III, 8.3.1.1 - Las poéticas de la Ilustración y el Romanticismo


Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Las poéticas de la Ilustración y el Romanticismo


Referencia III, 8.3.1.1


Ilustración y Romanticismo

Muchas de las afirmaciones primordiales de la poética moderna han encontrado en la estética de la Ilustración y del Romanticismo su origen y fundamento contemporáneo más persistentes. Es innegable que buena parte de las teorías modernas sobre el lenguaje y la literatura proceden de concepciones ontológicas, metodológicas y epistemológicas íntimamente vinculadas a una «lógica del conocimiento subjetivo», esto es, a un racionalismo idealista, que, preludiado por el discurso cartesiano, se impone de forma determinante en la interpretación de los fenómenos culturales desde el pensamiento de Kant (1781, 1790), radicalmente subjetivado por Fichte (1794) en la formulación de su teoría de la ciencia. Ilustración y Romanticismo son movimientos generados por la Anglosfera, que rompen con la tradición racionalista y materialista de la tradición literaria hispanogrecolatina.

El concepto neoclásico de cultura se basaba en el carácter normativo y en la continuidad de una poética y una retórica de fundamento aristotélico y mimético, cuyo referente fundamental era la naturaleza, su realidad y su materialismo. La Antigüedad sostenía una idea completamente radial de los hechos literarios, al identificar en la mímesis o imitación de la naturaleza el principio generador del arte. Con la implantación de los ideales románticos esta concepción se discute y resquebraja. Las nuevas concepciones de la poética se esfuerzan por definir en términos plurales e ideales un mundo cuya percepción se impone como fenomenología de la diversidad, la pluralidad, la discontinuidad, la fragmentación. Al sujeto se le niega la capacidad de manifestarse de forma unívoca y estable fuera de su conciencia, que se encuentra sometida a la interacción y observación material de los fenómenos naturales y a la interpretación ideal de los fenómenos culturales. 

Tras el Romanticismo, esta dicotomía no ha hecho más que crecer, especialmente desde que en sus escritos Nietzsche impusiera una interpretación retórica de la filosofía, en lugar de una interpretación crítica —reduciéndola a un refranero o a una moralina a la altura de Confucio, por ejemplo—, y seduciendo de este modo a millones de lectores, que encontraron en la retórica un instrumento de lectura pseudofilosófica mucho más cómodo y fácil de manipular que el exigido por la gnoseología crítica y por la filosofía genuina, las cuales no se prestan en absoluto a los usos sofistas, irracionales e ideológicos que sí permite y estimula la retórica de la virtud, es decir, diríamos hoy día, la retórica de lo políticamente correcto. Se inicia así una andadura psicologista que culmina en el discurso posmoderno, cúspide de un irracionalismo psicoanalítico (Freud, Lacan), retórico (Barthes, Derrida, Foucault) e ideológico (feminismos, neohistoricismos, culturalismos…), que ha separado de forma radical y absoluta la interpretación irracionalista e idealista de los hechos culturales del análisis racionalista y materialista característico de las denominadas ciencias de la naturaleza. Insisto en que tal dicotomía sólo puede explicarse y comprenderse desde la dialéctica entre Hispanosfera y Anglosfera. Las denominadas «ciencias naturales», muy al contrario de lo que ha sucedido con las «ciencias culturales», no se han separado fácilmente, desde su irrupción contemporánea en el siglo XVIII, de la razón como metodología ni de la materia como ontología. Desde la Crítica de la razón literaria, identificamos las «ciencias de la naturaleza» con metodologías α-operatorias, al segregar por completo los componentes psicológicos de los sujetos operatorios, frente a las «ciencias culturales», que identificamos con metodologías β-operatorias, desde el momento en que estas últimas incluyen a seres humanos como términos con los que hay que operar dentro del campo categorial de la investigación científica.

Sucede que posmodernamente domina la tendencia a imponer a la mayor parte de los seres humanos sistemas educativos destinados a que no les guste vivir dentro de sistemas políticos, económicos y cognoscitivos que no sea posible manipular a título individual. Los Estados modernos, salvo aquellos Estados con pretensiones imperiales, educan a sus ciudadanos para hacerles «sentir» que la vida en el seno de una sociedad política sofisticada y avanzada es desagradable. El Estado es preferible al imperio, y el «gremio» es preferible al Estado. Tal es el fraude del mensaje con el que Occidente entra en el siglo XXI. La existencia de «grandes sistemas» de esta naturaleza, sea política, en la forma de un Estado, sea cultural, en la forma de un canon literario, hace muy difícil que un sólo individuo o gremio pueda controlarlos fácilmente: se requieren consensos muy complejos, intensos esfuerzos por el dominio de las masas y de la opinión pública, costosos gastos de inversión social e institucional... La emporofobia tiene precisamente en este impulso psicologista y aislacionista su fuerza más poderosa: el odio al imperio como gran sistema político que limita las libertades sociales, económicas y cognoscitivas de los individuos. Los Estados denuncian la opresión del imperio, y los gremios subestatales (financieros, nacionalistas, gentilicios, religiosos, sectarios o autistas…) denuncian la opresión del Estado. El Estado quiere desembarazarse del imperio, y los gremios o feudos quieren independizarse del Estado. Sin embargo, todo imperio asegura una existencia política, económica y cognoscitiva muy superior a la de cualquier Estado, y todo Estado proporciona una Justicia, una economía y unas instituciones educativas y sociales mucho más racionales y controladas de las que pueda ofrecer cualquier agrupación gremial o feudal. 

Con todo, el ser humano de fines de la Edad Contemporánea vive atraído ciegamente por un impulso psicologista cuya génesis está en los orígenes mismos de la Ilustración y del Romanticismo europeos y europeístas, de fortísima oposición a la tradición europea mediterránea, de genealogía hispanogrecolatina. Se impone, desde un idealismo generado desde la Anglosfera, un recelo creciente por interpretar de forma sistemática todo pensamiento sistemático. El ser humano entregado a la lectura de obras literarias, dado a la interpretación de fenómenos culturales, quiere «pensamientos débiles», y huye de lo sistemático. La razón —incluida la razón literaria— se eclipsa. Y lo mismo ocurre con la dialéctica y la crítica, reemplazadas respectivamente por el diálogo y el discurso acrítico. El ser humano posmoderno prefiere disponer de racionalismos idealistas, que no lo comprometan con realidades positivas y evidentes, sino con imaginaciones, retóricas y teologías, formalmente manipulables, por lo que evita todo racionalismo materialista. El demagogo y el sofista evitan siempre todo contacto con la materia. Prefieren el trato directo con el mundo espiritual, fantástico y maravilloso, alegórico y tropológico. El sofista siempre tiene algo de médium, de sacerdote, de teólogo, de superchero y, por supuesto, de retórico embaucador. El sofista no gusta de las ideas: prefiere los prejuicios. El sofista posmoderno esgrime la teología secular a la ciencia empírica. Condena la razón, y en su vigilia sueña con monstruos, con los que nutre la vida pública de sus contemporáneos: el cambio climático, el apocalipsis financiero, las luchas de género, los derechos de los animales, los pueblos frente a los Estados, y todos los grandes relatos posmodernos que a través del cine, el periodismo, las redes sociales y la publicidad, es decir, los cuatro grandes géneros de la propaganda posmoderna, saturan la vida humana desde los comienzos del siglo XXI. Toda esta saturación ha tenido su origen en la Edad de la Anglosfera, es decir, en los movimientos de la Ilustración y el Romanticismo. 

Con la expansión del Romanticismo, la interpretación de los hechos culturales se separó definitivamente de la interpretación de los hechos naturales. Hay ciencia ilustrada, pero no hay termodinámica romántica. Del mismo modo, hay literatura posmoderna, pero no cabe hablar de astrofísica o farmacología posmodernas. Desde luego, sí hay teorías literarias románticas y, sobre todo, posmodernas. Desde el siglo XIX, las denominadas ciencias de la cultura han ido distanciándose paulatinamente de la razón, hasta que, posmodernamente, la han perdido por completo. La razón se ha identificado de forma fraudulenta, desde Nietzsche —especialmente desde el fragmento 125 de La gaya ciencia—, con la razón teológica, con Dios, con el pensamiento monista y metafísico, y se ha negado toda posibilidad de construir una razón antropológica, al estilo de Cervantes o Spinoza, así como también se ha negado la posibilidad de articular el pensamiento humano de otro modo que no sea monista o metafísico, negando la symploké, la crítica y la dialéctica. Encaminado hacia el irracionalismo de la posmodernidad contemporánea, el ser humano que nace tras la sociedad política del Antiguo Régimen, y sobre todo tras las consecuencias de la II Guerra Mundial, ansía justificarlo todo desde los criterios de un «relativismo absoluto», valga la paradoja. La razón ha muerto, nada está relacionado con nada y todo es justificable de cualquier manera. Éstos son los ideales de una posmodernidad que ha perdido definitivamente la razón. Este afán por recelar y suprimir hasta su disolución toda posibilidad de pensamiento sistemático, reduciéndolo todo a retórica, que tiene su punto de inflexión fundamental en los escritos de Nietzsche, y su fermentación más copiosa en la posmodernidad contemporánea, tuvo una «primera vez». El primer sistema de pensamiento fuerte, monista y metafísico, que se destruye en la historia de la poética fue la poética mimética. Con todo, este sistema de pensamiento literario se destruyó desde la razón y para confirmación de una nueva presunta razón superior. Pero la veda quedó abierta: si se puede destruir la poética clásica, ninguna otra forma de poética podrá resistir cualquier otra forma de asedio. Y así fue, y así es. Así comenzó la Edad de la Anglosfera.

El ser humano contemporáneo vive en la convicción de que es imposible pensar racionalmente en términos de «sistema», es decir, de forma sistemática, racional y lógica. Tal convicción es de una falacia absoluta. Las consecuencias resultan desastrosas, pero no para todos los tipos de conocimiento: resultan desastrosas para el conocimiento de los hechos culturales y literarios, no para la interpretación de los hechos dados en ciencias denominadas tradicionalmente naturales, al imponer ciegamente en toda interpretación de la cultura y de la literatura el «síndrome del relativismo fundamentalista». Así se explica la fraudulenta interpretación relativista de la física de Einstein respecto a la física de Newton, por ejemplo, o el postulado falaz y mítico de la isonomía de las lenguas o de la isovalencia de las culturas, que iguala acríticamente el náhuatl con el español del siglo XVI o a Confucio con Platón. No dejan de ser irónicas en este punto las palabras que Étiemble dedica al comparatismo en relación con la sinología: «Connaissons-nous la Chine?» (Étiemble, 1974: 28, 89, 96 y 99).


La historia de la Literatura Comparada —ha escrito Guillén (1985: 33) a este respecto— [...] pone vigorosamente de relieve el impacto definitivo de aquel gran desmoronamiento que tuvo lugar a fines del siglo XVIII y principios del XIX: el de un sólo mundo poético, una sola literatura, basada en paradigmas que brindaban una tradición singular, una cultura única o unificada, unas creencias integradoras; y a las enseñanzas de una poética multisecular y casi absoluta.


El ser humano no puede existir aisladamente. No puede vivir sin comunicarse. Un ser monológico y unívoco es un alguien imposible. Ahora bien, la interpretación aberrante de esta realidad, que lleva a sustituir la personalidad del ser humano por un concepto gremial de la idea de identidad, induce a afirmar fraudulentamente que la forma de ser y de estar del individuo sólo se ve interrumpida y transformada por su relación e interacción sociales con los demás hombres —como si esta relación circularista y social no fuera también garantía de continuidad y de integración—, en sus medios y objetos culturales y naturales —como si esta división que postula una naturaleza y una cultura no fuera por sí sola una división cultural de hecho—, de modo que su experiencia de lo real resulta tanto más enriquecedora cuanto más plural y disgregadora se manifieste en su vivencia individual, a la que cada conciencia subjetiva ha de conferir una y otra vez una unidad siempre fragmentada. En suma, se identifica absurdamente pluralidad con riqueza cultural, relativismo con tolerancia, y multiculturalismo con una suerte de «tesorería cognoscitiva de la biodiversidad». En este contexto, una limitación geográfica puede interpretarse como una insuficiencia cultural, porque el conocimiento se evalúa en términos de extensión orográfica, no de profundidad cualitativa; y, por supuesto, un pensamiento «fuerte» o sistemático podría identificarse simplemente con una especie de fascismo gnoseológico.

La dialéctica que durante la Ilustración y el Romanticismo enfrentó a las diferentes corrientes de interpretación se saldó, como no podía ser de otro modo, con la disolución de los sistemas de pensamiento anteriores al siglo XVIII. En este contexto de interpretaciones dialécticas y de integraciones sintéticas se planifica metodológica y gnoseológicamente la Literatura Comparada, con el fin de enriquecer los conocimientos de literaturas propias y ajenas al margen de las normas de interpretación establecidas por una poética construida y elaborada para la percepción y codificación de un mundo antiguo, entonces —en el siglo XVIII— ya más que desaparecido.

El mundo artístico en el que se reinterpreta el Quijote desde finales del siglo XVIII sugiere, como inmediatamente exigirán las posiciones epistemológicas de corte racionalista e idealista, que nada de lo visible y palpable representa la realidad verdadera y esencial, de modo que el mundo exterior, perceptible por los sentidos, es un universo de imágenes fragmentadas y discontinuas, cuya unidad no se resuelve en sí misma, como hasta entonces se había pensado (Aristóteles), ni en la conciencia del sujeto, como se admitirá a partir de Descartes, y especialmente desde el idealismo alemán de Kant y Fichte, sino que permanece, como tal, sin resolver: el hombre del Barroco percibe la realidad y la constitución de su mundo exterior de forma completamente fragmentada, discontinua, inestable, discreta, fallada..., pero con un racionalismo en absoluto idealista, sino totalmente materialista, en un momento en el que todavía no se ha convertido en esclavo de su conciencia, ni de las cadenas de su pensamiento subjetivo, ni de sus personales facultades creativas frente a los cánones de la poética mimética. El ser humano no encuentra entonces, ni en el objeto exterior ni en su propio pensamiento, la unidad que, antes hallada en la naturaleza, y después justificada antropológicamente en su propia conciencia, le permitiría obrar y discurrir con seguridad. Pero no se engañaba a sí mismo, sino todo lo contrario: su vida se construía racionalmente contra el desengaño. Éste es el hombre del Barroco y de la Hispanosfera. Todo lo contrario ocurrirá con la irrupción del pensamiento ilustrado y romántico: la huida del mundo visible, terrenal y humano, y la proliferación de filosofías idealistas, incompatibles con la realidad, que convierten al ser humano en una criatura incompatible incluso consigo misma, con su mundo material y con su racionalismo esencial. Ésa fue la disrupción, más que la irrupción, de la Edad de la Anglosfera: reemplazar el oasis por el espejismo, la vida por la ilusión de la vida, la realidad por la alucinación. Y de este modo la cultura anglosajona puso el arte al servicio de esta lisergia. 

El prerromanticismo, como conjunto de tendencias estéticas y manifestaciones de sensibilidad que a partir de la segunda mitad del siglo XVIII se apartan de los cánones neoclásicos[1], introduce, entre otras innovaciones, una extraordinaria valoración de la sensibilidad, hasta el punto de supeditar la vida moral al sentimiento, que se transforma ahora en la fuente por excelencia de los valores humanos, y, en relación con el paisaje y la naturaleza, una mayor capacidad descriptiva del mundo exterior, que obedece a una nueva visión del objeto —que ahora pasa a ser un epifenómeno de la conciencia del yo—, de modo que entre el sujeto y el objeto se establecen relaciones de afecto y de sentido: los diferentes objetos y realidades naturales se asocian íntimamente a estados de sensibilidad y conocimiento del sujeto humano, de modo que el escritor extiende, postula, proyecta sobre todas las creaciones humanas, la energía de sus emociones y pensamientos. Es el triunfo del psicologismo y de la derogación de las leyes. El autologismo se impone al normativismo. Pero cuando la lógica es más personal que normativa sólo podrá imponerse por la fuerza del sentimiento y de la creencia, es decir, por la fuerza de la fe, pero no desde la coherencia de la razón. En casos así, la supuesta lógica se impone como un derecho inexistente. Sin normas no cabe posibilidad alguna de objetivar un derecho. Porque el derecho, incluso en el arte, no existe al margen de las normas.

Los principios constitutivos de la estética y la epistemología de la Ilustración y el Romanticismo europeos (la teoría del conocimiento kantiana, la concepción fichteana del yo, la Weltliteratur de Goethe, el desarrollo de una nueva Weltanschauung frente al racionalismo ilustrado...) disponen el camino hacia el estudio comparatista de los fenómenos culturales, que no representa sino el reconocimiento de la existencia humana en un mundo demasiado plural y distante para contentarse con una temporalidad estática y una geografía única[2], y que asegura al mismo tiempo el poder del pensamiento subjetivo, ya que sólo en la conciencia del sujeto es posible conferir un estatuto ideal de unidad o de pluralidad frente a los hechos efectivamente existentes, con frecuencia distantes y siempre inagotables en sus posibilidades de analogía, paralelismo y dialéctica. No en vano todavía a mediados del siglo XX Curtius pensaba que el estudioso del fenómeno literario «aprenderá que la literatura europea es una unidad de sentido que se escapa a la mirada si la fraccionamos» (Curtius, 1948/1989: 32). Y tenía razón. Porque la unidad de Europa no está en el Norte, sino en el Sur, esto es, en la tradición de la literatura hispanogrecolatina, una unidad que la Edad de la Anglosfera destruyó, como siempre, una vez más. Lutero, Kant, Hitler... La fe contra la razón, el imperativo categórico contra el individuo, el irracionalismo idealista contra el racionalismo materialista... Alemania contra Europa.


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NOTAS

[1] El concepto de prerromanticismo data de las primeras décadas del siglo XX, y fue defendido y fundamentado sobre todo por Paul van Tieghem en 1924. La literatura prerromántica muestra un fuerte declive de las influencias grecolatinas, acentúa el distanciamiento de los cánones poéticos del clasicismo (aunque a veces los escritores prerrománticos se vean obligados a vaciar una sensibilidad nueva en las formas poéticas y estilísticas de la tradición clásica), fundamenta el acto de la creación poética en el genio, como fuerza ajena al dominio de la razón, y que no puede, por consiguiente, ser sometido a preceptos, e inaugura la literatura confesional, a través de obras que comienzan a divulgar los secretos de la interioridad humana (Les confessions, de Rousseau; Werther, de Goethe...). Igualmente, la meditación sobre la noche, los sepulcros y la muerte, manifiesta una temática pesimista que traduce la nostalgia del infinito y la profunda insatisfacción espiritual que ha de revelarse más acusadamente entre los románticos.

[2] No resultará ocioso recordar a este respecto sendas citas de Cambon (1971: 161) y Fuentes (1976: 93) reproducidas por Guillén (1985: 33). Respecto al progresivo deterioro que desde fines del siglo XVIII comienzan a experimentar los modelos y poética clásicos, Cambon escribe que este movimiento está determinado por el comienzo de «a process that made a cultural multiverse of what had formely been a graspable universe». En el mismo sentido, y a propósito del Quijote y el pensamiento de Cervantes, Carlos Fuentes señala, muy poéticamente, algo que ya sabemos desde Américo Castro, pero que el autor de Terra nostra nos cuenta como quien se sorprende al leer por vez primera un refrán milenario: que «ya no habrá tragedia ni epopeya, porque ya no hay un orden ancestral restaurable ni un universo único en su normatividad. Habrá niveles múltiples de lectura que sometan a prueba los múltiples niveles de la realidad» (Fuentes, 1976/1994: 96).






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Las poéticas de la Ilustración y el Romanticismo», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (III, 8.3.1.1), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



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