III, 8.2.2 - La Literatura Comparada en el eje semántico del espacio estético: mecanicismo, sensibilidad y genialidad


Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





La Literatura Comparada en el eje semántico del espacio estético: mecanicismo, sensibilidad y genialidad


Referencia III, 8.2.2


Jesús G. Maestro y la teoría de la literatura en español

El eje semántico del espacio poético o estético toma como criterio de valor la realidad que hace posible la interpretación de la obra literaria, esto es, la ontología especial en que hemos situado la interpretación de los materiales literarios: la materia física (M1), la materia fenomenológica (M2) y la materia conceptual o lógica (M3). De acuerdo con esta interpretación, la Literatura Comparada procederá a examinar los materiales poéticos, concretamente la obra literaria, según su implicación —nunca reducción, pues algo así destruiría la symploké inherente a la ontología de toda obra de arte— en los tres géneros de materialidad, lo que da lugar a una concepción mecanicista o estrictamente formalista de la literatura (M1); a una experiencia sensible, emocional o meramente psicológica del arte, que los idealistas alemanes redujeron a estética, en tanto que aisthesis o sensación (M2); o a una interpretación de los materiales literarios basada en criterios programáticos y lógicos, que ha de objetivarse en un examen de la creación literaria como una obra poética original e insólita, propia de un genio o ser humano capaz de razonar de forma inédita ante sus contemporáneos (M3). Esta última interpretación nos exige disponer —sea para aceptarlo, discutirlo o destruirlo— de un concepto de arte que se articula en preceptivas literarias (poética mimética, teatro español aurisecular, Naturnachahmung…), en cánones rigurosos o pretendidamente inmutables, de fundamento metafísico (teoría de las esencias, teología cristiana…) o estatal (marxismo soviético, arte socialista…), o modelos de arte vanguardista (futurismo de Marinetti, manifiestos surrealistas de Breton, cubismo, dadaísmo...), entre tantos ejemplos que podrían aducirse.

El prototipo de las obras literarias o artísticas cuya semántica se explicita fundamentalmente en el sector mecanicista (M1) del espacio estético es el Kitsch y los objetos de arte que se manifiestan a través de este tipo de construcciones. Se trata de obras que responden a un modelo ortodoxo de arte, convencional y sin originalidad alguna dentro de la demanda de una elaboración sin alteraciones (mecanizada) y de un consumo sin crítica (publicitario o propagandístico). Con frecuencia la Literatura Comparada se ha ocupado de construcciones artísticas, o pseudoartísticas, elaboradas de forma más o menos mecánica o automatizada, como la novela rosa, el folletín, el cómic, el cine negro, el melodrama o la novela policíaca, y de fácil uso y consumo, como material comercialmente publicitario y comercial. En este contexto, la posmodernidad ha añadido una nota importante, en la que conviene reparar. 

El discurso posmoderno —al que aquí bajo ningún concepto considero valioso, pues se trata simplemente de retórica vacua, no de conocimientos científicos, es decir, de tropología, no de gnoseología— ha tratado de trasplantar el Kitsch, o modelo ortodoxo de arte, del ámbito de la construcción al ámbito de la interpretación, es decir, ha subrogado el mecanicismo de elaboración de la obra de arte por el mecanicismo de interpretación de la obra de arte. ¿Por qué? Pues, entre otras razones, porque para los posmodernos —como para Nietzsche— no hay hechos, sino interpretaciones. Es decir, que entre ellos es mayor el número de «intérpretes» que el de creadores, aunque con frecuencia para cualquier posmoderno la interpretación sea una forma libérrima de creatividad, o la creación sea una forma no menos autológica de interpretación. El problema es que ignoran en este punto algo esencial: quien declara que no hay hechos, sino sólo interpretaciones, afirma una carencia insuperable, y es que interpreta lo que ignora y habla de lo que no sabe, pues, ¿qué puede interpretar alguien que asegura que los hechos no existen? Nada. No puede interpretar nada. Pero esta elemental lección de gnoseología es algo que, como muchas otras cuestiones esenciales al conocimiento racional y humano, la posmodernidad ignora por completo. 

En consecuencia, es posible hablar, a la luz de las implicaciones posmodernas en el área de la Literatura Comparada, de la pretensión posmoderna de interpretar el canon literario como un Kitsch reemplazable por otro. De hecho, desde su ignorancia objetiva, se refieren al canon literario —y añaden haroldbloomianamente lo de «occidental», no sabemos si a título de nostalgia temporal más que geográfica— como si fuera un Kitsch isolavente a cualesquiera otros Kitsch posmodernos mejor o peor improvisados en el desarrollo de su propia retórica. Las disciplinas literarias, y entre ellas de forma específica la Literatura Comparada, siempre han tenido en cuenta formas de arte determinadas por su automatismo o mecanicismo, desde los cuentos maravillosos y populares hasta los libros de caballerías o las novelas policíacas. Sin embargo, nunca, hasta la impronta del discurso posmoderno, este mecanicismo ha tratado de imponerse desde la psicología del crítico y a través de la industria editorial, promotora exclusiva de tendencias literarias que nadie lee, salvo los recensores posmodernos, y de las que nadie habla, excepto la propia mercaduría editorial que las promueve[1]. Pero que, sin embargo, son soporte fundamental de ideologías clave para el sostenimiento político del sistema posmoderno.

Las obras literarias cuya semántica se manifiesta específicamente en el sector psicologista y fenomenológico (M2) del eje semántico del espacio poético o estético son aquellas cuya interpretación se vincula a la figura de su autor, como creador más de sensaciones o experiencias emocionales, fuerte o intensamente seductoras, que de ideas geniales u originales. Se produce aquí, debido a la poderosísima influencia del idealismo alemán, una reducción o jibarización de la creación literaria a puro sentimiento, sensación o emoción de vivir. El es fruto del idealismo filosófico, y del más poderoso fundamentalismo idealista anglogermánico, en formato estético, por supuesto. El arte como alucinación, éxtasis o experiencia mística: el espejismo, frente al oasis. Es, en suma, la idea esencial de estética, reducida desde su etimología a sensación (aisthesis). El arte es aquí el resultado exclusivamente emocional de sus efectos sensibles, no inteligibles. Es una afirmación de la dimensión sensible de toda obra de arte, desde la que se eclipsa su dimensión inteligible

Nótese que los idealistas alemanes escribieron ríos de tinta para admirar la literatura española, pero en poquísimas ocasiones supieron explicar racionalmente en qué fundamentaban tal admiración, más allá de metáforas ideales y alegóricas, tópicas y vacuas, acerca de las profundidades del alma humana, la visión superior de la realidad, o las manifestaciones del espíritu. Alma, metafísica y espiritualidad... con tales espejismos —que Ortera y Gasset heredó y promovió sin límite en sus ensayos y escritos— el idealismo alemán creyó construir una filosofía del arte que, en realidad, no era más que una retórica antológica de metáforas ocurrentes y metafísicas secularizadas. Una retórica del arte tras la cual no había —ni hay— nada. Dios, en la estética del idealismo alemán —una forma de religión secular—, queda destronado por una nueva figura, que es ahora el artista, el poeta, el escritor. Y la obra de arte literaria, musical o pictórica, se convierte en la nueva religión, debidamente secularizada, es decir, se convierte en cultura. Una cultura que resultará ser un fetiche, un grimorio, una divinidad con implicaciones telúricas, étnicas incluso, hasta el fracaso del nazismo. Hoy esta idea de cultura sobrevive, con una fuerza inusitada, como arma psicológica y sociológica de gremialización y domesticación del individuo, y como un instrumento feroz de corrección política e inquisición ideológica. 

La cultura —se ha dicho con frecuencia— es el apellido de la política. En consecuencia, no podemos reducir la interpretación de la literatura a lo meramente sensible. La literatura no es sólo cuestión de sentimientos, sino de inteligencia. Y, desde luego, la literatura es superior e irreductible a la idea de cultura. Los estudios culturales no puede eclipsar, ni disolver, ni reemplazar a los estudios literarios. Los estudios culturales son una invención anglosajona para destruir académicamente el estudio de la literatura de tradición hispanogrecolatina. La cultura es una invención de los pueblos que carecen de literatura. Sin Anglosfera, no cabe hablar de cultura en sentido posmoderno. En este contexto, la literatura es ante todo un desafío al racionalismo humano, mucho más que a su sensibilidad. La literatura pone el dedo en la llaga no sólo de tus sentimientos, sino sobre todo de tu inteligencia.

Por esta razón afirmamos, en tercer y último lugar, la dimensión inteligible, original y genial de toda obra literaria verdaderamente digna de este nombre. Hablamos de la poética o estética de la literatura explicitada en un sistema normativo, conceptual o lógico (M3) que acredite la genialidad de su autor y de su obra. A Cervantes se le reputa e interpreta como figura genial o creador superdotado. ¿Por qué? Porque, entre muchas otras cuestiones, ha demostrado una decisiva: ha razonado en términos literarios de una forma inédita ante sus contemporáneos. Dicho de otro modo, ha escrito una obra literaria completamente original, al introducir en su racionalismo poético, en su razón literaria, unos criterios hasta entonces completamente ignotos e inconcebibles. Unos criterios que, desde él —desde Cervantes y su obra, resultaron decisivos e inderogables. Y siguen siéndolo.

La idea de genio domina desde esta perspectiva conceptual y normativa de la interpretación literaria, y suele manifestarse en dos tipos de orientación temática y metodológica. Por un lado, la crítica contemporánea identifica como genios a los autores que figuran en el canon literario, a los que ha situado allí tras haber sometido la construcción formal de sus obras poéticas y estéticas al imperativo de las normas, y al examen de preceptivas y sistemas de interpretación de textos literarios. Por otro lado, el discurso posmoderno, no contento con el canon —mal llamado por Harold Bloom «occidental», ni con sus normas, ni con sus autores, postula otros autores, otras obras, otras normas y otros cánones. Como si tal cosa fuera tan fácil... Conviene, pues, en este punto, dar cuenta de una diferencia sustancial. 

La idea de genio que sostiene la crítica moderna, desde le Renacimiento hasta nuestro tiempo, se interpreta y articula por su relación dialéctica con las normas del arte (sector normativo del eje pragmático del espacio estético) y con las aportaciones estéticas del autor de la obra de arte (sector autológico del eje pragmático del espacio estético). Muy por el contrario, la idea de genio que postula el discurso posmoderno no se basa en ningún tipo de relación dialéctica, sino en una simple y planísima declaración de principios, cuyo único punto de apoyo es la subjetividad del propio autor, que se declara a sí mismo genio o artista, comportándose como tal («arte solidario», «pacifista», «contra los malos tratos», «a favor de los animales», etc.), o la subjetividad del propio crítico posmoderno, que declara al autor de marras genio o artista, en virtud de su solidaridad con el tercer mundo, de su contrariedad frente al cambio climático, o del anuncio publicitario de su «arte» como «arte comprometido», sea con los derechos humanos o animales, sea con la comida para hambrientos, amistad o lo que surja, etc., aunque se trate de construcciones físicas con frecuencia incomprensibles o irracionales, que no tendrían ninguna difusión, si no se canalizaran mediante los recursos que la actual sociedad capitalista dispone —y como tal pone a disposición mercantil de los «artistas»— para perpetuar la explotación de la miseria del tercer mundo. 

La idea de genio de la crítica moderna, acertada o desacertada, algo que habría que discutir en cada caso, se basa en un sistema de normas objetivadas (M3), mientras que la idea de genio de la retórica posmoderna se apoya en la psicología y el subjetivismo de autores y críticos, al margen de normas, sistemas y criterios objetivos de interpretación (M2). En consecuencia, si la Literatura Comparada se fundamenta en criterios subjetivos y fenomenológicos para determinar la supuesta genialidad de las obras de arte que asume como objeto de estudio, incurrirá en su propia disolución, como de hecho sucede entre posmodernos cuando tratan de ejercer como comparatistas, desde el momento en que se sustraen a todo criterio normativo de interpretación, y actúan según impulsos emocionales, afectos subjetivos y consignas ideológicas, propias del gremio, más o menos autista, al que no les queda otro remedio que pertenecer, si pretenden seguir escribiendo y publicando. Y medrando académicamente. El único problema de escribir desde el gremio y para el gremio es que sólo te leen los del gremio. Es decir, los que son igual que tú. Tu crítica será gremial, y tus lectores siempre serán los mismos: tus amiguitos. Pero la ciencia no es una cuestión de amistad, sino de dialéctica, de crítica y —también— de destrucción de realidades previas. No hace nada quien no está dispuesto a deshacer algo... algo que el sistema al que nos enfrentamos considera decisivo, y que, defendiéndolo con uñas y dientes, preserva como inmutable. No hace nada quien no está dispuesto a enfrentarse al sistema. Lo demás es retórica e internet. Verborrea de redes sociales.

La genialidad que no se justifica normativamente es un fraude. No en vano las obras literarias cuya semántica se objetiva en el sector conceptual o lógico (M3) del eje semántico del espacio estético —aquellas en las que se objetiva la genialidad, más allá del tiempo contemporáneo y del espacio conterráneo son obras de arte fuertemente normativas, no por estar arraigadas en una preceptiva reconocida, sino precisamente por lo contrario, esto es, por ir contra ella y porque en esa dialéctica instituyen una forma inédita de razonar sobre la literatura y, desde ella, frente a la realidad institucionalizada o incluso contra ella. Se trata de obras que postulan un nuevo sistema de normas en el que una creación literaria original e inédita encuentra su propia justificación y su propia razón literaria. Tómese como ejemplo la poética de la tragedia, desde Aristóteles hasta Lessing (1766, 1767-1769), y se comprobará cómo el sistema normativo de la poética mimética y clasicista exigía el cumplimiento de requisitos formales estrictos —decorum o aptum, unidades de tiempo y lugar, pureza de géneros o estilos— para tipificar como trágica una determinada obra de teatro. Pues durante ese período, contra esta poética, o de espaladas a ella, se escriben numerosas tragedias que como tales se han identificado, si bien en su momento resultaron heterodoxas e, incluso hoy día, todavía son objeto de controversia acerca de la naturaleza de su género, como es el caso de El castigo sin venganza, de Lope de Vega, o El médico de su honra, de Calderón de la Barca. 

El teatro español del Siglo de Oro no nació como un teatro normativo, sino precisamente al margen y en contra de las normas clásicas entonces vigentes, tal como lo concibe Lope de Vega en su «comedia nueva» y en su Arte nuevo de hazer comedias en este tiempo (1609). Sin embargo, resultó ser un teatro que se impuso normativamente en la historia de la literatura y del propio teatro, es decir, de acuerdo con unas normas de construcción dramática e interpretación literaria y espectacular, tanto en los escenarios teatrales como en el canon literario universal. Otro tanto cabría decir de las tragedias de Shakespeare, renuentes al clasicismo y sin embargo constituyentes de su propia norma poética. Norma que, por cierto, concluye en la obra del propio Shakespeare, pues no dio lugar a ninguna escuela de autores ni dramaturgos, ni en Inglaterra ni fuera de la Anglosfera, al contrario de lo que sí ocurrió con la obra de Lope de Vega y la dramaturgia del Siglo de Oro español. El teatro de Shakespeare muere con Shakespeare. Lo demás ha sido y es un mito diseñado por el imperialismo anglosajón. Bien a la inversa, el teatro de Cervantes (Maestro, 2000), cínicamente atento a la preceptiva aristotélica en algunas de sus comedias, y abiertamente revolucionario frente al clasicismo de la tragedia en una obra como La Numancia, nunca logró imponerse ni en los escenarios de su tiempo ni el canon literario. Sólo desde finales del siglo XX su teatro ha sido objeto de estudio por parte de especialistas universitarios, a los que sigue limitándose su lectura (Maestro, 2004a). Nuevos ejemplos de arte programático ofrecen las vanguardias, especialmente en el futurismo de Filippo Tommaso Marinetti (Gómez, 2008), o en el surrealismo de André Breton (1924), cuyos manifiestos postulan una auténtica preceptiva destinada a un nuevo concepto de obra de arte. En suma, el sector conceptual o lógico del eje semántico del espacio estético, el sector de la genialidad literaria, sitúa el estudio de la Literatura Comparada por relación a un sistema de normas objetivas, originales y dialécticas —no de discursos psicologistas, sean personales (autologismo) o gremiales (dialogismo)—, en virtud del cual las obras literarias se han escrito e interpretado, a lo largo de la Historia y también en el presente, como obras geniales, es decir, como obras en las que se objetiva una razón literaria completamente inédita, original e imprevisible.


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NOTAS

[1] Permítaseme aquí aducir una información que considero de la mayor importancia, y que se debe a mi experiencia personal y profesional como editor. En cierta ocasión, durante la celebración de un congreso internacional de Hispanismo, en un lugar de Alemania de cuyo nombre no vale la pena acordarse, tuve ocasión de observar, en una exposición y venta de libros, una caja de cartón que, en el suelo, contenía llamativamente algunos volúmenes ofertados a precio de saldo. Diríamos, en un sentido muy literal, por los suelos. Observé que se trataba de libros muy recientes, publicados hacía apenas tres o cuatro años. Inquirí al editor, abusando de su confianza, me dijera cómo era posible que libros tan bien editados apenas hacía tan poco tiempo estuvieran disponibles a precio de saldo. Y por los suelos. La respuesta fue inmediata: «Porque no se venden. La gente no los lee». «¿Y eso —pregunté yo— cómo se explica? ¿Por qué los editas, entonces, si no tienen demanda de lectura?». Y la repuesta fue igualmente inmediata: «Porque sus autoras me los pagan muy bien para que se los publique. Disponen de subvenciones muy altas en sus universidades para publicar este tipo de libros». Los libros, he decirlo (sin complejos y con libertad, pues no soy periodista), eran de temática feminista, culturalista e indigenista. Si las palabras de este editor son ciertas —y como me las contó las cuento, se confirma que este tipo de publicaciones responde a una demanda de autoría —que paga para editarlos—, pero no de lectura, ya que los lectores no los pagan, pues no los compran, porque no los leen, pues no les interesan. Todo esto hace pensar que la industria editorial destinada a la edición de este tipo de publicaciones responde a una demanda autorial —parasitaria de una ideología propagandística y de una política financiera, cuyos lectores son en muchos casos irreales, y en otros tantos inexistentes, la cual demanda está sostenida por subvenciones institucionales y gremiales, y no por individuos concretos ni por lectores particulares, que se niegan a actuar como consumidores masivos de ese tipo de productos. Terminó el congreso, y el célebre editor recogió, virgen, del suelo en que yacía, el contenido libresco de su caja acartonada.






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