenomenológicas y lógicas. En el discurso literario está la física (M1), la fenomenología (M2) y la lógica (M3) de la realidad de la que brota todo cuanto construye, destruye y transforma el ser humano, como sujeto operatorio. Según autores e intérpretes, tendencias y obras, etapas históricas y teorías literarias, unos u otros géneros de materia se estudiarán o no con mayor o menor insistencia, pero, sea de un modo u otro, es imposible la concepción de una construcción u obra literaria en la que esté ausente alguno de estos tres géneros de materia. Incluso aunque los contenidos de M2 correspondan a una existencia operatoria nula o igual a cero, pues, como he expuesto, poseen una materialidad cuya existencia es sólo formal, y no operatoria, precisamente por hallarse en el límite de la conjugación lógico-material de su realidad, en este caso, ficticia. Por eso un unicornio, como don Quijote o el Dios de las religiones terciarias, son ficciones puras, al carecer de existencia operatoria, aun poseyendo la forma que sus representaciones escultóricas, iconográficas o librescas, les conceden materialmente para deleite y solaz de sus fieles, admiradores o espectadores[1].

En consecuencia, el concepto de ficción, planteado en términos epistemológicos o aristotélicos, no sólo no agota la realidad de la literatura, sino que sitúa al crítico o intérprete de ella en un callejón sin salida. Bien sabemos que la herencia aristotélica, que enfrenta la poética con la Historia, depende del concepto que de Historia tiene el discípulo de Platón, un concepto hoy día insostenible desde cualquier punto de vista categorial (Moradiellos, 2001). De este modo, el concepto epistemológico de ficción se vincula al de fábula, exigiendo un contenido actancial, funcional, argumental (mythos), es decir, el contenido de una historia, protagonizada por acciones humanas que imitan la naturaleza (mímesis). En suma, Aristóteles buscó en la poética una historia, es decir, categorizó la literatura como una historia posible o ficticia, por oposición a una historia real o verdadera, dejando a Occidente el legado de una eterna confusión epistemológica entre verdad y existencia y entre realidad y ficción. En tales términos, lo ficticio es para los herederos acríticos de Aristóteles aquello que resulta imitado, simulado o reproducido por la acción humana, más precisamente, lo que contiene una historia no acaecida en la Historia, es decir, un mythos o fábula exentos de existencia operatoria. La fábula es ficticia por relación a la Historia, que se supone real. La fábula, pues, imitación de la Historia en términos funcionales, sólo podrá ser verosímil si pretende ser convincente o aceptable, es decir, poética, en términos formales. La construcción poética (poiesis) lo será en la medida en que aparente y simule ser verdadera, como lo es de facto la Historia. Queda así asignada la verdad real a la Historia (lo cual es una ilusión epistemológica) y la ficción verosímil a la literatura (lo cual es no sólo una ilusión igualmente epistemológica, sino también una falsa conciencia fenomenológica: porque su fenomenología es ficticia).

Sin embargo, estas concepciones categoriales o científicas de la Historia y de la literatura son hoy en día completamente insostenibles, porque la Historia no es más (ni menos) que una construcción histórica, a partir de la interpretación de materiales históricos o reliquias (Bueno, 1978c; Moradiellos, 2001), como el periodismo no es un reflejo de la realidad, ni siquiera una crónica fiel de ella, sino una construcción periodística, es decir, una sofística de la vida cotidiana del Mundo categorizado (Mi). En muchos casos, la actualidad es incluso un Kitsch totalmente previsible, que los periodistas diseñan cada día con menor originalidad. La literatura, sin embargo, instituye su propia realidad, no posible, sino real, del mismo modo que la Historia instituye la suya, y precisamente igual que la economía, la termodinámica o la matemática se constituyen como realidades ontológicas definidas, dotadas de sus propios campos categoriales.

Se explica así que la Teoría de la Literatura de corte aristotélico nunca haya sabido con absoluta seguridad qué hacer exactamente respecto a la ficcionalidad de la lírica, desde el momento en que la poesía lírica no contiene la fábula o mythos necesaria para ser historiada, es decir, en términos epistemológicos, para ser interpretada como expresión formal de verosimilitud histórica. Por eso siempre se consideró que la poesía no era ficción en sentido estricto, porque no contenía una fábula, una historia, una funcionalidad actancial, sino los sentimientos del poeta, del yo lírico, de lo subjetivo puro, etc. Así es como una perspectiva epistemológica del concepto de ficción exige reducir la literatura a una acción o fábula. La noción de ficción es, por estas razones, insuficiente e inadecuada para explicar lo que la literatura es. Es insuficiente porque no agota la totalidad de la complejidad ontológica de lo que la literatura es, y resulta inadecuada porque reduce falazmente la literatura a una de sus partes o dimensiones referenciales, la acción o fábula —que en sí misma no responde gnoseológicamente a verdad operatoria alguna—, abandonando o ignorando las demás, en las cuales están implicadas materialidades físicas y lógicas que son en sí mismas completamente inderogables (M1 y M3).

La cuestión de la verdad de la literatura convertiría a esta última en objeto de una gnoseología, del mismo modo que la cuestión de su realidad la había convertido en objeto de una epistemología. Sin embargo, si el planteamiento epistemológico, de corte aristotélico, inducía a partir de una concepción de realidad hoy inaceptable por las ciencias categoriales, y por tanto errada, la propuesta gnoseológica es en sí misma improcedente desde todos los puntos de vista, debido al simple hecho de que a la literatura no se le puede exigir que dé cuenta de verdades. La literatura no es una ciencia categorial, como la lingüística, la geometría o la economía, ni un discurso crítico, como la filosofía, y por lo tanto no es ni puede ser objeto de una gnoseología. La literatura es una construcción ontológica, no una construcción gnoseológica, como lo son las distintas ciencias categoriales. A quien hay que exigir que dé cuenta de verdades —de verdades científicas, naturalmente— es, en todo caso, al intérprete de la literatura, que, en tanto que teórico o científico que analiza los materiales literarios, ha de dar cuenta de la verdad contenida en los resultados de su investigación: es decir, ha de dar cuenta de la literatura en tanto que materialidad perteneciente a un mundo lógico, constituida en consecuencia por ideas cuya formalización exige una explicación racional y lógica (M3).

Exigir a la literatura la revelación o la confirmación de una verdad equivale a imponer a la realidad material de los hechos literarios una interpretación metafísica o teológica, es decir, una interpretación irreal, falaz y sofística. Y sin embargo, este imperativo gnoseológico, en virtud del cual se exige a la literatura la confirmación o revelación de una verdad, está en la base de la hermenéutica sagrada, desde el momento en que el judaísmo ha leído el Viejo Testamento como un conjunto de libros que contienen la verdad histórica del pueblo hebreo. Lo mismo cabe decir de la lectura que el cristianismo ha hecho del Nuevo Testamento, al hacer del posible Jesús histórico la verdad revelada del hijo de un Dios hecho hombre.

Así, por ejemplo, la preceptiva aristotélica elaborada por los clasicistas del Renacimiento y la Ilustración es resultado de una lectura de la literatura grecolatina destinada a construir gnoseológicamente un concepto de verdad literaria, objetivado y codificado en el canon de la preceptiva clásica, y fuera del cual no era posible hablar en rigor de verdadera literatura. Igualmente, en nuestro tiempo, la posmodernidad trata, de forma tan poderosa como defraudada (a pesar de toda la industria editorial, universitaria e institucional que la sustenta anglosajonamente), de imponer un contracanon indefinido, en el que inventariar y publicitar sus propias verdades acerca de la literatura, a la que exigen corrección política, respeto a las creencias irracionales, justicia social, solidaridad universal, pacifismo panfilista o isovalencia de culturas. Se impone de este modo una preceptiva gnoseológica, de acuerdo con la cual la literatura ha de dar cuenta de verdades que fundamentan la legitimidad de determinados grupos sociales. Es un proceso irracional que sustituye la interpretación científica de la ontología literaria por la exigencia gnoseológica de «verdades» que ideólogos y teólogos de la cultura vierten psicológica y fenomenológicamente sobre la literatura.

Siempre es un error pretender un análisis gnoseológico de la literatura en términos de verdad o falsedad, porque la literatura es una construcción literaria que no instituye criterios de veridicción, sino que expone fenomenológicamente hechos, acciones, personajes, descripciones, etc., que pueden ser analógicos o sinalógicos, dialécticos o idénticos, afines o distantes respecto a referentes contenidos en otras obras literarias o artísticas, pero que serán siempre inmanentes, estructurales, formales, es decir, carentes de existencia operatoria en el mundo trascendental a la obra literaria, mundo en el que los seres humanos desarrollamos nuestra propia existencia operatoria, y en el cual la verdad de la literatura es una ficción. Esta es la razón por la que los moralistas de todos los tiempos, desde Platón hasta las feministas posmodernas, pasando por los santos padres de la Iglesia, se han caracterizado por identificar la ficción de la literatura y de los personajes literarios con la verdad de la realidad extraliteraria y la existencia operatoria de los seres humanos. No hay moralista que no se tome en serio el juego de la literatura, es decir, que no haga trampa a la hora de interpretarla. Pretender que la literatura sea una verificación del mundo, y que, cual ciencia categorial o libro sagrado, sea posible exigir o extraer de ella el contenido o la revelación de una verdad, moral, ideológica, teológica o de cualquier otro tipo, es una falacia gnoseológica que sólo puede conducir al dogmatismo más irracional o a la ilusión más trascendente y absoluta.

La única opción posible para abordar la cuestión de la ficción en la literatura es la que ofrece la perspectiva ontológica, que considera la obra literaria como una construcción material, en la que están integrados contenidos físicos (M1), psicológicos (M2) y lógicos (M3), es decir, realidades que pertenecen a los tres géneros de materialidad. Y a partir de esta perspectiva ontológica ha de evitarse el confusionismo conceptual que ha imperado tradicionalmente al tratar de examinar la cuestión de la ficción en la literatura.

Los teóricos de la literatura han tratado como categorías, es decir, como acotaciones propias de su campo, nociones que, en realidad, son ideas filosóficas, es decir, ideas de otros ámbitos categoriales, y las han utilizado con frecuencia de forma indefinida o acrítica, y siempre con un sentido diferente del que en rigor les corresponde categorialmente. A veces, incluso, las han esgrimido como puras ocurrencias, ajenas a la tradición filosófica y a las exigencias científicas. Así, por ejemplo, la «realidad» y la «verosimilitud» son categorías en Teoría de la Literatura, y como tales se han utilizado, y siguen utilizándose, dentro de esta disciplina, pero no puede ignorarse que genuinamente se trata de la idea de verdad aristotélica y de su interpretación filosófica de los hechos. Y los hechos son siempre construcciones o reconstrucciones. No hay «hechos puros», como pensaba el positivismo decimonónico, o como sigue pensando el creacionismo religioso, las filosofías confesionales o ideológicas (y por tanto acríticas), o la fenomenología y sofística posmodernas. Una teoría sin hechos es pura fantasía, y los hechos sin teoría son, simplemente, el caos. Lo uno no se da sin lo otro, y por eso es completamente ridícula, por fantástica y nihilista, una teoría literaria que prescinda de la materialidad de los hechos literarios, como es el caso de la posmodernidad. Y del mismo modo no cabe hablar de interpretación literaria al margen de una Teoría de la Literatura capaz de contener y formular tales interpretaciones, como han presumido hacer, grotescamente, muchos historiadores positivistas y bastantes pseudofilólogos de nuestro tiempo, incapaces de pensar en términos racionales y lógicos sobre cualesquiera de los tres géneros de materialidad contenidos en las construcciones literarias.

El resultado de este tipo de trabajos, que declaran insipientemente desestimar la Teoría de la Literatura como ciencia categorial destinada a la interpretación de los materiales literarios, no es otro que la rapsodia doxográfica, el comentario descriptivo y alegre del poema o novela de turno, o la retórica psicologista e ideológica del escribano que se entretiene con el texto literario como se podría entretener con la lista de la compra, el tenis o la contemplación de un flujo de electrones. La posmodernidad no ha surgido de la nada. No es el primero ni el único de los estadios, en la historia de los estudios literarios, que suprime uno o varios géneros de materialidad a la hora de interpretar el mundo y la literatura. La teoría aristotélica de la mímesis había suprimido nada menos que al sujeto operatorio, al que reducía al estatuto de un fiel reproductor de una naturaleza ideal y acaso monista. Las poéticas autoriales, fruto del idealismo alemán, acabarán por subsumir el texto en la hipóstasis del autor (biografismo, positivismo histórico, psicologismo, sociología de la literatura...). Con el triunfo de los formalismos, Barthes propugnará desde intereses gregarios —el gremio de los críticos literarios— la muerte o supresión del autor, con el fin de imponer institucionalmente la figura del crítico como intérprete supremo de la literatura, bajo cualquiera de las múltiples formas retóricas que las poéticas de la recepción asignarán a la presencia silente del lector (modélico, ideal, implícito, implicado, explícito, archilector, etc.). No ha habido acaso una sola teoría literaria, con la excepción de la semiología, que no haya tratado de suprimir, ignorar o desintegrar, alguno de los componentes materiales e inderogables de la literatura.

Lo que comúnmente llamamos «ficción» es una construcción real que los seres humanos o sujetos operatorios realizan con los materiales reales de su entorno. Ficción y realidad son, pues, según los planteamientos de la Crítica de la razón literaria, conceptos conjugados, donde la ficción sólo se da a través de elementos materiales reales, al igual que la forma sólo se manifiesta a través de la materia. La ficción tiene sentido porque existe en la realidad. Y porque su existencia, dentro de la realidad, es una existencia material, aunque no sea operatoria.


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NOTAS

[1] Sobre la idea de religión en la evolución humana, y las distintas etapas históricas de la religión (primaria o numinosa, secundaria o mitológica, y terciaria o teológica), vid. Bueno (1985).






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «La literatura, como la ficción, exige una realidad», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (III, 6.8), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



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