III, 8.2.3 - La Literatura Comparada en el eje pragmático del espacio estético: autologismos, dialogismos y normas


Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





La Literatura Comparada en el eje pragmático del espacio estético: autologismos, dialogismos y normas


Referencia III, 8.2.3


Jesús Maestro y Karl Marx

El eje pragmático del espacio poético o estético es uno de los lugares más fértiles para el desarrollo y la expansión de los estudios de Literatura Comparada, al movilizar, en cada uno de sus tres sectores, las aportaciones de investigadores particulares, mediante el uso de autologismos; los logros de grupos académicos, escuelas de comparatistas y comunidades científicas, que se expresarán como dialogismos; y la relación, dialéctica, paralela o analógica, entre la Literatura Comparada, como método de investigación de los materiales literarios, y la Teoría de la Literatura, como conocimiento científico de tales materiales, relación que se ejecuta mediante la constitución de un sistema de pautas y normas de interpretación dado en el sector normativo del eje pragmático del espacio estético. En consecuencia, el eje pragmático representa el desarrollo y la expansión de la Literatura Comparada como sistema de interpretación dialéctico, paralelo y analógico de los materiales literarios, desde el punto de vista de su significación y realidad en un contexto personal (autologismo), social (dialogismo) e institucional o académico (normas).

Son numerosos los ejemplos que pueden citarse de autologismos en el ámbito de la Literatura Comparada. Baste recordar obras como la de Curtius, Literatura europea y Edad Media latina (1948), o Auerbach, Mimesis (1946), para ilustrar el trabajo del comparatista que se expone individualmente, y con éxito y utilidad de aportaciones, ante la comunidad científica.

Progresivamente, son mucho más numerosos los ejemplos que pueden aducirse de dialogismos, resultado de encuentros congresuales, multitudinarios y masivos, sobre Literatura Comparada, de los que salen actas voluminosas de trabajos en su mayoría inútiles. Es mejor no poner ejemplos de estos supuestos. Baste citar aquí la importancia histórica de dos dominios (por lo común, los llaman «escuelas») tan célebres como celebrados, como son el francés y el norteamericano, adscrito el primero al nombre y el magisterio de Baldensperger (1921) y el segundo a la figura de Wellek (1970) y su concepto de comparatismo implicado en la idea de supranacionalidad.

Sucede, sin embargo, que desde el último tercio del siglo XX aproximadamente la Literatura Comparada ha entrado en un discurso en el que la predicación dominante remite a una suerte de crisis crónica. En su cita con las normas de interpretación literaria, los comparatistas han dejado de comparar críticamente obras literarias para convertirse en teóricos crónicos y clónicos de la denominada, ahora a su pesar, «Literatura Comparada». Han sustituido en el contenido de sus trabajos la comparación de la literatura por la Teoría de la Literatura, y, en consecuencia, apenas hablan de literatura, sino de teorías, con frecuencia cada vez más indefinidas e inútiles. Todos hemos tenido ocasión de leer artículos enteros de colegas que se pasan las páginas hablando una y otra vez de las dificultades de ejercer la Literatura Comparada; de las impropiedades inherentes a una disciplina cuyo nombre no gusta a nadie —como si las nomenclaturas fueran ahora cuestión de gustos—, pese a que permite a todo el mundo saber a qué nos referimos; de las fronteras que separan o deben separar la Literatura Comparada de la Literatura General, y a ésta de la Literatura Universal, y a las tres de la Teoría de la Literatura, y a las cuatro de la Crítica literaria o de la Historia de la Literatura. Son trabajos, por desgracia muy abundantes, que sólo nos informan de las escasas posibilidades de sus autores para el ejercicio crítico de la Literatura Comparada y para el desarrollo gnoseológico de la Teoría de la Literatura. Y poco, o nada, más.

El eje pragmático del espacio estético pone de manifiesto cómo la Literatura Comparada se manifiesta siempre en la doble faceta de crítica literaria, en obras como por ejemplo Mimesis, de Auerbach, o Literatura europea y Edad Media latina, de Curtius, y de teoría literaria, en títulos como Comparaison n’est pas raison (1963), de Étiemble, o Literature as System (1971), de Guillén. Sin embargo, en las últimas décadas parece haberse reducido, a juzgar por lo que escribe la mayoría de los comparatistas, a un debate crónico enquistado en el sector normativo del eje pragmático del espacio estético, pues actualmente la Literatura Comparada parece existir en la medida en que remite a conceptos teóricamente discutibles y críticamente inoperantes. Es muy posible que, en este contexto, no resulte exagerado afirmar que el contacto con la hipertrofia que ha experimentado la teoría literaria durante las últimas décadas haya contagiado al desarrollo metodológico y a las posibilidades interpretativas de la Literatura Comparada. Dicho de otro modo, la Literatura Comparada estaba mejor antes que después de la expansión teóricoliteraria que tuvo lugar a lo largo del último cuarto del siglo XX. Una vez más, el uso incorrecto de la teoría, o simplemente el uso adulterado de nociones pseudoteóricas, ha esterilizado no sólo la interpretación literaria, sino las posibilidades de interpretación susceptibles de articularse desde disciplinas afines, como la Literatura Comparada. ¿Cómo, si no, pueden entenderse las siguientes palabras de Gerald Gillespie, un profesor de la Universidad de Stanford?


La literatura comparada en el próximo siglo [se refiere al XXI] debería explotar las posibilidades críticas que pueden surgir a partir de convertir deliberadamente a las seductoras «quimeras» y a los encantadores «unicornios» en torpes rinocerontes[1] […]. Lo que la literatura comparada puede aprender de la poética comparada (Miner) y de la teoría del polisistema (Even-Zohar) es a reconocer las importantes diferencias en tamaño, estructura de repertorio, dinámica, tiempo de un desarrollo particular clave, y el relativo aislamiento de las interacciones simbióticas, marcadas en la variedad de literaturas orales y escritas (Gillespie, 1992/1998: 177).


¿De veras cree el profesor Gillespie, de la Universidad de Stanford, que la poética comparada de Miner (1990), al alimón con la teoría de los polisistemas de Even-Zohar (1990), le va a enseñar a la Literatura Comparada a «reconocer las importantes diferencias en tamaño», el «tiempo de un desarrollo particular clave», o «el relativo aislamiento de las interacciones simbióticas» entre literatura orales y escritas? ¿Qué concepto tiene Gillespie de lo que la Literatura Comparada ha sido y es? ¿Un discurso huérfano de materias y formas, en el caos de la interpretación literaria contemporánea, a la espera del iluminismo polisistémico o interculturalista? Volveré más adelante sobre estas cuestiones, con rigor no menos crítico que ahora.

Otra de las implicaciones capitales de la Literatura Comparada en el eje pragmático del espacio estético tiene una cita con la censura. Esta práctica puede funcionar como un atributo del lector —quien interpreta para sí—, o como un «derecho» del intérprete o una «exigencia» del transductor —quien interpreta para los demás—, esto es, de un censor dotado de competencias propias y específicas por una sociedad política estatalmente articulada e ideológicamente definida. La censura es la supresión objetiva de ideas y conceptos que los seres humanos se imponen entre sí, según el grado de poder (política) y de saber (sofística) que detenten en sus relaciones sociales e históricas, y de acuerdo con un sistema normativo ideológicamente codificado. La práctica de la censura se sitúa en los tres sectores del eje pragmático del espacio estético: autológico, mediante la autocensura (el sujeto se censura a sí mismo para evitar problemas o conseguir determinados objetivos, a través de la simulación o cualesquiera otros medios); dialógico, mediante la censura que el grupo o gremio ejerce sobre cada uno de sus miembros (la orden religiosa, el partido político, el grupo de investigación, la comuna o comunidad que sea, la secta, la escuela de pensadores o filósofos, artistas, poetas, novelistas, etc.); normativo, que se impone desde las leyes políticas de un Estado o de una sociedad organizada políticamente, tanto desde el totalitarismo dictatorial como desde la propia democracia. Nótese que, en una democracia como la posmoderna, la censura que inspiran las leyes no siempre escritas de lo políticamente correcto no la ejerce necesariamente el Estado, sino los ciudadanos, los internautas o las redes sociales, esto es, tu vecino, tu prójimo, tu igual. En un contexto de esta naturaleza se da la paradoja de que las leyes políticas del Estado son más abiertas y liberales que los dictados, con frecuencia intimidatorios, de los usuarios de internet, las redes sociales o los medios de comunicación y control de masas. ¿Cómo interpretar, entonces, la vida en una sociedad política en la que el Estado da —todavía— a los ciudadanos más libertad de la que los propios ciudadanos se exigen a sí mismos en los espacios públicos? ¿Hay que pensar que el individuo es hoy, en nombre de la democracia, más totalitarista que el propio Estado? ¿De qué democracia, pues, estamos hablando?

El censor es una figura de extraordinaria importancia en todos los sistemas literarios. En el teatro español de los Siglos de Oro, lo fue especialmente por las consecuencias que su trabajo provocaba en el texto y en la representación de las comedias. Desde el siglo XVI se advierte la presencia de censores eclesiásticos en relación con obras dramáticas religiosas. Así lo demuestra Shergold (1967: 105) en su History of the Spanish Stage, donde alude a una censura de 1565, a propósito de la cual advierte sobre la posibilidad de que, en el siglo XVI, la censura sobre las obras dramáticas no era todavía una actividad uniformemente extendida. Las palabras que Cervantes pone en boca del canónigo toledano, en el capítulo 48 de la primera parte del Quijote, sobre la conveniencia de imponer en la corte un censor de comedias que exija el cumplimiento de los preceptos del arte, parecen confirmar esta hipótesis[2]Lo cierto es que los deseos del canónigo no tardan en hallar referentes reales, pues en la cuarta cláusula de los Reglamentos de teatros de 1608 se advierte: «Que dos días antes que hayan de representar la comedia, cantar o entremés, lo lleven al señor del Consejo, para que lo mande ver, y examinar, y hasta que les haya dado licencia, no lo den a sus compañeros a estudiar, pena de 20 ducados, y demás castigo» (Varey y Shergold, 1971: 48). No obstante, la censura resultará más moral que poética, es decir, más contrarreformista que aristotélica, y en todo caso bastante alejada de los principios artísticos de lógica y verosimilitud propugnados por Cervantes. La censura de las comedias había que renovarla en cada una de las ciudades en las que la compañía de teatro llevaba a cabo representaciones. Se conservan algunos manuscritos originales de compañías dramáticas, en los que ha quedado reflejado el itinerario de los cómicos, a partir de los diferentes controles de los censores de cada una de las ciudades en las que han representado comedias y entremeses[3]

En nuestro tiempo, sin embargo, la censura ya no la ejerce la Inquisición, y acaso tampoco la Congregación para la Doctrina de la Fe, al menos más allá del gremio de sus fieles, sino los ideales imperativos de una posmodernidad políticamente correcta, que excluye de los cauces y medios de publicación todo aquello que no resulte compatible con sus ideologías gremiales y psicologismos personalistas. La censura de esta posmodernidad, enemiga de la ciencia y de la razón, se impone sobre todo en las revistas (supuestamente) científicas y en las publicaciones periódicas editadas por la mayoría de los departamentos universitarios de Estados Unidos y Canadá. La censura democrática —el oxímoron es inevitable— y posmoderna brota de la Anglosfera, y desde ella se ha impuesto en el resto del mundo globalizado por la cultura y la política anglosajonas. En el contexto académico, pienso sobre todo en los departamentos de Letras, históricamente relacionados con la enseñanza de cuestiones relativas a Lingüística y la literatura, no a departamentos de ciencias tradicionalmente naturales, en los que la posmodernidad ha tardado algo más en imponerse, y donde ya lo hace de forma extremadamente absurda y aberrante. Parecía, hace años, que con las normas de estas ciencias no podía jugar la mente de ningún advenedizo posmoderno, y sin embargo el paso del tiempo ha demostrado la impotencia de los científicos para afrontar la fuerza de las ideologías que limitan su trabajo y censuran sus ideas. El arte, y sus posibilidades de interpretación, así estéticas como estrictamente literarias y poéticas, quedan posmodernamente reducidas al subjetivismo del intérprete. Las normas no las pone la ciencia, sino la ideología del grupo. La ciencia es, ahora, la conciencia del gremio. Un gremio que censura la razón y la ciencia. De forma democrática y aberrante. Estamos, pues, en el seno de un sistema político que se desautoriza a sí mismo. El resultado de todo esto es imprevisible. Y en cierto modo puede resultar inédito. ¿Qué hay más allá de la democracia?


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NOTAS

[1] Estos términos «científicos», o en «uso científico», de que se sirve Gillespie, los ha tomado el profesor de la Universidad de Stanford de los trabajos polisistemáticos e interculturalistas de Even-Zohar (1990) y de Miner (1990). Gillespie confiesa «sentirse en deuda» con la obra de ambos autores, porque, según sus palabras, «Miner demuestra que el encuentro de dos culturas con modelos artísticos muy diferentes puede iluminar de forma crítica nuestra comprensión de la naturaleza subyacente de todos los modelos […]. Even-Zohar y Miner son importantes guías en el campo de la literatura comparada porque nos ayudan a dirigir nuestra atención hacia casos reales de encuentros culturales que han sido seminales para un cambio profundo y hacia casos reales de desarrollo incongruente que no pueden ocultarse bajo la superimposición de abstracción alguna» (Gillespie, 1992/1998: 174). Gillespie es un ejemplo de cómo ejercer la Teoría de la Literatura y la Literatura Comparada al margen por completo de la literatura, de la teoría y del comparatismo.

[2] Cervantes lamenta que los dramaturgos que escriben comedias «las componen tan sin mirar lo que hacen, que después de representadas tienen necesidad los recitantes de huirse y ausentarse, temerosos de ser castigados, como lo han sido muchas veces, por haber representado cosas en perjuicio de algunos reyes y en deshonra de algunos linajes. Y todos estos inconvenientes cesarían, y aun otros muchos más que no digo, con que hubiese en la corte una persona inteligente y discreta que examinase todas las comedias antes que se representasen (no sólo aquellas que se hiciesen en la Corte, sino todas las que se quisiesen representar en España), sin la cual aprobación, sello y firma ninguna justicia en su lugar dejase representar comedia alguna, y desta manera los comediantes tendrían cuidado de enviar las comedias a la corte, y con seguridad podrían representallas, y aquellos que las componen mirarían con más cuidado y estudio lo que hacían, temerosos de haber de pasar sus obras por el riguroso examen de quien lo entiende; y desta manera se harían buenas comedias y se conseguiría felicísimamente lo que en ellas se pretende: así el entretenimiento del pueblo como la opinión de los ingenios de España, el interés y seguridad de los recitantes, y el ahorro del cuidado de castigallos» (Quijote, 48, I). Nótese que la censura que propone Cervantes ha de ser ante todo «inteligente y discreta». La valoración que el autor del Quijote hace por boca del canónigo de la comedia de su tiempo, puede interpretarse a partir de su implicación en tres ámbitos fundamentales de la pragmática de la comunicación literaria en los Siglos de Oro, referidos prioritariamente a la importancia de la preceptiva clásica, especialmente en lo que se refiere al principio del decoro y las unidades de lugar y de tiempo, como marco de referencia para la estética de la creación literaria; al principio lógico de verosimilitud, de formulación aristotélica, en el que se cifra y objetiva para Cervantes el logro de la calidad artística de una obra narrativa o dramática; y a la función del receptor en el proceso de la comunicación social que supone, en la España del siglo XVII, el espectáculo teatral de la comedia, cuya expresión debe amalgamar, según la tradición horaciana a la que parece apuntarse Cervantes, valores morales y didácticos. Conviene advertir que si en la mayor parte de sus escritos sobre poética literaria Cervantes se apoya en la defensa de la preceptiva aristotélica, lo hace sobre todo porque de este modo encuentra en la tradición literaria de Occidente un apoyo decisivo, e indiscutible, ante muchas de las mentalidades del momento, para desprestigiar el teatro de Lope de Vega. Bien sabemos que Cervantes nunca fue amigo de limitar las libertades, y menos en el arte, como vivamente lo demuestra cada una de sus obras. No es Cervantes un preceptista del clasicismo, aunque sí lo sean, en todo caso, algunos de sus personajes, entre ellos el canónigo toledano, cuyo discurso apunta siempre en contra de la dramaturgia de Lope.

[3] José Hesse (1965: 60) da cuenta de un interesante fragmento extraído de la Biblioteca Real (Est. cc. Cod. 50, fol. 1), en el que un autor anónimo advierte que «cuando se llega a representar las comedias, los autores las han primero representado ante uno del Consejo que por comisión particular es Protector de ellas, y con jurisdicción privativa, y por su mano se remiten al Censor que tiene nombrado que las registra y pasa, y quita de ellas los versos que hay indecentes, y los pasos que no son para ser representados los hace borrar, y hasta que no están borrados no se da licencia para representarlas». Los años en los que la censura adquiere mayor intensidad son los que preceden al cierre de los teatros, en el período 1646-1649 (Varey y Shergold, 1960; Shergold, 1967: 301-302). En palabras de Ruano y Allen (1994: 290), «la influencia de los fiscales de comedias, ejercida directamente sobre el manuscrito, o de otra manera más sutil, no debe ser subestimada, sobre todo cuando se considera que algunos de ellos, como el mismo Lope de Vega, o Francisco de Lanini Sagredo, eran dramaturgos que censuraban comedias de otros».






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