III, 8.3.1.4 - El liberalismo y el pensamiento idealista


Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





El liberalismo y el pensamiento idealista


Referencia III, 8.3.1.4


Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria

En la segunda mitad del siglo XVIII se consideraba que lo que había conseguido Newton en el campo de la física podía, con seguridad, aplicarse y conseguirse también en el dominio de la ética (derechos del individuo), de la moral (derechos de la sociedad) y de la política (derechos del Estado), que en aquel entonces —como hoy, dicho sea de paso— se encontraban sumidos en un desorden y en una confusión bastante considerables. Newton había conseguido hacer del caos un cosmos, y se pretendía utilizar los mismos o parejos procedimientos para ordenar el mundo de la ética, la moral, la política, la estética, la sociología, etc. Este fue uno de los ideales de la Ilustración: reorganizar la vida humana desde las ideologías de la Anglosfera.

Aunque el liberalismo nace en España, en las Cortes de Cádiz, en 1812, el término pronto resultó muy atractivo para la Anglosfera, quien se lo arrogó como propio, y lo patentó como suyo, para la posteridad rosalegendaria de su modus operandi contemporáneo y posmoderno. Aquí vamos a referirnos muy sumariamente a las relaciones entre liberalismo, pensamiento idealista y Literatura Comparada, en el contexto que nos ocupa, relativo al núcleo y orígenes del proyecto comparatista y su ontología literaria.

Ya advertimos que, desde los presupuestos metodológicos de la Crítica de la razón literaria consideramos que la Ilustración y el Romanticismo son dos movimientos poco o nada inocentes, en absoluto antitéticos entre sí, más bien al contrario, muy estructuralmente conjugados y entrelazados, y cuyo objetivo fundamental fue la reorganización de los países anglosajones, y de la Europa septentrional, contra la Hispanosfera y —por lo que a nuestro campo de investigación se refiere— explícitamente en contra de la tradición literaria hispanogrecolatina. Enfrentarse a la Ilustración y el Romanticismo sin tener en cuenta esta dialéctica entre la Anglosfera y la Hispanosfera supone ignorar realmente todo acerca de estos movimientos anglogermanos y antimeridionales, y, por supuesto, antihispanoamericanos. De ellos procede el término «Latinoamérica», como principal enemigo de Hispanoamérica. Con la Ilustración comienza la Edad de la Anglosfera, no la edad de la razón, ni otras mitologías contemporáneas por el estilo.

Conviene advertir, en este contexto, como señala Berlin (1999), que dos importantes ataques contra la Ilustración procedieron de reconocidos filósofos ilustrados: Montesquieu y Hume. Montesquieu señaló algo que resultaba escandaloso para una mentalidad ilustrada: los valores que se consideran «buenos» para un pueblo no tienen por qué ser necesariamente igual de «buenos» para otro pueblo[1]. Se discute de este modo la existencia de normas inmanentes, igualmente objetivables para todos. Es el germen del relativismo, y de todas las contradicciones inherentes a la propia Ilustración. El Romanticismo llevará hasta las últimas consecuencias la diseminación de los valores absolutos. La posmodernidad no ha hecho más que prolongar este imperativo romántico. Por su parte, Hume prestó un gran servicio a quienes pusieron en tela de juicio algunos de los fundamentos epistemológicos característicos de la Ilustración. Hume dudó de dos proposiciones típicamente ilustradas: a) en primer lugar, duda de que entre los hechos humanos exista una relación causal, y aún duda más de que, en el caso de que exista, puede percibirse directamente como tal. Es la rehabilitación de la más antigua sofística gorgiana, y su preservación en el seno mismo de la Ilustración dieciochesca. Hume sostenía que los hechos no resultan necesariamente unos de otros, sino que simplemente se suceden, de manera regular, pero no causal; b) en segundo lugar, Hume afirma que no hay criterios que permitan deducir de forma lógica o racional la existencia de los objetos exteriores al sujeto. Hay que aceptar la existencia del mundo como una cuestión de creencia, de confianza, pero no como el resultado de una certeza deductiva[2]. No cabe mayor idealismo. 

Paralelamente, el pietismo alemán de fines del Seiscientos resultará decisivo en el camino hacia el Romanticismo. A fines del siglo XVII, y en la primera mitad del XVIII, Alemania constituía un territorio extremadamente retrasado en relación a países como Francia, Inglaterra y España, pese a que la leyenda rosa anglogermana y su historiografía se ha encargado a fondo de neutralizar todo este tipo de interpretaciones. La Guerra de los Treinta Años dejó a la población alemana dañada, aislada y desorientada, algo que inevitablemente tuvo consecuencias en la vida política y cultural. Este atraso más que considerable deja en la vida alemana una sensación de humillación y hundimiento, y también de tristeza, intimismo y melancolía, es decir, un clima muy fértil para el pietismo, el fideísmo y la reacción psicológica y protestante. Se advierte en la literatura alemana de fines del siglo XVII: lírica popular, cultura limitada o reducida a folclore —porque no disponen de otra forma de cultura: sus élites no tienen contenido ni originalidad ni recursos propios, baladas melancólicas, sociedades sin Estado ni referentes... Debido a estas circunstancias, el movimiento pietista, en realidad la raíz del Romanticismo, quedó muy arraigado en Alemania, donde resultó reactivado y galvanizado desde impulsos extremadamente idealistas. Los más importantes pensadores alemanes tuvieron un origen social muy humilde y también muy vacuo, con muy poca experiencia de la realidad y de la complejidad de la vida: Lessing, Kant, Herder, Fichte, Hegel, Schelling, Schiller, Hölderlin... Sus vidas fueron insólitamente planas, simples y aisladas. Apenas podrían señalarse quizá las excepciones de Kleist y Novalis, y aun así muy dudosamente. Kant no salió jamás de su pueblo, y acaso difícilmente alteraba el itinerario de sus limitados paseos. ¿Cómo se puede pensar realmente sin estar en contacto con la realidad? Es algo que nunca nos han explicado los idólatras del Romanticismo. El pietismo considera que los métodos racionales aclamados por la Ilustración no sirven para explicar y comprender la verdadera complejidad de los sentimientos, emociones y vida interior del ser humano. Es necesaria una alternativa romántica a la experiencia ilustrada. Sin embargo, esta alternativa romántica tiene como germen y referencia una vida real completamente vacía, la vida real en que nacieron y crecieron los idealistas alemanes, un hecho que jamás se ha examinado a fondo: el Romanticismo nace de una experiencia vital igual a cero.

En este contexto, la difusión de ideas sobre tolerancia y liberalismo (Spinoza, Locke, Hume, Hobbes...), así como las nuevas posiciones epistemológicas derivadas del discurso cartesiano y del idealismo alemán de Kant y Fichte, estimulan el esfuerzo por la comprensión irreal del mundo, más que por el afán normativo de juzgar, alabar o proscribir, habitual en la herencia de los exegetas de la poética aristotélica.

Para el idealismo de Fichte, por ejemplo, el objeto en sí («noúmeno», según Kant; «Mundo no interpretado» o materia ontológico general (M), según el materialismo filosófico) es pura ilusión, no posee ninguna realidad a la que pueda acceder el sujeto, y su existencia carece de sentido desde el momento en que ningún sujeto puede percibirla sensorialmente[3]. Comenzamos de este modo a movernos en el terreno ideal de las ficciones filosóficas, que cada filósofo considera siempre como una realidad indiscutible. En el fondo, toda filosofía, por muy materialista que se presente, tiende al idealismo. A un idealismo, por lo demás, muy adolescente. El idealismo subordina la existencia del objeto (el ser, esto es, la materia) a la libertad del sujeto (del yo, del sujeto operatorio), y explica las determinaciones de la conciencia del yo por el actuar de la inteligencia, que sólo puede operar de un cierto modo, según sus propios límites y sus leyes más personales. El objeto del conocimiento no existe, pues, sin relación con la conciencia que le da sentido, y su ser no puede ser otro que el ser de la conciencia en que se constituye, un ser para el sujeto. El reduccionismo fenomenológico en que incurre el idealismo alemán en la obra de Fichte es trascendental, radical y absoluto. Y peligrosísimo.

En definitiva, el idealismo puede entenderse como un sistema de pensamiento que postula, y asume como punto de partida, la existencia de una posición epistemológica según la cual el sujeto y las categorías del pensamiento determinan el conocimiento de los objetos, de modo que estos últimos no son sino ideas o contenidos de conciencia, que resultan de los efectos que las facultades del sujeto causan sobre los fenómenos culturales y la comprensión de sus sentidos[4]. «Ya no se trata —como ha escrito Guillén (1985: 34)— de una heterogeneidad de puntos de vista. El pluralismo en cuestión aquí es un pluralismo de seres y no de opiniones». Los hechos, para Fichte, o son «hechos de conciencia», o no son. De este abrevadero se nutre la Literatura Comparada desde comienzos del siglo XIX.

Buena parte de estos postulados resultarán sistematizados políticamente en el discurso del pensamiento liberal, como corriente intelectual que proclamó de forma ideal la plena libertad del hombre en todas las situaciones humanas. El liberalismo postula que el ser humano es capaz de obrar en libertad en sus actos y pensamientos, y que por ello debe conservar esa libertad en su vida colectiva y en su integración política y social. Pero tales palabras, tan hermosas y eufémicas en teoría, ¿qué significan en la práctica? La política sigue siendo la organización del poder, es decir, la administración de la libertad. No dudamos de que el ser humano sea libre, por esencia o naturaleza, de lo que seguimos dudando es del sistema político elegido para organizar esa libertad. Las naciones y sociedades deben, pues, reflejar el espíritu libre del ser humano, y disponer los medios adecuados para su protección y desarrollo. Las teorías de los pensadores europeos de los siglos XVII y XVIII fueron decisivas en la instauración de la nueva Weltanschauung del mundo posterior a la Ilustración. Sin embargo, la idea de libertad que se desarrolla a lo largo de la Ilustración y del Romanticismo va a ser muy amplia y, en la medida de su amplitud, también confusa.

Ilustración y Romanticismo son responsables de haber hecho creer al ser humano que la libertad es una experiencia política que se amplía radialmente a lo largo de la Historia —como si la Historia fuera una circunferencia y la libertad su radio, de modo que a mayor desarrollo histórico, mayor libertad. Sin embargo, esto es una ilusión filosófica o política, o meramente historiográfica, o propagandística, porque la realidad lo desmiente de forma inmediata cada día: la libertad no crece con el curso del tiempo, ni con el paso de la Historia, sino que simplemente se transforma. Hoy hay libertad para hacer cosas que hace años, décadas o siglos, eran impensables o imposibles, o simplemente ilegales, y a la inversa: hoy no se puede hacer cosas que hace años, décadas o siglos eran posibles o simplemente legales. Paradójicamente, la democracia no es el sistema político que ofrece mayores libertades. Y desde luego, la democracia posmoderna no lo es en absoluto. Como, en absoluto, es el fin de la Historia. Ni la democracia, ni ningún otro sistema o régimen político. Cuando hablamos de democracia, hemos de especificar de qué hablamos, pues, en sí mismo, y por sí sólo, el término «democracia» ya no explica apenas nada en nuestro tiempo posmoderno, y resulta más oscuro y ambiguo que clarificador y explícito. Es un término baúl, una palabra en la que cabe de todo, porque sirve para todo. Y cuando algo sirve para todo es porque en realidad no sirve para nada.

Varios de los antecedentes fundamentales de todo este sistema liberal de ideas están expresados en la obra de Baruch Spinoza, uno de los autores más vanguardistas en la interpretación de la historia de la política europea, al exponer al final de su Tratado Teológico-Político (1670) las ideas democráticas sobre las que ha de basarse un Estado moderno, racionalista y liberal. Spinoza es uno de los primeros pensadores, si no el primero, en propugnar la secularización del Estado[5], la división de sus poderes (ejecutivo, legislativo y judicial)[6], y la codificación de la libertad política como fin último del Estado modélico, que es el Estado constituido y organizado en democracia: «De los fundamentos del Estado, anteriormente explicados, se sigue, con toda evidencia, que su fin último no es dominar a los hombres ni sujetarlos por el miedo y someterlos a otro, sino, por el contrario, librarlos a todos del miedo para que vivan, en cuanto sea posible, con seguridad; esto es, para que conserven al máximo este derecho suyo natural de existir y de obrar sin daño suyo ni ajeno […] El verdadero fin del Estado es, pues, la libertad» (Spinoza, 1670/1986: 414-415). Hoy todos estamos —bueno... casi todos— de acuerdo en esto, pero nuestras diferencias surgen en el modo de organizar la democracia, es decir, en la manera de organizar el poder, de administrar la libertad, desde el seno del Estado. En realidad, estamos como estábamos, pero, ahora, hablando de democracia.

En su An Essay Concerning Human Understanding, Locke (1690) dispone los medios adecuados para una concepción liberal del Hombre y sus relaciones con el entorno, al advertir que el sujeto es capaz de conductas y pensamientos libres en cada acto de donación de sentido a los objetos que forman parte de su experiencia, ya que las ideas no son innatas, sino que se adquieren a través de procesos empíricos, de tipo sensorial (externos) y reflexivo (internos), determinados por la subjetividad humana. Los ideales de Locke tendrán, como se sabe, una gran difusión en la Europa continental del siglo XVIII, en especial a través de los pensadores franceses (Montesquieu, Voltaire, D’Alembert, Rousseau...) y alemanes (Reid, Wolf...), herederos igualmente de la filosofía de Berkeley (1710) y Hume (1740), y se distinguirán, en lo que se refiere a la pedagogía y a la tolerancia, respectivamente, por su insistencia en los conceptos de utilidad y pragmatismo, aplicados a la enseñanza, con el fin de obtener aplicaciones y resultados inmediatos en el ejercicio didáctico, y por su convicción de que el Estado surge como resultado de la voluntad de los individuos, facultados para el uso de libertades desde las que es posible ordenar legítimamente las funciones de una sociedad política racionalmente organizada.

Pichois y Rousseau (1967/1969: 15; y Brunel, 1983: 19) afirman que la creación de la Literatura Comparada como disciplina ha sido posible gracias a la difusión del pensamiento liberal, y citan a este propósito la influencia en las letras europeas de Coppet y Chateaubriand. Pero no citan a Spinoza, ni a Locke, ni a Hume, ni a Hobbes. Ya hemos dicho al comienzo que el sentido político de la palabra liberal procede precisamente de España, como consecuencia de la promulgación de las Cortes de Cádiz, si bien con anterioridad solía aplicarse a quienes se identificaban con las ideas enciclopedistas (Lloréns, 1968: 45 ss; Seoane, 1968: 155-162).

Ahora bien, la idea de libertad que movía a políticos y estadistas románticos —como Napoleón, por ejemplo— no era exactamente la misma idea de libertad con la que trabajaban filósofos como Hegel en su fantasmagórica Fenomenología del espíritu (1807) o críticos literarios como Mme. de Staël en sus idealistas ensayos Sobre la literatura (1800). Las ideas napoleónicas debían sustentar un imperio, que pretendía materializar una idea de libertad impuesta sobre una sociedad política definida estatalmente; las ideas de Hegel racionalizaron de forma ideal, y en buena medida casi mística, esa idea de libertad política en su teoría filosófica sobre el Estado; y las ideas de Staël sobre la libertad, limitadas con frecuencia a la literatura y a la interpretación de la literatura, resultaban ser una hermosa retórica animista y psicologista destinada a recrearse, a veces incluso contra el propio Napoleón, en la libre interpretación comparada de los textos literarios. Es como si Mme. de Staël hubiera descubierto la libertad de la interpretación textual casi trescientos años después de Lutero. Mientras Hegel y Napoleón conceptualizan la idea de libertad en términos, respectivamente, de idealismo filosófico y de realismo político, la «sensibilidad» de intérpretes como Schiller, Richter, Schlegel o Staël, lo hace en términos vacuamente psicologistas y retóricos. El normativismo (M3) del emperador y del filósofo se contrapone al autologismo (M2) de los estetas románticos. Pero aún hay más.

El Romanticismo introdujo una creencia que, pese al triunfo impactante de revoluciones decisivas, ha ido desarrollándose paulatinamente para crecer de forma absolutista de nuevo en nuestros días: la creencia de que cualquier individuo tiene derecho a creer en lo que quiera. Es el triunfo del absolutismo del yo. Dicho de otro modo, la implantación dogmática del autologismo absoluto: «yo tengo derecho a creer lo que me dé la gana, al margen de todas las normas y frente a cualesquiera leyes, porque la ley soy yo y mi conciencia puede objetarlo todo, si así lo desea mi voluntad». Se explica de este modo que, en el contexto del absolutismo autológico de la posmodernidad, donde cada yo improvisa e impone su propio canon —y donde cada pueblo diseña su propio mapamundi—, la Literatura Comparada sea hoy un despliegue de normas psicológicas elaboradas ad hoc por cada individuo que decide asumir ante los materiales literarios las funciones de un intérprete comparatista que, valga la paradoja, concluye en la proclamación de la isovalencia de las culturas. No por casualidad desde hace décadas la mayor parte de cuantos hablan de Literatura Comparada lo hacen en términos de teoría literaria autista (autologismo) o gremial (dialogismo), desde la que sólo cabe justificar el acercamiento personalista o partidista (feminista, culturalista, etc.), pero nunca científico ni normativo. Porque las normas que usan no son las de la ciencia, sino las del grupo social e ideológico al que sirven, y que sólo puede imponerse comparativamente socavando las normas del conocimiento científico.


Las doctrinas que impiden a la gente comprender las causas de su existencia social poseen gran valor social […]. Falsificadores, místicos y charlatanes no son barridos con los escombros; de hecho, no hay escombros porque todo continúa como siempre ha sido […]. La conciencia profundamente mistificada es a veces capaz de galvanizar la disensión convirtiéndola en movimientos de masas efectivos […]. [La contracultura] presenta todos los síntomas clásicos de la elaboración onírica de un estilo de vida cuya función social es disolver y fragmentar las energías de la disensión. Esto debería haber sido claro por la gran importancia dada a «hacer lo que le venga a uno en gana». No se puede hacer una revolución si cada uno hace lo que le da la gana. Para hacer una revolución todos deben realizar la misma cosa […]. Esta creencia [la libertad de creencia de la contracultura] contribuye claramente a la consolidación o estabilización de las desigualdades contemporáneas merced a toda su alegre inocencia (Harris, 1974/2006: 230-231).


Esta creencia en la libertad de creencia absoluta, que la posmodernidad ha llevado hasta sus últimas consecuencias, es el mayor fraude a la libertad humana y a la razón científica que jamás se ha visto. Y el origen de este fraude contemporáneo está en la idea autológica de la libertad implantada por la mayor parte de los críticos literarios del Romanticismo, especialmente alemanes y franceses, al tratarse de una idea subjetiva, idealista y metafísica. Evidentemente, no era la idea política de libertad expuesta sistemáticamente por filósofos como Francisco de Vitoria, Francisco Suárez, Spinoza, Locke, Hobbes, Montesquieu o incluso Hegel, sino una idea mucho más idealista y animista, en la línea de Rousseau, Kant, Fichte, Schiller, Richter, Schlegel, y hasta Staël... Porque la libertad, como la enseñanza y el aprendizaje de la interpretación literaria, al margen del Estado, no existe. No hay libertad donde no hay normas que regulen el uso de la libertad. Los autologismos personales y los autismos gremiales no son prueba de libertad, sino de deficiencia de ella. De impotencia, incluso, ante la conveniencia o la exigencia de formar parte de una sociedad normativa y políticamente definida. La idea de libertad aducida por muchos románticos era una idea mística de libertad, no una idea política de lo que la libertad es y de lo que la libertad exige.


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NOTAS

[1] «Cuando Moctezuma le dijo a Cortés que aunque la religión cristiana era buena para España, la religión azteca sería mejor para su pueblo, lo que Moctezuma había dicho no era absurdo» (Berlin, 1999/2000: 55). ¿No es «absurda», pues, una religión que exige el sacrificio de seres humanos a sus dioses? Berlin habla aquí como si no fuera Berlin. O como si hubiera sido el intérprete entre Cortés y Moctezuma, como si hubiera estado allí en aquel momento, de modo que el cuento que nos cuenta fuera cierto, y no un relato propio de Borges. Vid. Bueno, cuando reinterpreta los conceptos etic / emic de la Lingüística de Pike a la luz del materialismo filosófico: «Un héroe en la perspectiva etic de la cultura A es acaso un pirata en la perspectiva etic de la cultura B respecto de la A (Drake en Inglaterra y en España)» (Bueno, 1990a: 74).

[2] En Otras inquisiciones, Borges escribió: «Berkeley negó que hubiera un objeto detrás de las impresiones de los sentidos; David Hume, que hubiera un sujeto detrás de la percepción de los cambios. Aquel había negado la materia, este negó el espíritu» (Borges, 1952/1989, 2: 145). Borges convirtió a la filosofía en el terreno de juego de la literatura.

[3] «La cosa en sí es una mera invención y no tiene absolutamente ninguna realidad» (Fichte, 1794/1984: 38).

[4] «Toda conciencia reposa en la conciencia de sí y está condicionada por ella» (Fichte, 1974/1984: 81).

[5] «La experiencia muestra más que sobradamente que los hombres se equivocan muchísimo acerca de la religión y que parecen rivalizar en fabricar ficciones según el ingenio de cada uno. Está, pues, claro que, si nadie estuviera obligado por derecho a obedecer a la potestad suprema en lo que cada uno cree pertenecer a la religión, el derecho de la ciudad dependería de la diversidad de juicios y sentimientos de cada uno. Nadie, en efecto, que estimara que ese derecho iba contra su fe y superstición, estaría obligado a acatarlo, y, con este pretexto, todo el mundo podría permitírselo todo. Pero, como de esta forma se viola de raíz el derecho de la ciudad, se sigue que la suprema potestad, por ser la única que, tanto por derecho divino como natural, debe conservar y velar por los derechos del Estado, posee también de derecho supremo para establecer lo que estime oportuno acerca de la religión» (Spinoza, 1670/1986: 450-451).

[6] «Quienes administran el Estado o detentan su poder procuran revestir siempre con el velo de la justicia cualquier crimen por ellos cometido, y convencer al pueblo de que obraron rectamente. Y esto, por lo demás, les resulta fácil, cuando la interpretación del derecho depende íntegra y exclusivamente de ellos. Pues no cabe duda que, en ese caso, gozan de la máxima libertad para hacer cuanto quieren y su apetito les aconseja; y que, por el contrario, se les resta gran parte de esa libertad, cuando el derecho de interpretar las leyes está en manos de otro y cuando, al mismo tiempo, su verdadera interpretación está tan patente a todos, que nadie puede dudar de ella» (Spinoza, 1670/1986: 370-371).






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «El liberalismo y el pensamiento idealista», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (III, 8.3.1.4), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


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