Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica
Idea de religión como objeto de interpretación literaria
Cuando la religión entra la literatura, deja de ser religión para
convertirse en ficción. Sólo el creyente se toma en serio la ficción literaria.
Veamos por qué.
Consideraré aquí la idea de religión como objeto de interpretación literaria, es decir, como una materia que, formalizada en la literatura, puede estudiarse críticamente, como un conjunto —o incluso un sistema— de ideas analizable desde la crítica de la literatura y, por supuesto, desde la filosofía, si bien consideramos que la filosofía es una actividad parasitaria de otras, dado que no hay propiamente sustantividad en la filosofía: la filosofía lo es siempre de una actividad ajena a la propia filosofía. La filosofía es un discurso —y subrayo el término discurso—, una retórica, genitiva de operaciones y actividades externas (filosofía de la ciencia, filosofía de la literatura, filosofía de la música, filosofía de la religión, e incluso filosofía de la filosofía, esto es, una hermenéutica, es decir, una suerte de filosofía degenerada).
Vamos a tomar como punto de partida, que no como punto de llegada o desetino, la filosofía buenista, y, en particular, obras decisivas de este sistema de pensamiento, como es el caso de El animal divino (1985), entre otras publicaciones que se citarán a lo largo de esta exposición. Lo que se pretende ofrecer aquí es una síntesis —lo más precisa posible— de las ideas filosóficas de Gustavo Bueno sobre religión, a fin de disponer su aplicación —y su reinterpretación, desde los presupuestos metodológicos de la Crítica de la razón literaria— al estudio de la literatura y de los materiales literarios. El lector encontrará en estas páginas un resumen conciso de las que consideramos las principales ideas de Bueno sobre la religión, desde el punto de vista de su posible proyección a la interpretación de la literatura.
1. Idea y concepto de religión
El término religión es susceptible de varios sentidos, mas no enteramente desvinculados entre sí. Hay ante todo un sentido amplio, en virtud del cual la religión se hace equivalente a los «valores de lo sagrado», y un sentido estricto, en la medida en que comprende los «valores de lo numinoso». Sea como fuere, los diferentes sentidos del término religión pueden reducirse a dos casos fundamentales, en los que todos ellos se declinan, bien como ideas, bien como conceptos, de lo que la religión es.
En un terreno conceptual, es decir, considerada como concepto, la religión se convierte necesariamente en el objeto de conocimiento de una ciencia categorial (sociología, antropología, etnología, Historia...), que considerará los materiales religiosos —objetos y referentes religiosos— como términos delimitadores de un campo gnoseológico propio. Se advierte de este modo que hay diferentes conceptos de religión, y aún conceptos positivos, que se interpretarán en relación explícita con sus correspondientes fenómenos y manifestaciones, los cuales se delimitan y configuran en un determinado campo categorial o científico, de tipo etnológico, sociológico, histórico o psicológico. Estos conceptos pueden estar construidos, bien desde una perspectiva emic o endogámica (a partir de una experiencia religiosa propia, individual o social, fenomenológica, pero siempre desde el interior del yo o del nosotros: sería el caso del concepto de religión católica de Teresa de Jesús o Ignacio de Loyola), bien desde una perspectiva etic o exogámica (en la que el yo es testigo de una experiencia religiosa ajena: es el concepto de protestantismo según Felipe II)[1]. La Reforma no tiene el mismo sentido (emic) según Lutero que según Francisco de Vitoria (sentido etic). No es lo mismo interpretar la Reforma desde el pensamiento luterano o calvinista que interpretar la Reforma desde la escolástica española de Francisco Suárez o Francisco de Vitoria. El primer caso es una interpretación emic (endogámica) y el segundo una interpretación etic (exogámica).
Bueno ha hablado de tres conceptos positivos —positivos en la medida en que a cada uno de ellos le es asignable un material antropológico específico— del término religión, los cuales corresponden a tres fases o etapas de la religión que designamos como religión primaria (nuclear o numinosa), religión secundaria (mitológica), y religión terciaria (teológica). Sobre estas tres fases o etapas de la religión, justificadas por el tratamiento religioso de los materiales antropológicos, volveré con detalle al final de este apartado.
En teoría, es decir, considerada como idea, la religión es plenamente objeto de una filosofía. Pero sólo en teoría. Ya hemos dicho que la filosofía es un discurso, es decir, es una forma de hablar. No concebimos aquí la teología ni como ciencia, pues no lo es, ni puede serlo, ya que su objeto de conocimiento —Dios— no existe como entidad física, ni como filosofía materialista, desde el momento en que su referente es incorpóreo (una forma carente de materia). Toda filosofía, por muy materialista que se pretenda, tiende siempre al idealismo más absoluto. De hecho, el terreno de juego de la filosofía, y así lo demuestra su Historia, ha sido, antaño, la religión, y hogaño, la política. Fuera de la religión y de la política la filosofía se entretiene en parasitismos menores e innecesarios para las actividades parasitadas: la ciencia, la literatura, la música, el deporte, la matemática, la gastronomía, el folclore, etc. En este punto, la filosofía es una forma excéntrica de ejercer la sofística.
Toda filosofía pretende ser un saber crítico, pero en realidad suele degenerar en una forma más o menos sutil o explícita de ejercer una ideología (que justifica acríticamente tal o cual opción política) o una filosofía confesional (destinada a sostener, de forma igualmente acrítica o fideísta, tal o cual orientación o creencia religiosa)[2]. Toda teología es una filosofía confesional, y por ello mismo no puede considerarse seriamente como una filosofía[3]. La filosofía es, en el mejor de los casos, un modo de relacionar las ideas de las que se dispone y con las que se actúa. Siempre es una actividad secundaria o parasitaria de otras, que carece de sustantividad propia.
Hay múltiples ideas de religión, es decir, múltiples esquemas de coordinación de los conceptos positivos de religión. Tómese, por ejemplo, como referencia la doctrina de las tres ideas fundamentales sobre las que se ha construido la metafísica moderna, desde Bacon hasta Kant, las ideas de Alma, Mundo y Dios. Según el buenismo, las diferentes ideas de religión podrían reducirse a tres fundamentales, a las que me refiero a continuación, y que, de hecho, es posible encontrar en la doxografía académica, y aún en las opiniones comunes, mejor o peor expresadas en términos convencionales y ordinarios. Aquí las expongo de acuerdo con la ontología materialista de Bueno[4]:
a) La idea cósmica de religión, proyectada sobre el primer género de materialidad: las realidades físicas. Esta idea interpreta la religión como un sentimiento de reconciliación del Hombre con el universo. Es una idea panteísta, o incluso materialista, del mundo unificado, tal como la desarrollaron pensadores como Büchner u Ostwald, y también algunos teóricos del «ecologismo trascendental» de nuestros días.
b) La idea subjetiva o anímica de religión se proyecta sobre los fenómenos de la vida interior, es decir, sobre el segundo género de materialidad (las realidades psicológicas explicadas materialmente). La religión se convierte ahora en una expresión de los «anhelos del alma», en una búsqueda del reconocimiento de la dependencia o de la libertad, del amor, de la inmortalidad, o de cualesquiera ideas personales y trascendentes. Es el caso de pensadores como Scheleiermacher, Feuerbach o Unamuno, o de los representantes del movimiento que Pío X bautizó con el nombre de «modernismo».
c) La idea teológica de religión se proyecta sobre el tercer género de materialidad, al estar articulada de acuerdo con objetos lógicos, abstractos y teóricos. Es la idea sin duda más tradicional, al considerar que la religión deriva de las relaciones de respeto y veneración que los seres humanos han de mantener necesariamente con su creador o con su Dios, desde el momento en que todo ser humano se concibe religado a tal o cual divinidad.
Como resulta fácilmente observable, algunas ideas de religión pueden implicar conceptos más o menos precisos. Así, por ejemplo, la idea teológica de religión explicita conceptos como los de «superstición» e «idolatría», cuyas referencias denotativas son sin duda muy claras. En consecuencia, y en sentido estricto, la religión no se constituye originariamente en función de unas supuestas relaciones del Hombre con Dios, ni siquiera —como sostenía Rhode— como vínculo del Hombre con potencias invisibles e indefinidas. Aquellas relaciones teológicas o estos vínculos metafísicos deberán esperar mucho tiempo para aparecer en el curso de las religiones. De hecho, sólo se manifestarán en la fase que el buenismo califica de terciaria o teológica de este curso. Sin embargo, originaria y nuclearmente, la religión estricta se constituye en función de las relaciones muy visibles que la especie humana mantuvo necesariamente con determinados animales del Paleolítico, precisamente aquellos cuyas representaciones quedaron objetivadas en las cavernas de Chauvet, Lascaux o Altamira.
Toda idea de religión está siempre implicada en conceptos y fenómenos positivos, comprobables, verificables, sobre todo en el caso de las religiones superiores o terciarias (judaísmo, cristianismo, islam y budismo). Por ello es preciso tener en cuenta que las religiones superiores comportan en su dogmática una teoría de la religión, y no sólo de la propia, sino de las restantes. De este modo, los contenidos específicamente ideológicos que bullen en las teorías de la religión afectan a todas aquellas ideas que están determinadas por confesiones, Iglesias o grupos sociales particulares, aunque actúen incluso desde posiciones gnósticas. Bueno recuerda el sentido que Huxley (1894), inspirándose en los gnósticos del siglo I, da al término gnosticismo, esto es, las pretensiones que las diferentes sectas, Iglesias o grupos confesionales esgrimen, tratando de imponer ante los demás la posesión de una revelación sobrenatural, dotada incluso de virtudes soteriológicas. Con el fin de imposibilitar un tratamiento ideológico de la religión, sería necesario desligarse de todo tipo de gnosticismo, y no porque se postule aquí un agnosticismo de principio, como el propuesto por Huxley, creador del término, sino porque es imprescindible en cualquier investigación científica situarse en un antignosticismo radical, es decir, en una posición gnoseológica que impida la interpretación o el reconocimiento de cualesquiera hechos como resultado o consecuencia de una revelación.
Sobre el origen de las religiones se han formulado varias hipótesis. Se ha dicho que las religiones tienen su origen en el sentimiento del temor[5], o en la impostura de un gobernante que implanta el temor a los dioses para controlar a la población[6]. La primera interpretación es psicológica y emocional, y en ella se basa toda una teoría psíquica de la religión. La segunda es, simplemente, una tesis de sociología política. Sucede con frecuencia que las habitualmente denominadas «teorías de la religión» se reducen en realidad a hipótesis parciales y abstractas, al igual que ocurre con las teorías de la literatura, inconscientes de su verdadera orientación y naturaleza, y gnoseológicamente impugnables, hasta el punto de constituir «teorías» que se oponen a los «hechos» que pretenden interpretar. Desde los presupuestos del buenismo filosófico, se considera que la filosofía de la religión ha de desarrollarse necesariamente en dos fases sucesivas. En primer lugar, como filosofía gnoseológica de la religión, es decir, como teoría filosófica de las ciencias de la religión. Y en segundo lugar, como filosofía ontológica de la religión, esto es, como doctrina acerca de la esencia de la religión.
2. Filosofía de la religión y ciencias de la religión
No hay una única ciencia de la religión. Los fenómenos religiosos son fenómenos humanos (sociales, culturales...) y las ciencias de la religión son «ciencias humanas». No cabe hablar de una «ciencia de la religión», ni como ciencia considerada en abstracto, ni como ciencia capaz de racionalizar la integridad del campo de los fenómenos religiosos, ya que no es posible hablar de la religión como una categoría científica, es decir, no es posible organizar sistemáticamente a los fenómenos religiosos en un campo categorial cerrado[7]. Las razones por las que puede negarse la categoría gnoseológica del campo de los fenómenos religiosos procede de la materialidad misma de esos fenómenos, es decir, de los contenidos de su campo[8].
En primer lugar, debido a la extensión o amplitud del campo religioso, cuyos límites son indeterminados. ¿Cómo y dónde acotar «lo religioso», se pregunta Bueno? ¿En lo sagrado? ¿Cómo actuar entonces ante las religiones que encuentran en lo profano un significado también religioso (en cuanto diabólico, por ejemplo)? Por otro lado, son numerosas las religiones cuyas pretensiones se extienden más allá de todo límite categorial: «El que no está conmigo está contra mí». En otras ocasiones, las líneas divisorias no son reconocibles. En este sentido, se advierte que en un estado salvaje, los seres humanos no distinguen lo natural de lo sobrenatural (Frazer, 1922).
En segundo lugar, el material religioso no puede considerarse una categoría cerrada debido a las particularidades intensionales de los fenómenos religiosos en sí mismos considerados. Las principales objeciones se refieren a la naturaleza cognitiva de estos fenómenos, los cuales se nos presentan intencionalmente como si tuvieran referencias verdaderas, como si la verdad formara parte del sentido de las proposiciones declaradas en los fenómenos religiosos nucleares. De este modo, los fenómenos religiosos se nos presentan como verdades que se refieren no sólo a los propios conocimientos religiosos (las religiones contienen una autoconcepción de sí mismas), o a los conocimientos científicos y religiosos (las religiones superiores contienen entre sus dogmas de fe saberes sobre la ciencia y la filosofía), sino también a realidades ontológicas que, desde el punto de vista de estas religiones, resultan ser conocidas como verdades mediante procedimientos muy diferentes a los del discurso científico y filosófico.
Hay varias disciplinas científicas que estudian la religión. No cabe, pues, hablar de una única «ciencia de la religión», ya que no es posible organizar sistemáticamente a los fenómenos religiosos en un cierre categorial. En consecuencia, puede advertirse que son varias las disciplinas científicas que, desde diferentes campos, pueden ocuparse de la religión. Estas ciencias no pertenecen a una única categoría, sino a varias, ya que no habría una sola y única ciencia, sino múltiples ciencias de la religión, las cuales pueden clasificarse en dos grandes grupos, según se sitúen, respecto a los fenómenos religiosos, en un plano general (pueden ser esenciales sin ser nucleares, en este sentido, formales)[9], o en un plano específico (pueden no ser nucleares, ya que su especificidad podría ser sólo diamérica)[10].
No es aceptable, pues, esa mitología comparatista que une irracionalmente todo con todo a través de nexos pseudocausales e imaginarios, demostrando la capacidad del intérprete para establecer diferencias entre el núcleo de lo que se estudia, la obra literaria, por ejemplo, y el cuerpo de lo que se estudia, en este caso, los materiales religiosos de la literatura.
En consecuencia, habrá que precisar las diferencias entre ciencia y filosofía de la religión, apelando a la consideración conjunta de dos pares de distinciones gnoseológicas de pertinencia decisiva en la teoría de las ciencias de la religión. Así, Bueno distingue entre dos tipos de oposiciones, a partir de las cuales será posible formular cuatro metodologías (representadas por escuelas concretas) para el análisis del campo de las religiones: 1) contextos determinantes sistemáticos / históricos, y 2) planos fenomenológicos / esenciales[11].
1) Método fenomenológico en el ámbito de los contextos sistemáticos o estructurales. Nos sitúa ante análisis que culminan en la determinación de síndromes, árboles taxonómicos, al modo de Hessen o de Van der Leeuw. Es el método de elección de una ciencia comparada de las religiones, pero no puede ser el método de una ciencia histórica de la religión, ni tampoco el de una filosofía de la religión.
2) Método fenomenológico en el ámbito de los contextos históricos. Nos situaría ante una Historia de las religiones, como ciencia filológica. Es un material ante todo histórico y filológico, que aproximaría al intérprete a contenidos específicamente religiosos, de interés para historiadores y filólogos de las religiones (los dioses como referentes sobre los que los poetas desarrollan sus mitos, etc., en la línea de autores como Muschg (1948).
3) Método esencial en el ámbito de los contextos sistemáticos. Serían las ciencias de la religión orientadas a establecer la «gramática» de los diferentes grupos de religiones, incluidos los sistemas mitológicos universales. Situaríamos aquí, por ejemplo, el análisis científico, de naturaleza estructuralista, de las religiones llevado a cabo por Dumezil. Aquí se situaría también la presente monografía, desde el momento en que pretende sistematizar un estudio sobre la religión en la obra literaria de Cervantes.
4) Método esencial en el ámbito de los contextos históricos. Postula la comprensión racional, esencial y evolutiva, de los fenómenos religiosos, y ya no puede desarrollarse en el ámbito de un cierre categorial específico (como lo hace la teoría de la evolución darwiniana, por ejemplo). Sin embargo, esta teoría de la evolución de las religiones es la forma única y adecuada a la que ha de someterse todo intento de comprensión racional de los fenómenos religiosos. Esta perspectiva remite a la filosofía, no a la ciencia, de la religión. De hecho, las grandes filosofías clásicas de la religión —desde Hegel hasta Spencer o Comte— son ante todo doctrinas histórico-evolutivas, teorías de los «estadios de la religión». En este ámbito se sitúa la teoría de las fases o etapas de la religión (primaria o numinosa, secundaria o mitológica y terciaria o teológica) propuesta por Bueno en su obra El animal divino (1985).
Por lo que se refiere al trasfondo real de la oposición ciencia / filosofía de la religión, bastará considerar aquí la dualidad de los planos en que se desenvuelven los fenómenos religiosos, y distinguir así entre el plano fenomenológico y el plano ontológico. El primero de ellos se resuelve principalmente en el terreno de la sociología y la psicología. Las imágenes religiosas específicas, es decir, los númenes, entran en confluencia con 1) otro tipo de mitos, alucinatorios, de índole animista o manista, 2) la fantasía mitopoyética en general, o 3) los intereses políticos, gregarios, morales, etc., todo lo cual origina un cuerpo ideológico cuya consistencia se expresa e interpreta desde criterios funcionalistas. En este plano se sitúan las ciencias de la religión. En el plano ontológico, por su parte, se sitúa la influencia que, en la trayectoria del curso de las religiones, adquiere la gravitación de la verdad objetiva misma de la religión, es decir, los númenes. En este plano actúa la filosofía de la religión «que necesita poner el pie en el plano de la verdad» (Bueno, 1985: 78).
3. Interpretaciones teológica, científica y filosófica
de los materiales religiosos referidos y formalizados en la literatura
¿Cuáles son los fundamentos gnoseológicos de una Teoría de la Literatura que trate de dar cuenta de una interpretación de la religión a partir de los referentes materiales formalmente objetivados en los textos y obras literarias? ¿Cómo interpretar la experiencia religiosa cuando esta se convierte en un material literario? Trataremos de dar una respuesta racional a la naturaleza de estas preguntas.
Toda teoría debe dar cuenta de cuál es su naturaleza como tal teoría (científica, filosófica, literaria, matemática, física, biogenética...), esto es, habrá de demostrar sobre qué materiales está científicamente construida. Los conceptos adquieren diferentes significados según los términos a los que se oponen[12]. Al margen de cualesquiera contraposiciones semánticas del concepto de teoría, hay situaciones en que tales disociaciones ni se producen ni pueden producirse. Hay prácticas que son imposibles al margen de la teoría (la interpretación de un texto literario de espaldas a la literatura). La teoría alcanza su plenitud cuando alcanza su verdad. Desde un punto de vista gnoseológico, las teorías son construcciones cuya complejidad y operatoriedad es muy superior de la que corresponde a los modelos y a los hechos. Por otra parte, la casi totalidad de las escuelas de teoría de la ciencia aceptan unánimemente el principio de subordinación que todo hecho mantiene respecto a una teoría. Es decir, no se acepta la existencia de hechos puros o aislados. Todo «hecho» —y por supuesto también el hecho literario—, implica por sí mismo alguna teoría, implícita o explícitamente. Sin embargo, la teoría es una figura o construcción gnoseológica que por sí misma, es decir, en cuanto a su propia teoría, no garantiza ninguna verdad. La filosofía de la ciencia de Bueno distingue, atendiendo a su estructura lógica, tres tipos de teorías: teológicas, científicas o positivas y filosóficas[13].
En primer lugar, aunque tratan de parecerlo, las teorías teológicas no son verdaderamente racionales, sino que se basan en lo que se denominarán principios sedicentes suprarracionales, es decir, en postulados fideístas antirracionales (principios de fe praeter rationales), que exigen suspender o disolver toda posibilidad de relación racional con teorías científicas o filosóficas. La teología no pretende interpretar la fe a través de la razón, y aún menos reducir la fe a la razón, sino que, muy al contrario, lo que pretende es manipular la razón para mostrar hasta qué punto los dogmas de fe la rebasan o trascienden, instaurando estos dogmas de fe por encima de cualesquiera verdades propias de la razón humana. El luteranismo lleva precisamente esta tesis al extremo, al considerar una auténtica impiedad la pretensión humana —y escolástica— de explicar racionalmente la fe. Y este radicalismo es lo que la teología dogmática medieval y el protestantismo reformista, como método, tienen en común con la posmodernidad, como discurso.
Cuando desde la razón y el materialismo, es decir, desde el racionalismo no idealista, se habla de «teología», no se hace en un sentido ordinariamente religioso, sino en un sentido rigurosamente crítico y desmitificador, de modo que no sólo el cristianismo, como religión terciaria (Bueno, 1985), constituye una teología, sino que el marxismo, como sistema filosófico y como totalitarismo político, constituye igualmente una teología, monista y dogmática, cuyo desarrollo es una visible secularización metafísica, o vuelta del revés —pero conservando su idealismo moral—, del pensamiento cristiano. Cuando una teoría teológica, es decir, monista y metafísica —sea de signo cristiano o de signo marxista (oppositum per diametrum)—, se aplica a la literatura, el resultado es el idealismo interpretativo, la segregación de la falsa conciencia del intérprete vertida sobre la literatura, el ilusionismo hermenéutico, la retórica acrítica de una creencia religiosa o de una ideología partidista.
En segundo lugar, las teorías científicas son teorías racionales y lógicas ligadas a un material empírico, al menos si se toma como criterio de cientificidad el circularismo de la gnoseología materialista, que se expone en la teoría del cierre categorial (Bueno, 1992). Desde este punto de vista, la ciencia es un conocimiento racional y operatorio basado en la interpretación causal, objetiva y sistemática de la materia. Vuelvo más adelante sobre estos aspectos, a lo largo de mi ejemplificación e interpretación con textos literarios cervantinos.
En tercer lugar, las teorías filosóficas son racionales, y en esto se diferencian de las teorías teológicas (que no lo son), a la vez que, por ello mismo, se identifican con las teorías científicas (que sí son racionales). Sin embargo, frente a las teorías científicas, las filosóficas no pueden considerarse científicas, pese a ser racionales, porque la filosofía no es, ni puede ser, una ciencia, y no necesita serlo para ejercer sus funciones críticas y dialécticas. Ya hemos dicho que la filosofía es, sencillamente, bien una forma de hablar, bien un modo de organizar, verbalmente, las ideas de que se dispone científicamente y con las que se actúa moralmente. Según el pensamiento buenista, las teorías filosóficas no son científicas nunca porque la filosofía no es susceptible de cerrar categorialmente un campo de la realidad y convertirlo en su objeto de estudio —cómo sí hacen las ciencias categoriales (aunque esta afirmación buenista resulta extremadamente discutible)—, es decir, no puede limitarse a interpretar una categoría o parcela específica y exclusiva de la realidad, como hacen la química, la física, la termodinámica, la geometría o la métrica, porque la filosofía las abarca a todas, al enfrentarse a ellas mediante la symploké de las ideas, o relación de unas ideas con otras (Platón, Sofista 259 c-e). Sin embargo, tales consideraciones son realmente muy ilusas y muy inconscientes de qué es y cómo funciona de hecho la filosofía. No sólo porque la filosofía no trasciende a todas las ciencias, pretensión de un idealismo infinito y fabuloso, sino porque más bien ocurre todo lo contrario: la filosofía puede llegar a ser más categorial que cualquier ciencia, porque está determinada por un parasitismo sectorial fuera del cual no puede hacer apenas nada en absoluto: la filosofía es genitiva siempre, pues lo es de algo fuera de cuyo continente no es nada (filosofía de la literatura, filosofía de la música, filosofía de la ciencia, filosofía de la religión, etc.). ¿En dónde queda, pues, la sustantividad de la literatura? En las palabras, es decir, en la retórica. A la filosofía no le pertenece, en realidad, nada de cuanto dice poseer. No hay nada más parásito que el pensamiento y las palabras de un filósofo. Lo que piensa es propiedad de las ciencias y lo que dice pertenece a la literatura.
4. Idea de Hombre e idea de mundo en la obra literaria de Cervantes
Ante la totalidad de la obra literaria de Miguel de Cervantes, el regreso que, desde los planteamientos de la Crítica de la razón literaria, se lleva a cabo hacia las ideas de Hombre y mundo, como primeros principios de toda teoría filosófico-política, constituye la doctrina alternativa al regressus que, desde el idealismo filosófico, la teoría teológico-política ejecuta constantemente hacia las ideas de Hombre y Dios[14]. De acuerdo con este paralelismo alternativo, la idea de mundo sustituye, en el marco de una teoría filosófico-política, y en un principio, a la idea de Dios, pues hay que considerar también la sustitución de Dios por el Hombre, especialmente en lo que se refiere al antropomorfismo desarrollado por Cervantes en su obra literaria. Desde un punto de vista histórico, y tras los antecedentes de la tradición estoica, la sustitución de la idea de Dios por la idea de mundo se articula en la Edad Moderna en la obra de Baruch Spinoza, concretamente en su Tratado teológico-político (1670), sobre todo si se tiene en cuenta la identificación que Spinoza presupone entre Deus y Natura.
La oposición teológica Hombre / Dios implica diferentes modos alternativos de interpretación, ninguno de los cuales se encuentra desarrollado en la obra literaria cervantina[15]. No es ése el objetivo de Cervantes. ¿Qué significado se atribuye al mundo desde tales principios teológicos? Las respuestas no son unívocas: el mundo se ha visto como un enemigo del «alma», como un escenario de los problemas políticos derivados de los conflictos entre el Hombre y Dios —así ocurre en el teatro de Hernán López de Yanguas—, como un campo de batalla entre Dios y el Diablo por el control de la Humanidad, e incluso una visión teológica de la política se ha orientado a ver la naturaleza como un instrumento inagotable, o jardín admirable, creado por Dios para los Hombres, en una suerte de ecologismo trascendental, ya practicado por los franciscanos, y también por la teología de la liberación. Nada de esto está presente en la literatura cervantina. Quienes defienden el erasmismo de Cervantes deberían explicarse y explicarnos, en términos de filosofía, y no de retórica o doxografía, el porqué de estas significativas ausencias.
Sin embargo, la transformación del dualismo teológico (Hombre / Dios) en un dualismo filosófico (Hombre / mundo), o incluso en un dualismo trascendental (cultura / naturaleza), supone la secularización de los esquemas teológicos, es decir, su conversión en esquemas filosóficos, emancipados de los dogmas religiosos. Las consecuencias de esta secularización en la teoría política dan lugar a las tres alternativas que expongo a continuación.
La primera alternativa es la genuinamente cervantina. Cervantes desplegará en su obra literaria la subordinación o reducción del mundo al Hombre, sustituto este último de Dios. Esta opción recoge en filosofía la doctrina del idealismo absoluto de Fichte y de Hegel, así como también numerosas posiciones antropocéntricas basadas en los denominados «principios antrópicos». Desde la perspectiva que asume estos criterios, Américo Castro escribió en 1925 su libro sobre El pensamiento de Cervantes, desde el que se interpreta al autor del Quijote como un precursor del pensamiento idealista. En realidad, Cervantes no es un «precursor» de Kant, Fichte o Hegel, sino un escritor que, de forma muy diferente a lo que hicieron estos filósofos alemanes desde la Ilustración europeísta y anglosajona, contribuye, entre los siglos XVI y XVII, al proceso de secularización que reduce o religa la idea de mundo a la idea de Hombre. Y a algo más importante y decisivo: contribuye a la secularización desde la desmitificación del idealismo, y no mediante la potenciación del idealismo, como de hecho sí hizo, románticamente, la filosofía alemana desde Kant hasta hoy. Si algo demuestra la literatura de Cervantes es que todo idealismo conduce al fracaso. Si Alemania hubiera leído con atención el Quijote, se habría evitado dos guerras mundiales, es decir, sus dos mayores fracasos históricos.
La obra de Cervantes remite así a un espacio antropológico circular (humano, personal, social) y unidimensional (no radial o cósmico, ni angular o teológico), donde el ser humano es el fundamento ejecutivo primordial y acaso único. Desde criterios filosóficos y políticos, esta perspectiva conduce al desarrollo creciente e indefinido de una humanidad infinita, y comparte con el idealismo alemán numerosas premisas. Todo lo que existe está a disposición del ser humano y puede ser manipulado por él. No en vano La Numancia es una tragedia deicida, y no por casualidad las Novelas ejemplares, el Quijote y el Persiles exponen literariamente una idea de Dios, del Dios terciario y teológico, en términos propios de una filosofía racionalista, la cual, por completo afín al pensamiento de un Spinoza, sitúa a los personajes de la narrativa cervantina en la antesala del ateísmo.
La segunda de las alternativas es ajena al pensamiento de Cervantes, al proceder por subordinación o reducción del Hombre al mundo, el cual desempeñaría ahora las funciones de un Dios. El Mundo se identifica con la naturaleza, que se concibe como si se tratara de una realidad trascendental, divina incluso, y a la cual el Hombre agrede, ataca, consume, explota, ultraja… Desde un punto de vista político, el referente inmediato es el ecologismo trascendental (los partidos verdes en nuestro tiempo, etc.). Por último, la tercera alternativa —que nada tiene que ver ya con Cervantes— es ecléctica, al mantener la oposición Hombre / naturaleza como términos relativamente independientes, pero correlacionados. El materialismo monista de tradición marxista, explicitado en el materialismo dialéctico (Diamat) —en realidad un idealismo filosófico galopante—, se situaría en esta perspectiva[16].
En suma, la doctrina del dualismo Hombre / mundo resulta completamente disuelta o desintegrada por el concepto tridimensional de espacio antropológico, con sus tres ejes (circular, radial y angular). Los contenidos del espacio antropológico no son homogéneos, ni pueden interpretarse mediante categorías monistas o armónicas. La naturaleza, percibida como una «unidad» estable y armónica es un idealismo completo, pura mitología. En realidad, se trata de una auténtica «biocenosis», es decir, un conjunto de poblaciones de especies biológicas diversas que conviven en una armonía aparentemente estable, la cual implica materialmente la explotación y depredación de aquellos organismos que son necesarios para la subsistencia de otros organismos heterótrofos.
La denominada «naturaleza» es una realidad dialéctica, heterogénea e inarmónica, en lucha y conflicto constantes. Por otro lado, no cabe hablar de ninguna manera del «mundo» como unidad sustantiva. El mundo, como unidad, es un conjunto de fenómenos con significado susceptible de organización (política, económica, científica, literaria, etc.), es decir, ejecutados por seres humanos que lo interpretan y categorizan. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que el mundo (M) sólo puede concebirse como una realidad material de objetos físicos (M1), psíquicos (M2) y lógicos (M3), percibido, interpretado y categorizado por seres humanos. Lo que ordinariamente llamamos mundo es una categoría que tiene sentido dentro del espacio antropológico, en tanto que forma parte de una experiencia humana interpretada (Bueno, 1978). No cabe hablar de mundo al margen de las categorías, ni al margen de seres humanos que lo categoricen.
En conclusión, partimos del postulado antropológico de que no hay mundo, ni cabe hablar de mundo, hasta que el ser humano no lo constituye organolépticamente, es decir, mediante operaciones que ejecutan las personas, y que responden a conductas normativizadas, las cuales poseen además un fin determinado (prolepsis) y —en las sociedades civilizadas— una disposición racional (lógica). El sufijo –léptico remite a —e implica— la presencia de un sujeto activo, pragmático, manipulador, que en adelante denominaré sujeto operatorio, cuyas intenciones serán siempre prolépticas y lógicas, como tendremos ocasión de comprobar a propósito de la obra literaria cervantina.
Se pretende de este modo desarrollar y ejercer una conducta pautada que construye y transforma La realidad desde finalidades determinadas —por causas inevitables y necesarias— y también dialécticas —unos seres humanos contra otros—. La creación literaria de Cervantes pone de manifiesto que el mundo sólo tiene sentido si está inserto en el espacio antropológico, esto es, si está referido —y construido por referencia— al Hombre, a sus operaciones, a sus sentidos, a su manipulación, a sus categorías. Finalmente, debe advertirse que del «género humano» tampoco puede en rigor hablarse como si se tratara de algo «único», de un «género único», sin dialécticas, ya que desde cualesquiera puntos de vista hay que distinguir varios géneros[17]. Es inevitable reconocer la disolución de la idea de hombre como unidad metafísica y la desintegración de la idea de mundo o naturaleza como holismo armónico, es decir, es necesario aceptar lo que, en términos literarios, y más allá del breve teatro de Shakespeare, Cervantes expone en su obra literaria.
5. Los valores de lo sagrado
En términos simplemente extensionales y negativos lo sagrado se define como antónimo de profano. Sucede, sin embargo, que lo profano ha sido desde sus orígenes un concepto muy confuso y convencional[18]. En consecuencia, cabe definir lo sagrado como un atributo o cualidad relativos a una divinidad, hacia la que el ser humano profesa un culto o veneración, acaso mediante el ejercicio de ciertos rituales y ceremonias. Lo sagrado será, pues, una cualidad que el ser humano atribuye a los númenes, a los fetiches y a los santos. Estos tres agentes desempeñan, por obra y gracia del Hombre, el papel de valores de lo sagrado. De este modo, la experiencia sagrada no tendrá lugar nunca al margen de lo numinoso, lo santo, o lo fetichista, tomados aislada o conjuntamente, pero jamás como valores independientes o exentos de lo sagrado. Adviértase que lo sacro, sin necesidad de ser trascendental al espacio antropológico, sí puede distribuirse por cada uno de los ejes, o por combinaciones entre ellos. De otro modo, no hay razón alguna para circunscribir o recluir al sacrum en alguno de estos ejes, ni siquiera en un par de ellos. Así pues, lo sagrado, tal como se determina en el eje circular (humano), se manifiesta como santo; determinado en el eje angular (religioso) se manifiesta como numen, y determinado en el eje radial (naturaleza inerte) se manifiesta como fetiche.
Pueden darse valores de lo sagrado que requieran de la composición de dos ejes (circular y angular, circular y radial, radial y angular), o incluso de los tres simultáneamente. Se hablará según esto de valores elementales de lo sagrado o de valores complejos de lo sagrado. De hecho, es posible distinguir con claridad las figuras del sacerdote (especialista religioso), del chamán (especialista que pone en contacto a los vivos y a los muertos), y del hechicero o mago. Y no por casualidad el sacerdote se define en función de los númenes divinos, el chamán en función de las ánimas de los antepasados, y el mago o hechicero en función de los fetiches impersonales e inertes.
En consecuencia, hay que distinguir, circunscribiéndose al campo de lo sagrado, tres tipos de teorías reductoras de lo sacro a alguna de sus categorías. En primer lugar, las que sostienen que lo santo es la fuente de todo lo sagrado (la funcionalidad recae sobre el eje circular o humano): estas teorías comprenden todas las variantes del «humanismo de lo sagrado» (incluyendo aquí al evemerismo), y podríamos situarlas bajo el patronato del Kant de la Crítica de la razón práctica. En segundo lugar, están las teorías según las cuales lo numinoso es la fuente de todos los demás valores de lo sagrado (predominio funcional del eje angular o religioso): podríamos hablar de «teorías religiosas de lo sagrado», y cabría ponerlas bajo el patronato de un filósofo confesional como Agustín de Hipona. En tercer lugar, cabe referirse a las que sostienen que los fetiches son la fuente de todo lo sagrado —de lo santo y de lo numinoso— (situando el dominio funcional en el eje radial o cósmico): es el caso, por ejemplo, de las teorías panbabilonistas (llamadas a veces fetichistas), iniciadas por el propio De Brosses y continuadas por Von Schröeder o Siecke.
Nos encontramos de este modo ante la symploké de los valores de lo sagrado o, más precisamente, ante su koinonía (Bueno, 1985), en la medida en que la totalidad de los valores sacros constituye una comunidad de términos heterogéneos, pertenecientes a diversas especies o géneros, sin lograr —en contra de los deseos de los monistas de lo sagrado, que querrían identificar una única fuente en los valores múltiples de lo sacro— una unidad capaz de objetivarse o ejecutarse en una paz armónica, una solidaridad universal o un panfilismo no siempre metafísico. Frente a este imposible, la koinonía de los múltiples valores de lo sagrado, como las koinoniai o comunidades biológicas o sociales, que operan como auténticas biocenosis, se mantienen casi siempre en conflicto mutuo, incluso bajo formas letales, como bien demuestra la Historia de la humanidad, nutrida de múltiples guerras religiosas (o al menos así llamadas).
La comunidad o koinonía de los valores sagrados es una comunidad dialéctica, que incluye, además de alianzas, conflictos entre los valores, tanto entre los que pertenecen a la misma categoría como entre los valores que pertenecen a categorías distintas. Todas estas circunstancias determinan múltiples significados en el desenvolvimiento histórico de la religión, como idea y como concepto. Desde una perspectiva sociológica, por ejemplo, los conflictos entre los valores de lo sagrado podrán manifestarse como conflictos entre magos, chamanes y sacerdotes. Del mismo modo, tomando como referencia un marco teológico, el conflicto se manifestará entre las diferentes religiones monoteístas (cristianismo, islam, juadísmo y budismo). Y de igual forma, desde una visión cosmológica, los fetiches de las diferentes sociedades pueden ignorarse mutuamente o, por el contrario, ser objeto de enfrentamiento simbólico entre las diversas facciones que los ostentan. La historia de lo sagrado podría reexponerse en los términos de esta dialéctica que caracteriza y determina la evolución de sus propios valores.
Las relaciones de conflicto o de incompatibilidad podrán agruparse de forma lógica según varias coordenadas diferentes, obtenidas por la confrontación de cada uno de los dominios categoriales, bien consigo mismos, bien con los otros presupuestos y alternativos. En primer lugar, cabe hablar de las relaciones conflictivas entre los santos, hombres indudables, y como tales sujetos a condiciones de rivalidad incluso dentro del mismo credo[19]. En segundo lugar, si nos referimos a las relaciones conflictivas entre los númenes, habrán de tenerse en cuenta desde los enfrentamientos entre las divinidades hindúes, hebreas y egipcias hasta los enfrentamientos entre titanes y dioses en la mitología griega, para adentrarnos posteriormente en guerras causadas por los ideales de las religiones terciarias y monoteístas, incluso dentro de un mismo seno matriz, pues el Dios de Lutero y el Dios de Carlos I resultaron incompatibles. En tercer lugar, cabe referirse igualmente a las relaciones conflictivas entre los fetiches, que, sin llegar a ser tan intensas como las numinosas, no por ello han dejado de existir entre las diferentes formas de concebir la experiencia religiosa, dando lugar a diversos modos de idolatría, superstición e iconoclastia[20].
En nuestros días, la mayor parte de las Iglesias y credos religiosos, incluso los grupos fundamentalistas, hablan de paz y tolerancia. Sin embargo, esa paz y tolerancia derivan, más que de una voluntad de coexistencia pacífica entre las tres grandes religiones, de una estrategia de defensa mutua y tácita frente terceros, cuyo racionalismo y ateísmo pueden poner en serio peligro la positividad de los valores sagrados en que se basa el poder de las respectivas instituciones y grupos religiosos. La parábola de los tres anillos que Lessing expuso en su Nathan el sabio sirve de ilustración a este diagnóstico: los tres anillos son iguales precisamente cuando se han eliminado todos los componentes religiosos positivos (dogmas, sacramentos, sacerdocio, rituales...) que los enfrentan. Hasta el momento, los límites entre el sacrum divino (lo numinoso), el sacrum humano (lo santo) y el sacrum corpóreo (fetichista) se mantienen con nitidez en la evolución humana de las formas religiosas.
6. La religión en la evolución humana: etapas de la religión
Bueno sostiene que el núcleo de la religiosidad no hay que buscarlo en las superestructuras culturales, ni en fenómenos alucinatorios, ni en los lugares que se encuentran en la vecindad del dios de las «religiones superiores», sino en seres vivos, criaturas no humanas pero sí inteligentes, y con capacidad para envolver y actuar sobre la vida de los seres humanos, bien enfrentándose a ellos como enemigos, bien ayudándolos como criaturas bienhechoras (Bueno, 1985). El núcleo de la religión se sustantiva en los númenes y en lo numinoso, como centros o referencias dotadas de voluntad e inteligencia[21], y a los que se atribuye la capacidad de mantener con los seres humanos interacciones de naturaleza inicialmente lingüística, en sus relaciones o manifestaciones por parte del numen, y en sus oraciones o imprecaciones por parte del Hombre.
Los númenes pueden clasificarse en dos grandes órdenes: númenes equívocos y númenes análogos. Los númenes equívocos pueden ser a su vez de dos tipos: divinos y demoníacos. Unos y otros se caracterizan inicialmente por tres constantes: su naturaleza es diferente de la naturaleza humana o animal, su morfología resulta siempre muy semejante a figuras andromorfas o zoomorfas, y su apariencia procede de la combinación y deformación de criaturas visibles empíricamente. Los númenes divinos pueden ser incluso incorpóreos, completamente metafísicos, al carecer de cuerpo y ser puro espíritu, aunque siempre conserven alguna referencia icónica, indicial o simbólica, a formas humanas o animales (fiereza, fuerza, ojo invisible...). Pueden ser andromorfos, si tienen forma humana (Zeus, Ares, Atenea...), o zoomorfos, si ostentan formas animales (Anubis, la vaca Hathor...). Los númenes demoníacos se situarían en el mundo celeste o terrestre, y se muestran subordinados a los númenes divinos cuando se admite la existencia de estos últimos. Pueden identificarse como incorpóreos (ángeles cristianos), en su expresión extrema, pero en todo caso siempre son androides (los extraterrestres, por ejemplo) o zoomorfos (serpiente, larvas, insectos, etc.). Por su parte, los númenes análogos son aquellos cuya naturaleza se concibe ligada a la progenie de los seres humanos o de los animales, y en consecuencia pueden ser humanos (héroes, caudillos, genios, profetas, chamanes, santos, espectros, ánimas de difuntos...) o zoomorfos (animales totémicos, animales sagrados, etc.).
De todo este conjunto de númenes, de los que están llenos, entre múltiples manifestaciones, el folclore, la religión, la música, la pintura, la escultura, los cuentos populares, las tragedias clásicas, la arquitectura, los relatos míticos y la literatura de todos los tiempos, sólo una clase de ellos son númenes reales. Los númenes equívocos —divinos y demoníacos— no existen materialmente. Son sólo imaginarios. No pueden considerarse como fuente real y material de la experiencia religiosa. Sólo los númenes análogos —andromorfos y zoomorfos— pueden considerarse como realmente existentes. Desde este punto de vista, una filosofía materialista de la religión habrá de inclinarse por situar el núcleo de la experiencia religiosa de los númenes fenomenológicos en referencias humanas reales (númenes andromorfos) o en referencias animales reales (númenes zoomorfos).
Nos centramos de este modo en los dos «ejes personales» del espacio antropológico, el cual se articula en torno a los tres ejes bien conocidos: circular o humano, radial o cosmológico y angular o teológico. Los dos primeros, por lo que diremos a continuación, son los «ejes personales» del espacio antropológico, concepto este último que nos permite interpretar la idea de ser humano y las diferentes relaciones que mantiene con el resto de la realidad. El eje circular del espacio antropológico comprende todas aquellas relaciones que el ser humano, resultado de una evolución biológica —no de creación divina o sobrenatural—, mantiene consigo mismo. Consideramos que las relaciones entre los seres humanos han de estar basadas en la igualdad, relación que desde criterios lógicos ha de ser simétrica, transitiva y reflexiva. Y ésta es una cuestión capital, pues dispone que el núcleo de la experiencia religiosa no puede identificarse en el ser humano, es decir, en el eje circular del espacio antropológico, porque no es posible adorar a un igual, mortal y moral como nosotros, como se adora a un dios.
En este sentido, una filosofía materialista de la religión no puede afirmar que los númenes sean humanos, aunque sí ha de aceptar que algunos seres humanos extraordinarios, singulares, son númenes, y númenes reales. En este sentido sería posible distinguir tres modos de determinación de lo humano como numinoso: a) un modo metafísico, cuando se utiliza la idea de ser humano, de Humanidad, como fuente de vivencias numinosas (así sucede en casi todas las tragedias griegas conservadas, especialmente en la Antígona de Sófocles[22]); b) un modo determinado, positivo, pero abstracto (nomotético), cuando se habla de estructuras humanas definidas, múltiples y supraindividuales (lo numinoso es el clan, el Estado, el padre, el emperador, el caudillo...); y 3) un modo positivo o idiográfico, cuando los individuos numinosos lo son a título personal (genios, locos, chamanes, personas carismáticas...).
De cualquier forma, las relaciones circulares —entre personas— son relaciones humanas, sociales, políticas, morales, lingüísticas, pero no verdaderamente religiosas. Lo numinoso no cabe racionalmente en el eje circular del espacio antropológico, porque las relaciones humanas exigen una igualdad que las relaciones con los númenes no admiten, al implicar una distancia insalvable, una simetría irreversible, una reflexividad inexistente y unos contenidos con frecuencia intransitivos. No es posible considerar numinoso, y menos aún divino, a un hombre o a una mujer cuyo espacio moral y mortal no sólo suponemos, sino que sabemos positivamente que compartimos.
El eje radial del espacio antropológico remite a las relaciones que mantiene el ser humano con la naturaleza y sus elementos (tierra, aire, agua, fuego), entidades desprovistas de todo género de inteligencia, aunque posean estructura y organización. Son relaciones de tipo pragmático, mecanicista, y con frecuencia pasan por la experiencia de la técnica y la tecnología. Finalmente, el eje angular remite a las relaciones que el ser humano mantiene con los númenes y lo numinoso, realidades dotadas de vida y de inteligencia a las que se atribuye una capacidad de acción sobre la vida humana, que puede interpretarse como una interacción maligna o benigna. En este eje angular del espacio antropológico se sitúan los animales en su relación con el ser humano. Y son los animales los que constituyen genuinamente la fuente numinosa en la que situar el núcleo de la experiencia religiosa, es decir, constituyen la génesis del numen del que ulteriormente brotará toda idea de divinidad. Si un dios puede percibirse como un numen vivo y envolvente, con capacidad de interacción sobre los seres humanos, es porque zoológicamente puede percibirse como una suerte de animal terrible, como un superanimal —dice Bueno— más que como un superhombre. Por esta razón una filosofía materialista de la religión considera que los seres humanos hicieron a los dioses a imagen y semejanza de los animales (Bueno, 1985: 170).
Nos hemos referido hasta el momento al núcleo de la religión, que hemos objetivado en los númenes. Sin embargo, ni el núcleo ni los númenes son la esencia de la religión. Según Bueno, la esencia de la religión se constituye en el despliegue del núcleo en un cuerpo y en un curso tales que van determinándose de forma recíproca, a lo largo de una evolución que se ordena ortogenéticamente, es decir, en el sentido de un alejamiento progresivo del núcleo originario, de tal manera que este alejamiento conlleva en sus estadios finales la desaparición casi total del núcleo, y en consecuencia la desaparición de la vivencia misma de lo numinoso como núcleo de la experiencia religiosa.
Teniendo en cuenta esta evolución ortogenética de los contenidos materiales de la experiencia religiosa, es posible distinguir tres grandes estadios o etapas de la religión, a los que antecede un estadio o etapa previa denominada religión natural. El curso de estos tres grandes estadios comprende la totalidad de la evolución humana, tomando como punto de partida los últimos tiempos del Paleolítico medio. Con anterioridad a estas tres grandes fases sólo cabe hablar de una religión natural, período protorreligioso que se situaría en el Paleolítico inferior, objetivándose en el uso del fuego por el Homo Erectus (según los antropólogos, estaríamos hablando de un período de unos seiscientos mil años)[23]. Sólo a partir de los últimos momentos del Paleolítico medio podemos hablar de una religión positiva en sentido estricto, con la que se inician los tres estadios, en el último de los cuales nos hallamos actualmente:
1. Estadio de la religión primaria o nuclear. Numinosidad (zoomorfa).2. Estadio de la religión secundaria o divina. Mitología (andromorfa).3. Estadio de la religión terciaria o metafísica. Teología (dogmática).
En su fase primaria, la religión —nuclear y esencialmente numinosa— se encuentra determinada por los procesos antropológicos en función de los cuales los animales comienzan a percibirse como criaturas numinosas. Éste sería el proceso de numinización de los animales naturales, un proceso simultáneo de segregación y extrañamiento —la serpiente, por ejemplo, en el Génesis (3, 1)— de unos seres vivos que rodean a los seres humanos y forman parte de un mundo del que se depende (son el alimento, una «comunión») y con el que se convive (pueden ser benignos o causar daño, pueden ser un premio para la vida humana o un castigo terrible). El significado religioso de las reliquias paleolíticas permite hablar de religión positiva desde el momento en que pueden interpretarse como manifestación real de una percepción objetiva de los animales como arquetipos, como esencia universal. Lo característico de esta forma primaria de religiosidad sería su referencia a las realidades animales concretas, empíricas, si bien desarrollada sub specie essentiae, según tres formas principales y sucesivas: a) como parte real y corpórea disociada del animal que ha muerto (cráneo, piel, huesos...), que sería la fase de la religión musteriense; b) como figura de animal representado y disociado del animal empírico (figura que no es alegoría, sino referencia a la esencia universal misma de la especie animal empíricamente existente), que sería la fase correspondiente al arte parietal aurignaciense, solutrense, etc.; y 3) como expresiones germinal o incipientemente mitológicas, resultantes de una combinación de arquetipos reales y fantásticos, pero todavía referidas a animales empíricos[24].
El cuerpo de la religión primaria, es decir, las determinaciones capaces de constituir sus estratos o capas específicas, puede organizarse al menos en tres grupos fundamentales.
En un primer momento, se objetivan en las estructuras espaciales o circunstanciales en que el numen animal manifiesta sus referencias concretas, finitas, delimitadas. El numen es un animal que vive en el mundo: bosque, árbol, caverna, lago, montaña, volcán, mar... El numen irradia su numinosidad al recinto de su habitáculo, lugar sagrado en el que está situado no el animal real y viviente de la religión natural, sino el símbolo o fetiche a través del cual el animal viviente queda —en las religiones primarias— elevado al estatuto de numen esencializado. Estos lugares sagrados, hoy reliquias paleolíticas, son los precursores de los templos.
En un segundo momento, el cuerpo de la religión primaria se objetiva en las relaciones sociales (el eje circular del espacio antropológico). El carácter originario y elemental de los cultos individualistas pronto se organiza en el cierre de las relaciones circulares, esto es, de las relaciones sociales, en las cuales el individuo actúa como un especialista religioso, un experto en su relación con los animales numinosos (ornitoscopia, augurios, interpretación de graznidos, dirección del vuelo de halcones, etc.). Estos expertos en «ornitoscopia paleolítica» no son todavía sacerdotes, sino simplemente sus precursores más genuinos.
Cabe hablar de un tercer momento, que se objetiva en el desarrollo de las relaciones entre los hombres y el animal numinoso (el eje angular del espacio antropológico), y que se manifiesta mediante los rituales de culto que organiza el ser humano en señal de adoración y tributo al numen (danzas, cánticos, ofrendas, sacrificios de personas o animales al animal numinoso, etc.).
En su fase secundaria, las religiones experimentan un conjunto de transformaciones en función de las cuales los númenes comienzan a percibirse como dioses. El núcleo de la religión ha evolucionado del numen al mito. ¿Cómo interpretar este desplazamiento ortogenético? Las causas necesarias que explican el tránsito hacia la religión secundaria o mítica hay que situarlas en las transformaciones objetivas que la sociedad humana (eje circular) y sus relaciones con la realidad material de la naturaleza (eje radial) generan a partir de su propia existencia y desarrollo, es decir, entre otras causas, el crecimiento demográfico de la población, el progresivo agotamiento y encarecimiento de la caza (desaparición de la megafauna del Pleistoceno, y con ella las referencias efectivas a los númenes paleolíticos), y por supuesto la creciente domesticación de los animales (las relaciones de dependencia entre hombres y animales cambian completamente a partir del control humano y técnico de las especies zoológicas).
En consecuencia, Bueno no considera el desarrollo de la religiosidad secundaria como un proceso de desaparición de los númenes, sino como el proceso de su transformación o anamórfosis, en virtud de la cual «las figuras animales numinosas se mantienen gracias a que se produce un cambio específico de sus referencias, una «metábasis a otro género» diferente. Un género de referencias que ya no serán identificables con los animales empíricos, sino con entidades que ya no son animales, aunque tengan alguna conexión imaginaria con ellos y conserven constantemente las huellas de su origen. Si llamamos dioses a estos nuevos númenes, podríamos definir la religión secundaria, en primera aproximación, como la religión de los dioses» (García Sierra, 2000: § 366).
El cuerpo de la religión secundaria se desarrolla a partir de la ampliación y expansión de las estructuras materiales constituidas en el período primario. Desde el eje radial (el ser humano en su relación con la naturaleza y sus fuerzas trascendentes) observamos que el lugar sagrado es ahora el templo, es decir, el lugar sagrado incorporado a estructuras urbanas. Los númenes primarios o nucleares se han transformado ahora en dioses míticos, cuyo hábitat son lugares marinos, terrestres, celestes o extraterrestres. Estos templos, más que la casa del numen, son ahora la posada del dios, el lugar al cual puede acudir cuando desee visitar a los hombres o recoger sus ofrendas. Desde el eje circular (las relaciones de los seres humanos entre sí) se confirma la aparición de los sacerdotes como exclusivos especialistas religiosos, que organizan jerárquicamente la administración de sus trabajos y ministerios, interviniendo activamente en la vida de la comunidad, pero guardando importantes distancias con el pueblo, sobre el cual no formará todavía una Iglesia (institución característica de las religiones terciarias). Se advierte en este contexto el desarrollo de liturgias y dogmas plenamente definidos, así como la creciente extensión de la influencia sacerdotal en las esferas familiares, controlando los lugares de paso o ciclos biológicos de la vida humana —nacimiento, pubertad, matrimonio, muerte—, hasta invadir profundamente toda actividad personal.
En su fase terciaria —y actual— las religiones son realmente teológicas y metafísicas. Y lo son como consecuencia de la influencia que los saberes críticos —ciencia y filosofía— han ejercido sobre el cuerpo y el núcleo de las religiones secundarias o míticas, lo que obligó a estas últimas a explicarse y justificarse como metafísicas que han tenido que incorporar la filosofía griega en forma de teología. Los conocimientos críticos procedentes del desarrollo de la filosofía (Platón y Aristóteles principalmente) y de los descubrimientos científicos (física, matemática, geografía, astronomía...), en principio extrarreligiosos, provocan la total reorganización de los contenidos de las religiones secundarias o míticas, que sobreviven a la evidencia y la fuerza del racionalismo mediante la articulación de un discurso teológico. Las religiones terciarias o teológicas llevan a cabo una rectificación o reconversión de los contenidos y las formas de las religiones míticas, sintetizando el delirio politeísta e instaurándose sobre principios de verdad racional, que exigen la sistematización, simplificación, negación y crítica de sus contenidos mitológicos. De este modo, la teología sustituye definitivamente a la mitología en el terreno religioso. Las religiones terciarias son religiones teológicas, es decir, religiones que se han desarrollado mediante la incorporación de la filosofía griega en forma teológica[25]. De hecho, ninguna de las llamadas religiones superiores (budismo, judaísmo, cristianismo e islam) puede explicarse al margen de una filosofía.
El cuerpo de las religiones terciarias podemos verlo objetivado en la creación de templos que subsisten y se multiplican, no como posada de dioses incorpóreos —no digamos del Dios monoteísta y trascendente—, sino como sinagoga, es decir, como asamblea de creyentes. A su vez, los especialistas religiosos se diluyen aparentemente entre el pueblo de creyentes, de modo que, sin llegar ni mucho menos a la supresión del sacerdocio, las religiones terciarias se abren al ingreso de laicos, seglares e individuos no profesionales en el ejercicio de los misterios y ministerios religiosos. Se desarrolla el proselitismo y las misiones, con un afán de integrar a la humanidad entera en una suerte de Iglesia universal. Se potencian las formas estilizadas de culto, caracterizadas por la oración mental, la mística, y la intensificación de las experiencias de pecado y culpa. El desprecio hacia los animales es absoluto, a la vez que crece el interés por la individualidad corpórea del ser humano. Las condiciones de expresión litúrgicas adquieren un despliegue masivo, y se sirven ampliamente de la tecnología, la comunicación y las organizaciones sociales.
En un contexto de esta naturaleza, como hemos sugerido anteriormente, el dios de la teología deja de ser una entidad viva y personal para convertirse en un sujeto de atributos completamente abstractos, que no son otra cosa que ideas extremas, radicales, límites (infinitud, unidad, eternidad, inmovilidad, inmutabilidad...). Al tratar de reconstruir la religión en términos puramente lógicos y filosóficos, Dios y los misterios desaparecen. Esto explica que la religión haya sido suplantada por un vago humanismo, que va desde formulaciones como la voluntad de Scheler-Ghelen, o la angustia de Heidegger, hasta la esperanza de Bloch. Así, en las religiones terciarias o teológicas las fuentes del espíritu religioso quedan cegadas, y sólo pueden recuperarse una y otra vez mediante el regreso a mitos y ceremonias sensibles en los que se trata de recuperar una vivencia religiosa con frecuencia inasequible. Los dioses monoteístas limpian los cielos y la tierra de los fantasmas del politeísmo y la mitología, a los cuales paradójicamente se vuelve una y otra vez. El pensamiento racionalista ha sido con las religiones mucho más irónico de lo que se pensaba: el hecho de que el monoteísmo final de las religiones terciarias o teológicas siga siendo múltiple, es decir, politeísta, sumido en la convivencia global de varios dioses supremos, únicos e incompatibles entre sí —Yahvéh, Alá, Dios, Buda...— no deja de ser sumamente revelador. Todo es posible, pues, en una «ciencia» como la teología, cuyo objeto de conocimiento —Dios— no existe físicamente. Es, en efecto, una pseudociencia que nada puede probar, salvo el optimismo metafísico de sus fieles y el entusiasmo formal por sus propias ficciones.
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NOTAS
[1] Uso los términos de Pike (1954), emic / etic, pero reconstruyendo esta distinción conceptual desde los presupuestos metodológicos de la Crítica de la razón literaria. No se ignore en este punto el uso que de estos mismos términos hace Bueno (1990a) en su opúsculo titulado Ellos y nosotros.
[2] Para Gustavo Bueno, no es aceptable que la filosofía sólo pueda ocuparse de Dios a través de la religión. Y así lo sostiene, en la siguiente argumentación, que sintetizo lo más posible: Aristóteles primero, Epicuro después, han construido su doctrina de la deidad rechazando la religión. Incluso puede afirmarse que la idea de Dios, es decir, la idea de Dios según la filosofía, no es la idea nuclear de la religión, aunque sea uno de los referentes más importantes de su dialéctica. Es imprescindible distinguir aquí entre teología natural y filosofía de la religión. La primera es una disciplina que organiza sus cuestiones en torno a la idea de Dios, el Dios de la ontoteología. Resuelve sus líneas conceptuales en Dios (si no lo hiciera, no podría llamarse teología), y es por tanto una metafísica. La teología natural se desarrolla como disciplina principalmente en la escolástica cristiana medieval (teocéntrica) y moderna, muy especialmente en la escolástica española (Suárez). Por su parte, la filosofía de la religión sistematiza sus cuestiones en torno a los fenómenos religiosos que son evidentemente fenómenos humanos, y muchos de los cuales no están relacionados de forma clara con Dios. Resuelve las líneas conceptuales de su sistemática en el ser humano (aunque tome a Dios como uno de sus puntos de partida), pues es el ser humano, y no Dios, quien figura como ser religioso. La filosofía de la religión se desarrolla en el siglo XVIII, como objetivo de conocimientos científicos y filosóficos (Vico, Herder...). Es posterior a la teología natural, y no por casualidad, ya que para su articulación requiere el desarrollo previo de las religiones (judaísmo, cristianismo, islam...), por lo que no podría haberse desarrollado en el mundo antiguo, ni tampoco durante la Edad Media, cuando los contenidos dogmáticos y rituales de la religión se consideraban praeterracionales. Filosóficamente no puede demostrarse ni sostenerse que Dios haya creado al ser humano en el tiempo, y menos aún que se haya encarnado en el mundo. Una parte importantísima del «material» de la religión revelada (la doctrina de la Trinidad, la angelología, los milagros, los sacramentos...) y de la moral pertenece a la fe (a la sobrenaturaleza, a la Gracia), y sólo la fe, y no la filosofía, pueden analizarla. La filosofía de la religión se abre camino, en la filosofía trascendental (Kant) con la extinción total de la teología natural como ontoteología. La ontoteología será demolida, pero no la idea de Dios, que según la fórmula de Kant pasa a considerarse como ilusión trascendental, es decir, como componente esencial de la conciencia humana (Bueno, 1985: 40).
[3] «La religión cristiana romana […], al defender como dogma de fe la Teología natural, a la vez que instaura una teoría general de la religión, de naturaleza filosófica, aunque abstracta y precaria, bloquea la filosofía de la religión como disciplina, puesto que la masa principal de fenómenos religiosos (ceremonias, dogmas, instituciones) quedará protegida por una muralla que impedirá la penetración del análisis filosófico» (Bueno, 1985: 39).
[4] El ser, o es material, o no es. En lugar de ser, término saturado de connotaciones metafísicas y espiritualistas, el Bueno habla, específicamente, de materia. La ontología materialista (Bueno, 1972) distingue dos planos: 1) el de la ontología general, cuyo contenido es la «materia indeterminada» (M), la materia en sí, o materia prima en sentido absoluto, como materialidad que desborda todo contexto categorial y se constituye en materialidad trascendental; y 2) el de la ontología especial, cuyo contenido es la «materia determinada», es decir, la materia manipulada, transformada, roturada en las diferentes parcelas y campos categoriales de la actividad humana (Mi). En primer lugar, la ontología general (M) corresponde a la idea de materia ontológico general, definida como pluralidad, exterioridad y codeterminación. La ontología general (M) es una pluralidad infinita, y desde ella el Materialismo Filosófico niega tanto el monismo metafísico (inherente al cristianismo y al Marxismo) como el holismo armonista (propio de las ideologías panfilistas, entregadas al diálogo, el entendimiento y entretenimiento universales, la paz perpetua o la alianza de las civilizaciones). En segundo lugar, la ontología especial (Mi) es una realidad positiva constituida por tres géneros de materialidad, en que se organiza la realidad en que vivimos (el campo de variabilidad empírico trascendental del Mundo interpretado (Mi): Mi = M1, M2, M3. El primer género de materialidad (M1) está constituido por los objetos del mundo físico (rocas, organismos, satélites, bombas atómicas, mesas, sillas…); comprende materialidades físicas, de orden objetivo (las dadas en el espacio y en el tiempo). El segundo género de materialidad (M2) está constituido por todos los fenómenos de la vida interior (etológica, psicológica, histórica…) explicados materialmente (celos, miedo, orgullo, fe, amor, solidaridad, paz…); comprende materialidades de orden subjetivo (las dadas antes en una dimensión temporal que espacial). El tercer género de materialidad (M3) está constituido por los objetos lógicos, abstractos, teóricos (los números primos, la langue de Saussure, las teorías morales contenidas en el imperativo categórico de Kant, los referentes jurídicos, las leyes, las instituciones…); comprende materialidades de orden lógico (las que no se sitúan en un lugar o tiempo propios). Estos tres géneros de materialidad son heterogéneos e inconmensurables entre sí (Bueno, 1990). Son también coexistentes, ninguno va antes que otro y ninguno se da sin el otro: se codeterminan de forma mutua y constante, y ninguno de ellos es reducible a los otros.
[5] «Primus in orbe deos fecit timor» (Publio Papinio Estacio, Tebaida, iii, 661).
[6] Tal es la idea aducida por Critias, en Sísifo (apud Sexto Empírico, Adversus matemáticos, ix, 54).
[7] «Desde el punto de vista de la teoría del cierre categorial, la expresión «ciencia del hombre» sólo alcanzaría sentido gnoseológico riguroso si el «Hombre» fuese una categoría. O, para decirlo de un modo más expresivo, cuando fuera posible encerrar a los contenidos antropológicos en un recinto categorial. Pero si esto no es así, si «Hombre» es una idea, entonces la Antropología científica, como «ciencia del hombre» resulta ser una expresión puramente intencional» (Bueno, 1985: 50).
[8] «¿Cabe hablar de unas ciencias de la religión, en el sentido estricto que correspondería a una ciencia cerrada en torno precisamente al núcleo de los fenómenos religiosos y sobre cuyos resultados la filosofía de la religión podría (y debería) apoyarse, a la manera como la filosofía de los números ha de apoyarse en la Aritmética? Mi respuesta es terminante: no. Ocurre que, en el campo religioso, las diferencias entre categorías e ideas se hacen borrosas, porque las «categorías» religiosas más positivas (Dios, Verdad, Gracia) son, a la vez, ideas y recíprocamente. Y, por ello, la verdadera filosofía de la religión parece muchas veces ciencia positiva de la religión (que, en rigor, no existe por sí misma). El material religioso, los fenómenos de la religión, por su contenido y naturaleza, son de tal modo abiertos que parece enteramente irresponsable hablar siquiera de la posibilidad de una ciencia de los mismos. La crítica filosófica (gnoseológica) de la ciencia de la religión concluye con la censura enérgica de tales pretensiones, declarando como acríticos e irresponsables a quienes creen estar alcanzando una comprensión científica (empírica o fenomenológica) de la religión en el momento en que, o bien están utilizando inconscientemente ideas filosóficas («Hombre», «Realidad»...) o bien, si no las utilizan, no están conociendo nada esencial sobre la religión, sino, a lo sumo, información enciclopédica» (Bueno, 1985: 91).
[9] Consideradas en un plano general, cabe reconocer dos tipos de categorías genéricas o círculos categoriales genéricos, que corresponderían a dos tipos de ciencias de la religión: la Psicología y la Antropología (social, cultural, etológica) de la religión. Son disciplinas científicas que consideran aspectos de la religión, sin duda esenciales, pero no nucleares ni específicos, ya que describen ciertas dimensiones de los fenómenos religiosos en las que estos se manifiestan implicados en legalidades propias de fenómenos y procesos no religiosos, gracias a las cuales pueden ser percibidos como fenómenos e interpretados —por los creyentes— como religiosos.
[10] Consideradas en un plano específico, Bueno advierte que las ciencias de la religión darían lugar a disciplinas cuyas construcciones tienden a mantenerse en la inmanencia de los fenómenos religiosos, es decir, a buscar su cierre categorial en el recinto de esa inmanencia. Estas ciencias internas de la religión tratarán de explicar los fenómenos religiosos desde sí mismos, y no a partir de principios ajenos, de tipo sociológico, psicológico, económico, etc. Su criterio de inmanencia ha de entenderse en un plano fenomenológico. Desde un punto de vista inmanente, lo religioso es lo que se manifiesta y presenta como tal, por ejemplo, la plegaria, el milagro, lo sagrado, acaso lo sobrenatural. Las ciencias inmanentes de la religión se mueven en el plano fenomenológico, es decir, en el ámbito de los fenómenos religiosos, y han de determinar las esencias o estructuras de tal fenomenología. El camino hacia la determinación de las esencias no podrá ser otro que el de la composición diamérica de unas partes con otras partes del campo inmanente de los fenómenos religiosos considerados. Estas partes se establecerán de modos muy diversos, que lógicamente pueden reducirse a dos: el análisis de las partes atributivas de una religión (partes heterogéneas, cada una con sus propios atributos y funciones en el organismo del todo), y el análisis de las partes distributivas (las diferentes religiones, budismo, animismo, judaísmo, cristianismo, etc.). Si el análisis se desarrolla paradigmáticamente, a lo largo de una columna, la ciencia de la religión actúa de forma semejante a como en lingüística opera la gramática de una lengua. La ciencia de la religión se comportaría aquí como la gramática de una religión, y sobre ella se constituiría una teología dogmática. Por su parte, el análisis sintagmático, es decir, a lo largo de una fila, insoslayable en las ciencias inmanentes de la religión, es el camino que permitiría construir una ciencia comparada de las religiones. Sería de este modo posible identificar unos universales religiosos.
[11] Esta oposición corresponde con la distinción característica de las ciencias humanas a través de la oposición entre contextos α y β-operatorios, desarrollada por la teoría del cierre categorial (Bueno, 1992).
[12] Los principales términos a los que se suele oponer el concepto de teoría son praxis, verdad y modelos (hechos). Teoría se opone a praxis, si designa los contenidos de una vida especulativa, ajena o contrapuesta a una realidad práctica; se opone a verdad contrastada, cuanto la teoría se presenta como un hipótesis o conjetura, una suposición frente a una realidad verificada; y se opone a modelo o hecho, cuando una teoría implica varios modelos coordinados entre sí (la teoría atómica, por ejemplo, supone la coordinación del modelo de átomo de hidrógeno y del modelo de átomo de silicio).
[13] Como recuerda Bueno (1985, 1992), la «teoría de la transubstanciación» de Tomás de Aquino, por ejemplo, es evidentemente una teoría teológica, que utiliza la doctrina aristotélica del hilemorfismo para exponer el dogma cristiano de la Eucaristía, según el cual los accidentes del pan y el vino pasan a inherir —término de Bueno— en la sustancia del cuerpo de Cristo. La «teoría de las ideas» de Platón es obviamente una teoría filosófica, y la «teoría de la relatividad especial» de Einstein es una teoría científica (perteneciente al campo categorial de la física).
[14] Las teorías políticas pueden reducirse a dos tipos fundamentales, que responden, bien a una naturaleza teológica (Agustín de Hipona, Tomás de Aquino, Suárez, Filmer…), bien a una naturaleza filosófica (Platón, Aristóteles…). Puede afirmarse que toda teoría política racionalmente desarrollada tiene una base filosófica, y no teológica. La teoría política, por su propia naturaleza, es teoría filosófica, dada la cantidad de categorías que ha de atravesar: Economía, Sociología, Antropología, Etología, Nematología, Jurisprudencia, Bioética…).
[15] Estos modos, en suma, pueden reducirse —resumo a Bueno— a tres fundamentales: 1) La subordinación del Hombre a Dios, que constituye un teologismo político cuya versión más importante, desde el punto de vista histórico, es, en la tradición cristiana, el «agustinismo político» (Alquié), y en la tradición musulmana, el fundamentalismo chiíta. 2) La subordinación del Dios al Hombre, que da lugar al antropologismo político o humanismo trascendental: semejante antropologismo viene a recoger, en cierto modo, el sentido del humanismo de pensadores como Erasmo, Montaigne, Hegel o Feuerbach, y actualmente el de algunos teólogos de la liberación; para muchos de estos pensadores, la reducción del Hombre a Dios se produce como referencia de ese Dios al «espíritu humano» en su evolución histórica. Y 3) el dualismo entre el Hombre y Dios representado por la posición del tomismo medieval, y en nuestro tiempo por las posiciones políticas de las denominadas «democracias cristianas». Esta tercera alternativa es una suerte de yuxtaposición o coordinación de las dos anteriores.
[16] Políticamente, aquí tenían su cabida los planes quinquenales soviéticos, junto con una visión de la naturaleza como algo inagotable que, en manos de la tecnología humana, haría posible la instauración del comunismo como fin de la historia (y todo eso).
[17] Por lo menos habría que distinguir cuatro géneros de homínidos: australopitecos, pitecántropos, neandertales y cromañones.
[18] Varrón (De lingua latina, VI, 54) nos dice que «profano» es lo que está «delante del templo» (fanum), aunque unido al templo; y alega este significado como razón de que se llamase profanatum («consagrado») a algo existente en el sacrificio y en el diezmo de Hércules, puesto que mediante cierto sacrificio, recibía el carácter de «propio del templo» (fanatur), lo que equivaldría, dice Varrón, a hacer por ley propio del templo, o fanum, lo que sin embargo es profano. Sin embargo, «profano» llegará a significar, ante todo, no tanto lo que está delante del templo (con la connotación de lo que está «orientado» o de cara al templo), sino lo que está fuera y aun de espaldas a él. De este modo, si lo religioso es lo que se encierra dentro del templo, lo profano será también lo que no es religioso.
[19] «Los valores de lo santo constituyen el dominio de los valores de lo sagrado, en el cual los conflictos internos son más débiles y superficiales. La razón es acaso que los santos, vivos o muertos, se caracterizarán por su bondad, y la bondad sagrada implica una tendencia a eliminar las diferencias que dividen a los hombres, apuntando, por tanto, a la paz y hacia la amistad entre ellos y sus trasuntos celestiales. En el cristianismo, este ideal queda reflejado en la doctrina de la comunión de los santos. Sin embargo, la comunión de los santos es un ideal metafísico. Entre los hombres santos realmente existentes han tenido también lugar regularmente relaciones de rivalidad, de diferencia de criterios (aun dentro de una misma comunidad religiosa) y aun de lucha enconada, cuando tenemos en cuenta las relaciones entre santos de diversas religiones; por ejemplo, entre santos cristianos y sufíes considerados como falsos profetas o «santones», como se les denominó despectivamente desde las sociedades cristianas» (Bueno, 1995c: 83).
[20] «El movimiento religioso más potente en el seno del cristianismo, se desató contra la iconodulia, o veneración de las imágenes, en el siglo VIII: es el movimiento que la historiografía conoce como iconoclasmo, que estalló en Bizancio en la época de los emperadores Isáuricos, sobre todo en la época de León III (714-741) coetáneo de los reyes asturianos, como Pelayo, Favila o Alfonso I. El iconoclasmo constituye el fundamento religioso más profundo de toda legitimación de la desacralización del arte […]. Lo que sí es cierto es que la poderosa corriente iconoclasta que las Iglesias protestantes desplegaron contra la imaginería católica, dejando vacías las hornacinas que alojaban las tallas o imágenes de santos de los altares y llegaron a suprimir a los mismos altares, no puede menos de ser incluida en la rúbrica del conflicto entre santos y fetiches que tanta importancia ha tenido en la evolución humana (la «cruzada» que al comienzo de este tercer milenio han emprendido los talibanes de Afganistán contra los «colosos de Bamiyan» y otras imágenes talladas de Buda —y que la cursilería internacional condena en nombre de la cultura, como si se tratase de crímenes contra el arte y como si la intolerancia talibán no fuese también un contenido cultural— es un ejemplo notorio de conflicto entre santos y fetiches)» (Bueno, 1995c: 86-87 y 88).
[21] «Numen, inis, incluye, en los usos del latín clásico, referencia a un «centro de deseo eficaz (potente)», a alguna entidad dotada de algo así como intereses, proyectos, planes o decisiones eficaces que pueden tener a los hombres como objeto. Decisiones que el numen revela o expresa de algún modo a los hombres inspirándoles temor, confianza, veneración. También significa asentimiento o voluntad de los dioses, o los dioses mismos, o genios silvestres (Ovidio), o personajes poderosos (Livio)» (García Sierra, 2000: § 353).
[22] Me refiero especialmente a los versos 332-376, a los que pertenece la siguiente cita de exaltación antropomórfica: «Muchas cosas asombrosas existen y, con todo, nada más asombroso que el hombre […]. Se enseñó a sí mismo el lenguaje y el alado pensamiento, así como las civilizadas maneras de comportarse, y también, fecundo en recursos, aprendió a esquivar bajo el cielo los dardos de los desapacibles hielos y los de las lluvias inclementes. Nada de lo por venir le encuentra falto de recursos. Sólo del Hades no tendrá escapatoria. De enfermedades que no tenían remedio ya ha discurrido posibles evasiones. Poseyendo una habilidad superior a lo que se puede uno imaginar, la destreza para ingeniar recursos, le encamina unas veces al mal, otras veces al bien. Será un alto cargo en la ciudad, respetando las leyes de la tierra y la justicia de los dioses que obliga por juramento» (Sófocles, 1993: 361-362)
[23] Durante este período no cabe hablar de religión positiva en sentido estricto, como tampoco cabe hablar de ser humano en términos de antropología filosófica. Dentro de este período de centenares de milenios sólo es posible hablar de las relaciones de los protohombres con los animales, como premisas sobre las cuales habrá de desarrollarse una conducta religiosa posterior, y como relaciones constitutivas de una religión natural. Este último concepto es para el materialismo una construcción filosófica que no denota ninguna religión positiva (incluso se articula al margen, y aún en contra de toda religión positiva). Es sin embargo un concepto que ha sido aplicado, a veces con frívola frecuencia, al ser humano, sobre todo cuando se habla de él situándolo fuera del curso de la civilización histórica (al margen de la cual no existe propiamente), como «buen salvaje», etc., el cual siempre estará más cerca del Pitecántropo y aún del Australopiteco que de cualquiera de nosotros. Como advierte García Sierra (2000: § 364), «la religión natural es el concepto filosófico que la filosofía clásica de la religión desarrolló precisamente para ofrecer un fundamento de verdad a la vida religiosa de la humanidad. Este es justamente el servicio que nosotros creemos puede rendir la nueva versión de este concepto, la religión natural del Paleolítico superior, la religión (que no es religión positiva) de un hombre (el «buen salvaje») que no es hombre todavía. El concepto filosófico de religión natural desempeña el papel de un horizonte necesario para que pueda aparecer como problema el concepto de la religión positiva, que es la religión simpliciter».
[24] «Como ilustración de esta fase de la religión primaria en la cual los arquetipos, aun referidos a animales empíricos, aparecen ya en una mezcla combinatoria mitológica (fantástica), podría citarse el famoso «hechicero magdaleniense» de la cueva de los Trois-Frères, que representa a un animal con rostro de mochuelo, larga barba de bisonte, grandes orejas de lobo y anchas astas de ciervo. Sus extremidades delanteras recuerdan las garras de un oso, las posteriores son humanas, con cola de caballo adaptada» (García Sierra, 2000: § 365).
[25] En efecto, así sucedió con el judaísmo (Filón de Alejandría) y, sobre todo, con el cristianismo (desde Nicea hasta Agustín de Hipona o Tomás de Aquino), y por supuesto con el islamismo (Avicena, Averroes): «Al cristianismo le corresponde la condición de corriente central histórica, por haberse desarrollado en unas «sociedades europeas» más complejas (política, tecnológicamente), en cuyo seno se forjaría la ciencia moderna. En cualquier caso, el cristianismo, por su dogmática específica, abre unos cauces precisos, pero si la Teología dogmática del cristianismo podía ponerse en el mismo plano en el que se dibujan muchas religiones mistéricas (Atiss-Cibeles, Isis-Osiris, &c.). Lo que hizo del cristianismo una religión terciaria suis generis fue sobre todo el haberse visto obligada a asimilar la filosofía griega una vez convertida en la religión del Imperio, el haber tenido que desarrollar una Teología dogmática filosófica, gracias a la cual pudo elevarse a la condición de religión terciaria absolutamente original. Ocurrió como si el Dios de Aristóteles, que permanecía «ensimismado» desde la eternidad, comenzase a revelarse y, lo que es aún más sorprendente, a encarnarse y a hacerse presente en la eucaristía. La importancia específica de estos dogmas cristianos la ponemos precisamente, no tanto en sus contenidos míticos, cuanto en la reconstrucción teológico-filosófica de los mismos. La necesidad de reconstruir estos dogmas con ideas filosóficas griegas determinará, por un lado, como acabamos de decir, la elevación de una dogmática mítica a la condición de religión terciaria; pero, por otro lado, determinará una profunda transformación de las ideas filosóficas griegas, las cuales, al ser «obligadas» a desenvolverse a través de dogmas tan característicos como el de la creación, la encarnación, los ángeles, o la eucaristía, tuvieron que analizarse «regresando» a sus elementos más abstractos y dando de sí ideas implícitas (por ejemplo, creatio ex nihilo, persona e individuo, formas separadas, accidentes separables de la sustancia...) que no se hubieran organizado por sí mismas jamás» (García Sierra, 2000: § 367).
- MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Idea de religión como objeto de interpretación literaria», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (V, 2.1), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).
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