IV, 4.27 - Vicente Aleixandre, poeta del materialismo idealista

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Vicente Aleixandre, poeta del materialismo idealista


Referencia IV, 4.27


Todo es materia: tiempo,
espacio; carne y obra.
Materia sola, inmensa…
 
… no hay sino la materia, la encarnizada materia…
 
Vicente Aleixandre, En un vasto dominio, «Materia única» (1962).



Con mucha frecuencia se acude a la filosofía para interpretar desde ella el pensamiento de los poetas. Sin embargo, muy pocas veces, en realidad casi nunca, se concibe en estos contextos la filosofía como lo que realmente es, un modo de relacionar las ideas de que se dispone y con las que se actúa. Lo que sucede comúnmente es que la filosofía se usa como una retórica destinada a interpretar la retórica de la poesía. Pero la filosofía no es siempre una retórica, aunque conmúnmente sea una forma excéntrica de ejercer la sofística. A pesar de sofistas como Rousseau, Derrida o Vattimo, o de tropoturgos como Nietzsche, Freud o Foucault. No hay que confundir las figuras gnoseológicas con las figuras retóricas. Los axiomas no son metáforas. La gnoseología no es una tropología. Que Nietzsche haya reducido la filosofía a un refranero no quiere decir que cualquiera pueda seguir haciéndolo con la misma fortuna de que dispuso este tropoturgo alemán.

Por todo ello resulta muy arriesgado identificar retóricamente sistemas de pensamiento, sean presocráticos, sean posmodernos (en el caso de que haya sistemas de pensamiento posmoderno), en una obra lírica como la de Vicente Aleixandre, entre otras cuestiones esenciales porque, como acabo de indicar, no se puede interpretar la filosofía como si fuera una retórica, pues hacer algo así equivale a incurrir en sofística —al adulterar lo que la filosofía es efectivamente—, o en insipiencia —al ignorarlo—.

Expreso mis máximas reservas frente a interpretaciones que críticos como Duque Amusco (1978), Puccini (1979) o Depretis (1994), entre otros, han vertido sobre la lírica de Aleixandre, viendo en ella influencias del pensamiento de Heráclito, Parménides, Nietzsche, Unamuno, Valéry o Freud[1].

No cabe, tampoco, apelar a la filosofía, sobre todo cuando funciona como una organización e interpretación racional y lógica de ideas, para justificar el irracionalismo, aparente y retórico, de toda una obra poética. La lírica de Aleixandre no se sitúa en un mundo irracional ni en un espacio «no domesticado por la razón» (Arlandis, 2004: 106). La cordura es siempre una experiencia más libertaria y mucho más liberal que la locura. La libertad, o es racional, o no es. Porque no hay ninguna libertad, ni nada hay de libertario, en soñar imposibilidades o en imaginar utopías o ucronías. Las realidades inviables sólo pueden desencadenar tragedias irreversibles. Son los sueños del irracionalismo los que producen monstruosidades reales. La razón no sueña, piensa. La lírica de Aleixandre no es obra de un sueño, aunque sus materiales sean oníricos, y con frecuencia también muy ideales, sino producto de la razón del poeta, es decir, de la razón literaria de su autor, por más que la apariencia de su realidad humana nos propugne, y nos imponga, una fusión con el cosmos, que siempre será más metafórica que literal, y más racional que inconsecuente, aunque su racionalismo sea idealista y su inconsecuencia imposible.

Arlandis interpreta el poema «La dicha» como una crítica del poeta a la razón humana, como represora o destructora de los impulsos humanos elementales y más auténticos. Creo que esta interpretación no es acertada, ni siquiera si se limita a una crítica de la razón social, convencional, política incluso, de un momento específico. Aleixandre no censura la razón, sino la vulgarización social de ella.


Porque todo lo que el hombre ha logrado mediante el imperativo argumento de la razón ha ido destruyendo progresivamente la elementalidad de sus actos y su pureza: «Tu mentira catarata de números, / catarata de manos de mujer con sortijas, / catarata de dijes donde pelos se guardan» (Arlandis, 2004: 111).


No. Aleixandre no censura la razón, sino —y muy velada y puntualmente— los usos social y convencionalmente degenerados o fraudulentos de ella.



De la síntesis de la dialéctica hacia el monismo de la sustancia

Tengo una visión unitaria de la vida, combatido yo en una doble corriente. 
 
Vicente Aleixandre, «De una carta publicada a Dámaso Alonso».
Miraflores, 19 de setiembre de 1940.


La poesía de Aleixandre se fundamenta sobre lo que puede identificarse con el monismo de la sustancia, o monismo metafísico: una suerte de ontología monista en la que todo está relacionado con el amor cósmico, esto es, el amor como fuerza —diríase que física— unitiva de todos los elementos que constituyen no sólo el Mundo interpretado (Mi), sino también el Mundo (M) no interpretado o no intervenido por la razón. Naturalmente, hablamos de una metáfora.


Si un pensamiento central implícito existe en la obra del poeta (y puede algún lector haberlo visto considerado en alguna otra página), acaso sea el de la unidad del mundo. Mundo que bajo las formas diversas con que se nos aparece a los ojos (mares, montes, ríos, selva, fauna), está reducido a una sustancia única que el poeta llama amor. En esta poética, todo aspira, hasta los seres inanimados, a un enlazamiento, más exactamente, a una integración amorosa. A una consumación amante general en que destrucción o amor, unificadores, tienen una sola significación (Aleixandre, 1951/1977: 650).


Sin embargo, este monismo de la sustancia parece ser siempre el resultado de una dialéctica, síntesis incesante de destrucción y amor. Diferentes intérpretes de la poesía de Aleixandre han incurrido con frecuencia en este tipo de observaciones. Quiero destacar en este sentido la precisión de las palabras de Leopoldo de Luis:


Es posible interpretar desde la poesía de Aleixandre que, en el universo, se debaten la cohesión o fuerza amorosa, y un elemento destructivo. La síntesis acaso sea la conciencia humana de ese amor y de esa muerte. De ahí que la creación poética aleixandrina pase de las fuerzas ocultas y caóticas (Pasión de la tierra) a las apasionadamente eróticas (La destrucción o el amor), a la naturaleza pura (Sombra del paraíso), a la tierra como madre unitiva (Nacimiento último) y a la peripecia humana (Historia del corazón). Luego, constata la identificación de la materia que emerge como vida del hombre, física, social e históricamente considerada (En un vasto dominio) y, por fin, contempla la consunción de la propia conciencia, con el agotamiento físico (Poemas de la consumación) (Leopoldo de Luis, 1976: 16-17).


La idea de una poesía en expresión y comunión con lo absoluto, es decir, basada en el monismo de la sustancia, incluso metafísica, siempre amorosa y siempre litigante, se reitera en 1949 en su discurso de ingreso en la Academia:


Sí: un intento de comunión con lo absoluto: esto será ciegamente el amor en el hombre. Cada amador oscuramente lo incorpora, cuando no luminosamente lo intuye. Y la fiel poesía nos lo sirve, a costa del manifiesto poeta, del que un latido de verdadera vida estaremos dolorosamente apresando (Aleixandre, 1949/1977: 422).


De la lectura de la lírica de Aleixandre se desprende un postulado supuestamente panteísta de comunión o integración de lo humano y lo cosmológico, es decir, de lo que, en términos de materialismo buenista, denominaríamos el eje circular o humano y el eje radial o cósmico del espacio antropológico[2]. Queda, sin embargo, ausente o acaso derogado, el eje angular o religioso. Es la suya la lírica de una deidad ausente o inexistente. Si esto es así, acaso habría que hablar entonces de un postulado ateísta, más que panteísta. El dios que está en todas partes no está en ninguna. Cuando algo es todo, el todo es igual a cero. La religión en la poesía de Vicente Aleixandre remite a una casilla vacía.


Esta poesía comporta una moral: la de sentirse integrado en un mundo común, la de reconocerse en los demás, en una libertad hacia lo unitario. Supone también un sentido religioso (de una religiosidad que proviene de la moral, y no a la inversa), aunque el dios de estos poemas es la fuerza cósmica en la que el hombre se sumerge definitivamente, y allí encuentra vida (Leopoldo de Luis, 1976: 21).


Si dios es todo, el todo es igual a nada. El panteísmo materialista es la forma más explícita del ateísmo racionalista.

Luis Cernuda, en referencia a un fragmento perteneciente a la carta que con fecha de 19 de setiembre de 1940 escribe Aleixandre a Dámaso Alonso, y que más tarde se publicaría en el número 5-6 de la revista Corcel, escribe lo siguiente:


En las palabras citadas[3] suponemos una especie de panteísmo (aunque luego, en dicho fragmento, el poeta hable de «la mística de la materia que indudablemente hay en mí», me parece que el de panteísmo es término más exacto para dar nombre a su actitud frente al mundo), dotando a las cosas de una existencia personal por virtud del amor con que el poeta las anima al mirarlas (Cernuda, 1955/1970: 226-227).



De la «mística de la materia» a la materia del amor

Y hasta la mística de la materia que indudablemente hay en mí...

Vicente Aleixandre, «De una carta publicada a Dámaso Alonso».
Miraflores, 19 de setiembre de 1940.


Luis Cernuda consideró, muy tempranamente, que la supuesta «mística de la materia» a la que apela la lírica de Aleixandre, en su pretendida unión panteísta con el cosmos, a través del amor como fuerza y experiencia unitiva, era, en realidad, una suerte de eufemismo encubridor, bien por pudor, bien por impotencia o imposibilidad, de un deseo erótico, o incluso sexual, de inasequible satisfacción.


No sé hasta qué punto quiere el poeta, ya sea por pudor, ya sea por creerlo imposible, velar con reticencia el pensamiento que supongo en él: el de la unión física de los amantes como medio de penetración, de identificación con el mundo […]. Es decir, que en el caso de Aleixandre su obra es el resultado de una sublimación del instinto posesivo de origen sexual (Cernuda, 1955/1970: 227).


En este sentido habla Cernuda de la «adoración de la hermosura material e imposibilidad de su posesión física como acicate de dicho lirismo», características de la poesía de Vicente Aleixandre[4].



La cuestión del surrealismo en la poesía de Aleixandre

Unánimemente se ha declarado: el surrealismo de Aleixandre no es ortodoxo en absoluto, ni en su intención ni en sus consecuencias. Puede incluso decirse más: la supuesta falta de lógica o de racionalismo en su poesía más surrealista es pura apariencia. La esencia de su lírica es, incluso en sus poemas más afines a la estética del onirismo, profundamente racionalista. Uno de los primeros poetas y críticos en advertirlo fue Luis Cernuda:


A la dificultad u oscuridad expresiva y conceptual [suceden] la incoherencia y la falta de lógica aparentes. Pero Aleixandre no fue un adepto más del superrealismo, sino que fue el superrealismo el que se adapta a su visión y a su expresión poéticas […]; de ahí que el superrealismo le atrajese de una parte, como técnica para expresar todo aquello que yacía en la subconsciencia, y de otra parte, porque su misteriosa manera de decir le permitía al mismo tiempo eludir la comprensión ajena de las verdades íntimas (Cernuda, 1955/1970: 229-230).


En la segunda edición de Pasión de la Tierra (Madrid, Adonais, 1946), Aleixandre escribe lo siguiente:


La técnica con que entrañadamente nació este libro le hace un favor y un grave disfavor. Hoy puedo verlo así porque ha pasado el suficiente número de años. La búsqueda que no se contenta con la realidad superficial persigue la «hiperrealidad» (el término es de Dámaso Alonso), que aquí es el zahondar, el alumbrar la última realidad, más real que la sólo aparente de la superficie. Mediante inesperadas y rompedoras aproximaciones, acaecidas por la vía de la intuición —en una posible clarividencia en que estalla la lógica discursiva—, se intenta la superación de los límites consentidos. Mi poesía, mejor dicho, el mundo poético en ella creado ha supuesto siempre (o casi siempre) la lucha contra las formas o límites de las cosas, en la búsqueda de la unidad que no los consiente y los asume (Aleixandre, 1946: 13/1977: 528-529).


Sin embargo, no debe identificarse el hecho de luchar «contra las formas o límites de las cosas» con el uso de la sinrazón, y menos aún con la pérdida de la razón, ni de las facultades y potencias racionales. Aleixandre nunca pierde el juicio. Y siempre que alguien ha apuntado la implicación del poeta en el movimiento surrealista, la glosa racionalista no se ha dejado esperar:


Leí, en general, la plana mayor del superrealismo. No me consideré entonces, nunca, en aquellos años, uno de ellos. Después de descubrir el superrealismo francés y los manifiestos de Breton siempre dije: yo no soy un poeta superrealista porque no creo que uno de los dogmas del superrealismo, que es la escritura automática. Y la ruptura o abolición de la conciencia artística. Yo nunca he prescindido de la selección de los materiales, de modo que no me he considerado superrealista puro. Nunca, por esa razón. Porque he tenido siempre un filtro racional que ha seleccionado, en el momento del amanecimiento de los materiales poéticos, los que le parecían inoperantes para el poema. Y según el dogma bretoniano, la escritura automática es la que dicta el poema y así sale (Alexandre, en Depretis, 1994: 42).


No en vano se ha reconocido, unánimemente, que el surrealismo en España se caracterizó por ignorar la preceptiva bretoniana de la escuela francesa y el mito de la «escritura automática». Con todo, hay una serie de referentes, imágenes y elementos que, señalados entre otros, con franca precisión, por autores como Yolanda Novo (1980), sitúan a Aleixandre en el espacio de la poesía surrealista, enlazando mitos, tropos y psique: evasión de lo histórico o lo científico, que resulta reemplazado por el mito como explicación o fundamento del origen de lo humano; sustracción de los principios lógicos, subrogados por asociaciones libérrimas, aparentemente arbitrarias o incluso creacionistas, aunque nunca por completo irracionales; rechazo de la retórica ornamental y del esteticismo de la «poesía pura»; presencia de elementos naturales como fuente y fusión de vida, entre el ser humano, la materia inerte, la fauna y la flora efectivamente existentes, es decir, nunca míticos (tierra, mar, fuego, planetas, estrellas, aves, etc., pero no unicornios, ni sirenas, ni otras criaturas fantásticas o maravillosas).

La década de 1930 representa para la poesía española una superación de la «poesía pura». La obra poética de Aleixandre lo revela de forma especialmente expresiva. En palabras de Arlandis: «se pasaba del poeta orfebre al poeta médium —de signo romántico— mediante el cual se manifestaban esas fuerzas interiores no explicables, aunque latentes» (Arlandis, 2004: 57). La poética y el lenguaje del surrealismo propician en la lírica de Aleixandre esta superación de la «poesía pura» en tránsito hacia una rehumanización de los materiales y las formas de lo poético.

Cuando se habla de surrealismo en poesía, y especialmente cuando se hace a propósito de la poesía de Aleixandre, se insiste sobremanera en las «fuerzas interiores» del ser humano, en su «mundo subconsciente» o «inconsciente», en sus impulsos irracionales, etc. Se apela al surrealismo para designar un mundo subjetivo capaz de sustraerse a la razón. Sin embargo, tales intentos, destinados a eludir y evitar el uso de la razón, resultan bastante míticos, cuando no irónicos. Porque nada más irónico que expresar lo irracional a través de un instrumento tan formalmente racional como es el lenguaje, y a través de una criatura tan poderosamente facultada por la razón como es el ser humano. El supuesto irracionalismo de la poética surrealista es ante todo un simulacro, muy racional, por otra parte, de una idea, profusamente sofisticada y artificial, de razón subjetiva. Dicho de otro modo: la poética surrealista es la expresión de la razón del yo. El sujeto articula su racionalismo (autológico), a través del discurso lírico, en contra del racionalismo normativo de los grupos dominantes (razón dialógica) o de los poderes preceptivos (razón normativa). La poética surrealista ha de considerarse desde el punto de vista de sus relaciones dialécticas con una idea tradicional, o precedente, de razón, a la cual se enfrenta desde el uso autológico o subjetivo de un racionalismo propio, personalista, yoísta, si se nos permite esta expresión. He aquí «la vuelta del yo al centro mismo de la poesía —escribe Arlandis (2004: 59)—, promulgada por el romanticismo», y recuperada por el surrealismo vanguardista.

Obligatoria es aquí la cita del siguiente fragmento de la célebre carta de Aleixandre a Dámaso Alonso, del 19 de setiembre de 1940.


Tú que me conoces bien, sabes que soy el poeta o uno de los poetas en quienes más influye la vida. Siento en mí una especie de leonina fuerza inaplicada, un amor del mundo, que a mí, hombre en reposo, me hace sufrir o me exalta. Tengo una visión unitaria de la vida, combatido yo en una doble corriente[5]. De un lado, un egocentrismo que me hace traer a mí el mundo exterior y asimilármelo; y de otro, un poder de destrucción en mí en un acto de amor por el mundo creado, ante el que me aniquilo. En el fondo es absolutamente lo mismo. Los límites corporales que me aprisionan, se rompen, se superan, en esa suprema unificación o entrega, en que, destruida ya mi propia conciencia, se convierte en el éxtasis de la naturaleza toda.

Por eso el amor personal, es decir, individual, en mí trasciende siempre en imágenes a un amor derramado hacia la vida, la tierra, el mundo. ¡Cuántas veces confundo a la amante con la amorosa tierra que nos sustenta a los dos! En el fondo no es más que el ansia de unificación, de la cual el amor es como un simulacro, el único posible en la vida, porque su cabal logro no está más que en la verdadera destrucción amorosa: en la muerte. Todo esto de mí lo sabes tú bien, aunque te lo he formulado con tanta concreción. La conciencia de ello la tengo desde hace varios años. Sabiéndolo, fácil es explicar mi amor por la naturaleza, mi sensibilidad para el placer de los sentidos: vista, oído, etc.; mi adoración por la hermosura visible, y hasta la mística de la materia que indudablemente hay en mí (Aleixandre, 1940/1977: 646-647).


Soñamos lo que no podemos hacer. Nuestros sueños son el código de nuestras impotencias. Es un error suponer que el mundo de los sueños no tiene límites. Todo lo contrario: nada hay más limitado que un sueño. El sueño expresa ante todo nuestras limitaciones e impotencias. Dime qué sueñas, y te diré de qué careces.

En muchos aspectos, el surrealismo ha servido a interpretaciones que desembocan en el mito del conocimiento irracional, es decir, en la creencia de que el auténtico conocimiento humano reside en el inconsciente, en el irracionalismo o en la inocencia, como sucedáneo o eufemismo de la insipiencia. Se trata de un mito que oculta otro aún mucho más grave: la nostalgia por la barbarie[6]. O en su versión incauta, uno más pueril: la nostalgia por la inocencia.

Disiento de la siguiente afirmación, pues equivale a exaltar una suerte de apoteosis de la ignorancia, de desconocimiento, y también de deshumanización:


El conocimiento de la auténtica naturaleza humana no debe buscarse en los mecanismos distorsionadores de la razón, sino en la maraña interior que forma el mundo subconsciente, el instinto primario que nos invita a ser partícipes de ese fluido cósmico llamado amor (Arlandis, 2004: 110).


Esto no es cierto. Al margen de la razón no se puede identificar ningún «mundo interior», y aún menos se puede calificar de «maraña». Los conceptos de «interior» y «exterior» son conceptos racionales, como lo es también el de «maraña». Quiere esto decir que no es posible usar la razón para demostrar la irracionalidad del mundo racional y, como consecuencia racional, vivir racionalmente en un mundo irracional. Algo así sólo es concebible como trabalenguas, o como una forma de conducta cínica y sofista.

Tampoco cabe calificar a la lógica de «meridiana mediocridad» del «pensamiento más superficial» del ser humano, porque la lógica es una de las cualidades fundamentales del lenguaje, y de forma especialmente singular y sofisticada del lenguaje poético, es decir, la cualidad esencial que hace posible su interpretación crítica y normativa. La condena de la razón sólo se salda con la apoteosis del analfabetismo y la animalización o cosificación del ser humano. Si esto es lo que se desea, adelante, pero que conste que en ese submundo no podrá habitar la literatura, como tampoco lo harán sus autores ni sus intérpretes.

No puede atacarse a la razón de este modo:


El hombre —piensa Aleixandre— es ignorante porque desconoce la verdad auténtica de la vida y, además, se ha creído todas las mentiras que la razón ha ido creando (Arlandis, 2004: 115).


Lo cierto es que la razón no crea mentiras, sino que las destruye. Sólo el racionalismo idealista y demagógico de los sofistas puede construir racionalmente mentiras. La razón crítica, articuladora de un racionalismo no idealista, sino materialista, es decir, basado en ideas y en conceptos que se fundamentan en realidades físicas, psicológicas y lógicas material y efectivamente existentes, no construye mentiras, sino interpretaciones y transformaciones del mundo habitado e interpretado por el ser humano.


 

Consideraciones sobre realismo e idealismo en poesía.
La trayectoria poética de Aleixandre 

Concebida como un todo, como una totalidad histórica y uniformemente desarrollada, la poesía de Vicente Aleixandre es un holema que ha sido objeto de estructuraciones y clasificaciones diversas. Una de las más citadas, acaso por ser de las más tempranas, y no de las más frágilmente justificadas, es la de Carlos Bousoño, planteada por vez primera en 1950, y ampliada de forma sucesiva en los años 1956, 1978 y 1977. Bousoño articula la trayectoria poética aleixandrina en dos cosmovisiones, que en cierto modo dispone de forma dialéctica, y una síntesis, en la que hasta cierto punto parecen resolverse de modo armónico y reflexivo. Así, cabría hablar de una «cosmovisión simbólica» para identificar el conjunto de obras comprendidas entre Pasión de la tierra (1935, aunque redactada entre 1928 y 1929) y Nacimiento último (1953); de una «cosmovisión realista» a la que corresponderían los títulos comprendidos entre Historia del corazón (1954, si bien redactada entre 1945 y 1953) y Retratos con nombre (1965); por último, tendría lugar una etapa sintética, por así llamarla, representada por Poemas de la consumación (1968) y Diálogos del conocimiento (1974). Se observará, sin duda, que se trata de una propuesta de clasificación que obedece a criterios más bien fenomenológicos, y, en todo caso, cronológicos.

La crítica ha discutido con frecuencia sobre diferentes posibilidades de clasificar en etapas la obra poética de Aleixandre. Por mi parte, considero que la interpretación más acertada en este punto compete a Leopoldo de Luis, quien concibe la obra de este poeta en términos realmente afines a la idea de holema que he apuntado anteriormente:


Aleixandre, si bien se mira, no cambia de formas ni de ideas, y desde luego, no hay en él, ni coexistentes ni sucesivas, varias personalidades. Toda la obra de Aleixandre es coherente y sus aparienciales aspectos disímiles muéstrense, en rigor, solidarios. Las épocas o zonas que se han señalado en sus libros tienen razón de ser sólo como conveniencia crítica y los cambios registrados por sus exegetas se imponen para el análisis estilístico. Ahora bien, el desarrollo perfecto y unitario de esta obra poética se nos muestra, vista en su conjunto, con impresionante convicción. Vicente no ha cambiado de Pasión de la tierra a Sombra del paraíso o de este a Historia del corazón como quien abandona un traje para vestir otro distinto. Aleixandre ha desarrollado, en su totalidad, una visión del mundo (Leopoldo de Luis, apud Arlandis, 2004: 124-125).


Desde Carlos Bousoño (1977), la crítica aleixandrina ha considerado ampliamente que Historia del corazón (1954) abre un ciclo poético de «signo realista», al que se incorporan poemarios como En un vasto dominio (1962) y Retratos con nombre (1965), así como la obra en prosa titulada Los encuentros (1958). Conviene, en este contexto, considerar qué cabe entender por «realismo» e «idealismo».

Distinguiré en este punto entre determinantes, relatores y operadores. Esta distinción se construye a partir de los tres sectores dados en el eje sintáctico del espacio gnoseológico: términos, relaciones y operaciones.

Los operadores establecen operaciones (a partir de relaciones entre términos); el operador por excelencia es el ser humano, como sujeto operatorio fundamental.

Los relatores establecen relaciones (entre términos); el relator por excelencia es el instrumento —los múltiples instrumentos (termómetro, balanza, cronómetro, métrica...)— que utiliza y construye el ser humano para ejecutar con rigor las relaciones entre los términos del campo categorial o científico.

Los determinantes establecen términos, es decir, permiten identificar los términos o materiales primogenéricos (esto es, físicamente, en M1) que, interpretados terciogenéricamente (esto es, lógicamente, en M3), constituyen, componen e integran, el campo de investigación científico; la definición es, por excelencia, la figura del determinante, ya que permite definir, establecer o identificar términos categoriales, esto es, codificarlos conceptual o científicamente, a partir de términos que no son necesariamente científicos ni conceptuales, sino ordinarios, mundanos o comunes (el agua es un término mundano que se convierte en un término del campo categorial de la química cuando se interpreta como H2O).

Por lo que se refiere a la poética de la literatura, hablaré de realismo sólo cuando las relaciones entre términos sean posibles y verosímiles desde el punto de vista de su ejecución u operatividad. Es decir, cuando puedan llevarse a cabo realmente. En consecuencia, se hablará de idealismo siempre que tales relaciones entre términos resulten físicamente imposibles, aunque puedan presentarse psicológicamente como verosímiles. Es ideal toda relación entre términos que carece de posibilidad operatoria efectiva. Lo ideal sólo existe como hecho de conciencia, es decir, como producto de la psicología, individual o colectiva. Cuando el ideal se racionaliza más allá de la experiencia psicológica del individuo, se convierte en un idealismo trascendental, cuyo referente físico es igual a cero. Nos adentramos de este modo en el terreno del racionalismo idealista, de la teología, del idealismo trascendental kantiano, del marxismo socialista, del holismo armónico, del monismo de la sustancia, etc. No es el caso del mito, de la mística, o de las experiencias paranormales, pues todo este tipo de hechos son idealismos, pero no necesariamente racionales. 

Defino, por lo tanto, el realismo como la expresión de relaciones factibles dadas entre términos efectivamente existentes, y en consecuencia ejecutables ordinariamente por un sujeto operatorio. A su vez, entiendo por idealismo toda expresión o presentación de relaciones físicamente imposibles entre términos —términos que siempre serán efectivamente existentes o que habrán sido construidos a partir de términos efectivamente existentes—, de modo que tales relaciones sólo pueden existir como hecho de conciencia, es decir, de modo psicológico o imaginario en la mente de quien las relata, esto es, de quien las relaciona de forma irreal o ideal.

Realismo e idealismo se diferenciarán esencialmente por el modo de relación, es decir, por la manera —real o ideal— de relatar las conexiones de unos términos con otros. La Historia pretende relatar o relacionar los hechos que constituyen los términos de su campo de investigación apelando a la realidad de tales hechos, y no a formas ideales de conexión entre ellos. El mito, por su parte, excluye la lógica y la razón como modos de establecer relaciones entre términos, y las sustituye por esquemas ideales, explicaciones imaginarias o prácticas psicológicas sin fundamento científico. Atlas no sostiene con la fuerza de sus brazos la gravitación cosmológica del planeta Tierra. Y esto lo sabe muy bien Aleixandre, quien no canta nunca a los númenes, ni a los Atlantes, sino a los hombres y a sus terrenales pasiones.



El espacio antropológico en la lírica de Aleixandre

Prácticamente hasta la publicación de Historia del corazón (1954), el espacio antropológico de la poesía de Aleixandre es unidimensional, al centrarse y concentrarse en el eje radial, representado por la naturaleza, donde el ser humano se disuelve conforme a una idea y experiencia de amor sólo allí objetivada. No hay eje angular, y el eje circular se diluye en el radial.

Ahora bien, la disolución o integración del ser humano en la naturaleza, es decir, del eje circular en el eje radial, no se produce de cualquier manera, y desde luego no tiene lugar de modo irracional, sino a través de formas muy consecuentes, racionales y lógicas. Hay que advertir, indudablemente, que la razón poética, que la razón literaria, en suma, es una razón dada a una escala diferente de la razón científica. Y hay que subrayar que esta diferencia no admite ni implica ninguna invitación al irracionalismo. Porque la razón poética nunca está ni más allá ni más acá, es decir, nunca rebasa el pensamiento racional humano, ni se sitúa fuera de él, esto es, fuera de su espacio antropológico, en el que cabe distinguir tres ejes: circular o humano (político-social), radial o de la naturaleza (entidades materiales no humanas ni vivientes), angular o religioso (entidades no humanas, pero sí vivientes, a las que nuclearmente se les profesa un valor numinoso, mitológico o teológico).



El eje circular del espacio antropológico en la lírica de Aleixandre

Son muy numerosos los poemas de la segunda etapa de la poesía aleixandrina que se desenvuelven y apelan al eje circular o humano del espacio antropológico. De referencia es, en este punto, el titulado «Al hombre» (Sombra del Paraíso, 1944/1990: 170-171). A su vez, en «No existe el hombre» (Mundo a solas, 1950/2005: 427-428), el eje circular del espacio antropológico resulta esterilizado por un eje radial yermo, por una naturaleza muerta, dominada y presidida por la figura literaria de la Luna. Es un mundo nihilista, comparable a tragedias teatrales de Beckett como Actes sans paroles (1956) o Breath (1969). La sección tercera de Mundo a solas se inicia con una insistencia en la expresión de un mundo nihilista, en el que la figura del ser humano resulta desterrada. Es el caso del poema titulado «Mundo inhumano» (Mundo a solas, 1950/2005: 455-456). La Luna, expresión máxima de la esterilidad de la naturaleza y el eje radial, domina la realidad: «Allí no existe el hombre». Es un mundo inhabitable para el hombre: «No hay una voz que clama». Este poema es la expresión de una tragedia absoluta. No hay esperanza posible. «Nadie» (Mundo a solas, 1950/2005: 464-465) es un poema que, no por casualidad, figura situado entre «Luna caída» y «Los cielos». Sus versos expresan la supremacía de la desaparición humana constatable en Mundo a solas. Es la desintegración del hombre en una naturaleza muerta. Es, de nuevo, una tragedia nihilista. Sin embargo, el ser humano resurge de las cenizas de ese mundo. Así, en el poema titulado «Diversidad temporal» (Retratos con nombre, 1965/2005: 933-934), Aleixandre sostiene que el Mundo interpretado es obra de la acción y de la razón humanas:


El orden voluntario, pues hijo es él del hombre.
Como unas olas rompen y abren: playa, historia.
Lo que él hizo está hecho y lo que quiso puede.


En otros contextos, sin embargo, el ser humano había sido incluso una criatura «discordante» (Leopoldo de Luis, 1976: 41). Es el caso del poema «El fuego», de Sombra del paraíso (1944), que concluye con la feroz exclamación, imperativa y negativa, «¡Humano; nunca nazcas!». Comenta al respecto Leopoldo de Luis (1976: 41) que «el hombre nació, y no supuso un beneficio para el mundo vivo natural, sino una perturbación demoledora». 

El eje circular adquiere un poderoso protagonismo en el poemario titulado En un vasto dominio (1962). El hombre posee aquí una razón civilizada y constructiva, armónica y concordante con la naturaleza. El espacio antropológico es en este poemario armónicamente bidimensional en sus ejes radial y circular, el Hombre y la Naturaleza. No hay conciencia, ni deseo, ni nostalgia, de ningún dios, numen o mito.



El eje radial del espacio antropológico en la lírica de Aleixandre

El secreto del poeta estaba en su comunión con los elementos naturales, entre los que «parecía uno de ellos».

Vicente Aleixandre, «Poesía, moral, público» (1950/1977: 660).


El eje radial, o eje de la naturaleza, es por excelencia el espacio fundamental de la primera etapa de la lírica de Aleixandre. «El árbol», en Mundo a solas (1950/2005: 429-430) es signo y símbolo de naturaleza muerta, es expresión viva y solitaria de la muerte, testigo de la descomposición humana. La naturaleza muestra una absoluta indiferencia hacia lo humano, una tremenda insensibilidad, acaso trágica incluso. La naturaleza es ajena al hombre. Insensible a él y al resto de las criaturas. Las concomitancias con la lírica de Thomas Hardy son en este punto de una intertextualidad innegable[7]. Es una naturaleza insolidaria. Nada más ajeno a las ideas presentes en otros poemarios de Aleixandre, exaltadores de una naturaleza armónica, holista, radiante, solidaria. Nada de eso hay aquí: el árbol es una criatura aislada, solitaria, insular, insolidaria, insensible, pétrea, inerte. Todos los intentos por dotar a la naturaleza de cualidades humanas fracasan. El mundo carece de vida.

En «Pájaros sin descenso» (Mundo a solas, 1950/2005: 433), el hombre aparece puntualmente, desconectado de la naturaleza, ignorado incluso por ella. Los pájaros no tocan la tierra, no descienden a ella. El hombre es testigo abatido de una naturaleza que contempla como ajena: «Tirado allá después en el duro camino. / Tirado más allá, en la enorme montaña, / un hombre ignora el verde piadoso de los mares, / ignora su vaivén melodioso y vacío / y desconoce el canon eterno de su espuma». «Humo y tierra» (Mundo a solas, 1950/2005: 449-450): a eso ha quedado reducido el mundo, a humo, a tierra, quemada, a naturaleza muerta. 

Podría decirse que el poema «Luna caída» (Mundo a solas, 1950/20052: 462-463) reconstruye el motivo ovidiano que apela a la destrucción y consumación de las ruinas («hasta las ruinas perecerán un día»). La Luna, símbolo nihilista por antonomasia en este poemario, signo de la nada consumida, cae, perece, desaparece. Cae la Luna, cae el telón en un Mundo a solas. La nada es, ahora, absoluta. No por casualidad a este poema le sigue el titulado «Nadie», penúltimo de la obra, que, sin embargo, deja abierta una esperanza a «Los cielos» (Mundo a solas, 1950/2005: 466-467), en su sentido menos religioso y más materialista. Los cielos son ante todo inhumanos, indiferentes al hombre, y, desde luego, ajenos a toda divinidad, a toda mitología, a toda numinosidad. Son cielos ateos, y también insensibles a lo humano. Cielos vacíos —«no se mueven, no penden, no pesan, no gravitan»—, cielos nihilistas, en los que nada habita, y en los que no se registra ni siquiera la existencia de una tierra, de un suelo o de un subsuelo tangible por nadie: «Oh cielo gradual donde nadie ha vivido». «Nadie» era también el título del poema precedente. En el poema titulado «Diversidad temporal» (Retratos con nombre, 1965/2005: 933-934), Aleixandre niega una y otra vez cualquier implicación de lo divino en el mundo humano, y a la inversa, rechaza toda pretensión de divinización humana. Ni lo teológico cabe en el mundo antropológico, ni lo divino o numinoso puede ser nunca admitido como cualidad o atributo humano. Toda divinidad es ajena al mundo del Hombre.


Las playas diviniza el hombre, y él, ¿divino?
Humano, sí. ¿Infinito? Real. ¡Luz a sus límites!


El eje radial es un espacio fundamental de la poesía de Vicente Aleixandre, especialmente hasta la composición de Historia del corazón (1954). El suyo es un discurso lírico de afloración y expresión de deseos cercenados por la realidad del eje circular, por la razón social imperante, por las convenciones políticas, civilizadoras, humanas. Aleixandre busca la libertad de esos deseos, genuinamente humanos, en el mundo de la naturaleza, en el eje radial, porque este es un lugar en el que los impulsos humanos no hallan la resistencia de la civilización, sino la libertad de un estado francamente espontáneo, instintivo, de impulsos no morales —porque no hay sociedad política—, ni éticos —porque la muerte es armonía y amor, es destrucción y consumación erótica—. No hay, ni cabe hablar de ella, una nostalgia por la barbarie, un afán de destrucción de la civilización, no: hay un regreso de la civilización a la naturaleza que no deroga el uso de la razón, hay un retorno desde el conocimiento social del hombre hacia su integración, tan racional como impulsiva, en un espacio determinado por las fuerzas civilizadoras de la naturaleza. El cosmos de la poesía de Aleixandre no es un mundo bárbaro, exterminador, inútilmente mortal, no, ni siquiera es un mundo incívico: es un cosmos civilizado por el impulso y la fuerza de la naturaleza. Es una naturaleza antropomorfa, racionalista y civilizadora de sí misma. El ser humano es una criatura ansiosa por integrarse en ese mundo, armónico, sexual, amoroso, eróticamente pacificado en el racionalismo de la consumación amorosa.

El eje radial domina sin lugar a dudas en poemarios como Sombra del paraíso (1944), donde la naturaleza efectivamente inanimada e inhumana adquiere un protagonismo anímico y antropomorfo. Leopoldo de Luis lo ha subrayado con explicitud: «Las voces más abundantes proceden de lo que podríamos llamar —sin mucha propiedad— naturaleza inanimada: minerales, accidentes geográficos y cuerpos sidéreos […]: lo telúrico (montañas, ríos, mar, piedras...) y lo cósmico (cielo, sol, astros...), seguida de la menor presencia de la vida vegetal y relativamente pequeña presencial animal» (Leopoldo de Luis, 1976: 41).

Por otro lado, la incursión, disolución o integración del ser humano en la naturaleza, es decir, la convergencia del eje circular en el eje radial, no es ingenua, ni inocente, ni ignorante —ni mucho menos irracional—: es, ante todo, sofisticada, racional y eficaz. El ser humano busca la satisfacción de la experiencia amorosa, en su plenitud, en la naturaleza (eje radial), y no en la sociedad política o convencional (eje circular), ni mucho menos en la creencia religiosa (eje angular). Y en esta búsqueda de la experiencia amorosa satisfactoria, el ser humano ideado y concebido por Aleixandre, el que penetra en la naturaleza pretendiendo en ella disolverse y hacerse soluble, en la destrucción y en el amor, lo hace con las armas y la fuerza, con los recursos y los poderes, que ha adquirido en la sociedad humana desde la que regresa al mundo de la naturaleza, es decir, lo hace desde la civilización, que le ha dotado de lenguaje sensible y de razón escrutadora, esto es, lo hace como poeta. El regreso de la civilización a la naturaleza, del mundo de los fenómenos al mundo de las ideas, no lo hace el ser humano aleixandrino al margen de razón, sino desde los instrumentos del racionalismo, entre los cuales el lenguaje de la poesía es el más sobresaliente y poderoso. Al margen del lenguaje poético no hay experiencia amorosa. La poesía es la forma que permite penetrar en la materia de la naturaleza y la única que hace posible su gozosa interpretación.


 

El eje angular del espacio antropológico en la lírica de Aleixandre

El eje angular, o ámbito de los referentes religiosos, ocupa en la lírica de Aleixandre un conjunto vacío. Son numerosos los poemas que así lo acreditan. No hay referentes teológicos, las figuras míticas están muy limitadas, y las realidades numinosas son mínimas. Apenas un «Arcángel de las tinieblas» (Sombra del Paraíso, 1944/1990: 101-102). En poemas como «No basta» (Sombra del paraíso, 1944/2005: 577-579) Aleixandre revela su negación de la metafísica. Arlandis (2004: 123) interpreta que en este poema el autor «solicita la rápida intervención de la divinidad para poner fin al problema del presente». Gonzalo Sobejano (1970: 380) habla en este sentido de «Nostalgia de un Dios». Leopoldo de Luis, sin embargo, se ha mostrado más racionalista que otros críticos: «Con el poema «No basta», el poeta está a punto de hacer trascender su paraíso de tierra al paraíso divino que algunos hallan dentro de sí —Unamuno, por ejemplo— cuando no lo encuentra fuera. Es actitud romántica y egocéntrica de creador de su propio Dios. Pero Aleixandre no pasa a ese estadio, abandonando en ese punto el romanticismo para atender a la concepción de las otras vidas (Historia del corazón) y a la concepción de la materia única (En un vasto dominio)».

«Bajo la tierra» (Mundo a solas, 1950/2005: 434-435) es uno de los pocos poemas de la lírica aleixandrina que contiene referencias a Dios. La apelación se objetiva aquí en el contexto de un vago teísmo: «Yo sé que existe un cielo. Acaso un Dios que sueña». Pero un Dios que sueña no es un Dios que vigila, no es un Dios consciente de su cosmos. El teísmo del verso puede hacernos pensar en una religión terciaria o teológica, pero nada de ello confirma el poema. Y todo se fundamenta en un incierto «acaso…» El hecho es que la única realidad efectiva confirma una amarga verdad: «Bajo tierra se vive». La vida humana desciende en estos versos hasta la esterilidad más dura y nada efímera. Es una vida en el subsuelo. Un infierno sin mitología. No hay numen posible ni factible. Se produce aquí una huida muy expresiva de toda religiosidad primaria o numinosa. El hombre está absolutamente sólo: «Entrañas que se abrasan de soledad sin numen». El poema titulado «En un cementerio» (Mundo a solas, 1950/2005: 436) refleja una idea trágica y nihilista: el mundo todo es un cementerio. Todo es muerte y desolación. Pese a ello, el poeta, el hombre, aún vive: «Aún vivo, sí. Aún vivo y busco tierra, / tierra en mis brazos, mientras todo el aire / se puebla de sus pájaros oscuros». El hombre busca una esperanza posible. Pero no la busca en los cielos, entre dioses, sino en la tierra, acaso entre hombres, en los que nunca parece haber encontrado razones para confiar demasiado. La esperanza no está en Dios.

Son aquí decisivas las siguientes palabras de Aleixandre a José Luis Cano:


Me siento tan pagano como cristiano, y no creo en el milagro de la resurrección de la carne […]. No espero encontrar ningún cielo, ningún paraíso, a mi muerte. No hay más paraíso, ni más infierno, que los que vivimos en la Tierra (Aleixandre, 1986: 39).


Donde hay vida, hay de todo. Incluso su poema «La muerte», con el que concluye La destrucción o el amor, es un poema de vitalidad suprema. Aleixandre disuelve en el amor todo dolo o pena: «como un amor que con la muerte acaba». Es decir, no se trata de un amor que acaba en muerte, sino de un amor que acaba con la muerte, que la destruye, y se sobrepone a ella o tras ella renace, esto es, que el poder del amor es más fuerte que el poder de la mismísima muerte. Es la idea de Quevedo: «polvo será, más polvo enamorado», en un ideal real de amor más allá de la muerte, a la que se niega toda posibilidad efectiva de aniquilar la vida. Nada menos nihilista que Aleixandre. Nada menos teísta, también. Porque no hay dioses. Nunca: «fuego destructor de mi vida sin numen». Para el amor, no hay dioses: no hay normas ajenas al racionalismo amoroso. Un racionalismo amoroso completamente materialista e idealista.

Aleixandre sitúa la geografía del amor objetivada en sus poemas en los espacios de la naturaleza —eje radial— (excepto en obras como Historia del corazón), y no en los espacios de las sociedades humanas —eje circular—, sean civilizadas, sean bárbaras, así como tampoco en los espacios de la creencia o de la experiencia religiosa —eje angular—, sea numinosa (religiones primarias), sea mitológica (religiones secundarias), sea teológica (religiones terciarias). Como ha señalado muy oportunamente Arlandis, en Aleixandre «se produce una notoria y evidente desdivinización de la creación: no forma parte del armonioso plan de un ser superior y espiritual, sino de una realidad puramente material, cuya única ley regidora es el amor» (Arlandis, 2004: 108).


 

En un vasto dominio: la poesía del materialismo

Leopoldo de Luis (1970) califica a este libro —En un vasto dominio (1962)— de materialista. Es claro. En realidad, toda la poesía de Vicente Aleixandre es de un materialismo absoluto. Muy idealista, pero materialismo al cabo. Con todo, el poema inicial del libro, «Para quién escribo», no deja, en el paralelismo de sus dedicatorias, lugar a dudas. El poeta escribe «para toda la materia del mundo», y, explícitamente, al final, «para ti, hombre sin deificación». Hombre, al cabo, sin Dios. No puede negarse, la poesía de Aleixandre es la afirmación acaso sin precedentes de un ateísmo materialista tan singular como discretamente expresado. Es una poesía para el Hombre que, civilizado y racional, se integra y funde, sin Dios, en una naturaleza holista, monista y armónica.

Es clave en este libro el poema «Materia humana» (En un vasto dominio, 1950/2005: 777-778), en el que se objetiva la ontología de la lírica de Vicente Aleixandre: el Hombre como sujeto agente u operatorio del Mundo interpretado. El ser humano como materia que manipula la materia, de forma inteligente, racional, lógica y, por lo tanto, sensible. El Hombre, que brota de la materia y que con ella se perpetúa constructivamente, para bien y para mal.


Onda de la materia pura en la que inmerso te hallas, 
          que por ti existe también y que desde lejísimos te ha alcanzado. […]
Toda esa materia que viene del fondo del existir,
que un momento se detiene en ti y sigue tras ti, propagándote y 
          heredándote y por la que tú significativamente sucedes. […]
Onda única en extensión que empieza en el tiempo, y sigue y no tiene edad.
O la tiene, sí, como el Hombre.


Ha de advertirse en este poema el escenario civil: la ciudad. La naturaleza cede aquí el paso a la civilización explícita y sana. El eje radial cede escenario al eje circular. El Hombre constituye un vasto dominio. Es como si el ser humano dominara ahora civilizada y civilizadoramente la naturaleza.

El ser humano constituye el principal referente semántico de la lírica de Vicente Aleixandre. Sus manifestaciones fenoménicas son múltiples, y siempre se proyectan sobre la naturaleza (eje radial) más que sobre la sociedad civil y política de la que forma parte históricamente (eje circular). Para Aleixandre la esencia del ser humano, incluso pese al poder de su raciocinio, está en la naturaleza, esto es, en el eje radial, antes que en el eje circular. Con todo, la idea de ser humano aleixandrina, inmersa y confundida en lo más elemental de la naturaleza, no renuncia nunca a la razón adquirida en el mundo intervenido por el eje circular, histórico, social, político. Evita el mundo político, no la razón humana. El referente es el hombre y la amada, la fenomenología es la naturaleza, y la esencia es la razón interpretadora de un cosmos armónico, holista y humanizado. No hay lugar para Dios. 

Aleixandre señala a lo largo del poemario las partes del cuerpo humano, partes que identifica simbólicamente esenciales para la vida, sin idealismos, en una exaltación materialista de la vida misma: el vientre, el brazo, la cabeza, el sexo, las pisadas humanas… El lector asiste a un acto creador. Sin dioses. Es el triunfo del antropomorfismo. Y del racionalismo. La obra humana es ahora una obra racional y armónica. Y por supuesto material.


El brazo así completo nació y puso
su peso mineral sobre la tierra.
Movió el agua, plantó el árbol, quebró el cerco
de la masa uniforme; el mundo inerte.
Hizo el fuero, tejió el lino imprevisto,
forjó el hierro, fundó la rosa viva.
Izó la rosa viva, el faro vivo.
Rasgó la tierra y derramó los trigos
como un océano verde sobre el mundo.
 
Se alzó, en su fin la mano, y otra mano
desde el confín llegó, estrechó: cercaban
la redondez entera del planeta.
¡Dos manos estrechadas, con su brazo,
rodeándola,
eran límite vivo de la tierra!


La sangre, incluso, no es ahora la sangre derramada, trágica, bélica, dolorosa, no, la sangre es ahora vida, optimismo y también inteligencia. Es el fruto del organismo humano y la matriz de su saber racional: «¡Sangre cargada de la ciencia humana!» En los poemas iniciales el poeta habla como un testigo, dotado de poder confirmador sobre la realidad humana que constata. Así, en el poema «El sexo», el placer de la relación sexual —y procreadora— de los seres humanos se confirma sin la participación del poeta, que no es ahora amante protagonista, sino narrador que acredita la verdad de sus palabras.


Misterio entonces del ocaso ardiente
cuando como en caricia el rayo ingrese
en la sima voraz y se haga noche:
noche perfecta de los dos amantes.


Sucede a este poema el dedicado a la matriz, con el título de «Vientre creador», donde se apela al feto humano bajo la metáfora pura de «galaxia íntima». «La cabeza», para Aleixandre, nueva metáfora pura de la inteligencia y la razón humanas, es aquí «el laberinto más noble de la materia». «La oreja - La palabra» confirma la interpretación humana y normativa por encima de cualquier otro tipo de razón o entidad trascendente, metafísica, inexistente:


[…] Y son los hombres
los que traducen luego con su signo o palabras
la respuesta a la Vida.


Son ideas confirmadas una y otra vez a lo largo de todo el poemario. Así, en «El interior del brazo», el Hombre se erige en construcción inteligente del Mundo interpretado (Mi):


El mundo, hijo del brazo;
consecuente verdad. Tú, padre: el hombre.


Esta idea del Hombre como sujeto operatorio fundamental, constructor material de un mundo inteligente, alcanza expresiones supremas en el poema titulado «La mano».


Ved esa mano que abre cinco dedos.
O que separa tierra y mar, y avanza el dique.
[…]
Es la mano que alza
con la palanca el mundo,
y yergue torres, como un deseo infinito,
[…] que levantó esa cúpula, y ahí brilla.
[…]
La que botó esa nave, sin más que empujar suavemente,
la que con los dos brazos sujetó catedrales […]
Esa que luego cogió con fuerza ese arado y labró duramente,
tenazmente esa tierra, su hija mucho más que su madre.
La que desvió el río o expulsó el mar
o asedió el fuego huido […]
y la materia irguiose dominada y distinta.


La segunda parte del libro responde a un título tomado del tercero de los poemas en ella contenidos: «El pueblo está en la ladera». El pueblo es Miraflores de la Sierra, lugar de veraneo del poeta. La poesía de Vicente Aleixandre se sitúa en estos versos en un espacio real, social, geográfico, definido. Una visión acaso ideal de la naturaleza ha dado lugar a una concepción descriptivista de una sociedad humana real. La sociedad de seres humanos es aquí una sociedad rural, con todos los atributos de la poética de lo popular y de la dramática de lo social. Domina el descriptivismo, sí, pero con tintes sociales nada disimulados, si bien discretos. «Pastor hacia el puerto» es un poema descriptivo, acaso costumbrista, muy noventayochista sin duda, como casi todos los de esta sección del libro. Su protagonista es un pastor que cuida de sus ovejas. El protagonista es el Hombre. El sujeto humano domina los animales y su naturaleza, con la que convive. El poema «Félix» identifica en un nombre propio el que funciona como común de un personaje prototípico, hijo de la tierra, labrador pobre y sufrido, de su niñez a su muerte. «La madre joven», otro de los personajes del poemario, exalta la maternidad juvenil —lozana, fértil—, el hijo en brazos de una lugareña feliz. Hay una interpretación estética y dramática de lo popular: el chicuelo «En la era», «El tonto» o deficiente, de tristísima vida, que sacan sus padres al sol del estío…, la «Figura del leñador», las «Cabezas dormidas» velazqueñas… 

«Tabla y mano», poema consagrado a la semántica de los objetos, en este caso la mesa sobre la que hombres comen, beben o juegan sus naipes. La mesa y la mano del hombre son criaturas solidarias. «En el cementerio» es poema que ha de compararse con el de casi idéntico título, presente en Mundo a solas, «En un cementerio». En este último, el mundo todo era un cementerio, un cosmos asolado por la muerte violenta, el dolor humano superlativo, la guerra inmencionada. «En el cementerio» yacente En un vasto dominio el escenario es la sala de estar de los que ya no están, contemplados sus nombres, sus lápidas, sus inscripciones, por la mirada de un poeta tan humano como ajeno, que sin embargo tiene valor para reprochar a las jerarquías, «extintas», su insistencia post mortem. «Sol duro» es un poema que podría calificarse de «social». Los seres humanos, de su niñez a su vejez, son combustible de un infinito trabajo que los consume: «lo que duerme y aún respira / es ceniza». 

La tercera parte del poemario se adentra con ironía, lúdicamente en ocasiones, en formas de conducta y ceremonias típicamente urbanas. La ciudad es ahora el protagonista. El eje radial domina los versos: «El entierro», «El profesor», la estancia en la ópera, la dialéctica entre «Ciudad viva, ciudad muerta».

Las partes cuarta y quinta llevan el mismo título, subdividido, «Incorporación temporal» (I y II), dirimidas por un «Intermedio» titulado «La pareja». Los poemas se suceden como semblanzas, casi como relatos líricos en verso libre. El eje radial, dominado por el ser humano, crece sobresalientemente en este poemario: «Humano esfuerzo, no naturaleza», reza un endecasílabo crucial en el poema dedicado a la joven labradora «Juana Marín». Los escenarios resultan profusamente noventayochistas, azorinianos, velazqueños, estampas líricas y narrativas: Esquivias, la Casa de Lope, «Los borrachos». El poema titulado «Hijo de la mar» hace pensar inevitablemente en el de pareja cabecera, perteneciente a La destrucción o el amor, «Hija de la mar». En este último emerge luminosa, brotada de la naturaleza, la figura humana y humanizada de la mujer, la belleza, la juventud, la inocencia, amada y amante. Por su parte, En un vasto dominio representa la figura acaso mítica, próxima a ciertos poemas de Borges incluso, del hombre bélico, enaltecido por la visión épica del pretérito. El «Hijo de la mar» no brota de la naturaleza, sino la de la Historia mitificada, de la epopeya del pasado y acaso también de una sociedad laboriosa y presente, procedente de aquella: «[…] cuando los Flavios, en un barco ligero / cargado de tesoros…». Pero el poema desmitifica a todos los dioses, incluidos los paganos y gentiles:


Oh, fuego sin cenizas bajo la mar, sin dioses.
Y los que allí bajaron, rompiendo el muro
Del mar, luego emergieron con el precioso resto
Intacto: la piedra bella en orden. La forma: el dios vacío.


Es la de Aleixandre una lírica deicida, una poética sin dioses. La perspectiva mítica se había iniciado ya en el poema precedente, dedicado a las ruinas de Numancia, «A una ciudad resistente».  

La sexta parte, «Retratos anónimos», se construye mediante poemas dispuestos a modo de dípticos, referidos a obras pictóricas velazqueñas. El epílogo está constituido por el poema titulado «Materia única», uno de los más expresivos y representativos de la obra poética global de Vicente Aleixandre, en virtud de la cual «Todo es materia: tiempo, / espacio; carne y obra. / Materia sola, inmensa».


________________________

NOTAS

[1] «Acertadamente, Alejandro Duque Amusco (1978: 16), e incluso el propio poeta (Depretis, 1994: 48), habían hablado de una notable influencia del pensamiento presocrático en el sustrato de su poética, aunque Darío Puccini (1979: 84) ya ha demostrado sobradamente la decisiva influencia, también, de otros autores mucho más cercanos como Nietzsche, Unamuno, Valéry y Freud en cuanto al sustrato literario de esa configuración imaginativa de la «mujer-agua». Pero sobre todo —como sí confirmó la gran mayoría de la crítica— existían directas resonancias de Heráclito, para quien el universo no tenía permanencia estable, sino que se hallaba en un constante proceso de transformación o flujo. Igualmente, constan ecos de Parménides, cuando opinaba que esta movilidad y constante transformación del mundo físico sólo nos mostraba la apariencia de las cosas, pero no la verdadera realidad. De tal modo que resultaba evidente que sólo podía haber un conocimiento verdadero de lo que no cambiaba, de lo estable que, para Aleixandre, siempre era el amor (Arlandis, 2004: 106)». Todas esas aseveraciones resultan muy cuestionables, porque puede decirse de Aleixandre y también de cualquier otra «cosa».

[2] Sobre el panteísmo en la lírica de Aleixandre, vid. Leopoldo de Luis (1970).

[3] La cita a la que se refiere Cernuda es la siguiente: «Soy el poeta o uno de los poetas en quienes más influye la vida. Siento en mí una especie de leonina fuerza inaplicada, un amor del mundo, que a mí, hombre en reposo, me hace sufrir o me exalta […]. Los límites corporales que me aprisionan se rompen, se superan en esa suprema unificación o entrega, en que, destruida ya mi propia conciencia, se convierte en el éxtasis de la naturaleza toda» (Cernuda, 1955/1970: 226).

[4] Vid. a este respecto el discurso de ingreso de Vicente Aleixandre en la Academia Española de la Lengua (Aleixandre, 1949/1977: esp. 406-408). Data de 1949, y este es su título: «En la vida del poeta: el amor y la poesía» (Aleixandre, 1949/1977: II, 397-423).

[5] Adviértase la concepción monista, dialéctica y sintética.

[6] Vid. al respecto la obra de Bueno titulada Etnología y utopía (1971).

[7] Thomas Hardy (1840-1928), en el poemario traducido al español bajo el título de El gamo ante la casa solitaria, ofrece un poema titulado «Old Forniture» («Muebles viejos»), sobre la presencia del pasado en los objetos que, semantizados por el poeta, sobreviven al hombre (Hardy, 1952/1999: 178-181). El tema es comparable, en definitiva, al desarrollado por Unamuno, Borges y Pessoa, en varios de sus poemas, si bien en la lírica de Hardy hallamos nuevas condiciones en este proceso de semantización literaria. Este poeta inglés ha dedicado la mayor parte de sus páginas a la descripción de una naturaleza impasible ante el dolor humano. Es un poeta de la naturaleza, sí, pero quizás de una naturaleza inerte o insensible a la inquietud del hombre, desposeído del misticismo que se advierte en románticos como Wordsworth o Novalis. Atento a los pequeños seres y objetos que pueblan la realidad humana más inmediata, Hardy presenta una naturaleza que ni exalta ni sobrecoge a quien la habita, y cuya mirada se sostiene impasible y exterior a toda forma de existencia y percepción humanas, como demuestran, entre otros, los versos del poema «The Darkling Thrush» («El tordo en el crepúsculo»): «The land’s sharp features seemed to be / The Century’s corpse outleant...» (Hardy, 1952/1999: 42-43).






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Vicente Aleixandre, poeta del materialismo idealista», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 4.27), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



⸙ Glosario 



⸙ Antología de textos literarios


⸙ Enlaces recomendados 


⸙ Vídeos recomendados


Clasificación de la obra poética de Vicente Aleixandre
desde la Crítica de la razón literaria




Vicente Aleixandre, poeta del materialismo idealista




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Pasión de la Tierra de Vicente Aleixandre y Das Lied von der Erde de Gustav Mahler: música y literatura